7
Escaques y escaqueos
El momento de salir de la bañera era un fastidio para Diana Albert, porque fuera hacía frío y ella siempre quería quedarse un rato más con las ranas gordas que echaban agua por la boca y la tortuga que agitaba los espolones al darle cuerda en el agua jabonosa; prefería bañarse con su padre, que no tenía prisa en que saliera y jugaba con ella dentro de la bañera a escuchar las tripas de la caracola y la crepitación sutil de la espuma de jabón. Coral no se bañaba con ella ni hacía tanta espuma, pero ahora el baño con su padre había durado poco, casi tan poco como cuando la bañaba Araceli, porque Carlos se resentía del cuello y estaba extraño con el collarín. Del accidente, Diana no se acordaba absolutamente de nada.
Al salir de la bañera había que levantar los brazos y poner los pies en la alfombrilla rosa para no mojar el suelo; su padre, entonces, la envolvía en su toalla color miel, que era suya porque su madre había bordado con hilo sus iniciales DAA, de Diana Albert Arce, siendo ella pequeñita, y la toalla olía bien porque la lavaba Araceli con un chorro de batido de fresa, que guardaban en un armario alto, ni de puntillas lo alcanzaba, y Nicolás también tenía su toalla, que era azul y llevaba las iniciales NAA, ahora quédate quieta que te seco, decía su padre, y ella pegaba la cara contra el abdomen de su padre y sentía la toalla contra el pelo, el color favorito de Nico era el azul, y el suyo, el amarillo, y también el verde; luego vino el zumbido del aire caliente en la nuca, que a veces olía a quemado, pero esta vez no. Sus lápices de colores amarillo y verde estaban más gastados que los demás y al afilarlos se iban quedando cortos, pero igual valían, tenía dos pisos su estuche, y cada piso su cremallera, uno tenía las reglas y las tijeras, y el otro los colores. Mientras Carlos la secaba acercó un dedo al espejo empañado y dibujó un sol con sonrisa. Con la punta de la lengua se empujó un diente de arriba. Estaba contenta porque a lo mejor esa noche recibía la visita secreta del ratoncito Pérez.
—¡Papi, se me mueve este diente!
Carlos se agachó despacio para echarle un vistazo. Lo movió delicadamente.
—No te lo toques más, bichín. Aún no está listo para el ratoncito Pérez.
—Claro que sí. Vendrá esta noche.
—Vendrá cuando se te caiga.
—¿Y qué hace el ratoncito con los dientes?
Carlos comenzó a peinarla parsimoniosamente. Adoraba ese pelo rubio, eslavo. ¡Una belleza rusa! La mejor decisión de su vida había sido adoptarla. ¿Cómo iba a imaginar que le depararía tantas alegrías?
—Pues… se construye su piano mágico. Un piano con muuuchas teclas. Y todas son blancas y muy pequeñitas, para que pueda tocarlo un ratoncito como él.
—¿Cómo toca el piano?
—Con el rabo.
—Ah, claro, porque tiene las patas muy pequeñitas.
—Eso es.
—¿Y después?
—Después, ¿qué, cariño?
—¿Qué hace después de hacer un piano, si consigue más dientes?
—Bueno, cuando ya no le caben en casa más pianos, con los dientes fabrica collares.
—¿Grandes o pequeños?
—Para nosotros, pequeños, pero para él son grandes.
—¿Y después? ¿Qué hará después?
—Cariño, ese cuento te lo contaré esta noche, cuando te acuestes.
—¿Cómo es el ratoncito Pérez?
Carlos se agachó para acercarse a su altura. Aún le sacaba una cabeza.
—Tiene una larga cola y dos dientes delante capaces de roer una cáscara de nuez en un santiamén.
Diana Albert consideró la descripción y la encontró satisfactoria. Fueron a su cuarto. Ella iba dando saltos, descalza. Su padre le dio el pijama y ella se lo puso haciendo equilibrios sobre la cama.
—¿Por qué no vuelve Argos?
—Argos se fue para siempre. Baja de ahí, te vas a caer.
—¡Le pediré al ratoncito que lo traiga!
—Eso no puede ser, cariño. Argos está en el cielo. En el cielo de los perros.
Carlos se sentó en el borde de la cama. En ese momento, Diana se arrancó el diente de leche de un tirón y se lo mostró, orgullosa, con una gota de sangre en su sonrisa.
—Toma, dáselo.
Carlos fue a cogerlo y el movimiento lo paralizó en una mueca de dolor. El calambre lo atravesó con un dolor lancinante, que le bajaba por la clavícula y el brazo.
—¿Qué te pasa, papá?
—Estoy bien, hija —masculló, cuando pudo reaccionar—. Un arrechucho…
El ratoncito Pérez de larga cola no se había olvidado de ella, y al despertar a la mañana siguiente notó bajo la almohada el tacto de un objeto que sin duda había dejado a hurtadillas para ella, a cambio de su diente, deslizándose con su cuerpecillo peludo que, ahora que lo pensaba, recordaba haber sentido pasar por su mano como una caricia furtiva, aunque estaba demasiado dormida para reparar en él, y lamentaba no haberse podido despertar para ver con sus propios ojos los ojillos brillantes del ratón.
La alegría le hizo dar un bote en el colchón cuando lo tuvo ante sus ojos: un Mickey Mouse transparente rebosante de golosinas como botones de colores verde, amarillo y rojo, que salían por la sonrisa de Mickey Mouse, ¿sería un hermanito de Pérez, en Disneyland? Ahora habría una nueva tecla blanca en su piano mágico, que tocaba con sus pequeñas manos y su larga cola o tal vez dando alegres saltos de una tecla a otra, y vivía en un rincón secreto debajo de la casa, que sólo él podía recorrer, y nunca se le oía llegar, porque era muy silencioso, había dicho papá.
Por la tarde, Diana encontró a ese señor alto amigo de su padre hablando con su hermano en el cenador del jardín. Era la primera vez que lo veía con un amigo de papá. ¿De qué hablarían? Mamá le había prohibido acercarse, le había advertido que tenían cosas importantes que hablar, cosas de mayores, pero ella se había acercado por detrás, sigilosamente, y había visto lo que hacían. Sólo estaban viendo fotos del álbum, de cuando eran más pequeños. Ella ya las había visto todas con Nicolás, eran las de los viajes en verano; de algunas ella no se acordaba, porque era muy pequeña, y de otras sí, como las de la playa y de aquella vez que navegaron por el mar en un gran barco de velas blancas, y mamá llevaba un biquini rosa y papá tenía una caña de pescar. Su hermano se las estaba enseñando y sólo hablaba el señor. Entonces, no sería ningún secreto importante. A lo mejor, después también hablaría con ella, era un señor simpático, siempre le sonreía. Le enseñaría su tubo de Mickey y le daría una chuchería. Coral les observaba desde la ventana de la cocina, al señor y a Nico. Estaba muy preocupada por las cosas malas que hacía Nicolás, pero él nunca le había hecho nada malo a ella, él no era malo con ella, y le gustaban sus dibujos. Eso es lo que le había respondido al amigo de su padre, cuando le preguntó si Nico era malo con ella. Ellos nunca reñían, y además, mamá no les dejaba. A veces le decía a su hermano que dejara de portarse mal y de hacer cosas raras, pero él no le hacía caso. Eso es lo que le dijo al señor, cuando éste le preguntó.
27 de abril
Diana, Diana. Qué delicioso rato con ella en el rincón de ese jardín que está lleno de rincones. Cada pequeño espacio tiene un significado para ella. Uno es su casita de muñecas y otro su pequeño taller de dibujo. Me hablaba sin dejar de jugar, como en un soliloquio, sin la mínima cautela de asegurarse de que sus palabras me llegaban. Y al cabo de un rato, sorprendida de que aún no me hubiera ido, de que la escuchaba plácidamente, sin prisa, me ha regalado una sonrisa resplandeciente.
Es hija adoptiva y no lo sabe. Su nombre de origen era Dana. Con algo menos de un año fue traída de San Petersburgo a una nueva vida y a una nueva casa, mucho más acogedora, y a ella no le costó adaptarse. «La niña de mis ojos», la llama Carlos. Fue él quien convenció a Coral para adoptar. Ahora, Coral está encantada con ella, pues no da sino alegrías. Ella está acostumbrada a jugar sola, con sus muñecas, las tiene por docenas. La niña me ha dicho, mientras peinaba a una, que «las salva» de la tienda, que es un lugar triste, y ahora ella es su mamá. Como si en las oscuras cavidades de su mente una voz le dijera que su madre natural la abandonó. Pero no nos pongamos jungianos.
Realmente, esta cría alegra la casa y pone un contrapunto curioso a su hermano. Araceli, la «tata», es como su segunda madre. Hasta Nico parece transformarse un poco cuando está a su lado. Le gusta dibujar con su hermano, y él a veces le pinta dragones y monstruos para que ella los coloree. Diana habla sola cuando pinta, y eso le hace gracia a su hermano. Uno de los pocos momentos que le arrancan una discreta risilla. Diana es el lado bueno de Nico.
Sigo buscando por tanteos. Le he pedido que me escriba en un papel cinco cosas que odie. Lo ha dejado en blanco. Tras insistir, ha reconocido que detesta su colegio y La Moraleja. Me hubiera gustado que se detuviera un poco más en este último aspecto, lástima.
Rastrear su alfabeto emocional. ¿Qué sentimientos le inspira su familia, su pasado? Buscar fotos, hacerle hablar. Otra tarea prioritaria: explorar su escala de valores. ¿Distingue el bien y el mal? Podría ser útil ponerle a prueba planteándole dilemas al estilo Kohlberg. A ver cómo razona en los vericuetos morales.
Recorrida por una exuberante glicina trepadora, que abría en el enrejado de forja grandes flores violetas, la pérgola dejaba caer sobre la mesa y el álbum de fotos una silenciosa lluvia de pétalos. A Julio Omedas le fascinaba la fuerza con que el tronco de la glicina se enroscaba sobre la armadura de hierro hasta ocultarla dentro de su abrazo. Las ramas reticulares se extendían como los tentáculos de un pulpo hacia el techo, afinándose hasta convertirse en una miríada de filamentos violáceos, que dejaban bajo su manto de flores contraluces y claridades de acuario.
Lo mejor de Villa Romana era sin lugar a dudas su jardín. Envuelto en una exhalación de jazmín y glicina, Omedas examinaba las fotografías de toda una década, que hacían pensar en una familia de cuento de hadas. Carlos rodeándola con un brazo en la cubierta de un barco, bronceados y sonrientes, el puerto de Palma, un camino sombreado por las ramas de los plátanos, Coral empuja un cochecito de bebé, luego posa en un jardín sosteniendo a Nico con apenas unos meses, y el tiempo iba y venía de una imagen a otra, el niño sentado en una trona y desafiante en lo alto de un tobogán, un niño como cualquier otro, pero ya con sus ojos inquisitivos; luego se sumaba Diana y la familia al completo, siempre unida y confortable, Carlos saluda desde el asiento delantero de su Mercedes blanco, Diana ya tiene dos años y posa con una enorme piruleta de colores, y detrás, Nico intenta beber en el chorro de un aspersor que forma un pequeño arco iris. Sobre la mesa del cenador había otros álbumes que encontró en el salón. En ellos se perfilaba la apuesta de Coral por una vida confortable, próspera y sin sobresaltos (esto último no lo había logrado), velando por sus pequeños, y en verano saliendo a navegar en un velero blanco, La bocana, por las costas de Menorca, y bronceándose en cubierta con aceite de coco bajo el graznido de las gaviotas, mientras su marido enseñaba a los niños a manejar el timón. Aunque convencional y burgués, nada reprobable veía en este planteamiento de vida, tan sólo que no le encajaba con aquella Coral que él conoció, individualista y dispuesta a luchar por bellas utopías, el arte como coartada de existencia. ¿Acaso él no había cambiado también las botas camperas por los zapatos italianos?
Tenía a su lado a Nicolás para que le tradujera aquellas imágenes en palabras, o al significado que tenían para él. Le interesaba, más que la trama biográfica, la trama de sus emociones. Pero esa tarde el chico había decidido interponerle un muro de bostezos. Su mirada indiferente resbalaba por el jardín.
—¿Qué es esto? ¿Disneyland París?
—¿Qué?
—Háblame de éstas. Aquí pareces contento.
—Yo qué sé. —Apartó el álbum con brusquedad.
—¿Estás bien?
—De coña, psico.
El psicólogo retomó el álbum y le señaló otra.
—¿Qué me dices de ésta? Se te ve muy alegre con tu hermana. ¿Dónde estabais?
—¿Pretendes que te cuente mi vida?
Nico se quedó abriendo y cerrando las anillas mecánicamente, con un tictaqueo, para ponerle nervioso.
—Tu vida es importante —insistió Julio.
—¿Me vas a contar luego la tuya? ¿Me vas a enseñar tus fotos? ¿Por qué no me hablas de tu gran amor? ¡Ábreme tu corazón, psico!
Le había golpeado en su punto más débil. Miró ese rostro en el que asomaba, como del fondo de un pozo, un destello narcisista, y se preguntó si había lanzado ese comentario al azar, como quien da estacazos a ciegas y encuentra una cabeza. Y si había sido con intención, ¿cuánto sabía?, ¿cómo se había enterado? Resolvió no dejar traslucir la menor reacción, por no darle ese gusto. Cerró y apartó el álbum de fotos, habida cuenta de que por ese camino no iba a ninguna parte. Arrancarle las emociones era como arrancarle las espinas a un cactus. Sin embargo, podía sentir el latido interior, un bullir que asomaba en sus pupilas y lo delataba.
Vio que era el momento de tomarle el pulso a su cañamazo moral.
—Cambiamos de juego —propuso Julio—. Yo te propongo una situación y tú me dices cómo habría que actuar.
—Lo que tú digas, psico.
—Imagina que vas por la calle y ves que un señor muy bien trajeado que estaba en un cajero se va dejándose un billete de quinientos euros en la ranura. ¿Se puede coger ese billete?
—Si no está enganchado en el cajero, sí.
—Me refiero a si te lo quedarías o lo devolverías a su propietario.
—Por supuesto, me lo quedaría. ¿Crees que soy idiota?
—Así que, según tú, lo correcto moralmente es quedártelo.
—Tú no me has preguntado eso; me has preguntado si lo cogería yo, no si lo cogerías tú.
—Vale —sonrió Julio—, se trata de discernir qué es lo más honrado.
—Si ser honrado es decir la verdad, entonces digo que me lo quedo. Si lo más honrado es hacer lo que tú entiendes por honrado, entonces hay que devolvérselo al dueño, si aún lo alcanzo. Y si no lo alcanzo, lo que haría el hombre más bueno y más imbécil del mundo sería buscar al mendigo más bueno y más miserable del mundo y dárselo.
Julio asintió, satisfecho de haber recogido una pequeña muestra de su cultivo. Miró el rostro aburrido de su paciente preguntándose si aún podría arrancarle algo más.
—¿Qué harías con ese billete de quinientos?
—No lo sé. —Compuso una sonrisa meliflua e insidiosa.
—Entonces, ¿por qué lo tomarías?
—¡No lo sé! —repitió con idéntico tono cantarín e idéntica sonrisa, como si fuera un autómata.
—Tal vez te gustaría comprarte unos discos, o ver unas películas…
—¡No lo sé!
Julio no estaba seguro de poder encajar otra respuesta igual. Miró a otra parte.
—¿Ya se ha acabado el acertijo, psico?
Detestaba que lo llamase así, psico, pero si se lo hacía notar, lo diría con mucha mayor frecuencia.
—No lo sé —replicó Julio—. ¿Qué te apetece que hagamos? ¿Quieres que vayamos a tirarnos por la montaña rusa o prefieres pasar la tarde en el Cocodrilo-aventura? No podría irme hoy a casa pensando que te has aburrido conmigo.
Nico sonrió con más naturalidad y le dio otra oportunidad.
—Es más sencillo. Me conformo con que me pongas un acertijo mejor. Uno de los de comerse el coco.
—Vale, era muy fácil, lo admito. Tengo otro mejor para aprovechar nuestro billete de quinientos. ¿Preparado?
El hijo de Coral asintió, más animado.
—Un señor compra un reloj que vale doscientos euros y paga con un billete de quinientos. Como no tiene cambio, el joyero cambia el billete en el banco vecino. A continuación, devuelve trescientos euros al cliente y éste se marcha con la compra. Poco después el banquero descubre que el billete de quinientos es falso, de modo que el joyero tiene que reintegrárselo. ¿Cuánto pierde el joyero?
Nico dedicó una decena de segundos a reflexionar. Finalmente, sonrió y chasqueó los dedos.
—Supongo que esperas que diga que pierde quinientos euros y el reloj, ¿no? Es lo que diría cualquiera, guiándose por la apariencia. En cambio, tú tienes una respuesta mucho más lógica e inteligente.
—Vas bien, pero dispara de una vez.
—Tu solución es que pierde el reloj y los trescientos euros de la vuelta que le dio al cliente. Es la que daría un matemático. Pero tampoco es la correcta.
—Claro que lo es. Sólo hay una solución, y es ésa.
—Sí la hay. Hay una mucho mejor.
—¿Cuál es, entonces?
—Adivínala tú, ya que eres tan listo.
Julio frunció el ceño. Tenía muy claro que no había otra solución, pero la seguridad de Nico le hizo dudar. No podía esperar a averiguarlo.
—Me rindo.
—El relojero no pierde, sino que gana —dijo Nico—. Tiene un billete falso de quinientos euros que puede colar en otra tienda. Así que sigue el juego.
El psicólogo quedó vivamente sorprendido. ¡Realmente, era una respuesta propia de un chico como Nico! Nunca se le habría ocurrido que obtuviera una ganancia de esa transacción. Tal vez porque al razonar en buena lógica, nunca consideraba la posibilidad de engañar. Lo felicitó por la original respuesta. Y le preguntó si él, a su vez, sabía algún acertijo divertido. Nico conocía uno:
—Dos hombres juegan al ajedrez. Juegan cinco partidas y cada uno gana la misma cantidad de partidas que el otro, sin quedar ninguna en tablas. ¿Cómo es posible?
Julio cabeceó unos instantes.
—Cinco es un número impar, por tanto es imposible.
—Ajá.
—A menos, claro, que no jueguen entre sí, sino contra otra persona.
—¡Cojonudo! Y ahora, ¿qué tal si echamos la buena? —propuso el chico.
—De eso nada. Además, aquella primera que echamos está sin terminar.
—¿Qué?
—Aquella vez hiciste una gran estupidez tirando todas las piezas en una rabieta. Yo no pierdo el tiempo con críos.
Nico había adoptado una expresión más humilde, fingida a todas luces, pero él la dio por buena.
—Si te interesa ganar, aprende antes a perder.
—¿Por qué dices que no está acabada?
—Aún falta algo.
Esperó en silencio a que Nico reflexionara. Y poco después frunció el ceño cuando esa respuesta no llegó, como si fuera lo más evidente del mundo.
—La felicitación. Me conformaré con un apretón de manos.
Nicolás se levantó y por encima de la mesa se estrecharon la mano.
—Eso está mejor —sonrió Julio—. Ahora sí hemos acabado. Supongo que sabes qué se hace después de una partida.
—¿Echar otra?
Julio negó con la cabeza, en un gesto de reprensión. Disfrutaba con cada respuesta fallida. Ganaba algo más de terreno.
—Lo que se hace después es analizarla. ¿Qué caracterizó el juego de las negras?
—No me acuerdo. ¿Precipitado?
—Tu impresentable estilo. ¡Esa forma de machacar las piezas! ¿Crees que estás en un dominó de casino? Espero que tengas mejores cartas para impresionarme.
—No quería impresionarte.
—Tendrás que bajar esos humos si quieres compartir tablero. Este juego se rige por un código de honor no escrito. Es un juego de caballeros. Puedes ser implacable sin perder el estilo. Respeta siempre a tu adversario, aunque sea inferior. Evita todo comentario enojoso durante y después de una lucha. Y no te pavonees de tus victorias.
Nico escuchaba atentamente, tomando nota mental.
—Si cumples esto, te llevaré a mi club y conocerás a gente tan aficionada como tú al ajedrez, con la que jugar cuanto quieras. Creo que allí podrás hacer buenos amigos.
Mientras tanto, Coral acababa de llegar del trabajo y con presteza subió a mudarse de ropa; desde la ventana del dormitorio vio a Julio en la pérgola con su hijo, que escuchaba con una atención inusual. ¡Si hasta estaba bien sentado! ¿De qué hablarían? Nico parecía muy interesado. Ahora se acercaba a ellos Diana, ofreciéndoles caramelos. Él la sentaba en su regazo. Criatura angelical, confiaba en cualquiera. Ella era la que le daba todas las alegrías ¡y ni un solo disgusto! Ahí estaban los tres, en el cenador. De golpe, esta imagen familiar mudó su expresión, y se sintió transportada por una alucinación fantástica, en la que el padre de esos niños era Julio, y ella su esposa, en otra realidad paralela, o en otro universo simultáneo: lo que pudo haber sido su vida.
La vida era un asunto extraño. ¡Si pudiera sincerarse con él! Temía importunarle. Le había prometido que se mantendría al margen. Le temblaban las manos sólo de pensarlo.
El hijo de Coral quiso que él le hablara de cómo era el mundo del ajedrez profesional. Julio recordó algunos torneos apasionantes y enseguida la niña se fue, aburrida. En cambio, el chico estaba intrigado con la descripción de Julio: la tensión, la concentración obsesiva, el miedo mudo, el cruce de miradas. Lo que se veía en el tablero durante una partida, le explicó, era sólo la huella de una dura pugna silenciosa. Dos personas se sientan a la mesa dispuestas a torturarse las neuronas, a matarse con el cuchillo de la lógica pura, sin una sola palabra. Un duelo infernal. La mente más fuerte somete a la mente más débil. El vencido humilla la cabeza y el vencedor se la lleva de trofeo.
A Nicolás Albert le gustó esta descripción. Sus ojos celestes centelleaban por la emoción. El psicólogo lamentaba que fuera ésta la única vía de acceso a sus emociones, aunque confiaba en hallar otras con el tiempo. Al final, el chico le expresó su deseo de ser ajedrecista, como Julio, y dar vueltas por el mundo con un tablero de viaje, compitiendo aquí y allá. Julio se daba cuenta de que tenía una visión muy idealizada de lo que era un ajedrecista, pero él no iba a ser quien le pinchara ese sueño. Al contrario, su condición de Maestro de la Federación era su varita de Merlín, la potestad que le hacía alzarse sobre él, y le confería el don de dispensar mercedes y, sobre todo, de negociar.
—Bien, te hablaré claro, entonces. Podría enseñarte, pero vas a tener que madurar. Tendrás que demostrarme que sabes comportarte.
Julio fue deslizándose hacia un tono más severo. Prosiguió:
—Todavía están calientes tus últimas canalladas. Y cuento entre ellas lo que hiciste con el perro, por no hablar del accidente que ha dejado a tu padre tocado en el cuello. Ese Mercedes pudo ser vuestra tumba. Por eso estoy aquí, quede claro.
Nico no replicó.
—Así que no intentes manejarme, ni te hagas el listo conmigo.
Miró el reloj y añadió:
—Seguiremos la semana que viene.
Nicolás esperaba más, ahora que empezaba a cogerle gusto a la conversación, y este golpe de efecto le hizo sonreír. Julio ponía las normas. Se estrecharon la mano, como siempre que terminaba la sesión, y Nico desapareció.
Omedas estaba satisfecho de cómo iban saliendo las cosas. No había habido cambios milagrosos, pero estaba logrando hacerlo reaccionar. Aquello empezaba a moverse en alguna dirección; en cuál, ya se vería.
Coral tomó unas cervezas de la nevera y las llevó al cenador. Allí lo sorprendió contemplando una fotografía suya con veintidós años, tomada por Julio en su ático convertido en estudio de pintura, una luminosa mañana de verano. Ella posaba con la brocha en la mano y una bata manchada de óleo, radiante y enamorada. Tan abstraído se hallaba en el recuerdo que no la sintió llegar por detrás y su reacción instintiva fue cerrar el álbum bruscamente. Al punto se sintió turbado al comprender que ella lo había visto y su intento de disimular descubría aún más sus sentimientos.
Coral fingió no haber notado nada.
—Te he traído una Spaten.
Coral sabía que era su favorita. Julio lo agradeció con un asentimiento. Se quedaron frente a frente y de golpe Coral se dio cuenta de que había dado un paso arriesgado, que lo que podía resultar natural antes ahora resultaba violento, pues tal vez él no deseaba sentarse a su lado. Nerviosa, se agachó para recoger un par de muñecas de Diana, que fue poniendo en la mesa, y se giró para verla columpiarse. Nico la impulsaba por detrás.
—¿Cómo lo ves?
—Vamos despacio.
—¿Has averiguado algo?
—Sabe distinguir perfectamente el bien del mal. Pero a sus ojos, el mundo es un lugar despiadado. Claro que… tal vez no esté muy equivocado en eso.
—Le caes muy bien, se nota.
—¿Tú crees?
—Él no habla con cualquiera, te lo aseguro. Te aprecia. Es un alivio saber que puede apreciar a alguien. Espero que algún día nos toque a nosotros.
Julio dio un trago a gollete. Se quedaron unos segundos en silencio, sin saber qué más decirse. Coral temía importunarle con su presencia e hizo ademán de levantarse, pero Julio reaccionó antes:
—¿Sigues pintando?
A ella le agradó esta alusión al pasado. Sonrió.
—Lo dejé. Creo que no tenía mucho futuro. Además, el trabajo en la consulta, las guardias y los niños no me dejan mucho tiempo para mí.
Julio esbozó una media sonrisa.
—¿Es ésta la vida perfecta que buscabas? Un marido, hijos, un chalet de lujo en La Moraleja…
Ella pasó por alto la pulla. Se sentía torpe, apocada, casi culpable.
—No me puedo quejar. —Respiró hondo y decidió resistir hasta el final, si no le abandonaban las fuerzas.
Nico empujaba a Diana cada vez más fuerte y ella se reía en una fiesta de alborozo. Coral pensó que no valía la pena esforzarse por dulcificar las cosas, o decir amables palabras. Tal vez eso habría funcionado en otra ocasión. Julio no estaba por las cortesías. Mejor ir cuanto antes a las claras.
—Parece que te alegras de mis problemas.
—Estoy aquí para ayudaros.
Coral creyó escuchar, en las cadenas mal engrasadas del columpio, la chirriante protesta de sus vísceras. Se volvió hacia sus hijos.
—Nico, ¡más despacio!
De nada sirvió la advertencia. Diana reía cada vez más excitada, sin percibir el peligro que empezaba a aletear. Nico empujaba con todas sus fuerzas.
—¡Hasta el cielo! —gritaba ella.
—Creo que te debo una explicación —dijo Coral afrontando los ojos fríos de Julio.
Él asintió. Otro incómodo silencio, atravesado por los gritos del columpio. Coral hacía esfuerzos ímprobos por conservar la voz y encontrar las palabras justas.
—Cuando tú y yo nos conocimos, había otro. Un novio de toda la vida, Carlos. Tenía dieciséis años cuando empezamos, imagínate. Le iba a dejar, quiero decir, antes de enamorarme de ti. Ya no lo quería, lo nuestro era una pura inercia, una rutina, al menos para mí, porque él me seguía queriendo igual. Entonces se fue a estudiar fuera, a Estados Unidos. Allí llegaste tú. Te juro que te estoy contando la verdad.
Él hizo un mohín de aprobación.
—Todo iba bien entre nosotros, yo apenas me preocupaba por mi otro novio, porque tenía para dos años allí, con su máster magnífico; cuando tú llegaste él ya estaba fuera, se había ido un par de meses antes. Nunca te hablé de él porque estaba segura de que ya no contaba nada en mi vida, aunque formalmente no habíamos roto. Sólo esperaba que volviera en verano para decírselo. Y llegó el verano, llegó él, pasamos un fin de semana en su casa de campo… Yo no te dije nada, luego rompí con él, pero no cesaba de llamarme. Entonces pasó algo… inesperado.
Miró a Julio, sobrecogida.
—Te quedaste embarazada.
Ella asintió, tragando saliva. Hablaba con tono apocado, con la humildad de quien se sabe perdida, diga lo que diga. Pero él no estaba dispuesto a segregar una gota de piedad. Lo que le había dolido no era el abandono, sino el silencio. Ahora sólo quería saber lo que entonces no supo.
—Estaba asustada. Fue una decisión muy dura para mí. Y al final decidí por el niño. Elegí a su padre.
Guardaron silencio porque Araceli pasó cerca, recogiendo los juguetes que Diana iba abandonando por el jardín; precisamente fue este silencio repentino lo que le hizo erguir la cabeza al notar algo raro. Se apresuró a retirarse de la escena con discreción.
Coral se puso unas gafas de sol que llevaba prendidas a la blusa, no tanto por la luz, que era suave, como por parapetar sus ojos delatores.
—Bien, ya está —resolvió el psicólogo—. Dejémoslo.
Coral se preguntó si, en el fondo, él no quería una explicación, si no se la estaba reclamando. Los dos recordaban el café Van Gogh, una tarde que de pronto se volvía reciente. Una tarde en que las palabras huyeron de ella, desasistida ante la magnitud de su elección, ante la atracción del error. Una de esas elecciones que una mujer debe afrontar a solas.
Julio se levantó, impaciente, y agradeció la cerveza como para despedirse.
Un golpe metálico la hizo volverse, asustada. El columpio había chocado contra el poste, fuera de control. Diana se alejaba corriendo por el jardín, con Nico. Suspiró, aliviada. Notaba los latidos en las sienes y la boca seca.
Lo acompañó hasta su coche estacionado enfrente. Todo había ido mal y tenía ganas de llorar. Sólo quería una palabra amable, un buen gesto. Sentía que había sido nefasta para él, que Julio lamentaba haberla conocido y haber cedido a sus ruegos de que les ayudara con el chiquillo.
Le habló cuando él ya se disponía a entrar en el coche.
—Si no vuelves, lo entenderé. Sé que estás dolido y que no quieres verme. Buscaremos otra persona para Nico. Perdóname.
—No necesito tus disculpas fuera de plazo. No nos debemos nada.
Miró a Coral, buscando sus ojos tras las gafas refractantes.
—Él es el padre, ¿verdad?
Necesitaba esa confirmación. A ella le irritó esta insistencia.
—Tranquilo. Ya te he dicho que no es hijo tuyo, si eso es lo que te preocupa.
Él asumió su indelicadeza, aliviado de alejar de sí la urticante sospecha.
Se metió en el coche y arrancó.
De pie, en el borde de la acera, Coral experimentó una oleada de rabia y frustración, pero pasados estos instantes, de súbito, se le cayó la venda de los ojos y se le presentó todo claro: aquella forma precipitada de irse, con malos gestos: el simulacro de odio. Sonrió para sus adentros. Duros reproches que ocultaban el interior de un perol bullente.
Y supo que pronto estaría de vuelta, porque quienes se huyen se acaban buscando.