18

Doble amenaza

Carlos intentó reanudar poco a poco su vida, pese a que ya nada fuera como antes. Encontraba su casa pavorosamente vacía y fría. Su familia había desaparecido, huyendo de quién sabe qué; ¿de él? A ratos la odiaba, si es que se puede odiar llorando con una copa de ron añejo y mirando con nostalgia la fotografía de la mujer que odias. La desolación era su única compañera. Por más vueltas que le daba, no alcanzaba a comprender cómo las cosas habían llegado a ese extremo.

Necesitaba ver a su hija y fue a buscarla al colegio, a la hora en que terminaba sus clases. Se apostó junto a la verja, y tan pronto como empezó a ver a las crías en uniforme, saliendo con alborozo, se olvidó del cuello y de su molesto dogal. El corazón le latía deprisa y le aturdía la velocidad de sus sentimientos. Tras una semana inmovilizado y acalambrado en la cama, temía que le fallaran las rodillas o le flaqueara la voluntad. Al fin, tras unos segundos que se le hicieron eternos, la vio y le pareció la niña más bonita del mundo. Se le humedecieron los ojos de la emoción. Ella también reaccionó con una explosión de alegría.

—¡Papi! —clamó, entusiasmada, y echó a correr hacia él.

Iba a encaramarse a sus brazos de un brinco, pero Carlos refrenó sus ímpetus, por el bien de su cuello. La abrazó delicadamente.

—¿Qué llevas ahí, papi?

—Es un collarín.

—¿Podré escribirte algo o hacerte un dibujo, como cuando te escayolaron el pie?

—En éste no, cariño, porque tiene barritas de hierro. Papá no puede girar la cabeza. ¡Es un poco incómodo!

—¿Y qué haces para cruzar la calle?

—Cruzo siempre por el semáforo, cuando está en verde. Nunca por pasos de cebra, por si acaso.

—¿Dónde has estado estos días?

—De viaje, trabajando mucho, ¿no te lo ha contado mamá?

—No.

—¿Qué te ha dicho mamá?

—Que has estado malito en un hospital.

—Sí, eso fue cuando me pusieron el collarín.

—¿Estás bueno?

—Sí, ya estoy casi bien del todo. Y ahora que te veo, mejor todavía.

Diana pareció satisfecha con la explicación y le enseñó su bloc de dibujo.

—¡Mira lo que hemos hecho en plástica!

En ese momento, Carlos vio llegar a Coral. Ella no esperaba encontrárselo allí y el corazón le dio un vuelco. Decidió, al instante, mostrarse implacable con él. Carlos vio esa actitud reflejada en su rostro y se puso en guardia.

—Diana —le dijo su madre—. Espéranos ahí afuera, por favor. Ahora voy.

La niña la notó muy enfadada y obedeció sin rechistar, a pesar de que ansiaba quedarse en brazos de su padre, enseñarle sus dibujos y contarle todas las novedades de los últimos días.

—¡Es mi hija! —imploró Carlos—. ¿Es que no tienes entrañas?

Coral le observó en un silencio hostil. Estaba muy pálido, recién operado. Sin fuerzas. Atravesaba malos momentos, pero se recuperaría, y a ella le traía sin cuidado su salud y su suerte. No quería encontrarlo más con su hija. Pensó que lo arreglarían los abogados.

—Mantente alejado de ella.

—¿Por qué? ¿Qué derecho tienes a pedirme eso?

Ella miró alrededor. Había un montón de padres y críos que podían oírles. Hizo una seña a Carlos y señaló un lugar más discreto, al otro lado del edificio. A Carlos este escrúpulo le pareció hipócrita, pero cedió para no empeorar la situación.

—Si la vuelves a tocar, te denunciaré —dijo ella.

Carlos creyó no haber oído bien. A duras penas podía reprimir su indignación.

—¿De qué me estás hablando? ¿Denunciarme? ¿Por qué? ¿Por dar un bofetón a Nico?

—No es por eso. Lo sabes de sobra.

—¡No sé nada, Coral! ¡Te juro que no sé de qué me hablas!

Ella observó su cara desesperada. No fingía. Realmente, no tenía la menor sospecha.

—Está bien. ¿Te suena abuso a una menor?

Carlos se quedó atónito. La miró como si no la reconociera. Durante unos segundos, intentó digerir la acusación.

—¿Qué menor? ¿Te refieres a Diana?

Coral se volvió para vigilar a la niña, que hablaba con unas amigas cerca de la verja, pero seguía pendiente de ellos, buscándolos con la mirada inquieta.

Carlos respiraba con fuerza, acezante.

—¿Me estás diciendo que yo…? ¡Dios! ¿Tú… tú estás bien de la cabeza? No sé… no sé cómo eres capaz de venirme con esto. ¡Qué rastrera!

Coral observó que se comportaba como si realmente fuera inocente, como si su acusación fuese para él un puro desvarío, algo sencillamente inconcebible.

—Si quieres que nos separemos —añadió Carlos—, dímelo directamente. No es necesario que recurras a esa… mierda.

Tuvo un instante de vacilación: la voz de Carlos sonaba con la sinceridad de la desesperación. Había algo que no encajaba, pero ya estaba todo decidido.

—Aléjate de nosotros —le espetó, gélida.

Carlos se agarró de una barandilla porque apenas podía tenerse en pie. Si se caía, imaginaba que su cuello quedaría reducido a astillas, como su corazón.

—Estás cometiendo un grave error —murmuró.

Coral le dio la espalda y se dirigió apresuradamente a la salida, tanto que Carlos no tuvo fuerzas para seguirla, para ver un instante más a su hija, antes de que Coral la tomara de la mano y la metiera en el coche.

Cerró los ojos y se quedó muy quieto, sintiendo las pulsaciones en el cuello y las sienes. En ese momento quiso estar muerto.

Diana no entendía nada. Su madre la había obligado a meterse en el coche y su padre se quedaba en el colegio. ¿Por qué no venía con ellos, si ya estaba bien? Coral la hizo sentarse y le ajustó el cinturón y, con voz visiblemente nerviosa, la conminó a que dejara de patalear. Acto seguido, oyendo las protestas de su hija, se sentó al volante y arrancó.

—¡Papá! —clamaba ella, volviéndose.

—Se ha quedado en el cole, cariño, para hablar con la maestra.

—¿Estás enfadada con él?

—¿Has hecho algún dibujo esta mañana?

—Sí, se lo he enseñado a papá. Tiene una cosa en el cuello. ¿Vamos a nuestra casa?

—Ahora no, mi vida.

—¿Por qué no? Quiero que venga papá.

—Ahora no puedo hablar. ¿No ves que estoy conduciendo? Cálmate, Diana.

La observó por el retrovisor para comprobar que estaba bien sentada, con el cinturón de seguridad, y se alejaron del colegio.

Cuándo viene papá, cuando viene papá, repetía ella, quería saber, ya no estaba en el hospital donde no les dejaba entrar el médico, quería saber por qué su padre estaba triste y ellos se habían peleado y, sobre todo, por qué no venía con ellos. Por qué no iban a casa. Por qué su madre huía. Por qué, por qué.

Coral sentía que le iba a estallar la cabeza.

Diana juzgó que su madre estaba muy enojada y calló durante unos momentos.

—Perdona, cariño, pero ahora no puedo hablar. ¿No ves que estoy conduciendo? Si te portas bien, te compraré un helado.

—¿Me he portado mal?

—No, cariño. Pero quédate callada.

Necesitaba ordenar sus ideas. Carlos había defendido su inocencia. ¿Debía creerlo? Su instinto le decía que no mentía. Conocía a ese hombre y sabía cómo leer sus ojos. Sin embargo, todas las pruebas apuntaban a lo contrario. Y había un testigo. Pero aún no le había preguntado a la niña: no quería hurgar con el palo en la candela, por lo que pudiera saltar.

No podía continuar así, en ese estado de incertidumbre. Detuvo el coche en una heladería y salieron. La niña se tranquilizó mirando los sugestivos colores en los pequeños compartimentos del mostrador, con la nariz pegada al cristal. Su madre sólo le prohibía el de ron con pasas. Finalmente, se decidió por uno de chocolate y pistacho. Siguió atentamente la operación de la heladera, una maga, pues ese don para extraer en un instante de aquella pasta informe dos bolas perfectas y calzarlas en el cucurucho no podía ser sino obra de magia. Coral pidió uno de limón con nata, que le dejó probar, también la niña le dio a probar del suyo. Así empezaban siempre el ritual de los helados.

Se habían sentado en un banco a la sombra de un árbol.

—¿Ya no estás enfadada, mamá?

Ella le sonrió y le acarició el pelo. Diana balanceaba las piernas y lamía el helado. Allá adelante se veía la carretera y pasó una hilera de ciclistas. Miró con aprensión el helado de la niña, las dos bolas y el cucurucho que lamía: se le sobresaltó la imaginación.

—Escucha, Diana, tengo que preguntarte algo. Algo muy importante. Preguntas difíciles, para ti y para mí. Debería haberlo hecho antes. No importa. Lo hacemos ahora.

—¿Es un juego?

—No es un juego, por eso tienes que decirme la verdad, sin inventarte nada.

Diana asintió; lo comprendía, la verdad.

—Eso es, dime la verdad de la verdad. Y si no entiendes algo de lo que te pregunto, me pides que te lo explique mejor, porque quiero que entiendas bien lo que te estoy preguntando.

—Vale.

—Papá se baña contigo, ¿verdad? ¿Y qué hacéis en la bañera?

—Me pasa la esponja con jabón y luego, cuando la aclara, se echaba jabón él y yo juego con las ranitas.

—Muy bien. Cuando estáis los dos en la bañera, ¿él te acaricia por alguna parte?

—Me pasa la esponja por todo el cuerpo y también por las orejas y por debajo de los brazos.

—Claro, para limpiarte bien. ¿Y te hace caricias entre las piernas, o… cosquillas?

Ella puso cara de no entender el sentido de la pregunta. Negó con la cabeza.

—¿Te ha pedido alguna vez que le tocaras algo? —insistió la madre.

—¿El qué?

—Entiendes lo que te estoy preguntando, ¿verdad?

La pequeña asintió.

—¿Jugáis papá y tú a que le tocas… partes de su cuerpo?

—¿Cómo se juega a eso?

Coral le acarició el pelo. La niña entendía que su madre quería saber si la bañaba adecuadamente. Le explicó que empezaba siempre por la cabeza, aplicándole champú, y nunca se olvidaba de las orejas, ni de restregarla por los codos y las rodillas, y los dedos de los pies. Supuso que el enfado de su madre con su padre tenía algo que ver con la cuestión del baño, y ella no quería verlos enfadados. Papá la dejaba muy limpia.

Coral asentía para tranquilizarla. Odiaba tener que hacerle estas preguntas.

—Cuando papá te acuesta por la noche, ¿se mete contigo en la cama?

—No, sólo se sienta y me cuenta cuentos, pero no se duerme.

—¿Te acaricia por debajo del pijama?

—No, porque me haría cosquillas y no me dormiría. Bueno, alguna vez le pido que me rasque la espalda, si me pica. ¿Te acuerdas de cuando me comprasteis un pijama que picaba mucho?

—Claro que sí. Lo lavamos y dejó de picar.

—Me poníais polvos de talco. Otra vez me picó un tábano en la piscina.

—Ya me acuerdo. Te salió un bultito.

—¡Eso sí que picaba!

—Entonces, papá no te acaricia ni te hace nada especial en la cama, cuando te acuesta.

—Me cuenta cuentos y me canta canciones. Yo le digo: «Hoy quiero cuento», o le digo: «Hoy canción». Pero no me deja que sea cuento y canción, sólo una cosa, cuento o canción. ¿Hacemos otro juego? ¡Éste es muy aburrido!

—¿Y qué más hacéis en la cama?

—Nada más. Si no me duermo, me da un besito y se va. ¡Pero tú también me pides un beso!

—Claro que sí.

Ella le dio un beso en la mejilla con los labios fríos y húmedos.

Ya se había acabado el helado y ella seguía con el suyo, con la bola casi entera, porque desde que le había empezado a hacer preguntas no lo había probado, y se le empezaba a derretir por el cucurucho, y la niña le indicó que debía sorberlo por la punta del cucurucho, para que dejara de gotear. Diana se alegraba de que hubiera terminado ese juego tan extraño.

—¿Vendrá pronto papá?

Ella sacó un pañuelo del bolsillo. Diana pensaba que le iba a limpiar la barbilla de helado, pero no lo hizo. Con una mano sujetaba el helado, con el cucurucho que le goteaba en la muñeca, y con la otra se ponía el pañuelo en los ojos.

—Mamá, ¿por qué lloras?

Royendo el hueso de la soledad como un perro hambriento, Coral llegó a una sola conclusión: debía seguir adelante, a pesar de todo. Nico la abrumaba en su conciencia. Ese hijo suyo la estaba destripando viva, pero era su hijo. No podía remediarlo. No estaba en su naturaleza odiarlo o apartarlo de su vida. Tenía que cargar con ese peso, aunque la aplastara. No había opción.

Tras el sórdido viraje, debía tomar distancia de Julio. Sólo desde la distancia podían encontrarse. Alquiló un apartamento vacío en Bravo Murillo, cerca de donde vivían sus padres; acostumbrada a la diafanidad de Villa Romana, cualquier piso le resultaba pequeño, pero sabía que no tardaría en acostumbrarse, sobre todo cuando lo hubiera amueblado a su gusto. Era el primer paso de su nueva vida. Se sentía aún joven, con energía para empezar de nuevo, pero temía que el peso de un hijo así fuera demasiado incluso para una mujer fuerte como ella.

Una vez resuelto este problema, decidió hablar con Nicolás. Era un trance difícil para ella, ya que no sabía ni por dónde empezar. Intentaba sobreponerse al pesimismo, creer que iba a servir para que al menos recapacitara sobre lo que había hecho. Si ni siquiera eso lograba, si era un empeño estéril, al menos le haría saber que ya estaba enterada del engaño.

Lo había organizado para que Diana durmiera en casa de los abuelos. Cenaban juntos en la cocina, única habitación amueblada del apartamento alquilado. La ausencia de Diana se notaba mucho, pues estaban acostumbrados a su alegre parloteo, a su demanda incesante de atención (en tanto que Nico no se caracterizaba precisamente por ser muy hablador). La niña, esa presencia de mariposa revoloteando alegremente a su alrededor, había sido la distracción que disimulaba la incomunicación entre madre e hijo. Y también la incomunicación de pareja. Sólo hablaban de rutinas domésticas. Y cuando la niña se había acostado, ya estaban demasiado cansados para abordar cualquier asunto serio.

Ahora Diana no estaba allí para impedirlo.

Temía que la voz le traicionara. No quería que se compadeciera de ella, ni que la viera como una mujer débil. Adoptó un tono de voz firme, severo; aunque no por eso iba a amilanarlo, al menos vería que hablaba en serio.

Por la actitud de Coral, Nico imaginó, antes de que ella empezara a hablar, de qué se trataba.

—Me estás haciendo mucho daño, Nico. Sinceramente, no sé si estoy preparada para esto. Eres menor de edad y he de hacerme cargo de ti, pero no creas que lo hago de corazón. Si no cambias, dentro de unos años tendrás que seguir tú solo. Si no cambias, te quedarás completamente solo. Todos te darán la espalda, o te pagarán con la misma moneda. Y, créeme, espero que lo lamentes.

El chico asintió.

—No hay mentira que dure eternamente, y menos la mentira a una madre, que es la peor de todas.

Permanecieron unos instantes en silencio. Sólo se escuchaba el tintineo de los cubiertos en la loza de los platos. Nico sirvió agua a su madre y a continuación llenó su vaso. No parecía impresionado.

—Supongo que estarás orgulloso de haberte quitado de encima a tu padre. ¿Quién es el próximo de la lista? ¿Yo?

—No pretendo hacerte daño.

—¿Ah, no? —replicó Coral con acritud—. No sabes cuánto me consuela saberlo. Ahora me siento mucho mejor.

—Hace tiempo que pensabas separarte, ¿verdad?

—Si así fuera, es asunto mío. ¿Cómo te atreves a hablarme así?

—Creo que ahora estarás mejor sin él.

—¿Me permites que sea yo quien decida lo que me conviene?

—Él nos hacía daño.

—No intentes ponerlo de malo, ese truco ya lo has gastado.

—Ni siquiera es mi padre.

Coral se quedó helada.

—¿De dónde… de dónde te has sacado eso?

—Él lo sabe, y siempre me lo ha hecho ver, sin necesidad de decírmelo.

Coral se quedó un rato pensativa, digiriendo la última declaración. Retiró los platos y puso un cesto de fruta en la mesa. Tenía ya el estómago revuelto. Se preguntaba si valía la pena seguir.

—Tú sabes que es verdad. No es mi padre. No me trata como a un hijo. Cuanto más lejos de mí y de ti, mejor.

—Nico, olvidas un pequeño detalle, y es que ya no creo tus mentiras. Ni siquiera creo que pienses eso de verdad. Eres retorcido.

—Si no me crees, ya no hay nada que hablar.

—Ten cuidado. Si eres un manipulador y no sabes realmente lo que estás manipulando, puede que el artefacto te acabe estallando en las manos.

Y dicho esto se retiró para no tener que seguir viéndolo, y para que él no la viera llorar. Nico se quedó recogiendo la cocina.

Pese a su desgarro y angustia, no podía albergar sentimientos negativos u hostiles hacia su hijo. Tampoco tenía valor para internarlo en alguno de esos centros para chicos conflictivos, como quiso hacer Carlos en un principio. Correccionales de menores. No se imaginaba qué tendría que llegar a ocurrir para que lo repudiara. Debía creer que no la atacaría a ella, y que la vida y sus golpes le enseñarían lo que ella no había conseguido enseñarle: si no una razón basada en principios morales, al menos una razón de mera supervivencia: la triste perspectiva de vivir completamente solo. Todo el mundo necesita sentirse querido. ¿Acaso su hijo no era también así, por mucho que se esforzara en ocultarlo, tras su máscara de soberbia?

Por más vueltas que le daba, no acertaba a entender qué le había hecho ser así, ni dónde habían cometido el error. Por más que miraba hacia atrás, no conseguía ver cuál era su parte de culpa o responsabilidad. Deseaba encontrar esos errores como se desea una explicación para lo inexplicable. Hubiera preferido que Nico fuera de esos niños capaces de amenazar a sus padres si no le compraban el móvil de última generación. Por lo menos habría alguna asociación de padres con hijos así, donde recibir apoyo, o consolarse intercambiando vivencias parecidas. Pero ¿qué asociación amparaba a una madre con un monstruo semejante?

Julio era el único que podía comprenderla, pero, a hurtadillas, iba replegándose de la escena. Se sentía responsable, incómodo. ¡A pesar de todo, no renunciaba a ella! Lo veía debatirse en una pugna interior. Creía que le estaba ocultando algo, cuando en realidad ella ya lo sabía. Se decía a sí misma que ciertamente él le había deparado un cambio necesario en su vida, para el que necesitaba romper con Carlos (por fraudulento que fuera el desencadenante de tal ruptura). Ahora estaba con el hombre que quería, con el hombre al que quería. Del mismo modo, no había otra mentira que la de su vida anterior, convencional, falta de alicientes y de pasión. Carlos nunca había entendido su forma de ser, en los últimos años sólo había sido un lastre para ella.

¿Y Julio? La angustiaba no ver un futuro posible con él. ¿Acaso pueden dos personas compartir cesto con una víbora?

Traspuso de nuevo la cancela de Villa Romana preguntándose si sería la última vez que lo haría. Era un penoso trance, pero se lo había exigido a sí misma, como una disciplina. Carlos se encontraba dentro, guardando el reposo que le había prescrito el médico. Escuchaba música clásica en el salón, a un volumen alto. No la oyó girar la llave y sólo cuando sus pasos delataron su presencia en el vestíbulo, él apagó la música y se incorporó, al principio sobresaltado, pero enseguida se encogió con rencor.

En este silencio doblemente abrupto y opaco tras la música, se sentó en un sillón, a pocos metros de él. Intentaba disimular el temblor de sus manos. Carlos estaba muy serio, rígidas las facciones sobre el collarín, el rictus contraído, pero digno en su tribulación.

—De modo que has vuelto. Perdona que no me alegre de verte. ¿Qué nuevas infamias y repugnantes acusaciones vienes a traerme?

—Ninguna. Se acabó todo eso, Carlos.

—¡Vaya! —bufó.

—Y retiro lo que dije. Estaba equivocada.

—No hacía falta que recurrieras a algo tan miserable, si querías separarte de mí.

—Repito que me equivoqué. Me pasé. ¡Lo siento! ¿De acuerdo?

Carlos movió la cabeza pesarosamente.

—No basta con eso. No puedes tratarme como una mierda, pisotear mi dignidad y llevarte a mis hijos.

Coral se frotó las rodillas con la palma de las manos, mirando al suelo. Respiró hondo. Había empezado con mal pie. Pero era inevitable.

—¿Estás bien? Quiero decir… ¿qué tal el cuello?

—Ése es el menor de mis problemas.

—¿Estás solo? ¿Tienes visitas?

—Mis padres vienen de vez en cuando. Y luego está Araceli. Ella es la que más compañía me hace. Creo que está muy dolida contigo, por la forma en que te fuiste sin darle explicaciones, pero ya sabes lo discreta que es, no ha querido ni preguntarme, viendo mi estado. Y aunque lo hubiera hecho, poco le habría aclarado yo.

—Araceli es un sol —convino Coral, alegrándose de tener algo inofensivo de lo que poder hablar.

—Echa de menos a los niños, sobre todo a Diana.

—Sí, me lo imagino. Pero no tanto como tú.

Coral tragó saliva y suavizó aún más el tono. Quería relajarse un poco de la tensión que la agarrotaba de la cabeza a los pies.

—Me he portado mal contigo, Carlos. Diana está deseando verte, pasar unos días contigo. Unos días o unas semanas… lo que tú quieras. Podemos repartirnos a medias sus vacaciones.

—Quiero que venga mañana mismo. Con una maleta, con sus cosas, para una temporada.

Ella asintió, conforme. Hubo un largo silencio.

—¿Por qué me has hecho esto, Coral?

—Soy así de retorcida, acuérdate.

—Me preocupa Diana. Esta situación…

—Claro, lo comprendo. A mí también.

—Te dije que el chico nos estaba manipulando.

Coral asintió de nuevo.

—Tú también me has engañado, Coral. Sé con quién estás. Haz lo que te dé la gana con tu vida, pero piensa en nuestra hija, por favor.

—De acuerdo, lo haré. Mañana vendré con ella. El resto…

—Lo resolveremos con abogados —la interrumpió.

—Sí, eso es.

—De acuerdo.

—De acuerdo.

Mientras se iba, dándole la espalda, le oyó decir entre dientes: «Búscate un buen abogado».

Algunos sábados por la tarde Coral acudía al estudio del ático que Julio le había cedido. Había vuelto al óleo con una pujante ansiedad por expresarse, por convertir su caos en materia táctil. Mientras pintaba no pensaba: su mente era un espacio poroso atravesado por un oleaje de sensaciones y evocaciones que fluían y nunca se detenían para ser analizadas ni causar dolor. Su mente descansaba mientras sus manos iban y venían del lienzo. Además, le gustaba estar donde él sabía encontrarla. Nicolás se sentaba en un rincón a analizar partidas de grandes maestros y Diana se quedaba en el suelo pintando, rodeada de ceras de colores, porque ver a su madre pintar le inducía a hacer lo mismo, y pasaban allí la tarde, con el ventilador zumbando y una música tranquila. A menudo, cuando la telefoneaba Julio, estaba allí, agarrando el móvil con un trapo casi tan sucio como su mano, y él la imaginaba feliz e inspirada, mirando el lienzo mientras ella le contaba cómo le había ido el día. Hablaban mucho, pero empezaban a verse sólo de noche. Noches deliciosamente largas, entretejidas de suavidades y ardores y palabras en la penumbra y remansos dulces, y otra vez la misma fiebre.

En cambio, el desencanto trabajaba el corazón de Julio, día a día, minuto a minuto. Comprendía que nada era como lo había imaginado, ni como lo había recordado, ni como había deseado que fuera, ni como querría recordarlo. Se habían vuelto los dos más pragmáticos y estaban en una encrucijada sin solución. Coral era un ideal que se hacía pedazos por momentos. Los dos callaban como cómplices.

Se dio cuenta no por lo que no hablaban, sino por lo que eludían, de que ella también estaba al corriente de la maniobra de su hijo. Ella siempre le había comprendido, pero ahora, además, calaba su angustia sin preguntas. Empezó a sospecharlo lentamente, que también era dueña de un secreto que la torturaba. La revelación parecía flotar sobre ellos en la oscuridad, sobrevolar sus cuerpos como un fantasma sin nombre. Ella ya no volvió a hablar de Carlos ni de la afrenta, ni de nada de lo que al principio la obsesionaba, como el daño inconsciente a Diana. Julio notó que esa actitud elusiva no era la de quien intenta soslayar algo que la traumatiza, sino la de quien ya no concede a ese problema validez alguna. Al abrazarse, sentían esa presencia como un dolor que los unía y a la vez los separaba. Y algunos abrazos al alba tenían la premura de una despedida definitiva.

Todo esto le llevó a presumir que Coral habría avanzado en el asunto por cuenta propia. Consideraba más probable que fuera Carlos, y no el muchacho, quien tuviera que ver con esto. Desde el principio imaginaba que Carlos no se iba a quedar de brazos cruzados, y tarde o temprano se las arreglaría para dar con ella y exigir una aclaración. Carlos conocía el domicilio de sus padres, y en cualquier caso, un hombre como él tenía medios y recursos para encontrarla. Es difícil impedir a un hombre que hable cuando quiere hacerlo. Ésta era una de las posibilidades, que el acusado desmintiera la acusación (ignoraba con qué argumentos o pruebas), y la otra, claro, era que Nico hubiera introducido un nuevo elemento en este juego (prefería no pararse a pensar en cuál).

Entonces, cuando pudo sobreponerse al bochorno de saber que ella estaba al corriente de su fracaso, experimentó un gran alivio. Ya no tenía que confesar su fracaso. Pero esto era una ganancia escasa comparada con la constatación de que, a pesar de haber favorecido esa lamentable cadena de errores con su trasnochada interpretación, Coral no se había apartado de su lado.

Sin embargo, era un dato más que la alejaba de aquella Coral insobornable e idealista que él había conocido, que jamás claudicaba ante la mentira. Ambos se habían unido como comparsas al juego sádico, daban por buena la maniobra y recogían los beneficios: Carlos ya no era un obstáculo. Su silencio era cómplice y farisaico. Y su resentimiento por Nico alcanzaba a Coral como una emanación tóxica.

No quería resentimiento, sino sentimiento. Hacía por sacar al chico de la ecuación. Mucho tiempo había ansiado recuperarla. La separación sin palabras la había vuelto más inalcanzable, más deseable, y en la larga ausencia, la había hecho aún más suya, como una herida autoinfligida. En estas circunstancias, reaparece, convertida en mujer casada y madre de dos hijos. Entonces se enciende en él un violento deseo de recobrarla, superando todas las dificultades. El jardín de Villa Romana se convierte en el jardín prohibido. Ella es la fruta inalcanzable. Para su sorpresa, el muchacho le abre la puerta, pone sus manos de estribo y le permite alcanzarla. De nuevo juntos, desearían volver atrás en el tiempo, borrar su labor de deterioro, empezar de nuevo. Esbozan un conato de sueño compartido, remodelan el ático para recuperar el taller, como entonces. Remodelan también la capa más exterior de sus vidas. Coral vuelve por sus fueros al arte y por un momento parece posible recuperar la esencia de cuanto los unió, la transparencia de una época de milagros y despertares e iniciaciones. Sin embargo, la realidad se impone: son dos personas distintas, más pragmáticas, y cada uno carga su propio y pesado equipaje. Julio descubre que Coral es, sencillamente, una mujer que una vez amó. Y él, desde que perdió a Coral para siempre, ama lo que añora, no lo que es. Más que las cosas, ama su recuerdo. Ama lo que del presente le hace evocar el pasado. Como un acto de expiación, como un tributo a la nostalgia, como un viajero del pasado atrapado en una grieta temporal.

Y ahora, desengañado, se ha quedado sin ideas y sin táctica. Y es que sabe que, en el juego donde se ha metido, cualquier maniobra se verá drásticamente modificada por la estrategia de Nico.