16
La celada
13 de junio
Tanto ha cambiado que apenas lo reconozco: obediente, dócil, colabora en casa, juega con su hermana, me trata con una deferencia que, comparada con aquella fría insolencia, me agrada. Se ha abierto una exclusa en Villa Romana, un desagüe para tanto odio acumulado. Se respira otro aire.
Ahora bien, ¿quién es este nuevo Nicolás? Se ha vuelto más tratable y también más banal que aquel que me clavaba sus ojos fríos y me mantenía a raya. Ahora sonríe de veras cuando sonríe. Y habla más, y es casi inofensivo. Ya no me llama «psico». Apagados los fuegos, pareciera que al domarlo le he robado la esencia de su autenticidad. Extraña paradoja. Ya no es ese chico que luchaba por cultivar su individualidad en un mundo de conformismo. Parece haberse resignado a una tranquila adaptación.
O tal vez está construyendo una nueva identidad. Como expulsa la piel una serpiente, pero sin tener otra que cubra su desnudez. Provocamos cambios de actitudes, desmontamos, demolemos, les dejamos los destrozos y nos marchamos con la paga.
Trato así de convencerme de que todo está resuelto para bien. Ella está satisfecha con los resultados. ¿Es suficiente?
Sin previo aviso, Patricia fue a hacer una visita a su hermano a las nueve de la noche, una hora en que solía encontrarlo en casa. Llamó desde abajo y no obtuvo respuesta. Ya se disponía a irse cuando justo en ese momento lo vio llegar desde el final de la calle. Patricia se quedó perpleja ante la escena que presenció: Julio llevaba sobre sus hombros a Diana, que canturreaba, y a su lado iban Coral y Nico. Parecían una familia unida. Al ver quién la esperaba en el portal, Julio se quedó desconcertado, como si hubiera sido sorprendido en una acción censurable, y bajó a la niña. Coral saludó a Patricia y notó la tensión entre los dos hermanos. Se daba cuenta de que tenían que hablar a solas. Esto la hizo sentirse incómoda, como una intrusa en casa ajena.
—Bueno, nosotros nos vamos ya —dijo Coral—. Esta noche cenamos con mis padres. —Y paró un taxi, sin tiempo para que Julio pudiera impedírselo.
Nada más entrar en el apartamento, Patricia vio ropa y objetos personales de Coral y de los niños. Era obvio que se habían instalado allí. No acertaba a comprender qué ocurría, cómo Julio, que amaba la soledad, se había avenido a vivir con ella en estas condiciones. Una cosa es que tuviera un lío con una mujer casada y otra esto. Desde que su hermano le confesara que había vuelto a encontrarse con Coral de modo fortuito, no habían transcurrido ni cuatro meses, y en este tiempo había observado cómo se volvía más distante hacia ella, como si intentara ocultarle algo. Supuso que estaba haciendo sus propios planes sin consultarla, y eso la inquietaba, pero lo que ni de lejos imaginaba era que hubiera cometido la insensatez de meterse en una aventura con la familia al completo. Su amor sin duda le había ofuscado el juicio.
Julio casi podía leer los pensamientos de su hermana, pues su expresión de pasmo y desagrado era más que elocuente.
—Creía conocerte —le dijo—, pero ahora sí que me has dejado de una pieza.
Él preparó algo para beber. Necesitaba una copa, y su hermana también.
Los ojos de Patricia lo taladraban, mientras vertía los hielos en las copas. Julio odiaba tener que justificarse. Necesitaba una buena defensa y no había preparado nada. Se sentó a su lado y se tomó un rato para contarle todo desde el principio. Le habló de esa familia que parecía modélica al principio y cómo conforme pasaba el tiempo iba descubriendo puntos oscuros antes insospechados, extraños secretos, voces en la noche, dibujos de pesadillas, agujeros en las paredes… y un asunto que, al destaparlo, comenzó a apestar horriblemente.
Patricia era muy sensible a los abusos y en esta parte del relato se retrajo en el asiento, aunque Julio se ahorró los detalles, o precisamente por eso. Había encendido un cigarrillo, que apenas fumaba.
—En fin —concluyó, incómodo—. Tal y como están las cosas, ahora no esperes que me desentienda del asunto. Debo ayudarla a salir de esto. Me siento responsable.
Ella suspiró y apagó el pitillo en el cenicero, pensativa.
—Así que se han separado. Y ahí estás tú para entrar en escena y arreglarlo. Qué a propósito, ¿no?
Su hermano se ofendió.
—¿A qué viene eso? Las cosas no son como tú te las imaginas. No lo planeé de antemano. No soy así de cínico.
—Oye, que conste que tú puedes hacer con tu vida lo que quieras, pero sigues siendo mi hermano. La otra vez lo pasaste muy mal. Ella te hizo mucho daño, Julio.
Él chasqueó la lengua con disgusto.
—Además —prosiguió su hermana—. Te noto raro. Estás como distinto.
—Sigo siendo el mismo.
—No es verdad. He tenido que venir aquí y pillarte desprevenido para que te dignes explicármelo. Yo pensaba que había confianza entre nosotros. Vaya manera de actuar.
—Sé que tú no apruebas esta relación. Haces que me sienta juzgado.
—No quiero meterme en tu vida, pero sí me gustaría que contaras un poco más conmigo, al menos para lo importante. Estás dando pasos arriesgados y…
—Es mi vida, tú lo has dicho.
—También hay una parte que me incumbe. Laura y Nicolás se han hecho muy amigos. O más que amigos. Creo que tengo derecho a saber con quién se ve.
—Laura lo aprecia.
—Creo que está enamorada.
—¿Te lo ha dicho?
—No hace falta. Una madre detecta esas cosas. —Hizo una pausa—. Julio, estoy preocupada. No me gusta ese chico. ¿Puedes decirme algo que me tranquilice?
—Laura sabe lo que hace. Ya no es una niña.
—Esto no me tranquiliza en absoluto.
—¿Qué quieres que te diga?
—Nunca me has hablado de ese chico. Tú lo has tratado. Debes de conocerlo bien.
—Te he contado lo que ha vivido.
—Me has hablado del padre, pero no de él.
—Deja de tratar a Laura como a una niña. Sabe lo que hace. ¿Has venido a cotillear sobre el primer romance de tu hija?
Ella se levantó y dio unos pasos por el salón. Recogió sus cosas para marcharse, ya que a la vista estaba que el ambiente no era muy propicio.
—Verás, Julio, a mí no me parece mal que ayudes a esa familia, pero es que no sé adónde quieres ir a parar, qué esperas conseguir tú.
Él la acompañó a la puerta.
—No estoy buscando mi provecho. Ya te lo he dicho, me siento responsable. No voy a dejarla tirada ahora. Estamos los dos metidos en esto.
Patricia se tomó unos segundos para responder, antes de irse. Su mirada estaba cargada de reprobación y sarcasmo.
—Conmovedor.
Sobre la mesa, junto al ordenador de Julio, Coral halló una docena de hojas bajadas de Internet que había impreso Nico, interesado por saber más sobre el cuadro de Julio. Se sentó a leer los textos, para comprender qué era lo que suscitaba tanto la curiosidad de su hijo, y pasó un buen rato entretenida en las leyendas de los ajedrecistas.
Aquella partida era ciertamente histórica y figuraba en los anales como el primer torneo internacional de maestros. Llegados de lejanos países, se concitaron los mejores para disputarse el botín real: un cargo oficial en Sicilia y una paga de quinientas coronas anuales. Ruy López tenía una revancha pendiente con Giovanni Leonardo, que se remontaba a muchos años atrás, a una partida en Roma que ganó el español. También se encontraba allí Paolo Boi, amigo y eterno rival de Leonardo. Aquel torneo organizado por el rey, en su corte fue un ajuste de cuentas de los tres, que se saldó con la victoria de Leonardo, con la consiguiente humillación de Ruy López, entonces considerado una eminencia, que jugaba en casa.
Los demás textos que había impreso su hijo hablaban de la aventurera y azarosa vida de Leonardo, siempre viajando de un lado para otro con su tablero como arma, y de la partida en la que se jugó la vida para salvar a su hermano cuando cayó prisionero de unos piratas turcos, disputada contra el jefe de éstos, un virtuoso del ajedrez, que aceptó el pacto de liberar al preso si perdía, o cobrarse la cabeza de su rival si ganaba.
El más largo e interesante para Coral contaba anécdotas —algunas de dudoso verismo— de Paolo Boi, otro aventurero cosmopolita que hacía fortuna jugando partidas simultáneas y a ciegas, y al que le perdían las mujeres bellas. La más bella y misteriosa la halló en una posada del camino y para su sorpresa ella le propuso una partida. Nunca había jugado contra una mujer. Quedó deslumbrado desde el principio por su increíble astucia, pero a medida que avanzaba la partida, su maravilla fue convirtiéndose en horror, al descubrir que la doncella era el diablo. Satanás le anunció mate en seis jugadas. Presa del pánico, comenzó a rezar atropelladamente y entonces le acometió una inspiración divina, que fue sacrificar la dama en una jugada tan celestial que sin duda provino de Dios. Y es que era un mate en el que envolvía al rey enemigo con una cruz sin escapatoria. Viéndose perdido, el diablo lanzó un horrible alarido y huyó despavorido. Nico había realizado un dibujo sobre esta partida, en la que ponía al súcubo unos pechos exageradamente grandes, una capa negra y un rabo asomando por debajo. A Coral le hizo gracia. Su hijo consintió en que se lo quedara.
El muchacho pasaba horas engolfado en la lectura de un libro de aspecto no muy apetecible, titulado Aperturas principales. Su madre había hojeado el libro con aprensión: se mareó con tanta notación algebraica. Parecía un tratado de fórmulas matemáticas.
—Es tan auténticamente tostón que llega a ser entretenido —sonrió él.
—¿Tiene argumento?
—No, que yo sepa. Todavía no ha aparecido el malo, ni la chica. Los personajes se repiten un poco. Eso sí, tiene ilustraciones. Son diagramas.
—Encantador.
—¿Te lo paso cuando lo acabe?
—Mejor, no.
Nico estudiaba aperturas para poder vencer a Laura. Era su obsesión. Analizaba su juego, sus técnicas. Lo frustrante era que ni siquiera alcanzaba a plantarle tablas. Se estrellaba una y otra vez contra el mismo muro, la insólita facilidad con que ella encontraba esa jugada divergente que desmontaba su estrategia.
Y, sin embargo, porfiaba, a la espera de una oportunidad. Ésta se le presentó en una partida que se había iniciado con una apertura escocesa y pronto tomó un interesante derrotero. Laura provocó una maniobra para obligar a su amigo a salirse de las posiciones típicas del esquema, y él aceptó el envite. Laura se estaba divirtiendo y no se molestó en profundizar en el reencuadre que ella misma había creado, intuitivamente, en tanto que Nicolás comprendía mejor sus consecuencias, como el papel decisivo que iban a tener los caballos; tuvo varios aciertos consecutivos, y en la jugada decimonovena pudo emprender una ofensiva claramente a su favor. Julio observó atentamente su desarrollo, al advertir que Nico estaba refrenando su impulsividad y ganando en prudencia. Esta vez el chico podía vencer y se lo hizo saber con una mirada. Ella también era consciente de ello y propuso a Nico que pararan el cronómetro para que el tiempo no les condicionara (solían jugar partidas de media hora). Él accedió gustoso. Laura respiró hondo y se concentró a fondo. Su rostro quedó fijo en el tablero, y sólo se movían los dedos de una mano, bajo la barbilla, haciendo girar un anillo.
La congelación del tiempo favoreció a Laura, más acostumbrada que Nico al rumiar paciente. Por contra, el hijo de Coral terminaba cansándose cuando analizaba un movimiento durante más de cinco minutos, o le ganaba la impaciencia por probar la mejor combinación de las posibles. En el movimiento veintiséis, Laura había igualado las posiciones y Nico se mordía los nudillos. Poco restaba para el final, que se presentaba muy complicado, porque había peones muy avanzados, ambos reyes se hallaban en posiciones harto vulnerables y se multiplicaban los puntos calientes, donde el peso de cada jugada era determinante. Paradójicamente, cuantas menos piezas quedaban en liza, y más libres de estorbos, más difícil resultaba moverlas con acierto. Además, las piezas ya no valían lo mismo que al principio, y en este caso, un caballo era tan precioso como una torre, y los peones, según avanzaban, parecían crecer de tamaño y convertirse en alfiles. En cuanto al rey, ya no se conformaba con permanecer quieto.
Nicolás se comía el tablero con los ojos. Se le aparecían muchas jugadas prometedoras y no sabía por cuál decidirse. Su alfil blanco tenía dos diagonales expeditas; una tomaba un peón avanzado y sin protección de Laura, a tres casillas de coronar, y la otra cubría un jaque con su torre que obligaba al rey a moverse de su escuadra a la segunda fila. No era un jaque peligroso —el rey tenía muchas escapatorias—, pero esa línea forzaba a un final por tablas. Dado que no se sentía muy seguro con las otras opciones (con buen comienzo, pero inciertos desarrollos), optó por buscar el empate. Seis movimientos después, Laura las aceptaba. Julio no ocultó su decepción. Esperaba un final más vibrante; el fiero embate de Nico se había evaporado.
—Pudiste ganar si hubieras arriesgado —dijo a Nico.
—Y también perder —replicó.
—Os voy a enseñar algo sobre las tablas, y va para los dos. Son un final frecuente, incluso en las grandes competiciones, y no tiene nada de malo acabar en empate, salvo cuando uno de los dos retrocede ante el miedo. Venid.
Les llevó hasta el mural de la vitrina donde se exhibían fotos de grandes ajedrecistas. Señaló una, en blanco y negro, tomada a principios de los ochenta en Linares, donde se veía a un hombre atractivo en traje de tenis, cuyo blanco atuendo contrastaba con el negro de su rival, a quien estrechaba la mano, sonriente, sobre una partida terminada.
—El de blanco es nada menos que Boris Spassky, ruso y campeón del mundo desde el 69 hasta el 72, en que lo derrotó Bobby Fischer en aquel torneo que es ya leyenda. Se ha hablado mucho de Fischer, y muy poco de Spassky, que era otro gran excéntrico. Como podéis ver, acudía a disputar las partidas del torneo de Linares vestido de tenista. Se sentaba ante el tablero, dejaba la raqueta en una silla, rellenaba su planilla, hacía unos cuantos movimientos rápidos y proponía tablas sin lucha. Y como el rival solía aceptar, se iba muy contento a jugar su partido de tenis con alguna admiradora, que nunca le faltaban. Le encantaban las pistas soleadas de Linares y, más aún, las mujeres andaluzas.
Laura se echó a reír.
—Era guapo —dijo.
—Yo no le conocí, claro, pero conocí a un jugador francés, viejo veterano de estas guerras, que se paseaba cada año por el torneo de Linares muy borracho, con la foto de sus tablas con Spassky como la gran hazaña de su vida. Tenía un recorte de periódico con la partida, medio roto en las dobleces, como prueba gráfica. Si le invitabas a una ronda te contaba su historia. Solía decir que en este mundo hay dos clases de personas: los que aceptan tablas con Spassky y los que se la juegan al todo por el todo. En el fondo, se consideraba un perdedor, por no haber luchado. Un perdedor por no haber perdido.
—A lo mejor habría ganado —dijo Laura.
—Imposible —replicó su tío—. Cuando a Spassky no le dejaban dar raquetazos se ponía a dar jaquetazos.
—Perder con un genio así también debe de tener su encanto —dijo ella.
—Perder luchando habría sido una pequeña victoria.
—Perder es perder, y dejaos de rollos —terció Nicolás—. Tablas siempre es mejor que perder.
—A veces, Nico, ganar no es lo importante, ni tampoco quedar en una cómoda posición. Qué valor tiene el triunfo sin esfuerzo, o con trampas. Eso es lo malo de las tablas sin lucha.
El chico prefirió no responder y el ajedrecista se preguntó si, para sus adentros, se estaba burlando de su filosofía. En cambio, Laura compartía ese punto de vista. Ella nunca habría firmado tablas con Spassky sin haberlas merecido, al menos. Sin embargo —alegó—, como capitana del equipo, a veces en un torneo tenía la responsabilidad de decidir si un jugador de su equipo firmaba las tablas que el rival le proponía. Era una decisión peliaguda. Si accedía, le cerraba la posibilidad de ganar. Si denegaba, le abría la posibilidad de perder. Además, en un torneo, las tablas pueden perjudicar a otro. ¡Prefería no tener que ser ella quien tomara esa decisión!
Nico y ella se quedaron conversando sobre situaciones en que, habiendo luchado hasta una posición de empate técnico, y sin elementos para dar mate, aceptar tablas es una solución satisfactoria. El amigo de Laura no lo veía así y consideraba que en las tablas, no habiendo ni vencedores ni vencidos, se llegaba a un final mediocre: partida nula. En su visión del ajedrez, deploraba un empate que fuera una victoria para el débil, con el consentimiento del fuerte, cuando el primero, por temor a perder, busca dar jaque continuo, o le fuerza a realizar tres veces la misma posición. Laura, en cambio, encontraba meritorio que el débil se las ingeniara para conseguir jaque continuo, esa amenaza del que enseña los dientes sin poder morder, como la hiena herida que repele el ataque del león enseñándole la furia que aún conserva. ¿No era acaso una buena táctica? Viéndolos tan enfrascados en esta interesante discusión, y para no ponerse de parte ni de uno ni de otro, Omedas prefirió no inmiscuirse y los dejó solos para que ellos mismos sacaran sus conclusiones. Además, era tarde ya y debía pasarse por la universidad.
Una vez a solas, Nico comentó a Laura que lo de las tablas con Spassky tenía enjundia, pero había una parte de ese relato que no se la tragaba, y era la del borracho perdedor. Más bien le parecía una invención de Julio.
—¿Por qué dices eso? —protestó ella.
—Suena muy peliculero. Lo del recorte de periódico y todo eso.
—Él dijo que lo conoce, y mi tío nunca miente.
Nico se echó a reír como si acabara de escuchar una zarandaja.
Para ponerla a prueba, para acorralarla, hizo regresar a Coral al lugar que había sido tan especial para los dos: el viejo estudio del ático que Julio convirtió en taller de pintura, además de su nido de estudiantes insolventes, pero llenos de proyectos de futuro. Era como una burbuja en el tiempo, un anacronismo. Al llevarla allí, lo hizo con la intención de arrojarla contra sus propios recuerdos, para revivir, en el tiempo detenido del desorden polvoriento, la esencia de lo que fueron, el calor perdido, la dicha juvenil, inconsciente, los cientos de horas de conversación, humo, insomnio, cafés, óleos, amor, bricolaje, en las que se fueron armando y desarmando. Al reencontrarse con todo aquello, Coral Arce sintió una punzada; se mordía el labio al avanzar por ese cúmulo de enseres de pigmentos solidificados, de materias inconclusas, sombras húmedas, cubos, sillas viejas, atriles, baldosines rotos, y la cama, la torpe cama arrumbada en la esquina bajo la ventana, junto a la oxidada estufa, con el techo inclinado, recordando que todo eso fue una vez su reino secreto, cuando, amartelados, un simple rincón de intimidad como aquél les parecía un lujo porque no pedían tanto a la vida y sabían disfrutar de cuanto tenían, aunque escaso fuera.
En pocos segundos, aquello les envolvió de memoria viva, prefiguraciones de su juventud para, al momento, verse más viejos y más desengañados, convocando aquel tiempo sin cosméticos en que nada estaba aún gastado por el uso, en que todo era nuevo aunque de segunda mano. Fue un refugio húmedo en invierno y ardiente en verano, junto al hornillo y la tetera, un espacio de intimidad que iban llenando de libros, cuadros, vacías botellas de vino, ceniza, cajas de pizza, sábanas, lana, medias arrugadas (porque todo allí se arrugaba de forma inevitable), una vieja máquina Olimpiette, velas lacrimosas en el suelo, pinzas del pelo, un radiocasete con la antena rota, tazas melladas y cojines, y rituales dulces, y versos de Mario Benedetti, pegadizos como letras de tango; versos de amor y compromiso social, que les enardecían, cuando el futuro se les antojaba una romántica elección entre el activismo y la pasión (y a la postre renunciarían a ambas).
Antes, a Julio Omedas le había resultado doloroso visitar a solas ese vagón desenganchado del tiempo y varado en una vía muerta, testigo de fiebres y afanes, pero ahora le agradaba estar allí con ella, incluso en medio del desorden y el abandono. Lo único que lamentaba era haber tirado el cuadro que lo presidía, en el que un hombre que era él dormitaba en un banco del Retiro con una novela de Balzac que, por cierto, nunca llegó a terminar.
Coral había dejado a los niños en casa de su madre, con instrucciones de no dejar entrar a Carlos, ni atender sus llamadas. Aún seguían viviendo con Julio, pese a que Coral buscaba un apartamento. Así que, al fin solos y sin niños, hicieron una rápida limpieza, ventilaron el olor a moho y luego se encerraron allí todo el día y hablaron de sus vidas, desde el punto en que divergieron. Habían subido unas cuantas botellas de vino, de mejor calidad que el que solían beber en aquella época. Coral hablaba y él la escuchaba, y le gustaba ver que ella se había acomodado donde solía ponerse para pintar y él donde solía mirar cómo pintaba, pegado a la pared, entre su espalda y su perfil, y de vez en cuando se giraba y sonreía.
La voz parsimoniosa de Coral Arce vibraba en la penumbra de la tarde en aquella estrecha y desconchada caja de resonancia. Sonreían sin esfuerzo y el vino les amansaba los sentidos. Habían desconectado los móviles y nada les distraía. Solos el uno con el otro, cautivos en una isla desierta, desfasada, y sin otra ocupación que la de contar y contarse. Si el mundo continuaba girando enloquecido afuera, y desintegrándose, qué les importaba a ellos.
Coral se levantó un momento con las bermudas húmedas de sudor en la cintura, y rayas en los muslos de la silla de anea en la que llevaba horas encogida, y anunció que ya era hora de cenar, e hizo como si abriera una nevera, que en realidad era un armario cochambroso, y se puso a remover los botes de disolventes como si fueran latas de conserva —las que solían abrir entonces para cenar— ofreciendo diversas posibilidades gastronómicas, tenemos atún de lata con tomate frito de bote, dijo, y también, anchoas saladísimas que podemos combinar con unos espárragos muy esmirriados, y un paté que por su color debe de ser de hígado de gato. Y con el hambre y la risa entrecortada decidieron, qué demonios, hacer un alto, porque había un italiano abajo donde servían un exquisito carpaccio a la parmesana, y allí cenaron, sin dar un respiro al vino, Chianti esta vez. Julio se animó a hablarle de su extraño encuentro con Carlos. Ella escuchó muy seria y, sin que él se lo preguntara, le explicó lo de la bofetada a Nico, algo que para ella, en comparación con lo otro, no revestía mucha importancia, tal como Julio había supuesto.
—¡Oh, su maravilloso sillón de diseño color burdeos que heredó de su padre! Sólo su sacrosanto culo podía hundirse en él. Nico sabe dónde golpear.
—Él cree que todo viene de esa bofetada.
—Se le fue la mano, pero en algo mucho peor.
No ignoraban que ese asunto no estaba cerrado, ni mucho menos; que Carlos no se iba a quedar cruzado de brazos, que tarde o temprano reclamaría sus derechos.
Dejaron de hablar de Carlos, un tema incómodo. Los camareros parecían tener felpa bajo los zapatos y un suave murmullo de arias de Verdi embalsamaba el ambiente y creaba una letárgica ensoñación. Todo allí era demasiado civilizado para el hormigueo que les recorría por las venas.
—Volvamos arriba —dijo Coral.
Fue como proponer la vuelta a la lucha, al calor, al enclaustramiento. Con la noche cerrándose sobre ellos y el fluir del vino por la sangre y el regusto a vino por la boca con que se mordían se encontraron en esa cama que apenas les daba acomodo, donde se hundieron como antaño, huesos contra huesos, aliento contra aliento. A la otra orilla de las palabras, se volvieron más orgánicos, savia cálida, sangre que corre, uñas que arañan, manos que tantean, reconocen, aferran, tiemblan, piernas que rezuman, huesos que crujen, músculos que vibran, dientes que muerden y acarician, y laceran, bocas que acercan y rozan y tocan, ojos que besan y ciegan, brazos que nadan, manos que gritan, gimen, acorralan, boquean, caderas que luchan y aplastan, y ruedan.
Algo había empezado a arder sin que se dieran cuenta, y en medio de la fiebre y el calor se vieron acorralados por las llamas, se abrían por un flanco y se extendían por otro; retiraron sábanas, jadeando, tratando de sofocarlo como podían, premiosos, y así les sorprendió el amanecer, sudando y sin pegar ojo; clausuraron las contraventanas para prolongar la oscuridad. Aún ardían pequeñas brasas que se reavivaban de a poco, y se lanzaron de nuevo a ahogarlo, braceando y manoteando, piel contra piel, ardiendo. Hacia las cinco de la tarde del segundo día dieron por controlado el incendio.
Abrieron entonces las contraventanas y se dejaron inundar por la luz.
Un par de días después, Laura y él se quedaron echando una de las largas, reposadas, en la mesa camilla del salón, después de cenar. Les gustaba ese rato de intimidad, el duelo silencioso sobre la alternancia cromática del tablero, en el que cruzaban sus manos y a veces sus miradas. Patricia solía leer en el sillón hasta que empezaba a bostezar. La sesión no solía alargarse más de una hora, en la que les daba tiempo a disputar dos o tres partidas y a analizar algunas jugadas de interés. Esta vez, en cambio, llevaban una hora en la primera, y habían caído en un silencio profundo, mientras el reloj seguía corriendo. La adolescente había optado por una defensa india de rey, y había arrastrado a su enemigo hasta sus catacumbas. Él ni siquiera oía los ruidos que llegaban de la calle; cuanto existía más allá del tablero y su rival no tocaba sus sentidos, como si se hallara insonorizado dentro de una campana. Laura movía sus piezas con una inflexión de geómetra que ha calculado cuidadosamente su trayectoria y sus posibles intersecciones. Su tío se mecía en una dulce perplejidad. En su concentración ni siquiera se dieron cuenta de cuando Patricia murmuró buenas noches y se retiró a acostarse.
El ajedrecista ya venía notando de tiempo atrás que su sobrina lo obligaba a dedicar más tiempo a pensar, pero ésta era distinta, ésta le tenía azacaneando hasta las neuronas perezosas. Y a medida que se acercaban al desenlace, veía cada vez más claro cuál era su signo.
Laura le había cruzado en su camino una dama y un alfil incisivos. Mirara a donde mirase, huyera a donde huyese, se topaba con ellos. Hacían que el tablero pareciera más angosto. Ya no jugaba: todo se libraba a la pericia de su perseguidora, mientras él se limitaba a zangolotear sus recursos sin concierto. La miró: estaba serena y concentrada. Sus facciones parecían las de una hermosa mujercita, que sabe lo que hace y no deja cabo sin atar.
—Me rindo —resopló Julio.
Y su rey se inmoló con la solidez con que cae una estatua anacrónica de su peana.
Laura botó de la silla y fue dando brincos por toda la sala, loca de contento. Julio se reía mirándola.
Por fin lo había conseguido. En el último año, cada vez era más frecuente que acabaran en tablas, pero hasta entonces se había mantenido invicto. Hacía años que no le regalaba a Laura ni un peón rezagado y ella lo sabía. Y ahora le había vencido en una partida dura, larga, en la que le había hecho clavar los codos en la mesa. Limpiamente lo había abatido, después de la cena, un domingo de junio que ella anotaría en su diario en letras rojas como un día importante en su vida.
—¿Crees que llegaré a ser ajedrecista?
—Ya lo eres, sin duda.
Aquella noche comprendió Julio lo mucho que había evolucionado. Era aguda y había desarrollado una visión de largo alcance, capaz de pensar un buen número de jugadas por adelantado. Aunque debía mejorar su estrategia en los finales, en el medio juego soltaba verdaderas cargas de profundidad, que iban haciendo una lenta labor de demolición. No se arredraba en posiciones delicadas, si la partida entraba en vericuetos espinosos, en que las combinaciones posibles se multiplicaban y el avance era arduo, ni cuando se colapsaba el centro del tablero. Tenía instinto e imaginación, ese don que a él le había faltado cuando más lo necesitó. Su estilo era audaz y no dudaba en sacrificar piezas importantes o emprender acciones arriesgadas si con ello ganaba una ventaja táctica. Se sentía muy orgulloso de ella y se lo dijo.
A sus quince años, estaba preparada para batirse con los mejores jugadores. Y ella quería competir al más alto nivel. Se preparaba a conciencia para ello. Su próxima parada era el campeonato provincial y luego el de España. Pronto empezarían las pruebas eliminatorias.
Aunque tenía fe en su talento, no podía olvidar que la arrojaba a un mundo despiadado, que no conocía y que podía acabar con ella. Temía lamentar algún día haberla empujado a ello, si no resistía la presión y se derrumbaba, o el precio que tuvieran que pagar era demasiado alto. Muchas veces le había explicado en qué clase de gatuperio se metía. No quería que idealizara ese extraño mundo de salones cerrados, donde las glorias reciben pocos aplausos, aunque sinceros, y donde las funciones son privadas, los circuitos estrechos y los festivales cuentan con escaso público y muy poca financiación.
—No te preocupes, tío, no aspiro a ser una estrella del rock.
Por otra parte, tales escrúpulos dimanaban de una sospecha que se le presentaba cada vez más nítida: la inconfesa esperanza de que Laura alcanzara esa gloria que él no pudo alcanzar y, de una forma simbólica, purgara su sentimiento de fracaso, de Maestro que nunca llegó a Internacional. Consciente de este narcisismo vicario, y para vacunarse contra su propia estupidez, le resaltaba lo áspero del camino, el desgaste, los cada vez más sólidos obstáculos. Prevención vana: tácitamente, la alentaba a medrar al enseñarle todos los secretos que conocía y exigirle la excelencia. Ahora ella había forjado sus propias ambiciones y a él siempre le quedaría la duda de cuánto, en su pasión por los tableros y su afán de triunfo, era legítimamente suyo y cuánto un contagio cuidadosamente inoculado por su tío.
Patricia no veía inconveniente en que Laura, si era feliz así, entrara en el ajedrez profesional. Creía que los talentos hay que cultivarlos y no veía qué mal podía haber en que su tío la introdujera en ese mundo. Conocía los reparos de su hermano y en cierta ocasión le había salido al paso con una buena réplica:
—¿Y qué me dices de tu amor al ajedrez, Julio? ¿No se lo debes acaso a papá y a sus teorías educativas? ¿No te enseñó y te animó él a competir? Ahora resultará que él tuvo la culpa de tus éxitos o fracasos posteriores.
Volvió a sondearla. Laura se había inscrito en el torneo individual de Madrid, antesala del campeonato de España. Tenía posibilidades de quedar entre los primeros de su categoría. Si así acontecía, nada podría pararla entonces.
—¿Por qué competir? —le dijo—. ¿Por qué no hacer que sea sólo un pasatiempo?
—Tiene más emoción y tú lo sabes. No empieces con ese rollo.
—¿Qué rollo?
Ella cambió de bolero:
—Tío, ¿no has notado que el trombón del vecino ya no se oye?
Ojeó su reloj de pulsera.
—Es verdad. Son las once y suele empezar a las diez. ¿Estará enfermo?
Ella hizo un mohín travieso, le llevó a su cuarto y sacó de su escondite, en el altillo, el enorme y reluciente instrumento. Estaba prácticamente nuevo. Los tubos retorcidos y plateados asemejaban un tracto intestinal que se iba ensanchando en bocina. Se quedó perplejo.
Ella le confesó su pequeña fechoría sin ufanarse, e incluso poniendo una nota de contrición apropiadamente teatral, para ablandarlo, como si solicitara su perdón, o su descargo, una atenuante. Él tenía el oblongo metal en sus manos, relumbrante como plata, calculando su valor y calculando también su potencial atronador en manos de ese bruto. Laura les había librado del suplicio diario, por lo cual sus tímpanos le estaban inmensamente agradecidos. Había actuado con astucia, y, por supuesto, en su fuero interno se enorgullecía de ello. Su propósito no era quedárselo ni obtener beneficio alguno. Ella esperaba de su tío una reacción que tardaba en llegar. No se lo ponía fácil. Tenía que decidir deprisa. ¿Debía reprenderla por haber delinquido? El vecino había invadido su espacio de libertad. Y ella había decidido actuar por cuenta propia, saltándose las leyes, para expulsar al intruso. Lo había conseguido con limpieza, aplicando la ley del talión.
—Y tu madre no sabe nada, entonces. Lo has tenido oculto aquí.
—Aún no se lo he dicho —admitió ella con falsa humildad—. Quería hablarlo antes contigo. ¿He hecho mal, tío?
—No te hagas la mosquita muerta, Laura. Claro que has hecho mal. Has robado.
—No es robo, es sustracción.
Resopló. Se las sabía todas. Ella se cruzó de brazos, decepcionada por su severo veredicto. Esperaba de él una respuesta más aquiescente.
—¿Te vas a chivar?
—¿Quieres decir que si se lo voy a decir a tu madre? No esperes de mí otra cosa.
—Eso ya lo sé, me refiero a si se lo vas a decir al vecino.
—Bueno, habrá que devolvérselo, es lo correcto.
—¡También es un delito tocar de noche y de esa manera, y fastidiar a todo el mundo!
—La convivencia a veces es así, Laura. Si no se atiene a razones, no hay otra que aguantarse. Las cosas no se resuelven a la fuerza.
—¡Sería muy estúpido devolverle el trombón, para que se salga con la suya!
—Estúpido o no, es lo legal.
Le dolía decírselo así, pero tenía que educarla, por más que ella tuviera su buena parte de razón. En tono enojado, le advirtió que su madre y él estudiarían qué medida tomar y le conminó a guardar el instrumento hasta decidir su suerte.
—Ahora has metido a tu madre en un problema. Piensa en el mal rato que va a tener que pasar cuando se lo devuelva al vecino, a ver cómo se disculpa.
—No hace falta, ya se lo devolveré yo. —Estaba a punto de llorar de rabia.
—Ya veremos.
—Si lo sé, no te lo cuento.
Se había echado encima de la cama para que la dejara en paz. Era una costumbre que conservaba de su tierna infancia: tirarse a la cama y hundir la cabeza entre los brazos cuando sólo quería llorar. Él cerró la puerta a sus espaldas y, al alejarse unos pasos, escuchó su voz rabiosa ahogada por las sábanas: «¡Idiota!».
Mientras conducía por Velázquez, sin apenas tráfico, meditó sobre lo ocurrido con cierta pesadumbre. Tal vez, en efecto, había obrado como un idiota reprendiéndola cuando debía felicitarla por su astucia: como buena ajedrecista, se había cobrado la pieza de grueso calibre, dejando a su enemigo desarmado. Esa jugada bien merecía ser comentada con dos exclamaciones.
Sin embargo, había aplicado otro criterio (el que le enseñó su padre), por el cual es condenable cualquier ajuste de cuentas: quien tal hace, tal pague. La suerte del vecino y de su instrumento le traían sin cuidado; le preocupaba su propia indefinición, la falta de un referente moral claro. Desde una ética individualista, la acción de Laura era correcta. Desde una ética vinculada a la legalidad, era reprobable. ¿Había obrado con justicia, teniendo en cuenta que el otro había violado su espacio de libertad?
Lo recto, lo correcto; lo justo, lo legal. Habría querido felicitar a Laura y en lugar de eso había acabado regañándola. Le había dicho exactamente lo contrario de lo que quería decirle. Su sobrina volaba sola —ley de vida— y fuera de su línea de tiro. Aunque se sentía capaz de enseñarle aún mucho, si ella le dejara. Aún le parecía reciente el tiempo en que paseaban juntos por el barrio y él le explicaba el porqué de las cosas. Siempre había sido una buena niña. Observando las etapas de su desarrollo Omedas había constatado cómo se cumplía en ella la secuencia de hitos evolutivos, paso a paso. Aún le decía la verdad, pero ya se podía arrepentir de hacerlo. Hacia los cinco años la niña evitaba la mentira por asociarla al castigo; con diez aprendió a evitarla por prudencia y rectitud. Hacía un rato le había dicho: «Si lo sé no te lo cuento». Ya atisbaba la necesidad de silenciar la verdad. Julio conocía una peligrosa variante: la mentira por prudencia y —más allá— la mentira oportunista. La mentira estratégica. Este supuesto hito estaba fuera de los anales de la evolución de la conciencia moral, ningún profesor lo enseñaba en la universidad. Y era extraño, porque los estudiantes la encontrarían sin duda muy moderna. Ya fuese un avance o un retroceso, constituía un salto cualitativo en la evolución de la inteligencia moral. Una interesante teoría. Laura empezaba a asomarse tímidamente por estos vericuetos. No tardaría en desmarcarse del todo pues —Julio no lo ignoraba— pertenecía a otra generación, a otro futuro, el de una sociedad posmoralista, en cuyo seno cada uno construye sus propias referencias. Andrés no habría dudado en felicitar a Laura.
Andrés y él no se ponían de acuerdo en la relación entre inteligencia y virtud (o inteligencia y perversidad moral). En el presente caso, tal vez devolver el trombón de varas al vecino fuera lo justo; de lo que no albergaba dudas era de que se trataba de lo menos inteligente. Esto le hizo pensar en Nico, el taimado (¿lo era, realmente?). Andrés, sin conocerlo, explicaba la posibilidad de un crío así, de un pequeño Caín hecho a sí mismo. A Andrés —bien lo sabía— le atraía la visión de Nietzsche, que emparentaba bondad con debilidad y cobardía, bondad con mediocridad. A Julio le repugnaba esta teoría. Además, le parecía que era rebatida por la irrebatible teoría de la evolución. La especie humana nunca habría prosperado sin algo tan básico como el amor materno. El progreso no era posible sin la solidaridad y la equidad. Así pues, Julio seguía viendo una profunda anomalía en la abyección.
Estaba persuadido de que, tirando de la madeja, podría explicar por qué Nico era así. Sólo necesitaba tiempo.
El siguiente paso en el plan del psicólogo consistía en que Nico aprendiera a jugar en equipo. A jugar y a pensar en términos de equipo, más allá del provecho propio y la gloria personal, sacrificando el protagonismo y acatando las directrices de la capitana del equipo, Laura. Omedas había estado preparando a Nico para este paso en su desarrollo moral. Quería que aprendiera a tener en cuenta a los demás, a ser flexible y a alegrarse del triunfo de los otros. Y se preguntaba si el hijo de Coral estaría preparado.
Se avecinaba un importante torneo por equipos y Lorenzo era el entrenador personal. Se necesitaba un jugador más, así que no lo dudó: confiaba en el talento de Nico. Éste accedió, al principio sin mucho entusiasmo, por dar gusto a Julio, y también a Laura, que insistió mucho, sin saber que jugaba a favor de su tío.
Sin embargo, las cosas no marcharon como se esperaba. El segundo tablero, por puntos de clasificación, era Toño, el gallego, y no estaba dispuesto a compartir equipo con quien lo había humillado con celadas. Laura trató de mediar, pero Toño movió pieza dimitiendo del equipo. Lorenzo intervino y decidió que el gallego tenía preferencia sobre Nico porque se había ganado el puesto por derecho propio y no era cuestión de que un recién llegado lo desalojara. Julio tenía demasiado interés en que el hijo de Coral participara y enfrentó la decisión de su compañero. Discutieron en privado.
—No es que Nico desaloje a Toño —alegó Omedas—. Es que Toño no admite que el otro le haga sombra. Le puede el orgullo. Aparte de que no creo que esté dispuesto a salirse del equipo. Está tirando un órdago, para forzar las cosas.
—Te equivocas, Julio. Sé que Toño habla en serio. Lo conozco. Él no habla por hablar. Sería un agravio dejar que renunciase para que Nico ocupe su puesto, ¿no te das cuenta? Le haríamos una injusticia permitiéndolo; él se iría del club y nosotros quedaremos como el culo.
Julio sabía que Lorenzo tenía razón, pero se mantuvo en sus trece, hasta que la cosa se fue acalorando.
—No es problema de Nico si Toño no sabe perder.
—Toño le juró que no volvería a jugar con él. No se hablan desde aquello.
—Dejemos que Laura decida, entonces.
—Y una mierda. Sé que Laura dirá lo que tú quieres que diga.
—Oye, ella no habla por mi boca. No soy ventrílocuo.
—Llevo un año preparando este equipo. No vengas a joder. Y en cuanto a ese chico, tu protegido, te diré que estamos todos hasta los cojones de su arrogancia. Dime una cosa, ¿te pagan por tenerlo aquí? ¿Lo cobras como sesiones de terapia?
—Haré como que no lo he oído.
—Dile a tu protegido que deje de joder.
Julio le retiró la palabra.
A Nico no le importó en absoluto no participar en el torneo por equipos, pues tenía sus miras puestas en el campeonato de España sub 16, que empezaba por esas fechas. Fueron cuatro días de ajetreadas partidas en un salón de hotel atestado de mesas con adolescentes y celosos padres y familiares que, tan nerviosos como los jugadores, iban deambulando entre las mesas con la botella de agua mineral en la mano, abanicándose con cualquier cosa. Julio vio a su sobrina muy segura de sí misma. Para Laura era sólo un trámite formal, pero para Nico fue su primera experiencia de acariciar el triunfo. Coral estaba muy orgullosa de él y no se separó de su lado.
Sin embargo, así como veía clara la evolución de Laura, no pensaba lo mismo del hijo de Coral. Retornaba a su táctica de las celadas con terca arrogancia. No se trataba de las celadas clásicas, como las variantes del gambito Budapest, o el mate en ocho jugadas de la defensa holandesa, burdas trampas para un jugador avisado: las celadas de Nico eran mucho más incisivas, porque borraba los rastros, camuflaba la maniobra y el momento en que dejaba una pieza al alcance de su enemigo parecía realmente un error, o una renuncia obligada. Esa pieza desprotegida en un escaque, como oveja fuera del rebaño en la linde de los lobos, que balaba, asustada, reclamando la atención, y aventaba el hambre lobuna, caía de pronto bajo los ojos del rival, tentadora: cómo no tomarla.
Julio observaba intrigado todas las partidas de Nicolás en el torneo y llegó a sentir verdadera repulsión por su juego. Cuanto le enseñaba, él lo torcía para jugar sucio. Encontraba un extraño placer en regir la estrategia del rival, inducirle a realizar los movimientos que quería. Recordaba a la araña que se finge muerta para que se acerque su presa.
Julio estaba decepcionado y se lo dijo, en un rato en que quedó con él a solas en un rincón del club.
—No pasarás de ser un muevefichas. Creo que he perdido el tiempo contigo.
—Las celadas no son antirreglamentarias.
—No lo son, pero tampoco son la forma correcta de jugar.
—¿Por qué no?
—Ya te lo he explicado, Nico. Es engañar al rival.
—¿Y qué tiene eso de malo?
—¿Qué tiene de malo mentir? Respóndete tú mismo.
—Bien, yo creo que no hay mentiras malas, sino malas mentiras.
Había llegado a un callejón sin salida. La de Nico era una auténtica teoría de la celada.
—Creo que no has aprendido nada del ajedrez. No entiendes en qué consiste.
—Tú me lo has enseñado muy bien. Consiste en matar al rey y follarse a la reina.
Nico soltó una carcajada de regodeo, al comprobar el efecto demoledor de su respuesta.
Julio lo agarró de la camisa y lo atrajo hacia sí.
—Eso que has dicho es repugnante.
El chico le dio unas palmaditas en el hombro.
—¿Lo pillas ya, maestro?
Matar al rey y follarse a la reina. Esa frase retumbó largamente en su cabeza, en las horas posteriores. Matar al rey (simbólicamente, ocupar su trono) y follarse a su consorte. Aunque no quiso mirarlo, ése era su retrato. Se reconocía, aunque fuese injusto. Matar al rey para follarse a la reina. Una acusación repugnante; le producía náuseas. Pero no le odiaba, no quería odiarlo. Existía una razón cabal para ese golpe bajo. Nico lo confrontaba, lo arrojaba contra un espejo con la violencia de un pequeño Hamlet, cuyo padre, el monarca, ha sido reemplazado por un farsante en el lecho de la reina.
Dejando a un lado sus rencores, admitía que Nico tenía razones para albergar hacia él una profunda desconfianza. Había empezado como el amigo, consejero y terapeuta, y había acabado siendo otra cosa.
Follarse a la reina.
Era bastante lógico que desaprobase su relación, con la separación tan reciente. Habiendo visto a su familia rota y sido testigo de abusos, ¿cómo confiar de nuevo en un hombre que tal vez haría más daño a su madre? Todo eso tendría que depararle una gran confusión. De amigo y consejero, se había convertido en la nueva pareja de su madre. Y a él no le habían preguntado qué le parecía la idea. Omedas entendió que le correspondía a él hacer las paces, explicarle sus intenciones y los sentimientos honestos por su madre. Había sucedido y no podían remediarlo.
Matar al rey.
No era su intención, ni mucho menos un plan preconcebido, matar al rey y follarse a la reina. No obstante, Nico había puesto el dedo en la llaga, pues no podía negarse que había codiciado la dama, su dama, incluso que empezó a codiciarla desde el primer momento en que la vio, aunque el rey hubiera caído por sus propios méritos.
Sin embargo, aún no se quedaba tranquilo. Le perseguía esa frase, matar al rey. Y no olvidaba que fue el propio Nico quien le había declarado, en una de las primeras sesiones, ese objetivo ajedrecístico. ¿Por qué ahora le atribuía a él esa misma intención?
—Tenemos que hablar seriamente tú y yo —le dijo Julio, a solas, en el club de ajedrez.
Lo llevó a la sala de análisis, que estaba vacía. Omedas sentía una especie de frío interior. Nico parecía disfrutar del momento. Y él sentía que estaba perdiendo otra vez el control de la situación. Su instinto le avisaba de algo anómalo. Veía avecinarse algo en el relampagueo de sus pupilas, en la blancura de sus dientes sonriendo y en la meliflua voz que a Julio ya le sonaba como el tintineo de una serpiente de cascabel, mientras le decía:
—Enséñame cómo ser un buen chico, enséñame cómo no hacer trampas, tío Julio.
Aún no había ocurrido nada y él se puso en guardia.
—A mí no me hables en ese tono. No soy tu tío.
Nico asintió y dijo con voz untuosa como lengua de gato en la mano:
—¿Crees que tú estás libre de mis trampas? ¿No ves cómo te la estoy dando con queso?
Se había lanzado y Julio no podía pararlo.
—¿Qué quieres decir?
De su garganta infantil salió una risa alucinada y vesánica.
—No lo pillas, ¿verdad?
—No.
—Te tragaste lo de mi padre, so capullo. Todo era un montaje.
Julio quedó fulminado. Retrocedió con la piel erizada y un frío que le recorría el espinazo.
Un montaje. Los abusos. Carlos y Diana.
Y esa risa embriagada de narcisismo, regodeándose en su victoria, con la boca llena, los ojos relampagueando de placer. Una risa que nunca terminaba y le perforaba los tímpanos.
—¡Cómo me he divertido viéndote jugar a los detectives! No te costó mucho encontrar los dibujos, ¿verdad? ¿Y el agujero de la pared? —Se reía, regodeándose—. Las bragas las encontró mi madre, pero yo hubiera preferido que las encontraras tú.
Con ese cuello pálido al alcance de sus manos, vulnerable. «No», pensó Julio horrorizado. Cerró los ojos y apretó los puños. Respiraba hondo, sintiendo el latigazo de la sangre hirviendo en las sienes.
—¡Eres un monstruo! ¡Estás enfermo!
—No sé por qué te quejas. Ya tienes tu tajada.
No podía en sí de satisfacción. Y esa risa que se expandía como un gas venenoso que entraba en su cerebro…
—Pórtate bien ahora. Me necesitas.
Por primera vez tuvo un atisbo de su mente, vio con quién se enfrentaba: Narciso obnubilado en el negro reflejo de un pozo, fascinado por su propio resplandor.