4
Laura, primer tablero
Julio odiaba las piscinas, porque le recordaban al escenario donde murió su padre, cuando él tenía dieciséis años.
Los sábados por la mañana solían ir los tres a nadar al polideportivo de la urbanización. Aquel sábado Julio llegó una hora más tarde de la convenida y supuso que ellos ya se habían vuelto a casa. Notó enseguida que allí pasaba algo raro. Reinaba un ambiente de nerviosismo y agitación, y no había nadie dentro de la piscina. Un bañista muy mayor, de carnes caídas, que permanecía sentado en una banca junto a las duchas, ajeno al tumulto, le dijo que un viejo del grupo de rehabilitación se había ahogado, y que el socorrista lo estaba intentando reanimar. Se había congregado tal corro de gente alrededor que sólo se veía un bullir de cabezas embutidas en gorros de goma, pellejos y carnes colgantes, alrededor del ahogado. Entre las voces solapadas que comentaban lo sucedido y hacían conjeturas sobre su estado, apenas entendía nada. Julio no quería añadir con su presencia más confusión, y optó por retirarse de la escena a la espera de que aquello se despejara. Detestaba esa curiosidad malsana por ver de cerca la desgracia, por no perderse los últimos estertores. Cuando se formaba un corro de curiosos en torno a una víctima de una desgracia, se volvía un misántropo. De modo que regresó al vestuario, contrariado, y se quitó el gorro de baño. Aún se escuchaba a través de la puerta el jaleo de la piscina. Los ruidos se multiplicaban distorsionados por la extraña reverberación de la cúpula de la piscina y no había forma de entender una palabra. Entraba y salía el personal con gran nerviosismo. «Ya hemos avisado a la ambulancia —gritó la conserje—, viene enseguida.» Julio se imaginaba vagamente a un anciano que tal vez hubiera sufrido un vahído, la edad no perdonaba. Aquello estaba lleno de viejos. Sentado en el banquillo con los codos sobre las rodillas y mirando el suelo de goma, empezó a encontrarse mal, como si la cabeza le pesara, llena de oscuros y vagos presentimientos, como si aquel olor a lejía que subía de las duchas recién fregadas, unido a las emanaciones de cloro y la pátina mohosa del suelo, le estuvieran intoxicando el alma. Uno de los neones del techo estaba averiado y no dejaba de parpadear, con un zumbido mareante del cebador. El resplandor blanco se reflejaba en las taquillas metálicas. Todo le resultaba de golpe opresivo y hostil. Sintió que empezaba a odiar ese lugar, sin razón cabal, y que nunca más volvería a esa ni a ninguna otra piscina climatizada. El frío se le había metido dentro, a pesar del vapor de las duchas, y se envolvió en la toalla. Le faltaba el aire y no podía moverse del banco; una fuerza desconocida lo paralizaba, como si lo obligara a consumar algo antes de levantarse, a ejecutar un acto en contra de su voluntad, y era una orden aterradora que venía de dentro y él no quería escuchar; cerraba los ojos y volvía a abrirlos, boqueando, y de golpe se dio cuenta, lo estaba mirando pero no lo quería ver, lo estaba mirando desde que se sentó, como un ciego, en la taquilla de enfrente, algo que a su vez lo miraba a él amenazadoramente asomando bajo la puerta gris, como la monstruosa cabeza de un pez muerto, y él persistía en ignorarlo. Era la puntera de una zapatilla que al fin se obligó a reconocer y que —como una idea que tarda en abrirse paso a través de su conciencia— pertenecía a su padre. Eso le llevó a una aterradora conclusión: si se encontraba allí y no estaba en los vestuarios, ni entre los curiosos que rodeaban al ahogado, si no le había salido aún al paso, ¡era quien estaba en el centro del círculo! La sacudida eléctrica que le produjo este pensamiento coincidió con el grito de su hermana pidiendo una ambulancia.
Después apenas recordaría los detalles, tan fuera de sí mismo se encontraba. Pasaron la noche en una sala de espera de hospital. Patricia parecía bañada por un resplandor irreal, un blanco ártico. Las horas se sucedían y ellos seguían allí, paralizados al fondo de un pasillo cuya perspectiva parecía deformarse, como en una visión de túnel, a medida que se acercaba la madrugada.
En ese vacío enajenado, ocurrió algo que le hizo a Julio despertar sus sentidos y salir de su ensimismamiento. Comenzó a escuchar una débil corriente de música procedente de una habitación. Un enfermo había sintonizado la radio y subía poco a poco el volumen. Ávido, con la premura de quien abre una escotilla en un compartimiento asfixiante, Julio aguzó el oído para dejar entrar en él esa corriente vivificante. Estaba seguro, era La Pastoral.
—¿Oyes eso, Patricia?
—Oír ¿qué? —Miró a los lados, como ausente.
Su hermana no percibía nada, más allá de un hilillo radiofónico. Tal vez, pensó él, sonaba demasiado quedo, pero en su hiperestesia se le aparecía toda la orquesta sinfónica, con Karajan al frente, y casi podía palpar la majestuosa vibración, empujando las tinieblas de su interior.
La sinfonía lo envolvía con una nitidez imposible, en descargas de júbilo. Se dejó anegar por ella, en ese trance de angustia, como si fuera su única esperanza de salvación. Y en el último movimiento, estaba más allá de todo cuanto le rodeaba, del hospital, de la agonía de su padre y la tribulación de su hermana, más allá del tiempo y de toda procuración.
Y Julio supo entonces que Roberto Omedas acababa de dejarlos y que su alma melómana abandonaba su nicho para aposentarse en él, por obra de una suerte de transmigración, flotando tal vez en la corriente de ondas sinfónicas, como polen que navega en la brisa. Tal había sido la terca determinación de Roberto: heredarle a Beethoven aunque tuviera que dejarse la vida en el empeño.
Huérfanos del todo cuando él y su hermana mayor contaban dieciséis y dieciocho años, quedaron bajo la custodia de su tía Amparo que, al igual que su hermano Roberto, tenía entre sus virtudes un carácter afable y conciliador. Los dos primeros años vivieron en su viejo apartamento de La Castellana, en la habitación libre que acababa de dejar el hijo mayor de Amparo, al irse a vivir con su novia. Todo transcurría con normalidad, y Amparo se dio cuenta de que, en realidad, los dos hermanos sabían cuidarse a sí mismos. Patricia encontró trabajo por las tardes, de auxiliar en una oficina, y por las mañanas estudiaba secretariado. Julio se había centrado a conciencia en el ajedrez profesional y comenzaba sus estudios universitarios, al principio sin demasiado entusiasmo. Siempre había contado con que estudiaría Matemáticas, por aptitud e inclinaciones, pero en ese momento de su vida comprendía que esta carrera le iba a comprometer una dedicación poco compatible con sus aspiraciones de ajedrecista. Otro campo de interés era la psicología, y se matriculó en esta carrera, calculando —y no se equivocó— que le dejaría mucha más holgura para su verdadera pasión, pues los tableros que le arrancaban el sueño no eran los de los pupitres, y los corredores que se esquivaban a sus afanes no eran los de la Facultad, sino los del laberinto de la lógica del juego.
Era un refugio extraño donde se reunía con el fantasma de su padre. Aplicado a estas porfías con obsesiva terquedad, se sentía magnetizado por un campo de fuerzas —triángulos de alfiles y peones, escuadras de torres, acciones y reacciones— y pasaba casi todas las tardes en la escuela de la Federación. Era una joven promesa; torneo a torneo, ascendía en la clasificación y cada victoria se la dedicaba a él en sus pensamientos. Imaginaba que él se sentiría orgulloso. La tristeza afilaba su raciocinio, la rabia alimentaba su instinto asesino. Poseía una resistencia inquebrantable, que le permitía soportar los nueve días seguidos que dura un torneo de liga disputando partidas sin fin, en las cuales la mayoría del tiempo uno permanecía simplemente sentado, mirando unas piezas inmóviles y un tablero, o esperando a un rival que podía tomarse media hora sin mover. En ese bautismo de sangre, la mayoría de los aspirantes con talento (acostumbrados a las partidas rápidas de club y a los torneos de un solo día, con siete rondas y muchos recesos) se desalentaban y pinchaban, especialmente cuando, tras ardua lucha, cometían un error nimio que daba al traste con todo. Por el contrario, Julio se crecía en estas arenas y hacía del desgaste un arma a su favor.
Cuando resultó vencedor en el campeonato de España sub 16 por equipos, empezó a competir en otros países europeos, formando parte de un pequeño equipo de cinco jóvenes, que tenían por entrenador y amigo a Pierre, Maestro Internacional francés, de origen argelino, afincado en Barcelona, y que hablaba más propiamente catalán que castellano. Allí su buena racha se estrelló. El nivel que había conocido en España no tenía nada que ver con el que se encontró en los torneos internacionales al batirse contra jóvenes jugadores del Este: potentes talentos uzbecos, armenios, iraníes, letones almizclados, estonios, lituanos, rumanos… Países con mucha más tradición ajedrecística y una abrumadora preparación en edades tempranas. Ellos pusieron al descubierto sus defectos. El principal era su juego pétreo, posicional, lento y falto de verdadera creatividad. Prefería los desarrollos cerrados al juego abierto, donde todo era posible, y a la vez todo imposible de controlar. Manejaba su ejército como el centurión de una disciplinada legión romana, cubierta bajo un caparazón de escudos, que avanza lenta hacia el enemigo, siguiendo una táctica prefijada, sin romper nunca su amurallada defensa. Ése era su estilo, para bien o para mal.
En el viaje que había emprendido el ajedrecista, al pasar los Pirineos era preciso llevar alforjas de dos capachos, uno cargado con el análisis mercurial de un matemático y el otro de la intuición divergente y audaz de un creador, y poder echar mano de una u otra según las exigencias del juego. A Julio le faltaba el segundo capacho. A veces se le ocurrían buenas ideas, innovaba variantes, o se adentraba por combinaciones poco exploradas, creaba belleza, pero éstas eran ocasiones excepcionales. La mayor parte de las veces confiaba en su raciocinio, seguía una línea ortodoxa, prudente, y dependía de un fallo de su rival, o un movimiento que creaba una brecha de debilidad, para ir ganando ventaja, poco a poco. En España le había ido muy bien con este equipaje; sin embargo, sus rivales orientales y del Este le vapulearon sin tregua.
Había aprendido mucho de los tableros, pero poco sobre el desencanto, cuando empezó a descubrir, con pesar, que nunca sería lo bastante bueno para alcanzar sus ambiciones. La evolución meteórica, como la suya, solía durar pocos años. Lo difícil era seguir creciendo en vez de terminar en ese limbo de los buenos que nunca fueron lo bastante buenos. Era una ley natural: rendimiento decreciente. Y él lo sabía. Visto en frío, abandonar antes de recibir el jaque mate era la mejor elección.
Su corazón, en cambio, le pedía resistir. Recalaba por los torneos importantes e iba acumulando méritos y puntos hasta alcanzar el grado de Maestro FIDE. No era su gran meta, desde luego. Su hermana Patricia le abrió los ojos, cuando aún estaba obcecado en atacar el título de Maestro Internacional. El peso de semejante reto lo doblegaba. ¿Qué obtenía a cambio?, le planteó Patricia. Como profesión, era insolvente. Muchos viajes los tenía que pagar de su propio bolsillo, y tantas horas de estudio y entrenamiento ni le revertían beneficios económicos ni complacían su vanidad, ya que las victorias nunca sabían tan dulces como amargas las derrotas. Julio comprendía que su hermana estaba en lo cierto. Uno no apostaba su fortuna, sino su honor, la inteligencia. El ajedrez era una máquina de captar vanidosos para luego triturarlos.
Tras un torneo en Linares en el que perdió frente a un rival muy inferior a él, por una sucesión de fallos —la tensión—, se vino abajo. Tenía veinte años. ¿Qué vida le esperaba allí? Veía a sus colegas obsesionados con el ajedrez, pensando única y exclusivamente en el ajedrez, analizando partidas de grandes maestros, en torneos lejanos en los que ya no podían participar, perdiendo las tardes en el club, a menudo sin hacer nada, a solas con sus acertijos, esperando a que apareciera un contrincante capaz de no aburrirlos, o resignándose a jugar con campeones sólo en vanidad, aspirantes que creían poder darles juego, sólo para disuadirlos o darles un escarmiento, para demostrarles lo mucho que les aburría jugar contra un mediocre. Acababan juntándose siempre los mismos, los tres o cuatro veteranos defenestrados de los circuitos duros, viejas glorias acabadas, para saldar sus rencores entre ellos, con sus cuchillos aún afilados de lógica, en rondas circulares de partidas y rondas amargas de cerveza de barril, junto a un reloj medio trastornado de recibir tantos golpes. Julio conocía los bares, se le trataba con respeto en cuanto llegaba, como a un verdadero camarada, se le hacía un hueco, se le servía al momento, la caña y las piezas, era uno de ellos, pero él no quería ser como ellos. No quería ese burdo consuelo, esa falsa gloria, vean, ese tipo que juega en la mesa del fondo es un Maestro FIDE, campeón de España con dieciséis años, no hay quien le gane. Omedas no quería pensar que había luchado tanto para eso. Les veía jugar un rato y se iba, y ellos seguían, partida tras partida, hasta que cerraban la taberna, no se despachaba más cerveza y tenían que irse con los tableros a otra parte.
Retirado, a su pesar, del circuito profesional hacía una década, el ajedrecista recalaba los fines de semana por el Club Gambito para impartir algunas clases y colaborar en la preparación del equipo capitaneado por su sobrina Laura —primer tablero—, el cual había conseguido un digno tercer puesto en la liga regional. De vez en cuando, disputaba algunas partidas con su amigo Lorenzo, director del club, quien a sus cuarenta años había ascendido por primera vez hasta los últimos puestos de la División de Honor. Lorenzo le profesaba a Julio una encendida admiración y todavía, cuando las cervezas le desataban la lengua, lo intentaba convencer para que volviera a pelear en la liga, cosa que al otro le producía una abrumadora pereza.
Enfocaban su afición de una manera muy distinta. Al contrario que Omedas, Lorenzo albergaba vocación de cazatalentos y preparaba a su equipo de jóvenes promesas, al tiempo que leía todas las revistas de ajedrez, incluida la sección que podría titularse «partidas aburridas»; el club era su segunda casa. Julio lo veía como un verdadero adicto en fase irreversible. Se sabía los puntos ELO de cada jugador importante de la liga, y manejaba una información actualizada y completa de torneos, circuitos, liguillas y eventos relacionados con los tableros, trucos para medrar y obstáculos que sus pupilos podían encontrarse. En cambio, a Julio no le interesaba tutelar ni pulir talentos. Brillantes o mediocres, a todos trataba por igual y les enseñaba, más que a jugar mejor, a disfrutar jugando. Era su manera de frenar el río de elitismo y rivalidad que atraía fatalmente a los buenos en su corriente.
Esta norma sólo la incumplía con su sobrina Laura, quien gozaba de exclusividad y favoritismos sin disimulos. Les unía una estrecha relación desde que era una niña, no en balde era su única sobrina. Él, al contrario que Roberto, nunca intentó inculcarle la afición a este juego. La niña aprendió por sí misma muy de pequeña, observando en casa las partidas que jugaba su tío con Agustín, un pediatra de edad madura, vecino del inmueble y aficionado a los tableros. Estaba enamorado de Patricia y la visitaba todos los domingos con bollos o pasteles de fabricación casera, y unos dulces para la niña. Era muy bueno con la repostería, pero a su obsequiosidad sumaba, a juicio de Patricia, un gusto algo empalagoso en la conversación. Ella lo veía amable y anticuado, galante y discretamente impertinente, y, puesto que no podía corresponderle, se las veía y deseaba para hacérselo entender sin resultar demasiado directa o grosera, y finalmente concluyó que, o bien su pretendiente era inmune al desaliento o bien corto de entendederas, y ninguna de estas cualidades la seducía. Al cabo de un año de recibir estas visitas los domingos, Patricia había caído en una irónica resignación. Era el día que solía ir a almorzar su hermano, con lo que hacia las seis de la tarde coincidían en el apartamento los cuatro. Para esa hora, Patricia ya había montado un ajedrez en la mesa del salón, con dos sillas, destinadas a Julio y Agustín. Julio se extrañó al principio del interés de su hermana en ponerlo a jugar con su vecino pero cedió cuando se dio cuenta de que su hermana necesitaba un respiro; su pretendiente sólo callaba y la dejaba tranquila cuando jugaba. Julio era incapaz de negarle un favor así a su hermana y consentía en disputar una o dos de quince minutos. Agustín se sentía doblemente halagado: por poder medirse con un campeón y porque creía que era por complacerlo por lo que su amada le brindaba esta oportunidad. Julio jugaba calculadamente mal para propiciar un final disputado, con posibilidad de tablas. La niña se sentaba junto a ellos a observar los movimientos y no perdía detalle. No sólo aprendió los movimientos de cada pieza y las reglas del juego, sino que le hizo ver a su tío, una vez que el vecino se había marchado, una de las jugadas que había hecho mal a posta. Esto le hizo inquietarse.
—Ha heredado ese talento de papá, igual que tú —le decía Patricia.
Al principio, Julio no quiso parar ojos en esto, ni cuando Laura ganó un torneo amistoso del colegio, siendo la participante más joven.
—Son cosas de niños —alegó él.
—Sabes que no. Y deberías celebrarlo tú más que yo.
Omedas veía recaer sobre él una responsabilidad que prefería esquivar. Se sentía como un escritor respetable a quien le sale un hijo con fantasías literarias. Además, era un aprendizaje largo. Sabía que no le iba a bastar con que le enseñase cuatro trucos de aperturas. Era como firmar un contrato por muchos años, y no quería que siguiera sus pasos, aunque esa posibilidad fuese aún remota, como prematuro planteársela. Por otra parte, Laura empezó a ponerse insistente y le tiraba de la mano, al tiempo que, paladinamente, Patricia se esfumaba.
—¿Jugamos, tío?
El fantasma de su padre, disfrazado ahora de guardián de la ley, le estaba dando golpecitos en la cabeza con su porra admonitoria.
Calculando que no sabría resolverlos, el ajedrecista seleccionó unos ejercicios muy difíciles para empezar, consistentes en encontrar el mejor atajo para un jaque mate. Esperaba demostrar a su hermana que la chiquilla no estaba preparada, y calculó mal. Laura los resolvió impecablemente y sin gran esfuerzo. Y Julio no tuvo más remedio que seguir adelante.
Patricia a veces ejercía de psicoanalista del psicólogo (quien a su vez desconfiaba del psicoanálisis) y le hizo ver a su hermano un miedo latente e infundado a reproducir sus propios fracasos en su sobrina, o a que ésta siguiera los pasos de su tío y se estrellara en la misma encrucijada. El propio Julio admitía a menudo que Laura se parecía mucho a él, excepto en su tendencia a lamentarse de sus errores.
Laura se reveló como una alumna brillante; jugaba certero para su edad y evolucionaba tan rápido que fue inevitable seguir nutriendo su insaciable curiosidad. A los ocho años, ya tenía suficiente destreza para enfrentarse con Agustín, quien quedó absolutamente perplejo la primera vez que perdió ante ella. De ese modo, la niña pasó a ocupar el lugar de su tío, quien, aliviado de poder librarse por fin de sus partidas con el pretendiente, pensó que su pequeña alumna no podía haber sacado mejor provecho de sus enseñanzas, ni agradecérselas de mejor manera. Y Julio dejó de poner bridas a sus ilusiones, pensando que tal vez en unos años, Laura conseguiría disputar verdaderas partidas con él y sacudirle, como él decía, las telarañas de las neuronas.
Conscientemente, alimentaba la fantasía de ser como un padre para ella. Su verdadero padre no tenía una gran implicación en su vida. Patricia y él se habían separado cuando la niña contaba cinco años, y ahora vivía en La Coruña. De común acuerdo, cada verano pasaban un mes juntos padre e hija, y para Laura no era un mal mes. El resto del año, su padre se conformaba con telefonearla los domingos, con escrupulosa regularidad. Patricia y él ya no mantenían ningún tipo de relación, más allá de los intercambios veraniegos, un tiempo en el que, para tranquilidad de la madre, Laura era bien tratada. Con todo, no se le ocultaba que Laura reclamaba un padre, y el que más se parecía a ese padre ideal no vivía en La Coruña.
Desde que había entrado en los turbulentos quince años, la relación entre tío y sobrina había dado un viraje. Laura no le revelaba sus pensamientos y deseos íntimos, como antaño, si bien mantenían aún cierta complicidad. Julio le llevaba a menudo viejas ediciones de la colección Clásicos Juveniles que él degustó de joven y que ya no leían las chicas de su edad: obras de Twain, Dickens, London… La chica se burlaba de sus gustos anticuados, y Julio se preguntaba con inquietud si no estaba desvirtuando su celo paternal hasta lo grotesco. Al fin y al cabo, ella no era su hija.
Ahora Laura estaba en su cuarto, muy concentrada resolviendo los ejercicios de un libro de ajedrez que le había dado él, para perfeccionarse en los finales. Eran como pasatiempos, juegos combinatorios. Hacía tentativas con las piezas, el codo izquierdo apoyado en el brazo del sillón y la mano en la barbilla. Asentía o negaba, según la maniobra. Julio se acercó por detrás y le susurró al oído:
—Veo mate en siete.
Laura se volvió y dio un respingo de alegría al ver a su tío, que acababa de llegar. Lo besó en la mejilla, le dijo que raspaba un poco, que tenía una cana en la patilla y que no era mate en siete jugadas, sino en cinco. Se lo demostró moviendo consecutivamente blancas y negras, hasta el quinto y definitivo golpe. El ajedrecista asintió, complacido y un poco abochornado.
—¿Te encuentras bien, tío?
Él dijo que sí y entonces un horrísono ronquido metálico quebró el techo y atravesó la casa.
—¡Ya está otra vez el imbécil del sexto! —protestó Laura, tapándose los oídos.
Durante todo el almuerzo siguieron sonando los alaridos del trombón. Patricia trataba de ignorarlo, pero era imposible. El vecino de arriba carecía del más mínimo talento musical, pero sus pulmones eran potentes fuelles y las notas del metal atravesaban todos los tabiques. En alguna parte parecía haber una reunión de elefantes rabiosos.
Laura intentó animar la comida con anécdotas del instituto, chascarrillos malévolos de los profesores, con los que pretendía divertir a su tío. Su madre le llamó varias veces la atención y le recordó que no estaba bien criticar los defectos de los demás, y muy especialmente si eran sus profesores.
—La han suspendido en gimnasia por no querer ir a la piscina. No ha tenido el valor de decirle al profesor que no sabe nadar —dijo a Julio.
—¿Cuándo vas a superar eso? —le reprochó su tío—. Ya es hora de que te apuntes a un cursillo de natación. En un mes te enseñan, Laura. Es mucho más fácil de lo que te imaginas. Sólo tienes que mover los brazos.
—Sí, como un pingüino —rezongó ella, agitando los brazos doblados—. Por mucho que insistáis, no lograréis hacer de mí un ser acuático.
Patricia soltó un resoplido casi teatral. Laura cambió de tercio y se dirigió a su tío:
—Nunca me cuentas cómo das clase. ¿Cómo son tus alumnos? Allí, ¿os hacen la pelota como en el colegio?
—Claro —sonrió él—. Últimamente hay poca diferencia entre el colegio y la universidad.
—¿Y la gente usa chuletas en los exámenes?
—Ajá. Y yo siempre les pillo y les quito el examen. Suelen ser torpes hasta para eso.
—¿Cómo sabes que siempre les pillas? En ese cómputo no entran las chuletas que tú no descubres.
—Por supuesto. En ese caso, una buena chuleta, que se ha trabajado y se ha usado con discreción, merece un aprobado como mínimo. La doy por buena.
Patricia estaba con la mente en otra parte. Él la increpó alzando las cejas.
—He estado echando las cuentas de Puentes —dijo Patricia— y este mes el saldo ha sido negativo. Si esto sigue así, no sé qué vamos a hacer. Necesitamos clientela.
Julio asintió, mirando más allá de ella el destello de luz sobre las copas de ajedrez que había ganado Laura, en la repisa junto a la ventana.
—Habría que repartir folletos por los colegios, en las asociaciones de padres… —propuso ella.
—Lo hablaré con Inés. Es cierto que tenemos pocos niños.
Laura trajo a la mesa una cesta de fruta y retiró algunos platos. Escogió el melocotón de mejor aspecto para su tío. Él se lo agradeció con una sonrisa distraída.
—Sería bueno que trabajarais juntos, al menos al principio —dijo Patricia—. Inés no puede cargar sola con todo.
Su hermano empezó a pelar la fruta con parsimonia. Cabeceó, dubitativo.
—La facultad me absorbe demasiadas horas, y estamos en malas fechas. Se avecinan los exámenes. No creas que no querría estar más tiempo en Puentes.
—Quiero decir, hasta que Inés le coja el pulso a ese niño autista. Si tú y ella…
—Inés vale mucho, no me necesita.
—¿Estás seguro?
El ajedrecista apreció con fastidio la elocuente mirada de su hermana.
—Oh, sí, nos necesitamos mutuamente —replicó con sarcasmo.
Patricia puso una mirada de susto. Él remató:
—No hagas de Cupido, hermanita, no vaya a ser que tus flechas acaben aterrizando en otro culo.
Perpleja ante la réplica de su tío, Laura abrió mucho los ojos y dejó escapar una risa nerviosa. Su madre parecía muy disgustada, así que no rechistó cuando ella le hizo una seña para que se retirara a su cuarto. Dejó la puerta entornada, por si podía escuchar el resto de la conversación, pero Patricia se levantó y la cerró, antes de volver con su hermano. No se sentó todavía. El café estaba listo y lo trajo de la cocina. Julio ayudó con las tazas y cucharillas.
—¿Me vas a decir qué te pasa?
Patricia cruzó las manos a la altura del mentón, con los codos apoyados en la mesa. No había enojo en su tono, sino inquietud.
Su hermano dejó caer un terrón en el café con un suspiro.
—Se me ha aparecido un fantasma.
—¿Qué?
—Anteayer, estuve en casa de un amigo que conocí hace poco. Tiene un hijo de doce años con problemas y quería que lo examinara en su casa. Viven en La Moraleja. Y allí me llevé una desagradable sorpresa. Resulta que es el marido de Coral.
—¿Coral Arce?
—La misma.
Patricia se quedó calibrando la noticia. Ahora entendía el estado de su hermano. Arriba, el trombón dio un formidable resoplido de hipopótamo y calló de súbito, dejando una oleada de paz, rota tan sólo por el grito de júbilo procedente de la habitación de Laura.
—No ha cambiado nada. Está exactamente igual. Físicamente, claro. En todo lo demás, parece otra persona. No es la que yo conocí.
—¿Es posible que aún te acuerdes de ella?
Él contrajo los labios en un mohín de amargura y dio un sorbo al café.
—Claro que me acuerdo, qué tontería. ¿Es que tú no te acuerdas de aquel primer novio? ¿Cómo se llamaba?
—No creo que me alterase tanto volver a verlo.
—¿Quién dice que yo estoy alterado? —Su tono de voz lo delató.
Patricia cabeceó con ironía y enarcó las cejas, como dejando claro que responder a eso era ocioso. Permanecieron en silencio unos instantes. Al fin ella dijo:
—Hay muchas maneras de recordar una antigua relación. Hace ya tiempo que hablamos de esto, del día en que os volvierais a encontrar, algo que tú siempre deseaste, en tu fuero interno. Durante mucho tiempo alimentaste la esperanza de que ella volviera a llamarte.
—Está casada y con hijos, Patricia, ya te lo he dicho —resopló Julio—. Ella ya no me importa nada. Y lo siento por mi amigo Carlos, pero no pienso volver por esa casa.
Su hermana encontró incongruente la réplica de su hermano. Sabía que la primera afirmación era falsa, pero sólo aspiraba a que fuese cierta la segunda.
—Mejor así; ya sufriste bastante por ella —le animó.
—Tranquila, Coral ya es historia.
—¿Estás seguro?
—Es una historia muerta.
Ella le buscó los ojos, para asegurarse de que así lo creía. No los encontró.
En eso, sonó el móvil de Julio. No reconoció el número de procedencia, pero sí la voz que le erizó la piel. Era Coral.
Casi no reconoció su voz, de tan trémula y ahogada. Llamaba desde el servicio de urgencias de un hospital. Apenas podía pronunciar palabra. «Un accidente de coche… Nico…»
«Así que la bestia ya salió de la cueva», pensó para sí Omedas.
Más tarde, Coral sospecharía que la extraña transformación tuvo lugar después de la muerte de Argos, aunque empezó a manifestarse sin alardes y de forma gradual, como una sorda insolencia, una sonrisa esquinada, un vago acechar. Lo de antes había sido el silencio que precede a la actividad sísmica. Los objetos de Argos aparecían por todas partes, saliéndoles al paso como un grito: su escudilla para comer, su correa de paseo, las pelotas de juego, sus mordisqueados muñecos… no podía ser por casualidad que tropezaran constantemente con ellos. La línea de teléfono empezó a fallar de improviso y el técnico que la revisó dijo que estaba perfecta. También desaparecían objetos.
Después entraba en extraños estados de desasosiego, rayanos en el delirio. Su voz, sus chillidos, no parecían salir de él mismo. En medio de una comida saltaba de la silla y ejecutaba una danza eléctrica, espasmódica, que reventaba en una carcajada estremecedora. O se tiraba por el suelo y se ponía a patalear, fingiendo una crisis epiléptica, hasta que ellos empezaban a creer que le pasaba algo de verdad, y entonces se entregaba a su risa de payaso enloquecido y echaba a correr antes de que Carlos pudiera tomar represalias. Se escapaba de casa y cuando al rato volvía, aseguraba no acordarse de nada. Sus mentiras eran tan descaradas que decidieron dejar de prestarle atención y esperar a que se cansara él mismo de su vesánica pantomima.
Aquella mañana de domingo Carlos había programado ir al club de golf y se levantó pronto para preparar su equipo. Coral hacía años que no le acompañaba, pues no encontraba la gracia a un deporte que requiere de un guante impoluto de piel para empuñar un maldito palo, y unos zapatos de lujo para andar por hierba fina. Nico, que detestaba el golf tanto como su madre, se empeñó en acompañarlo. Se hallaba en su apogeo maníaco y sus reacciones eran imprevisibles. Ante el panorama de quedarse sola en casa con él y la niña, Coral secundó la propuesta de Nico, y finalmente decidieron ir todos juntos. Había un campo nuevo en La Moraleja, pero Carlos alegaba que el recorrido no entrañaba suficiente dificultad, en tanto que el de Majadahonda tenía un césped perfecto, con nuevos sistemas de drenaje, arena de marmolina y GPS en los buggies.
Coral conjuraba el aburrimiento jugando con Diana hasta que, en un descuido de Carlos, Nico se sentó al volante del buggie con GPS y se lanzó a la carrera, fuera de pista, tratando de atropellar a cuanto jugador se le pusiera por delante al tiempo que ululaba como un mariachi borracho. Arrambló con una docena de banderas, arrasó un green tras otro, subió y bajó colinas, golpeó de costado a otros buggies que circulaban por su sendero y finalmente, lo hundió en un pequeño estanque, antes de salir chapoteando de allí.
Su padre estaba colérico, pero en vez de montarle una bronca ahí mismo o darle una reprimenda, se reservó la reacción y le advirtió que en casa iban a hablar muy seriamente de lo que había ocurrido. Coral también frenó su impulso inicial de un estallido de ira: antes de actuar o aplicar un castigo severo, debían entender qué estaba pasando, si Nico actuaba así consciente y lúcido, para herirles, o bajo algún estado que alteraba sus facultades. Había sido una mañana horrible y ya sólo deseaba llegar a casa.
A la vuelta a Madrid, Nico iba botando en el asiento trasero del Mercedes, con la música de U2 a todo volumen.
—¡Baja la música, Nico! —le ordenó Carlos.
Nicolás, por supuesto, no lo oyó. Diana, a petición de su padre, le retiró a su hermano los auriculares, y entonces sí oyó la indicación de Carlos. Pero hizo caso omiso y siguió botando y emitiendo ruidos extraños.
—¡No hace caso! —protestó Diana.
Coral se giró en el asiento e hizo una seña con la mano a su hijo para que bajara el volumen. Él hizo como que no la veía. Esto colmó la paciencia de Carlos, que, escorándose en el asiento, echó un brazo hacia atrás y le arrebató el reproductor. Nico se abalanzó sobre el asiento de su padre para recuperarlo. El padre agarró el volante con una mano y con la otra intentó apartar la acometida de su hijo, al tiempo que le gritaba con furia que se estuviera quieto. En este forcejeo, no pudo evitar un volantazo. Coral sintió una oleada de pánico, y logró parar aquello y empujar hacia atrás al hermano de Diana, pero éste, rabioso por no haber podido recuperar su aparato, volvió a la carga, inclinándose por encima del hombro de su padre para hurgar en sus bolsillos. Carlos perdió el control y le asestó un codazo en la cara que lo proyectó hacia atrás, en diagonal, hasta la ventanilla trasera. Coral estaba horrorizada y se asustó aún más cuando vio la expresión de locura de su hijo y el chorro de sangre que le manaba por la nariz. El niño extrajo una regla del estuche de su hermana, la partió en dos y con el afilado punzón que obtuvo lo clavó con fuerza entre el omóplato y el cuello de su padre.
El coche dio un quiebro y luego otro; avanzó zigzagueando, fuera de control, al tiempo que el frenazo hacía chirriar los neumáticos en el asfalto, dejando un trazado de eses negras. Entonces derrapó y giró lateralmente hasta salirse de la carretera, allí se volteó de nuevo, con poco impulso ya, y rodó por un terraplén.
Tras dar varias vueltas laterales, el Mercedes se detuvo en un campo de trigo, en posición invertida. Entonces, sólo se escuchó el viento.