8

La amenaza imparable

Entonces él tenía una casa de piedra, en lo alto de una pequeña colina de la sierra de Guadarrama, por un camino que atravesaba un encinar, una casa acogedora, rodeada de hierba silvestre; el campo entraba en su jardín y su jardín se disolvía en el campo, las liebres y los tejones se colaban por las trampillas de la cerca y las comadrejas robaban las provisiones de la despensa. La casa pertenecía a sus padres, pero casi nunca la ocupaban, así que para Carlos Albert era su casa de campo, su residencia de verano la llamaba pomposamente, o su residencia de invierno, según la estación de la visita; y aquél fue un mes de enero frío, con el viento silbando a través del agua, y un paisaje de ramas desnudas y grises y la humedad brillando en las piedras calizas y en las hierbas altas que pisaban. Enero crepitaba en cada bocanada de aire puro, y ella amaba el invierno fuera de Madrid; Carlos acababa de regresar de Boston, donde había permanecido tres años estudiando dirección de marketing, un período en el cual su novia, cansada de esperarle, cansada de aceptar prórrogas, dejó de creer en él. Coral ya se lo había insinuado por teléfono y se lo confirmó a su llegada. Carlos no se dejó arredrar y le propuso una escapada de fin de semana a su casa familiar de la sierra de Guadarrama para tratar despacio ese asunto y explicar sus razones. Dado que no le parecía apropiado cancelar una relación de tantos años en unos minutos, aceptó, pero estaba decidida a ocultarle todo lo referente a Julio.

Llegaron y la casa, húmeda y fría, roca por fuera y carcoma por dentro, con enormes vigas y tan bajas que en algunas zonas había que agacharse al pasar; él encendió la chimenea y mientras esperaban a que aquello se templara dieron un largo paseo por los alrededores, atravesando los campos cercados por barbacanas de piedra, que a ella le recordaban los cercos de Irlanda, con el lejano mugido de las vacas en la niebla. Anduvieron toda la tarde, las manos metidas en los bolsillos, hombro contra hombro, porque ella no le dejaba ni que le pasara el brazo por encima, hasta que la luz empezó a declinar; él le hablaba de Estados Unidos, de sus viajes, sus proyectos laborales y todas esas cosas que le eran tan lejanas, pero que al contarlas él cobraban sentido, e insistía en que la había echado tanto de menos… por qué, si no por ella, había vuelto antes de lo previsto, renunciando a renovar su contrato, en el que le ofrecían un gran puesto. «No te quiero perder», dijo él, como si no la hubiera perdido ya. Ella le dejó hablar y él supo cómo hacerlo regalándole los oídos, aplacando su enojo.

Ésa fue su estrategia sibilina: trivializar la decisión de Coral Arce, desmontar su enfado y arrimarla a su territorio. Ahora estaba otra vez con ella y se sentía seguro de sí mismo, con muchas horas por delante para ablandar su coraza, con un montón de nubes cargadas de lluvia que se acercaban y un hogar protector, con su experiencia en asirla por la cintura, ganando centímetro a centímetro la distancia perdida. Ella, que le veía venir, se desasía sin mucha convicción y le decía: «Déjame que te explique». «Pero no, déjame que te explique yo —interrumpía él—; sé que ha sido una larga espera, pero no creas que no te echaba de menos mirando las fotos con que tenía empapelado el despacho y releyendo tus cartas, pero ten en cuenta que lo hacía también por ti, era un sacrificio por los dos, estaba preparando nuestro futuro.» «Di mejor tu futuro —replicaba ella—, porque a mí no me consultaste, ni te pedí que lo prepararas allá.» «No hablemos más de eso; he vuelto, me parece increíble estar contigo aquí, es como un sueño, te miro y me pellizco, no puedo creer que seas tan bonita.»

Años más tarde Coral se reprocharía no haber sido más tajante, haberse dejado enredar por sus trucos y ser tan joven; y sobre todo, se reprocharía no haberle hecho ver, sin asomo de dudas, que estaba enamorada de otro hombre, que lo quería más de lo que le había querido a él jamás; un hombre que estaba siempre cerca de ella y no al otro lado del océano Atlántico, o al otro lado del teléfono, rodeado de promesas y buenas intenciones. Y se reprocharía también sus escrúpulos a hacerle daño, por no ser demasiado cruda cuando en realidad estaba furiosa y se sentía estafada, viendo cómo sólo se preocupaba por su fulgurante carrera, tan hijo de papá, dando por hecho que ella le esperaría de brazos cruzados, tejiendo y destejiendo, como le correspondía.

Ella lo encontró distinto, más cercano, locuaz, dulce, pasándole la mano por el pelo, rizándoselo mientras crujía el fuego dentro de los rescoldos y dentro de sus huesos, lleno de un optimismo que la contagiaba. Tal vez adivinaba que ya había otro, un tercero, pero no iba a darle siquiera la oportunidad de poner esa carta en el tapete, arrojándolo a una posición inferior, la de aspirante. No bien intentaba ella abordar ese tema le cambiaba de bolero. Y si insistía, él le hacía ver, en tono paternalista, lo chiquilla que era, siempre a merced de sus antojos, alocada criatura a la que no se podía dejar sola un momento. «Pero ahora —le decía—, tienes que madurar, dentro de unos años serás médico, una gran doctora; suelta los pájaros que aún te revolotean por la cabeza.»

Carlos venía radiante, cargado de regalos, de anécdotas y buenas noticias, así como de planes de futuro; los fue desgranando uno a uno entre paseos y siempre pendiente de su bienestar, de su confort, para demostrarle que él era ese hombre joven pero maduro que le convenía, porque velaba por ella y garantizaba su seguridad, el hombre que la quería y la conocía, y perdonaba sus defectos y sus deslices con su benevolencia infinita. Y ella estaba a punto de creerlo. Tenía sólo veintiún años.

Al anochecer las nubes se licuaron en el viento y el agua llamaba a las ventanas. Carlos sacó de la bodega con manos de experto un Ribera del Duero con pátina de polvo y años, y, cerca de la chimenea, estremecidos, bebieron y hablaron y echaron una partida de cartas; con cada nuevo leño que arrojaba al fuego él echaba otro tapón de corcho, y al final se bebieron la bodega entera. Relochos por la lluvia y la lumbre que temblaba ante sus pupilas, en el acogedor salón pinariego, ella se dejó abrigar por su brazo y luego se dejó abrazar en su abrigo y, entre abrazos y abrigos, se dejó arrullar por su voz. Riéndose juntos y besándose juntos, bajo el edredón de plumas, chimenea y vino —conjunción fatal, narcótico del alma—, Coral cerró los ojos y se dejó llevar.

Tan borracha y tan incauta que no tomó precauciones. Una baraja: eso es lo que había metido ella en su precipitada maleta por si tenían que hacer algo juntos.

Cuando supo que estaba embarazada de Carlos, se le vino el mundo encima. En aquella época, a finales de los ochenta, abortar entrañaba serios escollos y pésima fama, y ella no estaba mentalmente preparada para soluciones drásticas. Le entró un miedo cerval a decírselo a Julio, a reconocer que le había estado engañando; por otro lado, Carlos fue el primero en enterarse, se lo dijo la madre de Coral, quien, por otra parte, no estaba al corriente de la existencia de Julio. Carlos quería casarse con ella y vio la oportunidad de acelerar las cosas. Con un simple chasquido de los dedos ya tenía toda la gran ceremonia preparada. Todo se desarrolló muy deprisa y ella se vio presionada, zarandeada, tundida, y tomó su elección a la desesperada, en medio de la confusión: una tarde en que se había citado con Julio en un café de Ópera que solían frecuentar, llamado Van Gogh, le anunció, sin más explicaciones, que le dejaba. Decisión irrevocable. En realidad, para entonces estaba persuadida de que no merecía que él la quisiera, así que creía hacer lo justo. Su desgarro le impidió proceder con lucidez. Decidió desde la culpabilidad. Era consciente del daño que le hacía, pero no pudo remediarlo.

Cuando ella se fue él se quedó aún una hora más allí, sumido en la consternación. Ante él tenía una reproducción del autorretrato de Van Gogh, que era el pintor favorito de Coral. En ese momento comprendió cómo un hombre puede llegar a cortarse la oreja.

7 de mayo

No me libero de esta sensación insidiosa: me observa por el retrovisor. Sigue mis movimientos desde que entro en su casa. A veces no puedo verlo, pero sé que está ahí, acechando desde alguna parte. Siento caer sobre mí esos ojos emboscados desde el momento en que cruzo la verja. Escucha mis conversaciones con su madre, y esto es lo que más le interesa. A veces me tantea: «Mi madre me ha dicho que tú…».

La situación se ha estabilizado. La fiera duerme en su cueva. Sigue sin aparecer un cuadro clínico con sentido. Descartados trastornos de personalidad, depresión, alexitimia y prácticamente también desórdenes de conducta, pues no se cumple el requisito de falta de control de los impulsos. Más bien lo llamativo en él es su meticulosidad. Siempre calcula por adelantado su siguiente jugada.

Pensemos en la hipótesis más simple: síndrome del emperador, del niño tirano, educado en la permisividad y la sobreabundancia. Acaparadores, déspotas, impulsivos, codiciosos. Nicolás se aleja de esta descripción. Ni pide ni exige. Su único juguete o posesión es su ajedrez. Cumple sin rechistar las tareas que se le encomiendan: recoge su cuarto, la mesa, hace los deberes, ayuda a su hermana… Su estado normal no es alterado ni agresivo, sino aburrido o ensimismado.

No atisbo otra patología que la moral: ausencia de remordimientos. Vacío de conciencia moral.

¿Qué tengo? Tengo un muchacho que no quiere pasar por ninguna psicoterapia, ni quiere mejorar como persona, pero quiere mejorar su juego, y que yo le enseñe a ser ajedrecista. La competición encaja en su visión depredadora, comer o ser comido. Por eso me pide que lo federe y le meta en torneos. Yo soy la bisagra que necesita para medrar.

Supongo que no me sería demasiado difícil transmitirle algunos buenos valores a través del ajedrez. No hay pruebas de que este juego sea «terapéutico». No obstante, le atrae el código del ajedrecista. Asumir la responsabilidad de sus actos. Aprender a perder. Respetar al enemigo. Encauzar la hostilidad a través del afán de logro. Todo esto puede tener sentido.

Mantener a Coral al margen. Mantenerme yo al margen. Entro en esa casa demasiado cargado de efectos personales. Efectos y afectos. Demasiado implicado. «Transferencias y contratransferencias.»

Tiene gracia, al final esto me va a salir freudiano. ¿No será Nico una sublimación de mi obsesión por su madre?

Mayo había empezado en domingo y toda La Moraleja parecía flotar en una burbuja de aire templado saturada de polen. Olía a perfume de flores, a gramíneas, se oía por doquier el trinar de los pájaros y Julio iba colocado hasta las jarcias de antihistamínicos. La primavera avanzaba enfurecida, como aquellos perrazos que se abalanzaban contra las cancelas, ladrándole a su paso cuando caminaba por la acera. Tan vacías y silenciosas estaban las calles que sólo se oía el viento o el motor de un coche que moría a lo lejos. A pesar de los cuidados jardines, las anchas aceras, la limpieza, todo aquello le resultaba desangelado y deprimente. Asquerosa pulcritud. Ni una maldita colilla de cigarro en la acera. Y esas villas enormes. Tal vez lo veían pasar desde sus ventanas, fortificados en sus castillos de soledad y lujo, preguntándose quién sería ese extraño que invadía su territorio. Dispersos, aislados los unos de los otros, sólo circulaban en coche. Era una población intramuros. Una distancia más que física separaba las villas. Se llegaba al final de una calle y empezaba otra, había que recorrer deprisa ese laberinto para llegar a tu propio refugio de puerta blindada y dogos furiosos en el jardín. La intimidad vecinal era tan perfecta como la de los convecinos de un cementerio. Algunas de aquellas mansiones habían sido construidas desde lo ostentoso —gigantescas columnas que flanqueaban entradas de cuatro metros de altura, vidrieras y rosetones propios de una catedral gótica…—, no así la de Coral. Al menos, Villa Romana no era así.

Tras una semana desde la última visita, Omedas había tenido tiempo de ordenar sus ideas. La explicación de Coral era inaceptable, pero ¿habría aceptado alguna? No quería engañarse culpándola a ella. Admitía que el origen del malestar residía en él, en su incapacidad de vivir proyectado hacia el futuro, en su incapacidad de soltar el lastre del pasado, dejar que se hundiera en la oscuridad del mar, como un ancla herrumbrosa. Su desdicha larvada en los últimos años ahora crecía y se esponjaba como levadura en el calor del horno.

Lo que había empezado siendo una demanda de psicoterapia que le llegaba de forma casi casual, se había revelado como una bisagra clave de su vida, al descubrir que su pequeño paciente era la razón por la que perdió el amor de su vida y la razón por la que ahora estaba allí de nuevo, completando un ciclo simbólico. Así pues, ya desconfiaba de su propia capacidad para llevar ese asunto con un mínimo de rigor profesional.

Por otro lado, veía con claridad que ese bumerán que le venía del pasado y de un brumoso lugar a golpearle la cabeza tenía una existencia ficticia. Apelaba a una pasión que había caducado. Ya no era un estudiante de veinte años, sino un hombre de treinta y cinco. Coral Arce tampoco era la que él conoció; ésa no existía sino en su imaginación. Había cambiado hasta de clase social. ¿Qué razón había para tanto rencor? Se estaba cociendo en su propia salsa. Ella le abandonó; bien, era muy libre de hacerlo; le dejó sin explicarle el porqué; también estaba en su derecho. ¿Acaso firmaron alguna cláusula por la que quedaban obligados a una dulce despedida en caso de partir peras? Su amargura era un anacronismo —se decía a sí mismo—, una autoflagelación. Coral también había purgado su parte en el asunto. Todo aquello olía a viejo armario enmohecido.

Encontró abierta la cancela de la vivienda y entró. Nadie le vio llegar hasta el jardín. Coral estaba jugando con Diana en la hierba, cerca de la caseta canadiense. Julio permaneció apostado junto a una esquina, observando una entrañable escena desde lejos: madre e hija entonaban a dúo una canción infantil:

El arca de Noé

qué bonita es.

¿En qué me convertiré?

—Te conviertes en un pajarito —secundó su madre, a las palmas.

Diana imitó un pajarillo, moviendo la mano a guisa de pico.

Coral aplaudía y continuaba la canción, al ritmo de las palmas:

Muy bien, muy bien, muy bien.

¡A la barca de Noé!

Con cada estribillo, la niña remedaba un animal distinto: rana, gato, etc. Coral animó a Nico, que parecía divertirse observándolas desde una butaca, con el portátil encendido en su regazo, a unirse a ellas. No acababa de decidirse, aunque parecía tentarle. Coral siguió cantando con Diana, esta vez le ordenó convertirse en un mono. Diana se quedó en blanco.

—¡No sé cómo hacía el mono! —protestó.

De pronto, el chico saltó como enloquecido, profiriendo agudos chillidos de chimpancé. Con los brazos curvos, colgantes, corrió balanceándose, sacudiendo los hombros sin dejar de chillar con una voz que no parecía suya; se revolcó por el suelo, desatado, botó sobre la mesa del cenador y tiró todos los platos de la merienda.

Asustada, Diana se aferró a su madre y rompió a llorar. A Julio también se le erizó la piel. Nico siguió con su pantomima vesánica un rato más, haciendo muecas y profiriendo extraños gritos. Su madre estalló en un grito:

—¡Basta yaaa, Nico!

De nada sirvió. Coral Arce intentó proteger a su hija de una posible acometida. Entonces la niña pareció comprender el sentido de todo aquello y gritó a su hermano con gesto imperativo:

—¡Te conviertes en un mono muerto!

Fue como un sortilegio: al instante Nicolás cayó fulminado al suelo. Y ahí se quedó, despatarrado e inmóvil. Hubo un tenso silencio de perplejidad, hasta que Diana comenzó a reír. Toda la tensión quedó disipada por esa carcajada fresca, que reinstauraba el juego. Coral cerró los ojos y apretó los dientes sintiendo oleadas de ira y rencor contra su hijo. Se le puso tan mal cuerpo que optó por retirarse de allí, aplazando la bronca para cuando se le enfriara la sangre.

Traspuso el jardín y entró en el salón por la vidriera.

Inclinada en el sofá, reprimía un sollozo con las manos cuando vio entrar a Julio. Se limpió con prisa las lágrimas y se enderezó. Aún le latían las sienes.

—Parece que se ha calmado —saludó Julio—. Lo he visto todo.

Coral alcanzó un paquete de cigarrillos y encendió uno, tras un hondo suspiro que la hizo estremecerse.

—¿Cómo se supone que debería actuar en estos casos?

En ese momento entró Diana, correteando.

—Dice Nico que le perdones —dijo la pequeña con voz cantarina.

Coral asintió y la niña volvió al jardín, más tranquila.

—No me puedo creer que pida perdón —cabeceó Julio—. Debería venir él a decírtelo.

—Es que no es verdad. Se lo acaba de inventar ella. ¡Siempre le disculpa, la pobre! Quiere contribuir a que todo vaya bien. No soporta verme mal.

Omedas dirigió sus ojos a la puerta de la vidriera, atraído por un brillo ambarino y movedizo. Las tejas canadienses de la cabaña hacían ondular la luz como peces brillantes que saltaran de un mar inclinado. Un mirlo correteaba al pie de las buganvillas, se paraba bruscamente y seguía veloz. El columpio se bamboleaba como si acabara de rozarlo una presencia invisible, un fantasma que cruzara a toda prisa. Cuando se volvió hacia ella, vio borrosa su cara.

Él se acercó a la puerta y desde allí llamó a Nico, que llegó adoptando un aire de criatura angelical.

—Hola, psico —le sonrió.

—Te felicito —dijo Julio con una sonrisa no menos angelical, que borró la del muchacho.

—¿Por qué?

—Por pedir perdón. Nos lo ha dicho tu hermana, de tu parte.

El muchacho abrió la boca para replicar, pero se contuvo, al darse cuenta de que iba a delatar una mentira de Diana. Frunció el ceño y giró sobre sus talones.

Julio se dirigió a Coral, divertido con su propio truco.

—¿Ves? Eso le ha dolido en su pundonor. Ya ha tenido su escarmiento.

Ella sonrió, agradecida, aunque en ese momento cualquier escarmiento le parecía escaso.

—Dentro de dos semanas cumple los trece —le explicó ella—. Carlos se opone a que le regalemos nada. Yo no lo sé. A lo mejor necesita un buen gesto por nuestra parte. Una muestra de confianza o de… reconciliación.

—¿Él espera algo de vosotros?

Coral negó con la cabeza.

—Nunca le han interesado mucho los regalos, y juguetes no hay muchos que le gusten. No sabes cómo acertar con él. —Se quedó un momento pensativa—. Bueno, ahora que recuerdo, una vez comentó que le gustaban las mascotas.

—¿Otro perro?

—No: un terrario de serpientes.

Julio rasgó una sonrisa. Le preguntó cuál fue el regalo del último cumpleaños.

Coral se había quedado abstraída en sus recuerdos.

La magia persa.

—¿Perdón?

—Así se llamaba la función, La magia persa. Fuimos él y yo solos, la noche en que cumplía doce años. Actuaba un mago iraní, o eso decía el cartel, que lo mismo era de Algeciras, pero desde luego era un gran mago, de eso no cabía duda. Sabía moverse en el escenario y embobar al público. Iba vestido como un personaje de cuento de Las mil y una noches, con su turbante y su túnica jaspeada, y unas babuchas puntiagudas, con música, por supuesto, de Scherezade, y tres o cuatro lindas moras enseñando el ombligo que se movían haciendo arabescos y le traían las mesas rodantes y las cestas con cobras y todo eso que él iba a hacer desaparecer en un instante. Nico y yo ocupábamos una mesa cerca del escenario y me sentía feliz de estar con él en un momento mágico como ése. Pero ocurrió algo con lo que no contaba: Nico se sabía todos los trucos. Fue como estar viendo una película con un pelma al lado que te la va radiando. A la salida discutimos, y él se burlaba de mí por gustarme algo que no existe. No conseguí que le entrara en la cabeza el placer de ser engañado.

Julio asintió.

—El mundo puede ser un lugar horrible si uno se sabe todos los trucos.

—En esa época ya me preocupaba mucho. No es que fuera malo, entonces; era su apatía. Nada le estimulaba.

—Volvió demasiado pronto del País de Nunca Jamás.

Ella asintió, pensativa. Se daba cuenta de que Julio no estaba improvisando. Sabía algo.

—De niño —dijo Coral— era muy imaginativo, construía ingenios juntando piezas de juguetes. Experimentaba con cualquier objeto.

«Ahora experimenta con personas», pensó el psicólogo.

—Ahora ya se ha cansado de todo eso —continuó ella—. Todo le resulta banal. Descubrió que la chistera tiene doble fondo. Hemos intentado educarlo sin darnos cuenta de que siempre iba por delante de nosotros.

—La perversidad puede nacer del aburrimiento —dijo Julio.

Ella le miró con extrañeza. Julio había apoyado los antebrazos en el borde del respaldo de la butaca de fino diseño, color burdeos, en la que, según Nico, sólo se sentaba el cabeza de familia. Su piel era agradable al tacto. Balanceaba su peso de un pie a otro, como si probara la estabilidad de sus zapatos.

—Suponte que es un juego, una aventura que consiste en rebasar las barreras y ver qué sucede a continuación. El placer de sentirse el autor de una obra que él mismo ha puesto en marcha, y ante la que no sabemos cómo actuar.

Miró detenidamente a Coral para comprobar su reacción. Tal vez no estaba preparada para el golpe. Ella giró varias veces su reloj de muñeca, pensativa y nerviosa. Negó con la cabeza.

Omedas trataba de unir dos piezas aparentemente dispares: la crueldad y el ajedrez. Eran sus dos manifestaciones artísticas. Su mente era una piraña voraz. Necesitaba desafíos. El ajedrez, un charco en el que un elefante puede ahogarse. En sus acotadas medidas de sesenta y cuatro casillas blancas y negras encontraba la voluptuosidad del vértigo.

El psicólogo había advertido que Nico estaba enfermo de tedio. De tedio y de odio, dos palabras afines no sólo en lo sonoro. Tal vez el arte del ajedrez lo liberaba de su excedente de inteligencia, cuando, embebido de asco y presunción, decidía que el mundo no estaba a su altura.

—¿Cómo puede llegar a divertirle algo así? —protestó ella—. ¿Cómo puede disfrutar viéndonos sufrir? No puedo aceptar eso.

—Es sólo una hipótesis de trabajo —alegó, para tranquilizarla. Y era cierto.

—Cuando adoptamos a su hermana, con dos años, él la ayudó mucho. Los primeros meses no hacía más que llorar. Se sentía desarraigada. No te imaginas la cantidad de horas que le dedicó. Jugaba con ella todo el tiempo y le enseñaba a hablar. Siempre ha sido consciente de que su hermana es muy vulnerable. Más tarde fue él quien le enseñó a leer. Esto no encaja con lo que dices. Hay un fondo bueno en él. ¿No tienes una hipótesis más optimista? ¿Un plan B?

Omedas negó con la cabeza: era pronto para hablar. Odiaba perderse en elucubraciones. Ella insistió:

—Necesito saber en qué punto estás.

«En qué punto me perdí», pensó él. Aún se veía lejos de hallar la combinación que le permitiera abrir la caja fuerte. O la manera de cambiar la combinación.

—La otra explicación es más sencilla —repuso Julio—. Imaginemos que la violencia de Nico es su reacción defensiva ante algo que lo angustia o lo amenaza. Algo que está pasando y no vemos.

—¿Podría estar relacionado con Carlos?

Ahora era Julio el sorprendido, por la forma tan directa en que ella aludía a algo que él también había considerado y a lo que, por cautela, prefería no mentar.

—No se puede descartar nada.

Coral evocó el olor de su hijo. El olor del pelo rubio de su hijo. Era una fragancia maravillosa, al menos para ella. Ahora no podía besarle las mejillas, como antes, pero a veces lo estrechaba contra sí para recuperar ese olor que la licuaba por dentro como una fruta del amor. ¿Podría curarlo Julio, como ella curaba a un paciente? Ella tenía herramientas para penetrar en ciertas partes del cuerpo, como una rodilla, y modificar la estructura dañada. Un psicólogo —se dijo— no podía entrar físicamente en la mente. Más bien proyectaba sobre ella. Por eso la gente creía más en el poder de los médicos que en el de los psicólogos.

—Confío en ti —le dijo, aproximándose a él y posando la mano en la de Julio.

Precedida por la mopa, entraba Araceli en ese momento. Debió de notar algo raro en la cercanía de ambos, que pronto corrigieron; para disimular, preguntó a Coral si quería que después limpiara la plata de la vitrina y ella le indicó que, mejor, terminara con el garaje. Julio se preguntó qué hacer; deseaba seguir hablando con Coral. Sus ojos recayeron en el cuadro que presidía el salón, el mismo que lo desasosegó al pisar por primera vez la casa.

—Es bueno, me gusta —le dijo, señalándolo con un gesto alegre.

—¿En serio? —se animó ella.

—Por supuesto. Sabes que siempre me ha gustado mucho tu forma de pintar. Tienes talento.

—Tenía —corrigió—. Lo pinté hace diez años. Ya no pinto nada.

—Es una pena. —Julio se acercó al óleo, pensativo—. Yo te imaginaba dedicándote a esto. Habrías sido una gran artista.

Ella sonrió, tomándolo más por el lado del elogio que por el de la decepción. Se acercó al cuadro hasta que su hombro rozó el de Julio. Intentaba vislumbrar qué era lo que había agradado a Julio. Tal vez —pensó— lo tenía demasiado visto para apreciar sus cualidades. O era sólo un elogio de cortesía.

—Yo también soñé con eso, hace tiempo —admitió con pesar.

—¿Por qué lo has dejado? —se volvió hacia ella.

Estaban muy cerca uno del otro, tanto que Coral sintió una emoción semejante al sonrojo, al recibir el impacto de los ojos claros, un poco caídos, de Julio.

—La consulta, la casa, los niños… —Se encogió de hombros—. Lo vas dejando y luego te da pereza volver a coger los pinceles, ya ves.

Julio hizo un gesto de escepticismo. Adivinaba que Coral detestaba la clase de vida que llevaba, y que al mismo tiempo se sentía atrapada en ella, en su paralizante comodidad. Miró el reloj.

—Bueno, creo que tu hijo me está esperando.

Salieron al jardín. En el cenador, muy concentrado ante el portátil, Nico disputaba una partida por la web a tiempo real contra un rival de segunda división regional que conducía las piezas blancas.

Omedas examinó el tablero en el movimiento vigésimo quinto. La partida estaba en su tramo final. El cómputo de piezas de los rivales era equivalente, pero las blancas dominaban el centro con la dama, un alfil y un peón, en tanto que las negras estaban replegadas en torno al rey, con una dama arrinconada y bloqueada, y un hueco defensivo en el flanco de rey. Pero lo peor estaba aún por llegar: la torre blanca se disponía a alinearse con la dama para golpear como un ariete en el corazón de la defensa de Nico.

—Aún puedo ganar —dijo Nico. Su voz delataba su inquietud.

—¿Eso crees?

—Tengo una combinación buena en e7 y d4, con caballo avanzando en c5.

Analizó Omedas esa combinación en el cuadrante luminoso. No era buena: sólo demoraba el asalto final. Encontró, sin pensar demasiado, tres o cuatro mejores, aunque no lo suficiente como para salvar la situación. Sólo había una línea remota para lograr tablas, si el otro no gestionaba bien su ventaja. En definitiva, vías muertas.

—Abandona —le aconsejó, poniéndole suavemente una mano en el hombro.

El muchacho se revolvió.

—¡Y una mierda! ¡No soy un cobarde!

—Tú mismo.

El hijo de Coral probó su combinación de caballo y torre, a la que se sumaba la tímida amenaza de un peón. La réplica del rival llegó enseguida, y, como previó Julio, tras unos pocos movimientos, la situación de las negras fue crítica. Se quedaba acorralado entre las torres y la dama enemigas. El caballo negro acudió en su auxilio, cubriendo al rey frente a la torre, al tiempo que amenazaba a la dama. Esa dama estaba haciéndole estragos. El chiquillo sudaba y se resistía a morir. Apretaba las mandíbulas. Aún tenía las dos torres para iniciar un contraataque, y pareció encontrar su oportunidad cuando su rival efectuó un movimiento extraño, como si retirase su amenaza. Julio sonrió al advertir la intención del adversario de consumar el mate en seis jugadas, el camino más corto. Los tres primeros movimientos, en apariencia inofensivos, buscaban cerrar la huida del rey. No lo percibió así Nico, para quien esas maniobras en apariencia descarriadas le brindaban su ansiada oportunidad de resarcirse. El otro dejó que le espetara tres jaques consecutivos, y al cuarto en que Nico ya no pudo repetir su amenaza, cerró al rey negro toda vía de escape y lo jaqueó de muerte.

Omedas podía sentir la pulsión de furia reprimida ante la humillación. Esta vez Nicolás logró controlarse. En ese final cruento, doloroso, no se había escuchado ni un suspiro. Ni siquiera le había visto la cara a su enemigo.

—Espero que te sirva de lección —dijo Julio—. Nunca te dejes ganar por jaque mate. Evita caer en esa lenta agonía y abandona.

—¿Y por qué no luchar hasta el final? —protestó.

—Te equivocas si crees que eso es lo más valiente. No se trata de seguir luchando en posiciones desesperadas hasta que te den mate. No esperes a que elijan por ti. El buen rey tiene el honor del samurái: sabe retirarse a tiempo.

Nico asintió, algo avergonzado. La madre le echó un capote.

—Para mí es una gran victoria haber plantado batalla así a un jugador experto —le animó—. Estoy orgullosa de ti.

Omedas se sentó ante el ordenador e hizo retroceder la partida hasta la trigésima jugada. Ella también se acodó sobre la mesa, apoyándose en un hombro de Julio, para ver bien la pantalla. Omedas notó en las mejillas el cosquilleo de su pelo y su fragancia, y sintió una inexplicable sensación de calor por todo el cuerpo. Y no sólo por ese furtivo contacto, sino, sobre todo, por la certidumbre de que ella le estaba seduciendo.

Respiró hondo e intentó centrarse en el chico.

—Fíjate en esto, Nico. —Señaló la posición del tablero—. Aquí tu suerte ya estaba echada. Es lo que llamamos «amenaza imparable». Mal asunto. Cuando entras en la amenaza imparable, siempre estás en la línea de fuego; defenderte es como pretender esquivar el granizo. Hagas lo que hagas, estás perdido. No tienes escapatoria.

—¡Qué paranoia!

—Exacto, una paranoia, una sensación persecutoria. A veces, no ves directamente la amenaza, pero la sientes cerca. Sientes el riesgo inminente. ¿Sabes de qué te hablo?

El chiquillo asintió.

—Yo no sé mucho de ajedrez —intervino su madre—, pero eso de la amenaza imparable me es familiar. Es un estado de inseguridad permanente. Notas que hay un arma que te apunta desde alguna parte y no puedes verla, ni sabes cuándo te va a disparar.

—Es una buena descripción —dijo el ajedrecista.

—Y tan desagradable —añadió ella— que preferirías que te matara de una vez, para no seguir en esa situación. Porque ya no hay paz.

—¿Sabes qué debes hacer cuando las cosas llegan a ese punto? —inquirió Julio.

Nicolás asintió.

—Debo abandonar.

Coral suspiró, aliviada, sonrió a su hijo y deseó con todas sus fuerzas que lo hubiera dicho de corazón, que fuera un auténtico propósito de cambio.

Julio se incorporó, emborrachado por la proximidad de Coral. Ella se inclinó esta vez sobre el muchacho. Julio notó que en su ausencia había ocurrido algo entre madre e hijo, que los había unido con un lazo invisible.

—¡Tiene tanta ilusión en que le enseñes en el club! Está encantado con todo esto —dijo ella al final, acompañándolo a la salida. Nico iba con ellos—. Aprender ajedrez es útil y educativo, ¿verdad, Julio?

—Ajá —asintió—. ¿Para qué crees que es útil, Nico?

El hijo de Coral reflexionó unos instantes.

—Para jugar mejor al ajedrez.

Julio se echó a reír. Era tan cierto como una tautología. Estaba convencido de que, en efecto, el ajedrez tenía algo de matemática estéril, de catedral de naipes que se arma para después barrerla de un soplido. Sólo servía, quizá, para perfeccionarse en este extraño arte. Y aun así, era una arquitectura honorable. Quiso felicitarlo por su ocurrencia, pero ya se había alejado de ellos y volvía, con paso desganado, a meterse en la casa.

La madre alzó la mano en un gesto de despedida. Él la vio unos segundos, cada vez más pequeña. Sentía deseos de volver, de prolongar ese rato con ella. Paseó despacio hasta su coche, con las manos en los bolsillos.

Mientras manejaba el volante, se entretuvo pensando en esa extraña combinación de elementos: el ajedrez, la infancia perdida. El crío contempla el mundo desde una inocente penumbra, encandilado por un escenario donde acontecen hechos extraordinarios, asistiendo a un fabuloso teatro de sombras chinescas, donde todo es posible. Entonces entra la lógica como una luz cegadora que disuelve el hechizo, poniendo al descubierto el burdo artificio, el frágil tinglado. Ya no hay sino actores sin magia tras un biombo, y precisos contornos, o al menos, sólidas apariencias. Tal vez, como él mismo —conjeturó—, Nicolás era una víctima de su inteligencia precoz, que arrumbó antes de lo previsto su pensamiento mágico. Cuando llegó Mary Poppins volando en su paraguas a su puerta, el niño ya no estaba.

Era su hipótesis de trabajo más sólida hasta el momento, acerca de la raíz del mal de Nico. Pero tenía un inconveniente: se parecía demasiado a lo que Julio había sufrido en carne propia. La temprana iniciación al ajedrez, gracias a su padre, había estructurado su pensamiento cuando aún debía volar libre y alto como una cometa. Años después achacaría su falta de creatividad y fantasía a este hecho. Julio temía estar proyectando sobre Nico sus propios claroscuros. Necesitaba separar completamente la situación real de su lente deformada.

Pronto cesó en estas divagaciones y se recreó en Coral. La certeza de que consciente o inconscientemente le estaba tratando de seducir le cosquilleaba por dentro. Subía por sus muslos, como la hiedra por una estatua húmeda.

Condujo durante media hora flotando en una burbuja que lo intoxicaba dulcemente. Se habían amado en aquel cuchitril de ático como dos amantes atrapados en un ascensor. Y cuánto la había amado. La luz roja de un semáforo le hizo despertar y pisar el freno a fondo.

Se daba cuenta de que en su fuero interno había perdonado a Coral y a renglón seguido se había perdonado a sí mismo. ¿Era suficiente para saldar la deuda? Ahora le quemaba el deseo. Apretó el volante. «Estúpido animal —se dijo—, no estás vacunado contra tu propia enfermedad.»

Mientras tanto, Coral se quedó en el salón, examinando su cuadro, como si realmente nunca lo hubiera mirado, o como si intentara reconocer en él algo de ella misma. Carlos nunca le había hecho ningún comentario. Si lo retiraba de allí, a buen seguro que ni lo notaría. Julio tenía razón en una cosa: ¿cómo había podido enterrar ese sueño de su juventud y su pasión por el arte? ¿Cómo había permitido que su vida fuese un cuadro gris y sin horizontes? Se hizo el firme propósito de encerrarse con un lienzo en cuanto hallara un poco de paz.

—Me parece que mi nieto no va a poder venir al cumple de Nico —oyó a su espalda.

Araceli pasó cerca, limpiando. Su voz le produjo un sobresalto; tan abstraída estaba que ni en su presencia había reparado. Recordó lo que acababa de oír.

—¿No puede? ¿Por qué no?

—Justo coincide con una excursión que han organizado en su colegio.

Coral sospechó que era una excusa. Acaso no quería comprometer a su nieto Jaime, por temor a que Nico le hiciera pasar un mal rato, o tal vez Jaime se hubiera negado a asistir. A fin de cuentas, apenas se conocían, y Nico tampoco se había mostrado demasiado amistoso con él, a pesar de tener la misma edad. Una edad en la que ya no les gustaba que los adultos decidieran por ellos. Si Nico no quería tener amigos, ¿por qué tenían ellos que buscárselos a la fuerza? Al diablo.

—¿Puedo contar contigo, al menos?

—Sí, sí, yo vengo seguro. Ya tengo preparado el regalo. Haré un pastel de nata y limón.

—No te molestes, Araceli. El pastel lo encargamos nosotros.

—¡Si no es molestia, señora! Ya sabe lo que me gusta la repostería. ¡Se van a chupar los dedos!

—Tengo la impresión de que no va a ser una fiesta muy animada, sin niños invitados.

—Seremos pocos, ¡pero la haremos alegre!