9

El ataque oblicuo

12 de mayo

Ha enseñado los colmillos, pequeño gorila rabioso, pero de momento no muerde. Lo de su pantomima zoológica con Coral y Diana no pasa de una patada en el cubo. Para que no nos creamos que ya lo hemos domesticado. Precisamente son estas pequeñas recaídas las que me tranquilizan: no hay período de calma sin fluctuaciones.

Un mes y medio ha transcurrido desde el accidente e inicio de la psicoterapia y dos meses y medio desde la matanza del perro de su padre. Desde que empecé con él no ha tenido un solo comportamiento conflictivo, salvo esta inocua provocación para espantar el aburrimiento. Tampoco ha mostrado un solo comportamiento positivo, un gesto amable, afectuoso, o, lo que sería más deseable, una intención de establecer una comunicación personal. Se limita a cumplir sus obligaciones escolares y domésticas con maquinal diligencia: a Araceli no le da ningún trabajo.

Con todo, ¿no será el silencio de quien maquina su próximo asalto? Al fin y al cabo, en las pocas sesiones que llevamos todavía no he provocado ningún cambio perceptible en él. Estamos en la fase de observarnos el uno al otro, intentando adivinarnos las intenciones.

Algo no me cuadra y no consigo tener un diagnóstico. ¿Será porque en estos tiempos cada vez es más difícil distinguir lo normal de lo patológico? ¿O porque no descarto que lo de Nico sea una rebelión contra algo que está sucediendo aquí, a nivel profundo e invisible a mi lente, en esta aparentemente modélica familia?

Volviendo a su pantomima de mono, es un dato relevante que cesó en cuanto se lo pidió Diana. Ella es la única que tiene influencia real sobre él. A ella nunca le haría daño. Tanto Coral como Carlos coinciden en señalar que Nico es protector con su hermana. Todo esto confirma un hecho: Nico no actúa indiscriminadamente. Elige su escenario, su momento y su víctima. En la escuela nunca rebasa los límites. Sabe controlarse. El disocial típico no tiene ese perfil.

El ajedrez lo está centrando, canalizando sus energías en un fin positivo. Su exceso de ambición, mal menor, no me preocupa: Laura le pondrá en su lugar. Está más contento porque lo he federado e inscrito en el club. Ahora cuenta con un fondo de puntos, un aval que debe aprovechar. Tenemos un pacto y conoce las condiciones. Sabe que está a prueba. Hace un esfuerzo por ser más amable y no dar lugar a quejas. Veremos si esta nueva motivación es estable. Veremos si el ajedrez contribuye a que alcance una conciencia moral, lo que sea que eso signifique.

Julio amaba el club de ajedrez, no por ser un lugar especialmente confortable, sino por su amigable atmósfera y por las muchas y buenas horas que había pasado allí, encerrado entre sus mesas penumbrosas con olor a madera vieja, deslucidos los barnices, como los tapetes de un viejo salón de juego. Constaba de dos salas, la más pequeña de las cuales se dedicaba a la enseñanza y el análisis de partidas. A la sala principal, ocupada principalmente por mesas de juego, se accedía desde la calle, atravesando un vestíbulo donde un biombo separaba un pequeño espacio dedicado a asuntos administrativos; también había un tablón de anuncios con las últimas convocatorias de torneos y circuitos ajedrecísticos, y una mesa alargada con cuatro ordenadores, a disposición de los socios. Al fondo se alineaba una pequeña biblioteca, con libros de consulta y revistas, y varias butacas en semicírculo, junto a un ventanal. Un mural exhibía fotos firmadas de las distintas personalidades que por allí habían pasado, grandes campeones, la mayoría españoles. Un cartel con letras doradas recordaba el lema de la Federación Internacional: GENS UNA SUMUS. A su lado, enmarcado en plata, podía leerse un poema de Borges, transcrito en pluma sobre papel de pergamino. Lo había caligrafiado un antiguo socio. Julio nunca se cansaba de leer sus versos preferidos:

Cuando los jugadores se hayan ido,

Cuando el tiempo los haya consumido,

Ciertamente, no habrá cesado el rito.

A él le acometía a veces esa misma sensación: la partida nunca quedaba concluida. La partida era la vida misma. El reloj seguía corriendo. Y él debía permanecer alerta para regir su juego.

El director del club se llamaba Lorenzo; era un hombre enteco, de mediana edad, amigo personal de Julio. Pasaba allí muchas horas, al punto de que solía decir que el club era su segunda casa, precisamente por ser el único lugar donde no iría a buscarle su mujer. Preparaba a los mejores alumnos y sonreía todo el tiempo con sus ojos pequeños y rasgados, de un gris descolorido, entrecerrados tras las gafas de montura de titanio, como si encontrara divertido cuanto veía, o como si acabara de contarse un chiste privado. Tenía un aire de chino socarrón y hermético. Era incapaz de quedarse quieto, salvo cuando se sentaba ante un tablero. Pese a lo poco que hablaba, lo llamaban Loro, diminutivo de Lorenzo.

Nicolás se mostró algo cohibido cuando Julio le presentó a Loro. Éste no le prestó mucha atención al principio y le invitó a que se metiera en una ronda de rápidas, con chicos de su edad. El muchacho no necesitó muchas palabras para que le hicieran hueco, deseosos de conocer al nuevo. Eran partidas informales, donde se jugaba a degüello y se reían de sus propios errores. La presencia de Nico puso un poco de seriedad y expectativa. En menos de diez minutos, el recién llegado se convirtió en el jugador fijo de la mesa, alrededor del cual los demás iban rotando.

Julio habló con Lorenzo en un aparte. Debía decirle la verdad, en previsión de lo que pudiera pasar.

—Tiene mucha ilusión, pero está aquí de prueba. Es un chico difícil de manejar.

—¿Conflictivo?

—Ajá. Está en tratamiento, pero esto le va a venir muy bien para centrarse.

—Oye, no quiero problemáticos. Esto no es un taller de terapia ocupacional.

—Necesita una oportunidad. Está mejorando.

—¿Por qué lo traes aquí?

—El chico es jodidamente bueno.

—¿En serio?

—Échale un ojo.

Lorenzo arqueó sus cejas de cazatalentos.

En dos horas, de dieciséis partidas se apuntó doce victorias y cuatro tablas. Iba como un rayo, y se estaba divirtiendo de lo lindo. Lejos de fatigarse, las partidas relámpago habían enardecido sus ánimos. Iba asestando mates de pie, encorvado sobre el tablero, dominándolo desde arriba, como un pequeño dios. Ahora se enfrentaba con un rival más preparado, un adolescente que estaba empezando a jugar buenas partidas. Nico impuso su estilo feroz y desde el principio lo obligó a replegarse en la defensa.

Lorenzo calibró su edad y su juego. Percibía agresividad y carisma, pero escasa técnica. Todo lo libraba a la intuición, por lo que junto a movimientos ingeniosos cometía errores de principiante. Aun así, el saldo era claramente positivo. Le gustaba ese chico.

—¿Quién le ha enseñado?

—Nadie. Ha aprendido solo, jugando contra programas.

—No sabe mucho de aperturas —observó Lorenzo.

—Es cierto. Y suele salir de esta fase del juego en posiciones desventajosas. Por eso quiere un preparador.

—Sabe hacer daño con sus peones.

—Sí, creo que se complace en demostrar que lo pequeño puede ser muy dañino.

Lorenzo lo miró, preguntándose qué habría querido decir, exactamente.

—Tranquilo —añadió Julio—. Yo respondo por él.

Lorenzo admitió que veía buena madera en ese leño sin desbastar. Claro que haría falta mucho trabajo de carpintería para pulimentar la pieza, si quería entrar en el equipo capitaneado por Laura, para el torneo provincial. Julio pareció leer su pensamiento.

—Hay que esperar a ver cómo se adapta.

Omedas se sentía responsable de haber dado el paso de llevarlo allí, a su terreno, y temía arrepentirse. Una de sus dudas era si la filosofía competitiva del ajedrez no iba a extremar aún más su instinto de dominación. Pero decidió ser optimista. Tal vez entablaría amistades. Nico necesitaba conexiones que lo sacaran de su solipsismo. El tablero le abría el vértigo de un abismo de magia capaz de impresionarle, porque no conocía sus trucos, ni podía remotamente abarcar sus posibilidades. Julio había experimentado esa turbadora sensación, el bucle del infinito, el hechizo de la lógica. No podía ser malo, si uno aprendía a controlarlo.

—Como se le caiga el ego encima lo aplasta —sonrió Loro.

Le disgustaba, como es lógico, la fría arrogancia del chaval, su manera de mirar al contrario como a un enano insignificante, aunque le sacara cuatro cabezas y un buen montón de canas y, sobre todo, esa forma de hacer aprecio de los errores ajenos con el atisbo de una sonrisa o mueca burlona.

Lorenzo hizo una seña a Ramón, otro adolescente que él mismo entrenaba, señalándole la silla vacía. Quería ver cómo despellejaba al aspirante. Ramón dejó la partida a medias con otro chico y se sentó frente a Nico. Era un muchacho alto, desgarbado e introvertido.

—¿Apuestas? —propuso Julio.

—Una cena en Sander’s.

Se acercaron a ver la partida.

Nico abrió juego con blancas creando un gambito de dama: ofreció un peón a cambio del control central del tablero. Ramón no aceptó el canje y concluyeron la fase de apertura en una posición bastante clásica, con dos peones y dos alfiles fuera del tablero, si bien Nico aún no había enrocado. Confiaba hacerlo en la decimotercera jugada, pero entonces Ramón plantó osadamente su dama en posición de jaque. Más que una amenaza, obligaba a Nico a proponer un cambio de damas, contra sus planes y, para tomar la dama negra, hubo de retroceder su caballo a una casilla en la que carecía de función, con lo que perdía dos movimientos, antes de devolverla a la posición anterior, de ataque. Y, para colmo, aún no había enrocado. Ramón aprovechó esta ventaja táctica y pasó a llevar la iniciativa con una ofensiva por el flanco de rey, donde podía lanzar sus caballos que ya pugnaban por entrar en liza. Nico lo veía venir, pero no tuvo otra que enrocar y aguantar la batida, con el rey a buen recaudo. Ramón tomó a mano su alfil y lo alineó tras un caballo dispuesto a despejarle la diagonal de ataque. El otro clavó los dedos en las sienes y miró con fijeza el tablero, buscando una jugada que invirtiera el signo de la partida. De momento, sólo pudo cerrar filas.

Lorenzo dirigió una mirada burlona a Julio. Indudablemente, las negras tenían clara ventaja de desarrollo. Sin embargo, Julio aún creía que Nico podía ganar si no se precipitaba. El chico inclinó la frente sobre el tablero y asentó los codos, cruzando las manos bajo el mentón. Era una postura que Julio nunca le había observado antes, y le gustó, porque significaba un esfuerzo de concentración y paciencia. Su primera decisión correcta fue inmovilizar temporalmente el caballo que defendía la posición del alfil peligroso, neutralizando el ataque. Su rival respondió tomando un peón que desguarnecía el centro. Nico ofreció gustoso esta pieza menor porque le dejó expedita la diagonal del alfil para encañonar al enemigo.

El medio juego concluía con esta maniobra que le permitió a Nico recuperar el terreno perdido. Ambos prepararon el asalto final, con una ligera ventaja posicional de Ramón. La partida adquirió un ritmo intenso y ninguno de los dos cometió un solo error. Omedas observó que Nicolás se estaba empleando a fondo. Sus movimientos eran más contenidos, tenaces, sin alardes. Finalmente, Nico alzó la frente. Acababa de dar con una jugada brillante, la encontró casi al azar; surgió de pronto ante sus ojos con una combinación de peones, cuando buscaba otra cosa. El otro se quedó unos instantes perplejo; con la cabeza hundida entre los hombros adivinó el peligro, se retrepó en la silla e intentó infructuosamente neutralizar el ataque, aunque sólo consiguió demorar el final. Nico fue creando una doble posición de peligro, con la torre y un caballo defendido por su par. El rey negro decidió que era hora de abdicar. Perdió la verticalidad y cayó con un golpe seco.

Omedas felicitó a Nico por la buena partida. Le puso una mano en el hombro, por detrás.

—Me has hecho ganar una cena.

El niño tenía una sonrisa jactanciosa y le brillaban los ojos de euforia. Sin duda, creía haberlos impresionado. Julio lo deploró, y añadió:

—No está mal, para ser un novato.

Los jueves, Andrés y Julio solían salir juntos de la Facultad de Psicología y caminaban hasta el aparcamiento. A las dos y media de la tarde, el decano iba ya descamisado, con polvillo de tiza en las mangas y deseando perder a todos de vista. Sólo unos pocos alumnos o ex alumnos les saludaban al cruzarse con ellos en el pasillo que, a esa hora y a medida que desembocaba en la salida, acumulaba más basura: plásticos, envases, envoltorios y gurruños de papel rodaban contra las esquinas y se removían en la corriente de aire. Había que andar con cuidado para no pisar un chicle o una loncha de embutido. Si alguna vez hubiera podido parecer honorable la enseñanza universitaria, bastaba mirar alrededor para desengañarse. Andrés recordaba tiempos mejores; Julio, aún joven, no los había visto.

—¡Pocilga! —chasqueaba la lengua Andrés.

La misteriosa desaparición de un rimero de exámenes de formato test esa misma semana había agriado el humor del decano. Exactamente doscientas copias laboriosamente preparadas por Andrés habían corrido una extraña suerte: la mañana en que se disponía a pasarlo, dando por hecho que estaría en su despacho, se presentó un colega trayéndole varias copias que había encontrado en la cafetería. Andrés se dirigió allí resuelto a dar con el ladrón y comprobó que un sinfín de copias pasaban de mano en mano y servían de pasatiempo colectivo, como si de quinielas se tratara. Los estudiantes alegaban que las habían encontrado por ahí, dispersas. Julio llegó con varias copias que había recogido en los jardines circundantes y otros profesores llevaron otras que habían aparecido en facultades vecinas y no tan vecinas, e incluso en extremos opuestos del campus. Era sorprendente lo lejos que habían viajado.

Julio no recordaba haber visto nunca a Andrés tan enfadado: denunció un robo, pero no hallaron pistas de un posible culpable. La cerradura de su despacho no había sido forzada. Tampoco había testigos.

Tres días después, Andrés aún seguía dándole vueltas al misterio.

—Yo siempre cierro el despacho con llave. Tiene que ser un experto en abrir cerraduras.

—Es extraño —observó Julio—. El supuesto ladrón podría haberse llevado una sola copia para su provecho y nadie lo habría notado. Sería lo lógico. En lugar de eso, ha invalidado el examen. Tampoco entiendo cómo han llegado tan lejos las copias.

—Las arrojaría por la ventana y el viento las habrá dispersado.

—Puede ser —concedió Julio—. Aun así, han aparecido papeles a más de quinientos metros. Y es raro que nadie haya visto semejante cantidad de papeles cayendo desde una ventana. A menos que fuera un imprudente, y no parece serlo por la forma de abrir la cerradura, no se arriesgaría tanto.

—Entonces, ¿qué pudo pasar?

—Parece como si el ladrón hubiera dispersado las copias por su propia mano, yendo de aquí para allá. ¿Con qué finalidad? Lo ignoro.

—Fastidiar, seguro.

El cielo estaba despejado y soplaba una suave brisa que levantaba la sedosa lengua de pelo blanco que cubría la nuca de Andrés. Dejaban a sus espaldas el viejo edificio de la facultad. A esa distancia podía parecer un lugar limpio y acogedor. Julio observó que Andrés estrujaba con la mano libre una vaquita anti estrés. Le preguntó si le servía para relajarse.

—A mí sí —sonrió Andrés—. Es como un chupete para adultos.

—Hemos pasado del consuelo oral al consuelo… manual.

Se echaron a reír.

—Para sobrellevar la jodienda anal —apostilló Andrés.

—Te ayudaré a encontrar al culpable, Andrés, si tú me ayudas con mi ordalía.

—¿Te refieres a ese chico? Bien, ponme al día. ¿Tienes ya un diagnóstico diferencial?

Julio soltó un suave resoplido.

—No hay una patología apreciable. Sólo detecto un profundo vacío moral. Pero no estoy seguro de que esto sea todo.

—Eso es un gran inconveniente —objetó Andrés—, porque no está claro que existan los problemas morales, por sí mismos, sin la presencia cerca de un moralista observador.

—¿Me estás llamando moralista?

—Examínate a ti mismo. Te haces pasar por un tío honesto, independiente. No instigas, no conspiras contra otros, no eres sobornable, no intentas medrar, ni aprovecharte de nadie. Tienes un código ético resplandeciente. Y crees que te lo has currado tú solito, pero en el fondo, tu honestidad tiene mucho que ver con el miedo al castigo que un día te inculcaron.

—No me mezcles con rollos de curas —protestó él, amistosamente—. Si alguna vez soy justo, es porque llego a la conclusión de que es lo más lógico.

Andrés se echó a reír.

—Lógica y justicia. ¿Es una verdad budista? Deberías leer menos literatura oriental y más literatura francesa. Te recomiendo a La Mettrie, un materialista que influyó mucho en el marqués de Sade, de quien tú escribiste en aquel libro, Corazones… del abismo.

Corazones abisales.

—Pudo ser un buen libro, pero se quedó en el intento.

—Lo sé, lo sé —admitió Omedas.

—El hedonismo del mal. La subordinación de la moralidad a la felicidad. Hay quien encuentra la felicidad en el vicio y el crimen. Sade era un transgresor cuando serlo no era rentable, como ahora. Entonces, a las cabezas que se salían del desorden establecido las igualaban con la guillotina.

—Precisamente fue conducido en carro a la guillotina, en aquellos días turbulentos de París —apuntó Julio—. Se libró de milagro.

—Ahí voy. Habría sido su última provocación sexual.

—¿Qué quieres decir?

—Existen crónicas de aquellos sucesos en la plaza de la Revolución. Una multitud excitada se apiñaba allí para ver cómo rodaba una cabeza tras otra. Gente normal, quiero decir, no maníacos ni degenerados. El populacho que nunca vio una superproducción de Hollywood, pero ya sabía lo que le atraía. Las decapitaciones producían furor sexual. Se cuenta que las mujeres se levantaban las faldas y los hombres las montaban, en medio del gentío.

—¿Crees que habría niños allí?

—¿Por qué no?

—A un niño sano le repugnaría todo eso —adujo Julio.

Andrés tenía el coche estacionado junto al de su amigo. Dejó el maletín en el capó para quitarse la chaqueta. Replicó:

—Si hoy se celebrara una ejecución en público, los críos la grabarían con el móvil.

Andrés entró en el coche dejándose olvidado el maletín en el capó. A su amigo no le sorprendió, pues ya sabía lo despistado que era, y de golpe le asaltó una sugestiva visión: cientos de exámenes alzando el vuelo desde el capó de un coche que acelera por el campus. Se inclinó sobre la ventanilla del conductor.

—Olvidas algo.

Andrés se llevó la mano a la frente y Julio le pasó el maletín.

—Creo que ya he encontrado al culpable de lo de tus exámenes: tú mismo.

Finalmente, Carlos lo hizo. Y no fue sólo por la insistencia de Coral, su amor traumatológico: sobre todo por salvar su cuello. Se metió desnudo en las tripas de la máquina con forma de gusano que le cartografiaba los huesos. Media hora infernal pasó en el interior de ese tubo que no cesaba de traquetear y zumbar junto a su cabeza, lanzándole torbellinos de electrones que lo atravesaban como a un queso de Gruyère. Le atronaban los oídos y parecía que aquello no iba a acabar nunca. Y cuando parecía que había cesado el chirriar de goznes electrónicos, al poco volvía a empezar otra vez. El trance se le hizo eterno. Al acabar, el cuello le dolía más y requirió la ayuda de la asistente para incorporarse. Se sintió como un inválido, con una constelación de estrellas chisporroteando en sus ojos.

Recogió los resultados al día siguiente. Como se temía, Coral estaba en lo cierto. Uno de los discos, aplastado y desplazado, le comprimía la raíz nerviosa. Bien lo había advertido ella en la primera radiografía, al salir de urgencias, dos meses atrás. Ya no podía desentenderse del problema, aunque aún confiaba en poder evitar el paso por un quirófano.

Carlos había aprendido a ser optimista en la adversidad; era una disciplina de su credo empresarial. Se mentalizó de que todo iba a mejorar en adelante. El accidente provocado por su hijo había creado un estado de pánico solapado, como el silencio que precede a una explosión. Todos estaban en guardia, alterados y suspicaces. Él debía hacer sentir su autoridad, transmitir confianza, poner orden allí. No podía permitir que aquello se les escapara de las manos. Percibía una extraña frialdad en Coral, una mirada inquisitiva y desafecta, y tal vez —conjeturaba— era un velado reproche, una exigencia apremiante para poner orden en ese caos. Por otro lado, su hijo se había tranquilizado en las últimas semanas. Estaba respondiendo a la psicoterapia. La línea de trabajo de Julio apostaba por la diplomacia y la negociación. A pesar de todo tenían que hacer un esfuerzo por tender la mano al chico.

Ya no pasaba las tardes metido en casa, sino que iba a jugar a un club de ajedrez y regresaba contento. Eran señales esperanzadoras. Estaba ansioso por recuperar la vida normal, por ver a Coral más tranquila, por recuperar la ilusión de estar juntos olvidando viejos reproches. Si Nico cambiaba, él estaba dispuesto a ser el mejor padre.

Ahora cumplía trece años y habían decidido celebrarlo en la intimidad. Tras la resonancia magnética, se dirigía a casa conduciendo su nuevo coche, un modelo más reciente de Mercedes, azul metalizado, en cuyo maletero llevaba el regalo de su hijo. Sería una fiesta sencilla, sin alharacas; algo que les hiciera sentirse unidos. Nico debía comprender que ellos sólo pensaban en su bien.

Una hora después, rodeando al homenajeado, Diana, Carlos, Coral y Araceli entonaron —un tanto artificialmente— el «Cumpleaños feliz», tras lo cual, el chico, imitando a un viejo al que se le acaba de caer la dentadura postiza, sopló las trece velas clavadas en el pastel de limón y nata de Araceli. Con sus aplausos intentaron animar al homenajeado, que parecía detestar todo aquello, estar en esa función porque no le quedaba otro remedio. Ya había dicho que no quería celebraciones, y de nada había servido.

El primer regalo fue el de Diana: una careta del oso Yogui hecha por ella misma en papel cartón.

—Me gusta —dijo Nico.

—Felicidades, cariño —sonrió Coral, y le besó en una mejilla antes de entregarle un paquete.

El chico deshizo el lazo y rasgó el envoltorio. La caja contenía un par de zapatillas Nike, blancas y jaspeadas, con cámara de aire en la suela.

—¡Qué bonitas, Nico! —exclamó Araceli juntando las manos con fervor, como si adorase a un pequeño santo.

Se las calzó inmediatamente, sin atárselas, y las probó dando unos saltos y subiendo las escaleras de tres en tres. En eso, sonó el teléfono. Coral fue a atenderlo.

—¿Quién es?… Ah, sí, Julio, te lo paso. —Le alargó a Nicolás el inalámbrico—. Ponte, cariño, es Julio.

—Hola, psico.

Nico escuchó la voz de Julio al otro lado del auricular: «Felicidades, Nico. Siento no poder estar allí, pero ¿sabes que desde hoy eres socio federado del club?».

—¿De verdad? ¿Podré competir en los torneos?

—Primero tendrás que ganar puntos. Todo a su tiempo.

Mientras conversaba por teléfono, Coral y Carlos se cruzaron una mirada.

—Ahora es el momento —le dijo ella.

—Hazlo tú, mejor —objetó Carlos.

—De eso nada. ¡Se lo tienes que dar tú!

El chico colgó el teléfono y regresó a la mesa. Araceli estaba partiendo el pastel y poniendo la primera ración en el plato de Diana, que ya se relamía. Coral apremiaba a Carlos con la mirada. Él hizo acopio de fuerzas y se dirigió a Nico, intentando mostrarse amable, aunque se le veía demasiado incómodo.

—Yo también tengo algo para ti. —Carlos le tendió el regalo con rigidez de muñeco mecánico.

Nicolás se puso la careta, tal vez para aprovechar que ya llevaba la sonrisa puesta, y ahora parecía sarcástica. Su risa histriónica imitaba al oso Yogui.

—¡Ji, ji, ji, jo, jo, jo!

Carlos se quedó pálido, con el paquete en la mano. Hubo un tenso silencio. Coral intercedió:

—¿Por qué eres así, Nico? ¡No sabes la ilusión que tiene en dártelo!

—¡Ji, ji, ji, jo, jo, jo!

Perpleja, Coral miró a Carlos y luego a Araceli. Nadie entendía a qué venía esa repentina hostilidad. Coral se preguntó si, de nuevo, pretendía hundirles la celebración.

—Eso no viene a cuento, Nico. ¿Te ha hecho algo malo papá? —Hizo un intento de agacharse hasta su altura, pero desistió.

Él no dijo nada.

—Venga, ábrelo. Si no te gusta, lo cambiamos por otra cosa. Pero no le hagas este feo.

Sin quitarse la máscara, Nicolás rasgó el envoltorio con brusquedad. Era una pecera ovalada que contenía un lecho de piedras y pequeñas conchas, además de una bolsa transparente y cerrada llena de agua y dos peces tropicales de centelleante bermellón.

Araceli intentó animar el ambiente ensalzando la vistosidad de los peces y lo bonito que harían en el salón. Fueron a la cocina a prepararla. De puntillas, para no perder detalle, Diana asomó la nariz sobre la encimera y observó con ojos absortos la operación: su padre abrió la bolsa y vertió el contenido dentro de la pecera.

—Es un pez muy delicado —le explicó Carlos—. Hay que cuidar que no suba ni baje la temperatura del agua.

Coral le quitó la máscara.

—¿Te encargarás tú? ¡Es una responsabilidad importante!

Nico asintió, serio.

Con un dedo, Diana golpeó la pecera para asustar al pez que se acercaba. Éste no reaccionó.

—Venga, ¡a por la tarta, que se enfría! —bromeó Carlos.

Se sentía aliviado por haber cumplido su papel, pero tenía la sensación de que todo estaba yendo mal. Algo que no era el cuello le estaba punzando en la conciencia.

Mientras los demás volvían a la mesa, el chico se quedó solo en la cocina unos instantes, contemplando su nueva mascota.

—Yo también quiero un regalo, mami —dijo Diana.

—Cuando cumplas tú, cariño.

Nicolás regresó con ellos. Coral había puesto unos viejos temas de Madonna y Araceli contó un chiste. Diana se quedó con todas las velas y una se la puso en los labios a guisa de cigarrillo, hasta que su madre se lo arrebató con mala cara y la niña se echó a reír de su travesura. Sólo ella estaba metida en la fiesta. Fue entonces cuando Araceli dio un grito que les hizo saltar de la silla, con ese ímpetu del susto que se está esperando en cualquier momento.

—¡Hay humo en la cocina! —clamó.

Coral, la primera en reaccionar, se precipitó corriendo hacia allí y no encontró fuego, como temía, sino la pecera borboteando sobre el fogón al rojo; los peces muertos trepidaban en la superficie. Y justo cuando se abalanzó a retirarla, protegiéndose las manos con un trapo, estalló en mil pedazos a un metro de su cara; el agua y los cristales salieron despedidos en todas las direcciones. Ella profirió un alarido y retrocedió, tambaleándose, hasta resbalar sobre un cristal que dio con ella en el suelo. Carlos llegó en ese momento.

Finos hilos de sangre comenzaron a surcar las mejillas de la madre. Carlos se temió lo peor y la sacó de allí tirando de sus hombros, sobreponiéndose a los calambres del cuello; después la alzó en brazos y la recostó en el sofá. Temblaba, sollozando, y murmuraba que se encontraba bien, a pesar de los pequeños cortes y de que el corazón le botaba en el pecho. Todavía le coleaban los peces rojos en las retinas, como foscenos. Carlos extrajo con mucho cuidado una pequeña esquirla de cristal de su frente y pidió a Araceli que trajera yodo y algodones. Ella corrió a buscarlos sin cesar de clamar: «¡Señor! ¡Ay, Señor!».

Coral buscó con los ojos a Nicolás, detrás de su padre, y le pareció visiblemente impresionado. Revelaba con su expresión atónita que no se esperaba ese lamentable desenlace. Diana se abrazó a ella, llorando. Araceli llegó con el desinfectante taconeando por las escaleras y Coral le pidió que se llevara a la niña.

—¡Mami! —gritaba Diana, girándose mientras Araceli la hacía subir a su cuarto tirándole del brazo.

Carlos limpió con celo la herida, pequeña y poco profunda. A Coral le dolía más una quemadura en el antebrazo y, sobre todo, la quemadura interior. Quería levantarse ya.

—Estoy bien, Carlos, déjame.

Se apoyó en él para erguirse, porque le temblaban las rodillas. Estaba muy pálida.

Carlos se dirigió resueltamente a su hijo apretando las mandíbulas y alzó la mano sobre su cara, pero en el último instante se contuvo, porque Nico parecía esperar, inmutable, ese golpe, sin siquiera pestañear. Reprimiendo la cólera, decidió una respuesta mejor. Lo asió con fuerza por la muñeca y lo llevó a tirones por el jardín hasta el cobertizo de herramientas. Allí lo metió de un último empujón, firme, pero no tan fuerte que lo empotrara contra el fondo.

Puso toda su furia en las palabras que le dirigió y, mientras lo hacía, se dio cuenta de que nunca hasta entonces había hablado de esa manera a su hijo.

—¡Me atacaste a mí y ahora atacas a tu madre! ¡Eres un maldito cafre que disfrutas haciéndonos daño! ¡Tus canalladas terminan aquí! —le gritó.

Y dio un portazo. Pero abrió enseguida y continuó, con voz más baja, pero en el tono más duro que logró reunir.

—No intentes desafiarme. No vuelvas a provocarnos. —Lo señaló con dedo admonitorio. Replegado, el chico escuchaba sin dejar de mirarlo—. Hemos sido muy pacientes contigo, pero esto se ha terminado. Se acabaron las buenas palabras y las segundas oportunidades. Se te ha acabado el chollo, sanguijuela. ¡Tienes el alma podrida! Has colmado nuestra paciencia. A partir de hoy, ésta va a ser tu casa, así que ¡prepárate para lo que te espera!

Carlos Albert dejó correr un silencio enconado. Nico se había sentado en el suelo, con las piernas encogidas, entre una cajonera y la manguera, y de pronto, bostezó.

El padre avanzó un paso hacia él, hasta tenerlo literalmente a sus pies, para hablarle desde arriba, pero no consiguió que él alzara el mentón.

—¿Sabes lo que es un correccional de menores? Es el lugar al que va a parar la gente como tú. Eres menor de edad, la ley te protege, pero nosotros también tenemos nuestros derechos, y no vamos a dejar que tú los pisotees y nos maltrates; antes de eso te denunciaremos a la fiscalía de menores, lo que le has hecho a tu madre son pruebas de maltrato. Puedo internarte hasta que cumplas los dieciocho y, créeme, no lo vas a pasar bien en uno de esos centros, donde te meten la disciplina por las buenas o por las malas, hasta que te salga por las orejas. Te van a poner a desfilar por los pasillos a paso de marcha. Vas a lamentar habernos hecho esto. Nos suplicarás llorando que te saquemos de allí. ¡Allí te van a hacer madurar! ¡No voy a permitir que te cargues esta familia!

Salió y cerró de un portazo antes de girar la llave. Se aseguró accionando el picaporte.

—¡Ahí te quedas! —rugió.

Coral Arce se había encerrado en el baño para calmarse. Se miró al espejo; tenía una palidez cadavérica, los ojos enrojecidos y el pelo enmarañado, con manchas de sangre. Comprobó que las heridas no revestían gravedad, eran cortes de cristales diminutos, lanzados contra su cara por efecto de la explosión; el mayor de ellos estaba en la parte inferior del cuello, pero no dejaría cicatriz. Se mojó con agua fría varias veces, en un ritual repetitivo, como un mantra, entre suspiros, hasta que los peces rojos desaparecieron de sus retinas. Se sentó en el borde de la bañera porque las piernas aún le temblaban y esperó a que su enloquecido corazón recuperara el ritmo de sus latidos, y el torbellino de pensamientos que devastaba su cabeza perdiera fuerza y se alejara, pero en lugar de eso, su agitación interior fue aumentando hasta un punto crítico, ingobernable, en que pareció que su mente y su cuerpo se iban a colapsar y su cabeza iba a fundirse como una bombilla ante el exceso de calor (a reventar como la pecera en el fogón de vitrocerámica). Se había roto el dique que dejaba entrar en ella, en riada, los más siniestros presentimientos, los más tortuosos vaticinios. El fluido de la desesperación, un ardor gélido, venenoso, avanzaba hacia su corazón y una violenta descarga de fatalidad le produjo una sucesión de espasmos. Le latían las sienes y se ahogaba. ¡Peces rojos por todas partes! Los veía alrededor, boqueando en el vapor. No había suficiente oxígeno allí dentro. Enervada, braceó impotente. La ventana estaba demasiado lejos para alcanzarla. Un intenso hormigueo recorría cada miembro de su cuerpo, deparándole una pavorosa parálisis; el baño se movía, el suelo giraba vertiginosamente, sólo sus pies estaban quietos; no podía huir, ni gritar auxilio, ni abrir la ventana para que entrase más aire, ni arrojarse al suelo hecha un ovillo, como solía hacer de niña cuando tenía miedo, a la espera de que el mal pasase de largo. Una siniestra garra le atenazaba la boca del estómago. Al fin, se inclinó sobre la taza y vomitó.

Lentamente, el espacio se detuvo. El aire entraba de nuevo en sus pulmones. Podía moverse con cierta dificultad —el sudor empapaba sus ropas— pero se encontraba tan exhausta sentada de nuevo en el borde de la bañera, que temió caerse hacia atrás y con cuidado resbaló hasta quedar sentada en el suelo, la bañera contra la espalda, abrazándose las rodillas, sintiendo retumbar sus sienes sudorosas y el fondo de los ojos. Frente a ella vio, borroso, el excusado y el bidé. Se le presentó de golpe su hijo como un pequeño psicópata, una aberración monstruosa cuya iniquidad se gestaba en las calderas borboteantes de sus cromosomas. Revivió el dolor del parto, empujó con la pelvis y vio la cara arrugada de su hijo saliendo de entre sus piernas, perfilándose a partir de una mancha roja, cada vez más luminosa, sobre un fondo negro, mancha que se convirtió en el círculo rojo de la vitrocerámica, y de nuevo quedó ensordecida por la explosión de cristales. El fogón se licuó en un charco de sangre humeante.

La vista fue aclarándose poco a poco hasta devolverle los contornos de los azulejos. El reflujo de angustia iba menguando y su cuerpo volvía a ser suyo, a pesar del vacío en el vientre, y el zumbido de oídos, y la sequedad de boca, y el hormigueo electrizante que aún la merodeaba. ¿Cuánto tiempo había transcurrido? Sospechaba que apenas unos minutos. Bostezó con un largo estremecimiento, como si se sacudiera algo de aquel frío veneno que se le había quedado impregnado en cada pequeña fibra de su cuerpo.

Abrió la ventana, respiró hondo varias veces, hasta sentir que el aire fresco impregnado del perfume de las glicinas penetraba en sus alvéolos, purificándola. Sonrió con amargura al recordar que unos instantes antes había creído realmente que no había suficiente oxígeno para respirar allí dentro. Increíble cómo se le había llegado a ofuscar la mente en unos segundos. Y se dijo que todas las demás ideas de fatalidad y desgracia inminente que habían cruzado en tropel ante ella eran igual de absurdas.

Se frotó la cara ante el espejo, se lavó los dientes y comprobó que las heridas ya no sangraban. Se frotó las mejillas con agua de rosas. Aquel olor fresco le devolvió algo de la perdida confianza. Las piernas le respondían, a pesar de la pesadez y el agarrotamiento. Paradójicamente, experimentaba un alivio, como tras una catarsis. El rapto parecía haber obrado como una descarga liberadora de algo que la oprimía y pugnaba por proyectarse afuera. Ahora el miedo, con su viscosidad informe, se retraía hasta un lugar donde no se hacía sentir. Limpió la bañera con el chorro caliente de la ducha. Ante el espejo, se pellizcó suavemente las mejillas y se alisó el pelo. Pensó en Julio como en una ayuda providencial. Deseaba que en ese momento estuviera allí, que fuera el hombro en el que reclinar la cabeza. De vez en cuando le subía un profundo hipido, como un niño después de un llanto.

Afuera reinaba la tranquilidad. A través de la ventana vio a Carlos cerrando con llave la puerta del cobertizo del jardín y adivinó que Nico estaba confinado allí. Pensó un momento en su marido, en lo que todo esto estaría suponiendo para él. Él lo vivía de otra forma, su mundo no terminaba en los muros de esa casa, no se circunscribía a sus hijos y su pareja. Así todo era más fácil. Araceli estaba con Diana en su cuarto, distrayéndola. Lo primero que haría sería pasar a verla y demostrarle que ella se encontraba perfectamente. Pero antes debía calmarse del todo, reunir una sonrisa convincente. Un poco de color en las mejillas, benditos polvos.

Encendió un cigarro y entró en la cocina. Todo estaba lleno de cristales dispersos. En otras circunstancias habría dejado que Araceli se ocupara de limpiar, pero tenía prisa por borrar las huellas, y comenzó recogiendo primero los trozos de cristal más grandes, cuidando de no cortarse. Después se puso a barrer. Encontró la pequeña cabeza de un pez debajo de una silla.