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La ética del ajedrecista

Pasada la medianoche, Julio Omedas entró en la cálida penumbra del Jazz Perfect. Lo que más le llamaba la atención de ese local no era la música, sino la peculiar manera de bailar de la gente. ¿Cómo se baila el jazz fusión? La respuesta de Julio era: «Miren a esa gente. ¿Ven el meneo acuático de sus cabezas, esa manera de ondular los brazos como si fueran los espolones de un galápago, esa rotación discretamente fluctuante y acuática de sus cuellos? Bien, pues eso es el baile del jazz fusión, ni más ni menos». Más que bailar, lo que hacían era tortuguear —verbo que no consta en el diccionario, pues su uso se restringía al extraño universo del jazz fusión— al amparo de la oscuridad, cada uno a su manera, porque allí el ritmo no era una pauta fija, mecánica, sino un suave oleaje que subía y bajaba y removía los cuerpos como quillas de barco en la inmensidad del mar.

«Nunca bailaré esa cosa», pensó.

Había recibido un mensaje de Inés en su móvil, avisándole de que estaría allí. Julio Omedas nunca contestaba mensajes, ni siquiera los de Inés. Más que a la pereza, era debido a su sentido exacerbado del pudor, casi supersticioso. Le molestaba que alguien quisiera ahorrarle el placer de escuchar una voz y, por lo mismo, no quería ahorrársela él para comunicarse con otros. Solía excusar su renuencia como una manía personal. Esta vez, sin embargo, hizo una excepción y respondió: «OK, iré». Como no tenía práctica, le llevó unos cinco minutos reunir las letras. Deseaba verse con Inés porque en las últimas semanas se sentía cada vez más abrumado por el peso de la soledad, y sus dudas y devaneos le tironeaban hacia la orilla sombría.

Cuando llegó, la encontró flirteando con un hombre, o al menos eso creyó, a juzgar por la forma de sonreír de Inés, poniéndole ojitos tras el humo de las lisonjas. Esto lo puso un tanto nervioso. Estaba a punto de girar sobre sus talones cuando ella lo reconoció y lo saludó alzando una mano con aire alegre. Tras las presentaciones —«Luis, un amigo y habitual de por aquí; Julio, mi jefe»—, Omedas protestó tibiamente, dado que no se consideraba su jefe, sino un compañero del equipo, y ella sonrió: era una broma ritual entre ambos.

Luis no bailaba, ni tortugueaba; era un tipo atractivo, alto, con una voz agradable, cuyo único defecto —advirtió Julio— era que se conocía los intérpretes de todos los malditos temas que sonaban. Habían vuelto al jazz y Julio no pudo evitar sentirse desplazado. Si le sacaban de sus cinco o seis clásicos —Duke, Dyango, Parker, Coleman…— no sabía ni de qué rayos hablaban. Inés vestía una blusa muy escotada, falda de tubo y medias, y, algo raro en ella, se había pintado los labios. Les escuchó un rato, bebiendo su primera copa y mirando de reojo las evoluciones del enorme disc-jockey negro, que se balanceaba, basculando los hombros, en su pequeña cabina. Notaba, con tristeza, que Inés se comportaba de una forma diferente, más desenvuelta y risueña que con él. Se entusiasmaba con ciertas versiones vocales que el otro iba mencionando, y todo eran adjetivos en grado superlativo («genial», «absoluto», «insuperable»…); el psicólogo encontraba un poco obsceno ese alardear de coincidencias, como dos cinéfilos que se van quitando la palabra en una tertulia sobre John Ford. También charlaron del próximo festival de Donosti, de los músicos invitados y de los que faltarían, y Julio se enteró de que iban a ir juntos y lo tenían todo perfectamente organizado. Chasqueó la lengua, deprimido con el panorama.

Ya estaba a punto de irse con cualquier excusa cuando algo lo alegró: llegaron unos amigos de Luis; entre ellos estaba una chica que podía ser su novia, por la familiaridad con que la cogió de la cintura, o tal vez una amiga de mucha confianza, y él se despidió de Inés con un «nos vemos» (no supo Julio si se refería a verse en Donosti o en otro rincón de la barra, más tarde). En cualquier caso, quedaron a solas. A Julio le hubiera gustado poder continuar con ella en la misma tónica o, mejor, superar la jam session de su predecesor. Pero estaba bajo de fuelle, no conseguía levantar el ánimo y si se ponía a hablar de jazz con ella, sin duda iba a hacer el ridículo. Tampoco parecía muy natural comentar en ese lugar nada relacionado con el trabajo. Durante unos segundos, no atinó a saber qué decir.

—Me extrañó que me devolvieras el mensaje —le dijo ella.

Había un evidente tono de reproche.

Omedas sacó de su bolsillo el móvil, un modelo tan anticuado y aparatoso que a ella le pareció divertido, y accedió a la bandeja de entrada. En la pequeña pantalla luminosa portaba más de una docena de mensajes de Inés, ninguno de los cuales había contestado; todos, excepto el último, eran bastante antiguos; se remontaban a los primeros meses de conocerse, hacía casi dos años.

—Mira, son los únicos que no borro —dijo, mostrándole la columna donde se repetía su nombre—. Me gusta conservarlos.

—¿Los conservas pero nunca los contestas? ¡Extraña costumbre!

Él asintió y compuso una sonrisa de disculpa, casi infantil. Muchas frases partían de su cerebro y casi ninguna llegaba a sus labios.

Leyó uno de los mensajes más antiguos: «Hoy me he acordado de ti, no sé por qué. Te echo de menos». Ella le arrebató el teléfono, comprobó con horror que era cierto, que ella había escrito eso, un año atrás y se apresuró a borrarlo. Julio recuperó su móvil.

—Son mis mensajes.

—De eso nada, son míos —protestó ella—. Y no me hace gracia que te burles. Resulta un poco rastrero, ¿sabes?

Julio sintió una punzada de tristeza. Intentó hacerle ver que no era ésa su intención. Inés miró a otra parte. Tal vez quería volver con sus amigos, los del club de chiflados por el jazz, o los chiflados por el club de jazz.

—¿Por qué te acordaste de mí? —insistió Julio—. ¿De qué te acordaste, exactamente?

Ella no respondió; se encogió de hombros.

—¿No te acuerdas de qué te acordaste?

—Hace mucho tiempo de eso, Julio.

—¿Ves?, eso es lo que no me gusta de los mensajes. No aclaran nada, sólo siembran dudas. ¿Por qué no me llamaste y me lo dijiste? Yo te habría contestado y habría querido saber más. Tal vez yo también te echaba de menos en ese momento, pero no me apetecía ponértelo por escrito.

Inés estaba atónita y muy disgustada, aunque la confesión de Julio tuvo efecto en ella.

—No me vengas con eso ahora. No te hagas el tonto. Entendiste perfectamente el mensaje, y yo entendí perfectamente tu silencio.

—¿Qué significó mi silencio?

Ella se sintió muy incómoda teniendo que responder a esa pregunta. Pero ya se había lanzado a sincerarse y nada podía pararlo.

—Que te daba lo mismo que me hubiera acordado de ti, ni más ni menos. Y además, creo que hice muy bien en enviártelo, porque así el chasco fue aséptico. No tuve que dar la cara para pasar un mal rato. Te lancé una pelota y me llegó de rebote. Esa es una ventaja indiscutible de los mensajes por móvil. En cierto modo, tu silencio fue la respuesta más clara.

—No lo fue, ni creo que sea una ventaja. Está todo fuera de contexto. Crees enterarte cuando en realidad, lo interpretas mal. No te contesté porque me habría sentido ridículo. Creo que escribí algo, escribí «gracias», porque me había gustado y me sentía agradecido, pero nunca lo envié. No correspondía mucho a tu confidencia, y podía resultar presuntuoso. Barajé otros, más personales, y decidí que no había ningún mensaje que pudiera escribirte que no me hiciera sentir ridículo. Ahí lo tienes.

—Ya no sirve de nada. Agua pasada.

Al borde de las lágrimas, Inés se disculpó y fue al lavabo.

Omedas apuró su copa y pidió otra, mirando el reflejo de su cara gastada en el espejo cuarteado al otro lado de la barra. Sonaba un tema que reconocía, una versión de la banda sonora de La pantera rosa. Hizo girar el móvil sobre la barra de aluminio, donde se reflejaban los discos rojos y verdes de los pequeños focos. Tomó otro trago, escuchando con creciente agrado la música. ¿Llegaría a gustarle el jazz alguna vez? Tomó el teléfono, lo miró fijamente y comenzó a pulsar las teclas. Escribió un mensaje para Inés: «Yo también. ¿Fuera de plazo?».

Ella llegó unos minutos después, muy seria, emergiendo de la oscuridad. Julio creyó que con ese gesto suyo sólo había acrecentado su enfado. Esperaba un reproche, cuando, muy cerca el uno del otro, comprendió lo que iba a ocurrir. Cada uno había dejado su espacio propio de la contienda, su nicho del miedo, para entrar en zona neutral.

Muy fuera de plazo.

Él le puso las manos en la cintura y acercó su cara a la suya. Ella abrió los labios y sus bocas se encontraron.

Por qué esta prisa en desnudarme, pensó mientras la desnudaba, por qué esta prisa en desnudarla, iba pensando mientras ella lo desnudaba, sin acabar nunca de desnudarse el uno al otro, cruzados, ella a él, él a ella, ella a ella y él en ella otra vez, por qué esta prisa, volviendo al momento en que había cerrado la puerta a sus espaldas, tanteando la penumbra, y algo había caído al suelo del recibidor, un paraguas o un perchero o ambas cosas, sin zapatos y sin luces, sin tiempo para reconocer el espacio en el que estaba, para pensar que ésa era la casa de Inés, así vivía Inés, con esa enloquecida prisa en desnudarse por la vergüenza de verse desnudarse, por el ansia de sentir esa vergüenza de verse, la torpeza cuando la desnudaba él, desabotonándole la blusa con las manos sudadas, quitándole las manos de sus botones, quitándose las manos de las manos, con el pelo en los ojos, con la ropa en la cara, tirando y abriendo premiosos corchetes, cremalleras, hebillas, así es como intentaban evitar una desaparición mutua, como si estuviesen en trance de abrasarse con esa ropa que se quitaban, que venía del horno de la calle, envuelta en las llamas del horno de la noche en Madrid, llena de ruidos atronadores y asfalto sucio, empapados de calor y ansiedad, sin tiempo para otra cosa sino desnudarse en la fiebre, dejarse desnudar para perderse el miedo mutuo y desanudarse tantos nudos interiores que les ahogaban y contraían, el nudo de la garganta y el nudo del estómago, y el nudo entre la garganta y el estómago, que era el peor de todos los nudos.

Inés tenía una desnudez liviana y tibia, una calidez de pájaro desguarnecido, en busca de cobijo, flotando en una oscuridad llena de vapores en la que él se iba impregnando de su olor a medida que entraba en su abrazo. Se sentía bien así, abrazado, desnudo al fin en su desnudez plena, a la vuelta del apremio, sintiendo el lejano batir de su sangre y acompasando la respiración a la suya. Y éste era el mejor momento y el más auténtico con una mujer como Inés, candor y pureza, por cuya casa había pasado sin ver, invitado extraño, dejando su ropa como despojos por el camino y tantos nudos fuera, esperándole a la salida para volver a sus órganos habituales. Agradecido de estar con ella, con el bálsamo de su silencio y su tibieza perfumada, un bien del todo inmerecido, porque no había tenido que luchar por ella, le había venido dado, sólo había tenido que decir «De acuerdo, ven». Como contestar un mensaje de móvil y aceptar una cita.

En ese momento en que ella dormía plegada contra él era casi feliz, más feliz de lo que había sido en mucho tiempo, y sabía que eso, a la larga, tampoco le satisfaría. La oía corretear por la periferia de su conciencia a la otra, ratón nocturno, él era el investigador y ella el ratón, recorriendo sus laberintos secretos; se conocía todos los corredores que llegaban al corazón.

Es duro romper los lazos con el pasado. Tal vez, el pasado de Omedas era un capítulo que nunca se acababa de cerrar, o él era una de esas personas que gravitan siempre en torno a un capítulo inconcluso, reformulándolo en sucesivas variaciones (reescribiendo perpetuamente el libro de sus errores). Iba y venía; el tiempo avanzaba en círculos y todas las mujeres le conducían a Coral, todas eran malos remedos de Coral Arce. E Inés, que dormía plácidamente a su lado después de una velada de amor, parecía más lejos.

«¿Qué es lo que quiero? —se preguntaba recorriendo la penumbra de esa habitación extraña, llena de estanterías con exóticos sombreros y recuerdos de viajes que le hablaban vagamente de Inés, la trotamundos—. Esta mujer que me ha colmado de dulzura, me ha regalado su intimidad, su piel llena de aromas, su pelo sedoso y sus suaves besos, me ha amado con la convicción de quien ama de veras, como sólo ama la amante. ¿Por qué no soy capaz de disfrutar? ¿Qué me impide ser feliz donde estoy, en vez de desear estar en otra parte?»

Sus ojos miraban a Inés, pero estaban puestos en Coral. Quería pensar en Inés Villar, y sus pensamientos le llevaban a la deriva, desembocando en Coral Arce. Dormía con Inés y soñaba con Coral. Irónicamente, se veía como el psicólogo incapaz de controlar sus obsesiones.

También Nicolás le conducía inexorablemente a Coral, a tal punto que a veces se preguntaba si el chico era algo más que un buen pretexto, o una coartada. Con sospechosa insistencia se decía a sí mismo que no lo era. Aun así, admitía que ejercía de terapeuta clínico en un mar de irregularidades. Sus intereses inconscientes contaminaban sus actuaciones y su mismo enfoque. Había escrito en su cuaderno de notas: «¿Quiero yo unir esta familia o romperla? ¿Soy amigo de Carlos?». A continuación lo tachó.

Intentaba analizar su posición. Su hermana tenía razón: Inés le convenía. Tenía la oportunidad de estabilizar su vida sentimental con una mujer maravillosa que sentía algo sincero por él. Ahora habían dado un paso juntos, y él no estaba muy seguro de no arrepentirse pronto, no porque hubiera sellado compromiso alguno, sino por la expectativa que creaba (una continuidad, un trato distinto…).

¿La amaba o sólo era un refugio en una noche de tormenta? ¿De qué peligro intentaba protegerse?

Había aparcado al comienzo de la calle. Habían pasado cinco días desde su última visita, causada por el conflicto que Nico había generado al hacer saltar en pedazos el regalo de su padre. La discusión conyugal había encendido bastante los ánimos y, sin embargo, él estaba decidido a no variar su estrategia terapéutica. Seguiría llevándolo al club. Nico se relajaba allí, disputando partidas rápidas. Le venía bien salir de La Moraleja y relacionarse con otros chicos de su edad. Chicos normales, aunque prefiriesen el ajedrez a los videojuegos. No perdía la esperanza de que hiciera amigos.

La gravilla crujía bajo sus zapatos. Alzó la frente. Ya olía las imponentes glicinas del jardín. La villa emergía, radiante y romana, tras los setos de tejos y muros rebosantes de buganvillas. Villa Romana. Y el letrero junto al portón, donde Julio leía, gustosamente: «Cavé un can».

Al principio, el psicólogo apenas miró el cuadro apoyado contra un contenedor de basura. O si lo miró fue de soslayo, un instante, al pasar cerca, tan metido en sus pensamientos que apenas reparó en él. Continuó y, unos metros más adelante, se detuvo y se volvió a mirarlo, como si el cuadro le hubiera hablado al umbral del oído desde su silencio inmóvil, al pasar por su lado, y sólo ahora reparaba en su presencia inquietante, un conglomerado de colores abrasivos como un hachazo en su conciencia. Palpitaba. Apenas se distinguía, en una esquina, la firma: Coral Arce.

¿Qué hacía esa obra de arte en la basura? Al contemplarlo se sentía el sobrecogimiento que produce una hoguera en una noche fría y negra. Olía a pintura reciente. Miró en derredor, como si ella aún pudiera andar por allí. Lo asió con cuidado para no mancharse la camisa blanca y lo portó hasta la casa.

Le abrió Araceli y le saludó, como siempre, con su alegre cortesía. «La señora está en los rosales», le dijo. Un sol nacarado se estrellaba en los ventanales del frontispicio y estiraba la sombra de la verja hasta la mitad del porche. Coral podaba las rosas con aire cariacontecido, como si las estuviera malogrando. Al notar que había llegado alguien, se irguió e hizo pantalla con una mano para verlo.

—He encontrado una joya entre el detritus —saludó Julio.

El buen humor de Julio la alegró, pero lamentó ver su cuadro de vuelta. Era una radiografía viva de su malestar. Le saltó a los ojos como un vómito que le recordaba, como una patada en el estómago, los estragos de la noche anterior.

—¿Qué haces con eso? —preguntó.

Su reacción poco amistosa sorprendió al psicólogo.

—Tirar arte a la basura es un delito.

—No quiero ni verlo. —Alzó una mano con las tijeras de podar abiertas, como para cortar el aire. Llevaba unos vaqueros algo raídos y una camiseta vieja que se le ceñía en el busto—. Mejor, devuélvelo al contenedor.

—Por orden del juez, este cuadro queda requisado.

El sol le daba ahora en los ojos verdes.

—Por favor, es horrible. Me duele sólo mirarlo.

—Entiendo que no quieras que pase a la posteridad, pero deja que pase al menos a mi salón. Lucirá más.

—¡Eres terco! —protestó ella—. Vale, llévatelo si te hace feliz.

—Me hace muy feliz, gracias. ¿Está Nico por aquí?

—Claro que sí. Te está esperando para que lo lleves al club de ajedrez. ¡Creo que le hace mucha ilusión!

En ese momento, Nico asomó al jardín con cara de disgusto. Su madre sabía cuánto detestaba que hablaran de él en tercera persona.

—¿Nos vamos? —dijo el chico.

Julio asintió. Nico le ayudó a transportar el cuadro al coche. De camino, Nico se mostró más locuaz que de costumbre.

—Es un buen cuadro, ¿verdad? —inquirió Nico.

—A mí me gusta.

—A mí también. Qué pena que lo quiera tirar. Debería presentarlo a un concurso importante.

—Tienes razón, pero me temo que no va a hacerlo, ni nadie puede convencerla de que lo haga.

—Entonces, preséntalo tú a un concurso en su nombre —propuso Nico.

Omedas consideró un instante la audaz idea del chico. Y decidió que lo haría sin que ni él ni Coral se enterasen.

—Vaya una idea absurda —dijo—. No creo que le hiciera gracia a tu madre.

—Si no gana, no tiene por qué enterarse. Piénsalo.

A Julio le disgustaba que Nico quisiera influirle con respecto a Coral, aunque fuera con buenas intenciones, aparentemente.

Una hora después estaban en el club.

Siguiendo el consejo de su amigo, Lorenzo le tenía echado el ojo a Nico. Lo vigilaba con paciente disimulo entre relojes y caídas de bandera, moviéndose entre las mesas y recogiendo tableros y piezas, ordenando archivos e inventariando material. Ganaba casi todas las partidas, pero hasta el momento no se las había visto con un rival con alcances. Algunos veteranos del club, que jugaban bien, se quedaban desconcertados por su juego imprevisible. De aperturas sabía muy poco: ponía a pelear su dama demasiado pronto, creaba debilidades en su estructura de peones en el centro y a veces movía varias veces la misma pieza, dejando encerrados a los alfiles en sus casillas y descuidando el desarrollo de los caballos, o demorando demasiado el enroque. Errores de principiante. Entonces llegaba el medio juego, donde la mecánica se desvanecía, y comenzaba a recuperar terreno perdido, con jugadas audaces y agresivas. Discurría rápido, tenía intuición y una desaforada confianza en sí mismo. En los finales se lanzaba como un kamikaze y remataba la faena con éxito.

Por otra parte, lo veía un chaval extraño, autosuficiente, y tal vez reacio a que le enseñaran. No había caído bien en el club. Hacía porque los demás se sintieran inferiores a él. Tenía un extraño sentido del humor. Parecía resentido (Julio había dicho que era problemático). Muchos talentos de arrogante precocidad habían desfilado por ese viejo salón. Lorenzo los conocía bien: engordaban su vanidad perpetrando mates de puntillas al veterano. Se pavoneaban en los circuitos locales y siempre se estrellaban estrepitosamente en los grandes torneos. ¿Era Nicolás uno de ellos? En cualquier caso, Lorenzo veía necesario domesticarlo, bajarle los humos, pero antes debía averiguar dónde estaba su techo: en qué nivel caía derrotado.

Un parroquiano asiduo del club era Germán, un joven de veinte años que se comportaba como si tuviera menos de diez. Desgarbado, como si su largo cuerpo fuese un elemento extraño o poco familiar para él, se movía entre mesa y mesa animando las partidas con comentarios jubilosos, trasnochados en su forma, pero muy juiciosos en su contenido. Un síndrome de Asperger le hacía diferente, reconocible y apreciado por todos como una persona inteligente y muy en sus cabales, aunque la primera impresión fuera más bien que estaba chiflado. Chiflado lo estaba, pero sólo por el ajedrez. A Nico le llamó mucho la atención desde el principio y observaba cómo los demás chicos del club lo trataban con cariño y respeto, y reían sus chistes estereotipados con lo que él atribuía simplemente a lástima. Con un simple vistazo era capaz de analizar una partida complicada y profería comentarios a viva voz, provistos de rima, para que todos lo oyeran, como:

—¡Yujú! ¡Esto está feo, Macabeo!

O bien:

—¡Qué locura! Final de peones, a joderse tocan, cabrones.

Y su ya célebre frase, a fuerza de repetirla como si la cantara:

—¡Jaque machaquito se avecina por la cocina!

Así es como radiaba las partidas de ajedrez y alertaba a los demás de algún acontecimiento importante que estaba teniendo lugar en un tablero. Su presencia, su modo de hacerse notar para arrancar comentarios chistosos o sonrisas afables, era ya tan imprescindible en esos rincones que en los días que no acudía todos le echaban en falta.

Sabía jugar muy bien, pero rara vez lo hacía porque se alteraba demasiado y comenzaba a hacer tics nerviosos. Su madre, siempre pendiente de él, había pedido a Loro que le prohibieran jugar, como se le prohíbe a un niño jugar con objetos afilados, así que era como un ludópata en un casino, viendo con los dientes largos cómo jugaban los demás.

Nico lo llamaba «el tontilisto», cosa que a nadie agradaba. Germán era el único que no se daba cuenta de los comentarios burlones de Nico. Al contrario, lo admiraba y radiaba todas sus partidas, exaltado, como un alegre pregonero, inventando nuevas rimas para sus partidas de ritmo enloquecido:

—¡Qué flash, Nicolás! ¿Adónde vas?

Nico descubrió pronto cómo hacerlo sufrir. Le invitaba a jugar con él, gentilmente. Germán le replicaba que sus padres le regañarían si lo hacía.

—No se lo diremos y nunca se enterarán. Sé que juegas bien. ¿A qué esperas? Venga, cobarde.

Germán daba la espalda a la tentación y recorría la sala en un estado de visible agitación. Nico seguía insistiendo, ante la tensión general, y las fuerzas de Germán empezaban a flaquear. Lorenzo intervino, agarró a Germán y lo llevó a su casa.

Especialmente, Lorenzo deploraba su actitud de reírse de él a sus espaldas. Le pidió a Julio que hablara con él, y éste lo hizo, aunque, como se temía, Nico le devolvió fría y a la cara su filípica moral. No soportaba que le dijeran cómo tenía que ser para ser un buen chico. A Omedas no le preocupaba mucho este asunto que juzgaba una chiquillada, comparado con otras crueldades anteriores, pero no deseaba que Nico fuera visto allí con malos ojos y volviera a quedarse sin amigos. Estaba cansado de tener que dar la cara por él, aunque lo tomaba como parte de su trabajo. Procuraba llevarlo al terreno del ajedrez.

—¿Por qué te empeñas en hacer que los demás se sientan mal jugando contigo? ¿Recuerdas el consejo que te di?

—Claro que sí. Que lo importante no es ganar, sino… machacar.

Julio espantó de la cara una mosca invisible.

—Vete por ahí.

—En serio, me divierte ganar —dijo Nico—. ¿Eso es malo?

—Lo malo son tus modales. No tienes estilo.

—Ya aprenderé.

—Hazlo, por Dios, antes de que se me agote la paciencia.

Loro deseaba darle una lección y llamó a su sabueso particular, Toño, el gallego, uno de sus mejores alumnos, enorme y gordo, con la cara de luna llena picada de acné. A sus dieciséis años parecía un joven atleta de lucha grecorromana. Era parsimonioso, flemático. Había diseñado él solo la página web del club. Su preparador lo telefoneó y le informó de que tenía carne fresca para despiece. Se presentó en media hora, con su habitual aspecto desaliñado y comiendo una chocolatina. Nico ya lo estaba esperando con las piezas dispuestas en el tablero.

—Hola, chaval —le saludó Toño y le mostró una chocolatina—, ¿gustas?

—No, gracias.

—Así que eres el nuevo. Eso está bien. Uno se cansa de ver siempre las mismas caras.

A Nico le gustó su aspecto de bárbaro. Echaron a suertes las piezas. Negras para Nico, después de abrir uno de los enormes puños.

—Dice el chino que sabes jugar —dijo Toño, girando el tablero—. A ver si es verdad.

—¿Has venido a jugar o a darme cháchara?

Toño alzó la cabeza.

—Tranqui, tío. El buen rollo es lo primero. Oye, debo decirte que yo no juego rápidas. ¿Ponemos el crono a una hora?

—Media.

—Cuarenta y cinco.

—Hecho.

Julio y Lorenzo se unieron al nutrido corro de espectadores. Toño inició el juego optando por una apertura compleja, cuya defensa más ortodoxa Nico desconocía, de modo que éste se guió por la intuición, con más aciertos que errores; al concluirla con el enroque, la ventaja de las blancas era apenas discreta. Cada uno tenía sus piezas estratégicamente dispuestas para el combate y la suerte estaba por decidirse. En ese momento llegó Laura y al ver el animado ambiente, adivinó que se jugaba una partida interesante. Era la primera vez que veía a Nico, aunque había oído hablar de él y sabía que Julio lo tutelaba. Le pareció enseguida un chico muy guapo. Se hizo un hueco junto a Julio, para seguir el duelo.

Laura observó que jugaban sin prisa, con cierto desahogo de tiempo. Toño llevaba la iniciativa en el flanco de rey, con una interesante conjunción de alfiles. Aun defendiéndose con mucha dignidad, Nico tenía ya un peón pasado que abría pasillo en su periferia defensiva: un punto débil que su rival aprovecharía tarde o temprano, si no lo cerraba con otra pieza. La partida dio un giro sorprendente cuando el hijo de Coral abandonó su caballo a tiro del alfil blanco, sin ninguna protección, listo para ser tomado. Parecía un sacrificio para impedir el paso de la dama enemiga, pero Laura se dio cuenta de que había otras maneras de resolver ese problema sin necesidad de entregar el caballo negro, y se preguntó si a Nico se le habían pasado por alto estas soluciones mejores, o, por el contrario, el error era fingido. Toño decidió que el error no era fingido, sino producto de un análisis superficial del oponente, y tomó el caballo con su alfil.

—¡Sopla, sopla! ¡La parrilla está caliente! —exclamaba Germán sacudiendo las manos.

Tanto Laura como Toño comprendieron muy pronto —cuatro movimientos después— que había sido una astuta celada para atraer el alfil blanco a una posición muy vulnerable: Nico cercó esa pieza, la tomó y amenazó la dama. El gallego retiró la dama de la zona de peligro, y al hacerlo dejó expedito su caballo, que acto seguido fue barrido del tablero. Morder el cebo le había salido muy caro. Ahora su situación era de clara inferioridad.

Hubo una oleada de murmullos y Toño, irritado, rogó silencio; era evidente que estaba resentido por la maniobra de Nico. La partida había cobrado un interés añadido porque Toño, pese a su aparente parsimonia, tenía un carácter duro y no era aconsejable tenerlo de enemigo. En ese momento, todos supieron que estaba decidido a hacerle pagar cara su osadía a Nico. Julio hubo de abandonar su puesto unos instantes para recibir a Coral, que acababa de llegar con su hija a recoger a Nico. Ella se quedó estupefacta al saber que su hijo estaba dentro de ese círculo, rodeado por más de veinte personas. Omedas la invitó a presenciar la partida con ellos.

El gallego había emparedado sus gordas mejillas entre las manos e inclinado la frente con aire adusto. Se tomó una cavilación de quince minutos, gracias a la cual dio con una combinación sorprendente de seis movimientos que condujo con pulso firme y a base de palos, a la debacle defensiva del chiquillo, quien, incapaz de romper la nueva estrategia de las blancas, tuvo que decidirse por la opción menos mala de las peores. El gallego liquidó de un plumazo los dos caballos negros y tomó las riendas con pulso firme. El hijo de Coral resopló, apurado. Coral le puso una mano en el hombro y le dio palabras de ánimo.

—¡Ujujú! ¡Esto está feo, Macabeo! —canturreó Germán.

Habían entrado en el final y Nico se preguntaba qué hacer. Sentía avecinarse la humillación de una derrota pública. Su enemigo tenía una línea de ataque muy sólida y parecía tener estudiadas todas las escapatorias, así como la manera de cerrarle el paso. Entonces miró de reojo los relojes. Disponía de diez minutos más que Toño, a quien tan sólo le restaban cinco. Resolvió que haría del tiempo su aliado y se las compuso para enredarlo con maniobras elusivas, como perseguir la dama blanca con un caballo que nunca podría atraparla, pero sí obligarla a efectuar dos o tres movimientos, con lo que iba arañando segundos a su favor.

—¡Jiuston, Jiuston, tenemos un problema! —radiaba Germán, exultante, arrancando ahogadas risillas.

Diana se aburría e, irreflexivamente, se sentó junto a su hermano, con su mascota de juguete: un Pluto que ladraba y hacía diversos movimientos merced a unos mandos. Nico, tras un movimiento de Toño, se dirigió al perro:

—¿Es buena ésa, Pluto?

Y accionando un mando bajo la mesa, hizo que Pluto sacudiera la cabeza y se tapara los ojos con las largas orejas.

Diana se echó a reír, sin entender la burla, y atrajo otras risas de los espectadores. Su hermano se creció. Movió su dama y preguntó de nuevo, con un retintín burlón:

—¿Es buena ésa, Pluto?

Pluto ladró de contento y sacudió el rabo.

Toño soltó un bufido de crispación. Abrió la boca para protestar, pero finalmente decidió ignorar la provocación. Quedaba un minuto para que la aguja de su reloj llegara al final. Debía concentrarse al máximo y buscar atajos para liquidar a Nico con un mate. Se lanzó a un ataque frontal.

—Jaque —murmuró Toño entre dientes.

—¿Es buena ésa, Pluto?

El perro negó moviendo la cabeza. Toño golpeó la mesa con el puño y Coral, indignada, le arrebató el juguete y sacó a Diana de allí. Su hijo avanzó el rey.

—¡Juego de manos, juego de villanos! —sentenció Germán.

—Jaque —repitió Toño entre dientes.

Pero estaba perdido: sólo le quedaban diez segundos. Los jaques continuaron, pero entre uno y otro (casi en lo que tardaba en ir la mano de la pieza al dispositivo del reloj), Nico arañaba preciosos instantes. La bandera de Toño cayó a las puertas del jaque definitivo y hubo una oleada de lamentos.

Toño lo fulminó con la mirada.

—Última vez que juegas conmigo, mocoso de mierda.

El chasquido metálico que produjo la silla contra el suelo al levantarse bruscamente el gallego resonó en medio de un tenso silencio. Al punto, pareció que iban a pelearse, pero Nico se limitó a esbozar una media sonrisa vanidosa y Toño, nada afecto a las grescas, refrenó sus ímpetus y se abrió paso entre los curiosos para dirigirse resueltamente a la salida. Lorenzo lo atrapó en la puerta, pero no logró retenerlo: Toño prefería estar solo e irse a su casa.

La digna y colérica retirada del gallego, después de esa partida electrizante, había impresionado tanto a los jóvenes como a los adultos. El ajedrecista hizo una seña a Nico para que lo acompañara a la sala de análisis para comentar la partida, y Coral y Diana fueron con ellos. En cuanto salieron de la sala principal, el silencio dio paso a una rugiente algarabía en la que unos y otros cambiaban impresiones y discutían la forma de jugar del recién llegado, su polémica celada y su más que polémica actitud. Contra la opinión mayoritaria, Laura defendió a Nicolás, alegando que había dado un gran espectáculo, que su diálogo con Pluto había sido francamente divertido, y, en cuanto a la celada, en todo caso era un error imputable al gallego, por caer en ella. Laura se sonrió al ver que su opinión había enardecido los ánimos y caldeado la controversia.

Dentro de la sala de análisis, el bullicioso parloteo llegaba tan confuso que apenas se entendía nada. Coral prefería no oír mentar el nombre de su hijo. Permanecían junto a la puerta.

—Así sólo vas a hacerte enemigos —le dijo su madre—. ¿Qué necesidad tenías de fastidiarle de esa forma? ¡Me has hecho pasar vergüenza!

Nicolás se encogió de hombros, displicente.

Julio terció en el asunto, dirigiéndose a Coral:

—Lo que le ha molestado al otro no ha sido tanto que Pluto opinara, como una maniobra poco limpia que ha hecho Nico, que llamamos celada. Consiste en regalarle una pieza al rival, fingiendo un despiste, para luego cobrársela caro.

—Es una jugada reglamentaria —protestó Nico.

—Es reglamentaria, de acuerdo, pero antideportiva. Demuestra falta de estilo. ¡Es más propia de un muevefichas que de un ajedrecista!

Poco convencido, Nico cabeceaba. Se sentaron para hablar con calma.

—Sé que te gusta jugar con celadas, no es la primera vez que lo observo. La celada es un arma que puede volverse contra ti: si tu rival ve que lo que le estás regalando es rabo de lechón, te lo comes tú.

Coral seguía disgustada y de brazos cruzados. No pensaba en el ajedrez, sino en actitudes. Sin embargo, entendía que Julio le estaba hablando precisamente de eso en otros términos.

—Entiendo —prosiguió el ajedrecista— que estás muy acostumbrado a jugar contra el ordenador, que no se cuestiona tus intenciones, ni si vas de farol. Pero las personas de carne y hueso juzgamos antes la intención que los actos.

—Eso es —corroboró ella—. A nadie le gusta que lo manejen.

—No intentes machacar ni humillar —prosiguió Julio—. Intenta sólo jugar de la mejor manera. Olvida las celadas. La cortesía es la claridad.

—De acuerdo —asintió el chico.

Laura llegó en ese momento, oteó el panorama y se dirigió a Nico:

—¿Juegas una?

Con la mirada consultó a su madre.

—Está bien —dijo ella—, pero sólo un rato. ¿Vas a hacer el tonto otra vez?

Un segundo después, les dejaron solos. Diana se quedó con ellos, distraída con su juguete.

—No sé —suspiró Coral—, preferiría que le hubiera dado por el Monopoly. ¡Es más pacífico!

—Espero que pronto juegue en equipo. Iremos poco a poco.

Desde allí oían la confusa algarabía y el arrastrar de sillas para tomar puestos. Nadie quería perderse la gran partida. Para la ocasión, estrenaron piezas y tablero nuevos. Pronto se hizo un silencio expectante. La derrota del gallego había calentado el ambiente y ahora Nico se enfrentaba a la única que ganaba al gallego: el pez grande que se come al pez gordo.

—¡Sopla, sopla, la parrilla está caliente! —proclamaba Germán.

Por su parte, Julio Omedas estaba dividido entre su deseo de presenciar la partida y el de quedarse a solas con Coral. La balanza se inclinó del lado sentimental.

—¿Quién era esa chica tan agradable? —se interesó Coral.

Le habló de su sobrina y de que para él era como una hija. Ella convino en que hacer de padre a ratos sin serlo realmente tenía todas las ventajas y ninguno de los inconvenientes, sobre todo si ella era una chica tan educada como parecía. Y se preguntó si Diana conservaría su dulzura y su buen carácter cuando tuviera la edad de Laura.

Con firmeza y resolución, Nicolás apuntaló sus peones en el centro, siguiendo una secuencia clásica de la apertura francesa. No estaba seguro de dominarla, pero era la única de la que tenía alguna noción. Laura deslizaba sus piezas con modales pausados, parecía disfrutar del puro contacto de las piezas nuevas, que se posaban en la madera con una textura algodonosa. Contrariamente a su costumbre, Nico aún no había pasado al ataque: estaba pendiente de la estrategia de su rival para responder en consonancia y tomar más adelante la iniciativa.

Mientras tanto, Julio y ella seguían conversando a escasos metros de la sala donde se disputaba la partida.

—¿Ya no compites? —inquirió Coral.

—En serio, no. Hace seis años que me desenganché. Se había convertido en una especie de adicción.

—Exageras.

—No, en absoluto. En pocos años pasé de ser un consumado jugador a un consumado fanático. Necesitaba ese subidón de adrenalina de los torneos, me apuntaba a todos. Es como una enfermedad. Siempre quieres más y nunca te conformas. Hasta que un mal día cometes un error y te desmoronas.

—Pero tú siempre quisiste ser un ganador. Solías… solías decir que querías llegar hasta Moscú, en medio de la perestroika, con todos los gastos pagados.

—Así era, entonces —asintió—. Ambicioso hasta lo cretino.

—A mí me gustaba tu ambición.

—¿En serio?

—Recuerdo cuando quedaste vencedor en Barcelona y fuimos a celebrarlo a aquella brasserie.

—¿Tú creías que yo iba a llegar lejos en esto? ¿Por eso te gustaba que fuera ambicioso?

El matiz burlón zahería a Coral, quien notaba que Julio trataba de banalizar el pasado y darle a entender que estaba vacunado contra sus halagos. Más bien le parecía una defensa.

—No, en realidad lo que me gustaba era verte feliz cuando ganabas un torneo. El número de copas que consiguieras me era indiferente, de veras. Me encantaba que fueras capaz de luchar por algo a lo que nadie daría la menor importancia.

—Cuando me conociste, en realidad ya sabía que estaba llegando al final del camino, pero trataba de impresionarte con unas cuantas copas de latón, como aquélla de Barcelona. Lo que no te dije es que si fui a aquel torneo es porque no pude clasificarme en otro que se disputaba al mismo tiempo en Gotinga. Ése era el bueno. ¿Sabes por qué no me clasifiqué? La imaginación no era mi lado fuerte. Por eso una vez me imaginé el futuro contigo.

Ella no rió la broma. Se estremeció como bajo un chorro de agua helada.

La apertura finalizó con el enroque; las pérdidas de contingente —lastres que se van soltando para ganar velocidad— eran equiparables: tres peones, alfil y caballo en Laura, y tres peones y el par de caballos en Nico. Elegante e imperturbable, la sobrina de Julio inició un lento y largo recorrido de su alfil en diagonal, seguido por los ojos de Nico, que parecían preguntarse dónde se detendría. Y no pareció gustarle nada dónde lo hizo. No porque advirtiera una amenaza difícil de neutralizar, sino porque sencillamente no comprendía la intención de ese movimiento.

—Eso ya no importa, Coral. —Omedas se sentía incómodo con ese tema e hizo un gesto de espantar una mosca—. Lo importante es que dejé de competir y que ahora puedo ir a ver las partidas de Linares sin sentirme como un ex alcohólico al que le plantan una botella de whisky encima de la mesa. Ahora estoy rehabilitado.

Hasta entonces, la partida había discurrido por un cauce coherente, como un desarrollo típico de la apertura francesa; de pronto, Nico no entendía el nuevo cuadro, estaba extraviado. Dedicó unos minutos a analizar el tablero con el alfil blanco de Laura como un eje, o un vértice, y no halló ninguna disposición cabal sobre la que ponerse en guardia.

—Hubo una época en que tenía que meterme las manos en los bolsillos para no mover las piezas de un tablero en que jugaban otros. Estaba resentido y me sentía un fracasado, porque nunca llegué a Moscú, con la perestroika. Yo quería llevarte conmigo a Moscú, en el transiberiano, en primera clase.

—Hubiera preferido el avión. Se hace más corto.

—Sí, pero los ajedrecistas aman los trenes. ¿Tú has visto jugar al ajedrez en algún avión?

—No, creo que no —admitió ella con un mohín.

—Pues ahí lo tienes.

Nico se concentró en seguir con su plan previo de inutilizar la dama enemiga, clavándola en c3. En los siguientes movimientos logró penetrar la primera línea de peones con su dama; Laura le dejaba hacer, tranquila. Algo raro pasaba ahí.

—Para mí nunca te estancaste. Creo que eres de esa clase de personas que siempre están evolucionando.

—¿Qué te hace pensar así?

—Sigues sin perder la capacidad de sorprenderme. Ahora te veo aquí, después de todos estos años, y veo que has sabido encontrar tu camino.

Nico escuchó cuchicheos alrededor. La dama blanca salió de su encerrona y, poco a poco, empezó a perfilarse un diagrama de tablero completamente diferente. Laura había cambiado la partida, modificando muy pocos elementos; a veces, moviendo un simple peón en apariencia intrascendente. Y ahora era ella quien lanzaba la ofensiva, desplegando una torre por el canal central, expedito, que ella llamaba «banda ancha». Al principio, él consideró que la amenaza no era tan fuerte, hasta que la dama blanca empezó a martillear el círculo defensivo de su rey, un ariete que iba socavando la puerta del castillo. Germán, alterado, asomaba entre el círculo la cabeza para dar el parte de la situación:

—¡Jaque machaquito se avecina por la cocina!

Nico miraba esa dama con ojos desorbitados. Maniobró durante unos minutos, como quien achica el agua de un barco que se hunde. Finalmente, recordó el consejo de Julio y claudicó antes de verse expuesto a un inminente mate. Intentó sonreír para disimular su bochorno.

—¡Mortal de necesidad! —clamó Germán, retorciéndose las manos.

Su derrota produjo murmullos de regocijo y sonrisas de satisfacción alrededor, como si, después de un período de caos e incertidumbre provocado por el recién llegado, que había removido de cabo a rabo el escalafón del club, todo hubiera vuelto al orden establecido y Laura hubiera puesto a aquel presuntuoso en su retablo.

Laura y Nicolás analizaron amistosamente la partida, y ella, haciendo gala de su insólita facilidad para entender el juego abierto, le señaló algunos movimientos que hubieran sido mucho más apropiados, tan sólo el inicio de combinaciones que no se molestaba en desarrollar más que su principio, como si fuera evidente adónde conducían. El chico hacía ímprobos esfuerzos para entender, al vuelo, adónde quería llevarle.

—¿Otra? —propuso ella.

Nicolás echó un vistazo afuera. El ajedrecista y su madre seguían charlando; podía ser que tuvieran para rato.

Disputaron cuatro más, de quince minutos cada una. La segunda fue una extraña siciliana en la que las piezas blancas de Nico parecían llevar la iniciativa, pero las negras volvieron a emprender un rumbo inesperado, creando constantes amenazas sobre las blancas en el flanco de dama. Él se defendió con dignidad, pero no pudo parar la avalancha de peones blancos que ella reservó para el final. En ésta y en las siguientes partidas que perdió, se dio cuenta de que no había visto venir el golpe. Los ataques de Laura a veces no eran tales, sino una táctica para desviarle a otros esquemas. Le gustaba cambiar el rumbo en medio de la partida. Escarmentado, se rindió.

—Me has dado una buena —admitió.

Ella le dirigió una sonrisa. Julio tomó asiento con ellos un momento.

—Ya ves —le dijo a Nico—. No eres tan bueno como crees.

—Es verdad —admitió—. ¿Tengo al menos cualidades para ser bueno?

—Algunas sí y algunas no, como suele pasar.

—¿Qué me falta?

—Visión.

Nico puso un gesto de no comprender.

—¿Qué es la visión? —preguntó a Laura.

—Visión es ver lo que no se ve —dijo ella.

Julio asintió, complacido.

—Pero yo creo que Nico sí tiene visión —dijo Laura.

—Es posible, pero tendrá que mejorarla.

Los chicos salieron a la terraza a tomar un refresco y charlar. Coral, encantada, los observaba de reojo.

—¿Qué hace una tía como tú en este club de tíos?

—Precisamente yo soy el sector femenino.

—Pues está muy bien representado.

Se sonreían con mutua simpatía.

—¿Vas a jugar en el torneo provincial? —preguntó ella, en serio.

—No lo sé. No me han dicho nada.

—Deberías apuntarte. Tienes nivel.

—Venga ya. ¿Has sentido que jugabas con alguien, al jugar conmigo?

—Claro, y me has hecho pasar un buen rato.

Nico imitó la voz disonante de Germán:

—¡Soy un patán del Kurdistán!

—¡Patán del Kurdistán! —Laura rió de nuevo.

Le parecía una expresión absurda y divertida.

—Es la máxima graduación. No merezco otra.

Ella le miró con simpatía.

—¿Qué escalafón sigue al patán del Kurdistán?

—Veamos. Tenemos al… zoquete de Alpedrete.

—¿Pardillo?

—De Valdemorillo.

—¿Capullo?

—Del Vaticano.

—¡Eso no rima! —se rió.

—Capullo del Vaticano.