Una de ellas era la felicidad sin límites que les daba la conciencia de estar vivos, lo que los franceses llaman la joie de vivre. Cada uno de los integrantes de la existencia humana —respirar, despertar o dormirse, correr, bailar y silbar, la comida y el vino, los animales e incluso los cuatro elementos— provocaba en ellos una alegría comparable a la de un animal muy joven, el éxtasis del potro que corre libremente por el prado. Contaban con el mismo fervor intenso el número de patos que volaban recortándose contra el sol, las horas que faltaban para un baile o sus últimas monedas en la mesa de juego, y se sumergían en la triste historia de amor de un amigo o en el estudio de un nuevo aparejo de pesca con la misma energía de quien se arroja al mar. Eran naturalmente expertos en manjares y vinos, pero masticaban con igual placer el pan negro que llevaban en los bolsillos para dar de comer a los caballos. Eran tranquilos y nada egocéntricos, pero irradiaban una alegría turbulenta, y el orgullo que les daba la conciencia de estar vivos hubiérase dicho casi vanagloria. Alimentados en la vida por alguna fuente oculta de energía, ellos alimentaban a su vez a quienes los rodeaban, y esto les hacía populares entre los jóvenes de su edad. Los hijos de la ley se enamoraron de los hijos del amor. Para sus amigos más obtusos de la nobleza, era agradable ver demostrado el principio de que la existencia es un privilegio. Como necesitaban que se les confirmase de vez en cuando esta convicción, no podían prescindir mucho tiempo de sus locos parientes del norte. Cuando, poco antes de la época en que da comienzo esta historia, se fundó el Jockey Club de Copenhague, a modo de un olimpo para los máximos privilegiados, en un principio se estableció que sólo podrían ser miembros los jóvenes de sangre noble sin mezcla, pero al percatarse los fundadores de que esa norma excluiría a los hermanos de Ballegaard, modificaron los estatutos. Muchos años después del final de nuestro cuento, un caballero viejo y calvo que, habiéndose enamorado de la segunda de las hermanas, Drude, permaneció soltero en su hermoso castillo durante cincuenta años, dijo a una joven de la familia, ahijada de Drude: «Desde que no hubo más Angel de Ballegaard entre nosotros, las grandes cacerías de otoño, los bailes de cazadores y las fiestas de Navidad en las casas de campo dejaron de ser lo que eran».

Es probable que la alegría de corazón de los jóvenes Angel se debiera sobre todo a su físico casi perfecto. Cada órgano de su cuerpo era impecable, y pocos corazones, pulmones, riñones o intestinos se hubieran encontrado en Dinamarca que igualaran a los suyos. Sus cinco sentidos estaban tan aguzados como los de un animal salvaje. Eran consumados bailarines, excelentes cazadores y pescadores; de sus antepasados tratantes habían heredado una relación particular con los caballos, y en sus monturas hacían pensar en centauros, incluso entre personas ayunas de conocimientos clásicos. El viento y la lluvia no hacían mella en ellos, y podían pasar una semana sin dormir, beber como cubas, dormir la borrachera como un oso en invierno y levantarse dispuestos y con el aliento tan fresco como el de un niño.

Eran guapos, además; el hermano mayor poseía una belleza casi ideal y a dos de las hermanas se las consideraba auténticas beldades. Las mujeres eran de estatura algo superior a lo corriente, y los hombres, si bien no muy altos, eran de proporciones perfectas. Todos tenían manos y pestañas largas, pies y dientes pequeños, los ojos muy separados y las caderas estrechas; sus movimientos eran ligeros, casi aéreos; sus párpados caían suavemente sobre los ojos, sombreando la parte superior del iris y dando una rara limpidez y profundidad a la mirada; eran ojos como los de un cachorro de león, en los que, a diferencia de los de una oveja, una cabra o una liebre, los párpados parecen tensados sobre el globo del ojo.

Cinco años antes, cuando la joven princesa Dagmar había ido a Rusia a contraer matrimonio con el zarevich Alejandro, el mayor de los Angel, que era oficial de la Guardia Real, fue nombrado escolta de la novia. Este nombramiento contrario a las normas y a la razón —ya que el joven no poseía nombre, rango ni fortuna— se atribuyó a su hermosura, como si la nación danesa, tras entregar un ejemplar exquisito de su feminidad, quisiera exponer a su poderoso vecino y aliado una bella muestra de su virilidad. Los oficiales de la Guardia Rusa recibieron instrucciones de entretener al invitado; el muchacho volvió a Copenhague como quien sale de un sueño. No es que no hubiera podido imaginar, por supuesto, un mundo como aquel de cacerías de osos, champán, música y zíngaras. Pero ahora que lo había visto en la realidad, a su alrededor, soberano y magníficamente tangible, no parecía capaz de desprenderse de él: deambulaba por la sociedad de Copenhague, siempre extraordinariamente bello, para unos un Tannhäuser venido del Venusberg de San Petersburgo, para otros un Münchhausen salido de las estepas siberianas. En la época en que transcurre esta historia estaba ausente de Dinamarca, en la escuela de caballería de St. Cyr.

El último rasgo distintivo de los herederos de Ballegaard era: que estaban condenados, que todos y cada uno de ellos estaban predestinados a la perdición. Suele ocurrir que cuando alguien muere joven sus amigos se dicen, extrañamente conmovidos: «Sabíamos que iba a terminar así». Y las más de las veces la sentencia de muerte sobre la joven cabeza, lejos de parecer una corona de espinas o una barrera que le separa del mundo, se ve como un halo multicolor, como la señal de un pacto especialmente íntimo con todas las cosas vivas y con la Vida misma. De igual modo, la premonición de un desastre rodeaba a los jóvenes Angel con un resplandor noble y gentil. La gente los trataba con especial amabilidad y deferencia; nadie, salvo las naturalezas bajas y mezquinas, envidiaba sus éxitos juveniles; era como si el mundo se dijera: «No durarán mucho». Más tarde, cuando se hubo consumado la predicción para todos los hermanos y hermanas, sus amigos los recordaban con admiración y tristeza: los más ancianos, que se sentían incómodos en su presencia y percibían algo ominoso en la atmósfera que los rodeaba, veían ahora confirmadas sus sospechas; habían visto a la diosa Némesis, y la visión los dejó anonadados.

Un viejo pintor y escultor que conocía paisajes y hombres de toda Europa fue una vez a Ballegaard a estudiar los pájaros y le presentaron a los hermanos y hermanas, aún pequeños. Los miró, quedó absorto en una profunda reflexión y por último observó, como hablando consigo mismo: «Esta linda camada de Ballegaard, en el curso de sus vidas, transgredirá la mayoría de nuestras leyes y mandamientos. Pero hay una ley que nunca incumplirán: la ley de la tragedia. Todos ellos la llevan escrita en sus corazones».

Hay otra pequeña particularidad de la familia que conviene mencionar: todos ellos soñaban vívidos y hermosos sueños. En cuanto se quedaban dormidos en sus camas sus mentes creaban vastos paisajes, piélagos profundos y animales y hombres extraños. Todos estaban demasiado bien educados para relatar sus sueños a extraños, pero entre ellos los contaban y discutían en detalle. La hermana mayor, la más alta de todos y la mejor caballista, dijo una vez a sus hijos, hacia el fin de su vida: «Cuando haya muerto podréis escribir en mi tumba: “Sus días fueron duros. Pero sus noches fueron gloriosas”».

Pero no nos adelantemos a los acontecimientos. En aquel momento de la temporada de Copenhague, el negro destino no se había cernido aún sobre nuestros jóvenes; sólo la hija mayor permanecía lejos, en una gran propiedad del oeste del país, en razón de su insólito matrimonio con un hombre rico que le doblaba con creces la edad. Los hijos más pequeños jugaban aún al escondite en las escaleras y las golfas de Ballegaard. El segundo hermano, Ib, que en aquel entonces tenía veintitrés años, y la segunda hermana, Drude, cuyo vigésimo cumpleaños coincidía con el equinoccio, frecuentaban los salones de baile de Copenhague.

El conde Aníbal, a quien habría gustado vivir rodeado de una gran familia, se condujo generosamente con los hijos de su hermana; en el castillo del conde se sentían como en su propia casa. Ib, que cuando murió su madre tenía doce años de edad, y a quien la pérdida había afectado mucho, se educó con su primo Leopoldo. En un principio la condesa Luisa había visto con inquietud aquella intimidad, porque era una ardiente partidaria de la pureza de la sangre en la alta sociedad. Pero también era una madre amorosa; cuando Leopoldo reclamó la presencia de Ib como compañero constante de estudios y juegos y Adelaida dijo no poder vivir sin Drude, y cuando se dio cuenta del agradable contraste que hacía la belleza rubia de Drude con la morena beldad de Adelaida, cedió y admitió benévolamente a sus sobrinos en su aristocrática vida familiar. A sus amigos les decía sonriente que los muchachos eran como hermanos; con sus hijos, su benevolencia hacia los niños huérfanos de madre adquiría a menudo tonalidades de tristeza; con Leopoldo en particular, que se parecía mucho a su hermosa madre y le tenía un gran afecto, solía comentar sombríamente la dudosa condición de los jóvenes Angel y el infeliz resultado que daban en general las uniones desiguales.

Durante la temporada Drude residía, como si dijéramos, oficialmente, en casa de su vieja tía Natalia, ex dama de compañía de la princesa Mariana, en el barrio de Rosenvaenget. Pero Adelaida rogaba e imploraba continuamente a su amiga que se quedase a dormir en la mansión de los von Galen, para que pudiera aconsejarla, antes del baile, lo que tenía que ponerse o cómo había de ir peinada, o para que la doncella ensayara un nuevo peinado espectacular en las trenzas de color de oro pálido de Drude; así, después del baile, las dos primas podían hacerse confidencias mientras se cepillaban el pelo y reírse juntas de sus admiradores o sus rivales. Aquel año las dos jóvenes eran consideradas las más hermosas de la temporada; los dos muchachos eran tan íntimos que los ingenios de su círculo les llamaban con un mismo nombre, creando así una figura mítica que combinaba la elegancia y el conocimiento del mundo con el talento libre y original. Los cuatro jóvenes navegaban en la cresta de la ola; en las fiestas y diversiones de Copenhague eran el blanco de todos los ojos, y daban una imagen de la más perfecta amistad.

Pero Ib no era feliz, porque el amor por su prima Adelaida le consumía el corazón.

Con frecuencia se preguntaba cómo era posible que, llevando una daga hundida en el corazón, uno pudiera sentirse apuñalado de nuevo veinte veces al día. Cómo era posible, se preguntaba, que una imagen siempre presente se apareciese de nuevo cada hora, obsesiva, con los ojos negros y los blancos dientes, terrible como un ejército con las banderas desplegadas al viento.

Ella estaba absolutamente fuera de su alcance, sin esperanza. No necesitaba el juicio de la sociedad para aceptar el hecho; lo había aceptado por sí solo, desde un principio. Nada había en él de iconoclasta. La imagen de Adelaida en un ambiente menos brillante que aquel en el que había nacido le resultaba repulsiva, insoportable; no quería pensarlo, y aún más horror le inspiraba la idea de que él pudiera ser la causa de semejante ofensa a la naturaleza. Una vez oyó a Adelaida y a sus amigas que discutían en el gabinete de costura, y una de ellas sostenía la teoría de que el efecto más triste de un hipotético matrimonio con un plebeyo sería la desaparición de la corona bordada en el pañuelo. Él no las había contradicho: en el fondo estaba de acuerdo con ellas. La imagen de Adelaida, desde sus cabellos oscuros adornados con flores hasta su piececito calzado con un escarpín de seda, debía incluir el pañuelo con la corona bordada en la punta de sus gráciles dedos.

Como en todos los de su sangre, en él la naturaleza física y la mental eran una misma cosa, y el deseo por ella le consumía el joven cuerpo. Su sangre pertenecía por entero a Adelaida. De ella eran sus brazos y sus entrañas; la fiebre de su pasión le devoraba ojos, labios, paladar y lengua. Y sin embargo, en su existencia había horas de inefable dulzura; cuando ella fijaba sus ojos sonrientes, medio cerrados, en él; la tarde en que le permitió abrocharle el botón del guante; cuando le dijo que el mundo entero le provocaba un aburrimiento mortal; el momento en que, bostezando, posó la cara en su hombro.

Finalmente, el último otoño Ib pidió una semana de permiso y se había ido a su casa, a Ballegaard. Sentado con su padre hablaron de cosas y casos auténticos y reales; visitó a personas que había conocido en su infancia y que recordaban a su madre, y les oyó decir cómo habían tratado siempre de ahorrarle penas y disgustos. Una tarde de lluvia y tormenta fue hasta la tumba de su madre, acompañado de un viejo perro suyo que había enloquecido de alegría al volverle a ver; allí se le ocurrió la idea. Abandonaría el país para alistarse en el ejército francés, que parecía estar a punto de entrar en guerra con Alemania. Encontró el proyecto más fácil de poner en práctica de lo que había esperado, y pensó que aquélla era la primera cosa afortunada que le sucediera en mucho tiempo. Pero cuando pidió el permiso, se lo denegaron. En la situación actual el gobierno danés se veía obligado a mantener la más estricta neutralidad, en contra incluso del sentir del pueblo. El alistamiento como voluntario de un oficial danés en el ejército de Francia, en un momento en que la guerra francoprusiana parecía inevitable, habría sido visto por los prusianos como una violación de la neutralidad, que podía tener consecuencias gravísimas.

Durante un día entero una dulce y ponzoñosa tentación rondó por la cabeza de Ib. Había hecho todo lo posible: ahora podía quedarse en casa y ver a Adelaida como antes. Pero por la noche gritó: «Vade retro!». No iba a consentir que Ib Angel se convirtiera en un molusco. Ni menos aún que la inocente Adelaida adoptase las formas de una Calipso cualquiera. Además, en Ballegaard había tomado una decisión: se daría de baja en el ejército y sería libre de ir a donde quisiera.

Este paso significaba que, en el futuro, no podría regresar a Dinamarca. No le preocupaba mucho; no tenía intención de volver. Mientras hacía sus preparativos, el pasado y el futuro se le aparecieron como bañados por una luz extraña.

Con objeto de ocupar sus horas durante ese período, adquirió una costumbre para él nueva: se dedicó a hacer visitas y a asistir a las recepciones de las damas más linajudas de Copenhague. Sólo él sabía que sus visitas eran en realidad de despedida de su existencia en Copenhague, como expresión de gratitud o de remordimiento. Viejas anfitrionas, observando el cambio operado en el muchacho, al que hasta entonces tenían por un joven aturdido, se sonreían de su conversación social y en su fuero interno le reservaban para alguna sobrina-nieta con muchas hermanas. Sus jóvenes amigos seguían la transformación con comentarios jocosos, y le creían a la caza de una heredera.

En su elegante peregrinaje aprendió a sostener a un tiempo la espada, la gorra con los guantes blancos y la taza de té, y hubiérase dicho un manso animal domesticado, de grandes garras aterciopeladas, haciendo pacientemente y a conciencia su número en el circo. En los salones se tropezaba a veces con Adelaida, vigilada por su hermosa y dominante madre, y entre la charla general de los grupos le llegaba su risa y su voz, baja y dulce. Era al tiempo la felicidad y la agonía, pero en todo caso más lo primero que lo segundo, ya que de lo contrario no habría seguido haciendo visitas. De un modo extraño y vago le hacía bien saber que otros contemplaban las facciones y el cuerpo de ella con la misma obsesión apasionada que él, y sentirse seguro, por un corto espacio de tiempo, de que no estaba loco. En ocasiones, mientras iba a sus visitas se cruzaba con ella por la calle, en la carroza de su padre y con Drude a su lado, dedicadas activamente al rito místico de dejar la tarjeta de visita, honor que una noble casa rendía a otra por mediación de las jóvenes de la familia que se desplazaban en sus carrozas tiradas por troncos de caballos, con cocheros y lacayos, sin que las muchachas, por así decir invisibles, pusieran jamás el pie fuera de la carroza. En estas ocasiones Adelaida le sonreía secretamente, y a veces incluso le enviaba un pequeño beso rápido, secreto también, invisible como ella.

En los salones la contemplaba rodeada de un cortejo de admiradores, pero eso le tenía sin cuidado. En su amor por ella había una especie de dignidad que rechazaba los celos: sabía que su pasión era de calidad distinta a la de los otros hombres.

Hacia finales de la temporada Ib se convirtió inesperadamente en el héroe del día en Copenhague. Una mañana, después de una noche alegre y animada, se batió en duelo a sable con el agregado militar en Suecia y Noruega, y por ambas partes hubo derramamiento de sangre, aunque en cantidades modestas. Los duelos estaban prohibidos e Ib fue condenado a una semana de arresto en el cuartel. No lamentó retirarse del mundo por un tiempo; no estaba orgulloso de su hazaña, porque ni él mismo, ni Leopoldo, que le había apadrinado, ni su adversario recordaban bien cómo se había iniciado la disputa. Al salir de su reclusión se encontró con que la sociedad de Copenhague, imposibilitada de obtener información de los protagonistas, había inventado y hecho circular toda una serie de versiones, a cual más emocionante y descabellada.

Una anciana señora de la alta sociedad recibía los viernes.

En la plaza frente a su casa había una larga hilera de carruajes; uno tras otro cruzaban la puerta para dar la vuelta al patio y salir de nuevo, dejando sitio al siguiente en la cola. La primavera se sentía en el aire, pese a un vientecillo helado que soplaba por las calles y hacía volar trozos de papel y briznas de paja. El cielo era de un color azul pálido, con blancas nubes ligeras; cuando las señoras habían salido de las carrozas, los estólidos cocheros se lo quedaban mirando. En el espacioso recibidor de la casa hacía calor; había macetas con adelfas en la amplia escalinata que llevaba al salón, y un olor a incienso quemado, especialidad de la casa, cuyo aroma evocaría aún muchos años después la idea de una Arcadia feliz a los invitados que ahora subían y bajaban la escalinata. La propia escalera se había convertido en una sala de recepción, animada por los saludos y el frufrú de las faldas de seda y, de vez en cuando, el chocar de las espuelas.

Las reuniones mundanas de aquella época se diferenciaban de las de épocas posteriores en que a ellas asistían personas de todas las generaciones. Lindas adolescentes de ojos vivarachos avanzaban como jóvenes cisnes a la zaga de las cisnes madres, más pesadas, y caballeros canosos o calvos besaban la mano de jóvenes casadas y decían cosas amables a las debutantes. Damas muy ancianas, a quienes los años habían hecho pequeñas y ligeras como muñecas, exhibían su ingenio y su encanto ante adolescentes tímidos o jóvenes ambiciosos, sabedoras de la moraleja de aquel cuento de hadas en el cual el héroe, cuando se le concede un deseo, pide la amistad de todas las viejas. La amplia diversidad de edades presentes en la reunión compensaba la uniformidad de clase social y de ideas.

Ib subió las escaleras en compañía de su primo Leopoldo. Los dos jóvenes venían discutiendo desde la calle sobre una cena que el regimiento de Ib proyectaba ofrecer a una linda cantante francesa de gira en Copenhague. Pero el tiempo primaveral se deslizó en el corazón de Ib, causándole un dolor repentino y sordo. Vio que las sombras azules de los árboles sobre el pavimento habían cambiado, que la delicada retícula de las ramas se hacía más densa al hincharse los brotes. En el campo, pensó, las fárfaras habrían florecido al borde de los caminos, los sembrados, de un castaño claro en el aire ligero, estarían siendo rastrillados, y la nube de polvo que levantaba la grada —frío y áspero, con partículas de estiércol— se introduciría en la boca y en los ojos. Se oiría cantar a la alondra. Perdió interés en la cena y permaneció callado.

En el vestíbulo los jóvenes se detuvieron un momento a contemplar a una madura beldad que, arreglándose los pliegues de la mantilla frente al espejo, comentó: «Los espejos ya no son lo que eran», y desapareció por la puerta.

En la antesala un pequeño grupo, que rodeaba a la mujer del embajador de Dinamarca en París, de vacaciones en Copenhague, discutía las probabilidades de que estallase la guerra entre Francia y Alemania:

—Pero ¿podemos estar seguros de Italia? —preguntó a la señora un viejo cortesano.

La embajadora soltó una carcajada, que hubiérase dicho francesa, y exclamó:

—Amigo mío, ¿de qué estáis hablando? El conde Nigra es uno de los admiradores más fervientes de la emperatriz.

En el salón rojo que venía a continuación se hallaba la anciana señora de la casa, junto a la chimenea y el samovar, dando conversación a un viejo príncipe de la Casa Real; cuando vio a Ib le llamó a su lado con un rápido parpadeo y le retuvo allí detrás de una taza de té, reservándolo para más adelante.

En el hueco de la ventana se habían congregado varias damas en torno a un señor bajito, pintor famoso en toda Europa. Este artista había declarado en una ocasión que la grandeza artística no era sino el grado más alto de la amabilidad, y esta teoría podía muy bien aplicarse a su propio arte, que se inspiraba en el placer de absorber y expresar la belleza del mundo visible. Como parecía incongruente que un hombre tan brillante tuviera una cara pequeña, sonrosada y redonda como la luna llena, sin cabellos, rasgos o expresión que se distinguieran en nada, todo ello parecido a las nalgas de un niño, sus discípulos, que lo idolatraban, concibieron la teoría de que se había producido un desplazamiento en su anatomía, y en el otro lugar se encontraba ahora un rostro altamente expresivo. La sociedad le festejaba pero le temía, porque a veces se quedaba contemplando fijamente las facciones o la figura de una dama sin decir una sola palabra, hasta que la contemplada se sentía como si estuviera desnuda; otras veces, cuando se enfrascaba en un tema era capaz de hablar durante horas sin pausa ni descanso.

En aquel momento el tema de discusión del grupo era el progreso. La idea de la evolución estaba en el aire: el profesor Darwin había hecho vibrar la atmósfera de Inglaterra, y las ondas habían cruzado el mar del Norte. La nobleza danesa se sentía inquieta e intrigada por esta doctrina —escandalizada por la hipótesis de que los antepasados no hubieran sido mejores que uno mismo, atraídos por la aseveración de que ocupar un alto rango en el universo era prueba suficiente de la idoneidad del ocupante.

—Estoy de acuerdo contigo, Eulalia querida —decía el artista, hablando como siempre muy despacio, con su vocecita cascada y una sucesión de pequeñas muecas para compensar su falta de expresión—. El mundo progresa; todos progresamos y dentro de cien años estaremos más cerca que ahora de la perfección. Sin embargo, te aseguro que mientras vamos avanzando y mejorando tan alegremente en todos los aspectos, algunas pequeñas características de nuestra naturaleza alcanzarán, por así decir solas, la cumbre de la perfección antes de desprenderse y desaparecer para siempre. Hay una parte de nuestro cuerpo que en este mismo momento ha llegado al punto culminante de la perfección, y está en vías de convertirse en un rudimento. Es posible que con el tiempo podamos presenciar milagrosos avances científicos y sociales, pero nunca volveremos a ver una asamblea de narices igual a la que vemos aquí, en torno a nosotros. No hay una sola de ellas que no haya necesitado quinientos años para modelarse. Uno comprende, en este salón, que la nariz es el ápice de la entera persona humana y que la verdadera misión de nuestras piernas, pulmones y corazón es transportar nuestra nariz.

Una linda dama del grupo, observando la diminuta nariz del que hablaba, dejó escapar una risita y, avergonzada, se cubrió la boca con el pañuelo.

—Los antílopes y las gacelas tienen hocicos —prosiguió el artista, sin inmutarse— y las panteras y los zorros también ¡Y los picos, querida, los picos! Ahí están los picos del águila y de la cacatúa, pequeños y fuertes, los picos de la lechuza, casi ocultos en la suave pelusa del buche, los picos de los pelícanos, con prominentes bolsas debajo de ellos, y los largos picos de las gentiles, inquisitivas becadas.

»Contemplad, ahora, la nariz de nuestra eminente anfitriona. Ninguna hay más delicada o de mayor refinamiento en todo Copenhague; con su olfato es capaz de detectar cualquier cosa con la precisión de un sismógrafo. Al propio tiempo posee la fuerza de la trompa del elefante, que iza los troncos más pesados de la jungla. Ha izado hasta la barbilla el imponente busto de la dama, revestido de terciopelo púrpura, y allí lo retiene. Puede alzar al más oscuro de nosotros, si quiere, hasta el resplandor de la vida social; o, Dios nos asista, si desaprueba el olor de nuestros cuerpos puede arrebatarnos de los brillantes suelos de su casa, zarandearnos y dejarnos caer en el abismo de las tinieblas sociales. Y todo el tiempo —concluyó— noblemente inmóvil.

—Pero ¿es posible —preguntó una corpulenta dama, ataviada con un magnífico vestido de color magenta— que nuestras buenas narices acaben desprendiéndose como las hojas en otoño? Yo siento la mía bastante bien adherida —se tocó pensativamente la nariz con un dedo corto y regordete.

—Puede parecerlo —dijo el anciano—. Pero dejar caer una nariz es cosa fácil, como pueden confirmar los polichinelas de todos los tiempos. ¿Qué otra parte de su anatomía ha considerado la humanidad más móvil que ésta?

—Querido maestro —dijo una señora delgada, vestida de gris—, me habéis hecho sentirme siniestra, como una especie de loba merodeando, en el alba de la civilización, con el hocico de un carnívoro de las edades oscuras del pasado. Vuestra descripción de las narices no puede decirse que sea muy halagüeña.

—Pretendía serlo —dijo el viejo artista tristemente—. Sólo que, como todos sabéis, me manejo muy mal con las palabras. Si hubiera tenido aquí mi pincel, habría tocado con él las puntas de vuestras delicadas narices y en un momento me habría hecho entender perfectamente. Pero permitidme que os diga, con mis pobres palabras, que los cinco sentidos, y entre ellos el olfato, ocupan desde luego un lugar prominente, constituyen el savoir vivre de los animales salvajes y del hombre primitivo. Cuando el progreso aporta a esos inocentes la bendición de un poco de seguridad y comodidad, y con ello una pizca de educación, husmear las cosas se convierte en un gesto extravagante, las narices se deterioran y se embotan, y lo propio hacen las buenas maneras. Nuestros animales domésticos, que se utilizan para el progreso de la civilización y por ello reciben un sustento y un poco de educación, han perdido la agudeza de los sentidos, y en nuestras pocilgas y gallineros los modales escasean. En nuestra civilización las clases medias han conseguido seguridad y un poco de educación, ¿y dónde, queridas, están ahora sus narices? Para ellas el término «oler» ha adquirido incluso connotaciones inconvenientes. Sólo elevándose hasta nuestro exaltado nivel social se encuentra de nuevo la agudeza de los sentidos y el savoir vivre. Porque, ¿cuál es el fin de toda educación superior? Recuperar la ingenuidad. Por ello, también entre nuestros animales domésticos el que más se acerca al animal salvaje es el que ha recibido la mejor crianza y educación: el purasangre, nuestra édition de luxe del caballo.

»Mirad ahora —prosiguió— a aquella rubia casi luminosa del traje de terciopelo verde oliva que está hablando con el conde Leopoldo. Sus rodillas y sus muslos, y la hermosa espalda, expresan su naturaleza con la máxima franqueza y candidez. Pero ¿no está en su nariz el verdadero ápice de todo ello? Viva, pícara, valientemente respingona, de ventanillas casi circulares, su origen se remonta directamente al perfil osado y leal de la mula árabe. No decepcionará a su jinete. Pero habrá que buscar muy bien para encontrar un caballero digno de ella.

—Es Drude Angel —dijo una señora que llevaba un bisoñé—. La prima de Leopoldo y Adelaida. Esta temporada se ha comentado mucho si es ella la más hermosa, o Adelaida. Y es una de los hermanos Angel, a quienes una vez, en Ballegaard, predijisteis un futuro trágico.

Al oír esto el viejo artista posó en la joven una mirada larga y profunda, y no volvió a mencionarla.

—Me parece que en esta competición —dijo la dama corpulenta, alzando sus impertinentes— el conde Leopoldo favorece a su prima.

—¡Ah, la tragedia! —dijo una señora, tomando una taza de té que le ofrecía el criado. Era un poco dura de oído, y como suelen hacer estas personas tenía la costumbre de retener una determinada palabra de la conversación, y referirse a ella cuando los demás hablaban ya de otras cosas—. ¿Quién de nosotros se libra de la tragedia? Cuando subía a la carroza para venir aquí me han entregado un telegrama que me anunciaba que mi pobre sobrina de Lolland ha dado a luz a su novena hija. Las tragedias del escenario no son ni la mitad de dolorosas que las de la vida real. Ahora la desgraciada Ana —todos conocéis a su marido— tendrá que interpretar un décimo acto y quedarse embarazada otra vez.

—No olvides, Carlota —dijo la dama delgada con tono de reprobación—, que la tragedia es consecuencia de la caída del hombre, y por ello no es posible eludirla con facilidad. Nuestros tataranietos tendrán muchas cosas que nosotros no tenemos, pero tampoco podrán abrigar la esperanza de que la existencia humana no esté dominada por la tragedia.

—¡Ay, no! —dijo la dama dura de oído.

—¡Ay, sí! —rebatió el artista—. Será fácil acabar con la tragedia, casi tan fácil como acabar con la nariz. Si cierro los ojos —prosiguió, y cerró efectivamente los ojitos sin pestañas—, veo ante mí, dentro de cien años, una reunión como ésta, de vuestros tataranietos. Serán personas muy gentiles, justamente orgullosas de sus grandes logros en el campo de la ciencia y el bienestar social y, excepto por sus narices, de aspecto muy agradable. Serán capaces de volar hasta la Luna. Pero ninguno de ellos, así le ahorquen, será capaz de escribir una tragedia.

»Porque la tragedia —continuó—, lejos de ser consecuencia de la caída del hombre, es, por el contrario, el remedio que el hombre ha encontrado contra la sordidez y el aburrimiento resultantes de esa caída. Expulsado de la gloria y el gozo celestiales y arrojado a la necesidad y a la rutina, en un esfuerzo supremo de su humanidad el hombre creó la tragedia. Qué agradable sorpresa debió de sentir el Creador. “Esta criatura”, exclamó quizás, “merecía desde luego ser creada. He hecho bien en crearla, porque podrá hacer cosas para Mí que Yo sin ella no habría podido hacer”.

—¡Válgame Dios! —exclamó la dama corpulenta—, ¡qué misterioso estáis! ¿O es místico? Nunca he sido capaz de distinguir entre las dos palabras. Nos haríais un favor si os expresaseis en términos más sencillos. Cuando era joven yo creaba una sensación al entrar en las salas de baile, y esta última temporada, Dios me asista, con la ayuda de varias especias raras he creado la receta de una salsa cumberland. Pero ¿cómo se crea una tragedia?

El viejo permaneció sentado un rato en silencio, moviéndose un poco en la silla como si, según la teoría de sus discípulos, se estuviera rascando suave y pensativamente la frente.

—No sé responder a eso directamente —dijo al fin—, y por ello os responderé con un acertijo.

»¿Qué es lo que el hombre no posee, y no aceptaría en modo alguno si se le ofreciera, y sin embargo es objeto de su adoración y deseo? El divino busto de la mujer, señoras.

»¿Y qué es —volvió a preguntar— lo que el viejo profesor Sivertsen no posee, y no aceptaría si se le ofreciera, y sin embargo considera el atributo más pintoresco del ser humano? ¿Qué es lo que él estima una cosa absurda y grotesca, algo ridículo de llevar consigo en la vida, y al propio tiempo es la rara especia con cuya ayuda se crea la tragedia? Os daré la respuesta como la queréis, en términos sencillos. Se llama honor, señoras, la idea del honor.

»Todas las tragedias —dijo lentamente—, desde Fedra y Antígona hasta Kabale und Liebe y Hernani, y la que vimos el otro día, María Estuardo en Escocia, de un joven y prometedor autor noruego, se fundamentan en la idea del honor. La idea del honor no rescata a la humanidad del sufrimiento, pero le permite escribir una tragedia. Una edad que pueda probar que todas las heridas de un héroe en el campo de batalla son igualmente dolorosas, sea en el pecho o en la parte trasera, podrá dar grandes científicos y economistas pero no podrá escribir una tragedia.

»Estas personas tan gentiles, vuestros tataranietos —continuó—, cuando dentro de cien años se reúnan a tomar el té podrán tener problemas, pero no tendrán tragedias. Tendrán deudas, problemática cosa, pero no deudas de honor, de vida o de muerte. Habrá suicidios, problemática cosa, pero el harakiri se habrá olvidado, o hará sonreír. Pero serán capaces de ir volando hasta la Luna. Se sentarán en torno a la mesita de té y discutirán de los vuelos a la Luna y el precio de los billetes.

Permaneció callado un instante, y luego retomó el hilo de su discurso, gravemente.

—Yo soy un artista —dijo— y no voy a cambiar la idea del honor por un billete de ida y vuelta a la Luna. Yo, que soy el único miembro de la alta sociedad que no tiene nariz —dirigió una mirada a la señora que se había reído cuando empezó a hablar de narices, una mirada que sus discípulos conocían tan bien que incluso le habían dado un nombre, «Jehová sacando la lengua»—, puedo hablar de narices con conocimiento de causa, porque, al ser un artista, soy la nariz de la sociedad. Doy gracias a Dios de que las personas cuyos retratos pinto tengan aún nariz en sus caras. Yo soy un artista, no tengo honor, pero aun así puedo hablar del honor con conocimiento de causa. En el Paraíso la idea del honor no existía (aquello de que «y se dieron cuenta de que estaban desnudos» vino después, y para un artista no habría sido en absoluto una visión objetable). Y doy gracias a Dios de que las personas cuyos retratos pinto tengan aún en sus corazones la idea del honor, por la cual se creó la tragedia.

»O, si ello no fuera así —concluyó al fin su larga disertación, con la voz delgada y plañidera de un niño que se dirige a sus mayores (para entonces dos de las señoras que le rodeaban se habían levantado con una sonrisa, dirigiéndose a otro grupo)—, ¿dónde, si no, iba yo a obtener el color negro para mis cuadros? ¿El noir d’ivoire, el noir de fumée, el maravilloso, profundo noir de pêche? Mirad mi última naturaleza muerta, el cuadro más hermoso que he pintado jamás —para él su último cuadro era siempre el más hermoso que había pintado jamás—, y decidme si me habría sido posible pintar el negro del caparazón de la langosta, entre el carmesí y el escarlata, o entre el gris verdoso de mis ostras, si no hubiera visto a la tragedia constantemente en torno a mí.

En aquel momento la anfitriona, que entretanto se había despedido del príncipe, dejó en libertad a Ib y le sirvió el té. Siempre le había gustado el muchacho y, además, le habían contado que el diplomático adversario del joven había hecho una observación sobre su propia figura; aun así, pensó, no debía permitir que las extravagancias de Ib quedasen sin castigo.

—Éste es un joven amigo mío —dijo a otros amigos, más respetables, que la rodeaban— que hace penitencia por sus delitos de sangre viniendo a ver a una vieja gorda. Pero ¿no tenía que haber pensado en la reputación de la dama? Cuando le he visto entrar por la puerta me ha dado un salto el corazón. Dime, Ib Angel, ¿cuándo viste por última vez salir el sol sin verlo doble?

—Lo vi salir respetablemente solo esta mañana, tía Alvilda —respondió, dirigiéndose a ella con el tratamiento habitual en los círculos de la nobleza para las amigas de la madre o de la abuela—, mientras hacía saltar a Bella en el picadero —Bella era la yegua de la nieta de la anciana señora, que él había prometido ejercitar mientras su joven dueña estaba en París en viaje de novios.

»Le hice saltar el muro de piedra cinco veces —prosiguió— y lo hizo espléndidamente bien porque yo pensaba en ti todo el tiempo, y en la imaginación te llevaba conmigo en la silla. Creo que se merece un terrón de azúcar de tu propia mano, si quieres hacernos este honor a mí y a ella.

La vieja dama le tendió el terrón de azúcar con dos dedos, y él le besó la mano. En su juventud había sido la mejor amazona del país; ahora el contacto de unos labios jóvenes en sus dedos era como el contacto de los belfos de un caballo, amado y perdido hacía mucho tiempo. Por un momento sintió que, en medio del bullicio del salón, ella y aquel muchacho se pertenecían el uno al otro, y exhaló un ligero suspiro, deseando haber sido la causa del duelo.

El oído de Ib captó en aquel momento el bien conocido frufrú de unas faldas, y la agitación en la sala que solía acompañarlo. Adelaida, esbelta como un junco en su nuevo vestido de seda a rayas marrones y blancas, con caireles y alamares, y tocada con un sencillo sombrerito adornado con plumas de avestruz, acababa de entrar en la habitación acompañada de su madre, magnífica en su vestido malva, con crinolinas y una cofia de encaje. En esta época el arte de la tapicería había llegado casi a la perfección y se había convertido un poco en la manía del mundo elegante; todas las ricas y simétricas curvas de los sofás, sillas y sillones estaban cubiertas de sedas y satenes, y las señoras vestían de modo que se pareciera lo más posible a las piezas maestras de aquel arte. Los ojos de Adelaida relucían; el aire fresco había hecho aparecer dos rosas en sus mejillas. Dos emociones opuestas e igualmente intensas la poseían: el triste presagio del final de la temporada y la embriagadora conciencia de la proximidad de la primavera.

Las corrientes que agitaban el salón vacilaron y se desviaron ligeramente a su llegada. Un minuto después de haberse inclinado ante la dueña de la casa —las jóvenes de la nobleza hacían la reverencia a las señoras casadas, honrando así tan claramente su sexo y su clase que las jóvenes de la burguesía suspiraban al verlo y hubiesen querido que los hábitos sociales les permitieran a ellas hacer lo mismo— se encontraba en el centro de una alegre charla general acerca del último baile y el próximo, y el estreno de un nuevo ballet en el Teatro Real.

Ib se retiró al hueco de la ventana para contemplarla. La visión de la felicidad de ella le llenó el corazón de una felicidad igual y al propio tiempo distinta —la melodía en tono mayor de una joven mente femenina se repetía en la masculina en tono menor—. Adelaida llevaba prendido al pecho un ramillete de violetas, y él pensó que era maravilloso que unas pocas flores esparcieran su fragancia por toda la habitación. Después de haberla contemplado un rato se dirigió hacia la puerta, como era su costumbre aquellos días. Adelaida se había dado cuenta de esta peculiar maniobra y la comentó con Drude.

—Ib se da aires —observó—. En cuanto ve a alguien conocido en una fiesta se va, para demostrar que la suerte del ejército real reposa sobre sus hombros.

Hoy no iba a dejar impune tanta presunción. Cuando pasaba junto a ella le habló en tono ligero, por encima del hombro:

—¡Qué suerte encontrarte, Ib! —dijo—. Quisiera que me recogieses un paquete en la aduana. ¡Mis largos guantes de París para el baile del lunes! ¡Es importante!

Cerca de la puerta Ib fue retenido por un grupo de ancianos caballeros, animados por los refrescos más espirituosos que se servían en la reunión, y una alta figura en uniforme rojo, con la cara y el bigote igualmente encarnados, le agarró literalmente por el cuello.

—¡Hombre, el valiente Ib! —gritó el hombrón—. ¿Cómo te va, matamoros? ¿Buscando un padrino para el próximo lance? Te ofrezco —prosiguió, golpeándose el ancho pecho cubierto de medallas— el pecho de un amigo verdadero, en defensa del honor de Mademoiselle Fifí.

Ib quería irse a casa con la imagen de Adelaida en la mente, y le molestaba que le retuvieran. Recordó que aquel alto oficial tenía la reputación, en la mesa de juego, de mirar a hurtadillas las cartas del contrario.

—Allí no había ninguna Mademoiselle Fifí, tío Joachim —respondió—, pero pintaban corazones. Von Rosen no había llevado la cuenta de los triunfos y cuando fallé su as de picas gritó que era imposible que aún quedasen triunfos, y tuve que decirle que había escondido el pequeño corazón entre los diamantes. Curiosamente, esto le irritó mucho.

El gigante vaciló un poco como si hubiera recibido un empujón, e Ib, dándose cuenta de que aquélla era quizás la última vez que veía a su viejo amigo, lamentó un poco haberle ofendido.

—Pero es posible que necesite aún tus buenos oficios, tío Joachim —dijo—. Cuando desenvainamos los sables me sentí algo mal, y la próxima vez me gustaría tener conmigo a un hombre que nunca en su vida ha sentido miedo.

El colorado caballero, que no había oído ni una palabra de lo que dijera Ib, sino que se balanceaba por otras razones, soltó una carcajada.

—¡Oh! —gritó—, ¿quién no ha sentido miedo en su vida? —dio un vistazo alrededor para asegurarse de que ninguna señora le estaba escuchando—. Cuando tenía tu edad, en la guarnición de Rendsburg, agarré ladillas y la dirección del hospital me hizo afeitar. ¡Aquella vez sí tuve miedo!

El joven rió el chiste del anciano y bajó las escaleras, saliendo al aire libre.

A la mañana siguiente Ib se personó en la mansión von Galen con los largos guantes de Adelaida escondidos debajo del capote, porque a los oficiales les estaba prohibido llevar paquetes. En el portal charló un poco con el viejo portero, que le conocía de toda la vida y sentía debilidad por él, como por un inteligente hijo ilegítimo de la casa. Subiendo por las escaleras que llevaban al primer piso intercambió algunas observaciones con el canoso mayordomo, que tenía hacia él una actitud muy parecida y que le dijo que encontraría a las dos jóvenes damas en el gabinete particular de la condesa Adelaida.

En la galería, frente a la puerta de la habitación, flotaba un aroma especial, el del perfume de Adelaida, «Violetas de Parma». De la habitación llegaba el rumor de voces y risas. Ib se detuvo un instante para escucharlo, e hizo girar el pomo de la puerta.

En el umbral del gabinete de Adelaida, tapizado de seda de color azul pálido, vio una escena cuyo recuerdo, el más dulce de todos, le acompañaría el resto de su vida. Los dos seres que más amaba en el mundo estaban juntos, formando un grupo alegre y juguetón, y muy probablemente, en aquella mañana de primavera, en el cenit triunfante de su belleza virginal.

Las dos jóvenes estaban apoyadas espalda contra espalda, erguidas como granaderos, los senos desafiantes proyectados hacia delante, las caras algo torcidas en un esfuerzo para mirar de soslayo el espejo de la pared, con objeto de comparar sus estaturas. En esta postura, toda la rígida estructura del corsé de ballenas, los volantes y las cintas de la espalda, debajo del talle, se habían desplazado y estaban aplastados, formando una curiosa silueta. Por encima del talle los torsos surgían increíblemente esbeltos, ya que no en vano la corsetera particular de la condesa Luisa la había convencido cinco años antes de que debía encorsetar firmemente a las dos jóvenes hasta las axilas, porque de lo contrario corrían el peligro de que sus órganos internos se desarrollaran excesivamente. Las facciones de las dos primas eran solemnes y graves, pero el pecho y la garganta se agitaban con una cascada de risas contenidas. Con el rabillo del ojo reconocieron al recién llegado y le dieron la bienvenida a voces, proclamándole árbitro de la contienda.

Ib se sentó cómodamente en un sillón para gozar mejor del espectáculo. Después de hacerse rogar y regañar severamente se levantó, dio dos vueltas en torno a las contendientes y se detuvo, sugiriendo gravemente que tendría que pasar la hoja de su sable a través de las torrecillas de rizos y trenzas que coronaban las dos cabezas, la rubia y la morena. A esto el grupo, aun guardando una inmovilidad de estatuas, dejó oír dos voces bien agudas que exigían indignadas el debido respeto a sus peinados. Él pidió entonces una regla, pero no había ninguna en la habitación; al final se acordó que una larga aguja de marfil de hacer punto, que encontraron en el costurero de Adelaida, serviría para el caso. Las jóvenes damas dieron muestras de nerviosismo mientras él iba introduciendo lentamente la aguja en la masa de los cabellos.

—A nadie lo debéis sino a vosotras mismas, niñas —dijo él severamente—, si no es posible llegar al cráneo de la prima o la hermana de uno a través de todo ese pelo peinado a la moda de las mademoiselles de París. Sin embargo —falló, después de pasar la aguja por los peinados uniendo las dos cabezas, y retroceder un paso con los ojos medio cerrados—, no cabe duda. Las dos sois probablemente algo más altas que la mayoría de muchachas de Copenhague, pero Drude es la más alta, de un cuarto de pulgada. Tú, Adelaida —añadió—, pareces más alta porque tu cabeza es muy pequeña.

—Es el tamaño exacto —replicó Adelaida con gran dignidad— de la cabeza de una estatua clásica. El profesor Sivertsen, que me enseña a pintar acuarelas, me ha dicho que la cabeza ha de ser igual a una séptima parte de la persona. Ésta es la llamada proporción heroica.

—La cabeza de una serpiente —dijo Ib—. En armonía con tus bucles serpentinos y con tu espalda de ofidio. Y con la serpentina manera que tienes de bailar el vals.

—¡Y supongo —respondió ella, con el mismo aire de dignidad, realzado ahora con un acento de altiva ironía— que te ves a ti mismo como un encantador de serpientes!

Con nadie había bailado tan bien el vals como con su primo. Los dos habían danzado juntos desde la infancia en los bailes de todas las casas de campo de Jutlandia, o a veces solos en las veladas invernales del vasto salón de Ballegaard, con su gigantesca estufa de hierro. Cuando pasaba de los brazos de sus otras parejas a los de Ib, ella se sentía sumergida en su propio elemento, como un barco que se hace a la mar, y los dos se unían en perfecta armonía, sin pensar en nada.

—Claro que soy un encantador de serpientes —dijo él—. Bien que lo sabes, y responderás siempre al sonido de la flauta. Con mis encantos hago bailar a la cobra, inexplicablemente, formando un solo anillo. Un vals es siempre un vals, pero cada una de vosotras lo interpreta a su manera. Drude baila como una ola, Sibylla como un vendaval, Aletta como un caballo de balancín. Pero nadie que te haya visto bailar pondrá en duda que eres una serpiente. El propio príncipe Hans lo observó la otra noche.

Adelaida pensó que convenía cambiar de tema.

—¿Por qué no fuiste al baile ayer? —preguntó, añadiendo altivamente, mientras señalaba con un ademán majestuoso los ramos de flores que llenaban las mesas y los poyos de las ventanas de la habitación—: Restos de mi cotillón.

Las jóvenes le ordenaron que retirase la aguja de hacer punto, se separaron y, cada una frente a su espejo, alzaron los brazos para arreglarse el peinado. Ninguna de las dos había estado nunca en una habitación con otra mujer que tuviera una cabellera tan hermosa como la suya, con la sola excepción de su prima. Esto no causaba ninguna rivalidad entre ellas, porque las dos cabelleras, abundantes como eran, se diferenciaban mucho entre sí. La de Drude era dorada, como un campo de cebada que la brisa agita en largas ondas. La de Adelaida era muy negra, con algo peligroso en sus rizos, como un río hondo y estrecho que se precipita hacia la catarata.

Ib, sentado de nuevo en el sillón, contempló a las dos jóvenes con ojo crítico.

—Eres tan tuya —dijo lentamente a Adelaida—, que cuando entro en un salón me basta con ver tus guantes para poder señalarte con el dedo: ahí está Adelaida.

Ella le preguntó en tono burlón cuántas veces había tenido que señalarla con el dedo.

—No —dijo él pensativamente—, eso es, precisamente. Nunca en tu vida has entrado en un salón en el que alguien no supiera quién estaba entrando: Adelaida.

—¿Te ocurre eso a ti? —preguntó ella.

—¿A mí? —exclamó él—. ¿Te imaginas que la gente de Copenhague se da codazos en los flancos cuando paso yo y murmura: «Ahí va Ib Angel»? Mis soldados me conocen. Pero he tenido que pintarme todo entero de rojo con sangre, tú lo sabes, para que la sociedad de Copenhague se enterase de mi existencia. En Ballegaard desde luego es diferente.

—¿Y le ocurre a Drude? —preguntó de nuevo Adelaida, dubitativamente.

—A la pobre Drude le ha ocurrido muchas veces —dijo él—. Cuando entra en un salón la gente la mira primero con indiferencia, luego se enderezan en sus asientos y preguntan: «¿Quién es?». Yo he ido en barco con Drude de Jutlandia a Copenhague, y el viejo capitán vino a preguntarme tímidamente quién era aquella hermosa muchacha. Pero tú —añadió— nunca has visto la cara de alguien que no supiera quién eras. Tú no puedes viajar de Kongens Nytorv a Amalienborg sin que la gente de la calle sepa quién va dentro del carruaje: Adelaida. Tú nunca has viajado en un barco en el cual el capitán, el cocinero y hasta el último grumete no supieran que Adelaida iba a bordo.

—¿Gente que no sepa quién soy? —dijo Adelaida pensativamente—. Debe de ser gente muy rara, y muy tonta. Un viejo capitán de barco que no sabe quién soy: ¿qué quieres que haga con él?

—¿Quieres decir que pronto harías que lo supiera? —preguntó Ib.

—No —dijo ella—. No. Ni tampoco trataría nunca de saber quién es él. Por mí podría quedarse entre la gente de su clase, tranquilamente.

—¿Ves? —dijo Ib—. Ésta es la diferencia entre tú y yo. El mundo en el que vives está enteramente iluminado por tu presencia en su centro, mientras que yo, para que la humanidad me vea la cara, tengo que encender cada vez un fósforo.

Bajo sus largas pestañas ella fijó en él una mirada inquisitorial, casi de sospecha. No estaba, pues, fuera de los límites de lo posible que Ib, que le pertenecía, tuviera un mundo propio al que retirarse, lejos de ella. En ocasiones lo había imaginado. Dadas las circunstancias, lo correcto era pasar a la ofensiva. Se volvió hacia él, encantadora, la faz resplandeciente.

—Tienes toda la razón —dijo—. Tú nunca irás en la misma barca conmigo. Tú vivirás siempre en el mundo situado debajo de la barca, en el fondo del mar. Porque tú eres un pez. Nunca he visto a nadie tan pez como tú.

—Quizás es buena cosa ser un pez —dijo Ib, pensativamente.

—Eres un pez tan incorregible —dijo Adelaida—, que das a pensar. ¿Por qué no me quieres? Todos los demás me quieren. No puedo mirar a ninguno de ellos sin darme cuenta de que su felicidad o su desgracia dependen del modo en que los haya mirado. Tú has tenido más ocasiones de enamorarte de mí que ninguno de ellos. Pero tú eres un pez.

Él la miró a los ojos y permaneció sentado sin decir una sola palabra, y ella sintió vagamente que algo le estaba ocurriendo a Ib, y que en cierto modo el momento era importante. Pero vio que el joven se había encerrado en sí mismo y no quería responder.

—¿Sabes —dijo ella, con los ojos aún más brillantes que antes—, sabes lo que yo haría de ser tú? Estaría enamorado de mi prima Adelaida. Estaría tan enamorado de ella que no dormiría por las noches. Vería su imagen a todas horas del día, y miraría a los otros para saber si ellos también la veían, o si era cosa de brujería. Y al final, terminada la temporada, resolvería morir. Me alistaría en el ejército francés, ahora que va a haber guerra allí.

Hizo una pausa, feliz de ver que podía inventar un cuento romántico.

—E iría —continuó— a despedirme, con el corazón roto, cosido provisionalmente pero demasiado pesado para sostenerse mucho tiempo, y le diría a mi prima Adelaida: «Te amo». Pero tus labios nunca serán capaces de pronunciar esa palabra. No podrías escribirla en un trozo de papel aunque te lo pidieran. Porque eres un pez.

Él, que solía encontrar enseguida respuesta a los rápidos alfilerazos de su prima, permaneció sentado en silencio, como si no la hubiera oído, y apartó los ojos. Ella dejó de prestarle atención, porque tenía otras cosas en que pensar. Pero inmediatamente después, sin alzar la cabeza, él preguntó:

—¿Eso harías si fueras yo, Adelaida?

Los pensamientos de Adelaida estaban ya lejos, concentrados en un nuevo sombrero de primavera con un adorno de cerezas. Pero al oír sus palabras se giró, prestando atención. Siempre, desde que era una niña pequeña, en sus juegos y diversiones, había acudido cuando él la llamaba.

—Eso haría, en efecto —dijo.

—¿Y qué dirías entonces, si fueras yo? —preguntó Ib.

—En cualquier caso —dijo ella—, no permanecería tumbado en un sillón mientras declaraba mi amor a una dama. Me pondría en pie, aunque vacilara un poco, y diría: «Adelaida, amor mío...» —se detuvo, y empezó de nuevo—: «Alma mía».

Ib se había puesto en pie, como le habían pedido, y habló, obediente a las órdenes.

—Adelaida —dijo—, amor mío. Alma mía.

Ella se miró de nuevo en el espejo.

—Si fuera tú —dijo— diría: «Me muero, Adelaida, porque no puedo vivir sin ti. Pensaré en ti en mi último momento, en mi último momento diré: te doy las gracias, Adelaida, porque existes y eres tan bella, porque has bailado conmigo, has hablado conmigo y me has mirado. Adiós para siempre, mi amor querido, mi adorada. Adiós...».

Se había inspirado verdaderamente, las palabras le venían solas en perfecto orden. Durante la temporada había participado en muchas charadas y cuadros vivos, con éxito constante. Pero ninguno de ellos había sido tan sentido como éste.

Le parecía ser una actriz tan grande como la actriz francesa que había visto hacía poco en el teatro, y le habría gustado que un auditorio más numeroso, los críticos de Copenhague y el cuerpo diplomático, hubiera estado allí para aplaudirla. Se acordó de nuevo de la presencia de Ib. Recordó su infancia, cuando él, que conocía mucho mejor que ella los libros de historia y aventuras y poseía una infinidad de ideas y proyectos, había desempeñado el papel protagonista y le había bastado tenerla a ella como auditorio. Prosiguió:

—Diría —dijo—: «Permíteme besarte la mano al despedirnos...». Diría incluso —añadió muy lentamente—, sí, diría incluso: «Dame un beso, un solo beso, porque voy a morir».

Hubo una pausa.

—Te doy las gracias, Adelaida —dijo Ib—, porque existes y eres tan bella. Dame un beso, un solo beso, porque voy a morir.

Adelaida guardó silencio un momento; le parecía que Ib estaba llevando la broma un poco lejos. Era su manera de ser; lo mismo hacía cuando eran niños y se subía a un árbol o bajaban juntos por el río en una balsa. Esta característica de él le había gustado siempre; ahora como entonces, su mirada serena y firme ejercía un poder hipnótico sobre ella. Además, como la broma se le había ocurrido a ella, era una muestra de lealtad por parte de él seguirla con tan buena voluntad. Se irguió un poco, puso las manos en la espalda y le miró fijamente a los ojos.

—Sí —dijo—. Porque vas a morir.

En este momento Drude, que durante la conversación entre los dos había parecido distante, se volvió hacia ellos.

El joven sabía que nadie había besado en su vida a la muchacha. Pero también sabía que si Drude no hubiera estado con ellos, con los claros ojos fijos en sus rostros, Adelaida no habría hablado de besos. Aquel beso, que para él, entre todos los besos de su vida —apasionados, o leves, o tiernos—, sería el solo y único beso, el beso de Adelaida, para ella iba a ser el beso en general, el beso abstracto, algo salido de las baladas y los romances. Y puesto que era ella quien le había pedido el beso, él tendría que dárselo tal y como la muchacha se lo había imaginado.

Así pues, Ib besó a Adelaida.

Se hizo el silencio en la habitación de color azul pálido; de pronto se oyó con más intensidad el rodar de los carruajes en la calle. Ib se volvió de espaldas y echó a andar, algo inclinado como solía ir a veces.

Adelaida, a quien el beso había dejado como balanceándose al extremo de una pértiga, trató de recobrar el equilibrio gritando unas gracias apresuradas a la figura que se alejaba, por haberle traído los guantes. Pero ya se oía el golpe de la puerta de la galería al cerrarse detrás de él. Por un momento se quedó mirando la puerta por la que Ib había salido.

Entonces las dos jóvenes se miraron.

—¿Por qué me miras así? —preguntó Adelaida.

—¿Cómo? —preguntó a su vez Drude, con aire ausente.

—Qué pálida estás —dijo Adelaida. Puso un dedo sobre la mejilla de Drude, como para señalar la palidez de su amiga.

—¿Estoy pálida? —dijo Drude en el mismo tono.

—Se diría —dijo Adelaida— que eres omnipotente.

Estas palabras parecieron devolver a Drude al presente. Sacudió levemente la cabeza.

—No, no soy omnipotente —dijo.

—Omnisciente pues —dijo Adelaida. A eso Drude no respondió.

Hubo una larga pausa. Entonces Adelaida preguntó a Drude:

—¿A qué ha venido?

—¿Mi hermano? —preguntó Drude, y la palabra resonó extrañamente en los oídos de Adelaida.

—Sí, Ib —dijo Adelaida—. ¿A qué ha venido?

Drude se volvió ahora del todo hacia su prima y dijo con gran lentitud, sus ojos fijos en los de la otra:

—Ahora te lo puedo decir —dijo—. Va a alistarse en el ejército francés. Vino a verte antes de irse y a decirte adiós. Se va porque te ama. Yo creo que quiere morir.

En unos pocos segundos Adelaida, completamente inmóvil, revivió toda la conversación; un par de veces miró a Drude, y apartó la vista. Una idea que antes le había pasado vagamente por la cabeza le vino ahora con fuerza repentina: la de que para aquellos dos hermanos la vida significaba más que para ella, que la existencia les deparaba grandes y desconocidos poderes. En la profunda emoción que experimentaba Drude en aquel momento había algo más que el simple amor fraternal. En su mente había otra cosa, un secreto que le pertenecía a ella sola. Pero fuera lo que fuese, Adelaida no podía ocuparse de su prima por el momento: otros asuntos reclamaban su atención.

Podía haber dicho a Drude, sin faltar a la verdad: «Pero yo no sabía nada de lo que me dices, e Ib sabe que yo no lo sabía. Yo no tengo la culpa de su pena...».

Pero las muchachas no razonan así. Hay en su naturaleza una honradez especial y un respeto de sí mismas que les hacen aceptar la responsabilidad incluso de los sufrimientos que causan sin saberlo ni quererlo. Adelaida había roto ya el corazón a otros jóvenes, y no le había dado importancia. Pero nunca se había excusado diciendo: «No fui yo. Fue mi belleza. Fue la música, la luna, el vino, quienes lo hicieron». Porque su belleza era ella misma; la música, la luna y el vino eran ella misma, y de todos asumía la responsabilidad. Haber obligado a Ib a hacer en broma la declaración de amor que vino a hacerle con la muerte en el alma era una cosa cruel, vulgar incluso. Cruel y vulgar había sido recibir su beso de vida y muerte a la manera y con el ánimo de una gran actriz francesa en el escenario.

Sintió que la mirada de Drude seguía posada en ella; era una mirada extraña. No había en ella ira ni indignación, sino tristeza, y una ternura más profunda que la que Drude le hubiera mostrado nunca, y algo más aún: una inexplicable piedad. Bajo la mirada de su prima, Adelaida se sintió confusa, o ligeramente mareada.

Drude dijo súbitamente:

—Te ha amado siempre.

—¿A mí? ¿Él? —exclamó Adelaida; las primeras palabras, en tono de puro asombro; la segunda, con la voz de la persona que empieza a ver la luz.

—Desdichado Ib —dijo Drude.

El insólito calificativo añadido al nombre de Ib, que Drude pronunció con naturalidad, llegó también con naturalidad a los oídos de Adelaida. A la luz de esta palabra, la grotesca imposibilidad del amor de Ib parecía solamente patética; las lágrimas inundaron los grandes ojos negros, que se encontraron con los grandes y claros ojos de Drude, completamente secos.

Pero la orgullosa dama Adelaida poseía una virtud, por encima de todas las demás: la generosidad. Su dignidad la obligaba a no pisar jamás al vencido.

—Drude —dijo, tras una breve pausa—. Ya sé lo que vamos a hacer. Le escribirás una carta a Ib.

—¿Una carta? —preguntó Drude—. ¿Y qué le voy a decir?

—Le dirás —respondió Adelaida— que mañana domingo, por la tarde, tiene que ir a casa de tía Natalia.

—¿A casa de tía Natalia? —repitió Drude, y al oír el nombre de aquella honrada anciana la sangre le subió inesperadamente al rostro—. Tía Natalia no estará en casa mañana por la tarde.

—Lo sé —dijo Adelaida—. Tía Natalia ha de ir mañana al bautizo del niño de Clara, y se quedará allí toda la tarde. Mamá va a ir también. Por eso le dirás que vaya a casa de tía Natalia. Le escribirás que tienes que hablar con él de algo muy importante, y que no ha de faltar a la cita.

—¿Hablar con él de algo muy importante? —repitió Drude como antes, cada vez más ruborizada.

Adelaida siguió hablando, abstraída en su plan.

—Le diré a mamá —dijo— que me duele la cabeza y me voy a acostar, y que no quiero que nadie entre en mi habitación, si no es Kirstine —prosiguió, hablando cada vez más deprisa—: Será a mí a quien encontrará Ib en casa de tía Natalia. Voy a pedirle perdón.

»Kirstine me ayudará —continuó después de un momento, precisando en su mente los detalles del plan—. Tomaré prestados su chal y su cofia. Saldré por la puerta de atrás y diré a Kirstine que me busque una calesa que me lleve parte del camino. Después iré a pie hasta la casa de tía Natalia —recalcó las palabras “ir a pie”, porque hasta entonces nunca había ido a pie por la calle.

»Pero no quiero —concluyó, después de una breve pausa— sentarme a esperarle en la casa solitaria. Tienes que hacer de manera que llegue antes que yo.

La sangre se había retirado ya de la cara de Drude; ahora estaba aún más pálida que antes.

—Sí —dijo. Apartó los ojos y su torso erguido y esbelto siguió el movimiento—. Yo tampoco estaré allí mañana por la tarde —dijo.

Adelaida había esperado quizás que Drude la interrogase, o que expresase inquietud ante la audacia del plan propuesto; aquel asentimiento mudo cobraba un curioso significado. Un recuerdo pasó como un relámpago por la mente de Adelaida. En una ocasión las dos primas, cabalgando por el bosque, habían saltado al mismo tiempo un tronco de árbol caído, y durante un instante habían permanecido las dos en el aire, sin contacto con el suelo. Experiencias como ésta las habían unido tan estrechamente. ¿Iba a ser también la hora que se aproximaba, se preguntó Adelaida, un salto que las elevaría del suelo, un vuelo por el aire que esta vez las iba a unir para siempre?

Poco después las dos jóvenes se separaron.

Ib tenía una amante en la ciudad, una plebeya alta, hermosa y salvaje llamada Petra, que le amaba con apasionamiento y ternura a la vez. La madre de Petra tenía una lavandería en un sótano de Christianshavn. El viejo profesor Silvertsen, el mismo que había enseñado a Adelaida las proporciones heroicas y que defendió la causa de las narices en la fiesta, vivía en el primer piso de la casa. El artista, al cruzarse con la muchacha en la puerta, había quedado impresionado por la belleza clásica de su cuerpo bajo el pudoroso vestido a la moda de 1870, y convenció a la madre de que permitiera posar desnuda a la hija para su gran cuadro de Susana. Petra había hecho furor entre los jóvenes pintores y escultores que frecuentaban el estudio del viejo maestro, y pronto se la consideró la modelo más hermosa de la ciudad. En el ambiente del estudio el desparpajo natural de la muchacha se acentuó, y pronto adquirió una elevada idea de sí misma. No cedió, sin embargo, a las proposiciones de los jóvenes estetas que la adoraban, pero se precipitó sin vacilar en los brazos del joven teniente, por una especie de afinidad entre las dos naturalezas.

Había en aquella relación amorosa algo a la vez grotesco y patético, porque la devoción de Ib por su amante y su dependencia de ella se habían originado en la similitud entre el desgraciado amor de ella por él y el igualmente desgraciado amor de él por Adelaida. La muchacha no era lo bastante inteligente o experimentada para darse cuenta de la situación; no obstante, sentía como si una espada pendiese sobre su felicidad. Era en los momentos en que ella daba libre curso a sus temores y a sus penas y le acusaba de no amarla cuando él la apreciaba más, porque entonces oía su propia desgracia en una boca joven, fresca y ordinaria que se expresaba sin rodeos. Cuando la pasión de ella no reflejaba la suya propia, cuando le acusaba de haberla seducido o cuando trataba de provocarle hablándole de algún amante rico que quería casarse con ella, él se aburría y le era difícil seguir prestándole atención.

Ib era un joven honrado; desagradablemente consciente de la ambigüedad de la situación, procuraba compensar a su amante con halagos y besos o con obsequios de guantes y cintas de seda, e incluso una vez le regaló un reloj de oro con cadena que mal podía permitirse. En otras ocasiones le parecía que los lamentos de Petra tenían un acento de sinceridad, como si salieran de la profunda tristeza de su propio corazón, y caía de rodillas oprimiendo las manos de ella contra sus labios, con gratitud auténtica y profunda hacia aquella mujer cuyas amargas lágrimas eran en realidad las suyas propias.

Con el tiempo Petra encontró el medio más seguro de dominar a su amante. Cuando más próximos estuvieron el uno del otro, cuando ella había conocido lo que podríamos llamar su época de mayor felicidad, fue en un tiempo en que la joven amenazó con suicidarse, e Ib había contemplado la posibilidad de dejar el mundo con ella, que era el único ser humano tan desgraciado como él mismo. No llevaron adelante su melancólico proyecto porque la decisión de compartir la suerte de su amante hizo desaparecer en él el motivo mismo para desear la muerte. Pese a la piedad de Ib, y a su disposición amistosa, la relación había acabado siendo una sucesión de escenas violentas, de manera que sólo en el abrazo amoroso, en el que no entraba ningún elemento personal, se fundían armoniosamente los dos amantes.

Ella le decía:

—Vendrá una noche en que me diré que durante todo el día no he pensado ni una sola vez en Ib. Y ésta será la peor desgracia de todas.

Sus palabras le hacían preguntarse si vendría una noche en que se diría que durante todo el día no había pensado una sola vez en Adelaida, y pensó, con la misma amargura que su amante, que ésta sería la peor de las desgracias.

Ella decía:

—No creo que hayas querido nunca de verdad hacerme desgraciada. Pero habría sido mejor que lo hubieras querido, porque en todo caso te habrías conducido de modo distinto a como lo has hecho, que es el peor de todos los modos posibles.

Y de nuevo él pensaba en Adelaida, que nunca había querido hacerle desgraciado, y de nuevo en su corazón admiró a Petra por su perspicacia.

A veces la extraordinaria pequeñez de las pupilas de ella le daba miedo: cuando se giraba hacia él, su mirada podía ser penetrante como una aguja.

El buen tiempo se mantuvo; el domingo por la mañana, la vasta cúpula celeste de Copenhague estaba inundada de una luz suave y vaga, y un presentimiento de verano embargaba los corazones. Los domingos los aristócratas no salían de sus casas; era el pueblo quien gozaba de su único día de ocio, y salía a tomar el aire de Amagerport a Østerport. Este domingo era posible por primera vez andar con zapatos de suela delgada; después de los largos meses invernales con botas de nieve y chanclos, para las jóvenes de Copenhague el simple paseo era como bailar una polca. Las paredes de las casas orientadas hacia el sur habían absorbido un poco del calor del sol y lo devolvían al toque de la palma de la mano. Los muchachos vendían ramilletes de muguete por las calles.

Por este aire ligero y entre la multitud igualmente ligera Ib cruzó el puente de Knippels en dirección a su casa, de vuelta de ver a Petra. Tuvo que detenerse porque el puente se había levantado para dejar pasar a un remolcador que arrastraba una pesada barcaza. Se fijó en el nombre de la embarcación: Olivia Svendsen. Encima de la superficie del agua, y hasta los pilares del puente, flotaba una bruma a través de la cual las luces rojas de posición del Olivia brillaban como un sello de cera en una vieja carta descolorida, y hacían pensar en una mujer lasciva. Cuando se volvió para mirar por última vez el viejo barrio de Christianshavn, la aguja dorada de la iglesia del Salvador relució súbitamente al sol como un pez que saltase en el agua opaca.

Mientras aguardaba, Ib seguía pensando en Petra. Él sabía lo que la muchacha no pudo adivinar: que aquél había sido su último encuentro. Fue breve, porque por la mañana la joven había tenido que ir a la iglesia con su madre; se sentaron juntos en el pequeño apartamento de Ib donde solían encontrarse, él en la cama y ella en un sillón, y hablaron de cosas. A él le pareció que en el curso de la conversación veía la cara de Petra por primera vez, porque hasta entonces, al igual que el profesor Sivertsen, lo que le había fascinado era sobre todo la belleza de su cuerpo. Su joven rostro vulgar, con los gruesos labios y cejas, le revelaba hoy un nuevo ángulo de su personalidad; se parecía, pensó, a una oca salvaje de los estanques de Ballegaard. Era como si no hubiera estado hablando con una hermosa mujer sino con un joven amigo suyo a quien podía confiar sus planes, su amor desgraciado e incluso su sentimiento de incomodidad ante una amante de la que recibía más de lo que daba. Empero, no hablaron para nada de asuntos de él, sino que discutieron de los problemas de la vida de Petra, la tiranía de su madre y los proyectos que tenía ella de aprender el oficio de modista. Salvo por el descontento que le produjo el no poder pedir a Adelaida o a Drude que recomendasen a su amante a la modista que les confeccionaba los sombreros, la reunión le resultó agradable. Dejó a Petra con un alivio parecido al de las muchachas de Copenhague cuando abandonaron los zuecos. «Si sólo —reflexionó— tuviéramos la garantía de que, si queremos, cualquier cita puede ser la última, uno podría hacer durar una aventura galante casi indefinidamente».

A su regreso al cuartel le entregaron una carta que, le dijeron, había traído hacía una hora un lacayo vestido con la librea de los von Galen. Leyó lo siguiente:

Querido Ib:

Quiero que vayas a casa de tía Natalia esta tarde a las cuatro. Tía Natalia no estará, ni tampoco Oline, por lo que te envío con la presente la llave de la puerta principal para que puedas entrar. No dejes de venir. Adiós, adiós, querido Ib.

Tu hermana,

Drude

Un lector despierto habría percibido algo raro, por más de un concepto, en aquella breve nota. ¿Por qué Drude, que se suponía había de estar dentro de la casa y por lo tanto podría abrirle la puerta ella misma, le enviaba la llave junto con la carta? En la carta no se explicaba el motivo, que era que Adelaida no se avenía a esperar en una casa vacía. ¿Por qué, además, no indicaba Drude, al citar a su hermano en casa de la tía Natalia, que ella misma iba a estar presente? La razón es que Drude era una joven honrada e, incluso en una intriga como ésta, le molestaba mentir innecesariamente. ¿No había, por último, una incongruencia estilística entre el laconismo de la nota y la tierna y patética despedida? Sin embargo, ninguno de los tres jóvenes que intervinieron en el asunto se percató de esas peculiaridades, porque ninguno tenía la cabeza clara, y para todos ellos en aquel momento la situación era rara, se salía de lo corriente.

No había sucedido con frecuencia en la vida de los dos hermanos que Drude pidiese a Ib consejo o ayuda; ni por un momento se le ocurrió desobedecer.

Así pues, cogió la llave y llegó a la mansión de Rosenvaenget incluso un poco antes de las cuatro. Podría ser agradable esperar a Drude sentado en el salón de tía Natalia. Las persianas estaban bajadas, porque tía Natalia tenía miedo de que el sol decolorase las tapicerías, pero el olor familiar de libros viejos, perfume de jacintos y la cesta del perro, que estaba fuera con la vieja Oline, le recibieron con la misma dulzura y vivacidad que si hubiera salido la propia tía Natalia a besarle las dos mejillas. Levantó las persianas, encendió un cigarro y se sentó. Mirando las habitaciones se dio cuenta de que más que con objetos tangibles, estaban amuebladas con los recuerdos emotivos de una larga vida de solterona: amistades de la infancia, viajes a Alemania y a Roma, dos guerras, quizás un lejano amor frustrado. Las cosas empezaron a hablarle: «¿Por qué —preguntaban— tú y tus hermanos y hermanas habéis huido de habitaciones amuebladas con el corazón para refugiaros en salones llenos de objetos comprados en ciudades extranjeras, diseñados y construidos según el gusto de grandes pueblos extranjeros, el gusto de la emperatriz de Francia?». Durante un largo rato pensó en su casa de Ballegaard, donde los objetos habían crecido también solos.

Aquella tarde Ib se sentía un poco clarividente. Mientras trataba de dar explicaciones a los sillones, macetas y cojines de tía Natalia, vio cosas y acontecimientos distantes con gran lucidez. En primer lugar el Segundo Imperio Francés, resplandeciente y magnífico, que apenas había vislumbrado dos años antes cuando visitó Francia con Leopoldo. Su caída sería enorme, terrible; no estaba lejos. Él mismo, pensó, la vería con sus propios ojos. Como aludes en la ladera de una montaña, sucediéndose unos a otros con estrépito, las próximas caídas de otros mundos radiantes empezaron a resonar en torno suyo. El dorado mundo de Rusia, que tanto había cautivado a su hermano, se desplomaría también, y con su derrumbamiento parecería llegado el final de los tiempos. Otras glorias, menos antiguas, caerían a su vez. Y entretanto, el mundo tranquilo de los corazones sencillos e inocentes tal vez sobreviviría. «¿Por qué, pues —se repitió la pregunta de los muebles—, hemos estado huyendo de las cosas seguras, que nos querían bien, para refugiarnos en salones dorados en los que arriesgábamos la paz de nuestros corazones?». Permaneció sentado un rato, fumando el cigarro. «Porque —se respondió— era inevitable: teníamos que irnos. Estos salones dorados no nos atrajeron, a mis hermanos y hermanas y a mí mismo, por su lujo y su comodidad, sus manjares y sus vinos, sus blandos lechos. Porque tú sabes que ninguno de nosotros tiene la piel delicada, y la pobreza no nos asusta. Hemos sido atraídos a un mundo de esplendor, irresistiblemente, como mariposas a la llama, no porque fuera rico sino porque sus riquezas no tenían límite. Esta ausencia de límites nos habría atraído igualmente en cualquier otra esfera».

Como Drude no llegaba aún, pasó del salón a un saloncillo adyacente que durante la temporada servía a Drude de gabinete particular. Junto a la ventana había un escritorio de señora desde cuyas estanterías varios viejos amigos, enmarcados y encristalados, contemplaban a Ib. Él mismo estaba allí, un grave muchacho de doce años con su primera escopeta. Allí estaban Drude y Adelaida, adolescentes larguiruchas de doce y trece años, una al lado de la otra, con los cabellos sueltos que caían sobre sus espaldas. Cuando fue a colocar de nuevo los retratos en su sitio, su mirada se posó en una hoja de papel en la que se advertía la escritura de Leopoldo. Estaba medio cubierta por un libro, como si Drude hubiese querido dejar al azar que él la viera o no. Dejó correr la vista por los trazos bien conocidos y siempre agradables, hasta que cinco líneas de un verso retuvieron su atención:

Je me ris des soupçons, je me ris des discours,

quoique l’on parle et que l’on cause.

Nul ne les saura, mes secrètes amours,

que celle qui les cause.

Lo reconoció: era un viejo poema francés que él mismo había encontrado en un antiguo libro de poesía; se suponía escrito por un rey de Francia para una dama de honor, Mademoiselle de La Vallière. Lo había grabado, con el diamante de un anillo que Leopoldo iba a ofrecer a Mademoiselle Fifí, en un panel del cuarto de vestir de Leopoldo, y su primo, que no era un gran lector de poesía, sintió curiosidad y le interrogó al respecto. ¿Por qué lo había utilizado hoy, y con qué fin? Ib se consideraba propietario del poema, y ello parecía darle derecho a leer toda la carta.

Era una carta de amor, en la que se preparaba una fuga. Leyó las ardientes palabras de deseo, las promesas y las expresiones de adoración estáticas. «No me atrevo a mandarte mi propio carruaje; la calesa te esperará en Østerport. Conozco bien al cochero y me es leal. No temas, mi rosa silvestre, él te llevará sin riesgo al lugar donde te espera el que te ama más que nadie en el mundo.» Dio vuelta a la hoja y miró la primera línea y después la firma. La carta iba dirigida a Drude.

Sintió un ligero mareo y tuvo que leer toda la carta de nuevo. Esta vez era bien consciente de estar cometiendo una acción poco honrada, pero la profunda deshonestidad que había descubierto la justificaba. Leyó la nota de arriba abajo por tercera vez y palideció intensamente. El joven iba vestido de uniforme, con el sable al costado; era forzoso que sintiese y razonase como un militar. Aun antes de que hubiese puesto en orden sus ideas sobre el alcance y las consecuencias de la traición, su mano se dirigió instintivamente a la empuñadura del sable, y su entero ser reclamó venganza, sangre. Era buena cosa que uno tuviera un sable a mano, de filo cortante. Era buena cosa que uno pudiera matar, y matar pronto, enseguida. La sangre se le subió a la cabeza, le inundó los ojos; los anaqueles de libros de tía Natalia, los cojines bordados y los jacintos adquirieron una profunda tonalidad escarlata.

Le vinieron a la memoria viejas historias de seducción que les habían hecho reír a los dos, a Leopoldo y a él. Ambos primos habían cazado juntos en ese campo como en otros, y para ellos una hermosa mujer era la caza más noble de todas. Pero dar caza a la hermana de un amigo, la virgen más pura y recatada del país, no era ya una aventura alegre y galante, sino una negra y baja traición. En palabras de ese mismo amigo, la caza de la hermana era violar un juramento de fraternidad.

Cogió de nuevo la carta —que ahora era de color escarlata, como toda la habitación— y miró la fecha. Había sido escrita el día anterior. Así pues la fuga, que en la carta estaba fijada para «mañana a las seis de la tarde», era en realidad para hoy, para dentro de dos horas. Dentro de una hora la calesa estaría esperando en Østerport; si fuera allí la encontraría. Obligaría al cochero a conducirlo a su destino, cualquiera que fuese. En menos de tres horas Leopoldo se encontraría cara a cara con el vengador. Se vería forzado a desenvainar el sable, e Ib era un excelente espadachín. Era buena cosa saber que dentro de dos horas habría librado al mundo de un traidor. Sólo el tiempo de espera era largo; ¿en qué lo ocuparía? Fue hacia la ventana, porque necesitaba ver el aire libre.

Poco a poco el respeto por sí mismo hizo que su mente se apartara de los pensamientos feos y deleznables para concentrarse en la pureza y la bondad. Pensó en Drude.

Ella y él habían sido siempre buenos amigos. No era posible que le hubiera enviado aquella nota al cuartel sólo para quitárselo de en medio. O si era así, ¡qué poder debía de ejercer sobre ella su amante, o su pasión por él! Él mismo conocía bien ese poder; le afligió pensar en la suerte de su hermana, y sus ideas cambiaron otra vez de objeto. Después de un largo rato se encontró reflexionando profundamente en el hecho de que su hermana, hasta entonces tan próxima a él, hasta ser su segundo yo, se encontrara hoy en una situación tan distinta a la suya.

«Las mujeres —reflexionó— han sido extrañamente favorecidas por la vida. Una joven, con sólo renunciar a su honor, puede estar segura de verse, a la hora siguiente incluso, en brazos de su amado».

Mientras pronunciaba in mente la palabra «brazos», y después «brazos de su amado», sus pensamientos se desviaron ahora a los frescos y esbeltos brazos de Adelaida, que surgían de los blancos hombros redondos e iban a parar al gracioso delta de los diez dedos rosados. Brazos suaves, con el sedoso pliegue del codo, pero lo suficientemente fuertes para seguir y cansar al más resistente de los nadadores. «En los brazos de la amada.»

Su mente buscaba a tientas el camino, como si fuera de noche, paso a paso, preguntándose adónde le iba a llevar. Sí, aún podía llegar a tiempo para salvar a su hermana y matar al ofensor. Podía llegar a tiempo de impedir el abrazo que su pensamiento rechazaba. El abrazo hacia el que, incluso ahora mientras permanecía inmóvil junto a la ventana, tendían todos los pensamientos de los amantes, él sabía mejor que nadie con qué ansiedad, qué éxtasis, qué estremecimiento. Nunca se vería su hermana en brazos del amado.

De ser así, ¿qué habría hecho él en favor de aquella encantadora hermana suya? Dejarla por todos los años que le quedaban de vida con un solo recuerdo: que no había nada que recordar.

Ib no era un moralista; muy pocas veces en su vida había reflexionado sobre el problema de la inocencia o la culpabilidad. Su indignación y repulsa al leer la carta de Leopoldo un cuarto de hora antes habían sido para él una nueva y sorprendente experiencia. Se le ocurrió que había estado a punto de cometer lo que se llama un pecado. Que había estado, y estaba aún, en peligro de cometer un pecado contra una ley más alta que la que había burlado Leopoldo. Comprobó que no podía nombrar la ley suprema, pero conocía su existencia, y la obligación de obedecerla.

Llegado a este punto, su mano soltó la empuñadura del sable.

Sonó la campanilla de la puerta. Absorto aún en sus pensamientos, Ib anduvo hasta el pequeño y mal iluminado recibidor para abrir la puerta a Kirstine, la doncella de Adelaida, envuelta en un chal negro y tocada con un sombrerito rojo. Pensó que habría venido con un mensaje de Adelaida a Drude, y él tendría ahora que encontrar una explicación de la ausencia de Drude, y dársela a la muchacha. Ib era cortés con todas las mujeres. Mantuvo la puerta abierta para que la doncella pudiese comunicarle el mensaje en el saloncito, y la cerró a sus espaldas. Entonces vio que era Adelaida.

El sol del tardo mediodía apareció un momento en el cielo mortecino. Sus rayos iluminaron la boca y los hombros de la joven, cercanos a él.

Causaba un extraño efecto ver la pequeña cofia roja de Kirstine, con sus cintas negras, en la cabeza de Adelaida. Si la propia Adelaida no hubiese sido tan hondamente consciente del significado de aquella situación, al entrar en la habitación habría desatado las cintas y dejado la cofia encima de la mesa. Ib entendió el gesto negativo; el carácter cataclísmico de la aparición de Adelaida en casa de la tía Natalia quedaba definitivamente corroborado por el hecho de que le estaba mirando, y hablaba con él, con la cofia de Kirstine puesta.

Él no creía volverla a ver nunca; ahora la estaba viendo. Por primera vez aquel invierno la vio y se convenció, sin necesidad de que se lo confirmase nadie, de su absoluta e indiscutible realidad. Y junto a esta certidumbre adquirió otra, más profunda y extraña: que, con la llegada de ella, todas las cosas habían alcanzado su fin y objetivo, como un río que finalmente desemboca en el mar, y que aquel encuentro de los dos iba a ser para siempre. Sin embargo, como era ella a la que se debía aquella solución universal, tenía que dejarla hablar primero.

Adelaida alzó el velo de Kirstine, le miró a la cara y dijo:

—He venido a pedirte perdón.

Era un comienzo inesperado, y algo extraordinario de oír en sus labios, pero ella debía de saber por qué lo decía. Respondió:

—Muy amable de tu parte.

—A pedirte perdón —dijo ella— por haberte obligado a hablarme del modo en que lo hiciste. Yo no sabía que las cosas que te hice decir eran ciertas.

Muy pocas veces había necesitado él explicaciones de ella; siempre sabía de lo que estaba hablando. Dijo:

—Sí, eran ciertas.

—Yo no lo sabía —repitió la joven.

—No tiene importancia —dijo él.

—He estado pensando en esto todo el tiempo —dijo ella—. He pensado que lo mejor sería que me dijeses las mismas cosas otra vez, ahora que sé que son ciertas.

—¿Que fui a despedirme? —dijo Ib—. Sí, es cierto, ayer fui a despedirme.

—No, no eso —dijo ella—. Lo primero que dijiste.

—¿Que te amo? —dijo él.

—Sí —dijo ella.

—Te amo —dijo él.

Hubo un corto silencio, grávido de significado.

—¿Quieres oír estas palabras por tercera vez? —preguntó Ib—. Han sido dichas centenares, miles de veces. Me pregunto si no son las únicas palabras que he dicho jamás.

—Dime más cosas, Ib —dijo Adelaida—. Háblame, ahora que sé que dices la verdad.

Ella le incitaba a hablar por un motivo particular. Nunca había acabado de creerse las declaraciones de amor que le hacían sus pretendientes. Sabía que era natural que la amasen, y sin embargo nunca se había convencido del todo de que fuera así. Además, aquellas declaraciones eran torpes e insípidas en comparación con las que había leído en los poemas u oído en las canciones. Ahora con Ib sería distinto. Él hablaba con palabras propias, muy parecidas a las de los poemas o las canciones. Saber con certeza que era amada como debía serlo introduciría una diferencia en su vida. Una diferencia definitiva.

—¿Qué quieres que te diga, Adelaida? —preguntó él de nuevo; y soltó una ligera y gentil carcajada. A ella la risa del joven le pareció poco humana, como un sonido que se oye en el bosque sin saber de dónde viene ni si es el arrullo de un pichón o el susurro de las copas de los árboles—. No soy muy capaz de encontrar las palabras. Ni tú ni yo somos muy capaces de encontrar palabras, ¿verdad? Y tampoco hay nada de que hablar. Todas las cosas bellas y amables del mundo son señales de la llegada de Adelaida: «Adelaida viene», o ecos de su presencia: «Adelaida ha estado aquí». ¿Te basta con eso?

»En un tiempo —prosiguió lentamente— tenías un vestido azul pálido. Un día de verano salí a navegar a la bahía; hubo una ráfaga de viento, el bote capotó y creí que me hundía. El agua era de un color azul pálido y pensé: “Ahora Adelaida me está cubriendo con su manto”.

»¿Cuáles son, si no, las palabras que quieres que repita por tercera vez? Ayer me ordenaste que te dijera que en el último momento de mi vida te daría las gracias porque existes y eres tan hermosa. Escucha, pues, estas palabras por tercera vez, aunque éste no es el último momento de mi vida. Te doy las gracias, Adelaida, porque existes y eres tan hermosa. Y eres tan hermosa.

Si ahora los dos jóvenes hubieran seguido repitiendo el diálogo del día anterior en el gabinete azul hasta llegar al beso, su problema se habría resuelto solo, sin que hubieran podido hacer nada para evitarlo. El beso estaba presente en la imaginación del muchacho, sin nombre pero muy próximo, como el sello que consagraría su encuentro eterno.

También en la mente de la joven estaba presente el beso; pero ella no era muy consciente de esa presencia, y en todo caso no la sentía tan próxima. No era de naturaleza cariñosa, ni muy dada a caricias; había venido a hablar, y todo su ser estaba concentrado en lo que tenía que decir.

—Nadie sabe que estoy aquí —dijo.

Él no dijo nada, pero su rostro era suficientemente expresivo.

—Podría venir aquí de nuevo —dijo ella, en el mismo tono— y nadie lo sabría.

Por un instante la total y absoluta ignorancia de Adelaida de las prosaicas realidades de la vida, que era la fine fleur de la educación que ella había recibido —como las demás jóvenes aristócratas de su tiempo— y que se había conseguido gracias a una tenacidad y una vigilancia continuas que en épocas posteriores serían inimaginables, despertó en él la reverencia, que era el más refinado producto de la educación de los jóvenes de la clase alta. Frente a aquella original pureza, su propio pasado le pareció algo sórdido, deleznable. Era paradójico que ella estuviera tan por encima de él, y que no obstante la responsabilidad de la situación recayera en él. Ib sabía muy bien lo que, según el código de la moral más ortodoxa, tenía que decir: «Adelaida —habría debido decirle—, no está bien que hayas venido; no está bien que alguien sepa que has venido. Déjame acompañarte a tu casa». Pero la moral ortodoxa se había convertido en una cosa de un pasado ido para siempre. La norma sagrada de los suyos, de su medio y de su tiempo, desapareció detrás del horizonte; las personas que los amaban, que confiaban en ellos y de quienes ellos dependían, desaparecieron también. Y aquí estaban finalmente Ib y Adelaida, solos en el universo. La joven y preciosa sangre que corría por sus venas se alzó como una ola para precipitarlos el uno en brazos del otro.

Y en aquel momento, en el preciso instante en que Ib había decretado la abolición de todas las leyes exteriores, la ley de su propio ser habló y dictó sentencia.

Ib no era muy culto y no estaba habituado al intercambio de ideas abstractas. Nunca hubiera podido formular, con el pensamiento o con la palabra, este principio: que la tragedia deja que la heroína sacrifique su honor al amor, y permite sin inmutarse la ruina de Gretchen, Ofelia o Eloísa. No adivinó que era por obedecer a la ley de la tragedia que menos de una hora antes él mismo había aceptado la ruina de su hermana. Ni tampoco hubiera podido formular con el pensamiento o con la palabra el principio de que la tragedia prohíbe al héroe hacer lo mismo.

Ser el amante secreto de una gran señora. Encontrarla en los salones, a la luz de los candelabros, y recibir una sonrisa furtiva, una sonrisa en el espejo, en memoria de su último encuentro secreto. Escribir billets-doux con manos temblorosas y enviarlos clandestinamente a través de sirvientes sobornados. El temblor del joven cuerpo en sus brazos, con el temor a ser descubiertos. Su propia sonrisa ruin de triunfo al ver a los rivales bailando con ella y tratando abiertamente de obtener su posesión legítima.

Todas esas cosas, con el futuro que le depararían, pasaron por su mente. No las evocó, acudieron solas, una por una, y una por una las inspeccionó, sinceramente, sin prejuicios. Al final, su misma situación pareció inesperadamente cobrar voz propia y le habló, recitando un verso de una comedia que había visto un año antes con Leopoldo en la Comédie Française:

Je m’appelle Ruy Blas, et je suis un laquais.

Lenta, muy lentamente, la sangre que había inflamado su rostro, inclinado hacia el de ella, retrocedió, y el fuego se extinguió de su mirada.

—No, Adelaida —dijo—. Antes querría morir.

Esta expresión puede emplearse en el lenguaje cotidiano con ánimo ligero y trivial, como cuando se dice: «Antes querría morir que acostarme con esa mujer». Allí las palabras cayeron más pesadamente, como cae un hacha. Su sentido era literal: expresaban la delicada elección de un joven entre la vida y la muerte.

Ella le conocía demasiado bien para correr el riesgo de no entenderle; era el sentido cotidiano de la frase lo que habría encontrado desprovisto de significado. Esas palabras, que habían salido directamente del corazón de Ib con menos intervención quizás de la voluntad o la razón que ninguna de las que había proferido hasta entonces, fueron directamente al corazón de Adelaida, lo atravesaron incluso, como se dice que un arma muy delgada y afilada puede atravesar el corazón sin que la víctima se aperciba. La joven las sintió como si le hubieran entregado un objeto demasiado pesado de sostener, sin lugar alguno donde depositarlo. Hasta aquel día las cosas le habían sucedido como esperaba, o incluso casi siempre un poco mejor. Dejó que los ojos vagaran al azar por la habitación. Hasta entonces, en todas las habitaciones en que ella estuvo había siempre alguien dispuesto a sostenerla y consolarla. Aquí no había nadie.

Como ella permaneciera inmóvil sin decir nada, él repitió su frase:

—Antes querría morir.

Ella le miró. En aquel momento único, definitivo, sintió que si pudiera decir una palabra o hacer un movimiento en dirección a él, aún podría vencerle. Pero no fue capaz de decir una palabra o hacer un movimiento.

Así, después de un silencio, la bella Adelaida habló por última vez a su amigo y amante.

—Tú —dijo lentamente—. Y yo.

Estas palabras no se borrarían jamás de la mente de Ib. Pero en ella adquirieron una misteriosa cualidad: eran indefinidas, si se las contemplaba directamente cambiaban y se desvanecían. Cuando las escuchó por primera vez, en el salón de tía Natalia, resonaron como un veredicto, abriendo un abismo insalvable entre ella y él. Después, al recordarlas, en la palabra «tú» había sorprendentemente una nota de compasión y en la palabra «yo» un acento plañidero, como el lamento de un niño. Cuando en las noches lluviosas de invierno en Jutlandia se oye el lamento del sarapico, primero de un lado y después del otro, los campesinos os dirán que es el diálogo de dos amantes muertos que han perdido su felicidad hace mucho tiempo y ahora se reprochan mutuamente la pérdida. Había horas en las que Adelaida cantaba para Ib con la voz del sarapico. Hacia el final, en el momento en que él iba a darle las gracias por existir, las palabras adquirían un timbre mágico, uniéndolos por toda la eternidad.

Ella no tenía nada más que hacer allí, y se fue. Pasó junto a él con la cabeza alta, la cofia de Kirstine como una tiara, e Ib no supo nunca que bajo los pliegues de la falda de Kirstine las rodillas le flaqueaban. Cuando él le abrió la puerta de la calle, la frescura de la tarde de primavera los envolvió como si fuera la primera vez que salían al aire libre. Ella se fue a pie calle abajo, y a él le pareció incorrecto quedarse allí inmóvil, contemplando su espalda esbelta y erguida mientras se alejaba. Entró de nuevo y cerró la puerta.

De vuelta en las habitaciones de la casa, pasando del salón al gabinete, sus ojos se posaron de nuevo en la carta de Leopoldo: no recordaba haberla visto antes; la cogió y la leyó, pero no pudo entender el significado de las palabras.

Le llegó el eco de su propia voz: «Antes querría morir». «Sí, eso dije —se dijo—. No voy a quedarme aquí preguntándome cómo es que no estoy muerto». Por último pensó: «Iré a ver a Drude».

En el mismo momento en que Ib recorría de arriba abajo las habitaciones de la casa de Rosenvaenget —a veces en un silencio mortal, que no turbaba sonido alguno, otras acompañado por el claro bullicio de las risas y los gritos de los niños que jugaban en el pavimento frente a la casa—, en las calles de Copenhague resonaba una briosa marcha: el Liebesflucht, la escapada amorosa de Adelaida.

Hasta aquel día no había andado nunca sola por la calle. El camino de ida a Rosenvaenget había sido como una aventura, y los desconocidos con que se cruzaba y que le pasaban tan absurdamente cerca adquirían para ella una extraña importancia. En el camino de vuelta no vio a nadie.

Aunque anduvo todo el tiempo a paso sumamente lento, como una anciana, ella se imaginaba entregada a una fuga loca y sin freno. Una fuga en verdad loca y contraria a la naturaleza, puesto que estaba huyendo, desoladamente, del único lugar del mundo en que ansiaba estar, como una pieza de hierro despedida por el propio imán, o como una potente tormenta que avanza contra el viento y oscurece el sol.

Cuando hubo dado un centenar de pasos, todas las sensaciones dispersas de su mente se concertaron para desencadenar una furiosa cólera. Había sido insultada, tenía que vengarse, y si no se vengaba, moriría. Sus pensamientos seguían un curso paralelo a los de Ib una hora antes, cuando leía la carta del hermano de Adelaida a su hermana. Apelaría a ese hermano para que buscase reparación a la mortal afrenta; apelaría a su padre, a sus jóvenes adoradores. Si no conseguía que el culpable desapareciese de este mundo, ¿cómo podría vivir en él? Reclamaba sangre como hiciera Ib y, al igual que la habitación de tía Natalia para los ojos de él, la calle con sus carruajes y los caballos de patas fatigadas adquirió para ella la tonalidad de rojo profundo.

Sentía la indignación y la ira físicamente, como un dolor insoportable en la boca del estómago. El centro de su hermoso cuerpo, del que una dulce satisfacción tenía que haberse transmitido a todos sus miembros, estaba contraído como un puño, y el dolor la hacía doblarse como una hoja seca bajo la helada; hubo de allegar todas sus fuerzas para retener el grito que le subía a los labios: «Es schwindelt mir, mir brennt mein Eingeweide!». «¡Tengo vértigo, me arden las entrañas!»

Recorridos otros cien pasos, el rostro de Ib se le apareció repentinamente, como lo viera por última vez antes de separarse. El sufrimiento cambió entonces de lugar y de naturaleza. De repente se le subió al pecho, oprimiéndole el corazón y proyectándose tentacularmente a sus hombros y brazos, a sus codos, a sus muñecas y a sus diminutas manos.

Este dolor aún más terrible no era ya cólera o sed de venganza, sino que se había transformado en piedad, piedad por el amigo del que se había separado. Había que consolar y confortar a Ib, o, si esto no era posible, ella debía morir.

Porque Ib era bueno; era el hombre más bueno del mundo, gentil, sereno, fuerte y profundo. Era ella, Adelaida, la que era dura y afilada como un cuchillo; era ella la que tenía que desaparecer del mundo para que en él pudiese seguir existiendo la bondad. O había que demostrar, si todavía era posible, que no era tan dura, acerada y fría como parecía. Para eso de nada servía apelar a los hombres de su casa, o a sus admiradores; ¿a quién o a qué, pues, pediría ayuda? Como el presente era tan oscuro e inhóspito, trató de refugiarse en el pasado. Pero el pasado, una vez abierta su puerta, se precipitó sobre ella y la aplastó bajo centenares de imágenes.

Se vio en las batidas de otoño en compañía de Ib, en un bosque de hayas multicolores, contemplándole mientras abatía los relucientes pájaros en el aire claro y glacial. Veía a Ib a los quince años, curando la pata de su perro. Se veía buscando grosellas en el bosque con Ib y con Leopoldo. Aquel día Ib había robado una botella de oporto de la bodega, y bebió hasta emborracharse. Le vio bailando y cantando desaforadamente en el césped, cayendo finalmente dormido bajo el sangüeso, en el calor de la tarde. Vio a Ib que le leía la Odisea, con tanta intensidad que ella misma se sorprendió siguiendo las vicisitudes de Ulises con el corazón palpitante.

Una noche de verano surgió del pasado con especial claridad. Ib había obtenido el permiso del padre de Adelaida para cazar un corzo en la pradera, y ella se había escabullido del castillo para acompañarle. En la pradera la larga hierba estaba empapada de rocío; pronto sus zapatos y medias, y las blancas enaguas, se empaparon también, hasta la rodilla. Mientras estaban al acecho, él le señaló la luna nueva recortada en el cielo nocturno como una pequeña hoz de plata, y el cielo, igual que un baño de rosas, parecía reflejarse como en un espejo en las hierbas floridas que los rodeaban, de un color rosado y púrpura pálido. Ib le dijo los nombres de las hierbas: heno blanco, cedacillo, cola de zorra, cerecilla, avena silvestre. Ella había estado muy cerca de tener una experiencia mística en esa ocasión; nunca hasta entonces se había acercado tanto a la plena fusión con la tierra y el cielo, con los árboles y la luna. Sin embargo, el milagro no había acabado de producirse, y ahora Adelaida sabía por qué. Tenía que haber besado a Ib.

Miraba hacia adelante mientras iba andando, y no veía más que el liso y duro pavimento de las calles. Esta calle era ahora la imagen de su propio camino en la vida. Liso y duro, lo que la gente llama un camino llano, un paseo por un terreno sin vida: suelos encerados, escaleras de mármol, nuevos pavimentos de ciudades nuevas. En adelante tendría que seguir su camino; contraería un gran matrimonio y viviría rodeada de cosas lisas, duras y sin vida: oro y plata, diamantes y cristal. Cuán distinto, cuán escabroso sería el camino de Ib en la vida. En la pradera, en el alto herbazal de heno blanco, cerecilla y avena silvestre, el camino era accidentado; en las fangosas rutas del campo los cascos de los caballos salpicaban cieno y agua, y en los bosques de invierno las hojas muertas crujientes, cubiertas de escarcha, se apilaban hasta la rodilla y había que abrirse paso a través de ellas. Pero las cosas alrededor de Ib pertenecían a la tierra y no habrían sido hechas por gentes lisas, suaves y duras. La tierra fresca del mundo no le abandonaría, se quedaría pegada a sus sucias manos de adolescente, pringosas de las escamas de pescado adheridas cuando sacaba la trucha del anzuelo y se la ofrecía, rojas del jugo de las moras silvestres o manchadas de sangre y de grasa.

Otra vez le subió el dolor por el cuerpo. Por unos segundos le apretó tanto la garganta que creyó verdaderamente que iba a morir; luego siguió subiendo y se situó detrás de los ojos. Ya no eran solamente su propia pena o la pena de Ib; era la tristeza misma de la vida y de todas las cosas vivas que le presionaba los párpados, le llenaba las cuencas de los ojos de lágrimas como un vaso rebosante. Si no conseguía llorar, se moriría.

El intolerable dolor en el puente de la nariz le hizo recordar el sentido del olfato de Ib, agudo como el de un perro de caza. En el curso de sus paseos se paraba a veces repentinamente husmeando el aire, arrugaba la nariz y le comunicaba la presencia de setas debajo de la tierra, no lejos de allí. En aquel momento de aflicción, en medio de la calle, se percató con fatal certidumbre de un hecho que era la culminación del desconsuelo y la desesperación: «¡He perdido el olfato!; en la larga, larga serie de años que me esperan no habrá olores. Durante todos ellos caminaré en vano por la avenida de tilos que lleva a mi casa, en vano pasaré frente a los macizos de flores y los campos de fresas maduras. Entraré en el establo para dar de comer el perfumado pan negro al oloroso Khamar, y ninguno de ellos tendrá nada que decirme».

Se asía a la idea del olfato como un náufrago a una tabla, por dos razones: en primer lugar, porque sentía que la memoria era lo único que le quedaba, y de los cinco sentidos el olfato es el más fiel servidor de la memoria, y el que lleva el pasado más directamente al corazón. «Le nez —se ha dicho— c’est la mémoire». En segundo lugar, como los aromas y los olores del mundo no pueden describirse con palabras, sino que eluden la supremacía del lenguaje, su dominio en la naturaleza humana escapa al de la palabra hablada o escrita. En aquel momento ella odiaba y temía las palabras más que a nada en el mundo.

Si hubiese estado allí el profesor Sivertsen, que le había enseñado a pintar a la acuarela y era tan experto en tragedias y en narices, le habría dicho:

«Te imaginas, pobre niña, que estás llorando la pérdida de tu olfato y que si no lo recuperas habrás de morir. Eres una chica ignorante (como todas las de tu clase) y no puedes saber que en realidad lloras porque la tragedia se ha ido de tu vida. Has dejado la tragedia a tu amigo, en el salón de Rosenvaenget, y tú misma, por el sendero llano y suave de la vida, has entrado en el reino de la comedia, el teatro de salón o, quizás, la opereta. Lo que en realidad sientes ahora es que, si no puedes derramar lágrimas (las últimas lágrimas de tu vida) por la pérdida de la tragedia, habrás de morir. ¡Llora, mi pobre inocente Adelaida, llora la pérdida de tu nariz!»

Pero ¿dónde, en qué lugar podría llorar Adelaida? Si dejaba correr libremente las lágrimas en la calle, los transeúntes se girarían alarmados, le harían preguntas y quizás incluso la tocarían, y la idea de las gentes comportándose de esa manera con una muchacha que lloraba la pérdida de su olfato era terrible. Si lograba retener las lágrimas hasta encontrarse de nuevo en su habitación —cosa apenas posible, porque le estaban quemando el cerebro—, Kirstine, a la que probablemente la situación habría puesto nerviosa, se asustaría y advertiría a su madre, quien se asustaría a su vez y mandaría llamar al médico de la familia, y entre todos le harían preguntas y le tocarían los hombros y las mejillas.

Así era el mundo: no había lugar en él para quien quisiera llorar. Los que quisieran comer o beber encontrarían, no lejos de allí, un lugar en el que comer y beber. Los que desearan bailar encontrarían, ella lo sabía, un lugar no muy lejano donde bailar. Los que quisieran comprarse un sombrero nuevo encontrarían, por lo menos mañana por la mañana cuando abrieran las tiendas, un lugar donde comprarlo. Pero en todo Copenhague no había un solo sitio en el que un ser humano pudiese llorar. Este hecho —cuando se percató de él— significaba la muerte para ella. Porque si no podía llorar, se moriría.

Mientras iba caminando así, sola en el mundo, acertó a pasar frente a un cementerio que no había visto en el camino de ida. Andaba tan lentamente que a cada paso era casi como si se detuviese; cuando se encontró frente a la entrada del cementerio se detuvo del todo, reflexionó y cruzó el umbral.

Nunca había pensado mucho en los cementerios. Eran lugares lóbregos con muertos bajo la tierra, piedras y lápidas encima, y rejas y setos que los encerraban. En aquellos tiempos las señoras no iban a los entierros, y la mayor parte de sus amigos tenían los mausoleos familiares en sus propiedades. No recordaba haber puesto nunca los pies en un cementerio de la ciudad. Ahora, sorprendentemente, aquel cementerio desconocido de Copenhague la recibía con silenciosa piedad y comprensión; en el momento mismo en que franqueó la puerta de entrada le pareció que la acogía en sus brazos. Las lágrimas empezaron a caer de las pestañas de sus ojos medio cerrados; pronto, pronto fluirían sin freno.

Como era domingo, había gente aún paseándose entre las tumbas o prodigándoles cuidados, desbrozando las plantas silvestres del invierno o rastrillando los brotes de primavera, o bien depositando coronas. Todos iban vestidos de negro, como Adelaida misma. Una mujer cubierta con un velo de viuda, que había estado llorando, se secaba las últimas lágrimas en la puerta con su pañuelo, y Adelaida recordó que ella también llevaba un pañuelo. Las lágrimas empezaron a fluir más deprisa, pero aún no se atrevía a emitir ningún sonido. Anduvo sin rumbo fijo, mirando a derecha e izquierda para encontrar una vieja tumba en la que sentarse, porque tenía miedo de elegir un panteón perteneciente a alguien que pudiera encontrarla allí. Finalmente divisó un sepulcro que le pareció completamente abandonado, cubierto de hierba, sin ninguna flor, con una lápida y un banco de hierro. Se dirigió al sepulcro, se sentó en el banco y prorrumpió en sollozos. Así pues, había en el mundo al fin y al cabo algún alivio y felicidad, y ella era afortunada de haber encontrado un lugar en el que poder llorar.

Este hecho la llenó hasta tal punto de gratitud, que al rato se deslizó del banco a la hierba, apoyó el joven hombro y la mejilla suave contra la dura superficie de la piedra y sollozó a gritos, desesperadamente. Había llevado una pesada carga de penas por un largo camino, Ib y su infelicidad, su propio futuro sin alegría y el triste estado del mundo; ahora la depositaba al pie de esta piedra, la confiaba a la custodia de un amigo.

Unas pocas mujeres vestidas de negro pasaron por su lado dirigiéndose a la salida, porque el cementerio iba a cerrarse pronto; cuando la oyeron llorar bajaron levemente la voz. Algunos niños que las acompañaban se detuvieron y la miraron, pero las madres les regañaron y les obligaron a seguir andando.

Después de un largo rato, un caballero muy anciano pasó por el sendero y al ver a la joven apoyada en la piedra se detuvo un momento. A ella le entró un pavor mortal a ser reconocida, pero reflexionó que era más probable que el caballero conociera la tumba, que incluso podría haber conocido a la persona allí enterrada. Quizás se estaría preguntando por qué una joven estaba llorando tan desesperadamente en aquel lugar.

Ésta fue la última vez que Adelaida lloró. A la muerte de su madre, que para ella fue un gran disgusto, no derramó una sola lágrima. Una vieja pariente, que había venido a Jutlandia para el funeral, dijo en aquella ocasión: «Adelaida ha sido siempre una muchacha peculiar. No recuerdo haberla visto llorar nunca, ni siquiera de niña». La memoria de la anciana dama la engañaba; Adelaida, como las otras niñas, había llorado cuando la contrariaban en algo. Pero en la existencia de aquella niña, el domingo de nuestra historia trazó una línea divisoria. Más tarde pensaría en su juventud, hasta los diecinueve años, como la época en que podía llorar.

Permaneció largo tiempo sentada en la tumba, reposando en la única clase de felicidad que le era aún posible: la de confesar a todo el mundo que era un ser humano que lo había perdido todo.

Al final empezó a sentir un poco de frío y notó que los ojos se le iban secando. Tomó el pañuelo y se secó las últimas lágrimas, como había hecho la señora en la puerta. Al levantarse del suelo se volvió hacia la losa para saber, antes de abandonar el lugar al que nunca regresaría, en compañía de quién había estado llorando. Había aún luz suficiente para leer la inscripción:

Aquí yacen los restos mortales de

JONAS ANDERSEN TODE

Capitán de barco

nació el 25 de marzo de 1740

murió el 31 de diciembre de 1815

Fiel a su Rey y a su Patria, guió su barco firmemente por

el mar proceloso. Fue leal en la amistad, consuelo

de los afligidos y entero frente a la adversidad.

De tus preceptos saco inteligencia

Salmos, 119

El rey Christian VII de Dinamarca (1749-1808) —hijo de la bien amada Luisa, hija de Jorge II de Inglaterra, y casado, a los diecisiete años de edad, con Carolina Matilde, de quince, hermana de Jorge III— dio muestras, de niño, de capacidad y talento pero era física y mentalmente degenerado y su vida disipada acabó de minar su salud. A su subida al trono, en 1766, declaró a sus tutores y ministros que iba a «rabiar» durante un año; en esta tarea fue asistido por su amante Katrine, antigua prostituta. Unos pocos años después su cerebro se sumió completamente en las tinieblas de la locura, y el resto de su vida vivió en un aislamiento casi total.

Johannes Ewald (1743-1781), considerado hoy día el mayor poeta lírico danés, era hijo de un piadoso pastor protestante, pero a la edad de dieciséis años se escapó de su casa para probar suerte como tamborilero y soldado en la guerra de los Siete Años. Luego llevó durante un tiempo una vida bohemia y «alegre» en Copenhague. De 1773 a 1776, enfermo y menesteroso, vivió alojado en una posada de Rungsted (hoy Rungstedlund) y allí escribió algunas de sus mejores poesías.

Conversación nocturna en Copenhague

Era una noche lluviosa del mes de noviembre de 1767, en Copenhague. La luna había salido, bien entrada ya en el cuarto creciente; a intervalos, cuando la lluvia hacía una breve pausa, como entre dos estrofas de una canción interminable, su máscara pálida, desolada y lejana aparecía en lo alto del firmamento, detrás de capas y más capas de nubes errantes, de un gris verdoso. Luego se oía nuevamente el rumor de la lluvia, la máscara lunar desaparecía del cielo y sólo las luces de los faroles y de alguna que otra ventana en el oscuro laberinto de abajo se dejaban ver, como medusas fosforescentes en el fondo del mar.

En las calles reinaba todavía una cierta animación. Algunos volvían a sus casas como navíos de líneas regulares que regresan tranquilamente al puerto; otros, naves clandestinas y piratas, pugnaban contra el viento en dudosas travesías entre los negros arrecifes, azotados por las olas. Se oía llamar a una silla de manos, que recogía su carga y, balanceándose, desaparecía en la noche rumbo a cualquier destino ignoto. Una carroza de recargados ornamentos de oro, con cochero en el pescante y lacayos detrás, y un contenido precioso, volvía de cierta reunión; sus ruedas salpicaban agua de lluvia y lodo de la calle en todas direcciones, y los cascos de los altos caballos hacían saltar brillantes chispas de los adoquines.

De las callejuelas y pasajes salían músicas y canciones, acompañadas del ruido de risas y disputas: la vida nocturna de Copenhague estaba aún en pleno apogeo.

De repente el ruido aumentó de intensidad, hasta culminar en un clamor general. Se oían grandes voces y ruidos de cristales rotos en el adoquinado, y de pesados objetos arrojados desde las ventanas de los pisos altos. Exclamaciones y carcajadas se mezclaban en un torbellino, del que salían proyectados hacia lo alto los chillidos de las mujeres.

Dos burgueses de Copenhague, uno alto y delgado, el otro más bien bajo y de estómago prominente, con los cuellos de los abrigos levantados y los sombreros encasquetados hasta las orejas, y precedidos por un criado con una linterna en el extremo de un palo, se detuvieron a la entrada de una callejuela. La lluvia los había inducido a tomar aquel atajo, e iban hablando animadamente de los buques que hacían el recorrido por el cabo de Buena Esperanza para traer especias a Copenhague; tan enfrascados se hallaban en su conversación que hasta les pareció percibir un ligero aroma de cáñamo y vainilla entre los densos y desagradables olores de la calle. Al aumentar el vocerío frente a ellos y llegar los gritos a sus oídos, mandaron detenerse al criado de la linterna y se quedaron mirando pensativamente una casa frente a cuya puerta abierta se había congregado una pequeña multitud; lo que vieron hizo que se curvaran sus espaldas y se les alargara el semblante. Pero no dijeron una palabra.

No era seguro que el escándalo que estaban presenciando fuera una vulgar riña nocturna, contra la que pedir auxilio a los defensores de la ley y reclamar el castigo divino. No, era muy posible que fuese exactamente lo contrario: una pena y una vergüenza para ellos. Las gentes de la callejuela no eran chusma; entre los alborotadores había distinguidos señores de la corte. No era imposible, era incluso probable, que el joven rey del país, un niño aún, estuviese al frente de ellos.

Sí, era un niño aún y se decía que en su infancia había sido educado con excesiva severidad, incluso maltratado, por su tutor, el viejo conde Ditlev Reventlow; las madres de Dinamarca lloraban pensando en el pobre niño huérfano. Bien podía el pueblo leal cerrar los ojos ante los excesos de un joven rey; pero en su palacio aguardaba la joven reina inglesa, blanca y rosada, que dentro de dos meses, Dios mediante, daría a luz un príncipe heredero de los dos reinos de su padre. Y él estaba aquí, mezclado en una riña nocturna, embriagado y enloquecido por el vino, ayudando a su amante a ajustar viejas cuentas con otras mujeres de su oficio. ¡Qué gente innoble eran aquellos servidores y favoritos del rey —los condes, chambelanes y consejeros— que llevaban por tan malos caminos al joven ungido del Señor, al amado hijo de la difunta reina! Los dos caballeros de Copenhague recordaron, mientras permanecían inmóviles y se les iban enfriando los pies, una historia que corría por la ciudad; hacía poco, y en una noche como ésta, el rey por la gracia de Dios había llegado a las manos con el vigilante nocturno, que le puso un ojo morado, y en venganza el rey se había llevado al palacio el chuzo del vigilante. ¿Qué pensarían, en los reinos y principados extranjeros, del rey de Dinamarca y de Noruega? Y su pueblo, que durante centenares de años había ostentado con orgullo su lealtad al monarca y a la casa reinante, ¿cómo podría sufrir ahora semejante dolor sin que se le quebrara el corazón?

Sin embargo, los caballeros no dijeron nada, se tragaron en silencio su pena y la de todo el país. Con ellos, en cualquier caso, el secreto estaría seguro como en una tumba.

El agudo silbato de un vigilante nocturno se hizo sentir sobre el bullicio. En un momento el tumulto se dispersó en todas direcciones. Siguieron voces y gritos, el estrépito de una puerta cerrándose violentamente y el rumor de unos pasos que se alejaban rápidamente. La luz de una ventana capturó un instante el forro rosado de una capa y acarició un lazo de seda turquesa que desapareció de inmediato; un instante después las luces de la calle se reflejaban en los galones de un uniforme de oficial de la armada, que parecía cubrir unas formas muy jóvenes y redondeadas. Una exclamación jocosa en francés, lanzada por encima de un hombro en fuga, fue respondida por una violenta retahíla de juramentos en danés. Finalmente los colores y las voces se escabulleron por las callejuelas laterales, y la aventura terminó. Sólo quedaron unas pocas capas de los vigilantes nocturnos, recortadas contra la luz que salía de las puertas abiertas a la calle.

Los dos burgueses reemprendieron su marcha, de vuelta a los paisajes más placenteros de la pimienta y la nuez moscada. La ligera fragancia iba acompañada esta vez del suave aroma de la resignación piadosa.

Un hombre muy joven, de silueta pequeña y frágil envuelta en un amplio capote, se había separado de sus compañeros en el fragor de la riña callejera y ahora estaba perdido en aquel dédalo de patios, pasajes y escaleras. Miraba a su alrededor, corría, volvía a mirar; al final fue a dar al rellano superior de una escalinata empinada, estrecha y de peldaños desgastados. Allí se detuvo, sin aliento, y permaneció de pie, con su delgado cuerpo recostado en una esquina. Cuando hubo recobrado un poco el aliento, se llevó las manos a la garganta para aflojar el cierre de la capa. En una de ellas tenía un estoque cuya vaina había perdido, y que le dificultaba los movimientos. Lo depositó en tierra, tambaleándose ligeramente al hacerlo. Pero el cierre se le resistía aún, y tuvo que buscar a tientas el arma por el suelo sucio, con los dedos extendidos, hasta que localizó la empuñadura. Cuando tuvo el estoque de nuevo en la mano, lo blandió varias veces en el aire, siempre en un silencio absoluto, callado como un muerto: ni una exclamación, ni un juramento, ni un sonido salieron de sus labios.

Pero en la oscuridad, frente a la casa silenciosa, sus ojos estaban muy abiertos. No sabía —y pensó que en aquel lugar no podría saberlo nunca— si su loca carrera había sido una broma espléndida, un juego del escondite entre las casas, o si estaba huyendo de un peligro mortal, perseguido por el diablo mismo. No había nadie que pudiera decirle si al minuto siguiente sería levantado en brazos y celebrado por un grupo de amigos, entre risas y gritos, o si una mano despiadada, temida por igual en las pesadillas y en la realidad, se abatiría sobre él de repente. Estaba solo.

No recordaba haber estado nunca solo en su vida. La conciencia de su absoluto aislamiento descendía sobre él lentamente, pero con fuerza; en un principio le hizo sentir un cierto mareo o vacilación, luego le alzó como una ola. Finalmente iba a gozar del desquite, señalado y justo, sobre todos los que hasta entonces le habían rodeado; ¡por fin, por fin el triunfo, la apoteosis prometida! Se aferró frenéticamente a la idea. Aquí en la oscuridad, se había convertido en una estatua de sí mismo, un bloque único de mármol, puro y sólido, invulnerable e imperecedero. Pero al cabo de un tiempo empezó a temblar, hasta que los dientes le castañetearon.

Un poco más arriba, donde terminaba la escalera, una luz salía de debajo de una puerta. Algún significado había de tener aquel rayo de luz estrecho y claro que iba, venía y se multiplicaba. Lentamente llegó a la conclusión de que detrás de aquella puerta, e iluminado por esa luz, tenía que haber alguien. Pero ¿quién? Centenares de rostros poblaban la oscura ciudad a su alrededor. Había gente, recordaba haberlo oído decir, que se moría de hambre y se dedicaba al pillaje, gente que asesinaba, gente que practicaba magias secretas. Acudieron a su mente fantasmas de viejas pesadillas, y pensó que era verdaderamente posible que estuvieran allí mismo, en aquel lugar en el que no había estado nunca antes.

Su oído percibió ruidos; detrás de la puerta una mujer estaba llorando, y un hombre joven la consolaba. Rápidamente —con una seguridad y una dignidad sorprendentes, y evitando al propio tiempo poner la mano en la grasienta barandilla— subió los últimos peldaños, puso dos dedos en el pomo de la puerta e hizo presión. La puerta no estaba cerrada con llave y se abrió.

Entró en una habitación pequeña, negra como la pez en los rincones, porque la única iluminación provenía de un cabo de vela que ardía sobre la mesa, pero con alegres colores cambiantes allí donde llegaba la luz. Junto a la vela había un frasco de licor claro y dos vasos. Además de la mesa y de la silla de madera de tres patas colocada a su lado, la habitación estaba amueblada con un viejo arcón, un sillón de doraduras gastadas y raída tapicería de seda y un gran lecho de baldaquín, con colgaduras de un desvaído color carmesí. Una enorme caldera colgada de la pared calentaba la habitación, y se percibía un agradable olor a manzanas, que se estaban asando encima de la caldera y de vez en cuando siseaban y chisporroteaban.

La señora de la casa, una joven alta y rubia, pintada de blanco y encarnado y completamente desnuda debajo de la camisa de dormir con lazos de color rosa, estaba sentada en la silla de tres patas y se mecía suavemente mientras inspeccionaba una media blanca que había enfundado en los dedos abiertos de la mano izquierda. Al abrirse la puerta interrumpió lo que estaba haciendo y giró la cara hinchada y malhumorada. Un hombre joven en mangas de camisa y tirantes, con zapatos de hebilla y una pierna desnuda, estaba tumbado en la cama con la vista fija en el dosel.

El hombre volvió los ojos perezosamente hacia el visitante.

—Querida —dijo—, ya no podemos discutir de la naturaleza del amor en privado. Tenemos un visitante —observó al recién llegado—. Y elegante, además —prosiguió lentamente mientras se incorporaba—. Un caballero, un refinado cortesano del palacio real. Somos honrados... —interrumpió súbitamente el discurso, hizo una pausa, balanceó las piernas a un lado de la cama y se puso en pie—. ¡Somos honrados —exclamó— por la visita del Señor de los Creyentes, el Gran Sultán Orosmán en persona! Nadie ignora que de vez en cuando Su Gloriosa Majestad se digna visitar los más humildes hogares de su buena ciudad de Solyme para, de incógnito, conocer mejor a su pueblo. ¡Señor, nunca podríais haber encontrado un lugar más idóneo para vuestras indagaciones que este en el que estáis!

El visitante parpadeó frente a la luz y las caras que le estaban contemplando. Un instante después se puso rígido y palideció.

—L’on vient —susurró.

—Non —gritó el joven que llevaba puesta una sola media—, jusqu’ici nul mortel ne s’avance!

Se adelantó bruscamente y cerró con llave la puerta. El leve chirrido del metal hizo estremecer al joven de la capa, pero enseguida la certeza de tener una puerta cerrada a sus espaldas pareció tranquilizarle. Aspiró profundamente el aire.

—O mon Soudane! —dijo el anfitrión—. ¡Ved que Venus y Baco reciben igual culto en nuestro pequeño templo, y aunque no son sus más nobles uvas las aquí exprimidas, en todo caso es su jugo no adulterado, su esencia misma! Estos dos son los más honrados de nuestros dioses, y en ellos ponemos toda nuestra confianza. Vos debéis hacer lo mismo.

El recién llegado paseó la mirada por la habitación. Cuando se dio cuenta de la clase de lugar al que había ido a parar, una sonrisa ligera y lasciva afloró a su semblante.

—¿Me tomas por un cobarde? —preguntó, la sonrisa aún en sus labios.

—¿Por un cobarde? —respondió el otro—. No, en absoluto; os considero, Señor Todopoderoso, un viajero sentimental. Como dice un sabio y amado maestro mío, «el hombre que desdeña o teme franquear un umbral oscuro puede ser un hombre excelente, válido para cien empleos, pero nunca será un buen viajero sentimental». Creo que, igual que yo, antes de esta noche debéis de haber pisado —creo, ¡ay!, que igual que yo después de esta noche seguiréis pisando— muchos umbrales oscuros y desconocidos. ¡Creo incluso que vos y yo haremos esta noche un auténtico viaje sentimental juntos!

Hubo un breve silencio. La muchacha seguía sentada con la media en la mano y miraba alternativamente a uno y otro joven.

—¿Cómo os llamáis, vosotros dos? —preguntó el huésped.

—Ciertamente —respondió su anfitrión—, Vuestra Majestad habrá de perdonarme que no le haya presentado inmediatamente, como exigen las reglas de la cortesía, a estos humildes servidores vuestros, tan cercanos del Cielo. Aunque vos mismo prefiráis mantener el anonimato, no es evidentemente correcto por nuestra parte ocultaros nada de nuestra naturaleza o condición.

El anfitrión estaba casi tan bebido como el huésped. Vacilaba sobre sus pies, y la lengua se le trababa ligeramente; ceceaba algo al hablar. Pero al propio tiempo, la embriaguez había dado alas a su discurso e imbuido su alma de fuertes y alegres emociones. Miró a su huésped con ojos claros, brillantes y tiernos, y dándose cuenta de que hacían falta tiempo y palabras para que el fugitivo se sintiese cómodo con la compañía, siguió hablando.

—Así pues, como os decía, el nombre de nuestra amable anfitriona —dijo— es Lise. Yo la llamo Fleur-de-Lys, como la heroína de pureza igual a la del lirio de los viejos trovadores, a la que se parece. Otros adoradores suyos, empero, la llaman Lise la Quisquillosa, reconociendo así, aunque torpemente, su carácter altivo y la sensibilidad de su piel. Sin embargo, estos nombres os los menciono en passant y sin que la cosa tenga importancia alguna. Porque se la puede llamar con cualquier nombre de mujer que un joven de Copenhague lleve impreso en el corazón, y así su pequeña persona representa a todo su sexo. El maestro que he mencionado hace poco ha dicho: «El hombre que no sienta afecto por el sexo femenino en su integridad no será capaz de amar como es debido a una sola mujer». Lise, pues, es la verdadera y digna sacerdotisa de nuestra diosa.

»Y yo —prosiguió—. ¡Yo! Vuestra Majestad, me atrevo a esperar, habrá observado ya que soy un caballero. Además de esto soy, sauf votre respect, un poeta, es decir, un bufón. ¿Mi nombre? Como poeta, Dios perdone a los lectores de Dinamarca, no tengo nombre aún. Pero en mi calidad de bufón puedo tomarme la libertad, como el maestro que he citado dos veces, de llamarme a mí mismo Yorick. “¡Ay, pobre Yorick! Un hombre de una gracia infinita y de una fantasía portentosa, y ahora ¡en este lugar y en este estado! ¡A qué viles usos, amigo y hermano, podemos volver!”

Durante un momento permaneció absorto en sus pensamientos. «Volver», repitió para sí, y exclamó, con tono de profunda amargura:

—¡Querías volver a tiempo para el entierro de mi padre, has vuelto justo a tiempo para la boda de mi madre!

Se serenó, y alejó de su mente los pensamientos tristes.

—Ahora, señor —dijo—, debéis sentiros con nosotros como en casa, como en el cielo o en la tumba. Porque, en todo caso, ¿quién tiene menos probabilidades de traicionar a un rey par la grâce de Dieu que un poeta, que lo es por la misma gracia? ¿Y, por la misma gracia, que una...?; pero a Lise no le gusta la palabra, y no la voy a pronunciar.

De nuevo se quedó callado, pero despierto, atento, concentrado todo su ser en el momento presente, y dio un paso adelante. Cogió la botella, llenó los vasos, y alegre y solemnemente le tendió uno al extraño.

—¡Brindemos! —gritó—. ¡Brindemos por este instante que, por su naturaleza misma, es eterno y al mismo tiempo, y también por su naturaleza, inexistente! La puerta está cerrada; ¡oíd cómo llueve! Nadie, en el mundo entero, sabe que estamos detrás de ella. Además, nosotros tres nos encontramos, en cierto modo, en un estado de gracia tal que mañana habremos olvidado esta hora y nunca, nunca volveremos a pensar en ella. En este instante, pues, el pobre habla libremente con el rico y el poeta conjura su imaginación en honor del príncipe. El propio sultán Orosmán puede aquí, como nunca ha podido antes ni, ¡ay!, nunca podrá después, desprenderse de su pesada carga de dolor, incomprensible para el común de los mortales, y confiarla a dos corazones humanos, los corazones de un poeta y una prostituta. Sea este instante como una perla en la concha de la ostra, en lo hondo del oscuro Copenhague que se agita a nuestro alrededor. ¡Vivat, señor mío y amante mía! ¡Vivat esta hora que muerta ha nacido, que está destinada a la muerte!

Alzó su vaso, lo apuró y permaneció inmóvil. Su huésped, obediente como una imagen en el espejo, imitó cada uno de sus movimientos.

Este último vaso, sumado a los que habían trasegado toda la noche, surtió en ellos un potente y misterioso efecto. Las dos pequeñas figuras parecieron crecer, un rubor noble y profundo coloreó las dos caras pálidas, y una luz radiante iluminó los dos grandes pares de ojos. Anfitrión y huésped resplandecían, y por un momento estuvieron tan próximos como si lucharan enfrentados, o se hubieran fundido en un abrazo.

—Ôtez-moi donc —dijo súbitamente el invitado en voz baja— ce manteau qui me pèse!

Permaneció inmóvil, con el mentón un poco alzado, los ojos fijos en la cara del anfitrión, mientras éste tiraba del cierre y le sacaba el pesado capote. Debajo de la capa el extraño llevaba una casaca de seda gris perla y un chaleco con bordados de color azul marino; los encajes del cuello y de los puños estaban desgarrados. La palidez de los vestidos daba a toda su figura un aspecto inmaterial y brillante, como si un joven ángel hubiera descendido a la cámara calurosa y cerrada. Pero, al caer hacia atrás, el manto quedó extendido sobre el respaldo del sillón y su forro de terciopelo dorado profundo pareció absorber en él todos los colores de la habitación y proyectarlos en un brillo y un resplandor de oro puro. El joven que dijo llamarse Yorick vio dorarse repentinamente la cámara en torno a él, y en una especie de arrebato estrechó los delicados dedos del huésped.

—¡Oh, bien venido! —exclamó en voz alta—. ¡Oh, deseado! ¡Amo y señor, vuestros somos! Ved, os ofrecemos nuestro sillón, el mejor que tenemos. Lise no se atreve a sentarse en él por no aplastar el tapizado con el peso de sus encantos. ¡Dignaos, señor, transformarlo en trono por una noche!

Bajo la intensa mirada del que hablaba, las facciones del oyente temblaron un momento, distendiéndose después en una expresión de serena compostura. Su naturaleza íntima, tan desequilibrada en los últimos tiempos, se había sosegado, elevándose hacia una armonía suprema. Sí, estaba entre amigos —que había leído que existían, que había buscado sin encontrar jamás, amigos que le verían tal como era en realidad—. Se dejó llevar de la mano de su anfitrión, ceremoniosamente levantada, dio un paso atrás hacia el sillón y se sentó en él con cierta brusquedad, pero sin que su dignidad sufriera lo más mínimo. Erguido contra el terciopelo dorado, con sus manos exquisitas apoyadas en los brazos del sillón como si estuviera sosteniendo el cetro y el globo, su mirada recorrió la habitación desde una gran altura.

Sin embargo, al hablar experimentó una nueva transformación. Había dicho sus breves frases en francés con una voz particularmente sonora y melodiosa. Al pasar ahora al danés, se vio claramente que había aprendido el idioma de lacayos y mozos de cuadra principalmente, y en compañía de éstos había parodiado a sus tutores, burlándose de su manera de hablar.

—Un poeta —dijo—, un poeta, desde luego. Esto es lo que hace falta. Quiero oír con mis propios oídos las quejas de mi pueblo. Pero nunca puedo acercarme a vosotros, con tantos viejos zorros que me espían continuamente. Esta noche he tenido que correr mucho, por lugares oscuros y malolientes, trepando por siniestras escaleras, para encontraros. Menos mal que cerraste la puerta y no podrán entrar.

Había hablado muy deprisa, y ahora se detuvo un momento, buscando la palabra justa; luego siguió, lentamente y en voz más alta:

Dans ces lieux, sans manquer de respect,

chacun peut désormais jouir de mon aspect,

car je vois avec mépris ces maximes terribles,

qui font de tant de rois des tyrans invisibles!

—Vamos pues —dijo de nuevo—. Exponed vuestras quejas. ¿Sois desgraciados?

El joven que había dicho llamarse Yorick reflexionó un poco y luego levantó la mano y la oprimió contra su nuez de Adán, bajo el cuello de la camisa abierta.

—Desgraciados —repitió lentamente—. Desgraciados no lo seremos nunca, después de esta noche. Ni tampoco queremos, en nuestra relación con vos, inspiraros piedad. Un verdadero cortesano no insulta a su rey rebajándose en su presencia, como si ello fuera necesario para exaltar la dignidad del monarca. No, el verdadero cortesano se hace lo más alto posible y dice al mundo: «¡Mirad cuán grandes son los servidores de mi señor!». ¡El que sus servidores estén tan altos que puedan permanecer cubiertos ante el trono no hace más que realzar la gloria de Su Majestad Católica de España, como realzamos nosotros la gloria del Señor manteniendo alta la cabeza, no agachándola!

»Con todo —prosiguió—, algunas pequeñas quejas, humanas y tontas, sí podemos formular, como humanos y tontos que somos. ¿Queréis oírlas?

—Eso he dicho —dijo el que habían llamado Orosmán.

—Escuchad, pues —dijo Yorick—, nuestra pequeña queja. Si miráis de cerca, observaréis que las aladas lágrimas de Lise han labrado dos nobles surcos en el carmín de sus mejillas, aplicado hace poco con tanto cuidado. Ello es debido únicamente a que otra muchacha de la casa, en el curso de una discusión, la ha llamado puta de alabastro. Si tuviera ahora dos florines, que no tengo, esta misma noche iría a la ciudad a comprar algún objeto de alabastro para mi Lise, para que se dé cuenta del auténtico genio femenino con el que su amiga Nille ha descrito su persona. Tengo un gran deseo de consolar a Lise. Porque en verdad os digo, Orosmán, que yo debo mucho a esta muchacha, más que los miserables cuatro chelines que su bondad me ha concedido a crédito. ¡Es cosa buena, es una bendición para gentes como yo, es un bálsamo para nuestros cuerpos y nuestras almas que existan personas como ella!

Orosmán miró a Lise, que inclinó la cabeza y desvió la vista.

—Tu deuda con Lise, poeta —dijo con noble ademán—. Nos la asumimos. Mañana recibirá un jarrón de alabastro con cien florines dentro. Porque nunca ha de llorar una prostituta en nuestros reinos, no, sino que en ellos gozarán de alta estima; comme d’un peuple poli des femmes adorées. También para gentes como Nos es cosa buena y santa que haya seres como ella.

—Bénissons le Seigneur, Lise —dijo Yorick.

—Y dejemos que las damas beatas y pudibundas —dijo Orosmán— derramen sus lágrimas sobre los libros de oraciones, como protesta por nuestra bondad hacia Lise. Porque ninguna de ellas tiene un ápice de bondad en su corazón. Hacen remilgos, mueven las nalgas y sonríen con afectación, para engañarnos y perdernos. ¡Y —gritó, su faz súbitamente convulsa de rabia— hablan en la cama!

—Vos lo habéis dicho, señor —dijo Yorick—. ¡Hablan en la cama, las furias del infierno! En el momento en que, en el límite de nuestras fuerzas, o más allá de él, les damos nuestro entero ser, nuestra vida y nuestra eternidad, ¡hablan! Satisfechas, y placenteramente ignorantes del infinito deseo de silencio del hombre, del ser humano, insisten en que se les diga si el sombrero que llevaban puesto ayer les sentaba bien, o si hay vida después de la muerte.

Orosmán reflexionó un instante, y de nuevo la sonrisita asomó a su semblante.

—Os voy a contar una cosa —dijo— que me contó Kirchhoff. En el Paraíso, Adán y Eva andaban a cuatro patas, como los animales con los que vivían. En aquellos tiempos Adán ocultaba su sexo debajo de él, lo cubría con su cuerpo, de acuerdo con su sentimiento de pudor, que es muy inferior al de una hembra. Pero su mujer no podía esconderlo y se sentía completamente desnuda y expuesta a la mirada de él. Por ello un día Madame Eva se enderezó sobre las dos piernas, y aseguró a su marido que ésa era la única posición y manera de andar adecuadas a la dignidad de los seres humanos. A partir de ese momento ella ocultó su sexo, y pudo así negar todo conocimiento de él. Pero desde aquel día, Adán tuvo que mostrar plenamente el suyo, y proclamar y reconocer ante el mundo entero con cuánta precisión el Creador lo había forjado y ajustado al pequeño y secreto crisol de la mujer. Y así madame pudo escandalizarse, fingir que se desvanecía y exclamar: «Um Gottes willen, was bedeutet dies!». «¡Oh, Dios mío!, ¿qué es eso?» ¿Qué, no es así? Y por ello —concluyó con una breve y amarga mueca—, por ello, cuanto más dispuesta está la hembra, por bondad de corazón, a asimilarse al mundo animal y caminar a cuatro patas, mayor satisfacción encuentra el hombre en su compañía. ¿No es así, poeta?

—Así es, desde luego —respondió Yorick con una carcajada—. ¡Bien habéis hablado! Ya había pensado yo algo parecido, antes de esta noche. Porque, ved, Orosmán: yo nunca he tenido el honor de poder contemplar a Lise mientras comía. Pero me la he imaginado comiendo, y he comprendido claramente la imposibilidad de que esta dulce criatura tome el almuerzo o la cena como nosotros. No, su comida ha de parecerse forzosamente a un tranquilo pastoreo, como el de un corderito blanco en la pradera, cerca del arroyo cantarín, bajo la fresca y verde sombra.

Orosmán permaneció un momento mirando a Yorick, y sus jóvenes rasgos se suavizaron.

—No es éste el lugar —dijo con dignidad— ni la hora de hablar de Kirchhoff. No es más que un Schlingel, un valet de chambre. Ni una sola vez sus palabras han de llegar a los oídos de Lise, a los tuyos, o a los nuestros. ¿De qué hablábamos?

—De nuestras quejas —dijo Yorick— y de vuestra tierna solicitud que ha disipado las penas de Lise.

—Ah, sí —dijo Orosmán—. Las penas de Lise. Y ahora, tú. ¿Cuántas quejas tienes tú?

—No tengo más que dos quejas —respondió Yorick—, puesto que Lise ha terminado de remendar mi calcetín y ha satisfecho así amablemente la tercera. Una es que tengo un agujero en la suela del zapato y me entra mucha agua. Pero a esto ya estoy casi acostumbrado. Pero mi segunda queja es ésta: que no soy omnipotente.

—¿Omnipotente? —repitió lentamente Orosmán—. ¿Quieres ser omnipotente?

—¡Ay! —dijo Yorick—. Perdonadme, señor, que haya acudido a vos con una queja tan gastada y trivial. Todos los hijos de Adán tenemos un deseo infinito de ser omnipotentes, como si hubiéramos nacido y se nos hubiera educado para serlo y después, de manera trágica y cruel, nos hubieran privado de ello.

—¿Tú quieres ser omnipotente? —preguntó Orosmán como antes, y se quedó mirando fijamente a su anfitrión—. ¡Pues bien, ven a mí, yo poseo esa condición! Todos me lo aseguran. ¿Acaso no me pusieron una corona en la cabeza y un cetro en la mano? Danneskiold y el gran chambelán llevaban la cola del manto. ¡Y juraron en verso! Espera un momento, te lo voy a recitar.

Reflexionó unos segundos, y declamó, claramente y sin confundirse:

¿Cómo he de llamarte, joven Salomón?

¿Rey o Dios? Los dos eres. En tu sello inscrita

omnipotencia está y sabiduría.

¡Oh, monarca absoluto con atributos de Dios!

—¿Será tuyo el verso por ventura, poeta?

—No, este verso no es mío —dijo el poeta.

—¿Quieres ser yo? —exclamó Orosmán, en voz alta y clara—. ¿Cambiamos los papeles esta noche, para ver si notas alguna diferencia? Porque, mira: hace poco, cuando me tendías el vaso, se me ocurrió que eras tú el todopoderoso.

—De nuevo estáis en lo cierto, señor —dijo Yorick—. De todos los habitantes de Copenhague es muy probable que vos y yo, el monarca y el poeta, seamos los que más cerca estamos de la omnipotencia. No, probablemente no notaríamos ninguna diferencia.

En este punto de la conversación, Lise se levantó a sacar las manzanas que se estaban quemando en la estufa. Las puso sobre la mesa y las espolvoreó de azúcar con los dedos, para que sus huéspedes pudiesen saborearlas cuando quisieran. De vez en cuando, mientras los otros seguían hablando ella misma daba un mordisco, dejando una señal de carmín de labios en la carne de la manzana, y se lamía cuidadosamente los dedos. Orosmán seguía sus movimientos con aire ausente, como si la mirase sin verla.

—¿Todos los hijos de Adán, dijiste? —exclamó—. ¿Y la estirpe de la señora Eva? ¿Qué me dices de las mujeres? ¿No pretenderás que ellas no desean también la omnipotencia? Puedes estar seguro de que a mi dulce Katrine le gustaría regir el mundo entero, así como la real consorte, Nuestra Señora de la Alcoba y Preneuse de Puces, pretende determinar la hora a la que Nos debemos acostarnos.

—No, es posible que no deseen exactamente la omnipotencia —dijo Yorick—. Pero esto es debido a que toda mujer se cree ya, en su fuero interno, todopoderosa. Y con razón. Mirad a Lise: no ha intervenido una sola vez en la conversación, y es posible que no lo haga. Y sin embargo, es gracias a ella que se ha producido esta conversación, y si ella no hubiera estado en la habitación con nosotros, no habría habido conversación alguna.

—Bueno —dijo Orosmán, tras una breve pausa—. ¿Qué quieres hacer con tu omnipotencia? Porque yo sé muy bien —declaró, y su joven rostro pareció por un momento extrañamente feroz y agresivo— lo que quisiera hacer con la mía.

—Mon soudane —dijo humildemente Yorick—. Me gustaría vivir.

Orosmán guardó silencio un momento.

—¿Por qué? —preguntó.

—Sauf votre respect, señor —dijo Yorick—. El hecho es que la gente quiere vivir.

»Ante todo quieren vivir hasta mañana, y para ello han de tener algo que comer. No siempre es fácil conseguir algo de comer. Cuando estamos hambrientos nos lamentamos y gritamos, no precisamente de dolor sino porque sentimos en nuestros estómagos que nuestra vida corre peligro. Incluso el niño de pecho llora reclamando el pezón, porque quiere estar vivo mañana; pobre cachorro, no sabe lo que es la vida.

»Pero además —continuó—, queremos seguir viviendo después de mañana, y por más tiempo que los escasos años que llamamos la vida humana; queremos vivir por los siglos de los siglos. ¡Por eso reclamamos el amor físico! Por eso reclamamos al ser amado, la pareja que recibirá, albergará y dará a luz a esta vida nuestra en la tierra, que no tiene fin. Por eso el joven se lamenta y brama de cólera, algunos de nosotros incluso en verso, porque quiere que su sangre celebre, dentro de cien años, la puesta del sol y la aparición de la luna en el cielo. Y porque siente, en toda esta sangre suya y en todos sus miembros, que cuando se le niega el amor físico es la vida misma lo que se le está negando.

»Pero, finalmente —concluyó con gran lentitud—, finalmente lo que el hombre desea con más fuerza es la vida perdurable.

—Continúa —dijo Orosmán—. Yo sé todo acerca de la vida perdurable. Mi tutor, el viejo capellán de la corte, Nielsen, recibió grandes elogios por mi buen conocimiento del catecismo —recitó sin respirar—: «El perdón de los pecados, la resurrección de la carne y la vida perdurable». ¿Es eso lo que quieres?

—Más o menos —dijo Yorick—. Aunque mi cuerpo no es precisamente la parte de mi ser de la que me siento más orgulloso. Es ligero, y sin embargo a menudo se hace pesado y doloroso de llevar. Que se quede donde está. Pero mi alma aspira a la vida perdurable, y no admitirá que se la nieguen.

»Vos mismo, el ungido —prosiguió—, podéis estar seguro de que ocuparéis vuestro lugar hochselig, bienaventurado, entre vuestros hochselig antepasados. Pero mi alma deambula sin rumbo, ya pugnando por alcanzar la luz, ya huyendo de las tinieblas, y de esta manera sufre a la vez los dolores del hambre y el infinito anhelo del amor físico. ¡Cuánto deseo ayudarla a proseguir su camino!

Orosmán, despiertas las felices memorias de tiempos pasados, recitó una estrofa de un viejo himno danés:

Cuán dulce es oler el aroma

de la casa que podemos llamar nuestra

y gustar el sabor de lo propio

entre aquellos que están ante el trono.

Veremos allí a la Trinidad,

el más alto favor concedido a los mortales.

Perdió el hilo, se interrumpió y se quedó mirando fijamente a su propia mano primero, y después a Lise y Yorick. Yorick también se quedó pensativo, aguardó un poco y bebió un sorbo de ginebra del vaso.

—Sí —dijo Yorick, y chasqueó ligeramente la lengua—. Ha de ser ciertamente dulce el aroma de la casa que podemos llamar nuestra. Pero voy a confiarte, Orosmán, algo que no me he atrevido a confiar a nadie, porque tú entiendes lo que se te dice. Nunca me apartaré del todo de esta tierra. Siempre se mantendrá viva en mi mente, como de niño mantenía con vida a un pájaro en la jaula o a una planta en la maceta de la ventana, dándoles agua cuando estaban sedientos, poniéndolos al sol de día o a cubierto de noche. Esta tierra nuestra es lo más precioso para mí. Incluso cuando esté allá arriba, no podré resistirme a echarle un vistazo de vez en cuando para ver si sigue adelante sin mí. ¡Sí, incluso allí le gritaré que no me olvide! Mi anhelo será ver reflejada mi beatitud celestial allá abajo en la tierra, como en un espejo. ¿Sabéis, señor, cómo se llama este reflejo?

—No, no lo sé —dijo Orosmán.

—Se llama «mythos» —gritó Yorick, como en estado de trance—. ¡Mi mythos! El reflejo terrenal de mi existencia celestial. Mythos, en griego, significa «el habla», o por lo menos —añadió, como en un paréntesis—, como nunca anduve fuerte en griego y los sabios podrían decir que estoy equivocado, vos y yo podemos entenderlo así por una noche. El habla es algo placentero y delicioso, Orosmán; esta noche lo hemos visto. Sin embargo, antes que el habla y en un plano más alto nosotros ponemos otra idea, el logos. Logos, en griego, significa «el verbo», y por el verbo fueron creadas todas las cosas.

En su común y feliz ebriedad, un ritmo, una pauta noble y precisa había conducido y sostenido a los dos interlocutores a lo largo de la conversación. Esta misma pauta parecía ahora apartarlos, dulcemente pero con rigor, como cuando dos bailarines de un ballet se separan y uno de ellos, aunque todavía próximo e indispensable para la figura, permanece inmóvil, contemplando el magistral solo de su compañero. Con un poderoso movimiento el anfitrión se apartó de su huésped y ejecutó solo su figura.

—¡En verdad, en verdad —gritó—, toda mi vida he amado el verbo! Pocos hombres lo han amado tan profundamente como yo. Sus secretos más íntimos son un libro abierto para mí, y ello me ha deparado también el conocimiento. En el momento en que el Padre omnipotente me creó con su verbo, Él pidió y espera de mí que un día regrese a Él y le lleve Su verbo, en forma de palabras. Ésta es la única tarea que se me ha confiado durante mi paso por la tierra. Con Su divino logos —la fuerza creadora, el principio— he de elaborar mi mythos humano, la sustancia duradera, la memoria. Y cuando llegue el día en que, por Su infinita gracia, vuelva a ser uno con Él, los dos miraremos a la tierra, yo con lágrimas en los ojos, Dios con una sonrisa, pidiendo y esperando que ese mythos mío haya permanecido allí después de mi partida.

»Terrible —continuó con voz distinta, más lenta—. Terrible es de entender nuestra obligación hacia el Señor. Terrible por su peso y su duración es la obligación de la bellota de dar a Dios un roble, y sin embargo es exquisita, como es dulce el verde de los árboles después de la lluvia de verano. Mi pacto con el Señor me abruma con su peso y, sin embargo, ¡cuán alegre y glorioso es también! Porque si le soy fiel, ninguna adversidad ni tribulación prevalecerán sobre mí, sino que seré yo quien prevalezca sobre la adversidad y la tribulación, la pobreza y la enfermedad, e incluso la ferocidad de mis enemigos, y haré que todas esas cosas trabajen conmigo en mi propio beneficio. Y todas las cosas me serán favorables.

Se volvió hacia su pareja de baile, y frente a la figura inmóvil se colocó en posición de pas de deux.

—¡Qué buena suerte —gritó— que esta noche te tenga a ti, Orosmán, para hablar! Cualquier otro pensaría que estoy borracho y digo disparates. Pero tú eres rey, y de nuevo quiero agradecerte tu real comprensión. Tu comprensión me convence de que un día este mythos mío se revelará en la tierra. Dentro de doscientos años los habitantes de Copenhague no sabrán nada de mí, pero cuando me encuentren me reconocerán. Terrible y gozoso es mi pacto con el Rey de los Cielos; dignum et justum est que la mano de un rey de la tierra lo selle.

Orosmán le recibió con gracia y armonía, como un bailarín, y acompasó sus gestos a los de su pareja.

—Ainsi soit-il! —dijo—. Mi mano sellará tu pacto.

Por un momento, como si confirmaran lo que se acababa de decir, los dos interlocutores permanecieron quietos y expectantes.

—Pero ¿y yo? —exclamó Orosmán, iniciando un nuevo movimiento—. ¿Y yo? ¿Tendré yo algún día ese reflejo en la tierra de mi glorificación celestial, que dices llaman mythos? ¿Crees tú que lo tendré?

—Sí, lo creo —dijo Yorick.

—O la la! —gritó Orosmán—. Lo crees porque en toda tu vida sólo has tratado con gente decente, nunca te las has visto con tutores, maestros de religión o consejeros de reyes, y no conoces la verdadera ralea de toda esa canalla. Porque todo lo que has dicho esta noche, poeta, yo lo sabía desde hacía mucho tiempo, y lo he deseado desde siempre. ¿Qué otra cosa he deseado que no fuera lo que has nombrado, y que llamas...? ¿Cómo lo llamas?

—Mythos —dijo Yorick.

—¡Mythos! He querido endurecerme, y mi mythos es ciertamente duro, como duro es el roble, y he querido ser de una sola pieza, como ellos. ¡Pero deja que te diga: en la corte, y en las reuniones del Consejo, los hombres tienen miedo! Todos tienen miedo, aunque ninguno dirá jamás qué es lo que teme. Podrán decirte que temen a Dios, ¡pero no es cierto! O que temen al rey, ¡pero tampoco es cierto! No: corren de arriba abajo, murmuran, hacen reverencias y se cubren de adornos y perifollos, se ponen uniformes, hacen añicos la mente y la vida de un rey, y todo por miedo a una cosa que se llama...

—Mythos —dijo Yorick.

—Mythos —repitió Orosmán—. Mujeres me darán todas las que quiera, de sangre real y del Gotha de Dinamarca, para tenerme bien agarrado por la nariz. Ellos quieren el mythos del rey para bailar encima de él con sus escarpines de seda, pero ninguno traerá unos coturnos para que pueda caminar con ellos. Accederán a rendirme honores con un pomposo monumento, cuanto antes mejor, y todos estarán de acuerdo en elevarme una estatua ecuestre. Pero aún más unánimes están, créeme, en privarme del... ¡dilo de nuevo!

—El mythos —dijo Yorick.

—El mythos —repitió Orosmán—. Tu l’as dit! Mi sitio entre mis hochselig antepasados lo tendré forzosamente. Pero la clara y profunda reflexión de mi Hochseligkeit, mi felicidad aquí, en Copenhague, ésta la están rompiendo en mil pedazos, antes incluso de que haya empezado a existir. En mil pedazos, de modo que ahora, que estoy aún vivo, oigo ya los cristales rotos tintinear en mis oídos.

Yorick permaneció largo rato mirando a su invitado. Por último, habló.

—No —dijo, con gran autoridad—. Os equivocáis, señor. Vos tendréis vuestro mythos. Porque vuestro mythos consistirá en no tener ninguno. Vuestro pueblo de Dinamarca, de Copenhague, dentro de doscientos años sabrá poco de vos, quizá nada. Pero en la larga procesión de reyes de Dinamarca, de Cristianes y de Federicos, vos seréis el primero al que reconocerán.

Orosmán guardó silencio un momento, con todas sus facultades de observación proyectadas hacia dentro, hacia algún lugar de su naturaleza íntima.

—Lléname el vaso —dijo.

La ginebra, que podría decirse que había sido la música de la escena, le elevó a un plano más alto de sinceridad y energía. Le había llegado el momento de interpretar su solo. Extrañamente libre, erguido y ligero como un pájaro, se alzó, espiritualmente, sobre las puntas de los pies. Ninguno de sus movimientos era torpe o apresurado; en sus saltos más atrevidos había plenitud y equilibrio. Se deslizaba por el silencio como por un escenario, derechamente hacia Yorick.

—Te has dicho afortunado, Yorick, poeta y amigo mío —dijo—, de poder hablar conmigo aquí esta noche. ¡Escucha, pues! Tu suerte es aún mayor de lo que crees. ¡Voy a compartir contigo mis conocimientos, voy a decirte quién soy, y quién eres tú!

»Porque en esta tierra —continuó— hay muy pocas personas, que yo sepa solamente siete, que puedan ver la naturaleza verdadera y esencial del mundo. Los otros nos la deforman constantemente porque no quieren que nadie entienda sus proporciones y su armonía. Estos otros pugnarán infatigablemente por separarnos y mantenernos separados, porque saben que si estamos unidos prevaleceremos contra nuestros enemigos. Toda mi vida he buscado otros seis seres de mi especie, pero mis carceleros no me han dejado encontrarlos. Pero no saben que esta noche he encontrado yo solo el camino hasta aquí, hasta ti. Pero, ¡ay!, nos están rastreando, y pronto, muy pronto, caerán sobre nosotros para hacernos pedazos. En este mismo momento me están buscando, corriendo tras de mí por patios de vecindad, callejuelas y escaleras. Bien puedes pensar y gritar ahora:

... o nuit, nuit effroyable,

peux-tu prêter ton voile à de pareils forfaits!

»Pero en esa hora de que has hablado, y que has celebrado, aún podemos estar juntos y decirnos la verdad. Déjame, pues, que te hable con sinceridad, y respóndeme tú también con sinceridad.

—Sí —dijo Yorick—, hablad, señor. Vuestro poeta y bufón os escucha.

—Escucha, poeta y bufón mío —dijo Orosmán—. El mundo, te digo, es mucho más noble y hermoso de lo que nuestros enemigos quieren hacernos ver.

—Así es —dijo Yorick.

—Todos los seres humanos —prosiguió Orosmán— han sido creados más grandes, nobles y dignos de ser amados de lo que parece.

—En efecto —dijo Yorick.

—¿No nos dan nuestras diversiones —gritó Orosmán— mucho más placer que el que se nos permite apreciar?

—Así es —dijo Yorick.

—¿Y no son nuestros actores teatrales —gritó otra vez Orosmán— mucho menos malvados de lo que parecen en el escenario?

—Lo son, ciertamente —dijo Yorick.

—¿Y no es —dijo Orosmán— acostarse con una mujer mucho más agradable que lo que podemos percibir ahora?

—Esto os lo puedo asegurar, Gran Sultán —dijo Yorick.

—¡Nosotros tres sabemos, pues! —dijo Orosmán—. Sabemos, yo y tú y Lise, aunque después de esta noche tengamos que guardar para nosotros lo que sabemos. Esta noche sabemos cuán suave y de qué excelente calidad es nuestra ginebra. Sabemos, sí —exclamó, deslizándose en un movimiento lleno de gracia hacia un pasaje anterior de la conversación:

Cuán dulce es oler el aroma

de la casa que podemos llamar nuestra

y gustar el sabor de lo propio

entre aquellos que están ante el trono.

Veremos allí a la Trinidad,

el más alto favor concedido a los mortales.

Les tendió graciosamente la mano, con los delgados y puntiagudos dedos juntos, primero a uno, luego a la otra. No quería que se la besaran, ni ninguno de los dos pretendió hacerlo. Sin embargo, esta muestra del favor de un rey hizo de las tres personas de la habitación una sola.

—Y —dijo muy lentamente— il y a dans ce monde un bonheur parfait.

Yorick se levantó y acompasó sus movimientos a los de su compañero.

—Sí, señor —convino, hablando tan lentamente y con tanto énfasis como el otro—. En esta tierra, y en esta nuestra existencia, hay tres clases de felicidad perfecta. Y hay seres humanos tan privilegiados que consiguen conocer las tres.

—¡También tres! —gritó gozosamente Orosmán—. Ved cómo, cuando tres se juntan, las cosas buenas se multiplican por dos y por tres. Ahora plasma en palabras mis pensamientos, tú que dices que amas la palabra. Nada más te pediré. Nombra las tres.

—El primer bonheur parfait —dijo Yorick— es éste: sentir el cuerpo rebosante de fuerza.

—¡Como lo sentimos nosotros ahora! —dijo Orosmán, y se rió—. Como ahora, alegremente unidos, podemos elevarnos en el aire, igual que tres cometas atadas solamente con tres delgados hilos al húmedo Copenhague de abajo. ¡Tú eres un auténtico poeta, tú! Tus palabras convierten en imágenes mis pensamientos. En este momento veo ante mí una copa llena hasta los bordes de vino de Bouzy o de Épernay, con la espuma que resbala hasta el pie y, en su abundancia, se derrama por el polvoriento suelo. Cuando, al subir al trono, comuniqué a aquellos asnos empelucados que iba a rabiar durante un año, espumeaba así. Rebosante de fuerza. ¡Ah, dulces palabras, como una canción! ¡En verdad os digo que durante un año el entero ceremonial de la corte se transformó en una canción de borrachos, que resonaba en los salones del palacio y que el eco repetía por las calles de Copenhague! Pero me dices —agregó después de una breve pausa— que hay una segunda felicidad tan perfecta como la primera. ¡Nómbrala!

—La segunda felicidad perfecta —dijo Yorick— es ésta: saber con certeza que cumples la voluntad de Dios.

Hubo un corto silencio.

—Mais oui! —dijo orgullosamente Orosmán—. Ésta es la manera digna y conveniente de hablar a un rey por la Gracia de Dios. El peso de la corona, como sabrás, es muy gravoso, pero nuestra inteligencia y nuestros conocimientos, por la Gracia de Dios, hacen inclinar el fiel de la balanza. Tu segunda felicidad suprema, poeta, es mi herencia y mi elemento, y no se me puede escapar. Pero mira: desde esta noche en que nos hemos encontrado y unido, voy a compartir esta felicidad con vosotros. De ahora en adelante vosotros dos, en vuestros respectivos estados, el poeta y la prostituta, cumpliréis la voluntad de Dios. En las horas de desaliento recordaréis estas palabras mías y os sentiréis consolados, y nunca más lloraréis, como lloraba Lise cuando yo esperaba junto a la puerta.

»Pero ahora, adivino mío, mi buen ateniense, ahora pasemos a la tercera felicidad de que hablaste.

Como Yorick no respondiera enseguida, repitió:

—La tercera, ¿cuál es la tercera?

Yorick respondió:

—Que cese el sufrimiento.

La cara de Orosmán se cubrió de una palidez casi luminosa. Con un último salto, un vuelo casi ingrávido —lo que en el lenguaje de ballet se llama un grand jeté— concluyó su solo.

—¡Aja! —gritó—, ¡acabas de dar en el blanco! Ahora hablas como hablaría mi corazón. ¡Si supieras cuántas veces he experimentado tu tercera felicidad perfecta! Por eso, claro, lo primero que pedí de niño fue la omnipotencia. ¡Para no sentir más el bastón, el bastón del viejo Ditlev!

Yorick retrocedió un paso, como si, en su vuelo, Orosmán hubiese tropezado con él. Lentamente su rostro palideció y se iluminó como el de su partenaire. Su embriaguez le abandonó, o aumentó hasta el punto de volverle sobrio.

El silencio que ahora llenaba la habitación no era ausencia de palabras; era una palpitación vital que suplía al habla humana.

Por último, el anfitrión dio un paso al frente, el paso que previamente había dado hacia atrás, y dobló la rodilla ante el sillón. Alzó la noble mano de su invitado del brazo del sillón y se la llevó a los labios, y durante un largo rato permaneció en esta posición. Orosmán, inmóvil como él, tenía la mirada fija en la cabeza inclinada.

El hombre arrodillado se levantó y se fue a sentar en la cama, y se puso la media y el zapato.

—¿No te quedas? —preguntó Orosmán.

—No, me voy —dijo Yorick—. Ya había terminado lo que vine a hacer aquí cuando llegasteis. Pero vos quedaos un poco con Lise. En el seno del pueblo —añadió, tras una breve pausa—, el rey y el poeta pueden mezclar su ser más íntimo, como en los viejos tiempos de los vikingos, para sellar un pacto de hermandad, un pacto de vida y muerte, las sangres mezcladas empapaban el seno mudo y bienhechor de la tierra.

»Buenas noches, señor —dijo—. Buenas noches, Lise.

Tomó de un gancho de la pared una vieja capa, que alguna vez había sido negra pero que después de muchos años de servicio se atornasolaba en grises y verdes. La abrochó, se paró a escuchar el rumor de la lluvia fuera y se alzó el cuello. Recogió el sombrero que había caído al suelo, se lo puso y salió de la habitación cerrando la puerta detrás de él.

Mientras bajaba por la empinada escalera, llegó a sus oídos el rumor de las voces ahogadas de gentes que subían.

En el primer rellano se encontró con un pequeño grupo que ascendía por la escalera en fila india; delante iba un joven vestido con una librea debajo de la capa, con un farol en la mano. Le seguía un viejo caballero, que subía con cierta dificultad los gastados peldaños, y otras dos personas. Todas las caras, al resplandor del farol, aparecían pálidas y ansiosas.

Cuando el grupo se encontró con el que bajaba se detuvo, y él también se vio obligado a detenerse porque la escalera era tan estrecha que no podían pasar todos a la vez. Le miraron dudosamente unos pocos segundos, y pareció como si quisieran hacerle una pregunta, pero no estuviesen seguros de cómo formularla. Yorick se les adelantó silbando ligeramente y señalando hacia arriba con el pulgar, por encima del hombro.

—Sí, ahí vive Lise —dijo—. Una puta honrada. La he pagado y ya me iba.

La pequeña procesión ascendente se pegó a la pared para dejarle pasar. Pero al cruzarse con él, el viejo caballero preguntó en voz baja y ronca:

—Und er ist kein anderer daoben? ¿No hay nadie más, arriba?

—Kein anderer. Nadie más —respondió Yorick, y silbó de nuevo, esta vez una cancioncilla ligera.

Prosiguió su marcha, algo vacilante, y antes de llegar al pie de la escalera oyó que el grupo de arriba daba media vuelta y bajaba detrás de él.

Nota

[1] Nombre que significa «cabeza de puerco». (N. de la A.)

Biografía

Isak Dinesen (1885-1962), seudónimo utilizado por la baronesa Karen Blixen para firmar sus trabajos, nació en Dinamarca. Después de estudiar Arte se casó con su primo, con el que emigró a África para regentar una plantación de café. En 1931, la baja en los mercados internacionales del precio del café la obligaron a volver a Europa. Entonces empieza su segunda gran aventura: durante dos años se encierra en el dominio familiar y escribe Siete cuentos góticos. Los editores daneses e ingleses rechazan el manuscrito, y decide enviarlo a Estados Unidos bajo un nombre masculino. Es aceptado en 1934. Así nace Isak Dinesen, cuyo siguiente libro sería una de las obras cumbres de la literatura contemporánea: Memorias de África, publicado por Alfaguara, al igual que Anécdotas del destino, Cuentos de invierno, Sombras en la hierba, Vengadoras angelicales y Cartas de África.

Títulos originales: Syv fantastiske fortællinger, Vinter-Eventyr, Sidste fortællinger, Skæbne-Anekdoter © Karen Blixen & Gyldendalske Boghandel, Nordisk Forlag A/S, Copenhagen 1935, 1942, 1957 & 1958. Published by agreement with the Gyldendal Group Agency. © De la traducción: Siete cuentos góticos, Cuentos de invierno y Anécdotas del destino: Francisco Torres Oliver Últimos cuentos: Alejandro Vilafranca del Castillo © De la introducción: Miguel Martínez-Lage

© De esta edición:

2011, Santillana Ediciones Generales, S. L.

Torrelaguna, 60. 28043 Madrid

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www.alfaguara.com

ISBN ebook: 978-84-204-9451-7

© Diseño de colección: Jesús Acevedo

Conversión ebook: Negra