—No. No. No.
Fue el viajante de comercio el que pronunció un discurso. Dio un paso largo hacia el joven oficial, alzó los ojos hacia su elevada estatura y dijo:
—Usted cree que tenemos miedo, ¿verdad? Pues sí, lo tenemos. Tenemos miedo de llegar a parecer lo que ustedes.
Frederick no habló; miró al oficial a la cara y no pudo por menos de sonreír un poco.
El alemán miró fijamente al viajante de comercio, y luego, por encima de su cabeza, a Heloïse. Exclamó:
—¡Entonces, fuera de aquí! Acabemos. ¡Fuera todos de aquí!
Llamó a dos soldados de la habitación contigua.
—Sacad a esta gente al patio —ordenó—. Esperad órdenes.
Y gritó otra vez a los prisioneros:
—Vosotros os lo habéis buscado. A mí dejadme en paz. Sólo quiero que me dejéis en paz.
Lo último que Frederick vio de la habitación fue su cara cuando pasó Heloïse por delante de él y le miró. El grupo bajó apresuradamente la escalinata y salió de la casa.
Al llegar al patio, la noche era clara y las estrellas empezaban a surgir en el cielo. Había una tapia baja que cercaba todo un lado del patio, separando el jardín de la residencia; del otro lado les llegó olor a ganado. Uno tras otro, los cansados refugiados, ignorantes de su destino, fueron a ocupar su sitio junto a la tapia. Heloïse, de pie, con la cabeza descubierta en el patio, alzó los ojos al cielo; luego, tras un momento, le dijo a Frederick:
—Ha pasado una estrella fugaz. Podía haber pedido usted un deseo.
Cuando llevaban media hora de pie en el patio, salieron de la casa tres soldados; uno de ellos llevaba un farol. Uno de los otros, que parecía de graduación superior, paseó la mirada por los prisioneros, se acercó al viejo sacerdote y le tendió un papel.
—Éste es el pase para llegar a Luxemburgo —dijo—. Es para todos ustedes. Los trenes están llenos; tendrán que buscar algún carruaje en el pueblo. Será mejor que se marchen enseguida.
Apenas había terminado de hablar, llegó otro soldado y se dirigió a Heloïse; todos se sorprendieron al ver que llevaba un enorme ramo de rosas que habían visto sobre la mesa del salón. El soldado hizo un saludo militar.
—El coronel —dijo— ruega a madame que acepte estas rosas. Con sus saludos. A una heroína.
Heloïse cogió el ramo como si no viese ni al soldado ni el ramo.
Consiguieron carruajes en el hotel. Mientras los esperaban, tomaron una comida breve y apresurada consistente en pan y vino, ya que ninguno de ellos había comido nada desde por la mañana. No se repitió la espléndida cena de la noche anterior: nada tenía la menor relación con ella. Desde entonces, sus existencias se habían situado en otro plano. Se cogieron de la mano unos a otros: cada cual debía la vida a los demás.
Heloïse seguía siendo la figura central de la comunión, aunque de una manera nueva, como un objeto infinitamente precioso para todos ellos. Su orgullo, su esplendor era de ellos, ya que habían estado dispuestos a morir por él. Aún estaba muy pálida; parecía una criatura entre viejos, y se reía de lo que le decían. Como insistió en llevarse todos los baúles y cajas, por considerarlos evidentemente partes de sí misma que no debía dejar en manos del enemigo, y como tuvo que cargarlos Frederick, acabaron viajando juntos detrás de los demás, en un pequeño fiacre, hasta la frontera.
Frederick recordaría toda su vida este viaje, incluso las curvas de la carretera. Había luna, y el trecho de cielo entre ella y el bajo horizonte parecía como cubierto de polvo de oro. Al caer el rocío, Heloïse se echó el chal por encima de la cabeza; entre sus pliegues oscuros parecía una muchacha aldeana; y no obstante, iba entronizada en su asiento como una musa, a su lado. Frederick había leído en los libros historias sobre hechos heroicos y sobre heroínas; el episodio vivido y la joven que viajaba a su lado eran como en los libros; sin embargo, la encontraba amable y sencillamente viva como ningún libro del mundo. La dicha callada y triunfal que la inundaba era tan dulce para él como la fragancia del trigo maduro por el que pasaban. De repente, Heloïse le cogió la mano.
Era temprano cuando cruzaron la frontera y llegaron a la pequeña estación de Wasserbillig, donde se reunieron con el resto del grupo. Mientras esperaban el tren que debía llevarles a Francia, y volvían otra vez sus caras hacia París, sus amigos franceses, notó Frederick, se convirtieron en una especie de familia a la que él ya no pertenecía. Cuando por fin llegó el tren, parecieron casi ignorar su existencia.
Pero en el último momento, Heloïse le dirigió una mirada larga, tierna, profunda. Una mirada que siguió fija en él desde detrás de la ventanilla del compartimiento. Luego, súbitamente, desapareció.
Frederick permaneció de pie en el andén, observando cómo se perdía el tren en el vago paisaje matinal. Comprendió que había caído el telón sobre un gran acontecimiento de su vida. Le dolía el corazón de felicidad y de congoja. El artista recién nacido en su interior, amigo de Venusti, acogió la aventura con espíritu humilde, extático; y su respuesta fue: «Domine, non sum dignus». Pero cuando estuvo solo otra vez, volvió a dominar en él el investigador y el indagador, su antigua personalidad de las universidades de Inglaterra: anheló algo más, pidió información, saber, comprender. Quedaba algo, dentro de los fenómenos del espíritu heroico, que seguía sin explicación, una zona inexplorada, misteriosa.
Sin duda, pensó, era este momento de investigación incompleta y de inalcanzable intuición lo que ahora le hacía permanecer en la estación de Wasserbillig con una sensación casi angustiosa de pérdida o de privación, como si le hubiesen quitado de los labios el vaso antes de acabar de aplacar su sed.
Al verdadero investigador le ayuda a veces la mano del destino. Así le ocurrió a Frederick en su indagación sobre el espíritu heroico. Sólo tuvo que esperar un tiempo.
Una vez en Inglaterra, volvió a sus libros. Terminó su tratado sobre la doctrina de la expiación, y más tarde escribió otro libro. Con el tiempo, pasó del terreno de la filosofía de la religión al de la historia de las religiones en general. Ocupaba un buen puesto entre los jóvenes intelectuales de su generación, y estaba prometido con una joven a la que conocía desde que ambos eran niños, cuando, cinco o seis años después de su aventura en Saarburg, tuvo que ir a París para asistir a un ciclo de conferencias que iba a dar un gran historiador francés.
Aprovechó para visitar a un antiguo amigo, un hermano del chico que le diera en Berlín la primera noticia de la guerra. Este joven se llamaba Arthur, y estaba, como entonces, en la misma oficina de la embajada. Arthur no sabía cómo distraer a un estudiante de teología en París. Invitó a Frederick a cenar en un selecto restaurante; y mientras cenaban, le preguntó si le gustaba París, y qué había visto. Frederick le contestó que había visto multitud de bellezas, y que había estado en los museos del Louvre y de Luxemburgo. Hablaron un rato sobre arte clásico y moderno. Luego, de repente, exclamó Arthur:
—Si te gustan las bellezas, sé lo que vamos a hacer. Vamos a ver a Heloïse.
—¿A Heloïse? —dijo Frederick.
—Ni una palabra más —dijo Arthur—. No se puede describir: hay que verla.
Llevó a Frederick a un pequeño, elegante y exquisito teatro de variedades.
—Hemos llegado justo a tiempo —dijo. Luego se echó a reír, y añadió—: Aunque en realidad debías haberla visto en la época del Imperio. Dicen algunos que es estúpida como un ganso, pero no lo vas a creer cuando veas sus piernas. La jambe c’est la femme! Me han dicho también que su vida privada es completamente respetable. No sé.
El espectáculo que iban a ver se llamaba La venganza de Diana; imitaba el estilo clásico, aunque era elegantemente moderno en los detalles. Un gran número de encantadoras bailarinas bailaban y adoptaban posturas como ninfas en una selva, todas ellas muy exiguamente vestidas. Pero el momento culminante de la representación lo constituyó la aparición de la diosa Diana, sin nada encima.
Al avanzar, curvando su arco de oro, un rumor como de un largo suspiro recorrió la sala. La belleza de su cuerpo había surgido como una sorpresa y un éxtasis, incluso para aquellos que ya la habían visto: apenas daban crédito a sus ojos.
Arthur la observó con sus impertinentes; luego, generosamente, se los tendió a Frederick. Pero vio que Frederick no hacía uso de ellos; y, tras un momento, se quedaba completamente inmóvil. Se preguntó si se habría escandalizado.
—C’est une chose incroyable —dijo—, que la beauté de cette femme. ¿No te parece?
—Sí —dijo Frederick—. Pero yo la conozco. La he visto antes.
—Pero no de esta manera, ¿verdad? —preguntó Arthur.
—No. Así no —dijo Frederick. Al cabo de un rato añadió—: Quizá se acuerde de mí. Le enviaré mi tarjeta.
Arthur sonrió. El acomodador que llevó la tarjeta de Frederick volvió con una breve nota para él.
—¿Es de ella? —preguntó Arthur.
—Sí —dijo Frederick—. Se acuerda de mí. Vendrá a vernos al terminar la función.
—¿Heloïse? —exclamó Arthur—. ¡Vaya, vaya con los profesores ingleses de filosofía de la religión! ¿Cuándo la conociste? ¿Fue cuando estabas escribiendo algo sobre los misterios del Adonis egipcio?
—No, entonces trabajaba en otro tema —dijo Frederick.
Arthur encargó una mesa, vino y un gran ramo de rosas.
Entró Heloïse, e hizo que todas las cabezas se volviesen hacia ella como un macizo de girasoles hacia el sol. Iba de negro, con una larga cola, guantes largos, plumas de avestruz y perlas.
«¡Cuánto negro —suspiró toda la sala en su corazón— para cubrir cuánta blancura!».
Tenía quizá el busto algo más lleno, y la cara más delgada, que hacía seis años; pero todavía se movía de la misma manera, a la manera de los grandes felinos; y conservaba, en su actitud y su semblante, aquella brevedad o impaciencia que entonces había encantado a Frederick. Se levantó éste para saludarla; y Arthur, que le había imaginado penosamente torpe entre la gente elegante del teatro, se sorprendió ante la dignidad de su amigo y, al mirarse mutuamente él y Heloïse, ante la expresión completamente idéntica de seriedad profundamente feliz de sus caras, tuvo la impresión de que les habría gustado besarse, pero que les contenía algo que no tenía que ver con la presencia de gente a su alrededor. Se quedaron de pie, como si hubiesen olvidado la facultad humana de sentarse.
Heloïse sonrió radiante a Frederick.
—Me alegro muchísimo de que haya venido a verme —dijo con la mano de él entre las suyas.
Frederick al principio no supo qué decir; por último hizo una pregunta tonta:
—¿Ha venido a verla alguno de los otros?
—No —dijo Heloïse—, no ha venido ninguno.
Aquí Arthur consiguió hacer que se sentasen a la mesa, el uno enfrente del otro.
—¿Sabe —dijo Heloïse— que murió el pobre padre Lamarque?
—¡No! —dijo Frederick—; no he tenido noticia de ninguno de ellos.
—Pues sí, murió —dijo Heloïse—. Cuando llegó a París, pidió que le mandasen al ejército. Hizo prodigios allí; ¡fue un héroe! Pero más tarde le hirieron, aquí en París, los soldados de Versalles. Cuando me enteré, fui corriendo al hospital; pero, por desgracia, era demasiado tarde.
Para compensar el silencio de su compatriota, Arthur sirvió champán a Heloïse con un cumplido.
—¡Ah, eran buenas personas! —exclamó ella, cogiendo la copa—. ¡Qué tiempos aquellos! ¡Las dos viejas hermanas, también, qué buenas eran! Y todos.
»Aunque no eran precisamente muy valerosos —añadió, dejando la copa otra vez—. Todos estaban muertos de miedo aquella noche, en la residencia. Estaban viendo ya delante de ellos, apuntándoles, las bocas de los fusiles alemanes. ¡Dios mío, el peligro que corrieron entonces!; más del que ellos mismos se imaginaban.
—¿Qué quiere decir? —preguntó Frederick.
—Sí, un peligro peor aún para ellos —dijo Heloïse—. Porque habrían sido capaces de obligarme a cumplir lo que el alemán me pedía. Me habrían obligado a hacerlo, con tal de salvar sus vidas, si él les hubiese consultado directamente, o si les hubiese dejado opinar. Y después se habrían arrepentido toda su vida, y se habrían considerado a sí mismos grandes pecadores. No estaban hechos a esa clase de cosas, ellos que jamás habían cometido una bajeza. Por eso daba pena verles tan asustados. Le confieso, amigo mío, que para esas personas habría sido preferible que las fusilaran a vivir con una mala conciencia. No estaban acostumbradas a eso; no habrían sabido vivir con esa carga.
—¿Cómo sabe usted todo eso? —preguntó Frederick.
—Conozco bien a esa clase de personas —dijo Heloïse—. Me he criado entre gentes pobres y honradas. Mi abuela tenía una hermana que era monja, y un viejo sacerdote como el padre Lamarque me enseñó a leer.
Frederick apoyó el codo sobre la mesa y la barbilla en la mano, y se quedó mirándola.
—Entonces ¿su triunfo después —dijo lentamente— fue en realidad sólo por nosotros? ¿Porque nos portamos tan bien?
—Usted se portó bien, ¿no? —dijo ella sonriéndole.
—Entonces fue usted una heroína aún más grande —dijo Frederick en el mismo tono— de lo que yo creía.
—¡Mi querido amigo! —exclamó ella.
Frederick le preguntó:
—¿Creyó, en aquel momento, que podían fusilarla de verdad?
—Sí —dijo ella—. Aquel joven podía muy bien haberme mandado fusilar; y a todos ustedes también. Habría sido su manera de hacer el amor. Y, sin embargo —añadió pensativa—, era un joven honesto, honesto. En realidad, puede que le faltara una cosa. Muchos hombres no la tienen.
Bebió, pidió que le volviesen a llenar la copa y miró a Frederick.
—Usted —dijo— no era como los otros. Si hubiésemos estado solos usted y yo allí, todo habría sido diferente. Puede que me hubiese dejado salvar mi vida de la manera que el alemán me pedía, y no haber pensado nada después. Me di cuenta entonces. Lo supe cuando viajábamos juntos hacia la frontera e iba usted tan callado en aquel fiacre. Me gustó notárselo, y no sé dónde lo ha aprendido, teniendo en cuenta que al fin y al cabo es usted inglés.
Frederick meditó sus palabras.
—Sí —dijo lentamente—; si lo hubiese propuesto usted, por propia voluntad.
—Pero ¿sabe usted —exclamó ella de repente— cuál fue la suerte para usted y para mí, y para todos? ¡Que no había mujeres con nosotros en aquella ocasión! Una mujer me habría obligado a hacerlo, rápidamente, de haberme visto en aquel trance. ¿Y dónde habría ido a parar en ese caso nuestra grandeza?
—Pero había mujeres con nosotros —dijo Frederick—. Las monjas.
—No —dijo Heloïse—; ellas no cuentan. Una monja no es una mujer en ese sentido. No; me refiero a una mujer casada, o solterona; a una mujer honrada. Si Madame Bellot no hubiese estado con dolor de estómago a causa del miedo, me habría obligado a quitarme la ropa en un santiamén, se lo puedo asegurar. Jamás habría podido convencerla yo.
Heloïse se quedó abstraída, con los ojos fijos en el rostro de Frederick; y al cabo de un minuto o dos dijo:
—¡En qué hombre se ha convertido usted! Creo que ha madurado. Entonces era usted sólo un muchacho. Los dos éramos mucho más jóvenes.
—Esta noche —dijo él— no me parece que haya transcurrido tanto tiempo.
—Sin embargo, hace mucho tiempo de eso —dijo ella—; sólo que a usted no le importa. Es usted un hombre: un escritor, ¿no? Está usted ascendiendo. Presiento que seguirá escribiendo muchos más libros. ¿Recuerda ahora cómo, cuando salimos a dar un paseo por Saarburg, me habló de las obras de un judío de Ámsterdam? Tenía un nombre bonito, como de mujer. Yo misma podía haberlo elegido para mí, en vez del que tengo, que también lo eligió para mí un hombre instruido. Supongo que sólo los muy instruidos habrán oído hablar de él. ¿Cómo era?
—Spinoza —dijo Frederick.
—Sí —dijo Heloïse—; Spinoza. Tallaba diamantes. Era muy interesante. No; para usted, el tiempo no importa. Uno es feliz al volver a encontrar a sus amigos —dijo—; sin embargo, es en esa ocasión cuando se da cuenta de cómo vuela el tiempo. Somos nosotras, las mujeres, las que lo notamos. El tiempo nos quita muchas cosas. Y al final: todo —miró a Frederick, y ninguna de las dos caras pintadas por los grandes maestros habría podido ofrecer semejante visión de la vida y del mundo—. ¡Cómo me habría gustado, mi querido amigo —dijo—, que me hubiese visto entonces!
Cuento del joven marinero
El bricbarca Charlotte había zarpado de Marsella y navegaba rumbo a Atenas, con tiempo gris y mar gruesa, después de tres días de fuerte temporal. Un pequeño marinero llamado Simón, en la cubierta mojada y balanceante, se sujetaba a un obenque y miraba hacia las nubes viajeras y la verga del mastelerillo del palo mayor.
Un ave, buscando refugio en el mástil, se había enredado las patas en una driza suelta de algún aparejo, y forcejeaba allá arriba tratando de liberarse. El chico de la cubierta podía verla aletear y agitar la cabeza de un lado a otro.
Por su propia experiencia en la vida, había llegado a la convicción de que en este mundo cada cual debía cuidar de sí mismo, y no esperar ayuda de los demás. Pero aquella lucha muda, mortal, le tenía fascinado desde hacía más de una hora. Se preguntaba qué clase de ave sería. En los últimos días habían venido a posarse numerosas aves en las jarcias del bricbarca: golondrinas, codornices y un par de halcones peregrinos; le parecía que esta vez se trataba de un halcón peregrino. Recordaba que hacía muchos años, en su país, cerca de su casa, vio una vez un halcón peregrino posado en una piedra, a poca distancia, y echar a volar. A lo mejor era la misma ave. Pensó: «Es como yo. Antes estaba allá y ahora está aquí».
Esto despertó en él un sentimiento de simpatía y de tragedia; siguió mirando al ave con el corazón en un puño. No estaba presente ninguno de los marineros para reírse de él; empezó a pensar cómo podía trepar por las jarcias para ayudar al halcón. Se echó el pelo hacia atrás, se subió las mangas, miró por toda la cubierta y empezó a trepar. Tuvo que detenerse un par de veces en el aparejo oscilante.
Al llegar a lo alto del mástil comprobó que era, efectivamente, un halcón peregrino. Cuando su cabeza llegó a la altura del ave, ésta dejó de debatirse, y le miró con ojos furiosos, desesperados, amarillos. Tuvo que sujetarla con una mano mientras sacaba el cuchillo y cortaba la driza. Se asustó al mirar hacia abajo; pero a la vez pensó que no se lo había ordenado nadie, que era su propia aventura, y esto le produjo una sensación orgullosa, tranquilizadora; como si el mar y el cielo, el barco, el ave y él mismo fueran todo uno. Justo cuando la hubo liberado, el ave le dio un picotazo en el pulgar, de manera que le hizo sangre y estuvo a punto de soltarla. Se enfadó con ella, y le dio un cachete; a continuación se la metió en el interior de la chaqueta y bajó.
Cuando llegó a la cubierta, se encontraban allí el piloto y el cocinero mirando; le preguntaron a voces a qué había subido al mástil. Él estaba tan cansado que tenía lágrimas en los ojos. Sacó el halcón y lo enseñó, mientras éste permanecía quieto entre sus manos. El piloto y el cocinero se echaron a reír y se fueron. Simón dejó el ave en el suelo, retrocedió y se quedó mirándola. Al cabo de un rato pensó que no sería capaz de levantarse de la resbaladiza cubierta, así que la cogió otra vez y fue a colocarla sobre un rollo de lona. Poco después empezó a ordenarse las plumas, dio dos o tres violentos aletazos y de repente echó a volar. El chico pudo seguir su vuelo por encima de los surcos de agua gris. Pensó: «Allá vuela mi halcón».
Cuando regresó el Charlotte, Simón se enroló en otro barco; y dos años más tarde era un avispado marinero de la goleta Hebe, fondeada en Bodo, en la costa norte de Noruega, donde había entrado a cargar arenque.
A los grandes mercados de arenque de Bodo acudían barcos de todos los rincones del mundo: había barcos suecos, finlandeses y rusos: un bosque de mástiles; y en la playa, un tumultuoso y heterogéneo despliegue de vida, donde se oían muchas lenguas y se suscitaban tremendas peleas. Se habían instalado puestos de venta en la playa, y los lapones, gente pequeña y amarilla, de movimientos sigilosos y ojos vigilantes, a la que Simón no había visto en la vida, bajaban a vender artículos de piel adornados de cuentas. En abril, el cielo y el mar eran tan claros que resultaba difícil mantener la vista frente a ellos —salados, infinitamente anchos y poblados de chillidos de aves—, como si alguien estuviese afilando incesantemente cuchillos invisibles en todas partes, arriba en el cielo.
Simón estaba asombrado de la claridad de estas noches de abril. No sabía geografía, y no lo atribuía a la latitud, sino que lo consideraba un signo de buena voluntad del universo, un favor. Simón había sido toda su vida bajo de estatura para su edad, pero este último invierno había dado un estirón y se había hecho fuerte de miembros. Esta suerte, pensaba, debía de proceder de la misma fuente que la bondad del tiempo, de una nueva benevolencia del mundo. Había estado necesitado de este estímulo, dado que era tímido por naturaleza; ahora no pedía más. El resto consideraba que era cosa suya. Se movía lentamente, orgullosamente.
Una tarde bajó a tierra con permiso, y se acercó al puesto de un pequeño comerciante ruso, un judío que vendía relojes de oro. Todos los marineros sabían que eran de falso metal y que no funcionaban, aunque los compraban y los exhibían con ostentación. Simón estuvo contemplando un buen rato estos relojes, pero no compró ninguno. El viejo judío exhibía diversas mercancías en su puesto; entre ellas, una caja de naranjas. Simón las había probado en sus viajes; compró una y se la llevó. Quería subir a una colina desde donde poder ver el mar, y comérsela allí.
Siguió andando; y al llegar a las afueras del pueblo vio a una niña con un vestido rojo, de pie al otro lado de una cerca, mirándole. Tendría trece o catorce años; estaba delgada como una anguila, pero tenía una cara redonda, alegre, pecosa y un par de trenzas largas. Se miraron mutuamente.
—¿A quién esperas? —preguntó Simón, por decir algo.
La cara de la niña esbozó una sonrisa extática, presuntuosa:
—Al hombre con quien me voy a casar, naturalmente —dijo.
Había algo en su semblante que hizo que el muchacho se sintiese confiado y feliz; le sonrió un poco.
—A lo mejor soy yo —dijo él.
—¡Ja, ja! —rió la niña—; es unos años mayor que tú, para que te enteres.
—¿Cómo es eso? —dijo Simón—; pues tú no eres tan mayor.
La niña negó con la cabeza solemnemente.
—No —dijo—; pero cuando lo sea, seré guapísima, y llevaré zapatos marrones con tacones y un sombrero.
—¿Quieres una naranja? —preguntó Simón, ya que no podía darle ninguna de las cosas que ella había mencionado. La niña miró la naranja y luego a él—. Están muy buenas —dijo él.
—Entonces ¿por qué no te la comes tú? —preguntó ella.
—Yo he comido muchas ya —dijo él—, cuando estaba en Atenas. Aquí, ésta me ha costado un marco.
—¿Cómo te llamas? —preguntó ella.
—Me llamo Simón —dijo él—. ¿Y tú?
—Yo, Nora —dijo ella—. ¿Qué quieres a cambio de tu naranja, Simón?
Cuando oyó su nombre en boca de ella, Simón se volvió audaz.
—¿Quieres darme un beso, a cambio de la naranja? —preguntó.
Nora le miró seria un momento.
—Sí —dijo—; no me importa darte un beso.
Simón notó que le entraba un calor como si hubiese estado corriendo. Cuando la niña extendió la mano para que le diese la naranja, se la cogió. En ese instante la llamó alguien desde la casa.
—Es mi padre —dijo, y trató de devolverle la naranja; pero él no lo consintió—. Pues vuelve mañana —dijo ella—; entonces te daré el beso —y echó a correr. Él se quedó viéndola marcharse, y poco después regresó al barco.
Simón no tenía costumbre de hacer planes para el futuro, y no sabía si volvería para verla o no.
La tarde siguiente tenía que quedarse a bordo, ya que los demás marineros iban a bajar a tierra; pero no le importaba. Decidió sentarse en cubierta con Balthazar, el perro del barco, y practicar con una concertina que se había comprado hacía algún tiempo. El pálido atardecer le rodeaba por todas partes; el cielo tenía un matiz débilmente rosáceo, la mar estaba completamente llana, lechosa; sólo en la estela de los botes que iban a tierra se quebraba en franjas de intenso índigo. Y se sentó a tocar; al cabo de un rato, su propia música empezó a hablarle tan vehementemente que se detuvo, se levantó y miró hacia arriba. Entonces descubrió la luna llena en lo alto del cielo.
El cielo estaba tan claro que apenas hacía falta: era como si hubiese subido allí por propio capricho. Era redonda, grave, presuntuosa. Y entonces comprendió Simón que debía bajar a tierra, costara lo que costase. Pero no sabía cómo ir, ya que los demás se habían llevado la yola. Llevaba mucho rato de pie en la cubierta, pequeña figura solitaria de joven marinero en su barco, cuando vio que se acercaba la yola de un barco que estaba fondeado más afuera y llamó. Averiguó que eran marineros rusos de un barco llamado Anna que iban a tierra. Cuando consiguió hacerse entender, le llevaron con ellos; primero le pidieron dinero por el viaje; luego, riendo, se lo devolvieron. Simón pensó: «Éstos creen que voy al pueblo en busca de mujeres». Luego, con cierto orgullo, pensó que tenían razón; aunque al mismo tiempo estaban infinitamente equivocados, y no tenían idea de nada.
Una vez en tierra, le invitaron a beber con ellos, y Simón no quiso decirles que no, porque le habían ayudado. Uno de los rusos era un gigantón, grande como un oso; le dijo a Simón que se llamaba Iván. Se emborrachó enseguida, y luego acometió al muchacho con afecto osuno, le manoseó, sonrió y se rió en su cara, le regaló una cadena de reloj de oro y lo besó en ambas mejillas. Simón pensó entonces que él también tenía que regalarle algo a Nora cuando la viese otra vez; y en cuanto pudo dejar a los rusos, se dirigió a un puesto que conocía y compró un pañuelito azul, del mismo color que los ojos de ella.
Era sábado por la tarde, y circulaba mucha gente entre las casas: iban en largas filas, algunos cantando, y todos deseosos de divertirse esa noche. Simón, en medio de esta vida rica y bulliciosa bajo la luna clara, sentía la cabeza alegre con su escapada del barco y la bebida fuerte. Se embutió el pañuelo en el bolsillo; era de seda, cosa que nunca había tocado anteriormente, un regalo para su amiga.
No recordaba el camino a casa de Nora; se perdió, y volvió a donde había empezado. Entonces le asaltó un miedo terrible de llegar demasiado tarde y echó a correr. En un paso estrecho entre dos casas de madera chocó con un hombre corpulento y descubrió que era Iván otra vez. El ruso cerró los brazos en torno suyo y le sujetó.
—¡Bueno, bueno! —exclamó desbordante de alegría—; al fin te he encontrado, mi pequeño pollito. Te he buscado por todas partes; y el pobre Iván ha llorado porque había perdido a su amigo.
—Suéltame, Iván —dijo Simón.
—Ah, ah —dijo Iván—; iré contigo y tendrás lo que quieras. Mi corazón y mi dinero son tuyos, todo tuyos; yo también he tenido diecisiete años, también he sido una pequeña ovejita de Dios, y quiero serlo otra vez esta noche.
—¡Suéltame —exclamó Simón—, que tengo prisa!
Iván le sujetaba de tal manera que le hacía daño, mientras le acariciaba con la otra mano.
—Lo siento, lo siento —decía—. Vamos, confía en mí, amiguito mío. Nada nos va a separar. Oigo llegar a los otros: vamos a pasar una noche juntos que recordarás cuando seas abuelo.
De repente estrujó al muchacho contra sí, como el oso que lleva a un cordero. La odiosa sensación de calor masculino y el corpachón de un hombre pegado a él enloqueció al flaco muchacho. Pensó en Nora, esperándole, como una embarcación esbelta en el aire turbio, mientras él estaba aquí, sufriendo el abrazo caluroso de un animal peludo. Golpeó a Iván con todas sus fuerzas.
—Te mataré, Iván —gritó—, si no me sueltas.
—¡Bah, después me lo agradecerás! —dijo Iván, y empezó a cantar.
Simón hurgó en su bolsillo buscando la navaja y consiguió abrirla. No podía levantar la mano, pero hundió la navaja furiosamente por debajo del brazo del gigantón. Casi instantáneamente, sintió brotar la sangre y correrle por la manga hacia abajo. Iván dejó de cantar de repente, soltó al muchacho y profirió dos largos y profundos gruñidos. Un segundo después se desplomó sobre sus propias rodillas.
—Pobre Iván, pobre Iván —gimió.
Cayó de bruces. En ese momento Simón oyó a los otros marineros que se acercaban cantando por el callejón.
Se quedó inmóvil un momento, limpió la navaja y observó que la sangre derramada había formado un charco oscuro debajo del enorme corpachón. Luego echó a correr. Al detenerse un segundo para elegir una dirección, oyó gritar a los marineros sobre su compañero muerto. Y pensó: «Tengo que bajar a la mar y lavarme las manos». Pero, al mismo tiempo, corría en dirección opuesta. Al cabo de un rato dio con el camino por el que había pasado el día anterior y le pareció familiar, como si lo hubiese recorrido centenares de veces en su vida.
Aflojó el paso para echar una mirada, y de pronto descubrió a Nora al otro lado de la cerca; estaba a muy poca distancia de él cuando la vio a la luz de la luna. Tambaleante y sin aliento, cayó de rodillas. Durante un momento no pudo hablar.
—Buenas noches, Simón —dijo ella con su vocecita acariciadora—. Hace rato que te estoy esperando —y tras una pausa añadió—: Me he comido la naranja.
—¡Ah, Nora! —exclamó el muchacho—. He matado a un hombre.
Nora se le quedó mirando, pero no se movió.
—¿Por qué has matado a un hombre? —preguntó al cabo de un rato.
—Para llegar aquí —dijo Simón—. Porque intentaba detenerme. Pero era mi amigo —lentamente, Simón se puso de pie—. ¡Me quería! —exclamó; y entonces estalló en lágrimas—. Sí —dijo despacio, pensativo—. Sí, porque tú estarías aquí puntualmente. ¿Puedes esconderme? —preguntó—. Me buscarán.
—No —dijo Nora—; no te puedo esconder. Porque mi padre es el párroco de aquí, de Bodo, y seguro que te entregaría, si se enterase de que has matado a un hombre.
—Entonces —dijo Simón—, dame algo para limpiarme las manos.
—¿Qué tienes en las manos? —preguntó ella, y dio un pasito adelante.
Él extendió las manos.
—¿Es tuya esa sangre? —preguntó ella.
—No —dijo Simón—, es del hombre muerto.
Nora retrocedió un paso otra vez.
—¿Me odias ahora? —preguntó él.
—No, no te odio —dijo ella—. Pero ponte las manos en la espalda.
Al hacerlo, Nora se acercó mucho a él, en el otro lado de la cerca, y le echó los brazos alrededor del cuello. Apretó su cuerpo joven contra el de Simón y le besó tiernamente. Simón sintió la cara de ella, fría como la luz de la luna, sobre la suya; cuando le dejó, le flotaba la cabeza, y no sabía si el beso había durado un segundo o una hora. Nora se enderezó con los ojos muy abiertos.
—Ahora —dijo lenta, orgullosamente— te prometo que jamás me casaré con nadie, en toda mi vida.
El muchacho seguía en el mismo sitio, con las manos en la espalda como si ella se las hubiese atado así.
—Y ahora corre —dijo ella—, porque se acercan.
Se miraron los dos al mismo tiempo.
—No lo olvides, Nora —dijo. Se volvió y echó a correr.
Saltó una cerca, y cuando estuvo entre las casas siguió andando. No sabía adónde ir. Al llegar a un portal del que salía música y ruido de voces, lo traspuso lentamente. El recinto estaba lleno de gente: había baile. Una lámpara colgaba del techo, y brillaba sobre los que estaban bailando; el aire era espeso y marrón a causa del polvo que se elevaba del suelo. Había algunas mujeres; pero muchos de los hombres bailaban unos con otros; y pateaban el suelo serios o riendo. Al poco de entrar Simón, la multitud se retiró hacia la pared para dejar espacio a dos marineros que ejecutaban un baile de su propio país. Simón pensó: «No tardarán en pasar por aquí los hombres del bote, en busca del que ha matado a su compañero; y por mis manos sabrán que he sido yo». Los cinco minutos que estuvo junto a la pared del local, en medio de los alegres y sudorosos bailarines, fueron de gran importancia para el muchacho. Él mismo se daba cuenta; como si madurase en ese tiempo, y se volviese como los demás. No suplicaba a su destino; ni se quejaba. Aquí estaba él: había matado a un hombre y había besado a una muchacha. No pedía nada más a la vida; ni la vida podía pedir nada más de él. Era Simón, un hombre como los que le rodeaban; e iba a morir, como van a morir todos los hombres.
Sólo tuvo conciencia de lo que pasaba fuera de él cuando vio que había entrado una mujer, y que estaba de pie en el centro de la sala despejada, mirando en torno suyo. Era una vieja ancha y baja de estatura, con ropas laponas, y miraba con dignidad y fiereza como si fuese la dueña de todo el pueblo. Era evidente que la mayoría de los presentes la conocían y que la temían un poco, aunque algunos se reían; el bullicio del baile se apagó al alzar ella la voz:
—¿Dónde está mi hijo? —preguntó con voz chillona, como la de un pajarraco.
Un instante después, sus ojos se clavaron en Simón; avanzó entre la multitud, que se abrió a su paso, alargó una mano huesuda, oscura, vieja y le cogió por el codo.
—Vente a casa conmigo —dijo—. No te hace falta bailar aquí esta noche. Si no, no tardarás en bailar más arriba.
Simón retrocedió, porque creía que estaba borracha. Pero al mirarle ella directamente a la cara con sus ojos amarillos, le pareció que la había visto antes y que quizá convenía escucharla. La vieja tiró de él, cruzó la estancia y Simón la siguió sin rechistar.
—No te ensañes demasiado con el chico, Sunniva —le gritó uno de los presentes—. No ha hecho nada malo; sólo quería ver bailar.
En el mismo instante en que salían por la puerta se produjo una alarma en la calle: una multitud bajaba corriendo, y uno de ellos, al dar la vuelta a la casa, chocó con Simón. Le miró, miró a la vieja y siguió corriendo.
Mientras iban los dos por la calle, la vieja se levantó la falda y le puso el borde en la mano al muchacho.
—Límpiate las manos en mi falda —dijo.
No habían andado mucho cuando llegaron a una casa de madera y se detuvieron; la puerta era tan baja que tuvieron que inclinarse para pasar. Al entrar la mujer lapona delante, sin soltarle el brazo, el muchacho alzó los ojos un momento. La noche se había vuelto brumosa; había un amplio halo alrededor de la luna.
La vivienda de la vieja era estrecha y oscura, con un único ventanuco; en el suelo había un farol que alumbraba débilmente. Estaba toda llena de pieles de reno y de lobo, y de cuernos de reno, con los que los lapones suelen hacer botones tallados y mangos de cuchillo, y el aire aquí era rancio y sofocante. Tan pronto como estuvieron dentro, la mujer se volvió hacia Simón, le cogió por la cabeza, le hizo una raya en el pelo con sus dedos ganchudos y se lo peinó a la manera de los lapones. Le ajustó un gorro de lapón y retrocedió para mirarle.
—Ahora siéntate en mi taburete —dijo—. Pero primero saca la navaja.
Su voz y su gesto fueron tan autoritarios que el muchacho no tuvo más remedio que hacer lo que decía: se sentó en el taburete incapaz de apartar los ojos de su rostro, que era plano y marrón, y como cubierto de suciedad en su red de finas arrugas. Mientras estaba sentado oyó rumor de gente en el exterior, que se detenía delante de la casa; luego, alguien llamó a la puerta, aguardó un momento y volvió a llamar. La vieja, de pie, se quedó quieta como un ratón.
—No —dijo el muchacho, y se levantó—. Es inútil; es a mí a quien buscan. Será mejor para usted que me deje salir.
—Dame tu navaja —dijo ella. Se la dio, y ella se la pasó por el pulgar; le brotó sangre y dejó que goteara sobre su falda—. Bueno, entrad —gritó.
Se abrió la puerta, entraron dos de los marineros rusos y se quedaron de pie en el vano; había más gente fuera.
—¿Ha venido aquí alguien? —preguntaron—. Vamos detrás del que ha matado a nuestro compañero, pero se nos ha escapado. ¿Has oído o visto pasar a alguien por aquí?
La vieja lapona se volvió hacia ellos, y sus ojos brillaron como el oro a la luz de la lámpara.
—¿Que si he oído o visto a alguien? —exclamó—. Os he oído a vosotros gritar asesino por todo el pueblo. Nos habéis asustado a mí y a mi pobre muchacho; hasta me he hecho sangre en el dedo cuando recortaba la alfombrilla de piel que estoy cosiendo. El muchacho está demasiado asustado para ayudarme, y se ha echado a perder la alfombrilla. Tendréis que pagármela. Si andáis buscando a un asesino, pasad y registrad mi casa, que ya os conoceré yo cuando volvamos a vernos.
Estaba tan furiosa que bailoteaba y sacudía la cabeza como un ave de presa irritada.
Entró el ruso, miró por la habitación, la observó a ella y reparó en su mano y su falda manchadas de sangre.
—No nos eches ninguna maldición, Sunniva —dijo tímidamente—. Sabemos que puedes hacer muchas cosas cuando quieres. Aquí tienes un marco por la sangre que has derramado.
Ella extendió la mano y él le puso una moneda en la palma. Sunniva escupió en ella.
—Ahora marchaos, y no habrá odio entre nosotros —dijo, y cerró la puerta tras ellos. Se llevó el pulgar a la boca y se lo chupó.
El muchacho se levantó del taburete; se detuvo delante de ella y se quedó mirándola a la cara. Se sentía como si se balancease muy arriba, con escasa sujeción.
—¿Por qué me ha ayudado? —le preguntó.
—¿No lo sabes? —contestó ella—. ¿Todavía no me has reconocido? Pero sí te acordarás del halcón peregrino atrapado en una driza de tu barco, el Charlotte, cuando navegaba por el Mediterráneo. Aquel día trepaste por las jarcias hasta el mastelerillo para ayudar a aquella ave, en medio de un fuerte ventarrón y con mar gruesa. Aquel halcón era yo. Las laponas volamos a veces así para ver mundo. La primera vez que te vi fue cuando iba camino de África, a ver a mi hermana menor y a sus hijos. Ella es halcón también, cuando quiere. En aquel entonces vivía en Takaunga, en una vieja torre en ruinas que allá llaman minarete.
Se vendó el pulgar con una tira de su falda y se lo mordió.
—Nosotras no olvidamos —dijo—. Te di un picotazo en el pulgar cuando me cogiste; es justo que me diese un corte en el pulgar por ti esta noche.
Se acercó a él, y le frotó suavemente sus dos dedos marrones, como garras, en la frente.
—Así que eres mi muchacho —dijo—, capaz de matar a un hombre antes que llegar tarde a una cita de amor, ¿no? Las hembras de esta tierra estamos muy unidas. Ahora te marcaré en la frente, para que las chicas lo sepan cuando te miren; y les gustes por eso.
Jugó con el pelo de él, y se lo enroscó en el dedo.
—Ahora escucha, pajarillo mío —dijo ella—. El cuñado de mi bisnieto se encuentra en su barca junto al embarcadero en este momento; va a llevar una remesa de pieles a un barco danés. Él te devolverá a tu barco a tiempo, antes de que llegue tu patrón. La Hebe saldrá mañana por la mañana, ¿no? Pero cuando llegues a bordo, dale mi gorro para que me lo devuelva —sacó la navaja del muchacho, la limpió en su falda y se la tendió—. Aquí tienes tu navaja —dijo—. No se la volverás a clavar a ningún otro hombre; no tendrás necesidad, pues de ahora en adelante navegarás por los mares como un auténtico marinero. Ya tenemos bastantes preocupaciones con nuestros hijos.
El perplejo muchacho empezó a tartamudear unas palabras de agradecimiento.
—Espera —dijo ella—; te haré una taza de café para que te reanime, mientras te lavo la chaqueta.
Puso una vieja olla de cobre en el hogar. Al cabo de un rato, le tendió una bebida caliente, fuerte, negra, en un tazón sin asa.
—Ahora has bebido con Sunniva —dijo—; has sorbido un poco de sabiduría, de manera que en el futuro tus pensamientos no caerán como gotas de agua en la mar salada.
Cuando hubo terminado y dejado la taza, Sunniva le acompañó hasta la puerta y se la abrió. El muchacho se sorprendió al ver que casi había amanecido. La casa estaba tan arriba que podía verse el mar desde allí. Le dio la mano a la vieja para despedirse.
Ella le miró fijamente a los ojos.
—Nosotras no olvidamos —dijo—. Tú me diste un golpe en la cabeza, allá, en lo alto del mástil; así que te lo devolveré —y a continuación le dio una bofetada con todas sus fuerzas, al punto de que la cabeza le daba vueltas—. Ahora estamos en paz —dijo; le dirigió una mirada centelleante, larga, maligna, le empujó suavemente para hacerle trasponer el umbral y le hizo un signo afirmativo con la cabeza.
Así, pues, el muchacho marinero regresó a su barco, que iba a zarpar a la mañana siguiente, y vivió para contarlo.
Las perlas
Hace unos ochenta años, un joven oficial de la guardia real, último hijo de una vieja familia campesina, se casó en Copenhague con la hija de un rico comerciante en lanas cuyo padre había sido vendedor ambulante y había llegado de Jutlandia a la capital. En aquel tiempo, un matrimonio así era algo insólito. Dio mucho que hablar, e hicieron una canción sobre él que se cantó en las calles.
La novia tenía veinte años y era una belleza, una muchacha alta, de cabello negro y color de piel encendido, con una distinción en su persona como si estuviese toda tallada en madera. Tenía dos viejas tías solteronas, hermanas de su abuelo el vendedor ambulante, a quien la creciente fortuna de la familia paró en seco en una carrera de arduo trabajo y de ahorro, y le obligó a permanecer lujosamente sentado en un salón. Cuando la mayor de las dos se enteró del compromiso matrimonial de su sobrina, fue a hacerle una visita, y en el curso de la conversación le contó una historia:
—Cuando yo era niña, cariño —dijo—, el joven barón Rosenkrantz se prometió con la hija de un rico orfebre. ¿Te lo han contado alguna vez? Tu bisabuelo le conocía. El novio tenía una hermana gemela que era dama de la corte. Un día, la hermana fue a casa del orfebre a visitar a la novia. Al marcharse, ésta le dijo a su enamorado: «Tu hermana se ha reído de mi vestido, y también porque al hablarme en francés, no he sabido contestar. Tiene un corazón de piedra, me he dado cuenta. Si queremos ser felices, no debes volver a verla nunca más; no podría soportarlo». El joven, para consolarla, le prometió no volver a ver más a su hermana. Poco después, un domingo, llevó a la joven a comer con su madre. Cuando regresaban en el coche, le dijo a su prometido: «Tu madre tenía lágrimas en los ojos al mirarme. Esperaba otra esposa para ti. Si me amas, tienes que romper con ella». Otra vez prometió el joven enamorado hacer lo que le pedía, aunque le costó mucho, pues su madre era viuda y él era su único hijo. Esa misma semana, el joven mandó a su criado con un ramo para su prometida. Al día siguiente le dijo ella: «No puedo soportar la expresión de tu criado cuando me mira. Debes despedirle a primeros de mes». «Mademoiselle —dijo el barón Rosenkrantz—, no puedo tener una esposa que se deja impresionar por la expresión de un criado. Aquí tiene usted su anillo. Adiós para siempre».
La anciana, mientras hablaba, mantenía sus ojillos relucientes fijos en la cara de su sobrina. Poseía un carácter enérgico, hacía mucho tiempo que había decidido vivir para los demás, y se había erigido en conciencia de la familia. Pero, carente de esperanza o de temores propios, era en realidad un viejo y vigoroso parásito moral del clan entero, y en especial de los miembros más jóvenes. Jensine, la prometida, era una criatura joven, llena de vitalidad y huésped gratificante para su parásito. Además, la joven y la vieja solterona tenían cualidades comunes. Ahora, la muchacha sirvió el café con el semblante sereno; pero por dentro estaba furiosa, y se decía a sí misma: «Tía Maren me pagará esto». No obstante, como solía ocurrir, la admonición de la tía caló hondamente en ella, y la meditó en su corazón.
Después de la boda en la catedral de Copenhague, un hermoso día de junio, la pareja de recién casados se marchó a Noruega en viaje de novios. En aquel entonces hacer un viaje a Noruega era una empresa romántica, y las amigas de Jensine le preguntaron por qué no iban a París; pero a ella la atraía la idea de iniciar su vida de casada lejos de la civilización y a solas con su marido. No necesitaba ni quería impresiones o experiencias nuevas. Y añadió para sus adentros: «Que Dios me ayude».
Los cotilleos de Copenhague decían que el novio se había casado por dinero y la novia por el apellido; pero todos se equivocaban. El matrimonio tuvo una motivación amorosa, y la luna de miel fue, técnicamente, un idilio. Jensine jamás se habría casado con un hombre al que no amase; sentía un gran respeto por el dios del amor, y ya llevaba unos años elevándole diariamente una pequeña oración: «¿Por qué tardas?». Ahora pensaba que quizá le había concedido de veras lo que ella le pedía, y que los libros le habían facilitado muy poca información sobre la verdadera naturaleza del amor.
El paisaje de Noruega, en el que tuvo su primera experiencia de la pasión, contribuyó a hacer más abrumadoras sus impresiones. La Naturaleza estaba en su momento más glorioso. El cielo era azul, el cerezo silvestre florecía por todas partes e impregnaba el aire de una fragancia dulce y amarga, y las noches eran tan claras que se podía leer a medianoche. Jensine, con crinolina y un bastón de montañero, subía por numerosos y empinados senderos del brazo de su marido... o sola, ya que era fuerte y andariega. Se quedaba de pie, en lo alto de las cimas, con las ropas azotadas a su alrededor, y pensaba y pensaba. Había vivido siempre en Dinamarca, y un año en un internado en Lübeck, y su noción de la tierra era que debía de extenderse horizontalmente, plana y ondulada, a sus pies. Pero en estas montañas, extrañamente, todo parecía elevarse de manera vertical, como se levanta un gran animal sobre sus patas traseras, no se sabe si para jugar o aplastarla a una. Estaba más arriba de lo que había estado nunca, y el aire se le subía a la cabeza como el vino. Y hacia donde miraba, veía correr el agua, precipitarse desde las montañas inmensas a los lagos, en plateados arroyos o en rugientes cascadas nimbadas por el arco iris. Era como si la Naturaleza misma llorase, o riese, en voz alta.
Al principio, todo esto resultaba tan nuevo para ella que sentía que sus viejas nociones del mundo se henchían en todas direcciones, como se henchían su falda o su chal. Pero no tardaron en converger sus impresiones en una sensación de la más profunda alarma, en un pánico como jamás había experimentado.
Se había educado en un ambiente de prudencia y previsión. Su padre era un honrado comerciante a quien le asustaba perder dinero y perder clientes. Algunas veces, este doble riesgo le había sumido en la melancolía. Su madre había sido una joven temerosa de Dios, miembro de una secta pietista; sus dos viejas tías eran personas de principios morales estrictos, atentas a las opiniones del mundo. En casa, Jensine se había considerado a veces un espíritu atrevido, y había anhelado la aventura. Pero en este paisaje impresionantemente romántico, cogida por sorpresa, y abrumada por las fuerzas violentas, desconocidas y formidables que se agitaban en su corazón, miraba en torno suyo en busca de apoyo. ¿Dónde debía buscarlo? Su joven marido, que la había traído aquí, y con el que estaba a solas, no la podía ayudar. Muy al contrario, era la causa de la turbulencia que se agitaba en su interior, y se encontraba también, a los ojos de ella, particularmente expuesto a los peligros del mundo exterior. Pues muy poco después de la boda, Jensine se dio cuenta —como sin duda sabía ya, vagamente, desde que se conocieron— de que era un ser humano totalmente carente, e incapaz, de temor.
Había leído historias sobre héroes en los libros, y los había admirado de todo corazón. Pero Alexander no era como los héroes de los libros. No desafiaba o vencía los peligros de este mundo, sino que ignoraba su existencia. Para él, las montañas eran un patio de recreo, y todos los fenómenos de la vida, el amor incluido, eran sus compañeros de juego. «Dentro de cien años, cariño —le decía a Jensine—, todo dará igual». No podía imaginar cómo se las había arreglado para vivir hasta ahora; pero sabía que su vida había sido, en todos los sentidos, distinta de la de ella. Ahora se daba cuenta con horror de que aquí, en un mundo de alturas y profundidades insospechadas, estaba en manos de una persona totalmente ignorante de la ley de la gravedad. En tal situación, sus sentimientos respecto a él se intensificaron, transformándose a la vez en una profunda indignación moral, como si la hubiese traicionado deliberadamente, y en una extrema ternura, como la que habría sentido por un niño desamparado y abandonado. Éstas eran las dos pasiones más fuertes de que su naturaleza era capaz; se aceleraron en su interior, y se convirtieron en una posesión. Recordó el cuento del niño que es enviado al mundo para que aprenda a tener miedo, y decidió que, por ella misma y por él, para su autodefensa, y para protegerle y salvarle a él también, debía enseñar a su marido a tener miedo.
Alexander no sabía nada de lo que ocurría en el interior de su mujer. Estaba enamorado de ella, y la admiraba y la respetaba. Era inocente y pura; provenía de una estirpe de personas capaces de hacer fortuna con su ingenio; hablaba francés y alemán, y sabía geografía e historia. Y sentía por todas estas cualidades una veneración religiosa. Estaba preparado para descubrir sorpresas en ella, ya que no se conocían a fondo y no habían estado a solas en una habitación más que tres o cuatro veces antes de la boda. Además, él no pretendía comprender a las mujeres, y consideraba más bien que su imprevisibilidad formaba parte de su gracia. El malhumor y los caprichos de su joven esposa le confirmaban su convicción, que ella le había inspirado al conocerse, de que era lo que él necesitaba en la vida. Pero quería hacerla su amiga, porque pensaba que no había tenido un amigo de verdad. No le hablaba de sus aventuras amorosas del pasado —en realidad, no habría podido hablarle de ellas aunque hubiese querido—, pero en otros terrenos le contaba cuanto podía recordar de sí mismo y de su vida. Un día le confesó cómo había jugado en Baden-Baden, arriesgando hasta el último céntimo, y había ganado. Ignoraba que ella pensó para sus adentros: «En realidad, es un ladrón; o si no, ha recibido bienes robados, así que no es mejor que un ladrón». Otras veces se reía de las deudas que había tenido, y de sus apuros para evitar encontrarse con su sastre. Todo esto sonaba realmente extraño a los oídos de Jensine. Porque para ella las deudas eran una abominación; y que él hubiera vivido entrampado sin angustiarse, confiando en que la fortuna pagase sus deudas, le parecía contra natura. Sin embargo, ella, la muchacha rica con la que él se había casado, pensaba, había llegado a tiempo, como servicial instrumento de la fortuna, para justificar su confianza a los ojos de su mismo sastre. Le habló de un duelo que había tenido con un oficial alemán y le enseñó la cicatriz que le había dejado. Cuando finalmente la tomó en sus brazos, arriba en las cumbres, con el cielo como testigo, Jensine exclamó en su interior: «Si es posible, aparta de mí este cáliz».
Cuando Jensine se dispuso a enseñar a su marido a tener miedo, tuvo presente el cuento de tía Maren, y se prometió a sí misma no pedir tregua nunca, y dejar que lo hiciera él. Como la relación entre los dos era para ella el factor central de la existencia, era natural que tratase primero de asustarle con la posibilidad de perderla. Era una muchacha sencilla y recurría a procedimientos sencillos.
A partir de entonces se volvió más imprudente que él en las ascensiones. Se colocaba en el borde de un precipicio, apoyada en su sombrilla, y le preguntaba cómo era de profundo. Se balanceaba en estrechos y frágiles puentes, por encima de torrentes espumeantes, sin parar de parlotear. Salió a remar al lago, en una pequeña barquichuela, un día de tormenta. Por la noche soñaba con los peligros del día, y se despertaba gritando, de manera que él la cogía en sus brazos para tranquilizarla. Pero de nada servían estas temeridades. Su marido estaba encantado y sorprendido ante su transformación de modesta doncella en valquiria. Lo atribuyó a la influencia de la vida de casada, y se sintió no poco orgulloso. Ella misma, al final, se preguntó si no la empujaban a estas hazañas el orgullo y las alabanzas de él, tanto como su propia decisión de conquistarle. Entonces se irritó consigo misma, y con todas las mujeres, y se compadeció de él y de todos los hombres.
A veces, Alexander salía a pescar. Estas ocasiones las aprovechaba Jensine para estar sola y ordenar sus pensamientos. Entonces la joven esposa vagaba solitaria, figura minúscula en los montes, con su vestido de tela escocesa. Una o dos veces, durante estos paseos, pensó en su padre, y el recuerdo de su ansiosa preocupación por ella hizo que le asomasen lágrimas a los ojos. Pero las reprimió: debía estar sola para aclarar cuestiones de las que él no podía saber nada.
Un día que estaba sentada en una piedra, descansando, se acercaron unos niños que cuidaban ganado y se la quedaron mirando. Les llamó y les dio unos caramelos que llevaba en su pequeño bolso. A Jensine le habían entusiasmado sus muñecos, y hasta donde una jovencita pudorosa de la época se atrevía, había deseado tener hijos propios. Ahora pensó con súbito terror: «¡Jamás tendré hijos! ¡Mientras tenga que mostrarme fuerte frente a él de esta manera, jamás tendré un hijo!». Este pensamiento la afligió tan profundamente que se levantó y se fue.
En otro de sus paseos solitarios le vino a la cabeza el recuerdo de un joven de la oficina de su padre que había estado enamorado de ella. Se llamaba Peter Skov. Era un brillante joven de negocios, y le conocía de toda la vida. Ahora recordó cómo, cuando tenía el sarampión, se sentaba a leerle todos los días, y cómo la acompañaba cuando salía a patinar, y le preocupaba que ella pudiese resfriarse, o caerse, o chocar con el hielo. Desde donde se había detenido podía ver la minúscula figura de su marido a lo lejos. «Sí —pensó—, es lo mejor que puedo hacer. Cuando vuelva a Copenhague, entonces, por mi honor, que aún es mío —aunque le asaltaron dudas sobre este particular—, Peter Skov será mi amante».
El día de la boda Alexander le había regalado a su esposa un collar de perlas. Pertenecieron a su abuela, que había llegado de Alemania, y fue una belleza y un bel esprit. Se lo había legado a él para que se lo regalase a su futura esposa. Alexander le había hablado mucho a Jensine de su abuela. Se había enamorado de ella, le dijo, porque se parecía un poco a su abuela. Le pidió que llevase siempre este collar. Jensine nunca había tenido un collar de perlas, y estaba orgullosa del suyo. Últimamente, en que tan a menudo había tenido necesidad de apoyo, había adquirido la costumbre de retorcer el collar, y tirar de él con los labios.
—Si sigues haciendo eso —dijo un día Alexander—, romperás el hilo.
Ella le miró. Fue la primera vez que le vio presagiar el desastre. «Quería a su abuela —pensó ella—; ¿o es que ha de estar muerta una para tener peso para este hombre?». Desde entonces pensaba a menudo en la anciana. Ella, también, procedía de un medio propio y había sido una extraña en la familia y el círculo de amistades de su marido. Se las había arreglado para conseguir del abuelo de Alexander este collar de perlas, y que la recordasen por él durante generaciones. ¿Eran las perlas, se preguntó, un símbolo de victoria o de sumisión? Jensine llegó a considerar a la abuela como su mejor amiga en la familia. Le habría gustado hacerle una visita como nieta y confiarle sus tribulaciones.
La luna de miel estaba llegando a su fin, y esta guerra extraña, cuya existencia sólo conocía uno de los beligerantes, no había llegado a ninguna conclusión. Los dos jóvenes estaban tristes de tener que marcharse. Sólo ahora se daba cuenta plenamente Jensine de la belleza del paisaje que la rodeaba, porque al final lo había convertido en su aliado. Aquí, pensaba, los peligros del mundo eran evidentes, estaban siempre a la vista. En Copenhague, la vida parecía segura, pero podía revelarse aún más temible. Pensó en su preciosa casa, esperándola allí, con cortinas de encaje, arañas y armarios de ropa blanca. No tenía ni idea de cómo sería la vida en ella.
La víspera del día en que debían embarcar estaban en un pueblecito desde donde quedaban seis horas de viaje en carruaje hasta el embarcadero donde atracaba el vapor. Habían salido antes del desayuno. Al sentarse Jensine y desatarse el sombrero, se le enganchó la pulsera en el collar, y se le desparramaron todas las perlas por el suelo como si hubiese estallado en una explosión de lágrimas. Se agachó Alexander y, a medida que las recogía una a una, se las iba poniendo a ella en el regazo.
Jensine sintió una especie de dulce pánico. Había roto lo único en el mundo que le había dado miedo romper. ¿Qué presagio anunciaba para ellos?
—¿Sabes cuántas eran? —preguntó a Alexander.
—Sí —dijo él desde el suelo—; mi abuelo le regaló el collar a mi abuela al celebrar sus bodas de oro, con una perla por cada uno de sus cincuenta años. Pero después fue añadiendo una cada año, por el cumpleaños de ella. Hay cincuenta y dos. Es fácil de recordar: es el número de cartas de la baraja.
Por último las tuvieron todas, y las envolvieron en el pañuelo de seda de él.
—Ahora no me las podré poner hasta que estemos en Copenhague —dijo Jensine.
En aquel momento entró la patrona con el café. Observó la catástrofe, e inmediatamente se ofreció a ayudarles. El zapatero del pueblo, dijo, podía arreglarles el collar. Hacía dos años, un señor inglés y su esposa habían visitado las montañas con un grupo; y cuando a la joven señora se le rompió su collar de perlas de la misma manera, él se las había ensartado a su completa satisfacción. Era un honrado viejecito, aunque muy pobre y tullido. De joven se había perdido en los montes, en medio de una tormenta de nieve; lo encontraron dos días después, y le tuvieron que cortar los pies. Jensine dijo que le llevaría las perlas al zapatero, y la patrona le indicó la dirección de su casa.
Fue sola, mientras su marido ataba con correas el equipaje, y encontró al zapatero en su pequeño y oscuro taller. Era un viejecito flaco, con delantal de cuero, y una sonrisa tímida y astuta en su rostro agobiado por largos sufrimientos. Jensine contó las perlas y las depositó gravemente en sus manos. Él las miró, y prometió tener arreglado el collar para el día siguiente a mediodía. Después de acordar el precio, siguió sentada en una silla pequeña, con las manos en el regazo. Por decir algo, le preguntó cómo se llamaba la señora inglesa a la que se le había roto el collar también; pero el zapatero no se acordaba.
Jensine paseó la mirada por la habitación. Era pobre; carecía de muebles y tenía un par de estampas religiosas clavadas en la pared. Extrañamente, tuvo la impresión de haber vuelto a casa. Un hombre honrado, tratado con dureza por el destino, había pasado largos años en este cuchitril. Era un sitio donde se trabajaba, se soportaban con paciencia las preocupaciones y se afanaba uno por el pan de cada día. Jensine estaba tan cerca todavía de sus libros de colegio que los recordaba todos; y ahora empezó a pensar en lo que había leído sobre los peces de las profundidades, tan acostumbrados a soportar el peso de miles de brazas de agua que si saliesen a la superficie reventarían. ¿Era ella, se preguntó, un pez de las profundidades que sólo se sentía a gusto bajo la presión de la existencia? ¿Y su padre, su abuelo, y sus antecesores, lo habían sido también? ¿Qué debía hacer un pez de las profundidades, siguió pensando, si se casaba con uno de esos salmones que había visto saltar en las cascadas? ¿O con un pez volador? Se despidió del zapatero y se fue.
Cuando regresaba divisó a un hombre bajo y corpulento, con sombrero negro y abrigo, que caminaba con paso vivo. Recordó haberle visto anteriormente, incluso creía que se alojaba en la misma casa que ella. Había un banco en el sendero desde el que se dominaba una vista magnífica. El hombre de negro se sentó en él, y Jensine, para quien era su último día en las montañas, se sentó también en el otro extremo. El desconocido se levantó un poco el sombrero a modo de saludo. Jensine le había tomado por una persona de edad, pero ahora vio que no tenía mucho más de treinta años. Su rostro era enérgico, y sus ojos claros y penetrantes. Un momento después se dirigió a ella con una leve sonrisa:
—La he visto salir del taller del zapatero —dijo—. ¿No habrá perdido una suela en las montañas?
—No; le he llevado unas perlas —dijo Jensine.
—¿Le ha llevado perlas? —dijo el desconocido jocosamente—. Eso es lo que voy a recoger de él.
Jensine se preguntó si no estaría un poco chiflado.
—Ese viejo —dijo el desconocido— tiene en su casa gran cantidad de nuestros viejos tesoros nacionales, perlas en concreto, cosa que casualmente ando yo recogiendo ahora. En caso de que necesite usted cuentos infantiles, no hay nadie en toda Noruega que pueda facilitarle mejor surtido que nuestro zapatero. Una vez soñó con ser estudiante y poeta, ¿sabe?; pero el destino le asestó un duro golpe, y tuvo que dedicarse al oficio de zapatero.
Tras una pausa comentó:
—Me han dicho que usted y su marido han venido de Dinamarca en viaje de novios. No es corriente eso: estas montañas son muy altas y peligrosas. ¿Quién de los dos sugirió venir aquí? ¿Usted?
—Sí —dijo ella.
—Claro —dijo el desconocido—. Me lo figuraba: que quizá fuera él el pájaro que se remonta hacia arriba, y usted la brisa que lo lleva. ¿Conoce la cita? ¿Le dice algo?
—Sí —dijo ella, algo desconcertada.
—Hacia arriba —dijo él, y se echó hacia atrás, en silencio, con las manos sobre el bastón. Al cabo de un rato prosiguió—: ¡Las cumbres! ¿Quién sabe? Compadecemos al zapatero por la desgracia que le obligó a renunciar a sus sueños de poeta, a la fama y al nombre. ¿Cómo sabemos que no ha sido eso lo mejor? ¡La grandeza, el aplauso de las masas! En efecto, mi joven señora, quizá sea lo mejor que haya renunciado a ellos. Quizá no hubiera podido comprar con ellos, en el mercado corriente, un anuncio de zapatero y el arte de poner suelas. Puede que uno haga bien en deshacerse de ellos a precio de costo. ¿Qué opina usted, señora?
—Creo que tiene razón —dijo ella despacio.
El desconocido le dirigió una mirada penetrante con sus ojos azules como el hielo.
—¿Es ésa su opinión —dijo— en este hermoso día de verano? Zapatero, a tus zapatos. ¿Cree usted que haría mejor uno en dedicarse a confeccionar pociones y píldoras para las personas enfermas y el ganado de este mundo? —rió brevemente—. Es un chiste muy bueno. Dentro de cien años se escribirá en un libro: «Una pequeña señora de Dinamarca le aconsejó que siguiera siendo zapatero. Por desgracia, él no siguió aquel consejo». Adiós, señora, adiós —y tras estas palabras, se levantó y reanudó su paseo.
Jensine observó cómo se perdía su figura entre las colinas. La patrona había salido a ver si había encontrado al zapatero. Jensine seguía mirando al desconocido.
—¿Quién es aquel señor? —preguntó.
La mujer se protegió los ojos con la mano.
—¡Ah, ya! —dijo—. Es un señor muy culto; un hombre importante. Ha venido a recoger historias y canciones antiguas. En otro tiempo era boticario. Pero tenía un teatro en Bergen, y escribía obras para representarlas en él también. Se llama Herr Ibsen.
Por la mañana llegó noticia del embarcadero de que el barco iba a llegar antes de lo previsto, y hubo que ponerse en marcha a toda prisa; la patrona mandó a su hijo pequeño a casa del zapatero a recoger las perlas de Jensine. Cuando los viajeros estaban ya sentados en el coche, llegó el chico con las perlas, envueltas en una hoja de libro y ensartadas en un cordón encerado. Jensine las desenvolvió y se dispuso a contarlas, pero lo pensó mejor y se abrochó el collar, sin hacerlo, alrededor del cuello.
—¿No debías contarlas? —le preguntó Alexander.
Ella le dirigió una mirada larga.
—No —dijo.
Fue callada durante el trayecto. Aún resonaban las palabras de él en sus oídos: «¿No debías contarlas?». Iba sentada a su lado, triunfal. Ahora sabía lo que sentía un triunfador.
Alexander y Jensine estuvieron de vuelta en Copenhague en una época en que la mayoría de la gente estaba fuera de la ciudad y no había grandes acontecimientos sociales. Pero Jensine recibía visita de muchas esposas de jóvenes militares amigos de él, e iban todos juntos al Tívoli de Copenhague en las noches veraniegas. Todos hacían elogios de Jensine.
Su casa se hallaba al lado de uno de los viejos canales de la ciudad y daba fachada al museo Thorwaldsen. A veces, de pie junto a la ventana, contemplaba las embarcaciones, y pensaba en Hardanger. En todo este tiempo no se había quitado las perlas ni las había contado. Estaba convencida de que al menos faltaría una. Imaginaba que el peso que notaba en el cuello era distinto del de antes. ¿Cuánto sería, pensaba, lo que había sacrificado por la victoria sobre su marido? ¿Un año, o dos, de su vida de casados, antes de sus bodas de oro? Esas bodas de oro parecían muy lejanas; sin embargo, cada año era precioso; ¿cómo iba a poder desprenderse de uno de esos años?
En los últimos meses de ese verano la gente empezó a hablar de la posibilidad de una guerra. La cuestión Schleswig-Holstein se había vuelto inminente. Una proclama real danesa, en marzo, había rechazado todas las pretensiones alemanas sobre Schleswig. Ahora, en julio, una nota alemana exigía, so pena de ejecución federal, la retirada de dicha proclama.
Jensine era una patriota apasionada, y leal al rey, que había dado al pueblo una constitución libre. Estos rumores la pusieron en un estado de gran nerviosismo. Consideraba frívolos a los jóvenes oficiales, amigos de Alexander, por su manera frívola y jactanciosa de hablar sobre el peligro que corría el país. Si quería hablar en serio de la crisis tenía que recurrir a su propia familia. Con su marido era imposible; pero en su fuero interno sabía que él estaba tan convencido de la invencibilidad de Dinamarca como de su propia inmortalidad.
Jensine se leía los periódicos de cabo a rabo. Un día, en el Berlingske Tidende se tropezó con la siguiente frase: «El momento es grave para la nación. Pero confiamos en la justicia de nuestra causa, y no tenemos miedo».
Fueron, quizá, las palabras «no tenemos miedo» las que la animaron. Se sentó en una silla junto a la ventana, se quitó las perlas y se las puso en el regazo. Permaneció un momento con las manos entrelazadas sobre ellas, como en oración. Luego las contó. Había cincuenta y tres perlas en el collar. No dio crédito a sus ojos y volvió a contarlas; pero no había error: eran cincuenta y tres y la de en medio era la más gruesa.
Jensine siguió largo rato sentada en la silla, completamente confundida. Sabía que su madre había creído en el diablo. En este instante, a la hija le ocurrió lo mismo. No la habría sorprendido oír una carcajada detrás del sofá. ¿Se habían confabulado las potencias del universo, pensó, para reírse de una pobre chica?
Cuando consiguió ordenar otra vez sus pensamientos, recordó que antes de que Alexander le regalase el collar, el viejo joyero de la familia de su marido le había arreglado el cierre. Así que sin duda conocía las perlas, y podía decirle algo al respecto. Pero estaba tan asustada que no se atrevía a ir a verle. Sólo unos días más tarde le pidió a Peter Skov, que pasó a visitarla, que le llevase el collar.
Volvió Peter y le contó que el joyero se había puesto los lentes para examinar las perlas; y luego, asombrado, declaró que había una más desde la última vez que las había visto.
—Sí, la que me dio Alexander —comentó Jensine, ruborizándose intensamente ante su propia mentira.
Peter pensó, lo mismo que el joyero, que era una generosidad barata en un teniente, hacerle un regalo costoso a la rica heredera con la que se había casado. Pero le repitió las palabras del anciano. «El señor Alexander —había declarado— ha demostrado ser un extraordinario entendido en perlas. No vacilaré en declarar que esta sola perla vale tanto como todas las demás juntas». Jensine, aterrada aunque sonriente, le dio las gracias a Peter; aunque éste se marchó con cierta desazón, ya que tenía el convencimiento de que la había molestado o asustado.
Hacía algún tiempo que Jensine no se sentía bien; y cuando, en septiembre, hubo unos días de tiempo bochornoso y pesado en Copenhague, Jensine palideció y perdió el sueño. Su padre y sus dos viejas tías estaban preocupados por ella, y trataron de convencerla para que fuese a pasar una temporada en la residencia que su padre tenía en Strandvej, en las afueras de la ciudad. Pero Jensine no quiso dejar su casa ni a su marido; ni quería tampoco ponerse bien, pensó, hasta haber llegado al fondo del misterio de las perlas. Una semana después decidió escribir al zapatero de Odda. Si, como Herr Ibsen había dicho, había sido estudiante y poeta, sabría leer, y contestaría a su carta. Le pareció que, en su actual situación, no tenía ningún amigo en el mundo más que a este anciano tullido. Deseó poder volver a su taller, a las paredes desnudas y a la silla de tres patas. Por las noches soñaba que estaba allí. El viejo le había sonreído con dulzura: sabía muchos cuentos infantiles. Quizá sabría consolarla. Sólo durante un momento tembló al pensar que quizá había muerto y entonces no lo averiguaría nunca.
Durante las semanas siguientes la sombra de la guerra se hizo más densa. Su padre estaba preocupado por las perspectivas, y por la salud del rey Federico. En esta nueva situación, el viejo comerciante empezó a enorgullecerse de que su hija se hubiese casado con un soldado, cosa que antes no podía haber estado más lejos de su pensamiento. Él y las viejas tías mostraron gran respeto por Alexander y Jensine.
Un día, medio en contra de su voluntad, Jensine le preguntó a Alexander sin rodeos si creía que habría guerra.
—Sí —contestó él con convencimiento—, habrá guerra. No puede evitarse.
Siguió silbando una canción de soldados. La visión de la cara de ella le hizo detenerse.
—¿Te da miedo? —preguntó.
A Jensine le pareció inútil, incluso indecoroso, explicarle sus sentimientos respecto a la guerra.
—¿Tienes miedo por mí? —preguntó él otra vez.
Ella desvió la cabeza.
—Ser la viuda de un héroe —dijo él— sería el papel más apropiado para ti, cariño.
A Jensine se le llenaron los ojos de lágrimas, tanto de ira como de dolor. Alexander se acercó y le cogió la mano.
—Si caigo —dijo—, será un consuelo para mí recordar que te he besado todas las veces que me has dejado —la volvió a besar ahora, y añadió—: ¿Será un consuelo para ti?
Jensine era una joven sincera. Cuando le preguntaban, trataba de encontrar respuesta veraz. Ahora pensó: «¿Sería un consuelo para mí?». Pero no pudo encontrar la respuesta en su corazón.
Todo esto dio a Jensine mucho que pensar, así que medio se olvidó del zapatero; y cuando, una mañana, encontró su carta en la mesa del desayuno, por un momento creyó que era de un mendigo, de los que recibía muchas. Un instante después palideció intensamente. Su marido, enfrente de ella, le preguntó qué le pasaba. No le contestó, sino que se levantó, se retiró a su propio cuartito de estar y abrió la carta junto a la chimenea. Los caracteres cuidadosamente trazados le recordaron el rostro del anciano como si le hubiese enviado su retrato.
«Estimada señora danesa —decía la carta—. Sí; yo le puse la perla en el collar. Quería darle una pequeña sorpresa. Concedía usted demasiada importancia a sus perlas cuando me las trajo, como si temiese que fuera yo a robarle alguna. Los viejos, igual que los jóvenes, tienen que divertirse a veces. Si la he asustado, le ruego, por favor, que me perdone. La perla esa vino a mis manos hace dos años, cuando le arreglé el collar a la señora inglesa. Se me quedó olvidada, y la encontré después. La he tenido dos años, pero no la necesito para nada. Es mejor que la tenga una joven señora. La recuerdo a usted sentada en mi silla, muy joven y bonita. Le deseo suerte, y que le ocurra algo agradable el mismo día que llegue esta carta. Y que pueda llevar la perla mucho tiempo, con corazón humilde, firme confianza en Dios y un pensamiento amable para este viejo de aquí, de Odda. Adiós.
Su amigo,
Peter Viken.»
Jensine había leído la carta acodada en la repisa de la chimenea, para sostenerse. Al levantar la vista, se encontró con los ojos graves de su propia imagen en el espejo que había encima. Eran severos; como si le estuvieran diciendo: «Eres una verdadera ladrona; o si no, has recibido objetos robados; así que no eres mejor que un ladrón». Permaneció de pie largo rato, inmóvil. Por último pensó: «Todo ha terminado. Ahora sé que jamás conquistaré a los que no conocen las preocupaciones ni el temor. Es como la Biblia; yo les heriré en el talón, pero ellos me herirán en la cabeza. En cuanto a Alexander, debía haberse casado con la señora inglesa».
Para su enorme sorpresa, descubrió que no le importaba. Alexander se había convertido en una pequeña figura en el fondo de su vida; no importaba lo más mínimo lo que hiciera o pensara. No importaba que la hubiesen ridiculizado. «Dentro de cien años —pensó—, todo dará igual».
¿Qué importaba entonces? Trató de pensar en la guerra, pero encontró que la guerra tampoco le importaba. Sentía un extraño vértigo, como si la habitación se hundiese a su alrededor, aunque no de manera desagradable. «¿No quedaba nada notable —pensó— bajo la luna visitante?». Ante las palabras «la luna visitante» los ojos de la imagen del espejo se abrieron como asombrados; las dos jóvenes se miraron mutuamente. Algo de suma importancia, concluyó, había surgido en el mundo ahora, y seguiría en él cien años. Las perlas. Durante cien años, un joven se las regalaría a su mujer y le contaría su propia historia sobre ellas, igual que Alexander se las había regalado a ella y le había contado la historia de su abuela.
El pensar en estos dos jóvenes dentro de cien años le produjo tal ternura que se le llenaron los ojos de lágrimas, y se sintió feliz, como si fuesen viejos amigos suyos con los que se hubiese reencontrado. «¿No pedir tregua? —pensó—. ¿Por qué no? Sí, la pediré; gritaré lo más fuerte que pueda. Ahora no consigo recordar por qué razón no debía pedir tregua».
La figura minúscula de Alexander, en la ventana de la otra habitación, le dijo:
—Por ahí viene tu tía mayor, con un gran ramo de flores.
Lenta, muy lentamente, Jensine apartó los ojos del espejo y volvió al mundo del presente. Fue a la ventana.
—Sí —dijo—, son de Bella Vista —que era como se llamaba la residencia de su padre. Desde la ventana, marido y mujer miraban hacia la calle.
Los invencibles dueños de esclavos
—Ce pauvre Jean —dijo un viejo general ruso de barba teñida una tarde del verano de 1875, en el salón de un hotel de Baden-Baden—. Este pobre Jean es algo extraordinario; decididamente, una persona excelente por demás. Usted conoce a Jean, el camarero que atiende a mi mesa, el más viejo del hotel, ¿verdad? Bueno, pues le diré lo buena persona que es. Yo tengo la costumbre, por las mañanas, de tomarme una nectarina con el café; repito, una nectarina. Nada de albaricoques o de melocotones; pero ha de ser buena de verdad, madura, aunque no demasiado. Pues bien, esta mañana ha venido Jean a hablar conmigo. Estaba pálido, se lo aseguro; el pobre parecía un cadáver. Yo pensé que estaba enfermo. «Excelencia —me dice—, es terrible»; y no puede decir nada más. «¿Qué es terrible, amigo mío? —le pregunto—. ¿Ha estallado la guerra en Europa?». «No —dice—, pero es terrible; sucede algo espantoso, excelencia: hoy no hay nectarinas». Y al decirlo le ruedan dos gruesas lágrimas por las mejillas. Sí, es un buen tipo.
La persona a la que se dirigía el general era un danés llamado Axel Leth, joven guapo y bien vestido que no hablaba mucho, y al que por dicha razón lo escogían a menudo por oyente las personas del balneario que tenían algo que contar.
Acababa de terminar el general su anécdota cuando llegó una vieja señora inglesa y se unió al grupo. En su honor, el ruso repitió la historia de Jean y la nectarina. La inglesa escuchó con la expresión de desdén y de desprecio con que acogía todas las nuevas a esta hora del día.
—A qui le dites-vous? —preguntó—. Conozco a Jean desde antes que usted. Hace nueve años se cortó el pulgar con el cuchillo de trinchar cuando me servía pollo y yo misma se lo vendé. No quería dejarme que se lo vendara. Estaba indignado y escandalizado de que me molestase por él. Creo sinceramente que el muy estúpido habría preferido perder el pulgar. Desde entonces, haría lo imposible por mí; de hecho, incluso daría la vida por mí.
No esperó a que el general hiciese algún comentario, sino que se volvió hacia el joven Leth y le dedicó una leve sonrisa para subrayar su indiferencia para con el ruso.
—Le prometí anoche —dijo— contarle más sobre la revista militar de Múnich.
Axel, a quien había criado su abuela, y a quien habían enseñado a ser deferente con las señoras de edad, puso cara expectante.
—Para mí —dijo la vieja dama— fue especialmente conmovedora. Porque yo comprendo al rey Ludwig. ¡El cisne ermitaño! Un poeta francés le ha apostrofado: «Seul roi de ce siècle, salut!». Eso expresa exactamente mis sentimientos. Para mí, su soledad en Neuschwanstein es exquisita y majestuosa, sublime. No puede vivir en Múnich. No puede respirar el aire contaminado por las multitudes, ni soportar su olor repugnante. No puede gozar del arte en presencia de profanos, de manera que se hacen a menudo representaciones para él solo en el teatro de la Residenz. Es un auténtico aristócrata. En la Alta Orden de los Defensores de la Inmaculada Concepción de la Santísima Virgen, de la que es gran maestre, no se admite a ningún candidato que no demuestre tener sesenta y cuatro cuarteles. Pero en Neuschwanstein, muy por encima del mundo ordinario, el rey es feliz. En el aire y el silencio de la montaña, pasea, sueña, medita. Allí se siente cerca de Dios.
—Me han dicho que no es muy popular —comentó el general con trivialidad.
—¿Quién le ha dicho eso? —replicó la inglesa con hauteur—. Sin duda, nadie que haya estado en Múnich. La emoción con que la multitud esperaba para ver a su rey me resultó enternecedora. Pocos le habían visto antes; se deja ver muy rara vez. Cuando apareció sobre un caballo blanco, estalló un torrente de entusiasmo. Fue como si los corazones se precipitasen hacia él en oleada. Las lágrimas corrían a raudales por las caras curtidas y ásperas de los artesanos y los labriegos; sus manos callosas y sucias levantaban a los niños para que pudiesen verle; sus voces roncas se quebraban al grito unánime de «Viva el rey». Fue un día inolvidable.
El general no dijo nada; y Axel, que le observaba, vio cómo cambiaba su expresión. Miraba con sorpresa y exaltación hacia la puerta. Por su cara, el joven adivinó que acababa de entrar una mujer desconocida y bonita. Los ojos de la señora inglesa se desviaron en la misma dirección; su propio rostro, también, se alteró inmediatamente. Axel se volvió. Dos mujeres a las que no había visto hasta ahora en el balneario, una señorita de la mejor sociedad y su dame de compagnie o institutriz, evidentemente, acababan de entrar en el salón.
La primera, que atrajo enseguida la atención de los presentes, era una jovencísima belleza, tan lozana que fue como si con ella irrumpiese en el salón recargado de muebles y cortinajes de terciopelo una brisa marina o una lluvia veraniega; y Axel recordó el comentario de un crítico sobre una joven actriz alemana: «Entra en escena con un paisaje agreste tras sus talones». Al asombro y la admiración que su encanto despertó les siguió, un momento después, una leve sonrisa de sorpresa o de burla; porque su esbelta, vigorosa y abundante figura iba vestida con dos o tres años de retraso respecto de su edad, con una falda corta de colegiala y el pelo largo hacia la espalda. La ropa le daba un extraño aspecto de muñeca, e inspiraba en los mirones ese sentimiento de divertida ternura con que se suele contemplar una muñeca grande y bonita.
La jovencita era más bien alta, una rosa de tallo alto. Parecía como si, al cogerla su Hacedor para mirarla, se hubiese escurrido en su mano poderosa, y en este movimiento se hubiesen henchido aún más sus formas juveniles. Las leves pantorrillas de sus piernas finas —enfundadas en calcetines blancos y cuidados zapatitos— eran altas, lo mismo que la abundancia inmadura de sus caderas; mientras que sus rodillas y sus muslos, que, en su andar vivo, se señalaban en los pliegues del vestido, eran estrechos y rectos. Su pecho joven emergía justo a la altura de las axilas, muy arriba de su esbelta cintura. Su cuello, blanco como la leche, era largo y torneado, extrañamente grave y monumental en alguien tan joven. Su cabello parecía contradecir la ley de la gravedad. Detrás de la cinta que lo mantenía retirado de la frente, se desparramaba casi horizontal. Este cabello abundante era de un raro color, rojo pálido, sin amarillo, como se encuentra en las conchas marinas. El rostro puro, suave, sonrosado de la muchacha carecía de engaño; no había en él una sola mota de polvo ni de afeites, ni tenía una sola arruga. Sus ojos, contorneados por una delgada línea de pestañas, estaban engastados sin una raya, como dos trozos de cristal azul marino. Sus pómulos quedaban un poco altos; su nariz, también, tenía una inclinación respingona. Pero el rasgo más sorprendente de su rostro era la boca: era una boca gruesa, taciturna, ardiente, como una rosa roja. Al verla, uno podía imaginar muy bien que la figura entera, derecha, orgullosa, existía sólo para llevar esa boca fresca, presuntuosa por el mundo.
Iba vestida con meticulosa pulcritud, con un vestido de muselina blanca ceñido con una banda rosa. Llevaba una cinta de terciopelo negro alrededor del cuello, pero sin ningún adorno. Se movía con rapidez, con un paso desafiante, desdeñoso, magníficamente vital, como si, al mismo tiempo, y con todo su poder, se diese y se sustrajese al mundo. Axel, soñador, citó mentalmente un poema que había leído hacía poco:
D’un air placide et triomphant
tu passes ton chemin, majestueux enfant.
La dama que daba escolta a la muchacha era una persona distinguida, vestida de seda negra, con una delgada cadena de oro colgando en su estrecho busto y lentes azules. Era severa en todos sus detalles: el modelo de institutriz o dueña. Sin embargo, tenía algo especial, una flexibilidad felina en sus movimientos, y una grave, sosegada determinación. Las dos formaban una pareja pintoresca; y para acentuar su unidad, el pelo austeramente trenzado de la mujer mayor tenía un pálido reflejo de los rojos y flotantes bucles de la muchacha. Era como si al artista le hubiese quedado un poco de color en la paleta y no hubiese querido desperdiciar tan gloriosa mezcla.
—Nom d’un chien —dijo el general a Axel.
Después de cenar se acercó otra vez a él con dos rosas en sus viejas mejillas, rejuvenecido por la acelerada circulación de su imaginación.
—Puedo facilitarle unos cuantos datos sobre nuestra belleza —dijo.
A continuación le dio el nombre de ella, explicó que pertenecía a una familia muy antigua, y añadió una serie de detalles sobre su historia y parentescos. La muchacha se llamaba Marie, pero su institutriz la llamaba Mizzi. Al parecer, el padre de Mizzi había sido un famoso jugador. Recientemente, le habían dicho, se había casado por segunda vez.
—No hace falta decir —prosiguió el general— que la criatura es evidentemente víctima de los celos de su madrastra (en una etapa de la vida en que el veneno ataca inevitablemente a las mujeres y emponzoña su organismo), la cual le daría matarratas si pudiese, pero que en vez de eso la manda aquí, con esa jesuita femenina de carcelera. ¿Qué opina usted, amigo mío; la azotará? Es a la vez un pecado mortal y una broma vestir a esa joven como si fuese una niña; debería llevar diadema antes que ninguna otra mujer de este salón. ¡Qué modo de andar! ¡Y qué inocencia! Sin embargo, está furiosa con todos nosotros, y debe de ser picajosa. ¡Ojalá tuviese yo la edad de usted!
Había habido música en el salón: una dama había cantado y un señor mayor alemán había tocado una fuga de Bach. Pero cuando el reloj de la chimenea dio las diez, la institutriz miró a la muchacha y le dijo unas breves palabras respetuosas en voz baja. Mizzi se levantó al punto como un soldado en un desfile. En su trayecto hasta la puerta dejó caer el pañuelo. Dos jóvenes, uno de negro y otro de uniforme, se abalanzaron sobre él. Pero Mizzi ni siquiera les miró. Fue la dama de compañía la que se encargó de recibirlo y darles las gracias con una leve y armoniosa inclinación, antes de abrirle la puerta a la muchacha, dejarla pasar delante de ella y desaparecer.
Avanzada la noche, Axel salió a la terraza y se fumó un cigarro mientras contemplaba las luces de la ciudad y las estrellas. Lo hacía a menudo.
Aún resonaba en sus oídos la cadencia de la charla animada del salón, y pensó que la conversación humana es centrífuga, desplazándose siempre hacia afuera del pensamiento del hablante. Sólo conocía a las personas del balneario por sus tertulias; así que no las conocía en absoluto. Ni ellas a él. Otros huéspedes del hotel le habían contado del general que se sospechaba que había envenenado a su mujer. Axel no había querido hablar de eso. Pero cuando estaba solo, en su cama y sus sueños, ¿era el viejo general un sincero y honrado asesino? Trató de imaginar, una tras otra, a las personas que conocía —al general, a la anciana inglesa— dormidas, tal como estarían probablemente a estas horas. La idea le resultó deprimente, y apartó el pensamiento de ellos otra vez.
Lo volvió hacia la muchacha a la que había visto hoy por primera vez. Ella también estaría en la cama ahora, sonrosada por el sueño, fresca como las sábanas, con los párpados firmemente cerrados y su cabello rojizo desparramado sobre la almohada, grave, durmiendo a la manera de los niños, para quienes dormir es una tarea, una ocupación seria. Pensó en ella largo rato, y se dio cuenta de que podía hacerlo sin ofenderla; del mismo modo que un jardinero pasea por una rosaleda durante la noche. Ella era libre ahora para vagar por donde quisiera, y Axel se preguntó en qué estaría soñando.
«¿Podría enamorarme de ella?», pensó. Había estado enamorado una vez; en parte, era eso lo que le había traído a Baden-Baden; y era tan joven que creía que nunca más podría volver a enamorarse. Pero deseó haber podido ser su hermano o un viejo amigo con derecho a ayudarla, si alguna vez acudía a él en busca de ayuda. Se había sentido deprimido, avergonzado de sí mismo, por estar enfermo y verse en la necesidad de acudir a un balneario. En el aire nocturno de la terraza le pareció que aún había esperanza y fuerza en el mundo. Era como si una amiga suya estuviese dormida en el hotel que tenía detrás; y que cuando despertase, se comprenderían mutuamente.
«Después —pensó con tristeza—, probablemente nos separaremos, y cada uno tomará su camino, sin hablarnos. La vida es así».
Unos días más tarde, los abejorros y moscones del balneario andaban bordoneando alrededor de la rosa nueva y fragante y del rodrigón flaco y negro al que se encontraba atada. La dificultad en acercarse, y cierto patetismo en la propia figura de Mizzi, espoleaban la osadía y la caballerosidad de los galanes. Cada uno se sentía como San Jorge con el dragón y la princesa cautiva. La situación habría contenido infinitas promesas picantes si hubiese sido posible persuadir a la princesa para que se uniese a sus seguidores y burlase al dragón. Pero se puso en evidencia que era inquebrantablemente fiel a su dueña, y que no podía obtenerse ni una sonrisa, ni una mirada, a espaldas de la señorita Rabe. La distinguida figura de la institutriz adquirió una importancia tremenda. ¿De qué secreto poder estaba revestida para tener tan completamente sometida a una persona joven y vigorosa?
La vieja señora inglesa adoptó la táctica más atinada, y apoyó a la institutriz. Su estrategia le reportó una sorpresa. Le impresionó sinceramente el tacto, talento y excelentes principios de la señorita Rabe, y proclamó ante el mundo que era una institutriz como había pocas. También se vieron recompensadas sus molestias al convertirse, durante dos o tres días, en la persona más importante del parque del Casino; pues ahora podía presentar a la gente a Mizzi. En esta empresa desplegó todas las habilidades de una antigua entremetteuse de sociedad, y sus favores los consideraba pagados en cumplidos y atenciones. Como tributo a su vieja amistad, Axel fue el primero de los jóvenes a los que presentó sonriente a la muchacha.
Axel, con cierto asombro y sentimiento de ironía, se enamoró de Mizzi. Era una variedad de amor nueva para él, más contemplativa que posesiva. Incluso le complacía verla rodeada de admiradores, ya que nada hace tan bonita a una chica como el éxito, y dado que ella aceptaba el homenaje de la jeunesse dorée del balneario con sencillez y dignidad, como si considerase aquel celo competitivo como el normal comportamiento de los jóvenes para con una doncella, dejando que su propia vitalidad aumentase un poco sólo dentro de este su verdadero elemento. Los sentimientos de él eran también en sí mismos de naturaleza imaginativa: a menudo, en sueños, situaba a la muchacha sobre un fondo de libro o de canción o en un paraje familiar de Dinamarca.
Había una cosa en Mizzi que le encantaba: se ruborizaba con facilidad, e intensamente, por razones incomprensibles para él. Nunca era un cumplido, una mirada ardiente, o el apretarle sus dedos delgados al final de un vals lo que provocaba su rubor. Miraba a sus galanes serenamente a los ojos, incluso cuando ellos mismos se ruborizaban y tartamudeaban. Pero a veces, sentada ella sola, escuchando la música del parque, o mientras un viejo caballero del hotel la distraía con una disertación política, una llama lenta, vehemente, ascendía y le inundaba todo el rostro, desde las clavículas a la raíz del cabello, y la hacía arder y resplandecer —como si estuviese bajo el rojo vitral de una iglesia—, hasta que ese fuego decrecía poco a poco y se extinguía por completo. En sí mismo, era un espectáculo precioso e inusitado. Pero para Axel era mucho más: un símbolo y un misterio, una manifestación de su ser, una confesión muda, más significativa que cualquier declaración. ¿Qué fuerzas sospechaba o tenía dentro de su propia naturaleza esta criatura fuerte y simple que hacían que toda su sangre cambiase de lugar al captarlas?
Su fantasía jugaba con los rubores de la muchacha. La imaginaba feliz, mimada, en el seno armonioso de un hogar propio, y se preguntaba si se pondría colorada allí de la misma manera. Inclinada sobre su labor junto a una ventana, o paseando con su marido, deteniéndose a contemplar el paisaje, ¿se ruborizaría de repente como un cielo matinal? Pensó: «¿Qué más divino, orgulloso, generoso y honesto cumplido podría recibir un recién casado de su mujer, que este mudo y no deseado ascenso de su sangre?». También podía ser peligroso. Para un marido viejo, resultaría alarmante; para un hombre vanidoso o débil podría presagiar la perdición. Él estaba muy familiarizado con el azar, ya que, hasta que la conoció, se había sentido débil e inútil. ¿Y si, al cabo de cinco o diez años de vida matrimonial, el marido sorprendía a su mujer ruborizándose tan intensa y calladamente ante sus propios pensamientos? Qué llamada, pensó, a la naturaleza entera del hombre..., con un nombre más poderoso que el del rey.
A veces pensaba que se ponía colorada ante un comentario especialmente convencional en la conversación, como si se avergonzase de la afectación y la falsedad de los que la rodeaban. Esto le producía alegría; porque también a él le había hecho sufrir la falsedad del mundo. Entonces pensó: «Este tierno melocotón de muchacha tiene un respeto inquebrantable por la verdad; le horroriza nuestra manera frívola de vivir...», y deseó hablarle de las ideas que ocupaban su pensamiento.
Todo esto eran meditaciones agradables. Pero había otras, también relacionadas con Mizzi, que le deprimían. Y es que cuando, imaginariamente, llevaba a la muchacha por los bosques y las habitaciones de su casa de Langeland, la acompañaba la figura de la señorita Rabe, que se negaba a abandonar el escenario. Los recelos que esta oscura figura despertaba en él eran más difíciles de rechazar que la quimera de sus sueños diurnos, tanto más cuanto que eran de naturaleza práctica y palpable. Porque, se decía, podía abatir al dragón y llevarse a Mizzi. Sería una dulce y gloriosa aventura; era con lo que todos sus rivales soñaban. Pero él era un joven sensato, y miraba más allá que ellos. Cuando se alejaba cabalgando, ¿seguro que no se llevaba a la señorita Rabe en el arzón de su silla?
Era un observador: le había divertido descubrir que la preciosa muchacha no había vivido un solo día, y probablemente era incapaz de hacerlo, sin una acompañante pegada a sus talones. Jamás había abierto una puerta por sí misma, ni había arrimado una silla a la mesa o recogido el pañuelo que había dejado caer, ni se había puesto su propio sombrero. Sus absurdas ropas infantiles, así como su delicada persona, estaban exquisitamente arregladas y cuidadas por otra. Cuando se le desató la banda, un día, y trató de volvérsela a atar, se ruborizó y se quedó inmóvil hasta que la señorita Rabe acudió corriendo y le hizo el lazo. Seguramente la vestían y desvestían como a una muñeca, pensó. Su desvalimiento era como el de la persona que no tiene manos. Su existencia entera se basaba en un constante, atento, incansable trabajo de esclavos. La señorita Rabe era el símbolo mudo y omnipotente del sistema: por tanto, la temía.
Axel era un joven acomodado, heredero de una agradable propiedad en Dinamarca, y buen partido en su propio país. Pero no era rico según el nivel de vida del mundo en el que se movía aquí. Pensó con tristeza que no podía darle a su esposa los esclavos que para ella eran una necesidad de la vida. Se preguntó si la libertad que alcanzaría ella de esta manera la resarciría plenamente de la pérdida de esclavos, si el amor y atención personal que él podía ofrecerle supliría su servicio. ¿O añoraría en su casa, en sus brazos, por así decir, a la señorita Rabe? Éste era un pensamiento fatal. Además, desconfiaba del principio, y lo condenaba. Era dulce, a la vez gracioso y patético, cuando se encarnaba en una persona como Mizzi, en alguien que, por otra parte, estaba evidentemente dispuesto a afrontar su destino. Pero, en sí mismo, tal principio era contrario a la noción que él tenía de una existencia humana digna.
Muchos de sus rivales podían ofrecer a Mizzi la clase de vida para la que había sido educada. Entre ellos estaban un príncipe napolitano y un joven holandés inmensamente rico que, según le habían dicho, poseía propiedades en las Indias Orientales. A Axel le agradaba este último, y le parecía más guapo que él. A veces creía que a Mizzi se lo parecía también.
Era un joven escrupuloso. Sopesaba estas cuestiones mentalmente durante las horas de insomnio. Ojalá, pensaba mientras volvía la cabeza sobre la almohada, recogiera Mizzi su propio guante alguna vez, o arreglara los ramos de flores que él le llevaba, y los pusiera en agua. Pero ella se limitaba a dejarlos graciosamente sobre la mesa, y la señorita Rabe se encargaba de lo demás.
Un sábado por la noche se celebró un baile en el hotel; la orquesta interpretaba valses de Strauss. Axel bailó con Mizzi. Ella parecía una flor, y él se lo dijo. Hablaron también de las estrellas, y Mizzi dijo que había filósofos que sostenían que estaban habitadas por seres vivos, igual que la tierra. Cuando estaban a punto de salir a bailar otra vez, se encontraron junto al general ruso. Estaba viendo cómo bailaba una pareja.
—Consideren, mis jóvenes amigos —comentó el general—, cuán extraño animal es el hombre, y cómo en él la parte es siempre mayor que el todo. Aquí tenemos a... —y dio los nombres—... que llevan dos semanas casados; la noticia de su boda apareció en todos los periódicos. ¡Son Romeo y Julieta! Sus familias se tienen un odio ancestral, y durante mucho tiempo se habían opuesto al matrimonio. Ahora se encuentran pasando su luna de miel en un castillo de las montañas, a quince millas. Al fin están solos, libres para entregarse a la fruición de su amor. ¿Y qué hacen? Desplazarse quince millas para venir a bailar aquí porque hay una buena orquesta y una buena pista, y son los dos famosos valsadores. Hay quien sostiene que el baile es la anticipación o el sustitutivo del acto sexual. Pues bien, también puede decirse que es su esencia. La parte es mayor que el todo. Pero lo es —añadió el general con orgullo— sólo para el espíritu aristócrata. El burgués vendría aquí por vanidad. Un joven campesino y su mujer, después del primer vals, cambiarían el baile por el pajar.
Aquí Axel y Mizzi salieron a bailar. Como todo hacía disfrutar a Axel esta noche, le pareció encantadora también la conferencia del general. Imaginó que él y Mizzi pasaban también su luna de miel en las montañas, y que venían a bailar al hotel porque la parte era más grande que el todo. A mitad del vals descubrió que Mizzi le estaba mirando; o como en ella no eran los ojos lo que más contaba, descubrió que su cara y su boca estaban vueltas directamente hacia él. Era una cara llena de vida, decidida, osada como un desafío. Pero al terminar el baile, y devolverla a su asiento junto a la vieja señora inglesa, en el otro extremo del salón, Mizzi le dijo en voz baja que ella y la señorita Rabe se marchaban el jueves de Baden-Baden. La noticia arrojó a Axel de la cima de la felicidad; durante unos momentos, el brillante salón se oscureció para él. Luego pensó que aún le quedaban tres días.
Como a una hora de camino del balneario, en las colinas y el bosque de pinos, había una casita de madera, construida en un estilo romántico, en forma de atalaya, coronada de almenas. La escalera que subía al tejado se encontraba en tan mal estado que nadie se atrevía a subir; pero Axel, al pasar por allí, había pensado que desde arriba se dominaría una hermosa panorámica. El domingo se dirigió hacia allí, en un coche de alquiler, para ordenar sus pensamientos en soledad. La tarde era tan sumamente apacible, tan dorada, que le parecía como si se hubiese internado en un cuadro, en alguna obra maestra italiana, especialmente grata para él. La fresca fragancia de la resina de los pinos aumentaba esta ilusión. Tras despedir al droschke y subir a lo alto de la torre, la perspectiva le decepcionó: los árboles eran tan altos que tapaban la vista. Pero al mirar hacia arriba descubrió el cielo azul de verano veteado de tenues nubes blancas. Arriba en la azotea había una mesa y un par de sillas, muy deterioradas por el sol y la lluvia. Parecía un sueño estar sentado allí arriba, con el mundo infinitamente lejos. Al asomarse entre las almenas vio salir un corzo del bosque, cruzar el camino e internarse entre los helechos del otro lado. En el césped verde de abajo había un banco rústico. Se quitó el sombrero.
Llevaba un rato inmerso en sus pensamientos, y cogiendo de vez en cuando el lápiz para escribir unas palabras, cuando oyó voces en el sendero del bosque, que se acercaban poco a poco. Eran dos mujeres; pero su conversación se interrumpía a causa de los sollozos de una de ellas, lastimeros, como los de una niña que se ha extraviado, como Gretel en el bosque tenebroso y en poder de la bruja. Le llegaron unas palabras llorosas de aquel arrebato de dolor. Era la voz de Mizzi. Se levantó. Habría querido correr en su ayuda, arrojarse desde el antepecho, si no hubiese notado en sus sollozos, un instante después, un tono quejumbroso, lastimero, como jamás habría esperado oírle a Mizzi, como el de la niña que pide que la consuelen y la mimen. Durante un segundo sintió un arrebato de celos; luego pensó si no se estaría confiando, en el bosque, a alguna amiga del hotel. Habría querido marcharse, pero era demasiado tarde, ahora que la había oído llorar. Puede que sigan andando, pensó. Pero se habían detenido; y dedujo que se habían sentado en el banco de abajo. Era una situación extraña, sumamente dramática. Se hallaba sentado en lo alto como un ave de presa acechando a un par de palomas. No podía evitar seguir escuchando:
—Pero el que le quieras, corazón —decía una—, no es ninguna desdicha. Él te quiere. Todos te quieren y piensan tiernamente en ti.
Era la voz de la señorita Rabe. Pero una voz nueva para él; muchos años más joven de lo que antes le había parecido: más sonora, más libre. Brotaba del alma de la que hablaba. Y al mismo tiempo sonaba muy cansada.
Mizzi contestó tras un silencio. Esta larga pausa se repitió, a lo largo de la conversación, antes de cada una de sus frases.
—No —dijo, y su voz sonó también cambiada, libre, como si le brotase del alma; era también como de una mujer mayor, cansada—. Yo no le quiero. No se quiere a un crédulo, a un bobo. ¿Cómo se puede querer a quien se está engañando? Porque les estoy engañando a todos, Lotti. Así que no quiero a nadie. A nadie.
—Sin embargo, cariño —dijo la señorita Rabe, que aquí en el bosque se llamaba Lotti, al parecer—, serías muy desgraciada si ellos no te quisiesen.
Una pausa. Luego dijo Mizzi:
—Sí, me admiran. Porque creen que soy como ellos: rica, sin problemas, acostumbrada a todo lo bueno de la vida. Sí, él me admira, cree que soy como una flor dulce y pura y delicada. Cree que no sé nada del mundo. Si se enterase de las cosas que sé, ¿me querría? No, claro que no.
—Nunca lo sabrá —dijo Lotti.
—Desde luego que no —dijo Mizzi—. Es un bobo —tras una pausa, prosiguió—: Pero ¿y si se enterase? ¿Y si le dijesen que he ido al mercado a comprar coles y las he llevado yo misma en una cesta a casa? ¿Y si le dijesen que doy de comer a las gallinas y que limpio el gallinero? ¿Y si se enterase de que me mato a lavar?
Axel calculó que, ahora que estaban sentadas, no mirarían hacia arriba. Se asomó entre las almenas. Las vio de espaldas a él, tiernamente entrelazadas. Mizzi tenía la cabeza apoyada en el hombro de Lotti; su sombrero descansaba en el banco; su maravilloso cabello cubría la delgada espalda de la otra.
—De todas maneras, disfrutas un poco aquí —dijo Lotti—. Anoche bailaste. A mí me habría gustado bailar.
—Sí —dijo Mizzi orgullosa y maliciosamente—. ¿No te cansarás pronto de ser la señorita Rabe? Y mis ropas —prorrumpió Mizzi, con una voz ronca de desesperación—. Soy demasiado mayor para llevarlas. El año que viene me será completamente imposible. ¿Dónde me dejaré ver entonces? Tendré que enterrarme entonces, cuando no tenga mantilla, ni sombrero con plumas de avestruz, ni traje de cola, como tienen otras mujeres. ¡Son tan románticos todos ellos! —exclamó desdeñosamente—. Creen que tengo un collar de perlas, pendientes, pulseras y que mi madrastra es malvada por impedir que disfrute de todo eso. Si supiesen que no tengo ni uno solo de esos adornos, ni uno solo —se echó a llorar.
—De todos modos, serás más bonita al año que viene —dijo Lotti.
—Cómo te odio —dijo Mizzi—. Cómo te desprecio, por hablarme como si fuese un bebé. Es como si me dijeses que seré más bonita sin ropas de ninguna clase.
—¡Oh, Mizzi! —dijo Lotti.
—Sí —dijo Mizzi—, lo sé. Resulta espantoso. Pero es como si lo dijeses. Quisiera morirme.
Sollozó como si fuese a partírsele el corazón. Lotti la acarició y dijo:
—No llores.
Pero no hizo ningún efecto en Mizzi. Por último dijo:
—Muramos juntas, Lotti. El mundo es demasiado horrible. Algún lugar habrá donde sea distinto, un poco distinto. Piensa en lo grande que es el mundo, con todas sus estrellas. Los científicos creen que hay gente en ellas, igual que en la tierra. Presiento que todo será un poco mejor allí —tras un largo silencio, exclamó—: ¡Que se haya gastado papá todo ese dinero en los casinos!
—Papá tenía que mantener su reputación —dijo Lotti.
—Sí —dijo Mizzi con voz débil—. Pobre papá.
Nuevamente se quedaron largo rato en silencio. Después habló Lotti con un temblor en la voz, como si ella misma se diese cuenta de la temeridad de sus palabras:
—Puede que, aunque Axel se enterase de todo esto —dijo—, te quisiese de todas maneras.
Esta vez la respuesta de Mizzi, en voz baja y ronca, brotó sin dilación:
—No podría soportarlo —dijo—. ¡Antes me moriría!
Unos minutos más tarde dijo:
—Bueno. Vámonos. Puede llegar alguien y descubrir que ni siquiera hemos venido aquí en coche.
—Diré que el médico te ha ordenado que des paseos —dijo Lotti.
De todos modos, se levantaron poco después y se alejaron por el sendero.
Cuando las vio desaparecer en el espeso bosque de pinos verdes, Axel echó los brazos sobre la mesa y apoyó en ellos la cabeza. Más tarde no sabía si, en sus propios brazos, había reído o llorado.
Permaneció así cerca de una hora. Después se enderezó, apoyó el codo en la mesa, la barbilla en la mano, y analizó la situación.
Tenía sentido del arte. Las dos trágicas hermanas en el bosque, con sus bucles rojizos inflamados por el sol, habían guardado tal armonía en sus contorsiones que las consideró como un grupo clásico, dos Laocontes virginales, entrelazadas la una en brazos de la otra, y en los anillos mortales de la serpiente. Nunca más las vería separadas. Mizzi podía retorcer su indignado y asustado rostro juvenil ante él durante un momento; pero su abrazo, su pecho eran para Lotti. La idea de hacerle el amor a una de las dos era tan absurda, tan escandalosa, como la de hacérselo a una hermana siamesa. Los mismos anillos de la serpiente las mantenían unidas. Su último pensamiento, antes de levantarse, fue éste: que estaba bien, y debía dar gracias a la Providencia, haber sido él, y no alguno de los otros jóvenes del balneario, el que hubiera oído la conversación en el bosque. Podían haber tachado a las hermanas Laoconte de aventureras que habían ido al hotel a cazar un marido rico. Nada podía estar más lejos del pensamiento de ambas. Habían llegado a Baden-Baden, como las aves de paso a sus lugares según las estaciones del año, porque era la época de estar en Baden-Baden, o en un lugar parecido. De no estar aquí ahora, habrían estado en algún otro balneario. Y fuera el lugar que fuese, puesto que tenían que estar en alguna parte, su situación y su problema habría seguido siendo el mismo. Emprendió el regreso despacio, más sabio de lo que había venido.
Por la noche reinaba gran tristeza en el hotel a causa de la inminente marcha de Mizzi. Un joven oficial, le pareció a Axel, se declaró a ella entonces. La vieja señora inglesa le preguntó a la señorita Rabe sobre sus planes de viaje. Regresaban a casa, explicó la institutriz, por Stuttgart. El joven holandés comentó entonces que él también iba a ir a Stuttgart; ¿podía tener el honor de acompañarlas hasta allí? El príncipe italiano, que se había deshecho en lamentaciones, exclamó inmediatamente que él también tenía que resolver unos asuntos en Stuttgart; ¿podría compartir ese honor? Al oír esto, la señorita Rabe y Mizzi intercambiaron una mirada fugaz, y luego aceptaron. En cambio Mizzi estaba radiante esa noche, con los colores encendidos, como si navegase triunfalmente sobre la marea de pesadumbre general. Parecía mayor que antes. En el transcurso de la velada, Axel descubrió dos o tres veces sus ojos fijos en él; pero no se hablaron.
Por la mañana Axel fue a la ciudad y compró un gran ramo de rosas para Mizzi. En la tarjeta escribió unos versos de Goethe:
Die Sterne, die begehrt man nicht,
Man freut sich ihrer Pracht.
Pensaba haber escrito más, para expresar su tristeza de no volverla a ver. Pero no lo hizo porque era enemigo de las mentiras. Por la tarde, cuando todo el mundo en el hotel se había marchado a las colinas para celebrar una merienda de despedida a Mizzi, él dejó recado de que le habían llamado de Fráncfort, donde debía permanecer una semana, y tomó el tren para Stuttgart.
Había estado ya en Stuttgart, de paso hacia Italia. En su antiguo hotel consiguió la dirección de una sastrería de la ciudad, donde encargó una levita y el equipo completo de un criado para el día siguiente. Compró también un sombrero y mandó que le pusiesen una pequeña escarapela. Se había enterado de los colores de la familia de Mizzi en una ocasión en que jugaban a las prendas.
Cuando estuvo en la ciudad la vez anterior, había visitado el teatro en compañía de un amigo, el cual le había introducido incluso entre bastidores. Ahora buscó al maquillador y le contó confidencialmente que se trataba de una apuesta de suma importancia: debía representar el papel de un respetable y provecto criado de familia. El viejo caracterizador, italiano, aceptó participar en dicho plan como si le fuese la vida en ello, e interrumpió las explicaciones de su cliente con una serie de inspiradas sugerencias. Se puso a dar vueltas a su alrededor para estudiar su rostro y su figura desde todos los ángulos.
El jueves por la mañana, Axel mandó recoger su librea del sastre, y encontró toda la indumentaria espléndidamente concebida. La mujer del italiano, experta en esta materia, se ofreció a ayudar a su marido en los toques finales. Le encanecieron el pelo, le pegaron dos pequeñas patillas de chuleta, le dieron un matiz delicadamente curtido a su cara, con unas cuantas arrugas, y le arreglaron las cejas. Todo fue ejecutado con el mayor esmero. La pareja de artistas, al final, se sintió emocionada de orgullo. Cuando, a invitación de los dos, se miró en el espejo, sufrió un ligero sobresalto; tan desconocida le resultó la imagen que vio en él: de pie, ante sí, con guantes y sombrero, tenía a un criado venerable, circunspecto, deferente y digno.
Regresó a su hotel, tomándose el cuidado de andar despacio. Ensayó su papel en las calles de Stuttgart, y corrigió sus experiencias. Se dio cuenta de que se ponía más nervioso en presencia del portero del hotel y del cochero que ante las señoras y los señores. En el hotel, reservó habitación y una cena, con flores en la mesa, para dos damas. Antes de mediodía estaba de vuelta en Baden-Baden.
Cuando, años más tarde, pensaba en esta aventura, se sorprendía del aplomo y seguridad con que la llevó a cabo. Era un día gris; caía una fina llovizna, como si, en Baden-Baden, la propia naturaleza llorase de ver marcharse a Mizzi. Nadie dudó lo más mínimo de la autenticidad del viejo criado. En el hotel, se presentó al portero como Frantz, criado de Mizzi, y le rogó que hiciese saber a su señorita que Frantz había llegado y que esperaba órdenes en el vestíbulo.
Subió un botones con el recado, y un minuto después bajaba la propia Mizzi, con guardapolvo gris y un infantil sombrero de paja atado bajo la barbilla. Se encontraron al pie de la escalera, donde estaba él con el sombrero en la mano. Bajó deprisa, con pies ligeros, aunque algo alarmada, y los ojos muy abiertos. Al verle, se detuvo en seco como si hubiese visto un fantasma. Axel advirtió que le miraba de pies a cabeza; que reparaba también en la manta de viaje que llevaba en el brazo y en la escarapela del sombrero. Vio que cambiaba de color y se ponía mortalmente pálida; incluso su boca perdió color, al punto que creyó que se iba a desmayar. Pero, con un esfuerzo, se mantuvo erguida, bajó los dos últimos peldaños y se paró frente a él. En ese momento entraron precipitadamente dos señoras en el hotel, cerraron sus pequeños paraguas y se ordenaron sus amplias faldas mientras se quejaban de la lluvia. Corrieron junto a la muchacha con tiernas lamentaciones:
—¿Así que nos deja hoy, cariño? —exclamaron. Lanzaron una mirada a la figura de Axel y preguntaron—: ¿Es su criado?
—Sí —dijo Mizzi, pálida, perpleja y con labios temblorosos.
—¿Le ha mandado venir para que la acompañe en el viaje? —preguntó la señora—. Una medida prudente. No es agradable para las mujeres viajar solas.
Ahora, por encima de la cabeza de Mizzi, en lo alto de la escalera, Axel percibía a la señorita Rabe.
—Parece un viejo simpático —dijo la señora—. ¿Cómo se llama?
—Frantz —dijo Mizzi.
Todo el balneario fue a despedir a Mizzi. Su coche iba repleto de ramos de flores. Axel la seguía en otro carruaje con todo el equipaje. Previamente había sacado los billetes de las señoritas, había hecho la reserva de sus asientos, y ahora las ayudó a subir al tren. Una niña del hotel que se había hecho amiga de Mizzi prorrumpió en lágrimas, y le dio una rosa grande y preciosa. Mizzi se inclinó a besar a la criatura, desmoronándosele el cabello sobre la cara, y luego se prendió la rosa en el pecho. Desde su ventanilla, Axel observó el agitar de pañuelos blancos mientras el tren se alejaba poco a poco de Baden-Baden.
Durante todo ese día Axel se movió y habló con parsimonia, como la persona que se sabe instrumento del destino. Incluso la inminente separación de Mizzi, que sentía como un dolor físico, extrañamente, parecía darle firmeza y sostenerle en su propósito. Habló un poco con sus compañeros de viaje, y echó una mano a una joven que iba con un niño de pecho y dos pesadas cestas. Un obrero le dio un periódico y una encendida conferencia sobre política.
Mizzi le miró un par de veces. Cuando el tren se detuvo en una pequeña estación, bajó a pasear un poco con uno de sus galanes de Baden-Baden, que se encargó de cubrirla con su paraguas. El otro se quedó en la puerta del vagón con la señorita Rabe, ya que ésta no se atrevió a salir a la lluvia. Unos niños vendían fruta junto a la valla. El acompañante de Mizzi corrió a comprarles algo, tendiéndole rápidamente el paraguas a Axel. Así que se quedaron el uno junto al otro y, en cierto modo, a solas los dos. Mizzi no apartó los ojos, sino que dejó que expresasen lo que pensaba de él. Axel rehuyó su mirada. Le habría matado de haber podido: estaba furiosa y no tenía miedo ni recelo. Pero un símbolo sagrado, más poderoso que ella misma, le impidió levantar la voz, e incluso mirarle más de un segundo o dos: la escarapela del sombrero con sus propios colores. Cuando la llamó la señorita Rabe, dejó que caminase junto a ella, con el paraguas, a lo largo del andén. Durante este paseo de quizá un centenar de pasos, maduró y quedó establecida la relación entre Axel y Mizzi. Al detenerse, fraguó en molde inalterable y definitivo. La figura de Axel Leth había desaparecido; y Frantz, el criado, había ocupado su lugar.
Axel descubrió, y comprendió, paraguas en mano —respetuosamente, puesto que ahora iba de librea—, que la dependencia del amo es fuerte como la muerte y cruel como la sepultura. El esclavo tiene la vida del amo en sus manos del mismo modo que tiene su paraguas. Axel Leth, de quien estaba enamorada, podía traicionarla; esto la irritaría, incluso podía entristecerla; pero, pese a su irritación y su tristeza, seguiría siendo la misma persona. Pero su existencia descansaba entera en la lealtad de Frantz, su criado, en su devoción, aprobación y apoyo. La traición de éste destruiría la integridad de su ser. Si no estuviese segura en todo momento de que Frantz era capaz de morir por ella, no podría vivir. Si en casa la molestaba un celoso adorador, siguió pensando en Axel, llamaría al timbre para que acudiese Frantz, y le pediría que acompañase a su invitado a la puerta; y el frenético amante, que habría desafiado a un padre y a un marido, se rendiría al poder de Frantz, y le seguiría sin rechistar.
Instalado de nuevo en el vagón, pensó Axel: «Si ocurriese ahora un accidente, ella pensaría en mi seguridad antes que nada».
Al llegar a Stuttgart, las señoritas se encontraban ya totalmente en manos de su viejo criado. Las acompañó al hotel; el portero le reconoció enseguida y le dio las llaves.
Pero aunque el entendimiento entre los tres había quedado ahora establecido y confirmado, Axel adivinaba también el inmediato motivo de alarma y temor de las hermanas respecto a él. Creían que se proponía continuar con ellas hasta el final; seguirlas, por así decir, hasta la madriguera. El plan de ellas había sido marcharse de madrugada, antes de que nadie se enterase, y temblaban como dos pajarillos en la trampa cuando vieron amenazada su libertad para desaparecer. Nada estaba más lejos de las intenciones de Axel, y le dolió que pensasen tan mal de él. Así que tras ocuparse de que subieran el equipaje, y comprobar que todo estaba en orden, preguntó respetuosamente a la señorita Rabe si le ordenaban alguna cosa más, pues de lo contrario emprendería el regreso a casa esa misma noche, a fin de poder recibir a las señoritas a su llegada. Observó el profundo alivio en su semblante cuando le vio marcharse. En ese momento Mizzi estaba de espaldas; pero notó que la sacudía una gran agitación también; sin embargo, no se volvió ni dijo una sola palabra.
Se detuvo abajo en el vestíbulo, solo..., y, a partir de esa tarde, consideró siempre el vestíbulo la pieza central de un hotel, el lugar donde sucedían cosas. Su misión había concluido y debía irse. Pero no podía terminar todo aquí, pensó; sin duda faltaba algo, una palabra, una mirada; debía verla otra vez, cuando bajase a cenar. Al pasar la gente al comedor, se asomó por la puerta, y observó con alegría que había flores en la mesa de ellas. Los dos caballeros de Baden-Baden habían entrado en el vestíbulo también; iban a cenar en el mismo comedor que las damas, aunque no se habían atrevido a pedirles permiso para sentarse a su mesa. Se quedaron esperándolas para entrar juntos. Por último, bajaron las dos hermanas, y Axel pensó que, a pesar de sus desventuras, parecían patéticamente felices y a gusto, en armonía con la vida. Entraron alegremente. Ahora la había visto otra vez, y podía salir a la lluvia.
Estaba abriendo ya la puerta de la calle cuando le llamó la voz baja y clara de Mizzi:
—Frantz —dijo.
Había salido del comedor y estaba de pie en el centro del vestíbulo. No había confusión ni enojo en ella ahora. A pesar de su vestido, parecía mayor, totalmente espléndida, como una mártir.
—Aquí está la carta, Frantz —dijo, y le tendió un sobre.
Al cogerlo, se encontraron sus dedos. Le había besado la mano muchas veces y la había rodeado con su brazo en los valses; pero ningún contacto había sido tan importante como este roce fugaz, momentáneo.
Axel fue del hotel a casa del maquillador, donde le aguardaba su ropa. El viejo no estaba, pero le desvistió y le lavó su mujer con mano hábil, mientras le preguntaba discretamente si había ganado la apuesta. Una vez terminado el doloroso proceso, se dio la vuelta hacia el espejo. Aquí estaba de nuevo Axel Leth tal como era, sin ninguna importancia para ningún ser humano; Frantz había desaparecido para siempre. ¿Adónde debía ir Axel Leth? ¡Podía ir a cualquier parte! Pero fue a Fráncfort por un vago respeto a la verdad.
Una vez empaquetadas las ropas de Frantz, sacó el sobre. La carta también pertenecía a Frantz, y no tenía derecho a abrirla; pero tal vez transmitía un mensaje para Axel Leth, a través de Frantz. Contenía una rosa, un poco marchita, pero todavía blanda y húmeda: la que la niña le había dado a Mizzi en la estación de Baden-Baden.
Cuando Axel regresó a Baden-Baden, el balneario aún estaba un poco triste por la marcha de Mizzi, aunque la melancolía se disipó enseguida con las nuevas llegadas. Axel dio por terminada su cura, y fijó la fecha de su regreso a Dinamarca. La vieja señora inglesa era la más fiel de las amigas de Mizzi; se la llevó un par de veces a dar un paseo en coche, para hablar de ella. La señora estaba convencida de que Axel se había declarado y había sido rechazado, y ahora se complacía en hurgar en su herida. Alabó a la muchacha, y dijo que era una gran señora en capullo, una joven formada en los grandes principios del viejo mundo, y limpia de todo contacto bajo; una rosa, un cisne joven. No se podía estar seguro, dada la actual situación política, y la rebeldía de la juventud misma, de si dentro de cien años seguiría habiendo verdaderas damas en el mundo dignas de la adoración de los hombres; y, en caso contrario, qué sería de los hombres, pobres criaturas inestables. ¡Y qué piel! ¡Y qué piernas más bonitas!
En la soledad de la terraza, una de las veces, Axel lloró el vacío del mundo. Sin embargo, conservó su ánimo resignado y fatalista.
El segundo día después de su regreso dio un paseo hasta una pequeña cascada de las colinas. El día era gris tras una semana de lluvia; los caminos del bosque estaban húmedos, el rumor del agua era como una canción, una elegía, la voz del bosque tranquilo y mojado, y el olor del agua era casi tranquilizadoramente fresco. Se sentó allí y pensó en Mizzi.
¿Qué sería de aquellas dos hermanas, pensó, tan honestas como para dar vida a la mentira, partidarias de un ideal, en perpetua huida de una tosca realidad; de esas grandes y amables damas, incapaces de vivir sin esclavos? Pues ningún esclavo, pensó, podía suspirar y languidecer más desesperadamente por su emancipación de lo que suspiraban y languidecían ellas por su esclavo; ni podía ser la libertad para los esclavos una condición más esencial de la existencia, el aliento vital mismo, como eran los esclavos para ellas.
Muy probablemente, el año próximo intercambiarían sus papeles; Lotti sería la dueña y Mizzi la esclava. Puede que entonces Lotti se convirtiera en una inválida señora de elevada posición social, confinada en una silla de ruedas, puesto que este papel podía desempeñarse sin joyas ni plumas, cuya falta había lamentado Mizzi en el bosque. Y Mizzi sería la modesta acompañante, con la sencilla indumentaria de una enfermera, paciente ante los caprichos de su señora. Quizá entonces fuesen también al bosque a llorar la una en brazos de la otra, y a besarse como hermanas.
Siguió con la mirada fija en la cascada. El agua transparente, como una columna luminosa entre el musgo y las piedras, conservaba su perfil noble e inalterable durante todas las horas del día y de la noche. En medio de la corriente se formaba una pequeña cascada donde el agua chocaba con una roca. También ese saliente acuoso se conservaba inmutable, como una grieta fresca en el mármol de la catarata. Si volviese diez años después, la encontraría igual, con la misma forma, como una obra de arte armoniosa e inmortal. Sin embargo, cada segundo, nuevas partículas de agua saltaban por el borde, caían al precipicio y desaparecían. Era una huida, un torbellino, una incesante catástrofe.
¿Hay en la vida, pensó, fenómenos similares? ¿Hay un modo de existencia equivalente, paradójico; una huida y carrera sosegada, clásica, extática? En música existe: es lo que se llama una fuga.
D’un air placide et triomphant
tu passes ton chemin, majestueuse enfant.
El niño soñador
En la primera mitad del siglo pasado vivía en Sealand, Dinamarca, una familia de labradores y pescadores a la que llamaban los Plejelt por su lugar de procedencia, cuyos miembros no parecían capaces de prosperar por sí mismos de ninguna manera. En otro tiempo habían poseído algo de tierras aquí y allá, y barcas de pesca; pero lo habían perdido todo, y fracasaban en aquello que emprendían. Conseguían a duras penas no ir a parar a las cárceles de Dinamarca, pero se entregaban liberalmente a toda suerte de pecados y debilidades —vagabundeo, bebida, juego, hijos ilegítimos, suicidio— que los seres humanos pueden concederse sin quebrantar la ley. El viejo juez del distrito decía de ellos: «Estos Plejelt no son mala gente; tengo a muchos que son peores que ellos. Son guapos, sanos, simpáticos, incluso inteligentes a su manera. Pero no se dan maña para vivir. Y si no sientan cabeza pronto, no sé qué va a ser de ellos, salvo que se los comerán las ratas».
Ahora bien, lo extraño fue que —como si los Plejelt hubiesen oído este triste augurio y se hubiesen asustado seriamente— en los años subsiguientes parecieron sentar cabeza de verdad. Uno de ellos emparentó con una respetable familia campesina, otro tuvo una racha de suerte en la pesca del arenque, a otro le convirtió el nuevo sacerdote de la parroquia y le dio el puesto de campanero. Sólo un vástago del clan, una niña, no escapó a su destino; al contrario, pareció acumular sobre su joven cabeza el peso entero de culpa y desdicha de toda su tribu. En el curso de su corta y trágica vida fue arrastrada del campo a la ciudad de Copenhague, y aquí, antes de cumplir los veinte años, murió en la más absoluta miseria, dejando tras de sí a un pequeñuelo. El padre de este niño, quien por lo demás es ajeno a esta historia, le había dado cien rixdales. Y la madre moribunda se los entregó, junto con el niño, a una vieja lavandera, ciega de un ojo, llamada Madame Mahler, en cuya casa había estado hospedada. Suplicó a Madame Mahler que proveyese para su hijito hasta donde alcanzase el dinero, en el auténtico espíritu de los Plejelt, y se contentase ella con un pequeño estipendio.
Al ver Madame Mahler el dinero, le asomó una rosa en cada mejilla; hasta entonces, jamás había tenido delante cien rixdales, uno encima de otro. Al mirar al niño suspiró hondamente; luego echó sobre sus hombros aquella tarea, junto con las otras cargas que la vida le había impuesto ya.
El niño, que había recibido el nombre de Jens, empezó a darse cuenta del mundo y de la vida en los barrios bajos del viejo Copenhague, en un patio trasero, oscuro como un pozo, en medio de un laberinto de suciedad, ruinas y olores nauseabundos. Poco a poco fue cobrando conciencia también de sí mismo, y de que había algo excepcional en su situación en el mundo. En el patio había otros niños, una nutrida multitud, pálidos y sucios como él. Pero parecían pertenecer a alguien; tenían padre y madre; cada uno contaba con un grupo de otros niños harapientos y chillones a los que llamaban hermanos, y que le apoyaban en las peleas que se organizaban; evidentemente, formaban parte de un todo. Empezó a meditar sobre la especial actitud del mundo respecto a él, y sobre la razón de dicha actitud. Había algo en ella que se correspondía con un temor de su corazón: que quizá no era de aquí en realidad, sino de algún otro lugar. Por las noches le venían sueños caóticos y multicolores; durante el día, su pensamiento seguía demorándose en ellos; a veces hacían que se riera solo, como un tintineo de cascabeles, por lo que Madame Mahler meneaba la cabeza y pensaba que estaba un poco chiflado.
Llegó una visita a casa de Madame Mahler, amiga de su juventud: una costurera vieja y torcida, de cara plana, morena, con una peluca negra. Se llamaba Mamzell Ane. En su juventud había cosido para muchas casas importantes. Llevaba un lazo rojo en el cuello, y tenía muchas actitudes y posturas juveniles y coquetas. Pero su pecho hundido albergaba también una grandeza de alma que le permitía desdeñar su actual miseria en recuerdo de aquel esplendor que sus ojos contemplaron en el pasado. Madame Mahler era una mujer de escasa imaginación; prestó de mala gana oídos a los grandiosos e interminables soliloquios de su amiga. Al cabo de un rato, Mamzell Ane se volvió hacia el pequeño Jens en busca de comprensión. Ante la seria atención del niño, su imaginación se excitó: evocó y ensalzó la gloria del satén, el terciopelo y el brocado, de los nobles salones y las escalinatas de mármol. La señora de la casa se adornaba para el baile a la luz de multitud de velas; su marido entraba a buscarla con una estrella en el pecho, mientras la carroza y los caballos aguardaban en la calle. Había grandes bodas en la catedral, y funerales, con las damas todas envueltas en velos negros como magníficas y trágicas columnas. Los niños llamaban a sus padres papá y mamá; tenían muñecas y caballitos de madera para jugar, loros parlanchines en jaulas doradas, y perros a los que habían enseñado a caminar sobre las patas traseras. Su madre los besaba, les daba bombones y los llamaba con nombres cariñosos. Incluso en invierno, en las habitaciones cálidas, tras las cortinas de seda, reinaba el perfume de unas flores llamadas heliotropos y adelfas, y las arañas de cristal que colgaban del techo tenían forma de flores y hojas brillantes.
La noción de este mundo majestuoso y radiante se amalgamó, en el pensamiento del pequeño Jens, con la de su inexplicable aislamiento en la vida, dando origen a un gran sueño o fantasía. Estaba solo con Madame Mahler porque su verdadero hogar era una de aquellas casas de las que hablaba Mamzell Ane. En los largos días en que Madame Mahler estaba pegada a su tina o iba a llevar ropa lavada al pueblo, se recreaba y jugaba con la idea de esta casa y de la gente que vivía en ella, que le quería muchísimo. Mamzell Ane, por su parte, notaba el efecto de su épopée en el niño, se daba cuenta de que al fin había encontrado el auditorio ideal, y se sentía más inspirada a causa de este descubrimiento. La relación entre los dos se convirtió en una especie de idilio: para dicha de ambos, se volvieron dependientes el uno del otro.
Mamzell Ane era una revolucionaria, con una visión primitiva, inflamada, quimérica en su corazón orgulloso y virginal, ya que había vivido toda su vida entre gentes sumisas y poco dadas a la reflexión. El significado y fin de la existencia para ella era la grandeza, la belleza y la elegancia. Haría lo que fuese por que no desapareciesen de la tierra. Pero consideraba que era una situación cruel y escandalosa el que tantos hombres y mujeres tuviesen que vivir y morir sin estos altísimos valores humanos —sin saber siquiera que existían—, que tuvieran que ser pobres, torcidos y toscos. Cada día esperaba la hora de la justicia en que se volviesen las tornas, y los contrahechos y los oprimidos entrasen en el cielo del refinamiento y de la gracia. Sin embargo, ahora procuraba no inculcar en el alma del niño ninguna de sus propias amarguras o rebeldías. Pues a medida que aumentaba la intimidad entre ellos, aclamaba más en su corazón al pequeño Jens como legítimo heredero de toda la magnificencia por la que ella había rezado en vano. No debía luchar por esa magnificencia: era toda suya por derecho, y debía llegarle por sí misma. Quizá la inspirada y experimentada vieja notaba también que el niño no tenía disposición para la envidia o el rencor. En sus largas y felices charlas, aceptaba el mundo de Mamzell Ane serenamente y sin recelo, con la misma actitud (salvo que no tenían nada que ver una y otras) que los niños nacidos en su seno.
Hubo un breve período en el que Jens hizo partícipes de su felicidad a los demás niños del patio. Él, les decía, estaba muy lejos de ser el tonto al que a duras penas soportaba la vieja Madame Mahler; era, por el contrario, el favorito de la fortuna. Tenía un papá y una mamá, y una casa preciosa, con tales y cuales cosas, un carruaje y caballos en la cuadra. Le mimaban y le daban todo lo que se le antojaba. Era curioso, pero los niños no se reían de él, ni le perseguían después, haciéndole objeto de burla. Casi parecía que le creían. Sólo que no llegaban a comprender o seguir sus fantasías: prestaban poco interés, y al cabo de un rato dejaban de atender. Así que Jens renunció a compartir el secreto de su felicidad con el mundo.