II. La asignación de un papel

MUCHAS noches pasó en vela cambiando a sus hombres y mujeres de aquí allá, en el reparto de la obra, como si fuesen piezas de ajedrez. Finalmente, salvo una figura, tuvo en sus manos la distribución entera de los papeles y se sintió satisfecho. Sin embargo, no había encontrado todavía un Ariel, y se mesaba los cabellos con desesperación por su impotencia. Había probado ya mentalmente a sus mejores artistas y los había descartado con exasperación una y otra vez, cuando un día su mirada cayó en una joven que se había incorporado hacía poco a la compañía y se había ganado un modesto aplauso en un par de pequeños papeles.

«¡Señor y Juez mío! —exclamó Herr Soerensen en su corazón en el mismo instante—, ¿dónde tenía yo los ojos? ¡He estado aquí de rodillas, implorando al Cielo que me enviase un servicial espíritu del aire! ¡He estado a punto de perder toda esperanza y de renunciar! ¡Y durante todo el tiempo rondaba de un lado para otro bajo mis narices el más exquisito Ariel que el mundo ha conocido, sin que yo lo reconociese!». Tan conmovido se sentía, que no reparó en el sexo de su discípula.

—Muchacha —dijo a la joven actriz—. Tú vas a hacer de Ariel en La tempestad.

—¿De verdad? —exclamó ella.

—Sí —dijo Herr Soerensen.

La joven a la que se dirigía era alta, con un par de ojos claros e intrépidos, pero con una especial dignidad y reserva en su actitud. Herr Soerensen, que, en lo que a la moral de sus jóvenes actrices se refería, había observado siempre las altas tradiciones del Teatro Real de Copenhague, reparó en ella precisamente porque parecía difícil de abordar. Era una muchacha bonita, y para una naturaleza caballeresca como la de Herr Soerensen había algo conmovedor o patético en su rostro. Sin embargo, ningún director de teatro, a menos que tuviera el ojo del genio, la habría imaginado jamás en el papel de Ariel.

«Está algo flaca —pensó Herr Soerensen— porque ha tenido que vivir a media ración, pobre criatura. Pero le va bien, porque la estructura de su esqueleto es excepcionalmente noble. Si es cierto (como mi director de Copenhague, de feliz memoria, me decía a menudo) que la mujer es al hombre lo que la poesía a la prosa, entonces las mujeres con las que nos tropezamos de cuando en cuando son poemas leídos en voz alta. Leídos con gusto unas veces, y entonces nos deleitan el oído; y mal otras, y entonces chirrían y desentonan. Pero esta muchacha mía de ojos grises es una canción».

—Bueno, pequeña —dijo Herr Soerensen encendiendo uno de los gruesos cigarros que eran el único lujo que se permitía—, ahora vamos a ponernos los dos a trabajar, y a trabajar en serio. Aquí estamos para servir a William Shakespeare, al Cisne del Avon. Sin pensar en nosotros, porque no somos nada en absoluto. ¿Estás dispuesta a olvidarlo todo por él?

La joven lo pensó detenidamente, se ruborizó y dijo:

—¡Ojalá no fuese tan alta!

Herr Soerensen la observó de pies a cabeza y dio una vuelta a su alrededor una vez más a fin de cerciorarse.

—¡Al diablo las arrobas! —exclamó—. Au contraire, aún podría necesitar que fueses más corpulenta. Porque eres luz en ti misma, y a manera de globo de gas, que cuanto más lleno está, más alto sube. Además, sin duda nuestro William es lo bastante hombre como para neutralizar la manida ley de la gravedad.

»Y ahora mírame. Soy un hombre pequeño en mi monótona rutina diaria. Pero ¿crees que una vez envuelto en la capa de Próspero parezco el mismo? Al contrario, el peligro estará entonces en que el escenario se volverá demasiado exiguo para mi estatura; el resto del reparto lo encontrará un poco justo. ¡Y cuando encargue un nuevo traje (que bien sabe el Señor que me hace falta), el sastre, que habrá ocupado una butaca de patio, me aumentará el precio porque comprenderá que va a necesitar más cantidad de tela a causa de mi tamaño!

»Me doy cuenta —prosiguió muy serio, después de una larga pausa— de que hay directores de teatro que tienen el valor (y los medios) de hacer que Ariel descienda al escenario suspendido con un alambre de las alas. ¡Al diablo todo eso! Para mí, esas cosas son una abominación. Son las palabras del poeta lo que hace volar a Ariel. ¡Por qué íbamos a confiar nosotros, siervos de nuestro William, en un trozo de alambre más que en sus divinas estrofas! Eso sólo se hará en este escenario pasando primero por encima del cadáver de Valdemar Soerensen.

»Eres un poco lenta de movimientos —prosiguió—. Y así es como debe ser. Ariel es una criatura viva y bulliciosa. Y cuando contesta a Próspero:

Cortaré el aire y habré vuelto

antes de que tu corazón dé dos latidos

el público la creerá. Por supuesto que la creerá. Pero no será porque piense: “Sí, quizá pueda hacerlo, por la celeridad en que se mueve”. No; ellos no deberán dudarlo siquiera una fracción de segundo, porque instantáneamente se estremecerán complacidos en sus corazones y gritarán: “¡Ah, qué brujería!”.

»Además, te diré algo, muchacha —prosiguió Herr Soerensen, un momento después, llevado impetuosamente por su propia fantasía—. Suponiendo (porque podemos suponer lo que sea) que hubiese venido al mundo una joven con un par de alas en la espalda, y que acudiese a mí para pedirme un papel en una obra de teatro, le contestaría: “En las obras de los poetas hay un papel para cada hijo de vecino; ergo, lo hay para ti también. ¡Y, en efecto, encontraríamos más de una heroína en ese tipo de comedias que nos toca representar hoy en día que podría venirle muy bien, con un poco menos de avoir du poids! El Señor te bendiga; cualquiera de esos papeles lo puedes representar. ¡Pero no el de Ariel, porque ya tienes alas en la espalda, y porque en la pura realidad y sin poesía eres capaz de volar!”.