III

BORIS partió de Closter Seven en la britzska de la priora, con la carta que le había entregado junto al corazón, como el héroe ideal de una aventura romántica. La noticia de su misión se había propagado misteriosamente por el convento como si fuera una nueva especie de incienso, y había llegado al alma de todas las viejas damas. Dos o tres habían ido a sentarse al sol, en la larga terraza, para verlo salir; y una que era especial amiga suya, solterona corpulenta, descolorida a causa de los cincuenta años que llevaba apartada de todas las luces de la vida, estuvo junto al carruaje para darle tres ásteres de largo tallo, traídos de su pequeño invernadero: así se había ido, hacía treinta años, el joven que ella había amado, y luego lo habían matado en Jena. Una mansa melancolía veló siempre su semblante, y su dama de compañía decía de ella: «La condesa Anastasia lleva una pesada cruz. El amor a la comida es una cruz muy pesada». Pero el recuerdo de esta última separación hacía que sus ojos, en su rostro pequeño, brillasen como esmaltes azul claro. En ese momento sintió la resurrección de un destino entero, y tendió las flores al muchacho como si fuesen parte de él, misteriosamente devuelto a la vida en una segunda ronda, como si fuesen sus tres hijas nonatas, ahora altas y casaderas, para que se uniesen a su viaje en calidad de damas de honor.

Boris había dejado a su criado en el convento, porque sabía que estaba enamorado de una de las doncellas de la dama, y le pareció que ahora debía mostrar comprensión hacia todos los amores legítimos. Quería estar solo. La soledad era siempre un placer para él, y no tenía muchas ocasiones de disfrutarla. Últimamente, le parecía que no lo había estado nunca. Cuando no lo presionaban para influir en sus sentimientos con todas sus fuerzas, lo obligaban a adoptar determinado curso de pensamientos, hasta que le dolían las circunvoluciones del cerebro como si las tuviese agotadas. Incluso camino del convento había ido discurriendo con pensamientos ajenos a él. Ahora, pensó con gran contento, durante una hora podía pensar lo que le apeteciera.

El camino de Closter Seven a Hopballehus asciende más de quinientos pies, y serpea por todo un bosque de pinos. De trecho en trecho se abre y permite dominar una magnífica perspectiva sobre vastas extensiones de tierra, abajo. Ahora, con el sol de la tarde, los troncos de los abetos eran de un rojo ardiente, y el paisaje, a lo lejos, parecía frío, todo azul y oro pálido. Boris podía creer ahora lo que el viejo jardinero del convento le había dicho cuando era niño: que una vez, en esta época y día del año, había visto salir de los bosques una manada de unicornios a pacer a la solana, las yeguas blancas y moteadas, rosadas por el sol, andando con elegancia y mirando alrededor en busca de sus potros, y el viejo semental ruano olfateando y manoteando en el suelo. El aire aquí olía a agujas de abeto y a setas, y era tan fresco que hacía bostezar. Sin embargo, pensó, era distinto al frescor de la primavera: el ánimo y la alegría que inspiraba estaban teñidos de desesperación. Era el final de una sinfonía.

Recordó cómo, un atardecer de mayo, aún no hacía seis meses, se había sumergido en el corazón joven de la primavera como ahora se sumergía en el corazón triste del otoño. Un amigo suyo y él habían disfrutado vagando durante tres semanas por el país, visitando lugares sin que nadie supiese dónde estaban. Habían viajado en una caravana, llevando consigo un pequeño teatro de marionetas, y habían dado funciones de obritas escritas por ellos mismos en los pueblos por los que pasaban. El aire había estado lleno de dulces olores, el ruiseñor había cantado incansablemente en los cerezos; la luna, en lo alto, no le había parecido mucho más pálida que el cielo de esas noches de primavera.

Una noche llegaron agotados a una granja, en medio de un pastizal, y les dieron una cama grande en una habitación que tenía un reloj de pared y un espejo borroso. Al dar el reloj las doce, aparecieron tres muchachas en el umbral, cada una con una vela encendida en la mano, pero la noche era tan clara que las llamitas parecían tres gotitas de luna. Evidentemente ignoraban que habían llegado viajeros y les habían cedido el gran dormitorio; y los huéspedes las observaron en silencio desde detrás de las cortinas de la gran cama. Sin mirarse unas a otras, sin decir palabra, dejaron caer sus vestidos en el suelo y, completamente desnudas, fueron a mirarse en el espejo; y levantando la vela por encima de la cabeza, se quedaron absortas en sus imágenes. Luego apagaron las velas de un soplo, y con el mismo silencio solemne volvieron a la puerta, con sus largas cabelleras colgándoles en la espalda, recogieron sus vestidos y desaparecieron. Los ruiseñores seguían cantando en el exterior, en un arbusto cercano a la ventana. Los dos muchachos recordaron que era la noche de Walpurgis; y concluyeron que lo que habían presenciado era alguna brujería, con la que estas muchachas habían esperado tener una visión de sus futuros maridos.

Hacía mucho que Boris no recorría este camino: desde que, siendo niño, había ido con la priora, en su pequeño landó, a hacerle una visita al vecino. Reconoció las curvas, aunque le parecían más pequeñas, y se sumió en honda meditación sobre el motivo de ese cambio.

La verdadera diferencia entre Dios y los seres humanos, pensó, está en que Dios no soporta la continuidad: no bien ha creado una estación del año, o una hora del día, se le antoja algo distinto, y lo suprime todo. No bien ha llegado uno a la juventud, y es feliz, cuando la naturaleza de las cosas lo arroja al matrimonio, al martirio y a la vejez. Y los seres humanos se aferran a esa situación. Sus vidas pugnan por sujetar fuertemente el instante, y luchan contra una force majeure; su arte no es sino un intento de atrapar por todos los medios un momento concreto, un estado de ánimo, una luz, una belleza fugaz de una mujer o de una flor, y hacerlos durar eternamente. Es un error, pensó, imaginar el Paraíso como un estado inmutable de dicha. Al contrario, probablemente se revelará, en el verdadero espíritu de Dios, como un fluctuar incesante, un remolino de cambio. Sólo que, para entonces, puede que te hayas fundido con Dios, y haya empezado a gustarte. Pensó con profunda tristeza en todos los jóvenes que a lo largo de los siglos habían sido perfectos en belleza y vigor —jóvenes faraones de rostro limpio cazando, en sus carros, a lo largo del Nilo; jóvenes sabios chinos, vestidos de seda, leyendo bajo la sombra de los sauces—, que se habían convertido, en contra de su voluntad, en defensores de la sociedad, en suegros, en autoridades en el terreno de la nutrición y la moral. Todo lo cual era muy triste.

Una curva del camino y una amplia vista abierta en el bosque le situaron frente a Hopballehus, todavía lejos. El viejo arquitecto de hacía doscientos años había logrado construir algo tan enorme que se integraba en la naturaleza, y podía pasar por una formación de roca gris. Para quien esté ahora en la terraza, pensó Boris, yo, esta britzska y los caballos debemos de parecer diminutos, casi indiscernibles.

La vista de la casa orientó sus pensamientos hacia ella. Siempre había atraído su imaginación. Incluso ahora, cuando hacía años que no la había visto, soñaba con ella a veces por la noche. Era un lugar fantástico, asentado sobre una meseta con millas de avenidas alrededor, filas de estatuas y fuentes, construido en el Barroco tardío, ahora barrocamente deteriorado y más que medio en ruinas. Parecía una especie de Olimpo, más olímpico aún por la fatalidad que se cernía sobre él. La vida en Hopballehus del viejo conde y de su hija tenía algo de olímpico también. Vivían, pero el modo en que pasaban las veinticuatro horas del día seguía siendo un misterio para el resto de los seres humanos. El viejo conde, que en otro tiempo había sido un brillante diplomático, científico y poeta, llevaba muchos años metido en un gran pleito que se seguía en Polonia, y que había heredado de su padre y de su abuelo. Si llegaba a ganarlo, le devolverían las inmensas riquezas y posesiones que en otro tiempo habían pertenecido a la familia; pero era evidente que no podría ganarlo nunca, y lo único que estaba consiguiendo era arruinarse más deprisa. Vivía inmerso en esas enormes inquietudes como nubes que oscurecían sus movimientos. Boris se había preguntado a veces qué pensaría su hija. Sabía que el dinero, si es que lo había visto ella alguna vez, no tenía sitio ninguno en su vida; y se preguntaba si habría oído hablar alguna vez del amor. Sabe Dios, pensó, si se habrá mirado alguna vez en el espejo.

El ligero carruaje siseaba por la alfombra de hojarasca que cubría la terraza. En algunos sitios era tan espesa que cubría la balaustrada de piedra y llegaba hasta las rodillas del ciervo de Diana. Pero los árboles estaban pelados; sólo aquí y allá temblaba una hoja solitaria en lo alto de las ramas ennegrecidas. Tras la curva del camino, el carruaje de Boris llegó directamente a la terraza principal y a la casa, majestuosa como la propia Esfinge en el crepúsculo. La luz del sol poniente parecía haber empapado los grises bloques de piedra. Habían enrojecido, y resplandecían de manera que todo el lugar se había transformado en una morada misteriosa, gloriosa, cuyos ventanales centelleaban como una sarta de luceros.

Boris bajó de la britzska delante de la imponente escalinata de piedra y se dirigió hacia ella buscándose a tientas la carta. No había ningún movimiento en la casa. Era como entrar en una catedral. Y pensó, cuando suba otra vez al coche, ¿cómo será todo para mí?