III. Hija del Amor
LA muchacha que debía hacer de Ariel sabía desde algún tiempo que sería actriz.
Su madre hacía sombreros de señora en un pueblecito del fiordo, y la hija se sentaba a su lado y sentía con vértigo que los impulsos de su corazón eran como un oleaje. A veces pensaba que la matarían. Pero no sabía más sobre los embates del corazón que sobre los del mar. Y cogía el dedal y las tijeras con el rostro descolorido.
Su padre había sido un escocés llamado Alexander Ross, capitán de un barco que, veinte años atrás, había sufrido una avería cuando se dirigía a Riga y había tenido que permanecer amarrado todo un verano en el puerto del pueblo. Durante estos meses de verano aquel hombre alto y apuesto, que había navegado por el mundo y tomado parte en una expedición al Antártico, había causado sensación e inquietud entre los ciudadanos. Y a toda prisa, como lo hacía todo, se había enamorado fervientemente y se había casado con una de las jóvenes más bellas de la ciudad, hija de un aduanero, de diecisiete años. La joven se había defendido con dulce emoción y confusión, pero acabó convirtiéndose en señora Ross antes de darse cuenta de dónde estaba. «Es el mar el que me ha traído a ti, mi corazón —le había susurrado él con su noruego imperfecto, extraño, adorable—. Deja de golpear, deja de latir».
Hacia el final del verano, el barco del capitán quedó listo; abrazó y besó éste a su joven esposa, puso un montón de monedas de oro sobre su mesita de trabajo y le prometió volver antes de Navidad para llevársela consigo a Escocia. Ella fue al muelle, envuelta en el precioso chal de la India que él le había regalado, y le vio alejarse. El capitán había estado unido a ella: ahora lo estaba a su nave. Desde ese día nadie volvió a verle ni a saber nada de él.
A la primavera siguiente, tras una espera larga y terrible durante los meses de invierno, la joven esposa comprendió que su barco se había hundido y que ahora era viuda. Pero la gente del pueblo comenzó a murmurar: el capitán Ross jamás había tenido intención de volver. Poco después dijeron que ya tenía esposa en su casa de Escocia; que su propia tripulación lo había insinuado. En el pueblo había quienes censuraban a la joven por haberse precipitado en arrojarse en brazos de un capitán extranjero. Otros sentían compasión por la joven abandonada, y habrían querido ayudarla y consolarla. Pero ella percibía algo en sus ayudas y consuelos que no le gustaba o no podía soportar. Aun antes de que naciese su hija, con el dinero que su amante le había entregado al marcharse, abrió una pequeña sombrerería. Guardó uno de los soberanos para que la criatura que naciese tuviera un recuerdo de oro puro de su padre. Y a partir de entonces se alejó de su propia familia y de sus antiguas amistades de la ciudad. No tenía nada contra ellos; pero no la dejarían pensar en Alexander Ross. Cuando empezó a asomar de nuevo el color verde en el fiordo dio a luz a una niña que en los años venideros, pensaba ella, la ayudaría en su trabajo.
Madam Ross había puesto a su hija el nombre de Malli porque su marido solía cantar una canción sobre una joven escocesa llamada Malli, perfecta en todos los sentidos. Pero decía a todas las clientas que se asomaban a mirar a la criaturita acostada en su cuna, en la tienda, que era un nombre corriente en la familia de su marido; la madre de él se llamaba Malli. Y ella misma acabó creyéndolo también.
Durante los meses en que había estado esperando con creciente ansiedad, y después, por así decir, sumida en profunda negrura, el ser que llevaba en las entrañas había sido la prueba irrefutable de que su marido vivía. Crecía y pateaba dentro de ella; de modo que no podía ser hija de un hombre muerto. Ahora, tras los rumores que le llegaron sobre su marido, la hija se convirtió poco a poco en la prueba cierta de que había muerto. Porque una criatura tan saludable, hermosa y dulce no podía ser regalo de un seductor. Cuando Malli creció, comprendió, sin que su madre se lo dijese nunca con palabras ni fuera capaz de expresarlo, qué importancia poderosa, mística, trágica y dichosa a la vez tenía su existencia para esa madre dulce y solitaria. Así vivían las dos juntas, maravillosamente tranquilas y aisladas, y muy felices.
Cuando la niña se hizo mayor y empezó a salir de vez en cuando entre la gente, oyó hablar de su padre. Era una muchacha despierta y tenía oído para captar el tono y el silencio; y no tardó en comprender la clase de fama que el capitán Ross tenía en el pueblo. Nadie llegó a saber lo que ella pensaba de aquello. Pero fue tomando el partido de su madre frente al mundo entero con creciente vigor. Montó guardia en torno a Madam Ross como un centinela armado, y se volvió exageradamente cauta y grave en todo lo que hacía. Sin planteárselo de manera verdaderamente clara a sí misma, en su joven corazón decidió que jamás encontraría la gente, en la conducta de la hija, confirmación alguna de que la madre se había dejado seducir por un malvado.
Pero cuando Malli estaba sola, se abandonaba, feliz, a los pensamientos de su alto y apuesto padre. Para ella, podía haber sido un aventurero, un capitán corsario, como aquellos de los que se oía hablar de los tiempos de guerra; ¡o incluso un pirata! Por debajo de su actitud sosegada había una alegría y una arrogancia vital, oculta; con su desprecio hacia la gente del pueblo se mezclaba cierta indulgencia para con su madre. Malli, y el propio Alexander Ross, sabían más que todos ellos.
Madam Ross estaba orgullosa de su hija obediente y solícita, y a los ojos de la ciudad se volvió algo ridícula con su maternal vanidad. Había hecho que Malli aprendiese inglés con una vieja solterona que vivía en el pueblo del fiordo desde que llegara en calidad de institutriz de las hijas del barón Loewenskiold. En la pequeña habitación que la vieja y reseca inglesa tenía encima de una tienda de comestibles aprendió Malli la lengua de su padre. Y aquí tuvo lugar un encuentro decisivo para la muchacha: un día leyó también a Shakespeare. Con voz temblorosa y lágrimas en los ojos la vieja solterona le leyó en voz alta los versos del bardo, la exiliada hizo valer su linaje y riqueza y presentó a la hija de la sombrerera, con majestuosa dignidad, a un círculo de nobles y brillantes compatriotas. Desde entonces Malli vio a su héroe Alexander Ross como un héroe shakespeariano. En su corazón, exclamó con Philip Faulconbridge:
Señora, no quisiera un padre mejor.
Algunos pecados tienen su privilegio en la tierra,
como ocurre con los vuestros...
Malli, de niña, había sido alta para su edad, pero tardó en desarrollar. Aunque recibió la confirmación a los dieciséis años, parecía un chico larguirucho. Cuando pasó la pubertad se volvió bella. Ningún ser humano tiene una experiencia más rica que la muchacha desgarbada y torpe que en el curso de unos meses se convierte en una hermosa joven. Es una sorpresa gloriosa y una expectación realizada, a la vez que un favor y una bien merecida promoción. El barco ha podido estar en calma, o sufriendo los embates de las corrientes tormentosas; pero ahora ya las blancas velas se hinchan y zarpa rumbo a mar abierto. La misma velocidad le da firmeza a la quilla.
Malli navegaba con rumbo altivo y poderoso tan osada y firmemente como si el capitán Ross en persona fuese al timón. Los jóvenes se volvían a mirarla en la calle, y había quienes imaginaban que su posición excepcional la haría presa fácil. Pero en esto se equivocaban. La joven podía consentir muy bien en ser la hija de un corsario, pero de ningún modo estaba dispuesta a ser presa de ninguno de ellos. De niña había sido bondadosa; de joven era despiadada. «No —se decía a sí misma—; ellos son quienes serán mis víctimas». De todas formas, la desusada admiración, la nueva defensiva y ofensiva, trajeron inquietud a los primeros años juveniles. Y como aquí lo que se está escribiendo y leyendo es la historia de Malli, uno es libre de imaginar que, de alargarla más, se habría convertido en lo que los franceses llaman une lionne, una leona. En la historia misma, no es más que un cachorro de león, un poco cachorro en sus movimientos y, hasta el último capítulo, insegura a la hora de calcular su propia fuerza.