NUEVOS CUENTOS DE INVIERNO
Un cuento rural
UN sendero arbolado corría paralelamente a un muro de piedra en el lindero occidental de un bosque. Más allá del muro, la campaña se ofrecía tranquila y dorada, con los signos precursores del otoño. Los vastos sembrados estaban vacíos, la cosecha se había recogido ya y sólo quedaban los rastrojos, apilados al azar por el campo en almiares bajos. A cierta distancia un último carro se dirigía al granero por un camino rústico, envuelto en una nube de polvo dorado. Los lejanos bosques al norte y al sur eran de color marrón verdoso, dorados y oxidados suavemente por el sol durante los largos días del verano. Al oeste los bosques eran de un azul profundo; de cuando en cuando los campos se teñían de una leve tonalidad azul, cuando una bandada de palomas silvestres alzaba el vuelo de los rastrojos. Encima del muro las últimas madreselvas, en los pendientes tallos, exhalaban su aroma de despedida; las hojas de la zarzamora tenían ya una coloración escarlata, y sus frutos eran negros y maduros. Pero en la profunda espesura el bosque era todavía verde, como una bóveda, y en los lugares donde los rayos del sol poniente atravesaban la fosca aparecía luminoso y colmado de promesas, como en la floración de mayo. El sendero entraba y salía, subía y bajaba siguiendo el relieve del bosque. Bruscamente giraba hacia el muro, como queriendo unir el bosque con la campiña rasa, luego retrocedía, como si temiera revelar un secreto.
Un hombre joven en traje de montar, con la cabeza descubierta, y una joven dama ataviada con un vestido blanco de verano iban caminando por el sendero. El vestido de ella, drapeado a la griega como el de una dríade, con la cintura ceñida debajo de los pechos, arrastraba ligeramente la cola por el suelo haciendo rodar tras de sí una castaña seca igual que una ola que jugase con los guijarros de la playa. Sus ojos oscuros, de largas pestañas, se posaban plácida y amorosamente en el paisaje boscoso, como una joven esposa que recorre su casa y la encuentra en orden.
Caminaban juntos pausadamente, sin temor alguno: el bosque era su hogar, y a él se sentían pertenecer. Sus ropas y su porte revelaban su condición de jóvenes señores de aquella isla verde, rica y hermosa.
En el lugar donde el sendero se desviaba hacia los campos labrados dejando atrás el muro, la dama se detuvo y miró a lo lejos. Su compañero, que se detuvo también, sintió de pronto como si no estuviera viendo el paisaje con sus propios ojos, sino a través de los de ella, como si sólo de este modo pudiera conocer su verdadera existencia y significado. En los ojos y en la mente de su compañera el paisaje adquiría una belleza infinita, mayor que la suya propia, como un poema callado. La joven no se volvió hacia él; pocas veces lo hacía, y menos aún se le ocurría ofrecerle una caricia. Sus formas y el color de la tez, el abundante pelo oscuro que caía sobre los hombros, las largas manos y las delgadas rodillas ya eran de por sí caricias; su entero ser y su naturaleza estaban concebidos para encantar, y ninguna otra cosa pedía a la vida. Mientras se dirigía al bosque el joven había ido pensando en el problema de la vocación del hombre. Ahora pensó: «La vocación de una rosa es exhalar su perfume; por eso plantamos rosas en el jardín. Pero la rosa nos ofrece un perfume mucho más delicioso que el que podríamos exigir de ella. Nada más pide a la vida».
—¿En qué estás pensando, que no hablas? —preguntó la mujer.
Él no respondió enseguida, y ella no repitió la pregunta; subió por el hollado camino que llevaba al otro lado del muro, con la mano haciendo de pantalla para proteger los ojos del sol, y se sentó en el mismo lugar al que había llegado, sujetándose las rodillas con las manos. Su vestido, iluminado por el sol, parecía desde lejos una flor blanca y dorada recortándose en el verde. Él se sentó a la sombra de los árboles para contemplar la figura de la mujer. En el lindero del bosque el aire era cálido y claro, la luz era densa e intemporal, y del campo de rastrojos ascendía un aroma suave y generoso. Una mariposa de color azul claro vino a posarse junto a ella, sobre la piedra quemada por el sol.
Él permaneció un momento en silencio, no queriendo romper el encanto de aquella hora en el bosque.
—Pensaba —dijo por último— en las gentes que vivieron aquí antes que nosotros, y que desbrozaron, araron y sembraron estas tierras. Seguramente hubieron de rehacer su obra una y otra vez. En los viejos tiempos tenían que luchar contra los osos y los lobos, luego contra los piratas y los invasores wendos y más tarde aún contra amos duros y despiadados. Pero si se alzasen de sus tumbas, en un día de cosecha como éste, y contemplasen los campos y los prados que vemos ahora, quizás pensarían que, a pesar de todo, había valido la pena.
—Oh, sí —dijo ella, y alzó la vista hacia el cielo azul y las nubes—; y seguramente hicieron cacerías espléndidas, con esos osos y esos lobos —su voz era clara y melodiosa como la de un pájaro, con el ligero acento dialectal de la isla. Hablaba en tono juguetón.
—Hoy —dijo él— quizás olvidarían las injusticias que cometieron con ellos.
—¡Oh, sí! —repitió ella—; de eso hace mucho tiempo —sonrió levemente para sí—. Cuando hablas de injusticias —dijo— estás pensando en un campesino.
—Sí —dijo él—, estaba pensando en un campesino.
—¿Por qué —preguntó la joven— desentierras a tu viejo campesino para que nos haga compañía aquí en el bosque?
—Te diré por qué —dijo él, pero permaneció callado.
—Eres un hombre inteligente, sabio e instruido, Eitel —dijo ella—. Tus tierras están mejor labradas y cuidadas que las de tus vecinos. La gente habla de ti y de tus reformas e invenciones. El propio rey ha dicho que querría tener más súbditos como tú. Te preocupas más del bienestar de tus campesinos que del tuyo propio. Has pasado años en el extranjero estudiando los nuevos sistemas de cultivo y los medios para mejorar la suerte de los campesinos, para hacerlos más felices. Sin embargo, hablas como si aún estuvieses en deuda con ellos.
—Tal vez aún estoy en deuda con ellos —dijo el joven.
—Me acuerdo —dijo ella pensativamente— de que un día, cuando éramos niños y paseábamos juntos por el bosque, como ahora, te pusiste a hablar de las injusticias cometidas en los viejos tiempos con los campesinos de Dinamarca. Yo era mayor que tú, pero hablabas con tal gravedad que tus historias me hicieron olvidar mis muñecas. Casi llegué a creer, entonces, que Dios nuestro Señor había decidido volver a crear este mundo, y que tú eras uno de los ángeles elegidos por Él para ayudarle en la tarea.
—Tú eras el ángel —dijo él, con una ligera sonrisa— que escuchaba pacientemente las fantasías de un muchacho solitario.
Permanecieron sentados en silencio un rato, pensando en los tiempos que habían evocado.
—Hoy —dijo ella— conozco algo mejor el mundo, y no creo que vaya a ser creado de nuevo, no en nuestro tiempo. No me parece injusto que haya nobles y campesinos, como tampoco lo es que haya personas hermosas y feas. ¿O es que no he de poder peinar mis cabellos sin lamentar la suerte de las mujeres que los tienen menos abundantes y lustrosos?
Él contempló los largos y sedosos bucles de su compañera, y recordó las veces que había jugado con ellos.
—Pero para ti —prosiguió la mujer— es como si fuera culpa tuya que haya pobreza y penalidades en el mundo. Es como si estuvieras atado a esos viejos campesinos de los que hablas.
—Tal vez estoy atado a ellos —dijo él.
Ella permaneció callada un largo rato, con las manos entrelazadas en torno a las rodillas.
—Si hubiera sido la mujer de un campesino —dijo lentamente, con tono de satisfacción—, no me habrías poseído.
Él no respondió. Le sorprendía y encantaba a la vez —y esto le ocurría con frecuencia— comprobar la absoluta ausencia de vergüenza en la naturaleza de su amiga. Se ruborizaba fácilmente, de alegría o de orgullo, pero nunca por un sentimiento de culpabilidad. Por eso, pensó él, había encontrado en ella una paz que no encontrara con ningún otro ser humano. Había oído decir, había leído y conocía por experiencia propia que el amor de un hombre por una mujer nunca sobrevive mucho tiempo a la posesión. Pero él era el amante de esta joven señora, casada con un vecino, desde hacía dos años. Él era el padre de su hija, que vivía en la casa del marido, a la que pertenecía el bosque. Y su deseo y su ternura eran más fuertes hoy que dos años antes, tan fuertes que tenía que retenerse para no atraerla hacia sí o postrarse a sus pies y besarle las manos en señal de gratitud, dulce y violenta a la vez. Así sería siempre, pensaba él, por mucho que vivieran. No eran su hermosura o su gentileza las que le daban aquel poder feliz y doloroso que ejercía sobre él; era su desconocimiento de la vergüenza, el remordimiento o el rencor. Al cabo de un momento pensó que las últimas palabras de la mujer eran ciertas.
—Tú —dijo finalmente con voz distinta, baja como la de ella— jamás has hecho daño a las personas cuyas vidas están en tus manos. Tu familia, tus padres, han vivido en buen entendimiento con los campesinos de sus tierras, como con la tierra misma.
—Mi familia y mis padres eran como los demás, creo —dijo la joven—. ¡Papá tenía un genio! Cuando se le metía algo en la cabeza, había que hacerlo, fuese o no razonable.
—Pero el nombre de tus padres —dijo Eitel— no era maldecido por quienes los servían. Vuestros segadores cantaban mientras segaban los campos.
Ella reflexionó un poco.
—¿Tienes ya recogida la cebada? —preguntó.
—Sí, ya está recogida —respondió él—. Excepto una poca en el campo de abajo y un celemín en la «parcela de milady».
—No creo que te resulte muy distinto —dijo ella tras un momento— que hayan cantado o no mientras segaban para ti. Hay algo que me he preguntado muchas veces, Eitel: ¿qué has ganado con tus esfuerzos, tus viajes y tus estudios? Han hecho de ti un extraño entre tus iguales. No eres muy compasivo con tus amigos, aunque sean desgraciados en el juego o en el amor. Cuando les vendes un caballo, sabes muy bien el precio que has de pedirles, y no cedes. Pero cuando haces tratos con un campesino, parece que creas que has de darle el caballo a cambio de nada. Y a pesar de todo, no hay mucho afecto por los campesinos en tu corazón.
»Es posible que hombres de otros tiempos —continuó ella pausadamente—, esos viejos terratenientes que tú no logras olvidar, sintiesen un mayor placer que tú en verse rodeados de sus servidores. Creían que esas gentes les pertenecían; participaban en sus fiestas y les gustaba y enorgullecía que sus criados fueran más guapos y más listos que los de sus vecinos. Pero tú, Eitel, tú no quieres que tu ayuda de cámara te toque; tú te vistes y te desnudas sin su asistencia; tú cabalgas sin que te acompañe un palafrenero; tú vas a cazar solo con tu escopeta y tu perro.
»Cuando aquel viejo aparcero tuyo a quien perdonaste el arrendamiento quiso besarte la mano, no le dejaste, y tuve que darle yo la mía a besar para que no se fuese decepcionado. No es por amor a tus campesinos por lo que te devanas los sesos y sin darte reposo. Es por amor a otra cosa. Y esa cosa no sé lo que es.
—Te equivocas —dijo él—. Yo amo esta tierra mía, amo cada fanega de ella. Cuando estaba en países extraños, en sus grandes ciudades, me sentía enfermo de nostalgia por esta tierra y este aire míos.
—Lo sé —dijo ella—. Sé que amas tu tierra como si fuera tu mujer. Pero eso no te hace menos solitario. Yo me pregunto, Eitel —añadió con un vago tono de burla o de compasión en la voz—, me pregunto si en toda tu vida has amado realmente a otro ser humano que no sea yo.
Las palabras de ella indujeron al hombre a rememorar el pasado. Ella misma, pensó, estuviera donde estuviera siempre había encontrado algo que amar.
—Sí —dijo, tras un momento—. Amé muy profundamente a un ser humano hace mucho, mucho tiempo. Pero no dejas de tener razón. No es por amor a mis criados o a mis campesinos por lo que me devano los sesos, como tú dices, y sin darme reposo. Es por amor a otra cosa. Es por amor a algo que se llama justicia.
—Justicia —repitió ella con acento dubitativo, y se quedó callada—. Eitel —dijo por fin—, nosotros no hemos de preocuparnos por la justicia. El Destino es justo, Dios es justo. Él juzga y retribuye, ciertamente, sin nuestra ayuda. Los seres humanos no tenemos necesidad de juzgarnos los unos a los otros.
—Sin embargo —dijo él—, los seres humanos nos consideramos obligados a juzgarnos los unos a los otros. Y nos creemos obligados a condenarnos a muerte los unos a los otros.
»¿Sabías —preguntó, después de una pausa— que mi padre hizo ejecutar a un hombre?».
—¿Tu padre? —dijo ella—. ¿A un campesino?
—Sí —respondió él—, a un campesino.
—Creo que me lo contaron —dijo ella— cuando era pequeña.
—Lo que te contaron, Ulrikke —dijo él—, fue un viejo cuento, un cuento para niños. Pero para mí el cuento es distinto, porque mi padre fue uno de los protagonistas.
—Me parece recordar a tu padre —dijo Ulrikke—. Recuerdo que me subía a las rodillas y jugaba conmigo, aunque eso apenas es posible. Pero mamá hablaba de él muchas veces, y me contó que era un caballero guapo, valeroso y alegre. Un consumado jinete que no temía a nada, como tú.
—Mi padre murió antes de que yo naciera —dijo Eitel—. Siempre me ha parecido como si él hubiese querido, desde un principio, darme todo lo que era suyo.
—No es cosa de lamentar —dijo ella y sonrió.
»No es cosa de lamentar —repitió él lentamente—. Tú estás pensando en sus tierras y su fortuna. Esta herencia mía ha crecido conmigo, durante mi minoría de edad. Pero él me legó algo más, su propia culpa y la de sus padres, la sombra oscura que proyectaban allí donde iban. Ésta es una herencia que quizá haya crecido también hasta hoy.
—¿Hasta hoy? —preguntó ella.
Él captó un ligero eco de resentimiento en su voz; diríase que antiguas sombras inciertas habían oscurecido el día feliz que estaban pasando juntos. Sintió un leve dolor en el corazón al pensarlo.
—Escucha —dijo—. Nunca te he hablado de mi padre. Hoy, si quieres, me gustaría hablarte de él.
»Nunca he visto su rostro ni oído su voz, y no obstante cuando era niño él me hacía siempre compañía en mi pequeño mundo. Su retrato colgado de la pared mostraba las facciones de un caballero guapo, valeroso y alegre, y las gentes a mi alrededor me hablaban de él como tu madre te habló a ti, porque, ¿quién habla mal a un niño de su padre muerto? ¿Cómo fue, pues, que este padre muerto se convirtió para el niño en una oscura imagen que se cernía sobre su vida, envuelta en una negra capa de culpa, tristeza y vergüenza, una figura imponente? Con todo, nunca le tuve miedo. Creo que ocurre así con los niños: los mayores les hablan de duendes o de trasgos, y el niño acaba familiarizándose con ellos y, a su manera, los hace suyos. En la casa tranquila, rodeado de mujeres cariñosas, mi padre y yo nos pertenecíamos, y si él era imponente yo también lo era.
»Cuando me hice mayor —prosiguió— y empecé a pensar y a razonar en términos más abstractos, por mi cuenta o guiado por mi tutor, mis ideas sobre una jerarquía moral del mundo, sobre lo bueno y lo malo y sobre la justicia, se ordenaron en torno a su figura como si me hubiesen venido de él. Entonces entendí la naturaleza de nuestra asociación. Él tenía un derecho sobre mí: había algo que yo tenía que hacer por él. Me exigía que pagase su deuda.
»Cuando leí la historia de Orestes, reflexioné que su tarea fue mucho más fácil que la mía, puesto que él tenía que vengar a un padre virtuoso. Cuando me enseñaron el catecismo, las palabras que se me quedaron más grabadas fueron: “Yo estoy en mi Padre, y mi Padre está en mí”.
»Por último, hace cinco años, cuando cumplí los dieciocho y heredé sus tierras y su fortuna, cuando el mundo dejó de conocerme como “el joven Eitel” y se me llamó con el nombre de mis padres, vi claramente lo que tenía que hacer. Así, decidí irme al extranjero a estudiar la manera de hacer más feliz la vida de las gentes de mis tierras.
»Y pensé esto, Ulrikke —continuó—. La religión cristiana nos dice cuál es nuestro deber hacia nuestros hermanos y nuestros vecinos, las gentes que nos rodean hoy. Nos pide que hagamos nuestra la causa de los abandonados, los pobres y los oprimidos. Quienes primero la predicaron fueron artesanos y pescadores.
»Pero hay otra clase de religión que no nos habla de hermanos o vecinos sino de padres e hijos, que proclama nuestro deber hacia el pasado y nos pide que hagamos nuestra la causa de los muertos. El sacerdote de esta religión es el noble. Por este motivo somos nobles y llevamos nombres añejos, por este motivo se nos da la tierra: para que el pasado y los muertos puedan depositar su confianza en nosotros. Después de todo, mi hermano o mi vecino puede devolverme el golpe que le he asestado, y si vejamos demasiado a los oprimidos éstos pueden rebelarse. Pero si no estamos aquí, ¿quién velará por el pasado? ¿Quién estará entonces más abandonado y pobre, más verdaderamente oprimido que los muertos? Por esto llevo el viejo nombre de mi padre, que es conocido en el país desde hace siglos, para que mi padre, que en su tumba no puede confiar en nadie más, pueda confiar en mí.
»Romper con el pasado —dijo muy lentamente, como si hablase consigo mismo—, destruirlo, es la más vil de todas las transgresiones de las leyes del universo. Es ingratitud, y es eludir una deuda. Es un suicidio: es aniquilarse a uno mismo. He oído decir, o he leído en alguna parte —añadió, sonriendo levemente— que nada es cierto hasta que se tiene veinticinco años, casi mi edad. Ahora que he llegado a ser realmente lo que soy, no voy a convertirme en una sombra, en nada, cortando mis raíces.
»Me dices —prosiguió— que no es por amor a mi gente por lo que trabajo, y tienes razón. Porque lo que hago es el trabajo de mi padre. Yo quiero que un día pueda decirle al hombre a quien trató injustamente: “Ahora tu muerte está pagada, Linnert”. Me han dicho, hace mucho tiempo y no recuerdo quién, que durante once años, los últimos once años de la vida de mi padre, los campesinos de sus tierras no pronunciaban su nombre, sino que para referirse a él se servían de otros nombres de su invención. Quiero que un día le nombren otra vez, cuando digan: “El hijo de este hombre me trató con justicia”.
»No puede haber —agregó, después de un momento—, no puede haber amor legítimo entre ellos y yo mientras sienta sobre mí su temor y su desconfianza hacia mi padre. No puedo dejar que me toquen cuando sé que la sangre de mi padre que corre por mis venas les hace retroceder con disgusto. Cuando haya pagado la deuda de mi padre, podré tenderles la mano y dejar que la besen.
—Yo, en cambio —dijo Ulrikke—, no creo que a ninguna de las familias de los alrededores les inspire miedo el nombre o la sangre de tu padre. Si no te hubieras ido al extranjero cuando éramos tan jóvenes, creo que a papá y a mamá les habría encantado que tú y yo nos casásemos. Me han dicho que se habló de ello, incluso antes de que tú nacieras.
Él permaneció sentado en silencio, interrumpido de nuevo el curso de sus pensamientos por la misteriosa ligereza de ella. Sus palabras le hicieron recordar Alemania y la época, cinco años antes, en que supo de la boda por las cartas de su casa. Hasta aquel momento había estado seguro de que se pertenecían el uno al otro, y era demasiado ingenuo para conocer o tomar en consideración las fuerzas que se interpusieron y le privaron de ella. Más tarde, a su regreso a Dinamarca, lo entendió. La madre de ella, una mujer famosa en toda Europa por su belleza y su ingenio, se percató de repente de que su hija tenía diecinueve años y era dulce y graciosa, y apresuradamente —por celos, o en un arrebato de ternura materna, o quizás para que no siguiera su propia carrera tempestuosa—, casó a la joven con un anciano. Recordó, por unos momentos, las negras noches en que, desde su almohada húmeda y ardiente, maldecía a los dioses y veía a su compañera de juegos como la figura central de un grupo clásico: la virgen de cándido velo llevada al ara del sacrificio por un poder inhumano.
Sin embargo, la víctima propiciatoria de este cuadro estaba hoy sentada en el bosque, vestida aún de blanco, y hablaba de aquella catástrofe como si se tratara de la tragedia de un héroe y una heroína de novela. Él guardó silencio un largo rato, con el timbre de la voz femenina en sus oídos.
—¿Cuál fue —preguntó Ulrikke— la historia de tu padre y el campesino? No me acuerdo bien. ¿Por qué no me la cuentas?
—Nunca la he contado a nadie —dijo él.
—¿Y quién te la contó a ti? —preguntó ella.
Él recapacitó y comprobó sorprendido que no podía responder a esa pregunta.
—No recuerdo —dijo— que me la contasen nunca. Debo de haberla oído cuando era muy pequeño.
—Pero has pensado en ella toda la vida —dijo la joven—. Es hora de que me la cuentes, aquí en el bosque.
Le llevó algún tiempo sacar a la luz un recuerdo tan profundamente enterrado en lo más hondo de su mente. Cuando finalmente habló, las palabras acudieron poco a poco, y más de una vez en el curso de su relato tuvo que interrumpirse para ordenar sus pensamientos.
—En las tierras de mi padre —empezó— vivía un campesino llamado Linnert. Era de una familia campesina muy antigua, que nos pertenecía desde siempre; se cree que hace muchos siglos la granja de esta familia se elevaba en el mismo sitio en que hoy se alza nuestra casa, y que todavía podían encontrarse sus cimientos a gran profundidad. Todas las generaciones de estos campesinos han dado hombres hermosos, ingeniosos e inteligentes, y corren muchas leyendas sobre su extraordinaria fuerza física. Por esto los míos se sentían orgullosos de poseerlos —decías tú que los viejos terratenientes estaban orgullosos de sus campesinos— y sin embargo ninguno de ellos perteneció nunca a la servidumbre de la casa. Este Linnert nació el mismo año que mi padre, y como mi padre no tuvo hermanos ni hermanas le llevaron al muchacho a la casa para que le sirviera de compañero de juegos.
»Ahora bien —prosiguió lentamente—, yo te cuento la historia, pero no puedo decirte por qué las cosas acontecieron de este modo. He tratado de hallar una explicación, me he preguntado si, ahondando mucho, podría encontrar alguna razón a lo sucedido. He pensado que quizás, en el fondo, hubiera una mujer. Las hijas de esta vieja raza de campesinos tenían ojos de cordero y rojos labios, sus hombres eran duros y castos, y mi padre era un joven robusto y muy bien pudiera haberle echado el ojo a una linda campesina de su hacienda. Pero no he descubierto nada de esto, nada en absoluto. No puedo hacer más, al relatar mi historia, que exponer los hechos tal y como fueron; sucedió así, esto es todo.
»Había en aquel tiempo —continuó—, al sur de la villa, una parcela de pastos que se veía desde las ventanas de la casa, donde el ganado de los campesinos solía ir a pastar junto con el de mi padre. Un día los campesinos dejaron de llevar los animales allí, y mi padre incluyó el terreno en el parque.
»Un verano en que no llovió, los pastos se secaron y los campesinos sufrieron graves pérdidas. Mi padre tuvo que traerse a la finca a los animales más jóvenes para alimentarlos en el establo, y en esta ocasión sus vaqueros se llevaron por error un pequeño becerro negro que pertenecía a Linnert. Al día siguiente éste se presentó en la mansión y reclamó su becerro. Cuando se lo comunicaron, mi padre se echó a reír. Linnert, dijo, que era muy listo, acusaba de robo a los vaqueros de su amo para acrecentar su rebaño. Merecía un premio por su ingenio. Mi padre hizo traer, pues, un hermoso becerro de sus establos y ordenó que lo entregaran a Linnert, diciéndole que ya tenía el becerro de vuelta. Pero el campesino respondió que no era el suyo y se negó a aceptarlo, y permaneció todo el día junto al establo, esperando que le devolvieran su becerro.
»A la mañana siguiente mi padre hizo que llevasen un hermoso novillo a los pastos de Linnert y encargó de nuevo a sus vaqueros que dijeran al campesino que ya tenía el becerro de vuelta. Pero sucedió lo mismo que la primera vez. Linnert volvió con el novillo atado a una cuerda.
»—Este novillo tan gordo no es mío —dijo—. Ha de haber justicia en la tierra. Mi becerro no es ni la mitad de grande o de hermoso que éste. Devolvedme mi pequeño becerro negro —y como el día anterior, permaneció de pie en el patio de la granja hasta bien entrada la noche, esperando su becerro.
»En esta época mi padre poseía un magnífico toro, por el que había pagado un alto precio en Holstein, pero el animal tenía malas mañas y había matado de una cornada a un vaquero. Sus vecinos le aconsejaron que se deshiciera de él, pero mi padre les respondió que aún tenía en sus tierras gentes capaces de manejar un toro. Entonces ordenó que tres hombres, porque menos no se atrevían a hacerlo, llevasen al toro al establo de Linnert, y les dio un recado para el campesino. “Si éste —mandó que le dijeran— es tu animal, que te he tomado ilegalmente, aquí te lo devuelvo con mis disculpas. Pero si no es tuyo, y eres tan grande que sabes que ha de haber justicia en la tierra, sin duda también lo serás para traerme el toro de vuelta el domingo por la noche”. El domingo era el cumpleaños de mi padre, y según su costumbre daba una cena a los caballeros y las señoras de los alrededores. Pensó que no era imposible que Linnert le trajese el toro a casa, en presencia de sus invitados.
»Todo esto ocurría en el mes de agosto, y desde hacía una semana el tiempo era excepcionalmente caluroso y sofocante.
»El sábado por la mañana, mientras empolvaban la cabeza a mi padre, las gentes de la granja anunciaron con grandes gritos: “¡Ahí viene Linnert a lomos del toro de Holstein!”. Mi padre se precipitó a la ventana para contemplar el espectáculo. Nunca se había visto nada igual: Linnert cruzó la puerta de la granja y subió al patio a horcajadas sobre el toro, como si fuera un caballo. El animal estaba polvoriento y espumajoso, sus flancos subían y bajaban como un fuelle, y la sangre le manaba de la nariz. Pero Linnert iba sentado muy tieso en el lomo, con la cabeza bien alta; el campesino detuvo su montura frente a la alta escalinata de piedra, en el mismo momento en que mi padre salía por la puerta principal, con la cabeza a medio empolvar.
»—¡Eres un magnífico jinete —gritó mi padre—, y te voy a bautizar de nuevo porque ya no te corresponde llevar un nombre campesino! ¡Deberías llamarte como el que llevó vivo el toro bravo de Creta al Peloponeso! —bajó un escalón y añadió—: Pero ¿por qué vienes hoy? Te dije que vinieras mañana, que estará reunida en mi casa la flor y nata de la isla y habrían podido admirarte.
»—Pensé —respondió Linnert— que cuando vos nos hubierais visto, a vuestro toro y a mí, no haría falta que nos viera nadie más.
Mi padre acabó de bajar la escalera.
»—Éste es como uno de nuestros viejos juegos —dijo—. Voy a beber un vaso de vino contigo, Linnert, y te mandaré a tu casa con el vaso de plata lleno de rijdales.
»—Éste es nuestro último juego, me parece —dijo Linnert. Y dicho esto hizo dar media vuelta al toro y lo condujo hasta la puerta del establo. Mi padre se fue a que terminasen de empolvarle los cabellos.
»Pero una hora después el vaquero vino del establo y comunicó que el toro había muerto. Una vez colocado frente al pesebre, la sangre empezó a manarle más abundantemente del morro, hincó la rodilla en tierra y al poco rato recostó la testuz en el suelo y murió.
»—¿Y qué hace Linnert —preguntó mi padre— que no viene a beberse conmigo un vaso de vino? —el vaquero respondió que Linnert estaba esperando en el patio, como el día anterior. Mi padre hizo que trajeran a Linnert a su presencia.
»—Has matado al toro a fuerza de cabalgarlo —dijo—. Dentro de cien años la gente hablará aún de eso. Si el toro es de tu propiedad, éste es asunto tuyo y puedes quedarte con la carne y con la piel. Pero si el toro era mío, tendrás que pagármelo. ¿A quién de los dos, dime, pertenecía el toro?
»—No era mi toro —respondió Linnert— y yo no vine aquí en busca de un toro, sino de justicia.
»—Me decepcionas, Linnert —dijo mi padre—. Creí que poseía un hombre listo, además de fuerte. Pero ahora me dices que te he dado más de lo que te corresponde, y sin embargo sigues pidiéndome que te dé lo que no puedo darte, porque no existe sobre la tierra. Te pregunto de nuevo, por última vez: ¿a quién de nosotros dos pertenecía el toro?
»Linnert respondió:
»—El toro grande era vuestro, el pequeño becerro negro es mío.
»—Como quieras —dijo mi padre—. Has matado a mi mejor toro, y tendrás que pagarlo. Ya que te gusta tanto cabalgar, hoy cabalgarás de nuevo.
»Enfrente del establo había un caballo de madera que no se utilizaba desde hacía mucho tiempo. Mi padre ordenó que montasen a Linnert en él. Era un día caluroso, y por la tarde hizo más calor aún. Cuando la sombra del establo llegó al caballo, mi padre ordenó que lo pusieran de nuevo al sol.
Eitel interrumpió brevemente su narración.
—Mi padre —repitió— hizo que sacaran al caballo de la sombra y lo pusieran al sol.
»Mi padre tenía la costumbre, por las tardes —prosiguió—, de ir a pasear a caballo por el bosque. Aquella tarde, al pasar por delante del caballo de madera y del hombre montado en él, detuvo la montura.
»—Di lo que has de decir —dijo—. Cuando recuerdes que el toro era tuyo, mis hombres te bajarán —Linnert no respondió una palabra, y mi padre le saludó con el sombrero y salió del patio.
»Cuando mi padre volvió del paseo, se detuvo frente al caballo de madera.
»—¿Tienes bastante, Linnert? —preguntó.
»—Sí, creo que tengo bastante —respondió el campesino. Y mi padre hizo que le bajaran del caballo.
»—¿Vas ahora —le intimó— a besarme la mano de rodillas y darme las gracias por mi benevolencia?
»—No, eso no lo haré —respondió Linnert—. A mi pequeño becerro negro puedo tocarlo y olerlo, pero en vuestra mano no percibo el olor de la benevolencia.
»En aquel momento dieron las seis en el reloj del establo.
»—Pues si es así —dijo mi padre—, montadle otra vez y que se quede ahí sentado hasta partirse por la mitad.
»Cuando se hizo oscuro —continuó Eitel—, mi padre miró por la ventana y vio que el campesino tenía la cara apoyada contra la plancha de madera.
»—Ve, Per —dijo a su criado—, y haz que bajen a Linnert.
»El criado regresó.
»—Han bajado a Linnert —dijo—. Está muerto.
»Se descubrió que el toro había corneado a Linnert y le había roto dos costillas. Debajo del caballo de madera había una mancha de sangre.
»La historia se supo y la gente habló, y mi padre tuvo algunos problemas. Porque en aquellos tiempos las cosas ya no eran como habían sido en tiempos de mi abuelo o de mi bisabuelo, cuando los amos podían hacer lo que se les antojara con sus servidores. Se elevó una queja al propio rey. Pero mi padre no sabía que el toro había corneado a Linnert, y la cosa no pasó a mayores.
»Así es como sucedió —dijo Eitel—. Te he contado la historia que querías oír.
Ambos jóvenes permanecieron callados un rato.
—Pero esta historia —dijo Ulrikke— tuvo lugar muchos años antes de que nacieras.
—Sí —dijo Eitel—. Sucedió diez años antes de mi nacimiento.
—¿Y por qué —preguntó Ulrikke— te ha venido a la mente hoy?
—Te lo puedo decir también —dijo él—. Me ha venido hoy a la memoria porque esta mañana me han dicho que el nieto del campesino Linnert ha sido condenado a muerte por el doble asesinato de un guardabosques y de su hijo, y que mañana al mediodía le van a cortar la cabeza en Maribo.
Ella se estremeció ligeramente.
—Pobre hombre —dijo—. Pero ¿qué tiene esto que ver —preguntó al cabo de un instante— con tu padre y el campesino?
—Seguiré contándote la historia —dijo Eitel— y comprenderás lo que tiene que ver con mi padre y con el campesino.
»Como sabes —dijo—, mi madre era amable y gentil con todo el mundo. Creo que esta historia la apenó mucho, aunque ocurrió diez años antes de su matrimonio con mi padre. Más o menos en la época en que yo nací, la hija de Linnert quedó viuda con un niño de pecho, pues no ignoras que los campesinos se casan jóvenes y Linnert cuando murió llevaba casado diez años. Es posible que mi madre haya recordado entonces la vieja historia, porque mandó buscar a la campesina, que tenía diecinueve años, como ella, y la nombró ama de cría de su propio hijo. Me han dicho que las amigas de mi madre le advirtieron de que Lone podía estar resentida aún por la muerte de su padre, y tratar mal al hijo de mi padre. Pero mi madre les respondió que tenía una idea demasiado alta de la naturaleza humana para temer semejante cosa. Si ésta fue una hermosa respuesta, es hermoso también pensar que su confianza nunca se vio defraudada. Hace un momento te dije que en mi vida sólo he amado a un ser humano, además de ti. Me refería a esta mujer, a Lone.
—¿Vive aún? —preguntó Ulrikke—. ¿Y es por ella, pobre mujer, por lo que hoy estás apenado?
—Sí —respondió él—, vive aún, que yo sepa. Vivió con nosotros hasta que cumplí siete años y me designaron un tutor. Entonces se casó con el pastor de nuestra parroquia, y más tarde se fue a vivir con él a Fionia. Sí, por ella es por quien estoy apenado hoy.
»Porque al hablarte de Lone —prosiguió—, no he hecho más, como te dije, que continuar mi historia. Lone fue bien tratada en mi casa, se le dieron buenos vestidos y se le asignó una bonita habitación contigua a la del ama de llaves, y fue la sirvienta favorita de mi madre. Lone correspondió como pudo a las amabilidades de su ama. Las dos jóvenes viudas, la señora y la criada, se querían, creo, sinceramente. Dicen que cuando murió mi madre Lone no abrió la boca durante una semana, tan honda era su pena. Para entonces las amigas de mi madre habían tenido que retractarse de sus palabras de desconfianza hacia la campesina: si yo había crecido tan fuerte, decían ahora, era gracias a la leche de Lone, era la fuerza de Linnert que ella transmitía al niño que criaba, y quién sabe si un día yo podría también montar un toro. Hacía mucho tiempo que no pensaba en Lone; hoy he pensado en ella. Me hacía siempre compañía, porque mi madre estaba demasiado delicada para cuidar de mí; yo la veía en mi imaginación como una gran gallina que me cubría con sus cálidas alas, cuando se sentaba al lado de la cama al caer yo enfermo, preparando extraños medicamentos, dulces y amargos, para mí; he recordado las canciones que cantaba y los cuentos de hadas que me contó. Porque todos los de su familia tenían el don de la poesía, y los jóvenes componían baladas mientras las viejas conservaban los mitos y leyendas de la isla.
—Tenemos, pues, que estar agradecidos a Lone, tú y yo —dijo suavemente Ulrikke.
—Sí, bien podemos estarle agradecidos —dijo Eitel—. Pero hay otro personaje en la historia, y éste no tiene por qué estar agradecido a nadie. Estos años para mí felices no lo fueron para el hijo de Lone.
—¿Su hijo? —preguntó ella.
—Sí —dijo él—. Aquel cuya vida llegará a su fin mañana en Maribo. Sé poco de él. Es posible que Lone no haya pronunciado jamás su nombre en mi presencia; se le dio el mismo nombre que el del padre de Lone, Linnert. Hoy he preguntado a la gente acerca de él, y me he enterado de más cosas. Lone, me han dicho, lo envió lejos, muy lejos. Tenía conciencia de su deber, y quizás haya temido que la cercanía de su propio hijo la hiciera menos celosa en su cumplimiento. Siendo todavía un niño, se hizo pastor de una granja en la que me han dicho que los peones se morían de hambre o eran devorados por los piojos. Cuando creció fue enviado a otro lugar, a instruirse con un guardabosques, y aquello fue su perdición porque allí aprendió a manejar la escopeta y se dio a la caza furtiva. Me han contado que siempre fue un joven rebelde, dado a la bebida y a las muchachas. Ha acabado cometiendo un asesinato, y lo va a pagar con la vida.
»Por este muchacho he removido hoy de sus tumbas a los viejos campesinos y los he traído aquí al bosque con nosotros. O quizás se hayan alzado solos de sus sepulcros y hayan venido a hacernos compañía porque mi hermano de leche irá a juntarse con ellos tan pronto.
»Me dijiste que en un tiempo creías —dijo con una leve sonrisa— que Dios nuestro Señor, si fuera a crear un mundo más justo, podría dignarse a escogerme para que Le ayudase. Pero ahora me parece que, con todo esto, Dios ha querido hacerme ver que, cuando se ha cometido una injusticia no puede remediarse nunca. Mi madre quería remediar una injusticia cuando acogió a la hija de Linnert en su casa y la trató como a una amiga, pero todo el bien que hizo con ello fue privar a un niño de la leche de su madre. Yo mismo he soñado que con mi propia vida y mi propia sangre —una sangre más noble, pese a todo— podía lavar la sangre que goteó del caballo de madera. Pero todo ha venido a acabar en esto: mañana la misma sangre volverá a correr en Maribo. Toda mi vida he sentido que mi padre era prisionero de una cadena de culpabilidad y de odio, y he creído que llegaría un momento en que le oiría decir: “Hiciste bien en liberarme”. Pero ahora, ¿cuándo se pronunciarán estas palabras?
—No podemos saberlo, Eitel —dijo Ulrikke—. Es posible que haya una justicia distinta de la nuestra, que al final enderece todos los entuertos.
—¿Tú crees? —dijo él, y tras una pausa añadió—: Escúchame. Esta mañana corría el rumor de que el prisionero se ha escapado de la cárcel. Al oírlo pensé que quizás vendría a buscarme, para maldecirme a mí y a la memoria de mi padre. Si hubiera venido, si viene esta noche, ¿podré consolarle con las palabras con que tú tratas de consolarme a mí: «Es posible que haya una justicia distinta de la nuestra, que al final enderece todos los entuertos»?
De nuevo se produjo un largo silencio. De pronto se oyó en un árbol cercano el rápido y persistente repicar de un pájaro carpintero.
—Yo conozco al hombre de quien hablas —dijo Ulrikke.
Eitel se arrancó de sus pensamientos.
—¿Le conoces? —preguntó sorprendido.
—Sí —dijo ella—. En un tiempo fuimos amigos. Yo era una muchacha de trece años y fue el guardabosques de mi casa quien le instruyó. Ahora me doy cuenta de que debe de tratarse de la misma persona, porque se llamaba Linnert. Aquel verano yo estaba sola en casa: mi madre había ido a Weimar. Él y yo íbamos juntos con frecuencia al bosque. Buscábamos nidos de pájaros, él me enseñó a imitar el canto del cuclillo para atraerle, y el bramido del ciervo. Nadie lo supo. Me acuerdo de que una vez me arremangué la falda y cogidos de la mano anduvimos por el arroyo, desde que entra hasta que sale del bosque. Era fuerte y ligero de movimientos, y sus cabellos eran espesos y suaves. Una vez —prosiguió, evocando con su clara voz un recuerdo feliz— se cayó de lo alto de un árbol y se hizo una herida en la cara por no soltar un nido con huevos de paloma silvestre que yo le había pedido que me cogiera. Fuimos hasta el arroyo para que se lavase la sangre allí; de repente, se desplomó como un muerto. Yo me quedé sentada en el bosque con su cabeza en el regazo.
Se calló un momento, absorta en sus recuerdos, la mirada fija en la distancia.
—Le di un beso —dijo— cuando volvió en sí. Su piel era tan fina como la mía. Le dije: «Nunca has de cortarte el pelo, ni dejarte crecer la barba».
Mientras hablaba, era como si se hubiese llevado una flor a la cara. El perfume de esa flor suscitó en Eitel una extraña sensación de celos. La miró, contempló largamente sus facciones y su cuerpo. De estos labios rojos había recibido cientos de besos. Bien, doce años antes un muchacho perdido y ensangrentado había recibido uno. Mañana el verdugo cortaría la cabeza que yaciera en el regazo de ella, y la mostraría en alto para que la multitud pudiera ver aquellos hermosos cabellos que nunca habían de cortarse.
—Cuando imaginé —dijo él— que iba a llegar la hora en que podría decir: «Ahora tu muerte ha sido pagada, Linnert», estaba pensando en el hombre al que mató mi padre. Hasta hoy no sabía nada del joven Linnert. Ahora, sin embargo, me digo que aquella hora quizá no llegue nunca, pero que, en cambio, este muchacho me va a condenar a mí.
Ulrikke se volvió hacia él y con un solo gesto le ofreció su entera faz, los negros ojos sonrientes y los labios temblorosos.
—¡A ti! —gritó—. ¡A ti, a quien yo amo!
Ella se deslizó del muro a sus brazos, como una flor tronchada por el viento. Sus cuerpos se encontraron y el instante se cernió sobre ellos como una ola del mar, arrastrando el pasado y el futuro. Ella apoyó levemente dos dedos debajo de la barbilla de él, y le alzó la cara.
—¡Oh tú, defensor del pasado! —dijo—. Pronto, pronto todas esas cosas que nos rodean pertenecerán al pasado. Pronto, pronto yo seré la pobre anciana bisabuela Ulrikke, que yace ahora en el cementerio, pero que una vez se citaba con su amante en el bosque. ¿La amaba su amante, en el bosque?
—¿La amaba su amante, en el bosque? —susurró él en sus cabellos—. Para él, el Paraíso estaba entre los brazos de ella.
—¡Ay! —musitó ella, la boca apoyada en el cuello del joven. En su susurro alentaban la risa y el suspiro. Así sonreían y suspiraban las famosas bellezas de aquel gran mundo que era el suyo por derecho de cuna, pero que nunca había conocido, flor crecida en la sombra. En los brazos de su amante parodiaba a aquellas heroínas que su madre idolatraba e imitaba.
—¿Por qué suspira mi corazón? —preguntó Eitel.
—¡Ay! —suspiró ella otra vez—. ¡El Paraíso! La gente como tú no irá nunca al Paraíso. Sólo en el infierno pueden ser felices.
Ahora fue él quien tiernamente alzó el rostro de ella.
—¿Qué quieres decir, amor mío? —preguntó.
Ulrikke le miró a los ojos con expresión solemne y severa.
—¡Oh, sí! —volvió a susurrar como antes—. Allí encontrarás la paz y olvidarás esta obsesión tuya por la justicia. Porque allí nada puede empeorar. Allí nadie estará peor que tú mismo.
Una vez más apoyó el rostro en el hombro de Eitel. Él habría querido hablar, pero la proximidad de ella, el ligero peso de su cuerpo contra el suyo le hizo perder el hilo de su discurso. Sentía el silencio del bosque a su alrededor y el profundo silencio de la mujer tan cerca de su corazón, como una sola y misma cosa, y a ellos se entregó sin resistencia.
Poco después, Ulrikke dijo:
—Tengo que irme —y se arregló el peinado.
Había insistido en dar el pecho a su hija pequeña, la hija de su amante, y ahora la niña la atraía hacia ella con un vínculo invisible.
Mientras se ponía la peineta, comentó:
—¿Sabes que mamá está con nosotros?
—Te acompañaré hasta la entrada del bosque —dijo él.
Caminaron juntos, felices y en silencio. Llegados a la entrada del bosque, ella se volvió hacia él.
—Recuerda —dijo, con un tono a la vez imperioso y suplicante, sus ojos llenos de lágrimas en el momento de la separación— que quiero que vivas.
Él se quedó recostado en la puerta bajo la profunda sombra verde, siguiendo con la mirada la figura blanca que se alejaba caminando con paso ligero. «¿Se refería a mí, en realidad?», se preguntó.
El gran parque de la casa llegaba hasta el bosque; los altos árboles cedían el terreno gradualmente al césped, los arbustos, los caminos de grava y los macizos de flores. La dueña del jardín siguió el sendero que llevaba a la casa.
El sol del atardecer dividía el jardín en zonas de luz y de sombra. En los macizos resplandecían asteres carmesíes y purpúreos. Dos ayudantes del jardinero rastrillaban los caminos; el viejo jardinero jefe apercibió al ama desde la distancia, se sacó la gorra y se le acercó para mostrarle una dalia grande, amarilla y escarlata, que había cultivado él mismo y a la que quería dar el nombre de ella. La joven alabó la belleza de la flor y se la prendió en el chal. Junto a la gran escalinata del jardín su hijo pequeño se soltó de la mano de la niñera y se fue corriendo hacia la madre. Mientras ella le alzaba del suelo, el niño trató de coger la brillante flor que adornaba el pecho materno. La madre jugueteó con él, acariciándole la cara con la flor y retirándola luego fuera de su alcance. Cuando el niño se enfadó, le atrajo hacia ella, le dio golpecitos en la mejilla y le tiró del pelo. Pero no le besó, porque sus labios pertenecían aún al bosque. Devolvió el niño a la niñera y se alejó rápidamente, impaciente por cumplir su cometido.
Cuando una hora más tarde entró en las habitaciones de su madre, encontró las cortinas corridas, una multitud de prendas de vestir desparramadas por sillas y mesas, y a su propia madre en un estado de violenta agitación, yendo de un lado a otro del cuarto como una leona enjaulada. Durante un instante la mujer más anciana permaneció mirando a la más joven, como horrorizada. Inmediatamente después, perdido ya el dominio de sí misma, se precipitó hacia su hija con un gemido. Ulrikke miró a su alrededor para ver cuál podía ser la causa de la desesperación de su madre. La hermosa Sibylla se había puesto un traje de montar largo y flotante, de terciopelo negro, y un gabán más corto de paño verde, que no había podido abrocharse.
—¡Oh, Rikke —exclamó—, me he hecho vieja!
Con un brusco movimiento se giró hacia su propia imagen, reflejada en el espejo grande y borroso que colgaba de la habitación a oscuras. La figura del espejo estaba despeinada y tenía las facciones desfiguradas por el llanto. En tono acusador la mujer de carne y hueso gritó a la imagen, con voz ronca: «¡Una vez fui hermosa!».
De ordinario, cuando su madre lloraba la pérdida de su gran belleza, Ulrikke sabía encontrar palabras de consuelo. Esta vez no dijo nada, sino que se limitó a tomar en sus brazos a la figura doliente, sujetándola con fuerza para que no pudiera mirarse en el espejo otra vez.
—¡Si estuviera delgada! —sollozó Sibylla sobre el pecho de su hija—. ¡Si estuviera hecha un esqueleto, una calavera, un memento mori para la masa trivial, que se niega a pensar en el tiempo o en la eternidad! ¡Así podría servirles aún de inspiración! ¡Y a mi entrada en la sala de baile todavía les conmovería a todos, les inspiraría epigramas, poemas, gestos heroicos, y pasión, pasión también! ¡Por lo menos les inspiraría horror, Rikke, y sabría que se lo inspiraba! ¡Pero estoy gorda!
La palabra fatal, finalmente proferida, la dejó muda un rato.
Al cabo retomó el hilo de su discurso, ahora con voz lenta y solemne.
—No es la muerte lo que personifico para ellos. Es la decadencia y la descomposición. Hay un exceso odioso de este cuerpo, que fue de proporciones tan perfectas. Hay demasiado de estos brazos, de estas caderas, de estos muslos, ¡de este pecho! Rikke, mi pecho hace reír a la gente.
»¡Si un ser humano me hubiese hecho esto —gritó súbitamente— me habría vengado! Habría recurrido a todos los hombres que me han adorado para que vindicasen tanta crueldad. Porque, piensa en lo que eso representa: tomar a una joven feliz, inocente y confiada y poco a poco desposeerla de los dientes y el cabello, menguar la luz de sus ojos, deformar su cuerpo, agrietar su piel y su voz, y luego mostrarla al mundo como si estuviera desnuda. Voilà la belle Hélène! ¡No hay derecho! ¡No es justo! ¡Dios mío, no hay justicia en la tierra!
La madura leona había corrido las cortinas de la habitación porque los polvos y el carmín de labios ya no bastaban para ocultar el declive de su belleza. Ella, que había amado la luz del sol y la luz de las velas y la luz de la sorpresa y la adoración en los ojos que se cruzaban con los suyos, huía ahora de la luz como un animal perseguido, se refugiaba en una habitación oscura, y en la oscuridad desvariaba imaginando un porvenir entre los ciegos.
Sintiendo el calor y la fuerza del cuerpo joven tan próximo al suyo, cerró los ojos y buscó angustiosamente el medio de escapar de su miseria; se echó hacia atrás, apartándose de los brazos de su hija con el cuerpo tenso y rígido como un nudo.
Ella sabía que sus amigas, otras señoras de su edad, encontraban consuelo en la juventud y la felicidad de sus hijas. ¿No podría hacer lo mismo? La respuesta vino de inmediato: no. Adivinaba que Ulrikke tenía un amante, y hasta aquel día se había preguntado si la armonía de un idilio juvenil no tendría poder bastante para distraerla de la discordancia de sus propias historias galantes, tormentosas e inciertas. Otra vez la respuesta fue inmediata: no. En su angustia creciente, se preguntó si esta incapacidad no sería un castigo por la venta deliberada, cinco años antes, de la felicidad de su hija a cambio de un breve aplazamiento de su propia sentencia de muerte.
«¿Habría renunciado —se preguntaba en su corazón— a mi tregua de cinco años?». De nuevo la respuesta cayó, inapelable: no. «Si hoy —se dijo— las cosas fueran como entonces, volvería a hacer lo mismo. No podría hacer otra cosa. ¡No podría, Dios me valga!». Le vino a la memoria el viejo cuento del vampiro que prolonga su vida bebiendo la sangre de niños pequeños. Inconscientemente, levantó la mano de su hija y se puso uno de los finos dedos entre los dientes; luego, horrorizada, dejó caer la mano. Se abrieron sus grandes ojos cristalinos, ojos que excelsos poetas habían cantado, y contempló a Ulrikke.
—¡Tú no sabes —susurró— lo que es haber sido amada con pasión, con lo mejor que puede ofrecer un hombre! Y luego, acabar siendo amada por piedad. ¡Tú también —añadió, con la mirada fija aún en el rostro de su hija—, tú también me amas por piedad!
Ulrikke siguió acariciándola suavemente. Por su mente, como la sombra de una nube sobre una extensión de agua, pasaron las sombras de la aflicción y el temor que parecen ensombrecer la vida de todos los seres humanos. En el frenético lamento de la madre contra su pecho creía oír el eco del furioso llanto de su hija una hora antes, del melancólico monólogo de su amante en el bosque y, más lejos aún, de la amarga soledad del que fuera su compañero de juegos, condenado a muerte. Todos, todos ellos parecían ser víctimas del sufrimiento y el temor. ¿Tanto había que sufrir y temer en el mundo? ¿Era siempre la muerte algo triste y temible? Por primera vez en su vida se dio cuenta de que ella también moriría un día. Pero, mientras los otros parecían ver la muerte como un sombrío mar sin fondo, ella se imaginaba que sería como entrar en un estanque de aguas poco profundas, con la faz serena y alzándose las enaguas para no mojarlas.
«Qué boba soy —pensó—, por entregarme a esos ensueños absurdos».
—¡Oh, qué boba eres, mamá querida! —dijo, relajando su abrazo—. Estás más hermosa ahora, que pareces la diosa Juno, que cuando estabas delgada como un junco. Ven, tu corsé está demasiado apretado; déjame aflojarlo, para que puedas respirar.
Como si hubieran estado sujetos por el cordón de seda que su hija estaba desatando, los rasgos de la mujer de más edad se relajaron súbitamente y una sonrisita infantil asomó a su rostro. Al cesar el tormento físico, el tormento mental amainó también y la esperanza invadió su corazón. ¡Aún podía ser amada!
Levantó de nuevo la mano de Ulrikke y la posó en sus labios.
—¡Oh, querida mamá! —dijo Ulrikke—; si hoy fuéramos, tú y yo, a bañarnos al recodo del río, como solíamos hacer cuando era niña, los cinco sauces llorones se inclinarían como entonces para besar tus blancos hombros. Mira —añadió, tomando la flor de su chal y prendiéndola en la solapa del gabán que tan amargas lágrimas había provocado—, esta flor me la dio el viejo Daniel. Es una especie nueva de dalia que ha creado él mismo. Nadie en toda la isla posee otra parecida. Daniel me ha rogado que le permitamos bautizarla con tu nombre, «Sibylla», por lo hermosa y lo grande que es. ¡Mírate ahora, mira a Sibylla! ¿No es más verdadera que un estúpido pedazo de cristal?
Eitel regresó del bosque a su casa cruzando los rastrojales. Cuando llegó a sus tierras, puso el caballo al galope y le hizo saltar algunos haces de heno.
Su mente estaba aún inmersa en la felicidad del encuentro en el bosque, se sentía apacible como una trucha que se mantiene entre dos rocas del riachuelo con movimientos casi imperceptibles de las aletas. Sus ojos recorrían el paisaje. A esta hora, el vuelo de los patos silvestres empezaba a formar sus líneas sutiles en la parte baja del cielo; grandes nubes, luminosas y rosadas, se cernían sobre el horizonte; a lo lejos, hacia el oeste, el mar se unía al cielo en una banda de azul oscuro. Sus oídos captaron muchos sonidos distantes a su alrededor: el rodar de un carro por el camino, los gritos de los vaqueros que llevaban el ganado al establo. Pero Ulrikke no se alejaba un momento de sus pensamientos. Recordaba ahora que, cuando se reencontraron de nuevo tres años atrás, habían soñado en el momento en que ella sería libre otra vez y podrían ser el uno del otro a los ojos del mundo entero. Ahora ya no sabía si, en caso de que llegara el momento, iba a ser más feliz de lo que era ahora. En la intimidad secreta de los dos había una infinita dulzura. Amarla, pensaba, era para él como lavarse la cara y las manos, o como sumergirse en un torrente claro de aguas que se renovaban continuamente, y era justo que el sendero que le llevaba al torrente, y el lugar mismo en que se bañaba, estuvieran ocultos para todo el mundo.
Cuando distinguió, por encima de las copas de los árboles, el alto tejado y los orgullosos aquilones de su casa, moderó el paso de la sudorosa montura.
No tomó la avenida amplia y majestuosa de tilos que llevaba a la entrada principal, sino que enfiló un camino más estrecho, bordeado de álamos, que desembocaba en el corral de la granja. Allí las espigas, la paja y el vilano de la última cosecha se amontonaban en los profundos rodales y se adherían a las ramas de los álamos, hasta alcanzar las más altas.
Dentro de la casa, en la amplia biblioteca la luz del crepúsculo se filtraba por las ventanas como la primera luz del atardecer su había filtrado por las copas de los árboles hasta el lugar en que los dos se sentaron juntos. El viejo entarimado de madera de roble brillaba en aquella luz como un oscuro estanque del bosque; los marcos dorados de los retratos, las tonalidades de la seda y el terciopelo, cobraban vida y luminosidad como las ramas de los árboles, el follaje y los musgos. Este último resplandor profundo del día era la temblorosa sonrisa de ella al despedirle, su pasión compartida y la promesa de un próximo encuentro.
Eitel esperaba recibir en breve la visita de un viejo erudito de Copenhague, un profeta de las nuevas reformas, con quien tenía muchos deseos de hablar. Después de cenar le dijo a un joven camarero alemán, que se había traído de Hannover, que no quería ser molestado y cogió de los anaqueles varios volúmenes que quería consultar antes de su conversación con el invitado. En el podio de la ventana podía leer aún a la última luz del día; se sentó allí con un libro sobre las rodillas y otros varios encima del alféizar.
Mientras estaba leyendo, el camarero entró en la habitación para colocar un candelabro de tres brazos sobre la mesa, permaneció de pie junto a ella y anunció:
—Hay una persona fuera que desea hablar con el gnädiger Herr.
Su amo no levantó los ojos del libro.
—Es tarde —dijo, después de un momento.
—Esto es lo que le dije —respondió el criado—. Pero esta persona ha venido a pie, parece muy apurada y no quiere irse sin ver al señor.
Eitel cerró el libro y guardó silencio otra vez.
—Hazlo pasar —dijo finalmente.
—Es una mujer, gnädiger Herr —dijo Johann—. Dice llamarse Lone Bartels. El ama de llaves parece conocerla, y me ha asegurado que perteneció a la servidumbre de la casa.
—Una mujer —dijo Eitel—. Lone Bartels. Hazla pasar.
Al poco rato oyó a su vieja ama de llaves, que hablaba con alguien en voz baja junto a la puerta. La puerta se abrió y la visitante entró en la habitación.
En la misma puerta hizo una reverencia y permaneció de pie sin moverse. No vestía como una campesina, sino que llevaba una cofia blanca y un mandil de seda negra, bajo el cual escondía las manos. Era una mujer corpulenta, de tez pálida, como harinosa, la mujer de un párroco de aldea que no había tenido que hacer trabajos duros. Le miró directamente a los ojos.
Al oír el nombre de la tardía visitante, Eitel sintió de inmediato un profundo alivio y una gran alegría. Pero cuando sus ojos se encontraron con los de Lone se sintió poseído, contra toda lógica, de una especie de pavor frío y mortal, que le erizó los cabellos. No era una madre angustiada que venía a implorar la vida de su hijo. Eran los viejos tiempos oscuros, la eternidad, el destino mismo lo que había entrado en la habitación.
Quedó aterrado de su propio terror. Después de un largo silencio, dio un paso hacia la mujer que tenía frente a él. Cuando el candelabro ya no se interpuso entre los dos, reconoció el rostro que tan bien conociera, que de niño había amado más que ningún otro rostro humano. Casi sin saber lo que hacía la tomó en sus brazos, sintió el contacto del cuerpo grande y suave, y percibió el olor de sus ropas. Era como si ayer aún se hubiera recostado en aquel seno.
—Así pues, has venido, Lone —dijo él, sorprendido por el timbre de su propia voz, que sonaba casi como la voz de un niño.
—Sí —dijo la mujer—, he venido.
Hablaba como en los viejos tiempos, en voz baja y lenta. Los años que sirvió en la casa de un aristócrata le habían hecho perder su dialecto campesino, y su lenguaje era el de una mujer educada. Se miraron a los ojos.
—Estoy contento de que hayas venido —dijo él.
—Quería ver a mi amo querido —dijo ella.
—No, Lone —dijo él—. No me llames «amo», llámame «Eitel», como en los viejos tiempos.
Un ligero rubor cubrió lentamente la pálida cara de la mujer. Por lo demás permanecía inmóvil, los labios apretados, los ojos clarísimos.
—¿Cómo estás, Lone? —preguntó él.
—Ahora bien —dijo ella, e hizo una aspiración profunda—. Ahora que te vuelvo a ver.
El timbre familiar de devoción en la voz le llegó a lo más hondo. Y al mismo tiempo comprendió su temor repentino y profundo al verla. Fue ella, ahora lo sabía, quien le contó, hacía mucho, mucho tiempo, la historia de su padre y de Linnert.
¿Habría venido ahora para ofrecerle el medio de reparar la falta? Durante un rato se mantuvo tan inmóvil como ella. Se daría unos minutos para hablar con Lone como hacía de niño, antes de dejar que le transmitiera su trágico mensaje.
—Tenías que haber venido antes —dijo—. ¿Por qué has estado tantos años sin venir a verme, Lone?
—No —respondió ella—, no hacía falta. Yo sabía que las cosas te iban bien —sus ojos brillantes no se apartaban de la cara de él—. He estado esperando —dijo tras una breve pausa— oír que te habías casado.
—¿Te habría gustado, Lone? —preguntó él.
—Sí, me habría gustado —respondió ella.
Los pensamientos de Eitel volaron lejos de allí, y luego regresaron a la habitación.
—Pero he tenido noticias tuyas —dijo ella—. Todos los años.
—¿Has tenido noticias mías? —repitió él.
—Claro que sí —insistió la mujer—. Oí decir que te habías ido a tierras lejanas, al extranjero. Una vez el tejedor del pueblo fue a una boda en Fionia, y me dijo que te habías convertido en un hombre muy ilustrado. Hace dos años tú mismo viniste a Fionia y compraste un par de caballos en Hvidkilde.
—Sí —dijo él, haciendo un esfuerzo de memoria—. Allí compré los dos caballos bayos de tiro.
La condujo a un pequeño diván adosado al muro, bajo los retratos de sus padres, y se sentó a su lado con la mano posada en la de ella.
—Sí, siempre te gustaron los caballos —dijo Lone—. De niño ibas por todas partes con un caballito de madera.
—Así es, Lone —dijo él.
—En aquellos tiempos, tú y yo solíamos cabalgar muchas millas juntos —dijo ella, y sonrió levemente sin separar los labios rugosos—. Llegamos hasta el castillo del rey. Yo te confeccionaba los caballos, con pieles y trapos y cordones de seda.
—Así es —repitió Eitel, pensando en aquellos caballos de hacía tantos años; con un esfuerzo podría incluso recordar sus nombres—. Nadie lo hacía tan bien como tú.
Durante un rato permanecieron sentados en silencio, cogidos de la mano. Él pensaba: «Pero es de su hijo de quien quiere hablarme...».
—Te los llevabas a la cama contigo —dijo Lone— para que pudieran escuchar también las historias que te contaba.
—Sabías muchas historias, Lone —dijo él.
—¿Las recuerdas aún? —preguntó ella.
—Creo que sí —dijo él—. Hasta esta mañana —añadió, tras una pausa— no he sabido lo de tu hijo, Lone.
Ella se agitó un poco en el asiento, pero no habló enseguida.
—Sí, va a morir —dijo por último.
Aquella resignación tranquila y contenida le conmovió, como si él y la humilde madre llorasen juntos el hijo perdido.
—He estado pensando en él todo el día —dijo Eitel—. He pensado en pedir su gracia al rey, en Copenhague. De buena gana habría ido a Copenhague a hacerlo, Lone.
—¿Habrías ido? —dijo ella.
—Pero es un homicida, mi pobre Lone —dijo él—. Ha matado a un hombre. Me temo que no serviría de nada implorar su gracia al rey.
—Sí, ha matado a dos hombres —dijo Lone.
—Quizá lo mejor para él —dijo Eitel— es que purgue su culpa. Así nadie podrá guardarle rencor.
—No —dijo ella—. Nadie podrá guardarle rencor.
—Pero puedo conseguirte un permiso para que le veas mañana por la mañana en la cárcel —dijo él.
—No es menester —dijo ella.
—¿Ya le has visto? —preguntó él.
—No —respondió Lone—. No le he visto.
—No han sido justos contigo —dijo Eitel—. Te tenían que haber permitido verle y hablarle. Pero mañana iremos juntos a Maribo, tú y yo, y haré que le veas.
—También íbamos a Maribo —dijo la mujer— en nuestras cabalgatas.
Eitel no supo qué decir. «¿Me he olvidado —se preguntó— de cómo funciona la mente sencilla y profunda de una vieja campesina? ¿O cree necesario hablarme de los viejos tiempos para que la ayude?».
—En memoria de ello, Lone —dijo dulcemente—, ¿no quieres que te lleve ahora a Maribo, para que puedas ver a tu hijo?
De nuevo ella tardó un poco en responder:
—No le veo desde hace veinte años —dijo.
—¿Veinte años? —dijo él, sorprendido.
—Sí —dijo ella—. Hace veinte años que le vi por última vez.
—¿Y por qué no le has visto durante esos veinte años? —preguntó él, tras una pausa.
—No tenía por qué verle —dijo ella, en voz tan baja que él dudó de que hubiese dicho algo.
—¿Cómo es —dijo él— que a tu hijo le ha ido tan mal?
—Tenía que ser, supongo —dijo ella.
—Pero podrías habértelo llevado a vivir contigo cuando te casaste y tuviste casa propia —dijo el joven—. ¿Fue tu marido quien no te dejó hacerlo?
—No, el pastor me habría dejado hacer lo que quisiera —dijo Lone.
—¿No le ayudaste nunca —preguntó Eitel, en voz tan baja como la de ella— cuando se vio en dificultades?
—No —respondió la mujer.
Una sensación sorda de alarma y dolor le hizo levantarse del asiento. Las palabras que dijera a Ulrikke le volvieron a la mente con más fuerza y claridad, ahora que estaba sentado junto a la madre, estólida y cerrada. Era cierto, pues, que con la leche de los pechos de la campesina había mamado el amor de la madre.
—Tenías que haberle ayudado, Lone —dijo lentamente—. Ha vivido solo y sin amigos. Yo mismo me he acordado de él demasiado tarde. Tú fuiste tan buena conmigo como si hubiera sido tu propio hijo. Yo habría debido ayudar a tu hijo.
—No tenías por qué hacerlo —dijo Lone.
Él anduvo hasta la ventana, pero sintió que los ojos de ella le seguían y volvió a su lado. Pensó: «Cuando me dijeron que había venido, creí que venía a juzgarme. Pero es peor: ha venido a absolverme...».
—Pero no deja de ser tu hijo, Lone —dijo él—, por graves que sean sus culpas.
—No —dijo Lone.
Una especie de triste resentimiento vino a mezclarse con su compasión por la mujer. Pensó: «No es posible que haga recaer todo sobre mí...». Le parecía que debía reavivar a toda costa en el corazón de la madre alguna forma de amor hacia su hijo condenado.
—Eres una mujer, Lone —dijo—. Has de recordar el tiempo en que lo llevabas dentro de ti. Es el niño que pataleaba en tu seno, incluso ahora que va a dejar de vivir.
—No, no lo es —dijo ella—. Tú eres mi hijo.
Estaba tan profundamente absorto en sus pensamientos que en un primer momento no oyó lo que ella decía. Sólo cuando sintió de nuevo los ojos de la mujer fijos en él, comprendió sus palabras.
—¿Yo? —dijo; y unos segundos más tarde—: ¿Qué estás diciendo, Lone?
—La verdad —dijo Lone.
—¿La verdad? —dijo él.
—Sí —dijo ella—. Linnert es el hijo del amo. Le saqué de la cuna y puse a mi hijo en su lugar, cuando servía como ama de cría en la casa.
La puerta se abrió y el criado de Eitel entró con la jarra de vino para la noche, como solía hacer cuando su amo se quedaba a leer hasta tarde. Colocó la bandeja de plata sobre la mesa, miró a su amo y a la mujer y salió de la estancia.
Cuando la puerta se cerró detrás de él, Lone se alzó del asiento y permaneció de pie frente a Eitel.
—Puedo jurar ante Dios y ante los hombres —dijo— que lo que te he dicho es verdad.
—No sabes lo que estás diciendo —dijo él.
—Sé lo que estoy diciendo —dijo ella—. ¿Acaso no voy a recordar el tiempo en que te llevaba dentro de mí, y tú pataleabas en mi seno? Tú eres mi hijo.
Él pensó: «La angustia y el dolor la han enloquecido», y aguardó un poco a encontrar las palabras adecuadas.
—Eso que me cuentas es un viejo cuento para niños, Lone —dijo—. El cuento de los bebés cambiados, tan viejo que hace sonreír. Me lo cuentas para ayudar a tu hijo. Pero te equivocas; habría hecho todo lo que pudiera por él sin necesidad de eso.
—No es para ayudarle por lo que te lo cuento —dijo ella—. Me da igual que le corten la cabeza o no.
—¿Por qué me lo has contado, pues? —preguntó él.
—Hasta anteayer no supe con certeza —respondió ella lentamente— que iba a morir. Cuando lo supe, me dije: «Esto se ha acabado...». Y vine a verte.
—¿Por qué querías verme de nuevo? —preguntó él.
—Quería verte en tu grandeza y en tu felicidad —respondió ella.
»Nadie en el mundo lo sabe —prosiguió—, salvo yo. Y ahora tú lo sabes también. El pastor no lo supo nunca. No lo diré al sacerdote en mi lecho de muerte. Pero hoy he venido a contarte cómo sucedió.
—No, no me contarás nada —dijo él—. Todo eso lo has soñado, mi pobre Lone.
Ella permaneció de pie frente a él.
—No tengo a nadie en el mundo a quien contarlo —dijo— excepto a ti. He esperado veintitrés años para hacerlo. Si no cuento mi historia ahora, no se sabrá nunca.
Sacó las manos de debajo del mandil y lo alisó lentamente, con un gesto que solía hacer cuando el niño Eitel se emperraba y ella trataba de hacerle entrar en razón.
—Pero si quieres —añadió— que me vaya sin decirte nada más, así lo haré.
Él guardó silencio un momento.
—No —dijo—. Puedes hablar si quieres, para aliviar tu corazón. Te escucho —se sentó en la butaca junto a la mesa, pero la mujer permaneció de pie.
—Voy a empezar —dijo muy lentamente— y no olvidaré nada.
»La primera noche de mi estancia en esta casa cambié el hijo del amo por el mío. El niño de la casa había nacido tres días después del mío. Era pequeño y lloraba mucho. Me senté junto a la cuna y le canté hasta que se quedó dormido. Entonces me levanté e hice un muñeco con una almohada y unas cintas de seda que encontré en la habitación, como los caballos que después hacía para ti, lo puse sobre la colcha y corrí las cortinas de la cuna. Le dije a la doncella de nuestra graciosa señora que me iba a casa a recoger el chal de los domingos y dos delantales nuevos, pero que no tenían que molestar al niño, porque había comido y estaba tranquilo. Pero me llevé al niño debajo de la capa, bien caliente, y pude hacerlo porque era muy pequeño. En las escaleras del ala oeste tropecé con el ama de llaves, que se paró a conversar conmigo y me preguntó si yo tenía bastante leche. “Sí —le respondí—, el niño al que le dé el pecho crecerá, y no ha de llorar”. Pero yo me decía, mientras estaba allí con el ama de llaves, que si el niño lloraba entonces todo habría terminado para mí. Pero el niño no lloró, no aquella vez.
»Deposité al niño en la vieja cuna que había sido la mía, en mi casa, y a ti te saqué de ella, te escondí en un cesto que llevaba y te cubrí con mi chal de los domingos y con los dos delantales.
—No —la interrumpió Eitel—. No hables así. No emplees, en tu historia, la palabra «tú».
Lone permaneció inmóvil y le miró.
—¿Quieres decir —preguntó— que no he de hablar de ti, ni de lo que hice por ti?
—Si quieres contarme tu historia —dijo Eitel—, cuéntala como cualquier otro cuento de niños.
Lone reflexionó un poco sobre lo que le habían dicho, y reanudó su relato.
—Puse, pues —dijo—, a mi propio niño, mi hijo, en la cesta, y me fui a pie a la casa, deteniéndome de cuando en cuando porque mi niño era más pesado que el otro. Había luna llena y todo el camino estaba iluminado. A la mañana siguiente les dije a las criadas de la casa que el niño no se encontraba bien y que nadie debía entrar en nuestra habitación; de esta manera estuve sola con él una semana. Nuestra graciosa señora me hacía ir al pie de su cama todos los días para que le contara cómo iba el niño, y yo le decía que todo estaba en orden. Ella me preguntó si quería ir a casa a ver a mi hijo, pero yo le respondí que el niño ya no estaba en mi casa, que lo había mandado a casa de unos parientes.
»La semana siguiente —continuó— tenía que celebrarse el bautizo. Aquel día vinieron muchos invitados a la casa, y la vieja condesa de Krenkerup llevó al niño a la pila. Yo fui a la iglesia en la misma carroza que ella, tirada por cuatro caballos. Llevaba al niño en el regazo, y sólo en el pórtico se lo di. Al oír que bautizaban a mi hijo con los nombres de Eitel, por el padre del amo, y de Johan August por el propio amo, en el nombre del Padre, del Hijo y del Espíritu Santo, me dije: “Nadie podrá deshacer lo hecho”.
Al pronunciar estas palabras la mujer se ruborizó ligeramente, como poseída por un sentimiento de orgullo o de triunfo.
—¿Y por qué querías que se hiciera? —preguntó Eitel.
Lone puso la mano derecha encima de la mesa.
—Por este motivo —dijo—. Cuando la señora me mandó llamar por primera vez para darle el pecho al niño, y crucé el patio del corral, pasé delante del caballo de madera.
—¿El caballo de madera? —dijo Eitel.
—Sí —dijo Lone—. Estaba todavía allí, frente a los establos. Nuestra graciosa señora quiso que se lo llevaran, pero el amo dijo que no. Yo no había estado nunca en la casa hasta aquel día, pero mientras pasaba por delante del caballo, al lado del lacayo que la señora había enviado para hacerme compañía, recordé cómo, cuando yo tenía diez años, habían traído a mi padre a casa desde aquel mismo sitio. Y en la noche del día en que bautizaron a mi hijo en la iglesia, cuando todos los distinguidos invitados se habían marchado y la casa estaba a oscuras, bajé de nuevo hasta el caballo. Puse mi mano derecha sobre la dura madera, como la he puesto ahora sobre la mesa, y dirigiéndome a mi padre muerto le dije: «Ahora tu muerte está vengada, Linnert».
»¿Me crees ahora? —preguntó.
—No, no te creo —respondió él—. No podría creerte aunque quisiera.
Lone suspiró profundamente, miró la habitación en torno suyo y volvió a fijar los ojos en Eitel.
—Esto es algo que no se me había ocurrido —dijo, lenta y pausadamente—. Que cuando te contase mi historia no la fueras a creer. Pensé que tú mismo recordarías cómo te llevé desde nuestra casa a la casa del amo.
Permaneció de pie, absorta en sus pensamientos.
—Nunca viví verdaderamente en aquella casa del pastor en Fionia —continuó—. Me parecía que todo el tiempo estaba aquí, contigo. Pero no era en esta gran casa del amo donde vivíamos. Era en nuestra vieja granja, la casa de los padres, que está lejos de aquí, abajo, en la aldea. Allí te tenía en mis brazos y allí hablábamos dulcemente. ¿Es esto lo que me dices ahora, que no has estado nunca allí?
—Tú bien sabes —respondió él— que nunca he estado allí.
De nuevo guardó ella silencio.
—Hubo otra persona, sin embargo —dijo—, que en aquel entonces sospechó algo de lo que ocurría, y que podría confirmar mi historia. Es Maren, la de las marismas, la mujer que tomó a su cargo al niño del amo y se lo quedó.
—¿Maren de las marismas? —repitió Eitel—. He oído hablar de ella. La vi una vez. Era una gitana, negra como el carbón, de la que se decía que había matado a su marido.
—Sí —dijo Lone—, era una mala mujer. Pero sabía guardar un secreto.
—¿Dónde está ahora? —preguntó él.
—Ha muerto —respondió Lone.
Eitel se alzó del sillón.
—Aunque el resto de tu historia sea posible —dijo—, ¿sería posible, Lone, que una buena mujer como tú haya podido comportarse así con una amiga que confiaba en ti, con mi madre?
Lone dio un paso hacia él, y, aunque seguía mirándole fijamente a los ojos, pareció vacilar un poco.
—¿Sigues llamando madre a nuestra graciosa señora? —preguntó. Al acercarse la mujer, él se apartó ligeramente y ella le siguió con el mismo paso lento e incierto—. ¿Ahora huyes de mí? —preguntó.
Eitel se detuvo, comprendiendo que sí había querido huir de la mujer que tenía ante él.
—Lone —dijo—, hubo un tiempo en que te quise más que a ningún otro ser humano. En este momento siento que puedo seguir queriéndote, sí, tanto como si fueras de verdad mi madre. O que podrías inspirarme horror, como las brujas en las que creen las viejas, recreándose en un crimen contra natura, como una mujer a la que su propia maldad ha enloquecido y que quiere volverme loco como ella.
El hombre y la mujer permanecieron de pie, frente a frente.
—¿Y no ha de haber justicia en la tierra? —preguntó ella finalmente.
—Sí, ha de haber justicia en la tierra —respondió él.
—¡Pero no es justo —continuó Lone con voz baja y plañidera—, no puede ser justo que, después de que te llevé a la casa, con riesgo de mi vida, para que lo tuvieses todo, esta casa y sus gentes se hayan quedado contigo y hayan hecho de ti uno de los suyos! ¡No puede ser justo —siguió gimiendo en voz baja, con el cuerpo doblado como si sufriera un gran dolor— que nunca haya de llamarte hijo mío y nunca te oiga llamarme madre!
Eitel siguió de pie, mirando fijamente las facciones de la madre, alteradas por el dolor.
«He perdido la cabeza —pensó—. He hablado duramente a una vieja campesina desconsolada, que ha venido a refugiarse en mi casa. He dicho que la mujer de un viejo párroco de Fionia me inspira odio y temor». Se dirigió hacia Lone y le tomó la mano.
—Sí, mi pobre Lone —dijo—. Me llamarás hijo tuyo, y me oirás llamarte madre. Lo hemos hecho muchas veces, en otros tiempos. Nada ha cambiado entre tú y yo desde entonces.
Con su mano derecha, Lone le acarició muy lentamente el brazo, de arriba abajo, y luego dejó caer la mano.
—He venido desde muy lejos para verte esta noche —dijo.
—Sí, y yo no te he atendido como es debido, Lone —dijo él—. Tenía que haberte dado de comer y de beber. Ahora ordenaré que lo hagan. Esta noche dormirás en tu habitación. Y mañana —añadió, tras una pausa—, como dije antes, te llevaré a Maribo. De allí volverás conmigo a esta casa y te quedarás aquí el tiempo que lo desees.
Retuvo un momento la mano de ella en la suya. En lo más hondo de su ser sentía una extraña resistencia a poner fin a una conversación que lo había sumido en la más desagradable de las confusiones, y una voz en su interior gemía tristemente: «Nunca más, nunca más». Demoró un momento la despedida.
—A estas horas de la noche, Lone —dijo—, a veces me despertaba una pesadilla. Y tú cantabas para mí hasta que me volvía a dormir. Me acuerdo ahora, también, de uno de los caballos que me hiciste con seda carmesí y con crines doradas que tomaste de una casaca de corte de mi padre, y al que llamamos Guldfaxe.
—Sí, así le llamamos —dijo Lone.
La miró de nuevo a los ojos, pero ahora estaban desprovistos de expresión, como los ojos de una ciega.
Después de un largo silencio, ella musitó:
—Que duermas bien.
—Y tú también, Lone, madrecita —dijo él.
Escuchó los pasos de la mujer que se alejaban por el largo corredor. Cuando el sonido se hubo desvanecido en la lejanía, cogió el pesado candelabro de la mesa, avanzó hasta el retrato de su padre colgado de la pared y levantó el candelabro de manera que la luz diera de lleno en el rostro sonriente.
—Hola, padre mío —dijo—, ¿has oído eso? Tú fuiste un caballero guapo, valiente y alegre. ¿Y si el cuento de niños que nos ha contado la vieja mujer del párroco fuera verdad? De ser así, habrías visto al nieto del criado a quien agraviaste y mataste dedicar su vida, su inteligencia e incluso su felicidad a limpiar tu nombre y rescatar tu falta. ¿No te parece un gracioso final de toda la historia, una feliz paradoja? ¿No será de eso de lo que te estás riendo?
Seguía de pie con el candelabro en lo alto cuando se abrió de nuevo la puerta a sus espaldas y la vieja ama de llaves entró sin hacer ruido.
Mamzell Paaske pertenecía a la servidumbre de la casa desde antes del matrimonio del padre de Eitel, y gozaba del privilegio de entrar en la habitación del hijo sin hacerse anunciar, cuando tenía que discutir o dar a conocer asuntos de importancia.
En su juventud fue muy hermosa y había recibido ofertas de matrimonio de toda la isla, pero a todas respondió negativamente. De vieja se había vuelto muy piadosa. Subsistía un patético encanto en la figura pequeña y delicada, ligera y graciosa como una señora de alta cuna. En aquel momento hallábase profundamente conmovida, y se enjugaba los ojos con un pañuelito doblado.
«Otra vieja —pensó Eitel bajando el candelabro—. Ésta puede tener el doble de edad que la otra. ¿Será portadora de un mensaje doblemente extraño?».
Le rogó que tomara asiento, y ella se sentó en el borde de una silla, temblorosa y cabeceando sin cesar.
—¡Pobre de mí, qué tristeza, qué gran tristeza! —empezó.
—¿Qué deseas de mí? —preguntó él.
—Oh, no, es en Lone en quien estaba pensando —dijo Mamzell Paaske—. Así es que Lone ha regresado a casa, después de todo. Esta vez el camino de subida le habrá resultado fatigoso. Tan orgullosa que se la veía aquí, en los viejos tiempos, con los hermosos vestidos que la señora le daba. Amo querido, ¿podréis obtener clemencia para su desgraciado hijo?
«Clemencia», repitió Eitel en su fuero interno.
—No, Mamzell Paaske, me temo que será imposible.
—No, ya entiendo, ya veo —dijo la vieja ama de llaves—. La justicia ha de seguir su curso. Le sorprendieron en flagrante delito, me han dicho, y jueces sabios y venerables lo han condenado a muerte.
»Por lo demás, Lone se conserva bien, hay que reconocerlo —prosiguió—. Ha tenido una vida fácil con el pastor. Lo recuerdo bien, era un hombre tranquilo, aunque un poco tacaño. No sé si sabéis, amo querido, que es un pariente lejano de los Paaske. Ha de ser penoso para él que su hijastro haya tenido tan mal fin.
—¿Qué deseas de mí? —preguntó él de nuevo.
—No lo toméis a mal, querido amo —dijo ella—. Quería saber algo más de esta gran desgracia y de la pobre Lone.
—Podrías haberle hablado tú misma —dijo él.
Ella se enjugó la diminuta boca con el pañuelo.
—No me atreví —dijo—. Como sabéis, a veces Lone parece no estar bien de la cabeza.
—Nunca lo oí decir —dijo él.
—Pues así es —dijo Mamzell Paaske, y volvió a balancear la cabeza—. Todos los de la casa sabíamos que ella no era como los demás. En su familia todos son un poco raros. En la aldea os dirán que en los viejos tiempos hubo brujas entre su gente. Lone fue siempre una servidora buena y leal, para la señora y para vos mismo, mi amo. Pero cuando había luna llena dejaba de ser la que era.
—¿Cuando había luna llena? —repitió Eitel.
—Sí, cuando había luna llena, como esta noche —dijo ella—. Decía cosas extrañas y convencía a las gentes de que eran verdad.
»También conocí a Linnert —añadió, después de un momento.
—¿Le conociste? —preguntó él—. ¿Cómo era?
—Oh, todos los de esta familia eran guapos —respondió ella—. Pero un poco raros. No aceptaban el mundo como es.
—Sin embargo, mi madre debe de haber tenido un buen concepto de ellos —dijo él— si tomó a Lone a su servicio cuando nací.
—No, no, no cuando nacisteis, querido amo —dijo ella—. No fue hasta después de que os bautizaran, y se vio que la primera ama de cría no tenía bastante leche, cuando la señora mandó llamar a Lone.
—¿No fue hasta después de que me bautizaran? —repitió él—. ¿Estás segura de recordarlo bien?
—¡Oh, querido amo! —dijo ella—. ¿Cómo no voy a recordar bien todo lo que ocurría en aquellos días felices? Aquéllos eran los buenos tiempos, cuando se me confiaba la casa entera, con todas sus posesiones, los finos manteles, la plata, la vajilla y la cristalería, los regalos incluso que había hecho el rey a los señores y las señoras de la familia. En cuanto a la servidumbre, también era yo quien los tomaba o los despedía. Sí, a esta primera ama de cría tuya, Mette Marie, fui yo quien la hice venir, y después, como la señora no se encontraba bien para ocuparse de esas cosas, fui yo quien descubrí que no tenía bastante leche, y la hice marcharse. Entonces vino Lone a criarte.
—¿Estabas aquí también —preguntó Eitel después de un momento— en la época en que Linnert volvió con el toro y murió?
—Sí —respondió Mamzell Paaske—. También estaba aquí. Y modestamente aconsejé al señor que le dejase marcharse. «Mi querido y noble señor», le dije, «no sigáis adelante. Esto puede acabar en sangre».
Permanecieron los dos callados un minuto.
—Tú estabas aquí —dijo finalmente Eitel— cuando mi padre tenía la edad que tengo yo. ¿Era ya entonces un hombre duro?
—No, no —exclamó ella—. Mi señor era un caballero guapo y alegre. Nunca fue duro. Pero se aburría. Los grandes señores se aburren, ésta es su desgracia, como lo son para los campesinos sus afanes y preocupaciones en la vida. Yo misma, gracias a Dios, he sido afortunada. Nunca me he aburrido, y nunca he tenido preocupaciones o inquietudes.
—Cuida bien de Lone esta noche —dijo Eitel, después de otro silencio—. Que no le falte nada, ahora que en su aflicción ha venido a mi casa.
Mamzell Paaske estaba mirando a otro lado, con el pensamiento puesto en los tiempos de los que hablaba. Volvió entonces la cara hacia su amo, con un movimiento leve como el de un pájaro.
—No puedo, amo querido —dijo—. Lone se ha ido.
—¿Ido? —repitió él.
—Sí, ciertamente —dijo la anciana.
—¿Cuándo se fue? —preguntó él.
—Justo después de veros —respondió ella—. Me la encontré en la escalera, pero apenas me dijo unas pocas palabras, y se marchó.
—¿Adónde iba? —preguntó él de nuevo.
—Oh, no se lo pregunté —respondió ella—. Pensé que quería llegar a Maribo esta misma noche, y me inspiraba demasiada compasión para hacerle preguntas.
—Vino de muy lejos —dijo Eitel—. ¿No quería descansar?
—Eso ha hecho —dijo Mamzell Paaske—. Al despedirse de mí, me dijo: «Ahora no me queda nada más que hacer. Ahora voy a descansar».
—No tenías que haberla dejado marcharse esta noche —dijo él.
—Esto mismo pensé yo, mi amo —dijo ella—. Pero Lone ha querido hacer siempre su voluntad, y es inútil oponérsele.
El ama de llaves se dio cuenta de que sus noticias habían impresionado al joven dueño de la casa, y se quedó sentada un rato disfrutando de su propia importancia. Pero como él no dijo nada más, se alzó finalmente.
—Bien, buenas noches, querido amo —dijo—. La gracia de Dios sea con todos nosotros. Que durmáis bien.
—Y tú también —dijo él—. Es tarde, demasiado tarde para ti.
Ella inclinó la cabeza con un gesto de asentimiento amistoso.
—Sí —dijo—. Es tarde. Demasiado tarde.
Pero cuando se hubo levantado, no se fue enseguida. Fijando sus claros ojos en los de él, alargó su pequeña mano y tocó la orla del vestido de Eitel.
—Mi buen y noble señor —dijo ella—. Mi querido amo Johan August, no sigáis adelante. Esto puede acabar en sangre.
Hizo girar el pomo de la puerta sin hacer ruido.
Por segunda vez Eitel cogió el candelabro de la mesa, fue hasta el retrato de su padre y permaneció inmóvil frente a él. No cambió de posición hasta que el candelabro le pesó en el brazo, y lo volvió a dejar sobre la mesa. Durante un largo rato las dos caras, la pintada y la viva, se contemplaron mutuamente.
—Lo hemos oído todo, tú y yo —dijo finalmente—, pero es lo mismo. Una mujer buena y fiel decidió vengar una injusticia de un modo más atroz que la propia injusticia. En aquel momento se cumplió la venganza. Yo era tu hijo, pero ella me hizo suyo. Nosotros, padre mío, tenemos las raíces demasiado entrelazadas con estas gentes nuestras en la profundidad de la tierra para que podamos liberarnos nunca unos de otros.
Fue hasta la ventana y miró al exterior. La noche era clara y fría, como suelen ser las noches al final del verano. Desde detrás de la casa, la luna llena proyectaba la sombra del edificio sobre el amplio foso de la parte baja, que frente a las ventanas se ensanchaba hasta formar un estanque, dividido como un mosaico por las hojas anchas y delgadas de los lirios acuáticos. Hasta donde alcanzaba la sombra el agua era oscura como el ámbar gris, pero más allá la luz de la luna extendía una delicada lámina de plata. Al otro lado, el abundante rocío plateaba también la hierba del parque, sobre la que los patos silvestres, dormidos, formaban pequeñas manchas oscuras. Recordó que la cosecha ya estaba recogida, y le embargó un sentimiento de profunda satisfacción.
El paisaje tranquilo, bajo el claro de luna, le hizo pensar que en algún lugar del mundo debía de haber una armonía perfecta. Le vino a la mente la figura de Ulrikke, y se recreó en ella un largo rato. Hacía pocas horas la había tenido en sus brazos. Pronto la tendría de nuevo; todo lo demás pertenecía al pasado. Porque de lo que había ocurrido esta noche, de sus conversaciones con las dos ancianas —las dos algo idas, cada una a su manera— a ella no podía hablarle. Pensó en su hija, a la que tan pocas veces había visto en su corta vida. Era una suerte, pensó, que fuera mujer. De mayor sería como Ulrikke. «Las mujeres —se dijo— tienen otra clase de felicidad, y otra clase de verdad». De nuevo le vino a la mente la imagen de la pequeña Ulrikke en el bosque, con el prisionero de Maribo. No sintió pena; era como si fuese un anciano, contento de dejar a los dos jugando en las verdes umbrías, mientras él seguía su largo y solitario camino.
Cuando se apartó de la ventana sus ojos se posaron en los libros de la mesa, que había sacado hacía poco de la biblioteca con ánimo de consultarlos. Volvió a colocarlos en los anaqueles, uno por uno, y su mirada recorrió las estanterías, desde la primera hasta la última. ¡Cuántos conocimientos y sabidurías humanas albergaban aquellos gruesos volúmenes, de pesadas encuadernaciones! ¿Tendría alguno de ellos algo que decirle aquella noche?
Por último, al final de las estanterías encontró un viejo libro de cuentos de su infancia. Lo tomó y lo puso sobre la mesa. Lo abrió al azar y, de pie, a la luz de las velas, leyó hasta el final una de las viejas historias.
Érase una vez en Portugal —empezaba la historia— un joven rey altivo e impetuoso. Un día fue a verle un viejo caballero, que en otros tiempos había conducido a la victoria los ejércitos del padre del rey. El rey le recibió con grandes honores. Pero cuando el barón llegó frente a su señor, sin decir una sola palabra levantó la mano y le abofeteó. Airado como nunca lo estuviera antes, el joven rey hizo arrojar al ofensor a la más profunda de sus mazmorras, y ordenó que alzasen el patíbulo para la ejecución.
Pero durante la noche el rey reflexionó y recordó los grandes servicios que el viejo caballero había prestado a su padre. Por la mañana temprano hizo que trajeran a su presencia al vasallo, ordenó a todos los cortesanos que se alejaran y le preguntó la verdadera razón de la afrenta.
—Señor —dijo el canoso guerrero—, os diré la razón. En tiempos pasados, cuando era joven como vos sois ahora, tenía un viejo mayordomo que había servido fielmente toda su vida a mi familia. Un día, en un arrebato de injusta cólera, golpeé al servidor, que no podía devolverme el golpe. Mi criado murió hace cincuenta años. Todo ese tiempo he buscado, sin encontrarlo, el medio de reparar mi falta. Al final decidí que el mejor modo de hacerlo era golpear el semblante del hombre que, más que ningún otro, tiene el poder de devolverme el golpe. Por este motivo, señor, he abofeteado vuestro real rostro.
—En verdad —dijo el rey—, ahora te entiendo. Has elegido para propinar el golpe la cara de tu rey, el hombre más poderoso que conoces. Pero si tu brazo hubiera sido suficientemente largo, sería la cara misma de Dios, el que depara con justicia el premio y el castigo, la que habrías abofeteado.
—Así es —dijo el viejo.
—En verdad —dijo de nuevo el rey—, este golpe tuyo es el tributo más sincero que he recibido jamás de un vasallo. Y he de responderte con la misma sinceridad.
»Te responderé, primero, a la manera de un rey —y con estas palabras desató del cinto su espada de puño de oro, la tendió al barón y dijo—: Toma esto, mi fiel servidor, como prenda de la gracia y la gratitud de tu rey.
»Y ahora —prosiguió— te responderé, en segundo lugar y como querías, a la manera de Dios Todopoderoso. Te diré que no puedo saciar la sed de justicia que hay en tu alma, porque no voy a alterar mi propia ley. Hasta la hora en que encuentres de nuevo al viejo servidor cuyo rostro golpeaste, allí donde vayas llevarás contigo la carga de tu vergüenza. Hasta entonces estarás siempre solo, en tu castillo de los montes, al lado de tu mujer o rodeado de tus hijos y de tus nietos, o en los brazos de una joven amante; serás el hombre más solitario de mi reino.
Con estas palabras el joven rey de Portugal despidió a su viejo vasallo.
Eitel volvió a colocar el libro en la estantería y se sentó en el sillón junto a la mesa, apoyando el mentón en la mano.
«Solo para siempre —repitió para sí—. El hombre más solitario del reino».
Durante algún tiempo sus pensamientos vagaron sin rumbo fijo.
«El prisionero de Maribo —pensó por último— está tan solo como yo. Iré a verle».
Al tomar esta decisión se sintió como un hombre que, habiéndose perdido en el bosque, encuentra un camino. No sabe si le llevará, a la salvación o a la perdición, pero lo sigue porque es un camino.
«Ahora —se dijo— podré dormir esta noche, finalmente.
»Sólo él, de todos los hombres —siguió pensando—, me ayudará a dormir esta noche. Toda esta larga noche he estado temiendo o esperando que el rumor de su huida de la cárcel fuera cierto, y le he aguardado. Es inútil seguir esperándole. Mañana iré a Maribo».
El miércoles por la mañana temprano el viejo cochero de la mansión recibió la orden de aprestar el carruaje. Poco después se le dijo que sacase la carroza cerrada. El viejo estaba confuso: su joven amo no tenía la costumbre de utilizar la carroza cerrada cuando hacía buen tiempo. Pero al cabo de un rato recibió otra orden: tenía que sacar el carruaje ligero abierto, traído hacía poco de Hamburgo.
«¿Qué le pasa hoy a Eitel? —se preguntó—. Nunca había recibido de él tres órdenes distintas en una sola mañana».
Con el pie en el estribo, Eitel dudó si tomar él mismo las riendas, pero al fin se las pasó al viejo.
—Conduce deprisa —le dijo— hasta que entremos en Maribo. Por las calles de la ciudad ve despacio.
Pensó: «Hoy no trataré de ocultar mi cara a la gente».
Aquella mañana hacía más frío que el día anterior y el color y la luz del paisaje no eran tan vivos. Soplaba viento del mar: quizás lloviera antes del anochecer. Las gaviotas sobrevolaban inquietas por encima de los campos.
El ruido de las ruedas del carruaje se hizo más fuerte al pasar de la carretera a las calles pavimentadas de Maribo.
Eitel hizo detener el coche enfrente del tribunal. En el edificio había un reloj. En la escalinata de piedra le informaron de que encontraría al magistrado en su despacho: en aquel momento dieron las ocho en el reloj, encima de su cabeza.
El magistrado que acudió apresuradamente a recibirle, el viejo consejero Sandoe, era un funcionario bajito y tieso de la vieja escuela, ataviado aún con la antigua peluca de coleta. Llevaba sentado en su tranquilo despacho de Maribo desde tiempo inmemorial, pero ésta era su primera sentencia de muerte. La idea le daba conciencia de su importancia, y al propio tiempo le causaba una sensación de curiosidad e inquietud. La perspectiva de discutir el asunto con un joven aristócrata a quien conocía desde la cuna le dio ánimos.
Acogió en silencio, cubriéndose el labio superior con el inferior, la petición de Eitel de ver al condenado en su celda y hablar a solas con él.
—Este hombre —dijo— apenas parece haber retenido cualidades humanas. Ha pasado más años de su vida en los bosques y en los pantanos que en una casa. Me imagino que nunca ha amado a un ser humano. Por nuestro buen pastor Quist, que le ha dedicado mucho tiempo, entiendo que conoce tan poco de la palabra de Dios como de la ley y la justicia. Verba mortuo facta.
Contó que su prisionero, sorprendido en el acto de cometer el crimen, se defendió con una fuerza extraordinaria derribando a tres hombres antes de ser capturado. El consejero le había hecho encadenar, pero aun así lo consideraba peligroso.
—Su madre fue mi ama de cría —dijo Eitel—. La pasada noche vino a verme. Si hay algo que pueda hacerse por él, quiero que se haga.
—¿Por él? —dijo el anciano caballero—. Esta persona no es capaz de darse cuenta de su situación. No puedo ni siquiera imaginar que tenga una última voluntad que expresar. Es cierto, eso sí, que esta mañana pidió que le afeitasen, pero que no le cortasen el pelo hasta llegar al patíbulo mismo. Por piedad hacia un hombre que va a morir al mediodía, hice llamar a un barbero. Pero un deseo como éste, ¿denota acaso remordimiento o afán de enmienda?
—Desearía verle —dijo Eitel.
—Sea pues —dijo el consejero—. Quizás debamos apelar más insistentemente a nuestros sentimientos humanos para aquellos que más bajo han caído. En nombre de Dios, vamos a verle.
Hizo llamar al carcelero y, precedidos por él, el viejo y el joven caballero recorrieron un largo pasadizo pintado de blanco y descendieron unos pocos escalones de piedra. El carcelero hizo girar la pesada llave en la cerradura.
—Cuidado, hay otro escalón pasada la puerta —dijo el consejero.
La pequeña habitación en la que entraron estaba iluminada solamente por la luz que venía de un ventanuco enrejado, situado en lo alto del muro. El suelo de piedra estaba cubierto de paja. A Eitel, que acababa de atravesar un paisaje lleno de luz, le pareció que la celda estaba casi a oscuras.
El condenado estaba sentado en un banco tan bajo que sus manos encadenadas entre las rodillas reposaban en el suelo. Tenía la morena cabeza inclinada, de modo que su largo cabello castaño le colgaba hacia adelante, cubriéndole las facciones. Sus ropas eran harapientas, le habían arrancado una manga de la chaqueta e iba descalzo. Al entrar sus visitantes no hizo el menor movimiento.
—Ponte en pie, Linnert —dijo el consejero—. Este noble caballero quiere verte —pronunció el nombre de Eitel con gran solemnidad, más en honor de Eitel que del prisionero.
Durante un momento permaneció sentado como si no se hubiera percatado de que le habían dirigido la palabra. Luego se puso en pie, sin levantar la cabeza ni los ojos, y se volvió a sentar exactamente en la misma postura que antes.
El consejero lanzó a Eitel una breve ojeada, como para confirmar su convicción de la inutilidad de ocuparse de una criatura así. A Eitel, la suciedad y la degradación que veía le resultaban tan odiosas que aunque hubiera querido no habría podido dar un paso más hacia aquella figura. Al cabo de un momento vio que aquel asesino y cazador furtivo, de su misma edad, entregado a una existencia salvaje y sin ley, delgado y bronceado por el viento y el sol, poseía una hermosa complexión, con miembros largos y cabellera abundante. Sintió que este cuerpo era fuerte y ágil, que cada músculo y cada nervio estaban endurecidos y ejercitados al máximo. En los movimientos del prisionero, al levantarse y volverse a sentar, se traslucía una extraordinaria serenidad y gracia y una especie de obstinada alegría de vivir. Ahora, en su renovada inmovilidad había en él la calma de un animal salvaje, que puede mantener una quietud mucho más profunda que la de cualquier animal doméstico. Para Eitel era como si, paseando por el bosque, hubiera tropezado con un zorro y se mantuviera inmóvil, vigilándolo.
Observó que las muñecas del preso estaban hinchadas y en carne viva a causa de las argollas de hierro que llevaba puestas, y sintió que una sensación de lástima, como si hubiera visto a un hermoso animal atrapado en un cepo, le oprimía el pecho.
—Os ruego que le quitéis las cadenas mientras hablo con él —dijo el consejero.
—No parece prudente —respondió el viejo magistrado, y añadió en alemán—: Tiene aún una fuerza extraordinaria, y probablemente está desesperado. Vuestra vida correría peligro.
—No; quitadle las cadenas —dijo Eitel.
Tras una cierta vacilación el magistrado hizo una señal al carcelero para que liberara las muñecas del prisionero de las argollas. Las cadenas cayeron al suelo de piedra con un fuerte sonido metálico. Linnert estiró un poco los brazos y bostezó o gruñó en voz baja, como un hombre al que despiertan de su sueño.
—Dejadnos solos —dijo Eitel.
El consejero miró por última vez a los dos hombres a quienes iba a dejar solos.
—Estaré detrás de la puerta con este hombre —anunció en voz alta, y seguido del carcelero salió de la celda.
Eitel observó un momento al hombre que iba a morir. «Voy a hablarle —pensó—. ¿Seré capaz de hacerle hablar? A mí quizá me quede aún medio siglo de vida para decir lo que quiero. Pero lo que él quiera decir tendrá que decirlo antes del mediodía. Yo mismo, ¿tendré algo que decir, después del mediodía, durante los próximos cincuenta años?».
Linnert seguía sentado como antes, sin moverse. Eitel se preguntó si se habría dado cuenta de que uno de los visitantes permanecía en la celda.
—¿Me conoces, Linnert? —preguntó por último.
El prisionero se mantuvo completamente inmóvil durante un minuto. Luego miró de soslayo a través de su larga cabellera, y la claridad de sus ojos en el oscuro rostro sorprendió a Eitel.
—Sí, te conozco muy bien —dijo Linnert, y después de un momento agregó—: Y a tus bosques también, y al largo marjal que tienes hacia el oeste.
Hablaba el dialecto de la isla de modo tan cerrado que Eitel le seguía con cierta dificultad. De la pelea que libró cuando le capturaron había salido con el labio superior partido y un diente roto; hablaba por un lado de la boca y ceceando, y a lo largo de la conversación titubeó siempre un poco después de cada pregunta de Eitel, como si tuviera que enderezar la boca para responder.
Su observación no se hizo en tono de desafío o de mofa, aunque debía de ser consciente de que Eitel entendía perfectamente cómo había adquirido aquel íntimo conocimiento de sus bosques y marjales. Fue más bien como una confidencia ligera y vivaz que se hace a un amigo en el curso de una conversación. Exactamente igual que un zorro, pensó Eitel, que, al cruzarse con el granjero en el bosque, le hace un informe breve, mordaz y jovial de su gallinero.
—Tu madre fue mi ama de cría —dijo Eitel.
Linnert volvió a vacilar un poco, y preguntó con el mismo tono desenvuelto de antes:
—¿Cómo se llamaba, que no me acuerdo?
—Ahora se llama Lone Bartels —respondió Eitel—. Se casó hace muchos años con el pastor de la parroquia. Tú, Linnert, eres mi hermano de leche —la palabra resonó en su mente: «hermano».
—¿De veras? —dijo Linnert. Permaneció callado un momento y añadió—: Bien poca leche he mamado de esos pechos.
—He venido a ver si puedo ayudarte de algún modo —dijo Eitel.
—¿De qué modo vas a ayudarme? —preguntó el condenado.
—¿No hay nada que pueda hacer por ti? —preguntó Eitel.
—No —dijo Linnert—, me parece que aquí ya me van a dar todo lo que necesito.
Durante la pausa que siguió, el prisionero escupió un par de veces al suelo, alargó sus desnudos pies y cubrió la saliva con paja. Como su observación, tampoco su gesto revelaba burla o rencor alguno hacia el visitante; todo tenía el aire de un humilde juego o pasatiempo, al que el visitante podía sumarse si lo deseaba.
Al final el propio Linnert, después de torcer otra vez la boca, reanudó la conversación.
—Sí, una cosa —dijo— podrías hacer por mí, si quisieras. Hay una vieja perra que me pertenece. Tiene un solo ojo. Está atada con una cuerda al carro de Kramnitze. No está acostumbrada a que la aten. Podrías mandar a tu guardabosques para que la mate.
—Haré que la lleven a mi casa y la cuiden —dijo Eitel.
—No —dijo Linnert—. No es buena para nadie, sólo para mí. Pero podrías pegarle un tiro tú mismo; cuando vayas a matarla, háblale —tras un momento añadió—: Se llama Rikke, como alguien que conocí.
Eitel se llevó la mano a la boca lentamente y la volvió a bajar.
—Te diré algo, a cambio —dijo Linnert de repente—. Hay un par de nutrias en el estanque de tu molino, y nadie sino yo sabe que están allí. El pasado invierno, una mañana temprano vi que el hielo se había fundido en torno al agujero de su guarida. Desde entonces las he venido observando. Este verano fui a verlas muchas veces, y me quedaba allí sentado todo el día con ellas. Vi cómo las viejas nutrias enseñaban a las jóvenes a nadar. Ahora deben de haber crecido; tienen hermosas pieles. La madriguera se encuentra bajo el torrente, hacia el este; te será fácil cogerlas.
—Está muy bien —dijo Eitel.
—Sí, pero has de recordar —dijo Linnert— que la madriguera está en la curva del río, junto a los cinco sauces.
—Sí —dijo Eitel—, lo recordaré.
»Desde que oí hablar de ti —añadió después de un momento— he pensado en la suerte que te ha tocado en la vida. Mi gente fue injusta con la tuya, y contigo las cosas no tenían que haber ido así. Si estuviera en mi poder, hoy te haría justicia.
—Justicia —dijo Linnert, con voz de asombro.
En el mismo instante, Eitel oyó que en el reloj del edificio sonaban nueve campanadas, lenta y pausadamente, y se preguntó si Linnert estaría contándolas también.
—¿Te han dicho alguna vez, Linnert —preguntó—, que la mansión se levanta donde estuvo la granja de los tuyos, encima de la cual fue construida?
—No, no lo he oído decir nunca —dijo Linnert.
Hubo un largo silencio en la celda, y el pensamiento de Eitel seguía las manecillas del reloj que avanzaban ahora lentamente, tic, tic, señalando los minutos. Finalmente, Linnert dio un rápido vistazo hacia lo alto, como para comprobar si su visitante estaba aún en la celda.
—Linnert —dijo Eitel—. Tu madre vino a verme la pasada noche y me contó una historia. Me dijo que cuando fue ama de cría en la mansión, se llevó al niño del señor y puso en su lugar a su propio hijo.
Una nueva pausa.
—¿Es cierto? —preguntó Linnert—. Eso debe de haber ocurrido hace mucho tiempo.
—Sí —dijo Eitel—. Debe de haber ocurrido hace veinticinco años. Cuando ninguno de nosotros dos sabía quién era.
Linnert permaneció sentado, tan quieto que Eitel no habría podido decir si le había oído o no.
—¿Era verdad lo que te dijo la mujer? —preguntó por último.
—No —dijo Eitel—. No era verdad.
—No, no era verdad —repitió Linnert. Y repentinamente, con la misma jovialidad animal que antes—: Pero ¿y si hubiera sido verdad?
—Si hubiera sido verdad —dijo lentamente Eitel—, tú, Linnert, estarías hoy en mi lugar. Y yo, quién sabe, en el tuyo.
Linnert se reclinó de nuevo en el banco, con los ojos fijos en el suelo, y Eitel pensó: «¿Ya se ha acabado todo? ¿Me puedo ir ahora?...».
En el mismo instante el prisionero se irguió en toda su estatura, plantando cara al visitante. La pesada cadena resonó un poco contra su pie. El súbito e imprevisto movimiento, rápido y silencioso, revelaba un vigor tan extraordinario que hubiérase dicho un ataque con la intención de no dar tiempo a la víctima de defenderse.
Los dos jóvenes, ahora muy próximos el uno del otro, eran de la misma estatura. Por primera vez en el curso de su conversación se miraron a la cara, conscientes de que era una prueba de fuerza. Una luz extraña y cruel iluminó la faz de Linnert.
—Entonces —dijo—, ¿serían míos los ciervos y las liebres y las perdices que he cazado en tus campos y tus bosques?
—Sí —dijo Eitel—. Serían tuyos.
Los pensamientos del preso parecieron volar lejos de la pequeña celda oscura, a aquellos campos y bosques que mencionara.
—¿Y es a mí a quien habrías debido —dijo— el que puedas ir a cazar dentro de un par de semanas, cuando las perdices hayan echado las plumas, y dentro de tres meses, cuando las huellas de los animales sean visibles en la nieve, y que la primavera próxima puedas llamar al ciervo en tus bosques?
—Sí —dijo Eitel.
Mientras Linnert permanecía inmóvil con los ojos fijos en los de Eitel, pero absorto en sus pensamientos, la sangre le subió al rostro dos veces en oleadas profundas y oscuras. Hacía poco, pensó Eitel, había mirado un rostro que se parecía a éste. ¿Era el duro resplandor del triunfo en la cara de Lone que aquí, a la sombra de la muerte, se diluía en una sonrisa?
De pronto el prisionero echó atrás la cabeza, apartándose los cabellos de la frente, y levantó la mano derecha. Era delgada, con manchas oscuras y uñas sucias de tierra y de sangre. El olor dio náuseas a Eitel.
—¿Quieres, pues, arrodillarte —preguntó— para besar mi mano y darme las gracias por mi benevolencia?
Durante un momento Eitel permaneció de pie frente a él. Luego hincó una rodilla en el suelo de piedra, sobre la paja en la que Linnert había escupido, y posó los labios en la mano tendida.
Linnert retiró muy lentamente la mano, se la llevó con igual lentitud a la cabeza y la hundió profundamente en los largos cabellos, con ademán de rascarse. Su boca hinchada se torció en una sonrisa o una mueca.
—Pican —dijo—. Menos mal que dijiste que me soltaran.
La temporada en Copenhague
En el año 1870, época en la que se sitúa nuestra historia, la temporada de invierno en Copenhague dio comienzo con las grandes ceremonias de Año Nuevo en la corte, y concluyó el 8 de abril con la fiesta de cumpleaños del rey Christian IX (rey caballeresco y espléndido jinete llamado en el gran mundo el «suegro de Europa», por ser el padre de la hermosa Alejandra, princesa de Gales, y de la grácil e ingeniosa Dagmar, futura emperatriz de Rusia).
En lo climático, la temporada se caracterizaba porque en ella tenía lugar el equinoccio de invierno. Empezaba, pues, con un día de siete horas y una noche de diecisiete, con los rojos tejados cubiertos de escarcha y el sonar de las palas quitanieves contra los adoquines de la calle, con los patinadores en los fosos helados de la ciudadela y paseos en trineo a la luz de las antorchas, con manguitos, capuchas y botas forradas. Luego, cuando hubiesen terminado los carnavales de febrero y estuvieran en su apogeo las maniobras de los casamenteros, los amores secretos, las rivalidades entre las elegantes y las intrigas de alto vuelo, los días se irían alargando y una mañana, de repente, el sol y el viento de la primavera habrían secado las calles de la ciudad. Antes de que acabara la temporada habría violetas en la hierba seca y suaves espigas para los paseantes en las murallas de la ciudad vieja y, por las noches, el cielo sería verde y claro como el cristal.
En lo social el hecho característico de la temporada era la invasión de la ciudad por la nobleza campesina.
En las calles y plazas, las majestuosas mansiones grises y rojas, que en Navidad habían permanecido ciegas y mudas, cobraban vida y abrían sus ventanas. Se las limpiaba y caldeaba desde los sótanos hasta las golfas, y en las noches de fiesta inundaban de luz el mundo exterior, oscuro y frío, desde las altas ventanas de cortinajes rosados o carmesíes. Las pesadas puertas, largo tiempo cerradas, se abrían de par en par a los troncos de fogosos caballos, traídos por mar desde Jutlandia y desde todas las islas de Dinamarca, que conducían cocheros de pétreo semblante, tocados con gorros de piel, al pescante de sus landós, berlinas y cupés. En las calles, los habitantes de la ciudad distinguían los resplandecientes vehículos por el color de las libreas: ahí iban los Danneskiolds, Ahlefeldts, Frijses y Reedtz-Thotts, camino de la corte o de la ópera, o de visita, en carruajes que arrancaban vivos chispazos de los adoquines; todos ostentaban aquella reluciente pieza de metal, que sólo podían llevar las familias nobles, en las jáquimas de los caballos. Las grandes casas recobraban también la voz; en las noches de invierno salían de ellas músicas de vals, y los noctámbulos se detenían en la calle a escuchar, llevando el compás con los dedos: allá dentro estaban bailando.
Una nueva melodía flotaba en el aire de las calles, porque los caballeros campesinos de alto linaje y sonoros títulos conservaban el dejo dialectal de su provincia natal y, durante la temporada, los paseos, el «foyer» de los teatros y los salones de la corte resonaban con los alegres acentos de Jutlandia, Fionia y Langelandia, que salían de pechos enfundados en elegantes abrigos y uniformes, ataviados con camisas almidonadas o cubiertos de cintas y medallas. Las jóvenes del campo se distinguían a simple vista de las jóvenes burguesas por su clara tez y su porte erguido y dúctil, frescas flores de raíces hundidas profundamente en la tierra, indiferentes al viento o a la lluvia, disciplinadas y risueñas, expertas caballistas y bailarinas infatigables, jóvenes oseznas recién salidas de la madriguera y dispuestas a resarcirse, con tres meses de una existencia de cuento de hadas, a la luz de los candelabros, de los largos meses otoñales ocupados en dar paseos a caballo bajo la lluvia, hacer trabajos de aguja por las tardes, y retirarse temprano al anochecer.
Con la conquista de la ciudad por el campo, la feminidad, el mundo de la mujer, se alzó como una ola e inundó Copenhague.
Normalmente la atmósfera espiritual de la ciudad era masculina, y en los últimos cincuenta años no había dejado de serlo. La capital de Dinamarca poseía la única universidad del país y era la sede primada de su Iglesia; en torno a esas venerables instituciones, sabios y brillantes filósofos, teólogos y estetas se reunían para resolver profundos problemas y entablar debates chispeantes. Menos de veinte años antes el claustro académico había tenido la oportunidad de medir su ingenio con el del maestro Søren Kierkegaard, y aún había contradictores suyos discutiendo. Desde la época en que se proclamó la primera constitución libre del país, el Parlamento había residido en Copenhague. Fueron los hijos de Adán quienes asumieron la defensa de los valores intelectuales. A las hijas de Eva se las podía encontrar recostadas en sus almohadas de encaje, haciendo las cuentas de la casera o regando las macetas de las ventanas. La mujer era el ángel guardián del hogar puro y recatado; el blanco era el color de sus pensamientos y sus principales virtudes —inocencia, paciencia e ignorancia total de los demonios de la duda y la ambición—, que se suponía hostigaban el corazón de los maridos, eran más pasivas que activas. Las damas de la burguesía rica eran mujeres sólidas e inteligentes, que administraban a conciencia su vida doméstica y social dentro de un limitado horizonte de ideas. No había bohemia en Copenhague, ni musas de un orden más elevado o más ligero. Una deslumbrante actriz fue el ídolo de la ciudad durante dos generaciones, pero al final tuvo que elegir, puesta entre la espada y la pared, y se convirtió en un glorioso mártir de la respetabilidad. Sólo en la pequeña comunidad de los judíos ricos ortodoxos, mujeres dotadas y autoritarias ejercían desde hacía medio siglo el mecenazgo de las artes.
En las grandes casas de campo ocurría lo contrario. Los hijos de los terratenientes, con la excepción de los que habían optado por seguir la carrera diplomática, vivían al aire libre; sus principales intereses eran la caza, con la correspondiente cría de animales silvestres en sus posesiones, los caballos, los buenos vinos, la explotación de los bosques y de los campos y las mujeres hermosas. Viajaban por Europa y podían sentirse en su casa en París o en Baden-Baden, pero regresaban igual que se habían ido. Aceptaban que se les considerase de estofa más basta que sus mujeres, ya que ello los excusaba de leer libros que les desagradaban, y les dejaba en libertad para correr detrás de otros placeres más carnales. Sus hermanas, entretanto, eran educadas en casa por institutrices francesas, inglesas o alemanas, recibían lecciones de piano, canto y pintura y se las enviaba a Francia para completar sus estudios. La lectura de novelas francesas y la interpretación de los compositores de moda las ayudaban a mantenerse al día. La vida religiosa en las grandes haciendas era del dominio exclusivo de las mujeres. Mientras que los hombres consentían apenas en escuchar el sermón del párroco en las grandes fiestas, las mujeres acudían a la iglesia regularmente todos los domingos, y cuando el vicario cenaba en la hacienda era la señora de la casa quien le daba conversación sobre asuntos piadosos, y a veces incluso teológicos. En un medio en el que la mujer es considerada el soporte de la civilización y el arte, no es probable que las exigencias sobre su virtud sean muy rigurosas. Las jóvenes del campo estaban sujetas a estrecha vigilancia, sí, pero al casarse —las más de las veces muy jóvenes— adquirían la libertad. Una anfitriona ingeniosa y encantadora era un bien precioso en una casa de campo. Un desliz ocasional no se tenía en cuenta, y podía ocurrir que una dama anciana y venerable, de grandes conocimientos genealógicos, os informara despreocupadamente de que el tercer o cuarto retoño de una gran casa venía en realidad de una propiedad vecina.
En un mundo en el cual la legitimidad es la ley y el principio primordial, la mujer asume un valor místico. Es más que una mujer, es un sacerdote que posee la facultad exclusiva de convertir los frutos de la tierra común en el líquido supremo, la sangre legítima. En la época en que se desarrolla nuestra historia, las jóvenes matronas de la nobleza eran las guardianas juradas del nombre de la familia, que transmitían ceremoniosamente a las edades venideras (y de su porte y sus modales no habría podido deducirse si sabían o no que, según la ley romana, les era dado conseguir, sin sus dueños y señores, lo que éstos no podían conseguir sin ellas). Las muchachas de la nobleza eran como pequeños seminaristas impertinentes: viejos y sesudos caballeros las trataban con cortesía circunspecta, conscientes de que un día podían encontrárselas de arzobispos.
Así pues, el sexo femenino trajo consigo la temporada a la ciudad, y por tres meses Copenhague colgó de la percha sus calzones negros y se puso un vestido de baile. Viejas damas de las grandes haciendas abrieron sus salones, como palestras en las que librar combates elegantes, y cada una de sus recepciones era un jalón en el transcurrir de la semana. Nadie prestaba atención a los carruajes si dentro no iba una dama del gran mundo, como flotando en una nube, y en los teatros el público del patio de butacas ya no señalaba con el dedo a las sombrías figuras masculinas del escenario, sino que todas las miradas se dirigían al colorido, dulce y vivaz ramillete de flores de los palcos. Las floristas de moda recibían encargos de enviar ramos de flores por doquier; era como si la ciudad sufriese un bombardeo de rosas.
El mundo en el que las invasoras del Copenhague invernal pensaban y se movían era un mundo de nombres. Para el aristócrata el nombre era su propia esencia, aquella parte inmortal de su ser que había de perdurar cuando otros elementos de menor entidad hubieran desaparecido. El talento y las dotes de carácter eran cosas que sólo habían de preocupar a gentes de otras clases. Sin embargo, esta opinión carecía de una base sólida; era en el campo precisamente donde podía encontrarse a los últimos individualistas. El hombre de la ciudad había aprendido a andar y a pensar siguiendo una línea determinada; los habitantes de las grandes haciendas cabalgaban aún a campo traviesa, y se movían sin empacho en un mundo de dos dimensiones. Crecían en casas solitarias, con el vecino más próximo a varias horas de distancia, como árboles de un parque o de la llanura, con amplios espacios a su alrededor y libertad para desenvolver su propia naturaleza. Algunos de ellos habían desarrollado copas vastas y generosas, otros crecían retorcidamente hasta formar conglomerados monstruosos, o nudos y excrecencias de aspecto insólito. Era en las grandes mansiones de alejadas provincias donde podían encontrarse aún especies que se creían extintas, y ver a viejos caballeros como mamuts o dinosaurios y a ancianas damas que parecían el pájaro dudú. Pero la nobleza campesina, en modo alguno inclinada a la introspección, se apegaba a sus tradiciones y aceptaba de buen grado al tío Mamut o a la tía Dudú, como consanguíneos arcaicos y venerables.
La mayor parte de las familias nobles danesas tenía un epíteto particular, que acompañaba al nombre: los piadosos Reventlows, los secos y fieles Frijses, los alegres Scheels; la sociedad compartía con el joven heredero de una antigua casa la convicción de que mantener las características de la familia —aunque sólo fuera el pelo rojo heredado— era dar prueba de una naturaleza leal. Un joven de añejo nombre, pero sin ilusión ninguna en cuanto a su aspecto personal o sus dotes, podía ofrecerse en matrimonio a una beldad resplandeciente confiando orgullosamente —o con humildad— en la suficiencia del nombre que llevaba. El aristócrata campesino, en sus tierras o en la ciudad, caminaba, hablaba, cabalgaba, bailaba o hacía el amor como la personificación de su nombre.
El nombre llevaba consigo las propiedades, las grandes fortunas y las cosas buenas de la tierra. Todo se heredaba y se daba en herencia. La vieja clase propietaria había oído hablar de gentes capaces de ganar una fortuna —y las había visto incluso con sus propios ojos—, pero nunca se resolvieron a aceptar un hecho que para ellos reunía todas las características de un acto abrupto y deliberado de creación, una violación de la ley de un universo en el que, por supuesto, la existencia misma se heredaba. Venir al mundo sin alguna clase de herencia era una posibilidad tan desagradable de imaginar que casi resultaba indecorosa; morir sin dejar algo en herencia era una desgracia. Las solteronas de las grandes casas del campo ahorraban todos los años pequeñas sumas procedentes de una reducida renta —heredada—, sumas que un día revertirían a la fortuna familiar, con lo que, cuando les llegase la hora, podrían ser sepultadas con los debidos honores en el panteón de la familia.
Dentro de ese mundo de nombres y familias, la suerte o la desgracia de las personas —siempre que no alcanzase al nombre— se sobrellevaba con entereza, y la muerte del individuo se celebraba con un ceremonial solemne, como el último acto de una representación genealógica. La extinción de un viejo nombre era un acontecimiento triste, penoso, en cierto modo inexplicable, ante el cual las cabezas se descubrían y los ojos se elevaban un instante al cielo. Allí estaba ahora el buen nombre danés, fuera del alcance de aquel ser dudoso, el individuo; había alcanzado la nobleza definitiva, austera e inmune del arrecife de coral. Pero no tener un nombre era la aniquilación.
Las generaciones que han venido después no pueden comprender hasta qué punto, para las clases aristocráticas del pasado, ellas mismas eran la única realidad del universo. Podían, sí, admitir la existencia de sus vasallos y allegados más próximos, pero en calidad de séquito —y en tan alta distinción incluso un apodo era, después de todo, una especie de nombre—, y durante la temporada los habitantes de Copenhague, entrevistos en las calles y en los teatros, cobraban tal vez un perfil concreto en tanto que telón de fondo, o auditorio. Pero la inmensa masa gris de la humanidad, los individuos sin nombre que se agitaban debajo de ellos y a su alrededor, éstos permanecían invisibles. La idea de la seudoexistencia terrena de esas gentes, dominada por la necesidad y la lucha, podía aún concebirse, pero ¿qué era de ellos cuando morían, sin dejar nada tras de sí que no fuera el vacío? De cuando en cuando, obligado a ello, el mundo de los nombres volvía los ojos hacia el mundo de los sin nombre, con una repugnancia que era el horror vacui.
La nobleza campesina era inquebrantablemente fiel al rey y a su casa. Hubo un tiempo, recordado aún pero del que no se hablaba, en que el matrimonio morganático del rey Federico había alejado de la corte a las señoras. Ahora habían vuelto, como un enjambre de abejas plateadas que vuelve al panal, a rendir homenaje a una familia real de sólida magnificencia y vida ejemplar. La vieja aristocracia manifestaba incluso una lealtad algo mayor que la que sentía, con arreglo al mismo principio que regía la institución matrimonial: quien honra a su esposa se honra a sí mismo. Porque en su sangre sabían que sus derechos sobre el suelo y el clima de Dinamarca, sobre sus bosques y su fauna, sobre su idioma y sus costumbres, eran más legítimos que los de una casa real cuyos miembros hablaban aún danés con acento alemán. Si alguien hubiese gritado el nombre de la nueva dinastía en un valle de Jutlandia o de Fionia, creían, el eco danés lo habría repetido con voz más débil que si hubieran gritado sus propios nombres.
En la época en que se sitúa nuestro relato, este mundo estaba aproximándose a su fin, ya tenía un pie en la tumba; y sin embargo, en esa hora undécima —como suele ocurrir con las cosas cuando se acercan a su término— conoció un florecimiento extraordinario, igual al de sus primeros tiempos. Las haciendas y granjas agrícolas de Dinamarca habían abandonado recientemente el cultivo de los cereales en favor de la ganadería; las tierras rebosaban de nuevas riquezas, y la vida en las casas de campo adquirió un lujo desconocido en los tres últimos siglos.
Así pues, nuestro cuento trata de dos familias de este gran mundo que, aunque estrechamente vinculadas por lazos de sangre, ocupaban lugares muy distantes en la escala social.
A una de esas familias se la consideraba, casi unánimemente, la primera del país. Tan vastas eran las tierras que rodeaban a la casa, que más que una propiedad hubiérase dicho un pequeño reino: altos bosques poblados de ciervos y gamos, campos y praderas surcados por claros torrentes, lagos y estanques reflejándose perezosamente en el cielo. Setecientas granjas, que constituían el dominio hereditario, se extendían en el lindero del bosque, en cuya parte alta se encontraba la hacienda principal. Cuarenta y dos buenas iglesias luteranas velaban piadosamente sobre sus colinas. Por encima de los altos árboles del parque, las torres de tejados cobrizos del castillo reflejaban los dorados rayos del sol al amanecer y al ocaso. Los siglos habían confundido las tierras y el nombre hasta hacer de ellos una sola cosa, y hoy nadie habría podido decir si la tierra pertenecía al nombre o el nombre a la tierra. Por el nombre giraba el molino en el río, por el nombre labraba el arado la dura tierra siguiendo a los pacientes caballos. El señor de la tierra iba a caballo, con sus criados, a inspeccionar los trabajos o a comprobar el estado de los cultivos; llamaba por su nombre al labrador y a veces a los caballos, y la humilde y constante labor le confirmaba en la creencia de que haber hecho una cosa una vez es razón suficiente para seguirla haciendo siempre. Se cambiaba de ropa según las horas. Por la mañana iba a caballo tocado con una peluca que le caía sobre los hombros, al mediodía llevaba el pelo recogido en una coleta y por la tarde se ponía un sombrero de copa con un alzacuello. Era el centro constante, y a veces incluso radiante, de un sistema solar que sin él no sería lo que era, como tampoco él hubiera sido lo que era sin el sistema. Centenares de ruecas hilaban por el nombre en las casas de campo, y la señora de la hacienda iba en su carroza a contar las hilaturas y hacer nuevos encargos, rígida y pomposa bajo el polvorete y el corsé de ballenas, esbelta y grácil en su peplo griego o voluminosa en su chal y su crinolina. Ella también recordaba a veces los nombres de los niños que la espiaban desde sus pequeñas y oscuras habitaciones.
El señor de la hacienda, que en el momento de iniciarse nuestra historia ejercía su vigilancia paternal sobre los árboles, los animales y los seres humanos que en ella se encontraban y presidía la majestuosa mesa del comedor, era el conde Teodoro Aníbal von Galen, hombre íntegro y equilibrado, algo lento de movimientos y de comprensión, según la tradición de la familia, y de creencias auténticamente patrióticas y patriarcales. Su mujer, la condesa Luisa, era una dama de talento y ambición, que había sido una beldad radiante y aún merecía y agradecía los cumplidos; era el árbitro del buen gusto y el comportamiento en sociedad. El matrimonio tenía dos hijos para servir y glorificar el nombre: un varón de veinticuatro años, el hermoso, seductor y amable Leopoldo, ídolo y adalid envidiado de la jeunesse dorée de Dinamarca, y una hembra de diecinueve años, Adelaida, a la que llamaban la «Rosa de Jutlandia», como si toda la tierra de la península, desde las dunas del Scaguen a los pastos de Frislandia, hubiera servido de suelo para criar esta única flor, frágil y fragante. La rosa se inclinaba obediente a la brisa, con un color y aroma que seducían por su juventud e ingenuidad, pero desde la cima de un monte muy alto. Su voz era clara y dulce como la de un pájaro, y hablaba siempre en voz baja porque nunca había tenido necesidad de alzarla para ver cumplida su voluntad. Los objetos más hermosos de la tierra, vestidos, manjares y vinos, lechos de seda, caballos y perros de compañía, habían sido suyos desde siempre, por derecho de cuna y porque se entendía que ninguna otra cosa hubiera convenido a su personalidad libre y brillante.
Quien, de paseo por los bosques de su padre, oyese resonar los cascos en el camino y la viera pasar acompañada de un noble admirador y seguida por el lacayo, se la habría quedado mirando algo deslumbrado, como si hubiese mirado directamente al sol. Ligera como una pluma, cargaba no obstante sobre la grupa de su gran caballo todo el peso de los campos y los bosques, de las setecientas granjas de la heredad y las cuarenta y dos iglesias. Si el paseante fuera un joven aquejado del mal del siglo, o un anciano desprovisto de ilusiones, habría seguido caminando a un paso más vivo, con su visión de la vida algo alterada; si el mundo contenía un ser tan altamente dotado y favorecido por la fortuna, tenía que ser un lugar más feliz y más amable de lo que él creyera hasta entonces.
Adelaida había viajado por Europa con sus padres, y en los paseos por los parques de los balnearios o en los teatros de las grandes ciudades las gentes volvían la cabeza para contemplar a aquella joven de largo cuello, rojos labios y pie ligero. Había pasado dos temporadas en Copenhague, e iba a los bailes con escarpines de suela tan fina que de madrugada volvía a casa con la planta del pie desnuda. La habían pedido en matrimonio los tres mejores partidos de Dinamarca; otros muchos jóvenes aristócratas se habían abstenido de hacerlo por creerla inasequible. El incienso que quemaban en su presencia no había endurecido ni cerrado su naturaleza, pero, por su extremada juventud, la hizo algo más osada en sus juegos y no poco coqueta. Aceptaba a sus admiradores como a sus sastres, modistas y zapateros. Tenía el pelo castaño oscuro y los ojos muy negros; su barbilla corta y torneada daba un aspecto pícaro a las clásicas facciones, de frente amplia y cejas arqueadas y expresivas, que parecían pintadas por el pincel de un viejo artista chino.
La segunda familia llevaba el nombre de Angel, nombre que no figuraba en el escalafón de las nobles familias de Dinamarca; su casa se encontraba en Ballegaard, al norte de Jutlandia. Era una vasta propiedad, a su manera un reino también. Pero el suelo era pobre, había grandes extensiones de pantanos y marjales, y en la cumbre de la alta cordillera que la recorría en diagonal los árboles doblados por el viento se aferraban penosamente a la tierra. Había algo en el suelo, capas ocultas de arcilla o de yeso quizá, que daba al paisaje una tonalidad extremadamente clara, como descolorida o deslavada, de una cierta ingravidez. Allí la tierra y el aire eran lo mismo; en el aire ocurrían cosas y vivía la gente, y la impresión general era a la vez de desnudez y de grandeza. La hacienda poseía una abundancia excepcional de pájaros de todas las especies; líneas infinitas de patos salvajes cruzaban su cielo, nubes de ánades se alzaban de los marjales ante la proximidad del hombre, y las cigüeñas, en sus densas migraciones del norte al sur, señalaban las estaciones del año.
En los campos y praderas de Ballegaard pastaban ovejas y vacas, y por los pastizales galopaban numerosas yeguadas. Toda la actividad allí desplegada estaba en armonía con el paisaje, revelaba una mezcla de parsimonia y fantasía no infrecuente en el carácter de los campesinos de Jutlandia.
La mansión principal, como las tierras en cuyo centro se elevaba, era grande, noble y desnuda. Un muro bajo de piedra gris rodeaba el parque de arboledas dispersas por el viento y rosales abandonados. Visitantes venidos de lugares más civilizados la llamaban «romántica». En armonía con el término, la larga procesión de jóvenes allí nacidos, y que en las amplias habitaciones y largos corredores de la casa llevaban una vida salvaje y feliz, debía su existencia a un romance.
Cabe imaginar que un molino de agua, movido por una fuerza que va siempre en la misma dirección, pueda sentir una inclinación, digamos incluso amorosa, hacia un molino de viento que recibe órdenes de los cuatro puntos cardinales. O que un grano diminuto, invisible, de extravagancia o de locura en cada generación de una familia cuerda y ordenada, con una vida cotidiana estrictamente regulada, pueda a lo largo de los siglos ir acumulando una fuerza incontrolable. De hecho, doscientos años antes había vivido un gran alquimista llamado von Galen. Sea como fuere, veinticinco años antes de la época en que sucede esta historia ocurrió que la hermanastra menor del conde Aníbal, producto del tardío segundo matrimonio de su padre —una linda muchacha, la predilecta de la familia y su esperanza, aún no presentada en la corte—, abandonó una noche el hogar para casarse con un hombre de otra clase social, tan desconocido que la gente se preguntaba cómo la joven habría podido llegar a conocerlo. Para sus parientes, y para el entero mundo de nombres y familias, el choque fue muy duro. Pensaron en la intervención de artes de brujería, porque ¿cómo habría podido la naturaleza cometer un error tan absurdo? Se hicieron una imagen del seductor negra como el carbón y le dieron la espalda, horrorizados. Ni siquiera se habló mucho del suceso. El hermano de la joven embrujada podía haber hecho disolver la unión alegando la minoría de edad de su hermana, y por un momento pensó en hacerlo. Pero era un hombre práctico y reflexionó que con ello no conseguiría más que romper el corazón de la muchacha; lo que hizo en cambio fue recabar información acerca de su siniestro cuñado. Resultó ser Vitus Angel, el último vástago de una larga línea de grandes tratantes de caballos de Jutlandia, cuyo padre, después de ganar una fortuna gracias a sus conocimientos equinos, en la vejez había comprado Ballegaard para su único hijo. Vitus había ido al castillo de los von Galen para vender a su dueño un caballo de raza de sus establos, y mientras exhibía al animal en el patio hizo una demostración de su habilidad como jinete ante una joven que le contemplaba desde la ventana. La familia aceptó lo irremediable.
La joven esposa introdujo en su viejo mundo de amistades al marido y a los hijos, a medida que fueron viniendo, inocentemente confiada en que ellos habrían de amar lo que ella amaba. Sus amigos, con gran sorpresa de ellos mismos y contra su voluntad, acabaron aceptando al extraño. Éste tenía un sentido innato de la tierra y de los cultivos y un ojo agudo y casi infalible para la calidad de los animales; su lenguaje era el basto dialecto de Jutlandia que habían oído hablar a sus viejas amas de cría. Era como si retrocediesen a antes de los tiempos históricos y heráldicos a los que pertenecían y se encontraran cara a cara con un antiguo habitante de Dinamarca, un hombre de la edad de piedra o un vikingo, el poderoso antepasado sin nombre. Eso era preferible con mucho, se dijo el conde von Galen, a que su hermana se hubiera casado con un elegante ciudadano, que pediría un paraguas para andar bajo la lluvia. Con el tiempo, la feliz vida de casada de la bella transgresora, y al fin su temprana muerte al dar a luz su séptimo hijo, lavaron su imagen de toda mancha pasada. Pronto brilló en el recuerdo de todos con la dulzura y la tristeza plateadas de la heroína de la balada danesa que se deja arrastrar a las aguas por una ondina.
Después de que muriera su mujer, pocas veces se vio al dueño de Ballegaard fuera de sus propiedades; en la nueva generación recayó el deber de concluir la reconciliación entre el mundo de su padre y el de su madre. Y surgieron de su reino de las marismas, hijos del dios de los rebaños y los pastizales, tocando aires de vida y de muerte en su flauta tradicional de doble caño.
A los parientes y amigos de la madre les parecieron lindos y graciosos, y al propio tiempo extraños e incluso temibles. Eran indiscutiblemente legítimos, nacidos dentro de la ley, pero la ambigüedad de su nacimiento podía ser aún más ominosa que la simple bastardía. Se movían en sociedad como portadores, frescos y limpios, de algún siniestro bacilo social que amenazaba a sus compañeros de juegos, más blandos y de raza más pura, más vulnerables. Ningún viejo tío o tía dejaba de augurarles venturas, pero ¿era correcto, era moralmente justo desearles un porvenir feliz? Una vida próspera de esos jóvenes entrañaría una infracción de la ley sobre los pecados de los padres; ¿y por qué no, incluso, de la relativa a los méritos de todos los antepasados? Aun en los caminos más rectos y firmes, la capa de fango de la ilegitimidad parecía pegarse a las suelas de los zapatos que calzaban aquellos pies ligeros.
La mezcla de sangres había producido un tipo bien determinado. Entre los niños de Ballegaard había un parecido casi patético, más de sustancia que de forma, no la acumulación heterogénea de átomos homogéneos sino una acumulación homogénea de átomos heterogéneos, como la asociación de la bellota a la hoja del roble y el armario de roble. Dos o tres características extrañas y fuertemente marcadas se repetían en todos los cachorros de la camada.