CUENTOS DE «ALBONDOCANI»

El primer cuento del cardenal

—¿QUIÉN sois? —preguntó la dama de negro al cardenal Salviati.

El cardenal alzó la vista hasta encontrar los ojos de su interlocutora, grandes y abiertos, y sonrió dulcemente.

—¿Quién soy? —repitió—. En verdad, señora, sois la primera de mis penitentes que me haya hecho jamás esta pregunta; la primera, desde luego, que parece suponer que yo pueda tener una identidad propia que revelar. Vuestra pregunta me coge desprevenido.

La dama permaneció de pie frente a él; sin desviar los ojos, se quitó mecánicamente los largos guantes.

—A lo largo de los años —continuó el cardenal—, hombres y mujeres han acudido a mí en busca de consejo; muchos de ellos se encontraban en un estado de profunda tribulación...

—¡Como yo! —exclamó ella.

—De tribulación y angustia profundas —prosiguió él—, pero nunca tan profundas como la compasión que me inspiraban; y me han expuesto sus problemas en los términos más dispares. Señora, los innumerables razonamientos y explicaciones no fueron más que variaciones de un mismo grito unánime, una sola pregunta salida de lo más hondo: «¿Quién soy?». De que yo pudiera responder a esa pregunta, resolverles este enigma, dependía su salvación.

—¡Ése es también mi caso! —prorrumpió ella de nuevo—. Cuando os hablé por primera vez del horrible conflicto, el cruel dilema en que me debato, sé muy bien que os expuse una serie de detalles inconexos y contradictorios, y tan disonantes que mi mente se negaba a registrarlos. En el curso de nuestras conversaciones todos esos fragmentos han ido formando un conjunto coherente. No idílico, desde luego (soy consciente de que me espera un tempo furioso), pero sí armonioso, sin una nota discordante. ¡Vos me habéis revelado a mí misma! Podría deciros que me habéis creado, que vuestras manos me han dado la vida, y sin duda esta creación ha de ser algo feliz y doloroso a la vez. Pero no; mi felicidad y mi dolor son mayores aún, porque vos me habéis hecho ver que ya estaba creada, creada, sí, por Dios Todopoderoso, y salida de Sus manos. Desde este momento, ¿qué hay en la tierra o en el cielo que pueda herirme? A los ojos del mundo ciertamente estoy al borde del abismo, o perdida en medio de una tormenta por un sendero montañoso, ¡pero el abismo y la tormenta son obras de Dios, de infinita belleza y magnificencia!

Cerró los ojos, y al instante volvió a abrirlos.

—Y sin embargo —dijo con voz suave como un acorde de violín—, os pido aún un favor, os ruego que respondáis a mi pregunta. ¿Quién sois?

—Señora —dijo el cardenal tras una larga pausa—, no tengo la costumbre de hablar de mí mismo, y vuestra pregunta me hace sentir algo incómodo. Pero no quiero que os vayáis (ya que quizá no volvamos a vernos) sin haber satisfecho vuestra última petición. Es más —añadió—, vuestra pregunta empieza a interesarme. Permitidme pues, para proteger mi modestia, que os responda a la manera de los clásicos, con una historia.

»Tomad asiento, señora. La historia es algo complicada, y yo soy un narrador más bien premioso.

Sin más palabras, la dama se sentó en el amplio sillón que le ofrecían. La biblioteca en que se hallaban era una estancia fría, de altas paredes; el rumor de la calle les llegaba apenas como el murmullo sedante del mar en calma.

—Una joven de quince años —empezó el cardenal—, dotada de todas las prendas del sentimiento y el intelecto, y de una deslumbrante inocencia, fue dada en matrimonio a un aristócrata devoto y cerril que le triplicaba la edad, y que tomó esposa con ánimo de perpetuar su nombre. Tuvieron un hijo, pero el niño era de salud frágil y le faltaba un ojo. Los médicos, que atribuyeron el infortunio a la tierna edad de la madre, aconsejaron al marido que dejase pasar algunos años antes de tener un segundo hijo. No sin cierta amargura el caballero decidió seguir el consejo, y se fijó a sí mismo un plazo de espera de tres años. A fin de que, durante esos tres años, su inexperta esposa no quedase expuesta a las tentaciones de la vida mundana, se fueron a vivir a una lujosa villa de su propiedad, en un paraje montañoso de solitaria belleza, y se llevaron consigo a una anciana tía soltera, pobre pero orgullosa, en calidad de dame de compagnie. Y para que la inquietud cotidiana por un ser débil y enfermizo no minase la juvenil vitalidad de la princesa, confió el hijo a los cuidados de una familia de campesinos que trabajaban otras tierras de su propiedad.

»Quizá el príncipe Pompilio, que por lo general creía firmemente en su propio juicio, no debiera haber cedido tan fácilmente en esta ocasión al criterio de los ancianos médicos. Su joven esposa había aceptado su nueva vida, matrimonio y marido, palacio y carroza, la admiración de una brillante sociedad y, por último, el pequeño y endeble vástago, exactamente igual que en otros tiempos aceptara las muñecas y los rosarios que le regalaban, la disciplina del convento y su propia transformación de niña en colegiala, y de colegiala en mujer. Incluso la separación del hijo la soportó del mismo modo, como el designio de una autoridad superior. Durante su embarazo, atendida y mimada por cuantos la rodeaban, había llegado a verse a sí misma como un recipiente precioso y frágil en el que se hubiera depositado una semilla para germinar, y que transcurrido el plazo había dado a luz el añejo nombre de su marido. De su participación personal en la aventura apenas quedaba ahora el lejano eco de un grito ahogado, y una ligera sensación de dolor. En los tres años que vivió junto al lago de las montañas, aprendió a soñar.

»La villa contenía una espléndida biblioteca. En ella pasaba su propietario casi todo el tiempo que le dejaban libre la administración de la finca y las visitas de eminentes eclesiásticos. Alineados en los anaqueles, gruesos volúmenes atesoraban la portentosa sabiduría de los tiempos. Sin embargo, a lo largo de tres siglos, algunos libros de pensamientos más frívolos, ligeros y vehementes, y de palabras rimadas, se habían deslizado subrepticiamente en las estanterías. Un día en que su marido se había ausentado, la señora de la villa encontró el camino de la biblioteca. La habitación grande y glacial, que hasta entonces había conocido solamente figuras humanas oscuras y tristes, acogió esta vez a una criatura joven, fresca, vestida de muselina blanca, con largas trenzas que, mientras estaba leyendo, caían hacia adelante y acariciaban el pergamino. Cada profundo suspiro de tristeza o deleite que daba la lectora parecía alzarla de la silla y llevarla de un lado a otro por el pavimento de mármol. La biblioteca se enamoró de su visitante y se convirtió en un jardín cerrado en torno a una náyade, sobre la que dejaba caer los dulces frutos que su corazón pedía.

»Tanta lectura, en opinión del príncipe, podía ser nociva para la salud física y mental de su esposa. Convenía darle otras ocupaciones. La princesa Benedetta poseía una voz pura y suave, y en el segundo año de espera el príncipe le puso un anciano maestro de canto, que en su juventud había sido cantante de ópera. Ella se entregó a la música como se entregara a la lectura; su naturaleza había escuchado, ahora cantaba. He aquí, pensó ella, un lenguaje humano razonable, que permite una expresión auténtica de los sentimientos. Entendió enseguida la cadencia, tanto la plena o perfecta como la falsa, la cadenza d’inganno, de la que los tratados de música dicen que conduce hacia un final perfecto y, súbitamente, en vez del acorde esperado os sorprende con un desenlace extraño e inquietante. Ésta era, se lo decía claramente su corazón, la regla infalible de lo irregular.

»Pronto nació una cordial amistad entre el profesor y la discípula. El viejo maestro entretenía a la joven señora con reminiscencias del mundo de la ópera, y en el tercer año del plazo consiguió la autorización del marido para acompañar a su alumna y a la vieja tía a Venecia, donde representaban la obra maestra de Metastasio, Aquiles en Scyro. Allí es donde la princesa oyó cantar a Marelli.

»No hay palabras para describir el arrobamiento que la poseyó durante algunas horas. Fue como un renacer, indeciblemente dulce y doloroso, una sensación la conmovió hasta las fibras más íntimas de su ser y que la hizo encontrarse a sí misma, completamente cambiada, triunfante. Gratia, dice Santo Tomás de Aquino, supponit et perficit naturam, la gracia presupone a la naturaleza y la lleva a la perfección. Toda persona espiritual y con imaginación ha conocido esta experiencia, todo enamorado es discípulo del Doctor Angélico. Pero dejemos estas elucubraciones, que no es mi propósito equipararme con Santo Tomás.

»La séptima vez que los artistas salieron a saludar, antes de que el telón descendiera definitivamente en medio de los frenéticos aplausos del público puesto en pie, unos ojos negros desde el escenario y unos ojos azules desde el dorado palco de un aristócrata intercambiaron en silencio una larga y profunda mirada, la primera y la última.

»No os sonriáis, ni siquiera piadosamente, al pensar que el joven que despertó a la vida el corazón de una adolescente era un ser de la condición de Marelli: un soprano, formado y preparado en el Conservatorio de Sant’Onofrio y al que habían cortado, ¡no, no riáis!, para siempre toda posible relación con la vida real. No olvidéis que se trataba de una relación amorosa de índole angélica, una armonía total entre dos seres.

»Viejas cortesanas me han confesado que, en el transcurso de su carrera, han encontrado amantes jóvenes cuyo abrazo tenía el poder de devolver una virginidad perdida hacía mucho tiempo. ¿Acaso no pueden existir también jóvenes enamoradas cuya adoración sea tal que con una mirada confieran al objeto de su amor la virilidad de un semidiós?

»Y en resumidas cuentas, el que una emoción amorosa, súbita y potente, tenga por objeto un imposible es un fenómeno si queréis trágico o grotesco pero en modo alguno insólito. Entre personas muy jóvenes es incluso corriente, porque para los jóvenes el desprecio y el amor por la muerte no son sino una misma y única pasión heroica.

»¡Sus miradas se cruzaron! ¿Fue el joven y desgraciado cantante herido en el corazón, al igual que la dama? Todos los entendidos coinciden en afirmar que aquel año, en Venecia, algo le ocurrió al soprano Giovanni Ferrer, conocido en arte con el nombre de Marelli. Su principal biógrafo, quizá movido por la piedad hacia su desdichado héroe, da otra interpretación al hecho, pero no lo niega. El falsete celebrado en el mundo entero cambió. Hasta aquel momento había sido un instrumento celestial, llevado de escenario en escenario por un maniquí ataviado con exquisita gracia y elegancia. Ahora era la voz de un ser con alma. Cuando muchos años después Marelli cantó en San Petersburgo, la emperatriz Catalina, a quien nadie había visto llorar nunca, sollozó amargamente durante todo el concierto, exclamando: “Ah, que nous sommes punis pour avoir le coeur pur!”. El pobre Giovanni fue fiel toda su vida a la dama de ojos negros de Venecia.

»¡Ay, la princesa Benedetta no fue tan constante! En su segunda, tercera y cuarta juventud su nombre se vio mezclado en no pocos episodios escandalosos. Yo soy el único en saber que todo el tiempo un ángel guardián esbelto, grave y bondadoso anduvo a su lado, cuidando de que no faltara la música a su corazón. Y ahora, si os place, podéis sonreír pensando que esta dama seductora y deslumbrante, que a tantos otorgó sus favores, tuvo como único amante verdadero a Marelli, que no fue amante de ninguna mujer.

»Poco después del episodio de Venecia expiró el plazo fijado por el príncipe Pompilio, y el marido regresó, con gran dignidad, al tálamo conyugal.

»En los tres años transcurridos, el cuerpo seductor de la princesa Benedetta no había sido tocado por mano de hombre alguno; y sin embargo, algo que no era el tiempo lo había cambiado. Ahora conocía la naturaleza y el valor de lo que entregaba a su esposo, y en la segunda noche nupcial sus lágrimas no fueron iguales a las de la primera.

»La princesa quedó encinta, pero guardó el secreto el mayor tiempo posible. “Caprice de femme enceinte”, exclamó el príncipe, no poco ofendido por una ley de la naturaleza que confiaba tan importante asunto familiar a una dama, antes de informar a su señor. Aun después la princesa guardó un silencio tan extraño que hubiérase dicho que había confiado sólo la mitad del secreto, y que su entera existencia dependía ahora de la otra mitad. El médico de la familia le aconsejó que no cantara, y ella observó la recomendación como había observado todas las demás recomendaciones del médico, porque quería que su hijo fuera fuerte y hermoso. Para huir de las tentaciones, incluso hizo que se fuera el viejo maestro de canto. El anciano, con lágrimas en los ojos, se despidió con una bendición y un beso, y de regreso a su aldea nativa vivió de la pensión que le había concedido su antigua discípula y no volvió a dar lecciones de canto. Pero en lo más hondo de la mente y la sangre de la princesa resonaba continuamente la encantadora aria del Metastasio, con la que un día ese hijo iba a proclamar al mundo el triunfo de la belleza y la poesía, al tiempo que su propia identidad: “¡Ah! ¡Ahora sé que soy Aquiles!”.

»El cambio de escenario no había supuesto tanto para el marido como para la mujer, ya que contemplara lo que contemplara, en la ciudad o en el campo, lo único que el príncipe Pompilio veía era la imagen del príncipe Pompilio. Pero como dice Lucrecio, la gota de agua llega a demoler la piedra. La monotonía de la vida en el campo, sin altos cargos en la corte ni grandes ceremonias religiosas o aburridas reuniones políticas que presidir, dejó sentir pronto sus efectos en el dueño de la villa. Vagamente empezó a buscar algo en torno a él que confirmase el dogma capital de su propia importancia.

»El capellán y bibliotecario de la villa era un tal Don Lega Zambelli, hombre bajo y regordete (yo le he visto, y recuerdo su aspecto) que en su carrera ascendente desde los humildes orígenes de hijo de un porquero había adquirido una notable habilidad en el arte de manejar a los grandes, sobre todo mediante la adulación. En la época en que la principesca pareja fue a residir a la villa, Don Lega, en su seguro y bien retribuido puesto, empezaba a echar en falta las ocasiones de practicar sus talentos: ahora se le ofrecía un magnífico patrón de su arte en la persona del príncipe. El dueño de la villa, por su parte, quedó gratamente sorprendido de encontrar, en medio de aquellas escabrosas soledades, a un hombre de tanta virtud y discreción. Escuchando a Don Lega empezó a darse cuenta de que (poco apreciado por su mujer, desgraciado en su hijo y heredero, alejado de los exaltados círculos en los que brillara y condenado al celibato en lo mejor de su virilidad) el destino le había reservado una cruz especialmente noble y preciosa. No pasó mucho tiempo antes de que se viera a sí mismo como un mártir en la tierra, un futuro santo en el Cielo. Los visitantes observaron que, a medida que pasaban los meses, los chalecos y la cara del anfitrión iban alargándose cada vez más.

»Un día, seis semanas antes del término del embarazo, el príncipe solicitó formalmente una entrevista a la princesa, y en el gabinete pintado de verde de ésta, desde cuyas ventanas se divisaban el valle y el lago, le endilgó un discursito solemne. Deseaba poner en su conocimiento una decisión a la que, después de largas meditaciones sobre el melancólico estado del mundo, había llegado. En el caso de que su paciencia se viera recompensada con el nacimiento de un hijo, el niño había de convertirse en un pilar de la Iglesia. Con objeto de encontrar un nombre adecuado para esta futura luminaria de la familia (porque un nombre es una realidad, y es el nombre lo que da al niño conciencia de su identidad) había encargado al bibliotecario que examinase todas las Vitae Sanctorum, y su elección había recaído finalmente en el nombre del gran Padre de la Iglesia, San Atanasio, llamado el “Padre de la Ortodoxia”. Como padrinos del joven Atanasio había escogido, tras sesudas reflexiones, al cardenal Rusconi y al muy santo obispo de Bari.

»Mientras duró la perorata la princesa no apartó los ojos del bastidor de bordar que tenía en el regazo. Una vez concluida, alzó la vista y con gran calma comunicó a su marido que ella también había estado reflexionando acerca del futuro y el nombre de su hijo y había tomado ya una decisión. Había dado un hijo a la casa de su marido: ahora era libre. El niño sería hijo de su madre, y ahijado de las Musas. Iba a llamarse Dionisio, en memoria del dios inspirador del éxtasis, porque un nombre es una realidad y el nombre es lo que da al niño conciencia de su identidad; como padrinos había elegido al poeta Gozzo, al compositor Cimarosa y al joven escultor Canova.

»El príncipe quedó muy sorprendido, y aún más disgustado, al oír a su mujer desafiar en su propia cara a la Providencia y a él mismo. Antes de que pudiera encontrar palabras con que expresar sus sentimientos, la princesa habló de nuevo, sin perder la compostura. Se permitía recordarle, dijo, que en el momento presente el niño y ella eran una sola carne y una sola sangre, y que cualquiera que fuese el rumbo que decidiera tomar, el niño la seguiría. Es más, nada impedía que los dos se fueran de la casa, por ejemplo, y se unieran a una tribu de gitanos acampada en los montes o a una caravana de saltimbanquis errantes de aldea en aldea. Esperaba que su marido entendiese que en ningún caso iba a ver a su hijo convertido en un pilar de la Iglesia, ni nada parecido.

»Tras esta declaración terminante, la dama se alzó de la silla y, con aire majestuoso, dio un breve paso hacia la puerta, como si fuera a poner en práctica su propósito en aquel mismo momento. El príncipe, a quien se apareció de pronto la terrorífica imagen de un escándalo público sobre su casa, se interpuso apresuradamente entre ella y la puerta y, como su esposa diera otro paso, sin romper su silencio la agarró torpemente del frágil brazo con ademán desesperado. En el momento mismo de ser tocada la princesa se desvaneció. Su marido la depositó en el sofá, llamó a las doncellas y salió del salón.

»Ya en sus aposentos, el príncipe se dijo que no era prudente tratar de razonar con una esposa en el octavo mes de embarazo, y para no arriesgarse a repetir la dolorosa experiencia, dio orden de que le preparasen la carroza y partió para Nápoles.

»Seis semanas más tarde, en su palacio de Nápoles, recibía la noticia de que su mujer había dado a luz gemelos, y que los médicos temían por su vida.

»En su precipitado viaje de regreso a la villa, el príncipe Pompilio, por primera vez en su vida de casado, se puso a reflexionar en el carruaje sobre el carácter y la disposición de su mujer. Evocó su frescura infantil cuando la vio por primera vez, la gracia de sus movimientos, sus tímidos intentos de confiarse. El eco de su canto y de su risa, infantil y excitada, resonaba en sus oídos imbuyéndole de una extraña sensación de tristeza. Quizá, pensó, no había tenido paciencia suficiente con la linda criatura que tomara por esposa. Es más, si la encontraba con vida la perdonaría. Y como en esta ocasión la Providencia ingeniosamente le había proporcionado un medio milagroso de dar muestra de generosidad, empezó a tomar gusto a la idea.

»Cuando vio a su mujer en el enorme lecho con dosel, de una palidez que la hacía transparente y con los ojos negros e impenetrables clavados en él, resolvió ser incluso magnánimo. Cogiendo los dedos inertes de ella, con voz lenta, solemne y clara para que la princesa pudiese entenderle, le juró respetar el deseo que ella expresara en su última y agitada reunión.

»Y para demostrar lo que vale la palabra de un príncipe, hizo bautizar a los niños en la capilla de la casa. Al mayor se le impuso el nombre de Atanasio, y sus padrinos fueron el cardenal Rusconi y el obispo de Bari. El pequeño fue llamado Dionisio, y le apadrinaron el poeta Gozzo, el compositor Cimarosa y el joven escultor Canova.

»Terminado el bautizo, la vieja tía abuela de los niños, no osando tomarse libertades con un futuro Príncipe de la Iglesia, ató un lazo de seda azul claro al cuello del pequeño Dionisio para poderlo distinguir de su hermano, porque los niños eran como dos gotas de agua.

»Cuando comunicaron a la princesa que era madre de un Dionisio vivo, un leve rubor asomó a su pálido semblante. Fue el inicio de una sorprendente recuperación. Al mes ya podía sentarse en la rosaleda a contemplar a los niños con sus nodrizas. Insistió en dar el pecho al pequeño, y los repetidos encuentros cotidianos entre esos dos seres eran como besos, un dar y recibir recíprocos de vigor y alegría.

»Vos sois una mujer del Sur, señora, y por ello no os sorprenderá, como a las frívolas damas de Francia, que una hermosa criatura, con el mundo a sus pies, encuentre un desahogo total a su sensible naturaleza en el amor por su hijo. Vos no ignoráis cómo se inflama el corazón de nuestras madres meridionales cuando juegan con sus niños y los acarician, y cómo un bebé aún en pañales puede ser el amante de su madre. ¡Cuánto más no será cuando un poder divino ha condescendido en tomar forma humana, y la joven madre siente que está mimando y acariciando a un santo o a un gran artista! ¡Pero si tenemos continuamente a la vista la imagen de la más alta relación entre madre e hijo, que incluye todos los aspectos de un amor exaltante y apasionado! Una muchacha enamorada puede acudir a la Virgen de las Vírgenes en busca de consuelo y orientación, y la Reina del Cielo no le dará la espalda, como las austeras vírgenes de la tierra que no saben nada del amor, sino que recordando los tiempos en que un niño yacía en su regazo la escuchará y responderá como una grande amoureuse. No es blasfemia, señora, afirmar que toda joven madre de un santo o de un gran artista puede sentirse esposa del Espíritu Santo. Porque es un juego divinamente inocente que haría sonreír a la propia Virgen, como ante un niño que jugando con un vidrio llega a capturar en él al mismo sol de los cielos.

»El príncipe hizo llamar a su hijo mayor, y durante un par de semanas la vida de la familia reunida fue la imagen misma de la felicidad doméstica, y sólo la princesa supo que esta felicidad irradiaba de la cuna del niño con la cinta azul. Viéndose repentinamente rodeada de tres niños, como una niña a la que hubiesen regalado tres muñecas a la vez, se entregó de lleno al papel de madre amorosa, repartiendo por igual su ternura entre los tres hijos y excluyendo generosamente de su mente el recuerdo de anteriores disputas con el padre. Todas las mañanas oía misa con el príncipe en la capilla, y escuchaba pacientemente el sermón de Don Lega; algunas tardes los dos esposos iban a pasear en su ligero carruaje por los alrededores del lago o por los senderos montañosos; por las noches escuchaba con dulce atención las disquisiciones de su marido sobre cuestiones de política y teología. El príncipe sintió que su magnanimidad había sido recompensada con un verdadero cambio en el corazón de su joven esposa.

»¡Ay, era demasiada felicidad para que pudiese durar mucho tiempo! Seis semanas después del nacimiento de Atanasio y Dionisio, un día en que el príncipe y la princesa habían salido, el bibliotecario de la villa olvidó sus gafas en el poyo de la ventana, encima de una pila de viejas misivas del Vaticano dirigidas a los ilustres antepasados del príncipe. Los rayos de sol se posaron en las lentes y prendieron fuego a los insustituibles documentos; el incendio se propagó a los polvorientos papeles y a los libros, y ganó el entarimado y el techo. El pabellón, que contenía en la planta baja la biblioteca y en el primer piso la habitación de los niños, fue devorado por las llamas.

»Desde su carruaje, en la orilla opuesta del lago, el padre y la madre divisaron el humo que salía de la villa y que pronto la envolvió, y ordenaron al cochero que regresase al galope. Mientras embocaban a toda carrera la avenida de entrada a la villa, tuvieron un atisbo de esperanza al ver que el incendio había sido parcialmente dominado; de hecho hoy todavía está en pie la mayor parte del edificio. Pero al bajar del vehículo les esperaba una noticia terrible.

»Cuando el fuego alcanzó la habitación de los niños, sólo había con ellos una nodriza. La nodriza sacó a los dos niños de las cunas, pero al bajar las escaleras en llamas el fuego prendió en sus ropas y se desvaneció, medio asfixiada por el humo. Otros criados de la villa, conducidos por la vieja e intrépida tía del príncipe Pompilio, que llamaba a gritos “¡Atanasio!”, se abrieron paso hacia el primer piso y arrastraron a la nodriza hasta la terraza. Una de sus dos preciosas y diminutas cargas fue rescatada del pabellón con vida, la otra yacía exánime en el salón del edificio principal: su pequeña alma inocente había volado con el humo que ascendía al cielo. La cinta azul había desaparecido.

»Me han contado que la princesa, cuando llegó con paso vacilante al salón donde se había congregado un grupo de mujeres llorosas, arrebató al niño superviviente del regazo de una de las mujeres, se desgarró el corpiño y dio el pecho a su hijo, como queriendo, con este gesto, hacerlo suyo para siempre.

»En una conversación sostenida con un amigo aquella misma noche, el príncipe dio prueba de su gran fortaleza de ánimo. “La mano del Señor —dijo— se ha abatido sobre mí pesadamente, pero hágase Su voluntad. Alabado sea San Rocco, el santo patrón de mi casa, que ha conservado con vida a mi hijo Atanasio”.

»Poco después sobrevino un segundo acontecimiento trágico: la noble y valerosa anciana de la villa, que en un principio parecía haber salido indemne del accidente, falleció a los dos días de resultas de alguna lesión interna, o del susto. Extrañamente, en sus últimas horas invocaba de continuo el nombre de Dionisio, y en su incoherente discurso profería frases oscuras e incomprensibles. “¿No sabéis —gritaba— que soy una ninfa del monte Nysa, y que he sido elegida para custodiar a este niño?”.

»La princesa Benedetta no discutió nunca de esta cuestión con su marido; es más, ni una sola vez mencionó el tema de la identidad de su hijo. En la mejilla izquierda del niño se veía una larga quemadura, cuya cicatriz ostentó toda la vida. La madre besaba a menudo la cicatriz, incluso cuando el niño había dejado de ser el bebé amante para convertirse en un espigado adolescente, como si viera en ella la prueba de que la cinta de seda quemada estuvo un día en torno de aquel cuello. De viejo, el hijo recordaría también el cariñoso apodo de Pyrrha que ella le daba en los momentos más íntimos de sus juegos y confidencias. Durante un año la princesa guardó el luto con gran dignidad. Su calma intranquilizaba vagamente al príncipe; a veces le poseía un extraño recelo al ver a la madre y el hijo juntos.

»Para los sirvientes y los amigos de la casa el niño siguió siendo Atanasio. El nombre de Dionisio subsistió sólo en una lápida de mármol en el mausoleo de la familia.

»En cuanto a Don Lega Zambelli, cuya negligencia había sido causa del desastre, sus días felices como consejero y paño de lágrimas del príncipe llegaron a su fin. Fue despedido de la villa, renunció a su carrera eclesiástica y después de muchas vicisitudes acabó colocándose de contable en la casa de un ilustre lord inglés. La víspera de ser ordenado sacerdote, Atanasio se encontró casualmente con el antiguo capellán de su padre y este encuentro le hizo meditar sobre el papel que aquel hombrecillo rechoncho había desempeñado en su corta vida.

»Fue en los años que siguieron a la catástrofe cuando floreció la belleza, el talento y la alegría de vivir de la princesa Benedetta. Hemos mencionado ya en el curso de nuestra narración que en un momento de su vida aprendió a soñar. Ahora había soñado ya bastante, y necesitaba la realidad.

»Su hijo, que no la conoció más que en su papel de gran dama mundana, trataba de imaginarse más tarde cómo había sido la joven Benedetta.

»“Madre querida —pensaba—, fuiste siempre buscando, leal y valerosamente, la felicidad. Quisiste que el mundo fuera un lugar glorioso y la vida una empresa bella y agradable. Un hombre, en tu lugar, se habría sumido tal vez en la perplejidad y el desconcierto, hasta perder la confianza en su propio juicio y volver la espalda a la realidad, refugiándose en sus ilusiones. Pero tu sexo posee medios y recursos propios: una orden del cielo cambia su sangre, y para una mujer hermosa su belleza es la única realidad, infalible e incontestable. Una mujer encantadora como tú puede sentirse libre y segura al borde de un precipicio o en la cabeza de un alfiler, con esta realidad como único punto de apoyo. En el pasado fuiste como un barquichuelo pugnando por mantenerte a flote en las procelosas aguas de la vida entre los embates de las olas y mirando a las estrellas para encontrar tu norte. Ahora despliegas las velas y navegas valerosamente contra viento y marea, como un navío de alto bordo. ¡Y cuánta humildad, madre querida, siempre en tu arrogante exuberancia!”. Y aquí podría haber citado, con un suspiro, el verso de un gran poeta: “Humildad, que yo nunca he poseído”.

»Así pues, la vida cotidiana de la princesa en el palacio o en la villa fue convirtiéndose paulatinamente en una especie de regata, majestuosa y llena de gracia a la vez, con alegres gallardetes ondeando en el aire. Su círculo de amistades se ensanchó hasta abarcar todo lo que en el país había de ingenio, esplendor, elegancia y romanticismo, y los pobres se apiñaban a la puerta del palacio para ver a su dueña subir a la carroza, y la aclamaban: “¡bella! ¡bella!”.

»El príncipe, que en un comienzo había observado la carrera de su mujer con sorpresa y ansiedad, quedó completamente sojuzgado y reducido a la impotencia antes de que pudiera darse cuenta de lo que pasaba. Con los años llegó a aceptar, en sublime sacrificio, el papel de santo rey destronado. Es posible incluso que su vanidad encontrase una especie de melancólica gratificación en el renombre y la gloria de su palacio y en la envidia que le profesaban otras ilustres casas. Ante los ojos del mundo, los principescos esposos mantuvieron toda su vida una decorosa relación de amistad ceremoniosa.

»El pequeño Atanasio fue convirtiéndose, sin darse cuenta, en una importante personalidad de la casa. Eminentes tutores y preceptores de ambos príncipes, versados en las más variadas ciencias y disciplinas, iban y venían por los salones. Ercole, heredero del nombre y que había de perpetuarlo un día, fue educado en todas las artes propias de un noble y un cortesano, mientras que Atanasio recibía lecciones de griego y de hebreo y leía a los Padres de la Iglesia, aunque de vez en cuando se le escapaba una mirada anhelante hacia los ejercicios más mundanos. Sin embargo, como el hermano mayor quería tener al pequeño constantemente a su lado, y se comprobó que sus progresos eran más rápidos cuando los dos compartían las lecciones, el avispado e industrioso hermano menor llegó a ser un notable jinete, un buen intérprete de clavicordio y un consumado bailarín de minué. Era el favorito del círculo de su madre y se encontraba a sus anchas en el gran mundo; era igualmente feliz a caballo que con los clásicos y, durante las estancias de la familia en la villa, se complacía en dar largos y solitarios paseos por las montañas.

»Aun así, señora, vivir y crecer no fueron tareas fáciles para este niño. Nunca lo son para un niño que, en su relación con los padres, se encuentra situado en la línea de fuego entre dos fortalezas enfrentadas. Pero en el caso que nos ocupa eran especialmente difíciles, porque el padre y la madre de este pequeño ser lo veían bajo dos luces distintas, con dos personalidades completamente diferentes.

»Para el padre, el niño fue desde el comienzo mismo un Príncipe de la Iglesia, y la gloria de su nombre. Le tenía sacrificado a sus estudios de latín y de griego y le permitía muy pocas libertades y distracciones; sin embargo, su actitud hacia el futuro prelado era en todo momento ceremoniosa y un poco reverencial. Para la madre, el guapo muchacho era no ya adorable, sino el niño-profeta de la belleza y la alegría terrenales. Pasaba mucho tiempo en su compañía, y se entristecía incluso cuando sus propias aventuras amorosas la alejaban de su lado; con sonrisas y suspiros lo hizo su confidente, como si quisiera ver en el hijo a un pequeño Cupido aflojando el cinto de su madre. Así, el niño fue iniciado desde su más tierna edad en el arte del equilibrio.

»Para no perder la cabeza, el pequeño adoptó y perfeccionó, a la manera inocente de los niños, la doblez de sus mayores. Veía la figura amable y amada de su madre con los ojos de un sacerdote, médico y jardinero del alma; la observaba con ternura e indulgencia, reprendiéndola a veces gentilmente e imponiéndole penitencias ligeras y graciosas. A su padre lo contemplaba con los ojos de un artista, y seguía a la severa figura con la atención y el asentimiento con que un experto sigue los movimientos de un actor o un bailarín consumado. El niño-experto veía en su padre la brillante pincelada, negra como el carbón, que daba el toque final al exquisito colorido del palacio. El propio padre, a quien nadie había considerado nunca una figura pintoresca, se percataba vagamente de este hecho; a medida que el niño crecía se le fue haciendo cada vez más indispensable.

»De esta manera la mano de un niño concilió los dispares elementos de aquella extraña familia.

»Al llegar aquí conviene que digamos algunas palabras de Ercole. El heredero del nombre, muchacho sombrío y taciturno, que no mostraba afecto por nadie y cuyo único rasgo distintivo era su elevada estatura, mantuvo durante toda su infancia una firme y leal amistad con su hermano menor. En este período de la vida de Atanasio fue para él un apoyo y consuelo, quizá porque no tenía más que un solo ojo.

»A la edad de veintiún años el joven príncipe fue ordenado sacerdote, y seis meses después su hermano y amigo moría súbitamente de algo tan poco alarmante como un resfriado que contrajo en una recepción al aire libre. De los tres hijos de Pompilio y Benedetta, Atanasio era ahora el único heredero del alto nombre y la fortuna de la familia. Al cabo de un tiempo el viejo príncipe dio por terminada su representación en el escenario de la vida, se envolvió en los negros pliegues de mármol de su grandeza y su soledad, y se fue a reposar al mausoleo, al lado de Dionisio. Y un día, incluso la hermosa princesa Benedetta, como una niña a la hora de acostarse, dio un bostezo y la muñeca se le cayó de las manos. Su hijo, entonces ya obispo, tuvo la dicha de imponerle la extremaunción.

—Yo he conocido a vuestra madre —dijo la dama del sillón—. Era amiga de mamá, y la recuerdo de visita en nuestra casa, siendo yo muy pequeña. ¡Qué hermosos vestidos y sombreros llevaba! Yo la adoraba porque podía sonreír y llorar al mismo tiempo. Una vez me regaló una pecera con pececillos de color.

—La semana pasada —dijo el cardenal—, hurgando en los cajones de una vieja cómoda encontré un frasquito de perfume que ella encargó en Bolonia: la fórmula se habrá perdido ya. El frasco estaba vacío, pero aún exhalaba un leve aroma. ¡Cuántas cosas encerraba este frasco! Sonrisas, como decís, y lágrimas, arrojo y temor, una esperanza invencible y la certidumbre del fracaso; en pocas palabras, lo que se encontraría, supongo, entre las pertenencias de casi todas las damas fallecidas.

—Y así su hijo —dijo la señora después de una pausa—, adiestrado desde muy pronto en el arte del equilibrio, se quedó solo paseando por las altas esferas de este mundo, con dos personalidades incompatibles en una única forma armoniosa y magnífica.

—¡Oh, no, señora! —exclamó el cardenal—, no uséis esa palabra. No habléis de incompatibilidad. Os aseguro que podríais conocer a uno de los dos, hablar con él y escucharle, confiar en él y recibir de él consuelo, y a la hora de separaros no seríais capaz de decir con cuál de los dos habíais pasado el día.

»Porque —prosiguió muy lentamente— ¿quién es, señora, aquel que en su vida terrenal está de espaldas a Dios y de cara al hombre, porque es la voz del Señor, porque es Dios mismo quien habla por su boca? ¿Quién es el hombre que no tiene existencia propia, porque la existencia de cada ser humano es la suya también, y que no tiene hogar, ni amigos, ni mujer, porque su casa es la de todos y él es el amigo y el amante de todos los seres humanos?

—¡Ay! —susurró la dama.

—No compadezcáis a ese hombre —dijo el cardenal—. Está condenado ciertamente a la soledad eterna, y allí donde vaya su misión será romper corazones, porque a Dios hay que sacrificarle un corazón roto y contrito. Mas el Señor da compensaciones a su vicario. Carece de poder, pero se le ha dado una partícula de omnipotencia. Serenamente, como un niño que en la casa de su padre puede atar y desatar a sus perros favoritos, él sojuzga a las Pléyades y suelta las jaurías de Orión. Como un niño que en la casa de su padre da órdenes a los criados, él desencadena los rayos para que le rindan obediencia. Así como las puertas de la ciudadela se abren al virrey, así se le han abierto a él las puertas de la muerte. Y, como el príncipe heredero a quien se confían las insignias del reino, él sabe dónde mora la luz y dónde la oscuridad.

—¡Ay! —murmuró la dama de nuevo.

El cardenal sonrió levemente.

—No, no suspiréis, gentil señora —dijo—. El servidor no fue forzado a su suerte, ni se le engañó. Antes de tomarlo a Su servicio, el Amo le habló de manera clara y explícita: «No ignoras —le dijo— que Yo soy todopoderoso. Y tienes ante ti el mundo que he creado. Dime ahora qué piensas. ¿Entiendes que Mi propósito fue crear un mundo pacífico?». «No, Señor», respondió el candidato. «¿O que fue Mi intención crear un mundo limpio y agradable?» «No, por supuesto», respondió el joven. «¿O un mundo en el que fuera fácil vivir», preguntó el Señor. «¡Oh, no, Dios mío!», dijo el candidato. «¿O crees y afirmas —preguntó el Señor por última vez— que he querido crear un mundo sublime, donde están todas las cosas necesarias y no falta nada?». «Sí», respondió el joven. «Entonces —dijo el Amo—, entonces, servidor y vicario mío, presta juramento».

»Pero desde luego —prosiguió el cardenal tras una pausa—, si vuestro compasivo corazón desea inundarse de piedad, puedo deciros también que a este siervo del Señor, que tantas gracias ha recibido, le están vedados ciertos beneficios espirituales que se conceden a otros seres humanos.

—¿De qué beneficios habláis? —preguntó ella en voz baja.

—Hablo —respondió él— del beneficio del remordimiento. Para el hombre que decimos está prohibido. Las lágrimas de arrepentimiento, que limpian y purifican el alma de los pueblos, no son para él. «Quod fecit, fecit!» —permaneció callado un instante, y luego añadió pensativamente—: De igual modo, gracias a su firme renuncia al arrepentimiento, y aunque fuera condenado como juez y como ser humano, Poncio Pilato pasó a ocupar un lugar inmortal en las filas de esos elegidos, en el momento en que proclamó: «Quod scripsi, scripsi».

»Para el hombre de que hablo —dijo de nuevo, tras un largo silencio—, en los juegos y pugnas de este mundo está el arco del Señor.

—... Cuya flecha —exclamó la dama— se clava siempre en el corazón.

—Un ingenioso jeu-de-mots, señora —rió él—, pero yo empleé la palabra en otro sentido, pensando en el frágil utensilio que, mudo de por sí, da vida en la mano de su dueño a la música que contienen las cuerdas de los instrumentos, y es al mismo tiempo intermediario y creador.

»Ahora —concluyó—, respondedme, señora. ¿Quién es este hombre?

—Es el artista —respondió ella despacio.

—En efecto —dijo él—. Es el artista. ¿Y quién más?

—El sacerdote —dijo la dama.

—Sí —dijo el cardenal.

La señora se alzó, dejando caer la mantilla de encaje sobre el respaldo y los brazos del sillón; fue hacia la ventana y miró por ella, primero a la calle y después al cielo. Luego regresó al sillón, pero no se sentó de nuevo sino que permaneció de pie, como al inicio de la conversación.

—Vuestra eminencia —dijo—, en respuesta a mi pregunta me ha narrado una historia, cuyo héroe es mi maestro y amigo. Al héroe de la historia le veo muy claramente, luminoso y situado en un plano más alto. Pero mi maestro y consejero (y amigo) está más lejos que antes. Ya no me parece humano y, ¡ay!, no estoy segura de que no me inspire un cierto temor.

El cardenal cogió un cortapapeles de marfil, lo hizo girar entre los dedos y lo volvió a depositar sobre la mesa.

—Señora —dijo—, os he contado una historia. Historias se vienen contando desde que existe el habla, y sin historias la raza humana habría perecido, como habría perecido sin agua. Es posible ver a los personajes de una historia verdadera, claros y luminosos y situados en un plano superior, y al propio tiempo que no parezcan humanos, e incluso inspiren un cierto temor. Todo esto está en el orden de las cosas. Pero hoy día, señora —prosiguió—, veo aparecer en el mundo un nuevo arte de la narración, un nuevo género literario. Es más, ya está entre nosotros, y se ha granjeado el favor de los lectores de nuestro tiempo. Y este nuevo arte literario, por mor de los protagonistas de la historia y para mantenerlos cercanos a nosotros y que no nos causen temor, está dispuesto a sacrificar la propia historia.

»Los personajes de los nuevos libros y novelas están tan cerca del lector que éste siente el calor de sus cuerpos, los hace suyos y los considera, en todas las situaciones de la vida, sus compañeros, amigos y asesores. Y mientras se establece este cordial intercambio, la historia propiamente dicha se adelgaza y pierde entidad, y al final se evapora como el aroma de un vino noble cuando dejamos la botella descorchada.

—No habléis mal, eminencia —dijo la dama—, del nuevo y fascinante arte de la narración, del cual yo misma soy una gran aficionada. Estos personajes vivos y simpáticos de las novelas modernas a veces han significado más para mí que mis amistades de carne y hueso. Es más, siento que me rodean, y cuando en mis lecturas nocturnas mojo la almohada con las lágrimas de Eleonora, me parece que es esta hermana mía, frágil y culpable como yo, quien ha derramado mi propio llanto.

—No me entendáis mal —dijo el cardenal—, la literatura de que hablamos, la literatura del individuo, si así podemos llamarla, es un arte noble, un producto humano grande, honesto y ambicioso. Pero es un producto humano. El arte divino es la historia. En el principio era la historia. Al final tendremos el privilegio de verla y contemplar su desarrollo; y a esto lo llamamos el Día del Juicio.

»Pero recordaréis... —observó como entre paréntesis, y con una sonrisa— que los personajes humanos del libro no aparecen hasta el sexto día. Para entonces habían de aparecer forzosamente, porque donde hay una historia tiene que haber personajes.

»Una historia —prosiguió con el tono de antes— tiene un héroe, al que veis claramente, luminoso y situado en un plano más alto. Sea cual fuere su condición, la historia inmortaliza al héroe. Alí Babá, que no es más que un honesto leñador, es el héroe apropiado de una gran historia. Pero cuando la nueva literatura ejerza la hegemonía absoluta ya no habrá más historias, ni habrá más héroes. El mundo tendrá que prescindir de ellos, tristemente, hasta el día en que las potencias divinas estimen oportuno hacer de nuevo una historia, para que un héroe aparezca en ella.

»En toda historia, señora, hay una heroína, una doncella que por el mero hecho de serlo se convierte en el trofeo del héroe, la recompensa de todas sus hazañas y vicisitudes. Pero cuando no haya más historias, vuestras doncellas ya no serán trofeo ni recompensa de nadie ni de nada. Es más, dudo que para entonces haya siquiera doncellas. Porque los árboles no nos dejarán ver el bosque. O —añadió, como abstraído en sus propios pensamientos— en el mejor de los casos serán tiempos malos, tiempos ingratos para una joven orgullosa, que no tendrá a nadie que le sujete el estribo, sino que habrá de descender sola de su blanco corcel al polvo de los caminos. Y, ¡ay!, su pobre y triste amante tendrá que presenciar cómo se despoja a la dama de su historia o de su epopeya y, desnuda del todo, queda transformada en un simple individuo.

»La historia —retomó el hilo el cardenal—, según su esencia y su designio, mueve y sitúa a esos dos jóvenes, el héroe y la heroína, junto con sus confidentes y sus rivales, amigos, enemigos y bufones, y sigue adelante. No es menester que se preocupen en buscar una víctima propiciatoria, la historia la proporciona. La historia hace que en vida los separen las aguas del Helesponto, y en la muerte los une en una tumba de Verona. La historia se ocupa del héroe, y su joven esposa trueca una vieja lámpara de cobre por una nueva, y los caldeos forman tres bandas, caen sobre sus camellos y se los llevan, y él mismo con sus propias manos asará, para la cena con su amante, el halcón que habría salvado la vida de su pequeño hijo agonizante. La historia se ocupa de la heroína, y, en el momento en que alza la lámpara para contemplar a su hermoso amante dormido, hace que derrame una gota de aceite hirviendo en el hombro de él. La historia no se detiene a considerar el aspecto o el comportamiento de sus personajes, sino que sigue adelante. Hace que el único partidario fiel que le queda al viejo héroe grite horrorizado: “¿Era éste el fin prometido?”; sigue adelante, y por último nos comunica serenamente: “Éste era el fin prometido”.

—Oh, Dios mío —dijo la dama—. Lo que vos llamáis un arte divino me parece a mí un juego duro y cruel, que maltrata a los seres humanos y se burla de ellos.

—Puede parecer duro y cruel —dijo el cardenal—, pero quienes estamos investidos de la alta misión de guardar y vigilar la historia podemos deciros verdaderamente que para sus personajes humanos no hay salvación en ninguna otra cosa del universo. Si vosotros, lectores humanos piadosos y complacientes, les decís que pueden exponer su turbación y su angustia a cualquier otra autoridad, los habréis engañado y burlado cruelmente. Porque sólo la historia tiene autoridad en el entero universo para responder a este grito que sale de lo más profundo de sus personajes, este único grito de todos y cada uno de ellos: «¿Quién soy?».

Hubo un largo silencio.

La dama de negro permanecía de pie, inmóvil, sumida en sus pensamientos. Finalmente, con aire abstraído recogió la mantilla del sillón y se echó a los hombros, con suma elegancia. Dio un paso en dirección del hombre, y se detuvo. Al ir a despedirse había palidecido.

—Amigo mío —dijo—, querido maestro, consejero y consolador, ahora veo y entiendo que vos servís, y que sois un servidor leal e incorruptible. Y siento toda la grandeza del Amo a quien servís.

Cerró los ojos, y después de un instante volvió a abrirlos.

—Pero antes de irme —dijo—, y es posible que no nos volvamos a ver, os ruego que respondáis a otra pregunta. ¿Me concederéis este último deseo?

—Sí —dijo él.

—¿Estáis seguro —preguntó ella— de que es a Dios a quien servís?

El cardenal alzó la vista hasta encontrar los ojos de su interlocutora, y sonrió dulcemente.

—Éste —dijo—, señora, es un riesgo que han de correr los artistas y los sacerdotes de este mundo.

La capa

Cuando el viejo gran maestro, el escultor Leónidas Allori, a quien llamaban el León de los Montes, fue detenido bajo la acusación de rebeldía y alta traición y condenado a muerte, sus discípulos lloraron y protestaron. Para ellos el escultor era un padre espiritual, angélico e inmortal. Se reunían en la hostería de Pierino, en las afueras de la ciudad, o en estudios y buhardillas donde podían sollozar abrazados en grupos de dos o tres o, apiñados, como un gran árbol sacudido por la tormenta que tiende sus ramas hacia lo alto, blandir diez pares de puños al cielo, en un grito de venganza contra la tiranía y de exigencia de libertad para el amado maestro.

Sólo uno de los discípulos siguió viviendo durante esos días como si no hubiera oído o entendido la terrible noticia. Era el discípulo que el maestro amaba más que a ningún otro, a quien llamaba hijo y que le llamaba padre. Interpretando su silencio como una expresión de pena infinita, los compañeros de Angelo Santasilia respetaron su dolor y le dejaron solo. Pero el verdadero motivo del ensimismamiento de Angelo era la pasión que sentía por la joven esposa del maestro, Lucrezia, con la cual el amor y el entendimiento habían llegado tan lejos que ella le había prometido ya que sería suya.

En disculpa de la esposa infiel debe decirse que, presa de una profunda agitación, resistió durante mucho tiempo al poder divino y despiadado que la poseía sin remedio. Hizo jurar a su enamorado por lo más sagrado, y juró ella misma, que nunca se cruzaría entre los dos una palabra o una mirada que el maestro mismo no hubiese aprobado; y sintiendo que no serían capaces de cumplir el juramento, imploró a Angelo que se fuera a París a proseguir sus estudios. Todo estaba preparado para el viaje: sólo cuando se dio cuenta de que tampoco esta resolución se cumpliría, se abandonó ella a su destino.

El discípulo infiel podía alegar también circunstancias eximentes, aunque quizá no todos los jueces las habrían aceptado. A pesar de sus pocos años había tenido ya muchas aventuras amorosas, y en cada una de ellas se había entregado totalmente a la pasión. Sin embargo, ninguna había dejado una impresión fuerte o prolongada en su ánimo. Era fatal que un día u otro una de esas aventuras adquiriese mayor importancia que las demás. Y era lógico, y quizá inevitable, que la amante elegida fuese la mujer de su maestro. A nadie había amado como a Leónidas Allori; a nadie había admirado tanto. Se sentía salido de las manos del maestro, como Adán de las manos de Dios; de estas mismas manos iba a recibir su compañera. Cuentan que en España, el duque de Alba, que era un hombre guapo y brillante, contrajo matrimonio con una dama de la corte, poco agraciada y de escasas luces, y le fue fiel. Cuando sus amigos, sorprendidos, le interrogaban bromeando al respecto, les respondía que la duquesa de Alba, por su propia condición e independientemente de sus cualidades personales, era forzosamente la mujer más deseable del mundo. Y así ocurrió con el discípulo desleal. Su fuerte inclinación amorosa, el Arte, que para él era un ideal supremo, y la profunda devoción que sentía hacia la persona del maestro se conjuraron para alumbrar un incendio que pronto le fue imposible atajar.

Tampoco estaba exento Leónidas de su parte de culpa en lo que había ocurrido a los dos jóvenes. En sus conversaciones cotidianas con el discípulo predilecto se complacía en describir en detalle los encantos de Lucrezia. Mientras la joven posaba para su hermosa e inmortal escultura, Psiqué con la lámpara, había hecho venir a Angelo al taller para que, a su lado, le ayudase en su labor, e incluso interrumpía el trabajo para señalar las gracias del cuerpo vivo, palpitante y ruborizado que tenían frente a ellos, extasiado como ante una obra de arte clásica. De esta extraña comunicación entre el viejo y el joven artista ninguno de los dos era realmente consciente, y si un tercero se lo hubiese hecho notar, lo habrían rechazado con indiferencia y quizá con desdén. Quien lo sospechaba era la mujer, Lucrezia. Y esto le hacía vislumbrar también, con algo parecido a la angustia y el vértigo, la dureza y la frialdad que pueden anidar en el corazón de los hombres y de los artistas, incluso hacia aquellos por quienes sienten la mayor ternura. Y el corazón de ella gemía en la más completa soledad, como el cordero al que el pastor lleva al sacrificio.

Ocurrió a la sazón que Leónidas, por ciertos detalles poco habituales en su vida cotidiana, se apercibió de que era vigilado y seguido, y ello le hizo temer por su vida; la idea de la muerte, y del próximo fin de su carrera artística, le asaltó con tal fuerza que todo su ser quedó poseído de ella. No habló del peligro a sus allegados porque en unas pocas semanas se habían convertido para él en algo infinitamente distante, y por ende infinitamente pequeño según las leyes de la perspectiva. Pensó en terminar la obra que estaba esculpiendo; pero pronto sintió que incluso el trabajo le distraía de modo ilógico e inconveniente de lo que le importaba verdaderamente. En los días que precedieron a la detención salió de su aislamiento y se mostró desacostumbradamente amable y considerado con cuantos le rodeaban. A Lucrezia la mandó a casa de un amigo que poseía un viñedo en las montañas a unas pocas millas de la ciudad; como no quería despertar sospechas, le dijo que lo hacía porque la veía pálida y febril, y convencido de que se servía de un pretexto para alejarla de su lado, sonrió al ver la profunda consternación con que ella acogió su mandato.

Lucrezia advirtió inmediatamente a Angelo de la decisión de su marido. Los amantes, que habían estado buscando ansiosamente una oportunidad de verse y satisfacer su pasión, se miraron a los ojos con la seguridad triunfante de que, a partir de entonces, todos los poderes de la vida se conjugarían para servirles, y que su pasión era como un imán que atraía u ordenaba todas las cosas en torno a ellos, obedeciendo a sus deseos. Lucrezia conocía ya la granja y explicó a Angelo cómo acercarse a la casa sin ser visto, por un sendero de las montañas, hasta el pie de su ventana. La ventana estaba orientada a poniente, y como la luna entraría en cuarto creciente, ella podría ver la sombra de su amante entre las vides. Él tiraría un guijarro contra el cristal y Lucrezia abriría la ventana. Al llegar a este punto de la conversación les falló la voz a ambos. Con objeto de recobrar la serenidad, Angelo contó a su enamorada que para la excursión nocturna había comprado a un amigo campesino, que andaba necesitado de dinero, una capa grande y hermosa de lana de color violeta, con bordados marrones. Todo esto se hablaba en el aposento de Lucrezia, contiguo al taller donde trabajaba el maestro, y la puerta que comunicaba las dos habitaciones estaba abierta. Los dos amantes fijaron la cita para la noche del segundo sábado.

Se separaron; y así como durante toda la semana siguiente la idea de la muerte y la eternidad no abandonó al maestro, la imagen del cuerpo de Lucrezia contra el suyo no se separó del joven discípulo. Este pensamiento, sin que en realidad se apartase un momento de su mente, parecía regresar una y otra vez como un alegre y sorprendente mensaje olvidado. «Ábreme, hermana mía, amada mía, paloma mía, pureza mía; que mi cabeza está empapada de rocío y mis cabellos están húmedos por el relente de la noche. Tú eres toda hermosura, mi amor; no hay en ti la menor imperfección. Mi amada me posee y yo la poseo a ella.»

En la mañana del domingo, Leónidas Allori fue detenido e ingresó en la cárcel. A lo largo de la semana siguiente fue sometido a varios interrogatorios, y es posible que el viejo patriota lograra exculparse de algunas de las acusaciones levantadas contra él. Pero esta vez las autoridades estaban decididas a acabar con tan peligroso enemigo, y además el propio prisionero había resuelto no alterar en modo alguno el sublime equilibrio anímico que había alcanzado. Desde el comienzo mismo no hubo duda alguna sobre cuál iba a ser el desenlace. Dictada la sentencia, se dio orden de que el domingo siguiente por la mañana el hijo más famoso del pueblo fuera colocado contra el muro de la cárcel, para caer en el empedrado con seis balas en el pecho.

Hacia finales de la semana el viejo artista pidió un permiso de doce horas para ir a ver a su mujer y despedirse de ella.

Su petición fue denegada. Pero era tanta la fuerza que había aún en aquel hombre, y tan radiante el halo de fama e integridad que rodeaba su persona, que sus palabras no podían desvanecerse fácilmente en los oídos de quienes las habían escuchado. De nuevo los jueces consideraron la petición del condenado, cuando éste había perdido ya toda esperanza.

Sucedió que alguien mencionó el caso en una reunión en la que estaba presente el cardenal Salviati.

—No cabe duda —dijo Su Eminencia— de que en este caso la clemencia sentaría un peligroso precedente. Pero el país, y la propia Casa Real, que posee algunas de sus obras, están en deuda con Allori. Con su arte este hombre ha hecho renacer muchas veces la fe de los hombres en sí mismos; tal vez ahora los hombres deban tener fe en él —reflexionó un poco, y prosiguió—: se dice que el maestro, ¿le llaman el León de los Montes, no es cierto?, es muy amado de sus discípulos. Podríamos ver si ha suscitado verdaderamente una devoción que desafíe a la muerte. Podríamos aplicar, en su caso, la vieja ley que permite que el prisionero salga de la cárcel por un período determinado, a condición de que encuentre un rehén que muera en su lugar si no regresa a tiempo.

»El verano pasado —dijo el cardenal—, Allori me hizo el honor de esculpir los relieves de mi villa de Áscoli. Le acompañaban su bella mujer y un discípulo joven y muy hermoso, Angelo, a quien llamaba hijo. Podríamos dejar en libertad a Leónidas durante doce horas para que se despida, según desea, de su mujer; pero con la condición de que el joven Angelo entre en prisión al tiempo que su maestro sale de ella, y tanto el artista joven como el viejo han de entender claramente que, pasadas las doce horas, en cualquier caso habrá una ejecución en el patio de la cárcel.

El sentimiento de que, dadas las circunstancias, lo correcto era hacer una excepción indujo a los poderosos caballeros que tenían que resolver sobre el caso a aceptar la sugerencia del cardenal. Se comunicó al condenado que su petición había sido aceptada, y se le informó de las condiciones. Leónidas envió un mensaje a Angelo.

El joven artista no se encontraba en su habitación cuando sus condiscípulos acudieron a comunicarle el mensaje y acompañarle hasta la cárcel. Aunque no le había prestado ninguna atención, la pena de sus amigos le perturbaba y entristecía porque en aquel momento concebía el universo como algo perfecto de belleza y armonía, y la vida como una gracia infinita. Se mantenía apartado de sus amigos con ánimo en cierto modo antagónico, como ellos se habían apartado de él por respeto y conmiseración. Se fue a pie a la lejana villa del duque de Miranda, a ver una estatua griega del dios Dionisio recientemente descubierta. Sin ser consciente de ello, quería que una poderosa obra de arte le confirmara en su convicción de la divinidad del mundo.

Así pues, sus amigos tuvieron que esperarle largo tiempo en la pequeña habitación en lo alto de la estrecha callejuela. Cuando el elegido llegó finalmente, cayeron todos sobre él y le comunicaron el triste honor que le había tocado en suerte.

Tan poco había entendido el discípulo predilecto la naturaleza y la magnitud del infortunio que se había abatido sobre él y sobre todos los demás, que los mensajeros tuvieron que repetir su historia. Cuando comprendió por último el mensaje, permaneció inmóvil largo tiempo, sumido en la más profunda consternación. Como un sonámbulo les interrogó acerca de la sentencia y la ejecución, y sus camaradas, con lágrimas en los ojos, respondieron a sus preguntas. Pero al llegar al ofrecimiento hecho a Leónidas y el llamamiento de éste a Angelo, la luz volvió a los ojos del joven, y el color a sus mejillas. Preguntó indignado a sus amigos por qué no se lo habían dicho enseguida, y sin esperar la respuesta se arrancó de sus brazos para dirigirse corriendo a la cárcel.

Pero al llegar al umbral se detuvo, penetrado de la solemnidad del momento. Había andado mucho y había dormido sobre la hierba; sus ropas estaban cubiertas de polvo y tenía un desgarrón en la manga. No queriendo aparecer en este estado ante el maestro, descolgó la capa nueva de la percha y se la echó sobre los hombros.

Los guardianes de la cárcel le estaban esperando; le condujeron a la celda del condenado y le hicieron entrar. El joven se precipitó en brazos de su maestro.

Leónidas Allori calmó a su discípulo. Para hacerle olvidar el presente, desvió la conversación hacia el tema de las constelaciones celestes, del que tantas veces había hablado al que veía como su hijo, y en cuyos secretos le había iniciado. Pronto sus grandes ojos y su clara y profunda voz elevaron al joven a las regiones estelares como si los dos, cogidos de la mano, hubieran vuelto al pasado y estuvieran conversando tranquilamente en un mundo libre de angustias y preocupaciones. Sólo cuando vio que las lágrimas se habían secado en la pálida faz del discípulo regresó el maestro a la tierra, y preguntó al joven si realmente estaba dispuesto a pasar la noche en la cárcel, en su lugar. Angelo respondió que sí.

—Te agradezco, hijo mío —dijo Leónidas—, las doce horas que me das, y que para mí son infinitamente importantes.

»Sí —prosiguió—, yo creo en la inmortalidad del alma, y quizás la vida eterna del espíritu sea la única realidad cierta. No lo sé aún, pero lo sabré mañana. Pero este mundo físico que nos rodea, estos cuatro elementos, aire, agua, tierra y fuego, ¿no son por ventura igualmente reales? ¿Y no es mi cuerpo también, con mis huesos y su médula, mi sangre en continuo movimiento y mis cinco gloriosos sentidos, divinamente verdadero? Hay quienes me creen viejo. Pero yo soy un campesino, de raza de campesinos, y la tierra es para nosotros una nodriza austera y generosa. Mis músculos y mis tendones son más duros y firmes que cuando era joven, mis cabellos son tan abundantes como entonces, mi vista está intacta. Todas estas facultades habré de dejarlas aquí, mientras mi espíritu se va por nuevos caminos y mi amada tierra de Campania acoge mi honrado cuerpo en su honrado seno, y se confunde con él. Pero yo quiero encontrarme con la Naturaleza cara a cara por última vez, y entregarle mi cuerpo con plena conciencia, como en un amable y solemne intercambio entre amigos. Mañana miraré al futuro, me recogeré y me prepararé para lo desconocido. Pero esta noche quiero salir libremente a un mundo libre, a las cosas que me son familiares. Contemplaré los ricos matices del crepúsculo, y después la divina claridad de la luna y las antiguas constelaciones que la rodean. Escucharé la canción del agua cristalina y probaré su frescor, respiraré el aliento dulce y amargo a la vez de los árboles y la hierba en la oscuridad y sentiré el suelo y las piedras bajo las plantas de los pies. ¡Qué noche me espera! Ceñiré en un solo abrazo todos los dones que he recibido, para devolverlos de nuevo en acción de gracias y de profunda aceptación.

—Padre —dijo Angelo—, la tierra, el agua, el aire y el fuego han de amarte necesariamente, porque eres el único en quien ninguno de esos dones se ha prodigado en vano.

—También yo lo creo, hijo mío —dijo Leónidas—. Siempre, desde los tiempos en que era un niño en mi casa del campo, he creído que Dios me ama.

»No te puedo explicar, porque el tiempo apremia, cómo, o por qué vía, he alcanzado la plena comprensión de la fidelidad infinita de Dios hacia mí. Ni cómo he llegado a entender que esa fidelidad es el factor divino supremo que rige el universo. Yo sé que en mi corazón he sido siempre fiel a la tierra y a la vida. Esta noche quiero ser libre para hacerles saber que nuestra separación es fruto de un pacto. Y mañana podré cumplir mi pacto con la grandiosa muerte y con lo que me espere —hablaba lentamente, y entonces se detuvo y sonrió—. Perdóname que hable tanto —dijo—, hace una semana que no hablaba con ninguna persona amada.

Pero cuando habló de nuevo, su voz y su semblante estaban impregnados de una profunda seriedad.

—Y tú, hijo mío —dijo—, tú, a quien debo gratitud por tu fidelidad durante tantos años felices y en esta noche, no dejes nunca de serme fiel. Estos días, entre estos muros, he pensado en ti. Muchas veces he deseado verte, no por mí sino porque quería decirte algo. Sí, tengo muchas cosas que decirte, pero he de ser breve. Sólo una cosa, pues, te encarezco: que guardes siempre en tu corazón la divina ley de la proporción, la regla de oro.

—Con gran alegría me quedaré aquí esta noche —dijo Angelo—, pero aún más alegremente te acompañaría, como tantas otras noches en que hemos paseado juntos.

Leónidas sonrió de nuevo.

—Mi camino esta noche —dijo— bajo las estrellas, por las sendas montañosas de hierbas altas y cubiertas de rocío, me lleva a un sitio, y a un sitio sólo. Por una noche, la última, estaré con mi mujer, Lucrezia. Te digo, Angelo, que para que el hombre, Su obra maestra, en cuyas fosas nasales Él insufló el hálito de la vida, pudiera abrazar la tierra, el mar y el aire, y confundirse con ellos, Dios le dio la mujer. En los brazos de Lucrezia sellaré, en la noche de la despedida, mi pacto con ellos.

Permaneció unos momentos inmóvil y en silencio.

—Lucrezia —dijo luego— se encuentra a unas pocas millas de distancia, al cuidado de buenos amigos. Les he pedido que no le digan nada de mi encarcelamiento ni de mi condena. Como no quiero exponer a mis amigos a ningún peligro, esta noche no sabrán que voy a su casa. Tampoco quiero llegar a ella como un hombre sentenciado a muerte, que despide olor a tumba, sino que nuestro encuentro ha de ser como la primera noche que pasamos juntos, y para ella el secreto será capricho y locura de joven amante.

—¿Qué día es hoy? —preguntó repentinamente Angelo.

—¿Qué día? —repitió Leónidas—. ¿Me lo preguntas a mí, que vivo en la eternidad, no en el tiempo? Para mí este día se llama el último día. Pero espera, déjame pensar. Para ti, hijo mío, y para quienes te rodean, el día de hoy se llama sábado. Mañana es domingo.

»Conozco bien el camino —dijo después pensativo, como si hubiera emprendido ya el viaje—. Por un sendero de la montaña me llegaré a su ventana en la parte de atrás de la granja. Cogeré un guijarro y lo tiraré contra el cristal. Ella se despertará y acudirá a la ventana preguntándose qué ha podido ser, me distinguirá entre las vides y me abrirá.

Respiró, y su poderoso pecho se ensanchó con el aire inspirado.

—¡Oh, hijo y amigo mío! —exclamó—. Tú conoces la belleza de esa mujer. Tú has vivido en nuestra casa y has comido en nuestra mesa, y conoces también su carácter gentil y alegre, su serenidad infantil y su inconcebible inocencia. Pero lo que no conoces, lo que nadie en el mundo conoce excepto yo, es la infinita capacidad de entrega de su cuerpo y su alma. ¡Cómo puede quemar esa nieve! Ella ha sido para mí todas las obras de arte gloriosas del mundo, todas juntas en un solo cuerpo de mujer. Su abrazo nocturno me restituía la fuerza para crear durante el día. Ahora mismo, cuando te hablo de ella, mi sangre se alza como una ola.

Dejó pasar unos segundos y cerró los ojos.

—Cuando regrese aquí mañana —dijo—, volveré con los ojos cerrados. Desde la puerta me conducirán a esta celda, y más tarde, en el muro, me vendarán los ojos. Estos ojos míos ya no me harán falta. Y no serán las negras losas, ni los cañones de los fusiles, lo que permanecerá en mis ojos cuando haya de separarme de ellos.

Volvió a guardar silencio un momento, y luego añadió en voz baja:

—En ocasiones, esta semana, no he sido capaz de recordar el perfil de su mejilla, de la oreja al mentón. Cuando amanezca mañana lo estaré mirando, y así no lo olvidaré nunca más.

Abrió los ojos, y su mirada radiante se cruzó con la mirada del joven.

—No me mires con tanta pena e inquietud —dijo— ni me compadezcas. No me merezco eso de ti. Por lo demás, no es piedad lo que debo inspirar esta noche, y tú lo sabes. Hijo mío, estaba equivocado: mañana, cuando vuelva, abriré los ojos una vez más para ver tu rostro, que tanto he querido. Haz que lo vea feliz y sereno como cuando trabajábamos juntos.

El carcelero hizo girar la pesada llave en la cerradura y entró en la celda. Les dijo que el reloj de la torre de la cárcel señalaba las seis menos cuarto; dentro de un cuarto de hora uno de los dos prisioneros tenía que salir del edificio. Allori respondió que estaba dispuesto, pero vaciló un momento.

—Me detuvieron —dijo a Angelo— en el taller, con el blusón de esculpir que llevaba puesto. Pero el aire puede ser más frío en las montañas. ¿Me prestas tu capa?

Angelo se sacó la capa violeta y la tendió a su maestro. Mientras trataba de cerrar el broche del cuello, con dificultad porque no conocía la prenda, el maestro cogió entre sus manos la joven mano que intentaba ayudarle.

—Qué elegante eres, Angelo —dijo—. Esta capa tuya es nueva y de precio. En mi aldea nativa los novios visten una capa así el día de la boda.

»¿Te acuerdas —añadió, dispuesto ya a partir— de una noche en que íbamos juntos y nos perdimos en las montañas? De pronto te desplomaste, exhausto y helado, y con un hilo de voz me dijiste que no podías dar un paso más. Yo me quité la capa, como has hecho tú ahora, y me envolví contigo en ella. Pasamos la noche juntos, el uno en brazos del otro, y arropado en mi capa te quedaste dormido casi enseguida, como un niño. Esta noche has de dormir también.

Angelo hizo un esfuerzo para ordenar sus pensamientos, y recordó la noche de que hablaba el maestro. Leónidas había sido siempre un montañero mucho más experimentado y vigoroso que él. Recordó el calor del ancho cuerpo, como el de un animal grande y amistoso en la oscuridad, contra sus miembros ateridos. Recordó también que, cuando se despertó, el sol ya estaba alto y las laderas de los montes relucían bajo sus rayos. Incorporándose, había gritado: «¡Padre, esta noche me has salvado la vida!». De su pecho salió un quejido inarticulado.

—Esta noche no nos despediremos —dijo Leónidas—, pero mañana por la mañana lo haré con un beso.

El carcelero abrió la puerta de la celda y la mantuvo abierta, mientras la figura alta y erguida cruzaba el umbral. Luego la puerta se volvió a cerrar, la llave giró en la cerradura y Angelo se quedó solo.

En los primeros momentos, el que la puerta estuviera cerrada y nadie pudiese entrar en la celda le pareció una bendición. Pero un instante después se desplomó pesadamente, como un hombre aplastado por una roca.

En sus oídos resonó la voz del maestro, y su figura se le apareció inundada de una luz sobrenatural, la luz del infinito universo del Arte. Desde este mundo de luz, cuyas puertas le abrió un día su padre, había sido arrojado ahora a la oscuridad. El hombre a quien traicionara le había abandonado y ahora estaba completamente solo. No se atrevió a pensar en el cielo estrellado, ni en la tierra, ni en el mar, ni en los ríos, ni en las estatuas de mármol que tanto había amado. Si en este momento el propio Leónidas hubiera querido salvarle, no habría sido posible. Porque el que no es fiel se destruye a sí mismo.

La palabra «infiel» le llovía de todas partes, como las piedras sobre el lapidado, y él recibía la lluvia de rodillas, con los brazos colgando, igual también que un lapidado. Pero finalmente amainó la lluvia, y cuando, tras un silencio, resonaron débilmente las palabras «la regla de oro», repetidas por el eco y grávidas de significado, Angelo se tapó los oídos con las manos.

«E infiel —pensó al cabo de un rato— por una mujer. ¿Qué es una mujer? Una mujer no existe hasta que la creamos, no tiene vida si no es por nosotros. No es más que un cuerpo y ni siquiera eso si no la miramos. Reclama la vida y necesita nuestra alma como espejo en que contemplar su hermosura. Los hombres deben arder, temblar y perecer para que ella sepa que existe y es bella. Cuando lloramos, ella llora también, pero de felicidad, porque entonces sabe de cierto que es bella. Para vivir, ha de tenernos constantemente en vilo.

»Si las cosas hubieran ido según sus deseos —siguió pensando—, todas mis fuerzas creadoras se habrían empleado en la tarea de crearla y mantenerla en vida. Nunca, nunca más habría producido una gran obra de arte. Y cuando me lamentase de mi infortunio no me entendería, sino que diría “¡pero si me tienes a mí!”. Mientras que con él, ¡con él yo fui un gran artista!».

Y sin embargo no era en Lucrezia en quien pensaba verdaderamente, porque para él no había en el mundo otro ser humano que el padre a quien había traicionado.

«¿Llegué a creer de verdad —pensaba Angelo— que fui, o habría podido ser, un gran artista, un creador de gloriosas estatuas? Yo no soy un artista, y nunca crearé una estatua gloriosa. Porque ahora sé que me he quedado sin ojos, ¡estoy ciego!».

Pasó un tiempo, y sus pensamientos regresaron lentamente de la eternidad al presente.

Su maestro, pensó, subiría por el camino y se pararía cerca de la casa, entre los viñedos. Cogería un guijarro y lo arrojaría contra el cristal, y ella abriría la ventana llamando al hombre de la capa violeta, como solía hacer en sus encuentros, «¡Angelo!». Y el gran maestro, el amigo fiel, el inmortal, el condenado a muerte comprendería que su discípulo le había traicionado.

Durante todo el día y la noche anteriores Angelo había andado mucho y comido muy poco, y ese mismo día no había probado nada en absoluto. Se sintió mortalmente cansado. Recordó la orden de su maestro: «¡Esta noche has de dormir!». Obedecer las órdenes de Leónidas le había dado siempre resultado. Se alzó lentamente y se dirigió tambaleándose al camastro en que su maestro había yacido. Se durmió casi de inmediato.

Pero mientras dormía tuvo un sueño.

Vio de nuevo, y más claramente que antes, la alta figura con la capa que subía por el sendero montañoso, se detenía, se inclinaba para recoger un guijarro y lo arrojaba contra la ventana. Pero en el sueño le siguió más allá, y vio a la mujer en brazos del hombre. «¡Lucrezia!» Y se despertó.

Se sentó en la cama. Nada había ya de sublime o sagrado en el mundo; el dolor mortal de los celos físicos le cortaba la respiración y recorría su cuerpo como una llama. Nada quedaba de la reverencia del discípulo por su maestro, el gran artista; y en la oscuridad el hijo mostró los dientes al padre. El pasado se había desvanecido, no había un futuro que esperar, todos los pensamientos del joven giraban en torno a lo mismo: el abrazo, a unas millas de distancia.

Recobró vagamente la conciencia y decidió no dejarse vencer otra vez por el sueño.

Pero se durmió de nuevo y soñó lo mismo, ahora más vívidamente y con multitud de detalles que él mismo rechazaba, que su imaginación sólo podía haber engendrado en el sueño, cuando no tenía dominio sobre ella.

Disipado el sopor, se sintió más despierto que antes y un sudor frío bañó sus miembros. Desde el camastro veía la chimenea en la que ardían aún unas pocas brasas. Se alzó de la cama, puso el pie desnudo sobre las pavesas y lo mantuvo inmóvil; pero estaban casi apagadas, y el fuego se extinguió bajo su pie.

Luego soñó otra vez y en el sueño se vio a sí mismo, silencioso y furtivo, que seguía al caminante sendero arriba y entraba detrás de él por la ventana. Cuchillo en mano, de un salto se precipitaba sobre los amantes, confundidos en su abrazo, y hundía el puñal, primero en el corazón del hombre y luego en el de la mujer. Pero la visión de las sangres mezcladas, empapando las sábanas, quemó sus ojos como un hierro al rojo vivo. Incorporándose de nuevo, medio dormido, pensó: «Pero no hace falta el cuchillo; puedo estrangularlos con mis manos».

Así transcurrió la noche.

Cuando el carcelero le despertó ya era de día.

—¿Has sido capaz de dormir? —preguntó el carcelero—. ¿Te fías del viejo zorro? Si quieres que te lo diga, me parece que te vas a llevar un buen chasco. Son las seis menos cuarto. A las seis en punto, el alcaide y el guardián mayor vendrán y se llevarán al pájaro que se encuentre en la jaula. Después vendrá el cura. Pero el que no vendrá es tu viejo león. Y dime la verdad, si estuviéramos tú y yo en su piel, ¿volveríamos acaso?

Cuando las palabras del carcelero entraron finalmente en la cabeza de Angelo, su corazón se llenó de un júbilo indecible. Nada había ya que temer. Dios le había concedido una escapatoria: la muerte. Una escapatoria fácil y agradable. Por un instante un pensamiento pasó por su atormentada mente: «Y es por él por quien voy a morir». Pero el pensamiento se desvaneció enseguida, porque no era realmente en Leónidas Allori en quien estaba pensando, ni en ninguna otra persona viviente. Sólo una cosa sentía: que en el último momento había sido perdonado.

Se levantó, se lavó la cara en la jofaina que había traído el carcelero y se peinó. Le dolía ahora la quemadura en el pie, y de nuevo se sintió lleno de gratitud. Recordó las palabras de su maestro acerca de la fidelidad de Dios. El carcelero le miró y dijo:

—Ayer me pareciste un hombre joven.

Al rato se oyeron pasos por el corredor enlosado, y un leve chasquido metálico. Angelo pensó: «Éstos son los soldados con sus fusiles». La pesada puerta giró sobre sus goznes, y entre dos guardias, que le llevaban cogido de los brazos, entró Allori. Como dijera la pasada noche, se dejó llevar por los guardias, con los ojos cerrados. Pero percibiendo o adivinando el lugar en que se hallaba Angelo, dio un paso hacia él. En silencio, de pie frente al joven, se desabrochó la capa, la alzó de sus hombros y la colocó en los hombros del otro. Al hacer este movimiento los dos cuerpos se acercaron hasta tocarse, y Angelo se dijo: «Quizá, después de todo, no abra los ojos ni me mire». Pero ¿había Allori faltado jamás a su palabra? La mano posada en la nuca de Angelo, para colocar la capa en torno a él, forzó ligeramente la cabeza hacia adelante, los grandes párpados temblaron y se abrieron, y el maestro miró a los ojos a su discípulo. Pero nunca después fue capaz el discípulo de recordar aquella mirada. Transcurrido un instante, sintió los labios de Allori en la mejilla.

—¡Hombre! —exclamó el carcelero sorprendido—, ¡bienvenido! No te esperábamos. Ahora ya sabes lo que te aguarda. Y tú —añadió, dirigiéndose a Angelo—, puedes irte. Mis superiores no vendrán hasta que no hayan sonado las seis; faltan aún unos minutos. El cura viene luego. Aquí las cosas se hacen con precisión. Y lo prometido, como sabéis, es deuda.

Paseo nocturno

Después que hubo muerto Leónidas Allori, un triste infortunio se abatió sobre su discípulo Angelo Santasilia: no podía dormir.

¿Creerían al narrador quienes hayan sufrido la experiencia del insomnio, si les dijera que desde un principio esta aflicción fue elegida libremente por su víctima? Y sin embargo, así fue. Angelo cruzó la puerta de la cárcel, donde había pasado doce horas como rehén de su maestro condenado, y entró en el mundo sin saber adónde dirigir sus pasos. Estaba totalmente solo, sin nadie a quien acudir, y pensó que el hombre cuya pena y vergüenza, como las suyas, eran mayores que las de ningún otro hombre, debía estar exento de las leyes que regían para los otros hombres. Decidió no dormir nunca más.

Había perdido la sensación del tiempo, y el anochecer lo cogió por sorpresa. No ignoraba que sus amigos, los otros discípulos del artista muerto, velaban esta noche, pero bajo ningún pretexto quería unirse a ellos porque sabía que hablarían de Leónidas Allori y le acogerían como el discípulo predilecto, el último en quien se posó la mirada del maestro. «Sí —pensó, y rió—, ¡como si yo fuera Elíseo, el sucesor del gran profeta Elías, sobre quien el pasajero del carro de fuego arrojó su manto!». Prefirió pues recorrer las tabernas y hosterías de la ciudad, donde gentes reunidas al azar gritaban y se disputaban, al aire vibrante de las canciones y el rasguear de guitarras, denso de los vapores del vino, el olor de las ropas y el sudor de extraños. Pero no bebía como los otros. Salía de una taberna para entrar en otra, y en las bodegas o en la calle se decía: «Nada de esto me atañe. Yo no voy a dormir nunca más».

En una de esas tabernas, en la noche del lunes al martes, conoció a Giuseppino, o Pino, Pizzuti, el filósofo, un hombre pequeño, encogido y de tez oscura como si le hubieran colgado de una chimenea para ahumarlo. Hacía muchos años Pizzuti había poseído el mejor teatro de marionetas de Nápoles, pero después la suerte le abandonó. Hecho preso, y cargado de cadenas, se le secaron tres dedos de la mano derecha y no pudo manejar nunca más sus títeres. Ahora erraba sin rumbo fijo, en la pobreza más absoluta, pero rodeado de una luz casi fosforescente de amor por la humanidad en general y de suave y comprensiva compasión por los seres humanos que se cruzaban en su camino. En compañía de este hombre pasó Angelo el día y la noche siguientes, y mirándole y escuchándole no tuvo dificultad alguna en mantenerse despierto.

El filósofo se dio cuenta enseguida de que tenía enfrente a un hombre desesperado. Para dar confianza al muchacho habló de sí mismo durante un tiempo. Describió sus títeres uno a uno, con precisión y entusiasmo, como si hubieran sido amigos verdaderos y colegas artistas, y con lágrimas en los ojos porque los había perdido.

—¡Ay, mis queridos muñecos! —gemía—, ¡qué fieles me eran y cómo confiaban en mí! Pero ahora están dispersos, sus brazos y piernas sin vida, sus hilos enmohecidos; del escenario han ido a parar a las profundidades del mar. Porque mi mano izquierda no puede ya moverlos, ni mi mano derecha sujetarlos.

Pero al poco rato, como siempre en su asendereada existencia, sus pensamientos se orientaron hacia la vida perdurable.

—No hay razón de apenarse —dijo—, en el Paraíso los encontraré y los abrazaré a todos. En el Paraíso tendré diez dedos en cada mano.

Más tarde, pasada la medianoche, Pino desvió la conversación hacia las circunstancias de Angelo, se percató enseguida de la situación y al poco rato la conocía como las yemas de sus siete dedos.

Y así, la noche siguiente Angelo le contó la historia entera, que no había sido capaz de contar a nadie en el mundo salvo al pobre vagabundo lisiado. Concluido el relato, la cara del anciano se iluminó con una expresión de armonía alta y solemne.

—No hay razón de apenarse —dijo—. Es bueno ser un gran pecador. ¿O habíamos los hombres de permitir que Jesucristo muriese en la cruz sólo por nuestras mezquinas mentiras y nuestra sórdida lascivia? ¡Si así fuera, sería de temer que el propio Salvador acabase contemplando con disgusto su obra de salvación! Por esta misma razón, como sabes, se hizo de modo que en la hora final de la cruz dos ladrones le acompañaran, uno a cada lado, para que Su mirada pudiera posarse en uno u otro. Ahora mismo quizá nos esté viendo, y diciéndose a Sí mismo con absoluta convicción: «¡En verdad, era necesario!».

Tras un instante, Pino añadió:

—Y yo soy Dimas, el ladrón crucificado, a quien le fue prometido el Paraíso.

Pero el jueves Pizzuti desapareció súbitamente de buena mañana, como una rata en la alcantarilla. Diciendo que iba a satisfacer una necesidad apremiante salió del tabuco y no regresó. Hubieron de pasar siete años antes de que Angelo volviera a ver a aquel hombre excelente. Y a medida que el silencio que creó su ausencia fue haciéndose más profundo y definitivo, el réprobo se dio cuenta de que ya no le hacía falta aferrarse a una decisión, porque no volvería a quedarse dormido nunca más.

Durante algún tiempo deambuló entre las gentes, siempre en la soledad más absoluta, como un joven asceta inexperto pero ambicioso, desnudo bajo el áspero sayal. Para no encontrarse con sus amigos de antaño decidió cambiar de vivienda, y se buscó una pequeña buhardilla al otro lado de la ciudad. Al principio le sorprendió que sus noches en vela no le resultaran largas, porque el tiempo parecía sencillamente haberse detenido; venía la noche, luego la mañana, y para él ni una ni otra tenían el menor significado.

Pero, de manera igualmente inesperada, el cuerpo se rebeló contra la mente y la voluntad. Llegó un momento en que, renunciando a su orgullo, imploró a los grandes poderes del universo: «Despreciadme, echadme de vuestro lado, pero dejadme ser como los otros, dejadme dormir».

Se compró opio, que no le hizo ningún efecto. Se compró un fuerte somnífero, que sólo logró alterar confusamente su sentido de la distancia, de modo que objetos y tiempos lejanos le parecían próximos, mientras que objetos que sabía muy cercanos —sus manos y pies, las losas de piedra de la escalera— los veía infinitamente distantes.

Para entonces su cerebro trabajaba con extrema lentitud. Un día vio por la calle a Lucrezia, que había vuelto a la ciudad y vivía con su madre. Pero hasta entrada la noche, cuando habían sonado ya las doce en los campanarios de las iglesias, no se dijo a sí mismo: «Hoy he visto a una mujer en la calle, y era Lucrezia». Y, después de un rato: «Le prometí una vez ir a verla, pero no fui». Durante mucho tiempo permaneció completamente inmóvil, rumiando esta idea, y al fin sonrió, como un hombre muy viejo.

Fue poco después de este día cuando empezó a dirigirse otra vez a los demás, y les pedía ayuda. Pero cuando solicitaba consejo, se ponía tan serio que hacía sonreír a quienes interpelaba, y le respondían en broma o hacían caso omiso de sus preguntas.

Una mañana se acordó de Mariana, la vieja en cuya taberna había conocido a Pizzuti. Sabía que amigos suyos habían recibido buenos consejos de esta mujer; no era imposible que pudiera serle de ayuda. Pero las burlas de aquellos a quienes pidió consejo le hacían sentir un cierto temor a abordar directamente a la gente, y necesitaba un pretexto para ir a ver a Mariana. Finalmente recordó que había olvidado allí la capa púrpura con los bordados marrones; sin vacilar, se dirigió a casa de la mujer.

La vieja Mariana se quedó mirándole un rato.

—Bien, bien, Angelo, hermoso cadáver —dijo—. Los cristianos no hemos de guardarnos rencor, y hoy te perdono que rechazaras mi sincero amor y, queriéndote yo, pensaras en otra mujer. Te ayudaré. Ahora escúchame bien y haz exactamente lo que te digo. Ve a la calle más ancha de la ciudad y desde ella entra por otra más estrecha, luego por otra aún más estrecha, y así sucesivamente. Cuando llegues a la calle más estrecha de todas, trata de encontrar un pasaje aún más estrecho y métete por él, recórrelo y respira una o dos veces ligeramente; así te quedarás dormido.

Angelo agradeció el consejo a Mariana y lo relegó a las capas más profundas de la memoria. Sólo cuando se hizo de noche decidió ponerlo en práctica.

Su habitación se encontraba en un callejón apartado. Tuvo que ir hasta el paseo más ancho y mejor iluminado de la ciudad. Hacía mucho tiempo que no iba por el centro y le sorprendió ver cuánta gente había en el mundo. Caminaban más deprisa que él, absorbidos en sus asuntos, y le pareció que un número igual de viandantes transitaba en los dos sentidos.

«¿Cómo es posible —se dijo— que todas las personas que viven al este del paseo hayan de ir al oeste, y viceversa? Hace pensar que el mundo está mal dirigido. La entera ciudad de Nápoles es como un gran telar, los hombres y las mujeres son las lanzaderas, y el tejedor trabaja esta noche. Y sin embargo, este gran designio —reflexionó mientras seguía caminando— no me concierne; otros se ocuparán de él. Yo he de concentrarme en lo que tengo que hacer».

Desde la Via di Toledo embocó una calle más estrecha, y luego otra aún más estrecha. «No es imposible —pensó, y una extraña esperanza le inundó el corazón— que esta vez me hayan dado el consejo justo».

Al cabo de un rato se encontró en un callejón tan estrecho que alzando la vista sólo se divisaba una delgada ranura de cielo estrellado, algo más claro que los aleros de las casas. El pavimento era muy irregular y no había faroles; tuvo que apoyar la mano en la pared para seguir avanzando. El contacto con la materia sólida le hizo bien: se sintió agradecido a la pared. De pronto el muro se desvaneció bajo la palma de su mano. Había un entrante, y una puerta abierta que daba a un pasaje sumamente estrecho. «Tengo suerte esta noche —pensó—, tengo suerte de haber dado con este pasaje tan estrecho». Avanzó hasta llegar a una puerta pequeña debajo de la cual asomaba una débil luz.

Por un instante guardó una inmovilidad absoluta. Allí le esperaba el sueño, y con la certidumbre del sueño le volvió la memoria. Sintió en la oscuridad que sus facciones duras y tirantes se suavizaban, y que sus párpados se cerraban levemente como los párpados de una persona que, feliz, se dispone a dormir. Fue un momento de retorno, y a la vez un comienzo. Alargó la mano, se acordó de respirar ligeramente dos veces y abrió la puerta. Vio una habitación pequeña y mal iluminada, con una mesa en la cual un hombre de pelo rojo estaba contando monedas.

La repentina aparición de un extraño no pareció sorprender al ocupante de la habitación; alzó la vista con aire indiferente y volvió a su anterior tarea. Pero el visitante sintió que el momento era decisivo.

El hombre de la mesa era feo, y nada había en él de amable. Y no obstante, en el hecho de que no hubiese cerrado la puerta con llave mientras contaba las monedas, permitiendo así entrar a un extraño, había una cierta actitud amistosa que parecía muy prometedora. «Pero ¿qué voy a decirle?», pensó Angelo.

Después de un momento dijo:

—No puedo dormir.

El hombre del pelo rojo dejó pasar un instante antes de alzar la mirada.

—Yo no duermo nunca —declaró, con extremada arrogancia.

Tras esta breve interrupción reanudó su labor. Disponía cuidadosamente las monedas en pilas de dos, las dispersaba con sus grandes manos y las volvía a colocar en pilas de cinco, las dispersaba de nuevo y, absorto en su tarea, componía otra vez pilas de seis, de diez y de quince, y por último de tres monedas. Finalmente se detuvo, y sin alzar las manos de las monedas se reclinó en el asiento. Mirando directamente frente a sí, repitió con profundo desdén:

—Yo no duermo nunca.

»Sólo los bobos y los gañanes duermen —prosiguió tras un momento—. Los pescadores, campesinos y artesanos han de tener sus horas de sueño a toda costa. Sus burdas naturalezas reclaman el sueño, incluso en las mejores horas de la vida. La fatiga les pesa en los párpados. Un Dios suda sangre en Su agonía a un tiro de piedra de distancia, pero a ellos se les cierran los ojos y ni el sonido de las alas de un ángel los despierta. Estos muertos vivientes no sabrán nunca lo que ocurrió, ni lo que se dijo, mientras yacían amontonados. Sólo yo lo sé. Porque yo no duermo nunca.

Súbitamente se dio la vuelta en la silla y miró a su visitante.

—Él mismo lo dijo —exclamó—, y si no hubiera estado sumido en una congoja tan profunda, ¿con qué desdeñosa altivez no habría hablado? Pero no hubo más que un gemido, como el de las olas rompiéndose contra la playa por última vez antes del fin del mundo. Él mismo se lo dijo, a los muy necios: «¿No podéis velar conmigo ni siquiera una hora?».

Durante un minuto miró a Angelo fijamente a los ojos.

—Pero nadie —concluyó lentamente, con indescriptible orgullo—, nadie en el mundo ha podido creer seriamente que yo mismo me durmiera aquella noche del Jueves en el huerto.

Acerca de los pensamientos ocultos y del cielo

Era un hermoso día de primavera y en la ladera frente a la villa blanca los almendros florecían en delicadas tonalidades rosáceas y coralinas, como el plumaje de los flamencos. Desde la terraza situada en lo alto se divisaba un vasto panorama, que ofrecía a la vista toda una gama de formas y colores: las lejanas montañas azules, el gris verdoso de los olivos en las laderas próximas, el camino polvoriento que serpenteaba en lo hondo del valle, las grandes nubes errabundas y la línea azul oscuro del mar en el horizonte, noble y recta como un diseño geométrico. Tanta era la armonía y la belleza del paisaje en el fresco atardecer, que hubiérase dicho que un ángel, por encima del hombro del espectador, hacía brotar las imágenes del caño de su flauta.

Angelo Santasilia, el famoso escultor propietario de la villa, estaba sentado en la terraza modelando unas figurillas de barro. Había sido una larga jornada de trabajo, y se sentía satisfecho de su labor. Pero sus tres hijos —dos niños de armoniosas proporciones y una niña de piel transparente como la flor del almendro y grandes ojos oscuros de infantil profundidad— le pidieron, antes de dejarse llevar a la cama, que las tres estatuillas ecuestres estuviesen terminadas para la mañana siguiente. Ninguno de los jinetes había de ser mayor que los otros, y sin embargo tenían que ser tan distintos entre sí que, sólo verlos, cada niño pudiese elegir el suyo. La tarea se había apoderado de la imaginación del artista, y ahora absorbía por completo su atención. Su mujer, Lucrezia, arropada en un chal carmesí, se hallaba sentada detrás de él y sonreía viendo la seriedad de su marido.

Un ruiseñor cantó desde un matorral lejano, y súbitamente se oyó a otro que respondía, feliz, desde las inmediaciones.

Angelo vestía su blusón de faena. Desde la última vez que le vimos, su excepcional belleza había alcanzado una nueva plenitud, una opulencia casi como de mujer.

Un hombrecillo descendió desde la casa hasta donde se encontraban los dos esposos. No llevaba el sombrero en la mano porque no tenía sombrero, pero su actitud era tan digna y deferente como si hubiera barrido el suelo con el plumero de un chambergo. Lucrezia fue la primera en verle y señaló la presencia del visitante a su marido, pero Angelo, que estaba dando el último toque a la figura de un caballo encabritado, no quería que le interrumpiesen. Cuando finalmente giró la cabeza y reconoció en la figura que se aproximaba al vagabundo Giuseppino Pizzuti, un amigo de tiempos pasados, agitó la mano a guisa de saludo.

Giuseppino saludó a su anfitrión como si acabaran de separarse aquella misma mañana. Pero los años no habían pasado en balde para él. Estaba aún más delgado que antes, e iba más pobremente vestido. Sus cejas estaban constantemente arqueadas, como si un asombro continuo y profundo las mantuviera en esa posición. Se le veía ingrávido, como una hoja seca y arrugada.

En un principio, la nueva situación en que encontró a su antiguo compañero de desdichas no pareció impresionarle mucho: es más, diríase que no se había percatado de ella. Pero cuando fue presentado a Lucrezia, la extraordinaria belleza de la mujer de su amigo le causó tal efecto, que se dirigió a Angelo llamándole «señor Santasilia» y «maestro».

—No —le interrumpió Angelo—, no me llames así. No soy un caballero ni un maestro. ¿Te acuerdas de dónde nos vimos por última vez?

—Sí —respondió Pizzuti tras una pausa—, fue en la taberna de Mariana la Rata, hogar de ladrones y contrabandistas, abajo en el puerto.

—En efecto —dijo Angelo—. No hay razón para que no nos hablemos como nos hablábamos allí.

Al poco rato Lucrezia observó que al huésped de su marido le faltaban tres dedos de la mano derecha, y apartó la vista. Estaba encinta de su cuarto hijo y temía que una impresión de fealdad pudiese dejar señal en el niño que iba a nacer. Se levantó pues con toda la presteza que permitía la cortesía, observando que el viajero querría seguramente comer y beber algo, y regresó a la villa a preparar un refrigerio. Los dos hombres la siguieron con la mirada hasta que desapareció por la puerta.

—¿Y cómo te ha ido, Pino —preguntó el anfitrión—, desde que nos vimos por última vez?

El anciano emprendió el relato de su vida. Había viajado mucho, había visto lugares y personajes famosos y había presenciado notables fenómenos naturales. Consoló a los afligidos y enderezó por el buen camino a los extraviados. De repente, se echó a llorar.

—¿Por qué lloras, Pino? —preguntó Angelo.

—¡Ay, amigo mío, llora conmigo! —respondió Pino—. Desde la última vez que nos vimos, he amado.

—¿Amado? —repitió Angelo, lentamente y con extrañeza, como si repitiera una palabra en lengua extranjera.

—¡Sí, amado, amado! —gritó Pino—. El dolor más acerbo ha penetrado incluso en este corazón mío, y lo ha desgarrado. Una mujer resplandeciente, triunfante como una canción, me miró... ¡y salió de mi vida!

—¿El dolor más acerbo? —repitió, como antes, Angelo.

—Era una gran señora que venía de Inglaterra —dijo Pino—. Hace tres años, en Venecia, mientras subía a su góndola me lanzó una mirada de diosa, una mirada tan profunda, viva y amable, que fue como si el cielo hubiera descendido a la tierra y anduviese por ella. La seguí, nos encontramos de nuevo, y cada vez sus ojos me hicieron el mismo saludo, surgido del inagotable tesoro de su alma. Una vez me habló. Era alta como una estatua, llevaba un vestido de raso que crujía suavemente, y su cabello era como la seda roja y dorada.

Pizzuti alzó la mano derecha al cielo.

—¡Pero a mí —exclamó— me faltan tres dedos y no podré hacer bailar nunca más a mis muñecos! ¡Cuando se fue, el mundo quedó vacío, y cuán lleno, sin embargo, de dolor! Sólo una cosa podía hacer, en mi infinito desvalimiento: hablar con alguien que, aunque sólo fuera una vez al día, pudiera pronunciar el nombre de ella. Permanecí en Venecia dos años, sentándome todos los días al lado de su gondolero, un patán que no sabía cantar ni tocar ningún instrumento, con la única esperanza de que pronunciase el nombre de aquella mujer, que en sus labios sería como la música más armoniosa. Pero el gondolero se casó, y la mujer me echó de su casa. ¡Oh, Angelo Santasilia! ¡Toda la vida que hay en mí se está consumiendo!

Pino inclinó la cabeza sobre el pecho; las lágrimas cayeron de su rostro al negro manto grasiento.

—Esto no ha de preocuparte —dijo Angelo—. Es bueno tener una gran pena. ¿O habríamos de permitir los humanos que Jesucristo haya muerto en la cruz por nuestro dolor de muelas?

Tras un instante continuó:

—Dime su nombre, Pino. Te quedarás en mi casa y lo pronunciaré una vez al día.

Pino cerró los ojos, trató dos veces de hablar, pero ningún sonido salió de sus labios.

—No puedo —susurró.

La doncella de Lucrezia, colorada y sonriente, salió de la casa con una bandeja en la que llevaba vino, queso y pan, y un pollo frío. Angelo escanció el vino para su amigo y para él mismo. Era evidente que el viejo vagabundo estaba hambriento, pero no obstante comió y bebió pausadamente, como hacía todas las cosas.

—Y a ti, Angelo —preguntó—, ¿cómo te ha ido la vida?

Ahora era el turno de Angelo de relatar su vida durante los siete años transcurridos. Le contó a Pino las obras que había esculpido desde la última vez que se vieron, los grandes encargos que recibía de príncipes y cardenales, los alumnos que acudían en tropel al taller y los hijos que había tenido. Cuando terminó, los ojos de Pino se cruzaron con los suyos y durante un tiempo permanecieron los dos sentados en silencio. A Angelo le parecía extraño estar sentado de nuevo junto a Pizzuti.

—Como ves, Pino —dijo al fin lentamente—, todo eso, el arte, una bella mujer, unos hijos hermosos, la fama, los amigos, la riqueza, es lo que constituye la felicidad de un hombre, mi vida beata. Pero tú sabes que hay ríos que desaparecen a veces y siguen su curso bajo tierra durante una o dos millas. En la tierra crecen bosques y jardines, pero debajo de ellos corre el río. Del mismo modo un río corre debajo de mi felicidad, y sólo a ti puedo hablarte de él. Este río es el secreto que Lucrezia guarda y me oculta. Porque no sé qué ocurrió la noche en que fui rehén de Leónidas Allori en la cárcel.

»Nunca me ha hablado de ello. Muchas veces he esperado una palabra de sus labios que resolviera el enigma. La esperé en nuestra noche de bodas y el río siguió su profundo curso debajo de nuestro lecho nupcial. La esperé un día en que nos paseábamos por la playa, soplaba el viento del mar y ella me miró. Pero ella no ha hablado nunca, sus dulces y carnosos labios han permanecido sellados. Cuando era más joven pensé que la tendría que matar si seguía guardando silencio.

»Pero he reflexionado —prosiguió— y nada puedo exigirle. Porque el entero ser de las mujeres es un secreto, que debe respetarse. Y en ellas, otro secreto profundo acaba formando parte de su ser, se convierte en un encanto más, un tesoro oculto. Se dice que el árbol bajo el cual un asesino entierra a su víctima muere, pero el manzano bajo el cual una muchacha entierra al recién nacido que acaba de matar florece con más esplendor y da frutas más perfectas que los otros, transforma el crimen escondido en una flor blanca y rosada, de delicioso aroma. Tampoco ella habrá de decirme su secreto, y yo no espero que lo haga.

Contempló el valle a sus pies.

—Y he pensado también —dijo— que cuando finalmente le pida a Lucrezia: «Dime, porque estoy sufriendo, lo que ocurrió la noche en que Leónidas Allori fue a verte a la casa del vendimiador en las montañas. ¿Supo el maestro entonces que tú y yo le habíamos traicionado?», ella me mirará, con sus claros ojos oscurecidos por la pena, y responderá: «¡Sabías pues que tu maestro fue a la casa del vendimiador en las montañas, y nunca me dijiste que lo sabías! Durante siete años me has ocultado día y noche que lo sabías, y ni siquiera mis besos han podido hacerte hablar». Quizás, después de esto, me abandonará para siempre. O quizás se quedará conmigo, por los niños y por el señuelo de mi vasta fama. Pero nunca volverá a ser mi mujer, feliz y sonriente.

»Y al fin entiendo que ella tiene razón. Porque en el pensamiento y en la naturaleza de un hombre un secreto es algo feo, como un defecto físico escondido. Y así pues —concluyó—, el río corre por debajo de mi vida.

Pino permaneció callado un momento, miró a su amigo y luego miró a las montañas.

—¿Y ahora —preguntó— puedes dormir?

—¿Dormir? —repitió Angelo en el mismo tono de antes, como si repitiera una palabra en otro idioma—. Sí, ¿te acuerdas de cuando no podía dormir? Ahora sí, gracias, ahora puedo dormir.

De nuevo hubo un silencio.

—No —dijo Pino súbitamente—, te equivocas, y las cosas no son como te las imaginas. Da la casualidad de que yo lo sé. Una persona que, por tratarse de ti, se interesa muchísimo en este asunto, podría, por tu bien, preguntar a Lucrezia: «¿Qué sucedió la noche en que tu amante ofreció en prenda su vida por la de tu marido? ¿Llegó a saber entonces el gran artista que vosotros dos, que erais lo que más quería en el mundo y cuyos corazones y destinos había manejado como los cordeles de una marioneta, le habíais traicionado? ¿Quebró el golpe su gran corazón, o lo resistió tambaleándose, fiel a la ley de la regla de oro?». Quizá entonces ella mirase a su interlocutor, con ojos tan claros que él se sentiría avergonzado de haber podido dudar siquiera un momento de la sinceridad de sus palabras, y le respondiera: «Lamento mucho no poder decírtelo, pero no me acuerdo. Lo he olvidado».

—¿Me estás diciendo —inquirió Angelo en voz baja— que se lo has preguntado?

—Hoy he visto a tu mujer por primera vez —respondió Pino—, pero olvidas que en un tiempo escribí piezas teatrales para marionetas. Tenía entonces una muñeca deliciosa, la jeune première de mi teatro, de rosadas mejillas, blanco seno y ojos de cristal negros y transparentes, que se parecía a Lucrezia.

Después de una pausa el anciano miró de nuevo a Angelo y vio que sonreía levemente.

—¿En qué piensas, Angelo? —preguntó.

—Estaba pensando en esos pequeños instrumentos que llamamos palabras, y de los que hemos de servirnos en esta vida nuestra. Pensaba cómo cambiando el tono de dos palabras en una frase de todos los días, cambiamos nuestro mundo. Porque mientras hablabas he pensado primero: «¿Es posible?»; y después, al cabo de un momento: «Es posible».

Durante algún tiempo charlaron de otras cosas, y, para complacer a Giuseppino, Angelo le indujo a hablar de su teatro de marionetas. Pero de vez en cuando la sonrisa se borraba de la faz del viejo director de teatro, y la melancolía le poseía de nuevo.

—Pero escucha, Pino —dijo su amigo—. Hoy estás siete años más cerca de tu cielo que cuando nos vimos por última vez. Allí encontrarás a tus muñecas y a tu dama inglesa. Porque, ¿sigues siendo Dimas, el ladrón a quien en la cruz le fue prometido el Paraíso?

—Bueno, Angelo —dijo Pizzuti, rascándose la cabeza con sus dos dedos—, has mencionado algo sobre lo cual he reflexionado mucho. Sigo creyendo, ciertamente, que soy aquel gran pecador a quien se dio la esperanza. Pero ¿qué ocurrió realmente con el ladrón de la cruz?

»“Hoy mismo estarás conmigo en el Paraíso”, le dijo el Salvador. Pero cuando en la tarde del Viernes Santo Dimas se presentó a las puertas del Paraíso, Cristo no estaba allí, y como tú sabes transcurrieron cuarenta días antes de que Él regresara a Su casa en todo Su esplendor. Es muy probable que el joven Rey de los Cielos, en aquellos días de grandes acontecimientos, no pensara mucho en la invitación que dirigió al ladrón. Pero yo sé, mejor que nadie, en qué estado de confusión y ansiedad el invitado, pobremente vestido, se acercó a la puerta de los Cielos.

»Me he preguntado —siguió Pino— quién había en realidad detrás de la puerta que Dimas miraba fijamente, con autoridad suficiente para dejar entrar a un ladrón en el Paraíso. La Piedra de la Iglesia, Pedro, el Gran Pescador, en esta hora tenebrosa se hallaba escondido en la parte de atrás de la mansión del sumo sacerdote, más lejos del Paraíso de lo que nunca estuviera, antes o después. Santa María Magdalena, a quien Dimas había conocido en Jerusalén, sollozaba en su larga cabellera y aún no había resuelto ir a la tumba. Estos santos amigos que ahora nos son familiares, San Francisco, San Antonio o la dulce Santa Catalina, no entraron en el celestial escenario hasta muchos siglos después. La bendita Virgen María, si en aquel entonces hubiera sido Reina de los Cielos, viendo lo que pasaba en el corazón de Dimas habría acudido ella misma a la puerta, con su corona y su séquito de ángeles. Pero aquella noche del viernes ni siquiera su fuerte corazón podía soportar ninguna otra cosa. Y sin embargo, imagino que después de un largo rato los niños que Herodes hizo matar en Belén acudieron corriendo en torno al recién llegado. Sin duda les hizo reír la triste figura derrumbada como un montón de huesos rotos. Quizás le señalaron con el dedo, como hacen los niños con un inválido harapiento. Pero al final dos de ellos corrieron a advertir a Santa Ana, la bendita abuela de Jesucristo. Y cuando esta santa mujer apareció en la puerta y le interpeló, Dimas comprendió de pronto que para los bienaventurados del Cielo todo se explica y todo está claro, ya que incluso después de los acontecimientos del Viernes Santo ella seguía siendo suave y reluciente como un cirio encendido.

»He imaginado la conversación de los dos:

»—Entra, entra, buen hombre —dice la dama—, te esperábamos. Pero mi nieto se ha retrasado, porque ha creído necesario descender a los infiernos.

»—Señora —responde Dimas, muy avergonzado—, debe de haber algún error, como suponía, y es allí donde le veré de nuevo. ¿Podríais indicarme el camino, que nada deseo tanto como estar donde Él esté?

»—¡Desde luego que no! —exclama Santa Ana—. Tú has de hacer lo que te han dicho. Yo misma tengo un gran deseo de hablar con alguien que lo ha visto hace poco.

»—Señora —insiste Dimas—. ¿Cómo puede uno como yo hablar con vos de algo que no le es dado describir a ningún mortal?

»—Lo sé, lo sé —dice la Santa Abuela—. ¿Quién puede saberlo mejor que yo? Buen hombre, tú no le viste cuando aprendió a caminar. Yo misma le sostenía por una de sus manitas y su madre le sujetaba por la otra. ¡Nunca he visto a un niño más parecido a su madre! Sí, es como tú dices, ¡es indescriptible!

»Y llevado de la mano de Santa Ana, la misma mano de la que ella hablara, Dimas cruzó el umbral del Paraíso.

Angelo rió al escuchar el relato de su amigo.

—Sí, si tuviera aún mi teatro —dijo Pizzuti, arrastrado por su propia elocuencia—, pondría en escena este episodio. ¿No habría resultado sublime y emocionante, querido Angelo? Ahora habré de contentarme con que esta escena se haga realidad un día.

»Y tú mismo —dijo un minuto después—, ¿irás al Paraíso? ¿Y nos encontraremos allí y hablaremos como hablamos ahora?

Durante un largo rato, Angelo no supo qué responder. Tomó una de sus figurillas de barro y la puso sobre la balaustrada, un poco a la izquierda.

—Un hombre es más que un hombre —dijo pausadamente—. Y la vida de un hombre es más que una vida. El joven que fue el discípulo predilecto de Leónidas Allori, que sentía que de la mano de su maestro llegaría a ser el artista más grande de su tiempo, y que amaba a la esposa de su protector, ése no irá al Cielo. Era demasiado ligero para subir tan alto.

Colocó otra figurilla a cierta distancia de la primera y a su derecha.

—Y este famoso escultor, Angelo Santasilia —prosiguió—, a quien príncipes y cardenales suplican que trabaje para ellos, este buen marido y padre, tampoco irá al Cielo. ¿Y sabes por qué? Porque no tiene ningún deseo de ir allí.

Colocó la última figurilla entre las otras dos, más atrás en la balaustrada.

—¿Ves, Pino? —dijo suavemente—. Estas tres figurillas están situadas en tres de los ángulos de un rectángulo, cuya anchura es a su longitud lo que la longitud es a la suma de las dos dimensiones. Como tú sabes, éstas son las proporciones de la regla de oro.

Dejó reposar las hábiles manos sobre sus rodillas.

—Pero —concluyó muy lentamente— el joven a quien conociste en la taberna de Mariana la Rata, el hogar de los ladrones y contrabandistas, abajo en el puerto, el joven con quien hablaste aquella noche, Pino, éste sí que irá al Cielo.

Cuentos de dos viejos caballeros

Dos viejos caballeros, viudos los dos, jugaban a los cientos en un gabinete contiguo a un salón de baile. Terminado el juego, hicieron colocar sus butacas frente a la puerta abierta para ver a los que bailaban, y permanecieron sentados con aire satisfecho, saboreando su vino y arrugando ligeramente la delicada nariz para absorber, con la melancólica superioridad de los años, la fragancia de la juventud que danzaba frente a ellos. Hablaron primero de viejos escándalos de la alta sociedad —los dos se conocían desde niños— y del triste fin de algunos amigos comunes; pasaron luego a tratar de cuestiones políticas y dinásticas y finalmente su conversación recayó sobre la complejidad del universo en general. Después permanecieron callados un momento.

—Mi abuelo —dijo uno de los ancianos caballeros rompiendo el silencio—, que fue un hombre muy feliz, sobre todo en su matrimonio, había concebido una filosofía propia, que en el curso de mi existencia he tenido ocasión de recordar muchas veces.

—Me acuerdo muy bien de tu abuelo, mi buen Matteo —dijo el otro—. Un hombre corpulento pero no desprovisto de gracia, de piel fina y sonrosada. Más bien taciturno.

—Taciturno, en efecto, mi buen Taddeo —asintió Matteo—, porque, según su filosofía, toda discusión es una pérdida de tiempo. Es de mi brillante abuela, su mujer, de quien me viene la afición a discutir. Y sin embargo, una noche, siendo yo muy joven, mi abuelo condescendió amablemente a exponerme su teoría. Estábamos, me acuerdo, en un baile como éste, y mientras él hablaba yo no pensaba más que en escabullirme. Pero mi abuelo, ya entrado en materia, no iba a soltar a su joven oyente hasta que no le hubiera explicado toda su teoría. Dijo mi abuelo:

»—Los seres humanos sufrimos mucho. Conocemos muchas horas oscuras, de duda, temor y desesperación, porque no podemos conciliar nuestra idea de la divinidad con lo que vemos en el universo que nos rodea. Yo mismo, cuando era joven, reflexioné mucho sobre este problema. Más tarde llegué a la convicción de que entenderíamos la naturaleza y las leyes del universo con más claridad y profundidad si aceptásemos desde un principio que su creador y mantenedor es un ser de sexo femenino.

»”Hablamos de la Providencia y decimos: ‘El Señor es mi pastor, nada me ha de faltar’. Pero en lo hondo de nuestro corazón sabemos que lo que queremos de nuestros pastores...”, porque la principal fuente de ingresos de mi abuelo —intercaló el narrador— eran sus abundantes rebaños de ovejas en la provincia de las Marcas, “... es que cuiden de nuestros rebaños de manera muy distinta a como nos criaron a nosotros, que no parece que nos haya reportado más que sangre y lágrimas.

»”Pero si, en cambio, decimos de la Providencia: ‘Ella es mi pastora’, enseguida vemos la clase de cuidados que podemos esperar.

»”Porque para una pastora las lágrimas son benéficas y preciosas, como la lluvia —acuérdate de la vieja canción, ‘il pleut, il pleut, bergère’—, y como las perlas o las estrellas fugaces que recorren el firmamento: todos son fenómenos divinos y símbolos de las esferas más altas y más profundas del conocimiento humano. En cuanto a verter la sangre, esto para nuestras pastoras como para cualquier dama es un alto privilegio que va inseparablemente unido a los momentos más sublimes de la existencia, a su perfeccionamiento y su santificación. ¿Qué niña no derrama gozosa su sangre para devenir virgen, qué prometida no derrama la suya para convertirse en esposa, qué joven esposa no vierte la suya para ser madre?

»”El hombre, angustiado y perplejo ante la relación entre lo divino y lo humano, trata constantemente de encontrar un punto de referencia en su experiencia cotidiana. La equipara a la relación entre el tutor y su pupilo, o entre el oficial y el soldado, y busca y revuelve sin cesar hasta caer en el desaliento. Las damas, cuya naturaleza es más próxima a la de la divinidad, no se toman tanta molestia: para ellas la relación entre el universo y su Creador es claramente de índole amorosa. Y en una relación amorosa, buscar y revolver es algo absurdo e indecoroso. No puede haber, pues, una mujer que sea verdaderamente atea. Si una dama te dice que es atea, o es una criatura adorable, en cuyo caso es coquetería, o es un ser depravado y te está mintiendo. La mujer no cesa de asombrarse ante la insistencia de los hombres en hacer preguntas, porque sabe bien que no obtendrán jamás una respuesta que no sea la que obtuvo el rey Alejandro Magno de la sibila de Babilonia. Por si no te acuerdas del cuento, te lo voy a relatar:

»”A su triunfante regreso de la India, el rey Alejandro oyó hablar de una joven sibila en Babilonia que podía predecir el futuro, y ordenó que la trajeran a su presencia. Cuando la mujer, de negros ojos, pidió una recompensa por sus servicios, Alejandro se hizo traer por un soldado una arqueta llena de piedras preciosas que venían de todos los rincones de la tierra. La sibila revolvió en la arqueta y extrajo dos esmeraldas y una perla; luego, cediendo al deseo del rey, le prometió que le diría lo que hasta entonces no había dicho a nadie.

»”Lenta y deliberadamente, con un dedo levantado todo el tiempo en el aire y después de rogar al rey que prestase la máxima atención a lo que le decía, porque le estaba vedado repetir una sola de sus palabras, la sibila explicó a Alejandro con qué raras maderas tenía que edificar la sagrada pira, con cuáles conjuros encenderla y qué partes de un gato y de un cocodrilo había de colocar encima. Después permaneció un largo rato en silencio. ‘Y ahora, rey Alejandro —dijo finalmente—, llegamos a lo más íntimo del secreto. Pero no diré ni una palabra más si no me das el gran rubí que dijiste al soldado que pusiera aparte, antes de traerte la arqueta’. Alejandro era reacio a separarse del rubí, porque había pensado regalárselo a su amante Thais cuando volviera a su reino, pero sentía que ya no podría vivir sin saber el final del encantamiento: ordenó que le trajesen el rubí y lo entregó a la sibila.

»”‘Escucha pues, Alejandro —dijo la mujer, poniendo un dedo en los labios del rey—. En el momento en que mires el humo, no has de pensar en el ojo izquierdo del camello. Pensar en el ojo derecho ya es bastante peligroso, pero si piensas en el izquierdo te habrás perdido’.

»Y ésta es la filosofía de mi abuelo —dijo Matteo.

La historia de su amigo hizo sonreír ligeramente a Taddeo.

—Esta vez —prosiguió Matteo después de una pausa— me la han hecho recordar estas jóvenes damas que tenemos ante nosotros, trazando con tan perfecta libertad estas figuras tan estrictamente reguladas. Casi todas ellas, como tú sabes, se han educado en el convento y hace poco salieron de allí para casarse, el año pasado quizá, tal vez la semana pasada.

»¿Cómo ve el universo una niña educada en un convento? Por mi prima, que es superiora de la más antigua de esas casas, tengo un cierto conocimiento de lo que ocurre en ellas. En todo el edificio, amigo mío, no encontrarás un espejo, y una muchacha puede pasar diez años en un convento y salir sin saber si es fea o agraciada. Las celdas están blanqueadas, las monjas visten de blanco y negro y las jóvenes alumnas han de llevar unos guardapolvos grises, que parece que en el mundo sólo haya aquellos dos colores y su triste combinación. El viejo jardinero que cuida el jardín del convento lleva una campanilla atada a la pierna, para que su tintineo advierta a las doncellas de la proximidad de un hombre y puedan huir como cervatillos al acercarse el cazador. Cualquier beso, cualquier ingenua caricia entre compañeras, ligeras e inocentes mariposas de Eros, son perseguidos por las alarmadas monjas a golpes de matamoscas, como si fueran avispas.

»De esta fortaleza cerrada, nuestra ascética virgen en flor es arrojada al mundo para contraer matrimonio. ¿Y cuál es entonces, ya desde el primer día, el objeto de su existencia? Hacerse deseable a los ojos de todos los hombres, y encarnar el deseo mismo para uno solo de ellos. El espejo será su principal mentor y confidente; el conocimiento de las modas, sedas, puntillas y abanicos, su principal materia de estudio; el cuidado de su hermoso cuerpo, desde cepillar y rizar su cabellera hasta pintarse las uñas de los pies, su ocupación de todo el día; y el abrazo y las caricias de un marido joven y ardiente serán el premio de su aplicación en el estudio.

»Amigo mío, un joven al que preparasen de una manera tan inconsecuente para su misión en la vida protestaría y discutiría y se rebelaría contra su tutor, como los hombres, ¡ay!, protestan, discuten y se rebelan contra el Todopoderoso. Pero una muchacha está de acuerdo con su madre, con la madre de su madre y con la madre común, Madre Divina del Universo, en que el único método para hacer una mujer de mundo, deslumbrante y adorable, es educarla en un convento.

»Yo podría —dijo después de una pausa— contarte una historia que demuestra la compenetración que existe entre las jóvenes y la Gran Paradoja.

»Un aristócrata contrajo matrimonio con una joven recién salida del convento, de la que estaba profundamente enamorado, y la misma noche de bodas se la llevó con él a su villa. Mientras iban en el carruaje le dijo: “Amor mío, esta noche voy a introducir algunos cambios en mi hacienda, y pondré a tu nombre parte de mis propiedades. Pero tengo que decirte antes que hay en la casa un objeto que me reservo para mí, y cuya propiedad no has de reclamar jamás. Te ruego que no me hagas preguntas y no trates de saber cuál es este objeto”.

»En el salón pintado al fresco en que se sentó a cenar con su mujer, el señor ordenó que trajeran a su presencia al caballerizo y le dijo: “Atiende a lo que te ordeno y recuérdalo bien. Desde este momento mis establos, y todo lo que hay en ellos, pertenecen a mi esposa la princesa. Ningún caballo o carroza, ninguna silla o arnés, ni siquiera el látigo del cochero, son de mi propiedad de ahora en adelante”.

»Acto seguido llamó a su mayordomo y le dijo: “Toma buena nota de mis palabras. Desde este momento todos los objetos de valor de mi casa, todo el oro y la plata, todos los cuadros y estatuas, son propiedad de mi esposa la princesa, y yo ya no tengo ningún derecho sobre ellos”.

»Hizo llamar después al ama de llaves de la villa y le dijo: “A partir de hoy toda la ropa de cama, sedas, puntillas, damascos y brocados de mi casa pertenecen a mi esposa la princesa, pues yo renuncio por entero a su propiedad. No olvides lo que te he dicho, y obra en consecuencia”.

»Por último llamó a una anciana que había sido doncella de su madre y de su abuela, y le comunicó: “Escúchame bien, mi fiel Gelsomina. Todas las joyas que pertenecieron a mi madre, a mi abuela o a cualquiera de las señoras de la casa desde esta noche pertenecen únicamente a mi esposa la princesa, que las lucirá con la misma gracia que mi madre o mi abuela, y podrá hacer con ellas lo que le plazca”.

»Entonces besó la mano de su mujer y le ofreció el brazo. “Y ahora, amor mío —dijo—, ven conmigo, que quiero mostrarte el solo objeto precioso que, única entre mis propiedades, me reservo para mí”.

»Con estas palabras la condujo escaleras arriba hasta su habitación, y la dejó, turbada y sin saber qué pensar, en medio de la pieza. Luego le alzó el velo de novia de la frente y la despojó de las perlas y los diamantes. Desabrochó el pesado vestido de boda, de larga cola, lo dejó caer a sus pies, y una tras otra le sacó las enaguas, el corsé y la camisa hasta que quedó frente a él, ruborizada y confusa, tan hermosa como Eva apareciera a Adán por primera vez en el Paraíso. Después la hizo girar muy suavemente para que se viese en el gran espejo de la pared.

»“Ésta es —dijo— la única cosa de mi hacienda que está exclusivamente reservada para mí”.

»Amigo mío —dijo Matteo—, un soldado que reciba una orden así de su superior moverá la cabeza descontento, se quejará diciendo que qué estrategia es ésta, y afirmará que si pudiera desertaría. Pero una mujer, ante esta misma orden, se limita a asentir.

—Pero —preguntó Taddeo— ¿logró el aristócrata de tu cuento, mi buen Matteo, hacer feliz a su esposa?

—Para un marido siempre es difícil, mi buen Taddeo —respondió Matteo—, saber si hace o no feliz a su mujer. Sin embargo, en lo que se refiere a la pareja de mi cuento, la señora, en su vigésimo aniversario de boda, tomó a su marido de la mano, le miró fijamente a los ojos y le preguntó si recordaba aún la primera noche de su vida de casado. «¡Dios mío! —dijo ella—. ¡Qué aterrorizada estuve durante media hora, cómo temblé! Si no hubieras incluido en tus instrucciones la última cláusula —exclamó, echándose en brazos de él—, ¡cuán desdeñada y traicionada me habría sentido! ¡Qué perdida, Señor, habría estado!».

Frente a los dos ancianos señores, la contradanza se mudó en vals, y toda la sala de baile se meció y balanceó como un jardín bajo la brisa de verano. Luego, la seductora melodía vienesa se desvaneció a su vez.

—Quisiera contarte —dijo Taddeo— otra historia, que podría o no corroborar las teorías de tu abuelo.

»Un noble de ambicioso carácter, y con una brillante carrera en su haber, habiendo dejado atrás la primera juventud, decidió casarse y emprendió la búsqueda de su futura mujer. Durante una visita a la ciudad de Bérgamo conoció a una familia de antiguo e ilustre linaje, pero de escasos medios de fortuna. En un palacio vasto y sombrío vivían los padres con siete hijas; un solo hijo, aún en la niñez, coronaba el hermoso ramillete. Las siete hermanas eran muy conscientes de que su existencia individual no estaba justificada, porque su nacimiento había supuesto un fracaso en el intento de dar un heredero al nombre y eran, por así decir, números que su antigua casa había jugado en la lotería de la vida y la muerte, y que no habían salido en el sorteo. Pero el orgullo familiar era lo bastante fuerte para que sobrellevaran con altivez su triste suerte, como un privilegio que no estuviera al alcance de la gente común.

»Sucedió que la hermana menor, aquella cuya llegada había asestado el golpe más duro a los pobres príncipes, llamó tanto la atención del noble que éste se convirtió en un visitante asiduo de la casa.

»La muchacha, que tenía entonces diecisiete años, no era ni con mucho la más bella de las hermanas. Pero el visitante era un experto en encantos femeninos, y en el rostro y las formas núbiles adivinó la promesa de una belleza poco corriente. Además, un rasgo peculiar de ella multiplicaba sus atractivos para él: el porte recatado de la joven dejaba traslucir no solamente una excelente educación, sino también una ambición pareja a la suya, tanto más poderosa cuanto menos escéptica, y un deseo, y la energía para satisfacerlo, que se salía de lo común. Sería, pensó él, una experiencia interesante y placentera atizar esta juvenil ambición, apenas consciente todavía de su existencia, alentar al joven cisne en su primer vuelo y verle remontarse por los aires. Al propio tiempo, reflexionó, una joven esposa de alto linaje, educada en una simplicidad espartana y con nostalgia de la gloria, sería una buena baza para su carrera futura.

»Así pues, pidió la mano de la joven y los padres, sorprendidos y encantados del matrimonio tan espléndido que se le ofrecía a su hija, se la concedieron.

»Nuestro noble tuvo muchas ocasiones de felicitarse de su decisión. Las alas de la joven ave crecieron con sorprendente rapidez; al poco tiempo no habría podido encontrarse en el brillante círculo de él una dama de mayor belleza y gracia más refinada, de maneras más dignas y exquisitas, de tacto más delicado. Llevaba los pesados adornos que él le regalaba con la misma soltura con que un rosal lleva sus rosas, y si le pusiera, pensaba él, una corona en la cabeza, el mundo la aceptaría como si hubiera nacido con ella puesta. Y seguía remontando el vuelo, inspirada y encantada por sus propios éxitos. Él mismo, en los dos primeros años de su vida común, recibió dos importantes condecoraciones, una de su país y otra de una corte extranjera.

»Pero cuando llevaban tres años de casados observó un cambio en su mujer. Se volvió pensativa, como agitada por una nueva y poderosa emoción, de la que él estaba excluido. A veces parecía no oír lo que él le decía. Asimismo, él creyó notar que ella prefería mostrarse al mundo sin su compañía, y cuando tenían que ir juntos a algún sitio se excusaba. “La he mimado demasiado —pensó—. ¿Será posible que, contrariamente al orden de las cosas, su ambición y su vanidad la hagan aspirar a eclipsar a su señor, a quien debe todo lo que es?”. Como es natural, la idea de tanta ingratitud le ofendió profundamente, y una noche en que estaban solos se decidió por fin a pedirle explicaciones.

»“Como comprenderás, querida —le dijo—, no voy a hacer lo que aquel marido del cuento que, ayudado por poderes sobrenaturales, fue elevando a su mujer de rango hasta que la hizo reina, y después emperatriz, y un día se encontró con que ella quería que el sol obedeciese sus órdenes. No olvides de dónde te saqué, y recuerda que la respuesta de los poderes sobrenaturales al marido demasiado indulgente, cuando éste presentó la petición de su mujer, fue ésta: ‘Vuelve a la cabaña y allí encontrarás a tu mujer’”.

»Durante un largo rato la esposa no respondió nada; finalmente, se alzó de la silla como si fuese a salir de la habitación. Era alta y graciosa: su amplia falda se movía con un ligero frufrú.

»“Esposo mío —dijo con su voz baja y sonora—, comprenderás sin duda que para una mujer ambiciosa es muy desagradable, cuando entra en una sala de baile, hacerlo del brazo de un cornudo”.

»Y mientras ella, con gran calma y sin añadir una sola palabra, cruzaba el umbral de la habitación, el noble permaneció sentado reflexionando, como nunca lo hiciera hasta entonces, en la complejidad del universo.

El tercer cuento del cardenal

—Yo también —con estas palabras el cardenal Salviati rompió el silencio que siguió al relato del embajador de España— puedo contar una historia que en cierto modo arroja luz sobre este tema.

Hablaba con la lentitud y la suavidad de siempre, y, como siempre, sus oyentes estaban pendientes de sus palabras, fascinados por la dulzura y la autoridad de su voz. Se había recostado en el sillón de manera que la sombra ocultase la fea cicatriz del rostro. Pero sus manos, cuya belleza ha inmortalizado el gran pintor Camuccini en su Cristo orante en el Huerto de los Olivos, descansaban en los brazos del sillón, iluminados por los candelabros, y de vez en cuando, con movimientos casi imperceptibles, acompañaban las modulaciones de su discurso.

—Personalmente —continuó—, no pude seguir desde el principio hasta el fin los acontecimientos que tendré el honor de relatarles. Pero estoy tan firmemente convencido de su veracidad como si me hubieran sucedido a mí mismo. Porque me han sido contados por un amigo de la infancia, el padre Jacopo Parmecianino, el hombre más honrado y veraz que he conocido nunca. Y no sólo eso, sino que el padre Parmecianino, que era de humilde cuna y apariencia y estaba aquejado de un defecto del habla, un ligero tartamudeo, fue un auténtico santo, en cuya modesta casa los milagros eran cosa de todos los días. A la heroína de mi historia también la conocí. Se llamaba Lady Flora Gordon.

»Me presentaron a esta señora en un salón romano; por aquellas fechas tendría ella, creo, la cuarentena corrida. Su aparición en la fiesta fue la sensación de la noche. Se contaban muchas historias de su gran riqueza, excepcional incluso entre sus compatriotas, esos milords obstinados e inquietos que viajan por nuestras tierras y ocupan nuestros palacios con un enjambre de criados. Aquella misma noche me confirmaron que era una de las tres mujeres más ricas de Inglaterra. Mas no solamente por eso aquella dama escocesa impresionaba vivamente a todos los que la conocían.

»Lady Flora no era en absoluto fea. Pero cualquier dama habría encontrado difícil pasear por el mundo una figura como la suya. Porque era una giganta, más grande que las que veíamos, de niños, en las ferias. Fuera donde fuese, rebasaba de la cabeza y los hombros a los varones con quienes conversaba. Sus caderas y su busto eran proporcionales a su estatura. Sus pies y manos, de por sí hermosos, tenían el tamaño de las manos y pies de los ángeles de mi capilla, y sus dientes me recordaban los del fiel caballo en cuyos lomos he pasado tantas horas felices de mi juventud. Nariz, mandíbula, orejas y pecho eran también, en esta dama, de proporciones de diosa. Su cabellera era de un rico tono rojizo, pero sus cejas noblemente arqueadas y sus densas pestañas estaban casi desprovistas de color. Su piel era fresca y blanca, aunque ligeramente pecosa. Su voz era llena, clara y armoniosa.

»Como si quisiera mostrar que en todas las circunstancias se debía a su naturaleza y a su rango, Lady Flora caminaba muy tiesa, con la cabeza erguida. Sus vestidos eran siempre costosos, pero de color y corte severos y nunca adornados con un lazo de seda, un broche, o cualquiera de esos perifollos con los que nuestras mujeres manifiestan no sólo su encantadora naturaleza, sino también su afán de encantar. Su única joya era un collar de perlas de una sola hilera, herencia de la familia, cuyo igual, según se rumoreaba, no se hubiera podido encontrar en toda la Corte Real británica. De cuando en cuando solía llevar prendas de color y estampado especiales, de las cuales estaba muy orgullosa. Y es que, por raro que parezca, estas telas tienen desde tiempo inmemorial el valor de un escudo de armas para las casas nobles de Escocia.

»Lady Flora había viajado por muchos países, pero nunca hasta entonces había estado en Roma. Hablaba nuestro idioma con soltura, como también el francés y el alemán, aunque con el acento peculiar que los hijos de aquella tierra no pueden o no quieren perder. Estaba muy bien relacionada en toda Europa, y hablaba con igual desenvoltura con un príncipe que con un cochero. Pero al mismo tiempo, algo en sus modales recordaba a sus interlocutores que el lema de su país es “Noli me tangere”. No seguía tampoco la costumbre inglesa de dar un apretón de manos al encontrarse o al despedirse.

»En aquella velada apenas cambié unas pocas palabras con ella. De nuestra breve conversación deduje que había ido a Roma, no atraída por la belleza o por el carácter sagrado de la Ciudad Eterna sino, por el contrario, para confirmar con la observación personal la profunda desconfianza que le inspiraba todo lo que el nombre de Roma evoca: desde el Santo Padre mismo y nosotros, sus humildes servidores, hasta la música de nuestras iglesias, el arte de nuestros museos y las costumbres de nuestro sencillo pueblo romano. Lady Flora había sido educada en los principios de una de esas sectas del norte de Europa que desprecian y aborrecen la belleza más que nada en el mundo, y cuando, ya mayor, rechazó estas enseñanzas, fue para adoptar una visión aún más austera de la vida, basada en su propia experiencia. En el curso de nuestra conversación se me ocurrió que en sus viajes se dedicaba a recorrer las más hermosas y célebres ciudades y lugares de nuestra pobre tierra con el mismo propósito: confirmar su profunda suspicacia frente al Creador y lo creado. Sentí por ella una honda compasión, y al propio tiempo un profundo respeto. Porque en todas sus palabras y actos había nobleza y sinceridad.

»Era además una mujer extraordinariamente ingeniosa: sus agudas respuestas hicieron que durante su estancia en Roma fuera muy bien recibida, aunque con algún temor, en todos los salones de la ciudad. Y sin embargo en esos salones, como en todas partes, conservaba una cualidad peculiar que la distinguía de los ingenios locales. En cuanto se hablaba de un acontecimiento o un escándalo de sociedad que tuviera que ver con asuntos del corazón o despidiera el aroma, por leve que fuera, de la belle passion, la señora perdía todo interés en la conversación y se apartaba de ella como de algo impropio de su dignidad.

»Mi amigo el príncipe Scipione Odescalchi, que tenía en aquel entonces más de noventa años de edad, me dijo: “¡Oh, si tuviera setenta y cinco años menos! ¡Los galanes romanos de hoy son unos petimetres! Han perdido el sentido de lo sublime y no ven que Lady Flora es una diosa. ¡Dulce Cupido, Dios del Amor, dígnate extender la sombra de tus alas sobre nuestra visitante, porque es una vergüenza para todos nosotros que se vaya de la Ciudad Eterna igual que ha llegado!”.

»Después vine a saber, por boca del padre Jacopo, parte de la historia de la dama.

»Lady Flora era hija única y heredera universal de la fortuna de su padre, que se había visto engrosada con la rica dote de la madre. Esta noble y virtuosa señora había sido tan alta y corpulenta como su hija. En cambio el padre, del cual se contaban multitud de anécdotas, hasta el punto de que para sus compatriotas fue una especie de personaje legendario, era más bien bajo y de endeble complexión. Sin embargo, sus proporciones eran tan armoniosas, sus grandes ojos tan radiantes, sus rizos tan abundantes y la gracia de todos sus movimientos tan perfecta, que hasta su muerte se le tuvo por el hombre más guapo del reino. Su rara belleza, así como sus muchos talentos, le sirvieron para gozar plenamente de las delicias de esta vida, ¡y sobre todo las delicias del amor! Parece ser que las damas de su país lo encontraban irresistible, y lo propio ocurría con las extranjeras, ya que, al igual que su hija, solía viajar mucho. Su esposa, que estaba profundamente enamorada de él y era celosa de naturaleza, sufrió mucho en su vida de casada.

El cardenal hizo una breve pausa, y continuó su relato:

—¿Os dice algo, amable auditorio, el nombre del gran poeta y filósofo inglés Jonathan Swift? Fue sin duda alguna un auténtico genio. Pero al mismo tiempo, triste es decirlo, y para nosotros incomprensible, nutría un odio extraño y feroz hacia la tierra y todos sus habitantes. En su libro más celebrado, Los viajes de Lemuel Gulliver, consigue ridiculizar, con habilidad casi satánica, la condición y el comportamiento de los seres humanos, alterando simplemente sus dimensiones. Para reírse del valor militar, la gloria, la grandeza y el patetismo de los campos de batalla, presenta a oficiales, soldados, caballos y cañones de proporciones minúsculas, del tamaño de agujas y dedales. En cambio, de la inmortal pasión del amor y de todos sus atributos se burla agrandando hasta extremos monstruosos las personas de los amantes y de sus amadas, y aquellos encantos del cuerpo humano que tantos autores han cantado y celebrado. Su héroe, el aventurero trotamundos Gulliver, trepa por los pechos de las anhelantes dames d’honneur como un alpinista escala un monte nevado. Los lánguidos suspiros de ellas le sacuden como un terremoto, y está a punto de ahogarse en las gotas de sudor que el deleite del encuentro amoroso hace brotar de la piel de sus enamoradas. Los suaves perfumes del cuerpo femenino se transforman en emanaciones que casi le asfixian; no, no voy a describir en detalle, mis graciosos y gentiles oyentes, la siniestra imagen que da este poeta de lo que otros poetas han exaltado en sus sonetos.

»El padre Jacopo, según me dijo, había hablado en más de una ocasión de este notable libro con Lady Flora. Ella se lo sabía, desde luego, de memoria, y lo hacía servir para burlarse de la entera obra del Creador.

»“¡Ved, reverendo padre —decía ella—, cuán poco es menester, qué ligera transposición de las dimensiones es suficiente para revelarnos la verdadera naturaleza de nuestro noble y hermoso universo!”.

»En el fondo de su corazón las blasfemias de Lady Flora horrorizaban al padre Jacopo, pero sus respuestas eran siempre discretas y humildes: “A menos que, señora —decía—, estas mismas constataciones no nos revelen con qué sutil precisión está ajustada y equilibrada la armonía de nuestro universo. O que nos hagan ver con qué reverencia tenemos que acatar los designios del Creador, que ni aun en la imaginación hemos de cambiar ni una jota de ellos. Acortar o alargar una sola cuerda de un instrumento nos permite deformar, e incluso reducir a la nada, su música. Pero no por ello hemos de dar la culpa al maestro que construyó el violín”.

»Parece ser que el padre de Lady Flora, cuando su mujer le exasperaba con sus celos, solía recitarle fragmentos del libro del poeta inglés, e incluso, con cruel fantasía e ingenio, agregaba episodios e inventaba aventuras de Lemuel Gulliver. Verdaderamente, si pensamos en la situación de esta mujer, nos vienen ganas de cubrirnos los ojos para no ver semejante abismo de sufrimientos e injurias. Una joven de exiguas proporciones cuyo marido se burle y se queje de su delgadez y escasa talla puede sentirse personalmente ofendida y mortificada. Pero en su caso no es el atributo mismo de la feminidad el objeto de los comentarios obscenos. Esta dama escocesa, a la cual su marido recitaba hexámetros que describían las aventuras del profeta Jonás, sus tribulaciones y su deglución final, habrá sufrido no solamente en su dignidad personal sino también en la de su sexo. No es de extrañar que con los años cambiase tanto que sus amigos de la infancia y juventud acabaron por no percibir en ella ni una sola traza de la naturaleza rica e inocente que fue la suya hasta que se casó. El deseo incesante y ardiente de empequeñecer había obrado en su corazón como un corrosivo.

»Parece asimismo que la madre de Lady Flora, aunque ante los demás callaba heroicamente su desgracia, no pudo por último reprimir más sus sentimientos y se confió a su hija. La joven Flora, a medida que crecía y de mes en mes iba adquiriendo las proporciones de la madre, oía a ésta repetir las burlas del padre. No obstante, la muchacha había heredado de su progenitor el coraje y el ingenio y, cuando era aún una niña pequeña, linda y vivaz, aquel padre hermoso y jovial la había llevado a galopar alegremente por la campiña escocesa, y le había enseñado las artes de la danza y la esgrima. En modo alguno podía quererle mal. Pero las lamentaciones de la madre le hicieron concebir el deseo de aniquilar a aquellas mujeres pequeñas, ligeras y lascivas que seducían al padre, y el recuerdo de las burlas le hizo desear también la aniquilación de su propio cuerpo sagrado, que entraba entonces en la estación de su pleno florecimiento. Parece cierto que desde muy joven se prometió que ningún matrimonio o vínculo amoroso la haría sufrir las miserias que había sufrido su madre, con lo que, por otra parte, se condenaba a un destino estéril y desolado. Pero la causa de su resolución, que no podía mencionar, era un peso todavía mayor. ¡Qué triste para una virgen palidecer de vergüenza ante los mismos pensamientos que hacen ruborizar a sus hermanas con dulce y delicada modestia!

»Y así la vida cotidiana de las dos enormes señoras y el diminuto caballero en el antiguo castillo escocés transcurría a los ojos del mundo de manera noble y armoniosa. Pero en medio de esta existencia el corazón de una joven se iba endureciendo día a día, hasta que sólo en una cosa pudo encontrar consuelo: la soledad absoluta. La muchacha se aisló de todo contacto físico o mental. Sus ingentes riquezas y su elevado rango, lejos de facilitar su vida, parecieron hacerla aún más solitaria. El aislamiento exacerbó su orgullo, y cuando, ya muertos sus padres, hizo su primer viaje a Italia, su arrogancia no tenía límites.

»Al trabar conocimiento con Lady Flora, el padre Jacopo no sospechó en un principio la desgraciada vida y el obstinado carácter de su nueva amiga. Estos dos seres que un día tanto iban a representar el uno para el otro se encontraron por primera vez en una pequeña ciudad de la Toscana, en la que Lady Flora había alquilado una villa por un par de meses y donde el padre Jacopo, habiendo caído enfermo con unas fiebres repentinas de camino hacia Roma, fue abandonado en la posada. Cuando la dama fue informada de que un anciano sacerdote se hallaba a las puertas de la muerte en el miserable figón, mandó que lo transportaran a su casa e hizo que lo cuidaran y lo alimentaran hasta que hubo recobrado las fuerzas. El sacerdote ya había oído hablar en la posada de la extraordinaria fortuna de la señora; sus primeros sentimientos fueron de gratitud y admiración. Pero, a pesar de su simplicidad, el padre Jacopo conocía el corazón humano y enseguida pudo adentrarse en lo más hondo del alma de la mujer. Lo que vio debió de llenarle de temor; pero la misma contumacia en el error de Lady Flora le indujo a no abandonarla, al punto de que por nada en el mundo la habría dejado partir.

»Sus relaciones se hicieron más íntimas cuando, al poco tiempo, ella le confió la distribución de las generosas limosnas que solía dar, sin preocuparse nunca de saber a quién, en su desprecio por la humanidad, iban destinadas. Y cuando decidió seguir su viaje a Roma, invitó al padre Jacopo a que la acompañara en su confortable landó, mientras los miembros de su séquito, ingleses e italianos, los seguían en otros dos carruajes.

»En la Ciudad Eterna la amistad entre la aristócrata y el sacerdote continuó y se hizo más firme; durante tres meses se vieron casi todos los días. Las maneras del padre Jacopo en sus relaciones con sus semejantes eran tan naturales y atrayentes, que la mayoría de sus interlocutores, casi sin darse cuenta, acababan confesándole sus sentimientos y sus actos. Lo propio debió de ocurrirle a Lady Flora. No puedo imaginar que le hiciera confidencias, y menos aún que se quejara de su suerte en presencia del sacerdote. Las referencias a su vida pasada las hizo seguramente con ligereza, sin darles importancia. Pero la misteriosa intuición del padre Jacopo surtió efecto incluso en la altiva dama; poco a poco fue abriéndole su corazón, y al final no tenía secretos para él.

»Una circunstancia especial influyó en la relación entre aquellos dos seres. Lady Flora había conocido a muchos miembros de la alta o la baja clerecía de su país, pero hasta entonces no había conversado nunca con un ministro de nuestra Iglesia. Una de sus diversiones predilectas era confundir y escandalizar a los eclesiásticos ingleses con su profunda incredulidad y su absoluto desprecio hacia todo lo humano y lo divino. Dando por supuesto que sería aún más fácil ofender a un sacerdote de la Iglesia católica romana, no perdió tiempo en poner a prueba al padre Jacopo.

»No lo hacía por malicia, no, sino por una especie de humor rudo y directo, propio de su naturaleza. Pero el padre Jacopo no se escandalizó. Como me confesó él mismo, no era en modo alguno valeroso, y muchas veces en el confesionario se le habían erizado los cabellos al oír descripciones de malos pensamientos y acciones. Pero estas cosas no podían ofenderle, como no le habrían ofendido la caída de un rayo o el desplomarse de un alud. En uno y otro caso habría tratado de poner remedio, por todos los medios posibles, a los daños causados por las fuerzas desencadenadas de la naturaleza, pero en ambos casos habría aceptado la catástrofe sin el más mínimo rencor personal. Esta actitud en un servidor de la Iglesia sorprendió a Lady Flora: sus blasfemias se hicieron más atrevidas y sus expresiones más ásperas y groseras. Por último, la imperturbable calma del padre Jacopo ante la persecución hizo nacer en ella un respeto que pocas veces, o nunca, había sentido por un ser humano.

»“En mi trato con Lady Flora —me decía el padre Jacopo—, sentía a veces como si estuviera revestida de una pesada armadura, que hasta entonces ella creía, justificadamente, impenetrable. Se complacía comprobando cómo la armadura detenía todas las balas. Con todo, no es imposible que en su orgulloso corazón deseara a veces encontrar a un adversario digno de ella”.

»Ahora bien, en tanto que sacerdote el padre Jacopo tenía una peculiaridad: la de ser reacio a incluir en sus oraciones cualquier clase de petición. No le gustaba importunar a la Divina Providencia con ruegos para casos concretos. Tampoco rezaba expresamente para la salvación de sus penitentes. Un par de veces Lady Flora le desafió: “Supongo, padre Jacopo, que rezáis por mi conversión”. Y él tenía que confesar, con aire culpable, que nunca había hecho tal cosa. Todas las veces que la dicha o el infortunio de un determinado ser humano oprimían pesadamente su corazón, me dijo, tenía la costumbre de concentrar sus pensamientos en esa persona antes de emprender el rezo del breviario, y durante la plegaria era como si la estuviese sosteniendo, hasta que los brazos le dolían por el esfuerzo. “Entonces —solía añadir— veo claramente lo que tengo que hacer”.

»Lady Flora era una mujer fuerte y sana, y nunca en su vida había tenido que renunciar a nada por razones de salud. Pero ocurrió que en su primer día en Roma resbaló por la escalinata de mármol del palacio de la Piazza del Popolo, en el cual había alquilado dos pisos, y se torció el tobillo. Esto la forzó a permanecer tumbada en un diván durante cierto tiempo, y el médico le prohibió toda clase de excursiones, incluso en carroza. Durante esas semanas el padre Jacopo, a pesar de sus obligaciones, encontró tiempo para visitarla regularmente. Y cuando no la veía, la imagen de ella ocupaba constantemente sus pensamientos.

»Y así pasaban el tiempo conversando aquellos dos seres de honradez sin igual, que jamás hicieron daño a un semejante. En uno de ellos, la rectitud moral y la conducta intachable habían engendrado una arrogancia soberana; en el otro, una humildad sin límites.

»En el salón de alto techo discurrían de los fenómenos de la existencia terrena, del Paraíso y del infierno. Lady Flora era muy hábil en esos debates, y nunca le faltaba la respuesta oportuna. En cambio el padre Jacopo con frecuencia enmudecía de desconsuelo ante la irreverencia de su interlocutora. Parecíale al religioso que de contestar, habría tenido que hacerlo con un grito, que sólo comprimiendo fuertemente los labios lograba sofocar. Tampoco se dejaba inducir por ella a hacer la señal de la cruz, y por eso, en el curso de las conversaciones, permanecía sentado con las manos firmemente entrelazadas en el regazo de su vieja sotana. Pero al regresar a su modesta vivienda se santiguaba una y otra vez, tan vívidamente sentía la presencia de los demonios evocados por las palabras de Lady Flora. Le parecía incluso que durante horas había conversado con Lucifer en persona. Y pese a todo, a la mañana siguiente volvía al palacio, humilde como siempre.

»En su fuero interno, el padre Jacopo llegó a la conclusión de que la indecible soledad de aquella mujer y su inigualable arrogancia eran un solo pecado mortal. Durante mucho tiempo reflexionó sobre la manera de abordarla, y se tenía por un sacerdote indigno por no haber sabido encontrar una solución. Ayunos y vigilias se sucedieron en la esperanza de fortalecer su débil naturaleza y encontrar el arma espiritual más adecuada en aquella pugna de voluntades. Hambriento y agotado, de hinojos en el suelo de piedra, libraba su batalla por una mujer que en aquel mismo instante se regalaba con exquisitos manjares y vinos generosos o dormía plácidamente detrás de las colgaduras de seda de su lecho imperial.

»Por un momento el padre Jacopo imaginó que el inconcebible aislamiento de Lady Flora podía ser en sí mismo un camino hacia la salvación. ¡Qué ermitaña del desierto, qué estilita famosa por los siglos de los siglos no haría él de aquella mujer! Pero desechó la idea como una tentación peligrosa. Era, pensó, demasiado fácil y al propio tiempo demasiado arriesgado. En su mente veía ya (porque era un hombre de poderosa imaginación) a la aristócrata escocesa en lo alto de la columna, erguida e imponente, sin vacilar jamás, confundida con el mármol que la sostenía. Desde su altura contemplaría a los hombres y a las mujeres congregados en torno a la columna, más convencida que nunca de que eran pequeños como alfileres, o miraría tranquilamente al cielo, segura por fin de su vacuidad. ¡Terrible, terrible sería la ermitaña en lo alto, con su sonrisa alegre y siniestra!

»“No —pensó el padre Jacopo—, es por los bajos y escabrosos senderos de la humanidad; es por las calles, caminos y rutas recorridos penosamente por los hombres por donde mi exaltada señora ha de llegar al Cielo”.

»Así pues, para empezar le habló de la unidad esencial de la creación.

»—Lo sé —dijo la dama—, vuestros apóstoles de la unidad proclaman que, ante todo, uno no debe ser el que es. Mi unidad es mi integridad. No me he casado, no he tenido amantes; la idea de tener un hijo me repele, y todo eso porque quiero ser una, y estar sola en mi piel.

»—No me he expresado bien —dijo el padre Jacopo—. Me refería a la fraternidad de todos los seres humanos.

»—¡Cómo! —exclamó Lady Flora—. ¿Seréis por ventura, mi bueno y piadoso padre Jacopo, un padre jacobino? ¿Será el lema “Liberté, Égalité, Fraternité”, en cuyo nombre el gobierno francés jugó tan alegremente a la pelota con las cabezas de los buenos amigos franceses de mi padre, lo que me estáis predicando?

»—Entiendo poco de política —dijo el padre Jacopo—. La igualdad de los hombres de que hablo es el parecido entre ellos, el parecido de familia si queréis, fenómeno que vos conocéis mejor que yo. Decimos que una cosa es parecida a otra sin negar su integridad; por el contrario, lo que reconocemos con ello es su diferencia esencial, porque nadie compara dos cosas idénticas. No se me ocurrirá comentar el parecido de un botón de mi sotana con otro, pero sí puedo dejar volar la imaginación y comparar el diamante de vuestro anillo, que no mide media pulgada, con la clara estrella del cielo, que según los astrónomos es un sol, si no un entero sistema solar.

»”Este parecido entre las cosas de la creación no entraña, como la égalité de que vos hablabais, que todas hayan de recibir el mismo trato. Porque yo no puedo encerrar el sol en vuestro anillo ni, por raro y costoso que sea vuestro diamante, nos llegaría su brillo desde el cielo. No, esta igualdad que yo afirmo no presupone ninguna condición. Pero es la prueba de que todas las cosas de este mundo proceden de un mismo taller, que en cada cosa hay el sello auténtico del Todopoderoso. En este sentido de la palabra, milady, el parecido es amor. Porque amamos lo que se nos parece, y acabamos pareciéndonos a lo que amamos. Por consiguiente, los seres que no quieren parecerse a nada borran el divino sello, y provocan así su propia destrucción. Para demostrar su amor por la humanidad, Dios se hizo a imagen y semejanza de los hombres. Por eso es sabio y piadoso predicar el parecido de los hombres, y la propia Escritura se expresa en parábolas, que quiere decir comparaciones.

»—Sí, bonitas comparaciones —dijo Lady Flora—. Según me han enseñado, el rey Salomón profetiza la relación entre Cristo y su Iglesia, y dice que la amada, que simboliza a la Iglesia, es como la rosa de Sarón, que sus dientes son como manadas de trasquiladas ovejas, todas con crías mellizas, y que su vientre es como un montón de trigo.

»El padre Jacopo cruzó las manos.

»—Una rosa de Sarón —dijo—. Sí, ¿y no muestra una rosa claramente a nuestros ojos el sello del taller de donde procede? ¿Y no lo muestra también un montón de trigo?

»Comprendiendo hasta qué punto su alma amaba a la de aquella mujer, el padre Jacopo recitó lentamente, con voz algo temblorosa por lo fuertemente que tenía apretadas las manos, estos versículos del Cantar de los Cantares: “Ponme como un sello sobre tu corazón, como una marca sobre tu brazo; porque fuerte es como la muerte el amor y duro como el sepulcro el celo. Las muchas aguas no podrán apagar el amor, ni lo ahogarán los ríos; si diese el hombre toda la hacienda de su casa por amor —y por un momento recordó la enorme fortuna de Lady Flora—, de cierto lo menospreciarán”.

»Otro día, insistiendo en la idea de la confraternidad humana, le dijo:

»—El tercer artículo de nuestro credo habla de la comunión de los santos...

»—Gracias, lo sé, lo sé de memoria —interrumpió Lady Flora—. La comunión de los santos, la resurrección de la carne...

»—Y la vida perdurable —acabó serenamente el padre Jacopo—. Habla de la comunión de los santos porque, entre seres humanos, sin la comunión no es posible alcanzar una verdadera santidad. La mano, el pie o el ojo no reciben el sello divino si no están integrados en el cuerpo. Somos todos ramas del mismo árbol...

»—Siempre me han gustado los árboles —dijo Lady Flora— y me agrada hablar de ellos. Pero yo soy un árbol, padre Jacopo, no una rama.

»—Somos todos —continuó el padre Jacopo— miembros de un mismo cuerpo.

»—¡Oh, dejadme en paz, de una vez por todas, con vuestros miembros y cuerpos! —exclamó Lady Flora—. Y no os apartéis de la botánica y del montón de trigo del que dijisteis cosas tan bellas el otro día.

»—Esto no es posible —declaró con fuerza el padre Jacopo—. Porque el trigo se transforma en el cuerpo; ¡ahí está el misterio más íntimo de nuestra comunión! ¡Dudáis —prosiguió, arrastrado por su propia elocuencia— de que todos seamos uno! ¡Y sin embargo, no ignoráis que Uno murió por todos nosotros!

»—No por mí, perdonadme —dijo vivamente ella—. Nunca en la vida he pedido a ningún ser humano, y mucho menos divino, que muriese por mí, y me niego categóricamente a que me incluyan en esta nómina. En el curso de mi vida, y especialmente aquí en Italia, me han colocado muchas veces mercancía averiada, y he tenido que pagarla, además, en esterlinas contantes y sonantes. Pero no voy a aceptar algo que no he ordenado ni pagado.

»Entonces el padre Jacopo comprendió que el gran pecado de Lady Flora no era negarse a dar —él más que nadie conocía su excepcional generosidad y munificencia—, sino negarse a recibir, y su corazón se afligió. Permaneció sentado, mudo e inmóvil, durante tanto tiempo que finalmente ella se dio la vuelta en su sillón y se lo quedó mirando.

»—¡Ay, Lady Flora, hija mía! —dijo él por último—. Dad tiempo a mi frágil razón para entender la medida de vuestra heroica sinrazón. Ahora no puedo, ni podré esta noche, hablaros de vuestra relación con el Cielo. Yo soy un sacerdote indigno, y parece que la Providencia no quiera que hable en su nombre; cuando trato de hacerlo, me abandona. Pero soy un hombre —prosiguió muy lentamente, aunque poseído de una gran agitación interna—. Permitidme, pues, que os hable de vuestra relación con la humanidad.

»”Hay muchas cosas en la vida que un ser humano, y en particular un ser humano de tantas dotes y tan privilegiado como vos, hija mía, puede alcanzar con su esfuerzo personal. Pero existe una humanidad verdadera que será siempre un don y que todo ser humano debe aceptar tal y como la recibe de otro ser humano. El que da ha recibido antes. De este modo, eslabón tras eslabón se crea una cadena que une a tierras y generaciones. En este proceso el rango, la riqueza y la nacionalidad no tienen nada que ver. El pobre y humillado puede transmitir el don a un rey, y el rey a uno de sus favoritos en la corte o a un saltimbanqui de las calles de su ciudad. El esclavo negro puede darlo a su dueño, o el dueño al esclavo. Extraño y maravilloso es pensar que en esta comunidad estamos vinculados con extranjeros a quienes nunca hemos visto, y con mujeres y hombres muertos cuyos nombres no hemos oído ni oiremos nunca, más estrechamente que si estuviéramos todos cogidos de la mano.

»—Bah, esto es teología —dijo Lady Flora—. Es muy entretenido hablar con vos de teología, padre Jacopo; pero en mi familia hemos sido siempre gente muy práctica.

»El padre Jacopo comprendió entonces que con palabras y argumentos nunca podría convencer a aquella obstinada dama. Sin embargo, en Roma se sentía algo más esperanzado que en la villa de la Toscana. Porque paseando por las viejas plazas y calles, o entrando en las iglesias —siempre con ella en el pensamiento—, se le ocurrió que la Ciudad Eterna debía de poseer el remedio contra la enfermedad de Lady Flora, y saber ella misma cuándo y cómo aplicarlo.

»Un día el padre Jacopo permaneció largo rato sentado en la basílica de San Pedro. Sentía allí que las dimensiones del vasto edificio —por sí solas y no como fruto de nuestra reflexión— absorbían y borraban toda diferencia de tamaño entre los seres humanos. Y pensó que éste era el lugar adecuado para llevar a Lady Flora.

»Así, en cuanto el estado de su tobillo lo permitió, le rogó que le acompañara a visitar San Pedro.

»El religioso había planeado de antemano el recorrido que iban a hacer, y el orden en que tenía que enseñar a su compañera los tesoros de la basílica. Pero no llegó a poner en práctica su programa.

»—Porque cuando entré en la iglesia al lado de la dama —me dijo al relatarme su historia—, me pareció que la veía con los ojos de ella. ¡Era como si por primera vez su bóveda se alzase sobre mí y sus muros me envolviesen en su abrazo! La felicidad de pensar que tanta gloria tiene cabida en este mundo me hizo enmudecer.

»Tampoco Lady Flora habló. Durante más de tres horas permanecieron en la iglesia, y cuando, pausadamente, iban a concluir su recorrido, al padre Jacopo le pareció que el paso de ella era más ligero.

»Antes de salir, Lady Flora se detuvo frente a la estatua de San Pedro y se quedó allí de pie un largo rato, sin prestar atención a los fieles que pasaban junto a ella para besar el pie de la imagen. Alzó sus ojos hasta la cabeza del gran apóstol, y por un instante le miró gravemente a la cara. Después sus ojos descendieron hasta la mano de bronce, que sostiene la llave de los Cielos, y el padre Jacopo tuvo la impresión de que la estaba comparando con la suya propia, agarrada al mango de marfil del quitasol. Para su fiel amigo, el momento fue solemne y extrañamente gozoso. Su lengua se desató, y casi sin darse cuenta hizo la proclamación que constituye el lema de la propia basílica: “Tu es Petrus, et super hanc petram aedificabo ecclesiam meam”.

»Ya en la carroza ella dijo, sonriendo:

»—¿Qué grandeza hay en dejarse crucificar cabeza abajo? ¿Quién podría contener la risa al verlo?

»A partir de aquel día San Pedro se convirtió en la meta favorita de los paseos de Lady Flora por Roma. Cuando ella se había instalado en la carroza, su cochero, sin esperar órdenes, dirigía los caballos hacia la amplia plaza, y el paseo se terminaba cada vez en la iglesia, frente a la imagen de San Pedro.

»Una mañana temprano en que la iglesia estaba casi vacía, el padre Jacopo entró por casualidad y vio a Lady Flora, erguida como siempre, de pie frente a la estatua y absorta en su contemplación. Sin acercarse, contempló en silencio el grupo que formaban los dos.

»“¿Estará esta mujer —se preguntó—, por primera vez en su existencia, transida y extasiada ante la grandeza de una forma humana? Su orgullo de casta no tiene límites —siguió pensando él, porque a través de sus nobles penitentes había llegado a conocer la arrogancia de los aristócratas—. Desdeña incluso a las casas reales: sus antepasados, los jefes de los clanes escoceses, se remontan a los tiempos paganos. ¿Osará ahora sentirse emparentada con el pescador del lago de Tiberíades?”. No podía apartar los ojos del cuadro que componían las dos figuras inmóviles, una sentada y la otra de pie. Sus pensamientos corrían libremente, porque, como ya he dicho, era un hombre dotado de intuición e imaginación.

»“¿Es su valor —se preguntaba— también ilimitado? ¿Se imagina que en este momento la Oscura Potencia que tiene frente a ella percibe un parentesco con un ser de carne y hueso? Los eruditos afirman que este San Pedro de bronce fue antes el Júpiter de la antigua Roma, entronizado en el Capitolio, y que sólo le cambiaron el rayo de la mano, que ahora es una llave. Un sencillo cura como yo nada sabe de esto. Pero si es verdad, entonces es seguro que una divina energía ha pasado a través del bronce, haciendo que todas las líneas y formas sean ahora las del propio Pedro. Además, el que ha sido transformado tiene el poder de transformar. Seguramente, la mujer que pone su orgullo en negarlo todo encontrará ayuda en aquel que, antes de que el gallo cantase tres veces, había negado a su Señor otras tantas”.

»La estancia en Roma de Lady Flora se aproximaba a su fin. Desde Roma pensaba ir al sur, primero a Nápoles y Sicilia y después a Grecia. Desde la época en que el grande y amado poeta Lord Byron ensalzó este país y murió por él, su suelo se ha convertido en algo sagrado y familiar al mismo tiempo para sus compatriotas y en una nueva colonia, adquirida esta vez por el poderoso Imperio británico con las armas del espíritu.

»Fue en aquel tiempo cuando el padre Jacopo, en estado de gran agitación espiritual, vino a verme y me contó su historia y la de Lady Flora.

»—Ahora, Atanasio mío —me dijo—, tienes que acudir en mi ayuda y darme tu consejo.

»”Hace un par de noches estaba sentado con Lady Flora en su salón rojo. De pronto se volvió hacia mí, con una expresión mucho más dura y burlona que nunca, y me interpeló: ‘¿Cómo, padre Jacopo, habéis concebido la idea de que os tengo miedo?’.

»”Nunca se me había ocurrido semejante cosa, y así se lo dije.

»”—No os vayáis por las ramas —dijo ella—. Habéis osado creer que las brujerías de vuestra Roma, el agua bendita y los rosarios y los huesos de santos, en un abrir y cerrar de ojos y tanto si lo consiento como si no me iban a convertir en un manso corderillo en el regazo de San Pedro. Habéis osado creer que, impresionada, he sentido la necesidad de ponerme a cuatro patas, y que éste es el verdadero motivo de mi marcha (no, de mi huida) de Roma. Pero vos sois un inocente, mi buen padre. Perdéis el tiempo echando agua sobre una montañesa de Escocia, y una Gordon no se dejará morder jamás por los dientes de vuestras sagradas calaveras. ¡Os aseguro que se romperían en el intento! Porque ningún contacto exterior dejará su huella en nosotros, sino que somos nosotros, amigo mío, quienes imprimimos nuestra marca y nuestro sello en todo lo que tocamos.

»”’Mirad —prosiguió ella—, para daros placer, y como prenda de mi gratitud por la amabilidad con que me habéis guiado por Roma, estoy dispuesta aún a ponerme a cuatro patas. De hinojos —e hincó en tierra una de sus poderosas rodillas—, subiré vuestra Scala Santa. Así podréis ver por vos mismo que, aunque mi peso tal vez pula o desgaste algo vuestros escalones, yo —y se golpeó el poderoso pecho— no seré más blanda ni más pulida en lo alto de la escalera que lo soy a su pie. ¡Venid, amable y sabio amigo, voy a ordenar que traigan enseguida la carroza e iremos juntos!

»”Tuve que reflexionar un poco —dijo el padre Jacopo— antes de responder:

»”—Por supuesto, milady, si vos, sin ningún compañero humano, en la noche cerrada y con la noche de la incredulidad en vuestro corazón, imitáis este acto de penitencia de los creyentes, creeré que ha sido en vano. Es más, tiemblo al imaginar quién os estaría acompañando en realidad. Pero si accedéis a realizar el acto como una más de la larga procesión de pobres y humildes pecadores, creeré que aún podéis formar parte de la bendita comunión de los hombres.

»”Me miró y volvió a reír:

»”—Oh là là! —dijo—. Un zorro vestido de cura. Los dos tienen siempre una última carta en la manga, y poco pueden hacer contra ellos las gentes honradas. ¡Cuántas veces os he de repetir que el aliento de vuestros humildes pecadores me es odioso!

»”Recitó unas líneas de un libro de versos:

... esclavos mecánicos

de mandil grasiento, reglas y martillos,

nos suben a ver el paisaje; su aliento espeso

de bastos manjares nos cubre y rodea

y por fuerza hemos de aspirar su vaho...

»”—¡No, dadme un honrado escocés del noroeste, con quien tantas cosas tengo en común y con quien puedo hablar!

»”’Porque, padre Jacopo, ¿qué significa vuestra bendita comunión humana sino que un hombre se apoya en otro porque ninguno en la multitud tiene la energía suficiente para tenerse en pie sobre sus propias piernas? En vuestra larga procesión, los pobres y humildes pecadores se arriman el uno al otro, cuerpo contra cuerpo, para mantenerse calientes. ¡Que pasen frío, y se tengan respeto a sí mismos!

»”’Os diré una cosa, padre Jacopo —continuó lentamente—. Antes era el cuerpo humano, con sus emanaciones, lo que me resultaba más desagradable; últimamente, aquí en Roma, son las caras lo que he llegado a odiar, por la deshonestidad y la hipocresía que leo en ellas. En la ciudad de Roma hay una sola cara honrada, y tiene mil quinientos años de antigüedad.

»”No dijo más; la dejé y me fui.

»”Pero cuando estuve solo —concluyó el padre Jacopo—, recordé muchas cosas, y me hice una pregunta a la que no pude hallar respuesta. Por eso he venido a verte. ¿No cometo un doble error al permitir que una mujer altanera e incrédula comparta las devociones de los humildes y los fieles? ¿No será una blasfemia contra el acto sagrado y contra la sagrada idea de la comunidad?

»Como hiciera el padre Jacopo —dijo el cardenal—, tuve que pensar antes de hablar.

»—Jacopo mío —dije por fin—, no temas. No es imposible que, en la sabiduría de tu simplicidad, hayas encontrado el medio más seguro de entorpecer el propósito de esta mujer, que llamas altanera e incrédula. No la veo ocupando un lugar en tu fila de humildes fieles. Su dégout del contacto humano es muy profundo; no le da la mano a nadie. Es muy probable que la gran señora, en la expresión de la persona a quien da la mano, vea asombro por el tamaño de esa mano. Y, amigo mío, ¿qué mano hay en Roma que pueda responder al apretón de la suya?

»”Pero si, pese a todo, te toma la palabra, te autorizo a que con plena confianza deposites en mis hombros la responsabilidad de la blasfemia. Porque déjame decirte una cosa, Jacopo: no habrá tal blasfemia.

»”Hay en Roma, y en el mundo entero, tantos infelices que lloran y se lamentan de la miseria del mundo o de su propia desgracia como de un mal de muelas, y que claman por la salvación como si reclamaran una cataplasma caliente o que les arranquen la muela, que inspira asombro la paciencia del Señor. Pero al ser humano que tan seriamente desafía —no a la Providencia, porque a la Providencia no se la desafía, sino a su naturaleza—, la Providencia no le abandonará sino que le responderá poderosamente, a través de su propia naturaleza.

»”Ella tiene razón: es una aristócrata y es ella quien transforma las cosas que la tocan o la golpean. No las cosas exteriores, que nunca la transformarán.

»”El problema está ahora en manos de los poderes supremos. Tú y yo, Jacopo, no tenemos más que esperar los resultados.

»El padre Jacopo, consolado por mis palabras, me agradeció la consulta y se fue.

»Nunca volví a verle. Algún tiempo después de nuestra conversación me comunicaron que Lady Flora, según proyectara, había abandonado Roma. Lamenté mucho no haberla visto antes de que se fuera, porque me hubiera gustado darle las gracias por su muy generoso donativo para la basílica de San Juan de Letrán.

»Pocos meses después supe que el padre Jacopo había solicitado y obtenido una modesta plaza de cura párroco en su lugar de origen, en el Piamonte, lejos de Roma.

El cardenal hizo una larga pausa.

—El último capítulo, o epílogo, de la historia que tengo el honor de relatarles lo supe de boca de su heroína.

»La primavera siguiente hice una visita al balneario de Monte Scalzo, en Áscoli.

»¡Qué vivo y suave es el aire de aquellos parajes! ¡Cuán exquisita su pureza! ¡Con qué noble fuerza y maestría pinta de azul los lejanos montes! Aquél es el verdadero país de mi infancia. El castillo austero y medieval de mi padre está lejos; es la dote de mi madre, Villa Belvicino, la que está allí como un nido de golondrinas entre las altas laderas y los vastos olivares. Cuando era niño solía llevarme allí, y vivíamos solos y perfectamente felices.

»En Monte Scalzo encontré a una vieja amistad, uno de los pacientes del balneario.

»La miseria humana que induce a la gente a frecuentar este balneario es la que ha recibido el nombre de la diosa del amor de nuestros antepasados romanos. Y el tratamiento que les ofrece el balneario sigue el viejo proverbio: Hora cum Venere, decem annu cum Mercurio. Sin embargo, los pacientes del balneario nunca hablan de sus experiencias íntimas con la diosa, sino que inquieren cortésmente por sus respectivas erisipelas, jaquecas o reumatismos.

»Los pacientes formaban un círculo naturalmente amable y desprovisto de prejuicios, y yo me sentía contento en su compañía, y con el espíritu en paz. Muchas horas placenteras transcurrían en la mesa de juego, otras se dedicaban a oír música o a hablar de filosofía. Las animadas conversaciones versaban a veces sobre amigos y conocidos comunes, pero siempre sin mala intención.

»Aquella temporada estaba de moda entre las damas y los caballeros del balneario designar a los amigos, presentes o ausentes, con románticos seudónimos tomados a menudo de la mitología, la historia o los clásicos. Hasta que el recién llegado al círculo no se acostumbraba a la broma, ésta podía causarle una cierta confusión.

»Una señora del grupo, que estaba ausente por el momento y a quien todos echaban visiblemente de menos, era llamada unas veces Diana y otras Principessa Daria, o simplemente Daria, y siempre con un afecto y respeto extraordinarios. Me sorprendió por ello comprobar que este nombre era en realidad una abreviación de la palabra “dromedaria”, que me pareció un grosero apodo para una mujer de alto rango y, según entendí, ya no joven. Pero un caballero del grupo, un famoso orientalista, me sacó de mi error con una sonrisa:

»—No penséis mal de nosotros, Eminencia —dijo—, porque si nos permitimos designar a una tan querida amiga nuestra con el nombre de una bestia de carga tan poco atrayente, es por referencia a una vieja y conocida leyenda árabe:

»”¿Sabéis —pregunta el árabe al extranjero— por qué el dromedario, incluso cuando trajina su pesada carga, lleva siempre la cabeza tan alta y la gira de derecha a izquierda con tan altivo desdén hacia las otras criaturas? Os diré por qué. Alá el todopoderoso confió al Profeta noventa y nueve de sus cien nombres, y todos ellos están consignados en el Corán. Pero el centésimo nombre no lo dijo ni siquiera al Profeta, y no es conocido de ningún ser humano en la tierra. Pero el dromedario lo conoce. Por eso mira en torno a él con orgullo y se mantiene apartado, consciente de su superioridad de guardián del secreto de Alá. Se dice a sí mismo: ‘Yo conozco el nombre’.

»La señora de que hablamos —añadió— en su porte y en su modo de andar revela el orgullo de los iniciados, del guardián del sello. Y por esto le hemos dado el nombre que tanto os ofende.

»Llevaba unos días en el balneario cuando una noche entró en el salón una dama a la que de inmediato todos rodearon y saludaron alegremente. Mi orientalista y los demás caballeros le besaron la mano con galantería y respeto. La insólita estatura de la dama la hacía inconfundible. Reconocí enseguida a Lady Flora. Había adelgazado mucho y esto hacía que pareciese aún más alta. Su brillante cabellera roja había desaparecido, pero llevaba una peluca arreglada con extremada elegancia. Su vestido de seda, costoso como siempre, iba adornado de encajes y puntillas elegidos con gusto.

»Sus gestos estaban impregnados de la misma nobleza y sinceridad que en nuestro primer encuentro, y durante la conversación de aquella noche pude comprobar que su ingenio era tan vivo y chispeante como siempre, y que además lo acompañaba ahora una ironía suave y delicada que yo no recordaba. En el curso de la velada la conversación del grupo, que de ordinario versaba sobre todo lo divino y lo humano, recayó en un par de ocasiones en asuntos de índole amorosa. Lady Flora intervino enseguida con discreción no exenta de buen humor, y recitó alegremente los versos de un par de poetas. ¡Ay, su voz no era ya clara y armoniosa como antes! Pero en su voz de ahora, cascada, baja y chirriante como el croar de un viejo cuervo o de una cacatúa, había una jovialidad nueva, una alegre comprensión y benevolencia hacia las flaquezas humanas. Recitó una atrevida poesía de Zoram Moroni con el desenfado de una joven, pero al recitar un poema de amor sublime y emocionante, un profundo y delicado rubor inundó su rostro.

»Y había algo más. No me sorprendió que sus amigos del balneario la llamaran Diana. Cuando en una época anterior frecuenté el trato de Lady Flora, en mi fuero interno la veía como una persona de alta cuna y copiosa fortuna, una hija de la Gran Bretaña y una gran viajera, con una inteligencia igual o superior a la mía, pero difícilmente la veía como una mujer. Ahora la compañía de los libertinos de Monte Scalzo la había transformado; por vía mística se había convertido en una virgen, una virgen solterona.

»Cuando sus ojos se fijaron en mí, se adelantó amistosamente a saludarme y casi de inmediato me preguntó por el padre Jacopo. Al decirle yo que se había ido para siempre de Roma y ahora vivía entre gentes pobres y sencillas, guardó silencio un instante.

»—Pobre padre Jacopo —dijo—. Creyó su deber afrontar situaciones y personas con las cuales no había nacido para mezclarse. No obstante, era un hombre bueno y gentil y espero y confío en que ahora también él sea feliz.

»No podía preguntarle cómo había ido a parar a Monte Scalzo, pero el pensamiento no se iba de mi mente.

»Una tarde estábamos sentados en la terraza de poniente, y contemplábamos en silencio cómo el aire en torno a nosotros se iba vaciando lentamente de la luz del crepúsculo, la noche cubría el valle y las estrellas, una a una, aparecían en la bóveda del cielo.

»—¡Qué viento dulce y fragante! —observó ella.

»Hablamos de poesía, y en el curso de la conversación mencioné al poeta inglés Swift. No me respondió enseguida.

»—¡Cómo me gustaría que estuviera aquí! —dijo al fin—. Estos últimos tiempos he sentido a menudo el deseo de hablar con él. Excelente poeta, amigo mío. Pero cometió, ¡ay!, el error de dedicar su noble inteligencia y su precioso tiempo a la cuestión del tamaño, cuando incluso personas completamente necias saben que cada cuerpo y alma del universo son infinitos.

»”Du reste —añadió tras un momento con una ligera sonrisa—, adoro el Deán (y jugó corazones).

»A continuación me contó lo que le había ocurrido desde la última vez que vio al padre Jacopo.

»—La tarde anterior a mi partida de Roma —dijo—, a una hora muy tardía me hice conducir a San Pedro. La iglesia estaba vacía y casi a oscuras. Las velas encendidas relucían frente a la imagen de San Pedro. En la penumbra parecía muy grande. Estuve mirándole mucho tiempo, consciente de que era nuestro último encuentro. Al cabo de un rato una de las velas parpadeó un poco. La faz del apóstol pareció cambiar como si sus labios se movieran ligeramente y su boca se entreabriera. Un joven cubierto con una capa parda entró en la iglesia, se dirigió hacia San Pedro y besó el pie de la estatua. Al pasar junto a mí me llegó un olor a sudor y a establo, un olor de pueblo. No le presté atención verdaderamente hasta después que hubo pasado por mi lado, y fue porque estuvo mucho tiempo con la boca pegada al pie de San Pedro; finalmente se marchó. Era de complexión ligera, con una gracia perfecta en todos sus movimientos. La cara no llegué a verla. No sé, cardenal, qué me impulsó en aquel momento a seguir su ejemplo. Me adelanté y, como él, besé el pie de San Pedro. Pensaba que el bronce estaría helado, pero estaba caliente por el contacto con la boca del joven, y ligeramente húmedo: esto me sorprendió. Como él, mantuve largo rato los labios pegados al bronce.

»”Cuatro semanas después, encontrándome en Missolonghi, en la bahía de Patras, noté una úlcera en el labio. Mi médico inglés, que me acompañaba, diagnosticó enseguida la enfermedad y la nombró. Yo no soy ignorante y reconocí el nombre.

»”Me puse, Eminencia, frente al espejo y me miré la boca. Entonces recordé al padre Jacopo. ¿A qué se parece esto?, pensé. ¿A una rosa? ¿O a un sello?

La página en blanco

Junto a la puerta de entrada a la antigua ciudad solía sentarse una anciana de piel color café, cubierta con un velo negro, que se ganaba el pan contando historias.

Decía la mujer:

—¿Queréis un cuento, señora gentil, caballero? He contado muchas, muchas historias, mil y una más, desde los tiempos en que dejaba que los muchachos me contasen a mí el cuento de la rosa roja, los dos suaves capullos de azucena y las cuatro serpientes sedosas, cimbreantes y mortalmente enlazadas. Fue la madre de mi madre, la bailarina de ojos negros a quien tantos poseyeron, la que hacia el fin de su vida, arrugada como una manzana de invierno y escondida detrás del piadoso velo, me enseñó el arte de relatar historias. La madre de su madre se lo había enseñado a ella, y ambas eran mejores narradoras que yo. Pero esto ahora no tiene importancia, porque, para la gente, ellas y yo somos la misma persona y me tratan con gran respeto, puesto que vengo contando historias desde hace doscientos años.

Después, si se le ha pagado bien y está de buen humor, seguirá diciendo:

—La de mi abuela —decía— fue una escuela bien dura.

»—Sé fiel a la historia —me decía la vieja bruja—. Sé eterna e inquebrantablemente fiel a la historia.

»—¿Por qué, abuela? —preguntaba yo.

»—¿He de darte razones, desvergonzada? —gritaba ella—. ¿Y tú quieres ser cuentista? ¿Tú vas a ser cuentista y yo he de darte razones? Pues bien, escucha: cuando el narrador es fiel, eterna e inquebrantablemente fiel a la historia, al final es el silencio quien habla. Cuando la historia ha sido traicionada, el silencio no es más que vacío. Pero nosotros, los fieles, cuando hemos dicho nuestra última palabra oímos la voz del silencio. Lo entienda o no una mocosa impertinente.

»”¿Quién es —prosigue la mujer— el que relata un cuento mejor que todas nosotras? El silencio. ¿Y dónde se lee una historia más profunda que en la página mejor impresa del libro más valioso? En la página en blanco. Cuando la pluma más finamente cortada, en su momento de mayor inspiración, ha escrito su cuento con la más preciada tinta, ¿dónde podrá leerse un cuento aún más profundo, dulce, alegre y cruel?: en la página en blanco.

La vieja arpía calla un momento, suelta una risita y mastica algo en su desdentada boca.

—Nosotras —dice finalmente—, las viejas que contamos historias, sabemos la historia de la página en blanco. Pero no nos gusta contarla, porque entre los no iniciados podría mermar algo nuestra fama. Aun así, voy a hacer una excepción con vosotros, dama hermosa y gentil y caballero de generoso corazón. A vosotros os la contaré.

»En las altas y azules montañas de Portugal existe un viejo convento de monjas de la Orden Carmelitana, que es una orden ilustre y austera. En tiempos pasados el convento fue rico, las monjas eran todas nobles señoras, y se producían incluso milagros. Pero con el correr de los siglos las damas de alto linaje fueron perdiendo la afición al ayuno y la plegaria, las ricas dotes dejaron de fluir a las arcas del convento y hoy apenas quedan unas pocas hermanas humildes y pobres que viven en una sola ala del vasto y decaído edificio, que parece que quiera fundirse con la roca gris que lo rodea. Sin embargo, la comunidad es aún viva y alegre. Sus devociones son fuente de gozo inextinguible, y las hermanitas se dedican alegremente a la tarea que hace muchos, muchos años, deparó al convento un único y singular privilegio: cultivar el mejor lino de Portugal, con el que fabrican la tela más fina del país.

»El vasto campo frente al convento se ara con bueyes blancos como la leche, de manso mirar, y la semilla es sembrada hábilmente por virginales manos endurecidas en la labor, con las uñas llenas de tierra. En la estación en que florece el lino, el valle entero se tiñe de un color azul de aire, el mismo color del delantal que llevaba puesto la Sagrada Virgen para ir a coger huevos al gallinero de Santa Ana cuando el Arcángel San Gabriel, con su aleteo poderoso, descendió hasta el umbral de la casa y en lo alto, muy en lo alto, una paloma, con las plumas del collar enhiestas y las alas vibrando, se recortaba en el cielo como una pequeña estrella plateada. Durante este mes los aldeanos de muchas millas a la redonda alzan los ojos hacia el campo de lino y se preguntan: “¿Ha subido el convento al cielo? ¿O han logrado las hermanitas que el cielo baje hasta ellas?”.

»Cuando llega la estación, el lino se recolecta, se agrama y se rastrilla; después la fibra delicada se hila, el hilo se teje y, por último, la tela se extiende sobre la hierba para que se blanquee, y se lava una y otra vez hasta que parece que haya nevado en torno a los muros del convento. Toda esta labor se lleva a cabo piadosamente y con precisión, y con ciertas aspersiones y letanías que son un secreto del convento. A ello se debe que el lino, que se carga a lomos de pequeños asnos grises y, pasada la puerta de las monjas, desciende y desciende hasta llegar a la ciudad, sea blanco como una flor, liso y suave como era mi pie cuando, a los catorce años, lo lavaba en el arroyo para ir al baile de la aldea.

»La diligencia, queridos señores, es buena cosa, y la religión también, pero el germen último de la historia procede de algún lugar místico ajeno a la historia misma. Así, la virtud del lino del Convento Velho le viene del hecho de que la primera semilla fue traída por un cruzado de la propia Tierra Santa.

»En la Biblia, las gentes que saben leer pueden aprender cosas sobre las tierras de Lachis y Maresa, donde crece el lino. Yo no sé leer, y nunca he visto este libro del que tanto se habla. Pero la abuela de mi abuela, cuando era niña, fue la favorita de un viejo rabino, y sus enseñanzas se han guardado en la familia y se han transmitido de generación en generación. Así, en el libro de Josué podéis leer que Axa, hija de Caleb, se apeó del asno y gritó a su padre: “¡Dame bendición! ¡Pues que me has dado tierra de secadal, dame también fuentes de agua!”. Y él le dio entonces las fuentes de arriba y las de abajo. Y en los campos de Lachis y Maresa vivieron, más tarde, las familias que tejían el lino más fino de todos. Nuestro cruzado portugués, que descendía de una familia de grandes tejedores de lino de Tomar, cabalgando por esos mismos campos quedó impresionado por la finura de las plantas de lino, y se ató un saco de semillas al pomo de su silla de montar.

»Así se originó el primer privilegio del convento, que era el de suministrar las sábanas de matrimonio para las jóvenes princesas de la Casa Real.

»He de deciros, queridos señores, que en el país de Portugal las viejas y nobles familias observan una costumbre venerable. A la mañana siguiente a los esponsales de una hija de la casa, y antes de que se entreguen los regalos de boda, el chambelán o el gran senescal cuelgan de un balcón del palacio la sábana de la noche de bodas y proclaman solemnemente: “Virginem eam tenemus”. “Declaro que era virgen.” Esta sábana no se lava ni se utiliza nunca más.

»Nadie observaba esta costumbre venerable más estrictamente que la Casa Real, en la que ha persistido casi hasta nuestros días.

»Desde hace muchos siglos también, y como señal de gratitud por la excelente calidad de su lino, el convento de los montes ha gozado de un segundo privilegio: el de recibir de vuelta el fragmento central de la sábana blanca como la nieve, que lleva el testimonio del honor de la desposada real.

»En el ala principal del convento, desde la que se divisa un inmenso panorama de colinas y valles, hay una extensa galería de suelo de mármol blanco y negro. De los muros de la galería cuelga una larga hilera de pesados marcos dorados, rematados cada uno de ellos por una cartela de oro puro en la que figura inscrito el nombre de una princesa: Donna Christina, Donna Ines, Donna Jacintha Leonora, Donna Maria. Cada uno de estos marcos encierra un retal cuadrado de una sábana real de boda.

»En las manchas borrosas de las telas una persona de cierta imaginación y sensibilidad podría reconocer todos los signos del Zodíaco: la Balanza, el Escorpión, el León, los Gemelos. O discernir imágenes de su propio mundo de ideas: una rosa, un corazón, una espada, o acaso un corazón atravesado por una espada.

»En los viejos tiempos podía verse en ocasiones una larga, majestuosa y colorida procesión que avanzaba por el paisaje de rocas grises en dirección al convento. Princesas de Portugal, que ahora eran reinas o reinas-madres de otros países, archiduquesas o grandes electoras con sus espléndidos séquitos, llevaban a cabo un peregrinaje de naturaleza a la vez sagrada y secretamente jubilosa. Pasado el campo de lino la ruta se hace empinada; la dama real tenía que bajar de su carroza para recorrer la última parte del camino en un palanquín regalado al convento precisamente con esta finalidad.

»Después, y aún en nuestros días, ocurre a veces, como puede ocurrir cuando se quema una hoja de papel, que después de que todas las chispas han corrido por el borde del papel para ir a morir a un extremo surge una última chispa, pequeña y reluciente, que va corriendo detrás de las otras, que una solterona muy anciana, de alto linaje, emprenda la ruta hacia el Convento Velho. Hace muchos años fue la compañera de juegos, amiga y doncella de honor de una joven princesa de Portugal. En el camino al convento, va contemplando el panorama que se extiende a sus pies. Llegada al edificio, una monja la conduce hasta la galería, frente al marco que lleva el nombre de la princesa a la que sirvió un día, y se despide de ella, comprendiendo que quiere quedarse sola.

»Lenta, muy lentamente, una procesión de recuerdos desfila por la pequeña, venerable y cadavérica cabeza bajo la mantilla de negro encaje, que se inclina en señal de reconocimiento. La leal amiga y confidente recuerda la vida de casada de la joven princesa con el consorte real elegido. Revive los momentos alegres y los tristes, coronaciones y jubileos, intrigas cortesanas y guerras, el nacimiento del heredero del trono, los matrimonios de los príncipes y princesas de las nuevas generaciones, el orto y el ocaso de las dinastías. La vieja dama recuerda las profecías a que dieron lugar las manchas de la sábana: ahora puede comparar la realidad con la profecía, con una leve sonrisa y un ligero suspiro. Cada pedazo de tela con el nombre inscrito en el marco que lo encierra tiene una historia que contar, y todos han sido puestos allí por fidelidad a la historia.

»Pero en medio de la larga hilera hay una tela que no es igual que las otras. Su marco es tan hermoso y pesado como los demás, y ostenta con el mismo orgullo la placa dorada con la corona real. Pero en la cartela no hay ningún nombre inscrito, y la sábana enmarcada es de lino blanco como la nieve de una esquina a la otra: una página en blanco.

»¡Os ruego, buenas gentes que venís a escuchar historias! ¡Mirad esta página, y reconoced la sabiduría de mi abuela y de todas las mujeres que narran historias!

»Porque, ¡qué lealtad eterna e inquebrantable ha hecho colgar este pedazo de tela junto a los otros! Ante él, las narradoras de cuentos hemos de cubrirnos con el velo y guardar silencio. Porque si el padre y la madre reales que un día ordenaron que se enmarcase y colgase ese retal no hubieran conservado en su sangre una tradición de lealtad, quizá no habrían dado la orden.

»Es frente a este pedazo de puro lino blanco donde las viejas princesas de Portugal, reinas, viudas y madres con experiencia de la vida, con sentido del deber y con una larga historia de sufrimientos, y sus viejas y nobles compañeras de juegos, doncellas y damas de honor, permanecen de pie más tiempo.

»Y es frente a la página en blanco donde las monjas jóvenes y viejas, y la propia madre abadesa, quedan sumidas en la más profunda reflexión.