VIII. La cautiva liberada
CUANDO los criados del viejo príncipe lo levantaron y se lo llevaron a la casa, Giovanni y Agnese se quedaron solos en la terraza desierta. Sus ojos oscuros se encontraron; y ella, como si fuese la más fatal de las misiones que debía cumplir esa mañana de primavera, lo miró de frente largamente, mientras el gallo de la posadera —descendiente del gallo del sumo sacerdote Caifás, y cuyos antepasados habían traído a Pisa los cruzados— elevaba y terminaba un prolongado kikirikí. Luego se volvió para seguir a los demás. Entonces habló él, sin moverse de donde estaba.
—No se vaya —dijo. Ella se detuvo un instante, esperando, pero sin decir nada—. No se vaya —repitió él— sin permitirme que le hable.
—No creo que tenga nada que decirme —dijo ella.
Él siguió inmóvil largo rato, pálido, como si hiciese un gran esfuerzo por recobrar la voz; luego habló en un tono bajo, cambiado:
Lo spirito mio, che già cotanto
tempo era stato ch’alla sua presenza
non era di stupor tremando affranto
sanza degli occhi aver più conoscenza,
per occulta virtù che da lei mosse
d’antico amor senti la gran potenza.
Hubo un silencio largo, profundo. Ella podía haber pasado por una estatuilla de jardín, de no ser por la leve brisa matinal que jugaba con sus rizos suaves.
—Yo la había dejado —dijo él, hablando enteramente como una persona en sueños—; iba a irme, pero volví a la puerta. Usted estaba incorporada en la cama. Su cara estaba en la sombra, pero la lámpara le iluminaba los hombros y la espalda. Estaba desnuda porque yo le había arrancado la ropa. La cama tenía cortinas verdes y doradas, como mi bosque de la montaña, y era usted como mi cuadro de Dafne, convirtiéndose en laurel. Y yo estaba de pie en la oscuridad. Entonces el reloj dio la una. Durante un año —exclamó—, no he hecho otra cosa que pensar en ese instante.
Y otra vez los dos jóvenes se quedaron inmóviles. Como las marionetas de la noche anterior, estaban en manos más fuertes que las suyas, y no tenían idea de lo que iba a ocurrirles. Volvió a hablar él:
Di penter sì mi punse ivi l’ortica
che di tutt’altre cose, qual mi torse
più nel suo amor, più mi si fe’ nemica.
Tanta riconoscenza il cuor mi morse
ch’io caddi vinto...
Se detuvo porque, aunque se había repetido a sí mismo muchas veces estos versos, en ese momento no recordaba más. Era como si fuese a caer muerto como su viejo adversario.
Agnese se volvió otra vez y lo miró severamente; y, sin embargo, su rostro expresaba la claridad y la calma que el sonido de la poesía produce en sus amantes. Y le habló muy despacio, con su voz clara y dulce como la de un pájaro:
... da tema e da vergogna
voglio che tu omai ti disviluppe
e che non parli più com’ unom che sogna.
Desvió la mirada un momento, aspiró profundamente y su voz adquirió más fuerza:
Sappi che il vaso che il serpente ruppe
fu e non è, ma chi n’ha colpa creda
che vendetta di Dio non teme suppe.
Tras estas palabras se alejó, y aunque él la vio pasar tan cerca que podía haberla detenido con sólo extender la mano, no hizo ningún gesto ni intento de tocarla, sino que se quedó donde estaba como si hubiese decidido continuar allí para siempre, y la siguió con la mirada mientras se alejaba hacia la casa.
Augustus apareció en la puerta en ese momento y fue al encuentro de ella. Aunque estaba muy afectado por los sucesos de la mañana y por la reciente visión del viejo príncipe, que yacía en paz y dignidad en una amplia cama dentro de la posada, su conciencia le decía que debía hacer un esfuerzo para llevar a término el mensaje de la vieja dama de Pisa, y quería que la joven le ayudase y guiase hasta allí. Pero a la vez, ahora que sabía algo más sobre el caso que había conducido a la tragedia de la mañana, sentía vergüenza de acercarse a ella, una de sus principales figuras, para hablarle de cuestiones tan triviales como caminos y coches. Sin embargo, ella lo acogió como si fuese un viejo amigo cuya llegada la hacía feliz. Le estrechó la mano y lo miró. Había cambiado, pensó Augustus, como una estatua que cobra vida.
Escuchó con interés lo que Augustus tenía que decirle; y, naturalmente, se mostró deseosa de llevar cuanto antes el mensaje a su amiga. Sugirió hacer el viaje juntos en su faetón, que sería más rápido que el coche de él. Y dijo que conduciría ella misma.
—Amigo mío —dijo—, vámonos. Vámonos a Pisa inmediatamente. Porque soy libre, y puedo escoger adónde ir, puedo pensar en mañana. Creo que mañana va a ser un día maravilloso. Puedo recordar que tengo diecisiete años y que, con la ayuda de Dios, me quedan sesenta años más de vida. Dentro de una hora dejaré de estar encerrada. ¡Dios mío! —dijo con un súbito estremecimiento—; ahora no sería capaz de recordarlo aunque lo intentara.
Parecía un joven amigo convencido de que iba a ganar la carrera. Evidentemente, la idea de correr era en ese momento la más atractiva de todas para ella. En el momento de entrar en la casa, la joven se volvió a mirar hacia la terraza.
—Nos hemos equivocado todos —dijo—. Ese anciano era grande y podía muy bien haber sido amado. Cuando vivía, deseábamos su muerte; ahora que ha muerto, creo que todos desearíamos que volviese.
—Eso —dijo Augustus, que había estado meditando sobre su propia vida— quizá nos haga comprender que todo ser humano con el que tropezamos y llegamos a conocer es en definitiva algo para nuestro espíritu, como un árbol plantado en nuestros jardines o un mueble de nuestra casa. Puede que sea mejor guardarlos y tratar de darles algún uso que arrojarlos y quedarnos sin nada al final.
La joven se quedó pensando eso un momento.
—Entonces —dijo— el viejo príncipe será en el jardín de mi espíritu una gran fuente de mármol negro, al lado de la cual haya siempre frescura y umbría, y de la que broten y jueguen grandes cascadas de agua. Iré a sentarme junto a ella, cuando tenga cosas en las que pensar. Si yo hubiese sido Rosina no habría tratado de huir de él. Lo habría hecho feliz. Habría estado bien hacerlo feliz; es cruel hacer a alguien desgraciado.
Augustus, que creyó percibir el acento de un tardío pesar en su voz, dijo para consolarla:
—Recuerde ahora que ha salvado la vida de otro.
Ella cambió de color, y guardó silencio un momento. Luego se volvió, y lo miró con honda serenidad.
—¿Quién habría presenciado impasible —dijo— cómo era acusado tan injustamente un hombre?
En cuanto estuvo dispuesto su carruaje, salieron para Pisa a gran velocidad. Empezaba a hacer calor; el camino era polvoriento, y las sombras de los árboles se espesaban debajo. Augustus había dejado su dirección al viejo médico por si acaso había una investigación, aunque, en realidad, el viejo príncipe había fallecido de muerte natural.