XI. El discurso del general
—SE han abrazado —dijo el general— la misericordia y la verdad, amigos míos. La rectitud y la dicha se besarán mutuamente.
Hablaba con una voz clara que había adiestrado en el campo de instrucción y había resonado dulcemente en los salones reales; sin embargo, hablaba de forma tan nueva para él mismo, y tan extrañamente conmovedora, que después de la primera frase tuvo que hacer una pausa. Porque tenía costumbre de pronunciar sus discursos con cuidado, consciente de su intención; pero aquí, en medio de la sencilla congregación del deán, era como si la figura entera del general Loewenhielm, con su pecho cubierto de condecoraciones, no fuese más que un megáfono dispuesto para el mensaje que se iba a pronunciar.
—El hombre, amigos míos —dijo el general Loewenhielm—, es frágil y estúpido. Se nos ha dicho que la gracia hay que encontrarla en el universo. Pero en nuestra miopía y estupidez humanas, imaginamos que la gracia divina es limitada. Por esa razón temblamos... —nunca hasta ahora había confesado el general que temblaba; se quedó sinceramente sorprendido, y hasta estupefacto, al oír su propia voz proclamando tal cosa—. Temblamos antes de hacer nuestra elección en la vida; y después de haberla hecho, seguimos temblando por temor a haber elegido mal. Pero llega el momento en que se abren nuestros ojos, y vemos y comprendemos que la gracia es infinita. La gracia, amigos míos, no exige nada de nosotros, sino que la esperamos con confianza y la reconocemos con gratitud. La gracia, hermanos, no impone condiciones y no distingue a ninguno de nosotros en particular; la gracia nos acoge a todos en su pecho y proclama la amnistía general. ¡Mirad! Aquello que hemos elegido se nos da; y aquello que hemos rechazado se nos concede también y al mismo tiempo. Sí, aquello que rechazamos es derramado sobre nosotros en abundancia. ¡Pues se han abrazado la misericordia y la verdad, y la rectitud y la dicha se han besado mutuamente!
Los hermanos y las hermanas no comprendieron del todo el discurso del general; pero su rostro sereno e inspirado, y el sonido de las palabras familiares y queridas, inundaron y conmovieron todos los corazones. Así es como, treinta años después, el general Loewenhielm consiguió dominar la conversación en la mesa del deán.
De lo que ocurrió más tarde nada puede consignarse aquí. Ninguno de los invitados tenía después conciencia clara de ello. Sólo recordaban que los aposentos habían estado llenos de una luz celestial, como si diversos halos se combinaran en un resplandor glorioso. Las viejas y taciturnas gentes recibieron el don de lenguas; los oídos, que durante años habían estado casi sordos, se abrieron por una vez. El tiempo mismo se había fundido en eternidad. Mucho después de la medianoche, las ventanas de la casa resplandecían como el oro, y doradas canciones se difundían en el aire invernal.
Los corazones de las dos viejas que antes se habían calumniado retrocedieron ahora más allá del período maligno al que habían vivido aferradas, hasta esos días de su primera juventud en que, juntas, se preparaban para la confirmación e inundaban de canciones los caminos de Berlevaag cogidas de la mano. Un hermano de la congregación le dio un golpe a otro en las costillas, a modo de caricia entre chicos, y exclamó: «¡Tú me engañaste con aquella madera, sinvergüenza!». El hermano así interpelado estuvo a punto de caerse al suelo acometido por un ataque de celestial risa; pero le brotaron lágrimas de los ojos. «Sí; te engañé, querido hermano —contestó—, te engañé». El capitán Halvorsen y madame Oppegaarden, de repente, se sorprendieron muy juntos en un rincón, dándose el largo beso para el que el incierto y secreto amor de su juventud jamás les había brindado ocasión.
La grey del viejo deán estaba formada de gente humilde. Cuando, pasado un tiempo, pensaban en esa noche, nunca se les ocurría que aquella exaltación se debiera a sus propios méritos. Se daban cuenta de que les fue concedida la gracia infinita de que el general Loewenhielm les había hablado, y ni siquiera se maravillaban de ello, pues no había sido sino el cumplimiento de una esperanza siempre presente. Las vanas ilusiones de este mundo se habían disuelto ante sus ojos como el humo y habían visto el universo como verdaderamente es. Se les había concedido una hora de eternidad.
La vieja señora Loewenhielm fue la primera en marcharse. Su sobrino la acompañó, y las anfitrionas salieron a despedirlos con luces. Mientras Philippa ayudaba a la vieja dama a ponerse sus múltiples envolturas, el general cogió la mano de Martine y se la retuvo largo rato en silencio. Por último, dijo:
—He estado con usted cada día de mi vida. Sabe usted que es cierto, ¿verdad?
—Sí —dijo Martine—; sé que lo es.
—Y —prosiguió él— seguiré estándolo cada uno de los días que me queden por vivir. Cada noche me sentaré, si no corporalmente, lo que no significa nada, sí de manera espiritual, que lo es todo, a cenar con usted, exactamente igual que esta noche. Pues esta noche he aprendido, querida hermana, que en este mundo todo es posible.
—Sí; así es, querido hermano —dijo Martine—. En este mundo todo es posible.
Dicho esto, se despidieron.
Cuando finalmente se disolvió la reunión, había cesado de nevar. El pueblo y las montañas tenían un esplendor blanco, ultraterreno, y en el cielo brillaban miles de estrellas. En la calle, la nieve era tan espesa que resultaba difícil caminar. Los invitados de la casa amarilla se fueron a pie y andaban haciendo eses, se caían sentados o sobre las manos y rodillas, y se levantaban cubiertos de nieve, como si se hubiesen lavado los pecados y hubiesen quedado tan blancos como la lana; y con este vestido de inocencia recobrada andaban retozando como corderos. Era maravilloso para todos ellos haberse vuelto como niños; era bienaventuradamente gracioso ver a los hermanos, que tan en serio se tomaban entre ellos, inmersos en esta especie de segunda niñez celestial. Daban traspiés, se enderezaban, caminaban o se quedaban parados, formando a veces una gran cadena de beatíficos lanciers.
«¡Benditos, benditos, benditos seáis!», resonaba en todas partes como un eco de la armonía de las esferas.
Martine y Philippa permanecieron largo rato en la escalera de piedra del portal. No sentían frío.
—Las estrellas están más cerca —dijo Philippa.
—Se acercarán todas las noches —dijo Martine en voz baja—. Es muy posible que no vuelva a nevar más.
En esto, sin embargo, se equivocaba. Una hora después empezaba a nevar otra vez, y cayó una nevada como nunca se había conocido en Berlevaag. A la mañana siguiente, las gentes apenas podían abrir sus puertas contra la nieve acumulada. Las ventanas de las casas estaban tan espesamente cubiertas, según se contaba años después, que muchos buenos vecinos del pueblo no se dieron cuenta de que había amanecido y siguieron durmiendo hasta bien entrada la tarde.