IV

EN ese momento se abrieron las pesadas puertas de lo alto de la escalinata y apareció el viejo conde en el último peldaño, deteniéndose como Sansón cuando, furioso, derrumbó el templo de los filisteos.

Siempre fue una figura sorprendente, corto de piernas, con un torso de gigante, y su poderosa cabeza rodeada de una melena de vigoroso pelo gris, como la de un poeta o un león. Pero hoy parecía extrañamente inspirado, presa de alguna tremenda emoción, oscilando con los pies clavados. Se inmovilizó unos segundos y escrutó al visitante como un viejo gorila en el exterior de su guarida, dispuesto a atacar; luego bajó la escalinata hasta el joven, imponiendo su presencia como podía haberse revelado el Señor de haber descendido, al menos una vez, por la escala de Jacob.

Dios mío, pensó Boris mientras subía a su encuentro, este hombre lo sabe todo, y va a matarme. Lanzó una mirada al rostro del viejo conde y lo vio rebosante de un triunfo incontenible, sus ojos claros inflamados. Un instante después se sintió estrechado por sus brazos, y sintió que le temblaba el cuerpo contra el suyo.

—¡Boris! —exclamó—, ¡Boris, hijo mío! —porque lo conocía desde niño, y Boris sabía que había sido uno de los adoradores de su madre—. Bienvenido seas. Precisamente hoy. ¿Te has enterado?

—¿Enterarme de qué? —dijo Boris.

—He ganado el pleito —dijo el viejo. Boris se quedó mirándolo—. He ganado el pleito de Polonia —repitió—. Lariki, Lipnika, Patnov Grabovo..., todo es mío, como fue de mi familia.

—Le doy la enhorabuena —dijo Boris, despacio, al tiempo que sus pensamientos se ponían extrañamente en movimiento—. De todo corazón. ¡Es una noticia inesperada, desde luego!

El viejo conde le dio repetidas gracias y le enseñó la carta de su abogado, que acababa de recibir y aún tenía en la mano. Al dirigirse al muchacho, lo había hecho despacio al principio, buscando las palabras, como el hombre que ha perdido el hábito de hablar; pero a medida que hablaba, fue recobrando su vieja voz, que en otro tiempo encantó a tanta gente.

—Una pasión como ésta, Boris —dijo—, que te devora real y efectivamente el corazón y el alma, no puedes sentirla por los seres humanos individuales. Tal vez no puedes sentirla por nada capaz de amarte a cambio. Quizá los oficiales que han amado a su ejército, los señores que han amado a sus tierras pueden hablar de pasión. Dios mío, sentía por las noches todo el peso de la tierra de Hopballehus encima del pecho, cuando imaginaba que la había ido comprometiendo en una batalla perdida. Pero esto —dijo, aspirando profundamente—, esto es la felicidad —Boris comprendió que no era pensar en su riqueza lo que henchía el alma del viejo, sino el triunfo de la razón sobre la injusticia, de la razón universal encarnada para él en su propia figura. Empezó a explicarle el juicio con detalle, con una mano puesta aún en el hombro del joven, y Boris comprendió que era acogido en su corazón como un amigo que podía escuchar—. Entra, Boris, entra —dijo—; vamos a tomar una copa, tú y yo, de un vino que tenía reservado para este día. Nuestro buen pastor está aquí. Lo he mandado llamar al recibir la carta, para que me acompañara, porque no sabía que ibas a venir.

En el prodigioso salón, suntuosamente ornado de mármol negro, había un rincón habitable formado por unas cuantas butacas y una mesa repleta de libros y papeles del conde. Encima había un cuadro gigantesco, bastante ennegrecido por los años: el retrato ecuestre de un antiguo señor de la casa, cómodamente montado sobre un caballo rampante de cabeza pequeña, y señalando con un rollo de papel hacia un lejano campo de batalla pintado bajo el vientre del caballo. El reverendo Rosenquist, un hombre bajo de mejillas coloradas al que Boris conocía bastante, estaba sentado en una de las butacas, aparentemente absorto en profundos pensamientos. Los sucesos del día habían trastornado sus teorías, lo que para él suponía un desastre más grave que si se hubiese incendiado la vicaría. Toda su vida había sufrido desventuras y pobreza, y en el transcurso del tiempo había llegado a vivir con un sistema de contabilidad espiritual según el cual los sufrimientos terrenales constituían una inversión que producía intereses en el otro mundo. Era consciente de que su cuenta personal representaba bien poco, pero había puesto gran interés en las aflicciones del viejo conde, a quien consideraba uno de los elegidos de Dios, cuyos tesoros aumentaban constantemente en la nueva Jerusalén, como se propagan por sí solos los zafiros, crisoprasas y amatistas. Ahora estaba confundido y no sabía qué pensar, lo que le colocaba en una terrible situación. Había buscado consuelo en el libro de Job, pero ni siquiera allí le cuadraban las cifras, ya que Behemot y Leviatán llevaban una cuenta de pérdidas y ganancias particular. Le parecía que el caso tenía todo el carácter del regalo que, según el Eclesiastés, destruye el corazón; y no podía apartar el pensamiento de que este viejo al que amaba había emprendido el mal camino de recoger anticipadamente los beneficios.

—Ahora me habría gustado —dijo el viejo conde, después de traer y abrir la dorada botella— que hubiesen estado aquí mi padre y mi abuelo, para haber bebido con nosotros. De noche, desvelado en la cama, he sentido más de una vez que ellos estaban desvelados también, abajo en sus sarcófagos, como yo. Me alegro —prosiguió, al tiempo que, aún de pie, alzaba su copa— de tener aquí al hijo de Abunde —así se llamaba la madre de Boris— para beber conmigo esta noche —llevado de la exuberancia del corazón, dio una tierna palmadita a Boris en la mejilla, mientras su rostro irradiaba una dulzura que no reflejaba desde hacía años; y el muchacho, que reconocía una cosa buena cuando la veía, envidió al conde su inocencia de corazón—. Y a nuestro buen pastor —dijo volviéndose hacia él—: Amigo mío, usted ha derramado lágrimas de simpatía en esta casa. Ahora se alzan en forma de vino.

El comportamiento del viejo conde aumentaba el desasosiego del reverendo Rosenquist. Le parecía que sólo un corazón frívolo podía moverse tan a gusto en una atmósfera nueva, y olvidar la anterior. Educado en un sistema de exámenes y promociones, no estaba ahora preparado para comprender a una raza educada en las leyes de la suerte en la guerra y en el favor de la corte, adaptada a lo imprevisto y acostumbrada a lo inesperado, para la que la seguridad e incluso la salvación parecían las cosas menos necesarias. Y entonces le volvieron al pensamiento las palabras de las Sagradas Escrituras: «Dice entre las trompetas, ¡ah, ah!»; y pensó que quizá, en definitiva, tenía razón su viejo amigo.

—Sí, sí —dijo sonriendo—; una vez el agua fue convertida en vino. Sin duda es una bebida buena. Pero ya sabe lo que dicen nuestros buenos campesinos: que los hijos engendrados con vino acaban mal. Así que hay razón para temer por las esperanzas y los ánimos engendrados con vino. Aunque eso —añadió—, naturalmente, no puede aplicarse a los hijos engendrados en las bodas de Caná, a las que acabo de referirme.

—En Lariki —dijo el conde—, en el dintel de la entrada, hay colgado un cuerno de caza con una cadena de hierro. El abuelo de mi abuelo era un hombre de una fuerza hercúlea. Al atardecer, cuando cruzaba a caballo dicha entrada, solía coger el cuerno, e izándose a sí mismo y al caballo del suelo, lo tocaba. Yo sabía que podía hacer lo mismo, pero pensaba que no debía trasponer jamás esa entrada a caballo. Athena es capaz de hacerlo, también —añadió pensativo.

Volvió a llenar las copas.

—¿Cómo es que has venido hoy? —preguntó a Boris, mirándolo a él y a su uniforme de gala, como si su venida fuese una hazaña excepcional—. ¿Qué te trae a Hopballehus?

Boris sintió la franqueza de este viejo reflejada en su propio corazón, como un cielo azul en el mar. Miró a su amigo a la cara.

—He venido hoy —dijo— a pedir la mano de Athena.

El anciano le lanzó una mirada luminosa.

—¿A pedir la mano de Athena? —exclamó—. ¿A eso has venido hoy?

Se quedó en silencio un momento, hondamente emocionado.

—Los caminos del Señor son efectivamente extraños —dijo; el reverendo Rosenquist se levantó de su butaca y volvió a sentarse, para ordenar sus cuentas.

Cuando el viejo conde habló otra vez, su voz sonó cambiada. Le había desaparecido la embriaguez, y parecía haber vuelto a poner en orden las fuerzas de su naturaleza. Era este aplomo lo que le había dado fama cuando, siendo joven y estando adscrito a la Embajada en París, tuvo, en la primera función de su tragedia, La ondina, un duelo a pistola en el entr’acte.

—Boris, hijo mío —dijo—, has venido aquí a cambiar mi corazón. He estado viviendo de cara al pasado, o para esta hora de victoria. Ésta es la primera vez que pienso en el futuro. Veo que tendré que bajar del pináculo para caminar por el camino. Tus palabras abren una gran perspectiva ante mí. ¿Qué voy a ser? ¿El patriarca de Hopballehus, dedicado a coronar doncellas virtuosas del pueblo? ¿El abuelo que planta manzanos? Ave, Hopballehus. Naturi te salutem.

Boris se acordó de la carta de la priora, y le dijo al conde que había visitado Closter Seven de paso. El conde preguntó por la priora y, siempre interesado en toda suerte de papeles, se puso las gafas y se enfrascó en la lectura de la carta. Boris, sentado, paladeaba su vino con el ánimo contento. Durante la última semana había llegado a dudar si la vida llegaría a tener alguna vez algo agradable. Ahora, su acogida en casa del viejo conde era una muestra de lo más grata para él, que siempre se movía con facilidad de un estado de ánimo al otro.

Cuando el conde hubo terminado de leer, dejó la carta y, entrelazando sus manos sobre ella, permaneció un rato en silencio.

—Te doy mi bendición —dijo por fin solemnemente—. Primero bendigo al hijo de tu madre... y de tu padre; en segundo lugar, al joven que, como veo ahora, ha amado durante tanto tiempo contra todo. Y por último, me doy cuenta de que esta noche has sido enviado por unas manos más fuertes que las tuyas.

»Te entrego, con Athena, la llave de todo mi mundo. Athena —repitió, como si le produjese gozo pronunciar el nombre de su hija— es como un cuerno de caza en el bosque —y como si se apoderase de él, sin darse cuenta, algún extraño y triste recuerdo de su juventud, añadió, casi en un susurro—: Dieu, que son du cor est triste au fond du bois.