XIII. El encuentro
LA habitación permaneció sin un ruido ni agitación hasta que, a la vez, el muchacho dio dos largos pasos, y Virginie, en la cama, volvió la cabeza y le miró.
Entonces se asustó ella tan mortalmente que se olvidó de su alta misión, y por un momento deseó volver a casa, e incluso ponerse bajo la protección de Charley Simpson. Pues la figura del extremo de la cama no era un marinero corriente de las calles de Cantón. Era un enorme animal salvaje traído para aplastarla bajo su peso.
El muchacho se la quedó mirando sin un movimiento, salvo el de su ancho pecho que subía y bajaba lentamente con su respiración profunda y regular. Por último, dijo:
—Creo que eres la muchacha más hermosa del mundo.
Virginie vio que tenía que habérselas con un niño.
Él le preguntó:
—¿Cuántos años tienes?
Virginie no conseguía encontrar una palabra que decir. ¿Es posible que la grande y tenebrosa tragedia fuera a convertirse ahora en comedia?
El muchacho aguardó la respuesta; luego le volvió a preguntar:
—¿Tienes diecisiete años?
—Sí —dijo Virginie. Y al oír su propia voz pronunciar esa palabra, su cara, vuelta hacia él, se suavizó un poco.
—Entonces tenemos la misma edad —dijo el muchacho.
Dio otro paso, despacio, y se sentó en la cama.
—¿Cómo te llamas? —preguntó.
—Virginie —contestó ella.
Él repitió el nombre dos veces, y se quedó mirándola un momento. Luego se tendió suavemente junto a ella, sobre la colcha. A pesar de su tamaño, era ágil y flexible en todos sus movimientos. Ella oyó cómo se aceleraba su profunda respiración, se interrumpía y volvía a empezar otra vez con un débil gemido, como si algo cediese en su interior. Así estuvieron un rato.
—Tengo que decirte algo —exclamó él de repente, en voz baja—. Hasta esta noche jamás me había acostado con una mujer. Lo he pensado muchas veces. Me he propuesto hacerlo muchas veces. Pero nunca lo he llegado a hacer.
Guardó silencio una vez más, esperando oír lo que ella diría a esto. Como seguía callada, prosiguió:
—No toda la culpa es mía —dijo—; he estado fuera mucho tiempo, en un lugar remoto donde no hay mujeres.
Nuevamente se detuvo, y volvió a hablar:
—Nunca se lo he dicho a los demás del barco —dijo—. Ni a los amigos con los que he bajado a tierra esta noche. Pero he pensado que es mejor que te lo diga a ti.
En contra de su voluntad, Virginie volvió la cara hacia él. Vio que muy próxima a la suya el muchacho tenía la cara completamente encendida.
—Cuando estaba muy lejos de aquí, en ese lugar que te digo —prosiguió—, imaginaba a veces que tenía una chica conmigo, que era mía. Yo le llevaba pescado y huevos de pájaros, y algunas frutas grandes que hay allí, aunque desconozco sus nombres, y ella era amable conmigo. Dormíamos juntos en una cueva que yo encontré cuando llevaba tres meses en ese lugar. Cuando había luna llena, iluminaba su interior. Pero no se me ocurrió un nombre para ella. No recordaba ningún nombre de mujer... Virginie —añadió muy despacio—. Virginie —y una vez más—: Virginie.
De repente levantó la colcha y la sábana, y se deslizó debajo. Aunque aún estaba a cierta distancia de ella, Virginie sintió su cuerpo grande, flexible y muy joven. Poco después el muchacho extendió una mano y la tocó. Su camisón de encaje se le había subido por encima de la pierna; ahora el muchacho, lentamente, al alargar la mano, tropezó con su rodilla redonda y desnuda. Se sobresaltó un poco, dejó correr sus dedos suavemente por encima de ella. Luego retiró la mano y tropezó con su propia rodilla, flaca y dura.
Un momento después Virginie gritó muerta de miedo:
—¡Dios! —exclamó—. ¡Por Dios! Levántate; hay que levantarse. ¡Un terremoto!... ¿No notas el terremoto?
—No —jadeó el muchacho sobre la cara de ella—. No es un terremoto. Soy yo.