X. La cena de la historia

LAS velas encendidas de la mesa del comedor, sostenidas por pesados candelabros de plata, multiplicaban sus reflejos en los espejos dorados de las paredes, de forma que toda la larga estancia resplandecía con un centenar de llamas brillantes. La mesa estaba puesta, la comida preparada y las botellas descorchadas.

Para Elishama, que había entrado el último en la habitación y se había sentado en silencio en un extremo, los dos comensales y los criados que iban y venían atendiéndolos en silencio parecían figuras de un cuadro visto de lejos.

El señor Clay había sido acomodado en su butaca acolchada junto a la mesa, y aquí estaba tan erguido como en el carruaje. Pero el joven marinero, que miraba detenidamente en torno suyo, parecía tener miedo de tocar nada; hubo que invitársele dos o tres veces a que se sentara, antes de que lo hiciera.

El anciano, con un movimiento de mano, ordenó al mayordomo que escanciase vino a su compañero; le observó mientras bebía, e hizo que tuvieran llena su copa durante toda la comida. A fin de acompañarle, probó un poco de vino él también, en contra de su costumbre.

El primer trago de vino hizo un efecto rápido y fuerte en el muchacho. Al vaciar la copa, se puso súbitamente tan colorado que sus ojos parecieron licuarse con el calor de sus mejillas encendidas.

El señor Clay, en su butaca, dejó escapar un profundo suspiro y tosió dos veces. Al empezar a hablar, su voz era baja y un poco ronca; y a medida que hablaba, se le fue poniendo más chillona y más fuerte. Pero todo el tiempo habló muy despacio.

—Ahora, mi joven amigo —dijo—, voy a decirte por qué he traído aquí a un pobre marinero de una calle vecina al puerto. Voy a decirte por qué le he traído a esta casa mía, a la que pocas personas, incluso entre los más ricos comerciantes de Cantón, tienen acceso. Escucha, y lo sabrás todo. Pues tengo muchas cosas que contarte.

Guardó silencio un momento; tomó aliento y prosiguió:

—Soy un hombre rico. Soy el más rico de Cantón. Parte de la riqueza que en el curso de una larga vida he amasado está aquí, en mi casa; otra más grande está en mis almacenes y otra más grande aún en los ríos y en el mar. Mi nombre en China vale más dinero del que hayas oído hablar. Cuando me nombran en China o en Inglaterra, nombran un millón de libras.

Hizo otra pausa.

Elishama pensó que hasta aquí el señor Clay no había hecho más que enumerar verdades que llevaban mucho tiempo almacenadas en su mente, y se preguntó cómo se las arreglaría para pasar del mundo de la realidad al de la imaginación. Pues el anciano, que en su larga vida había oído contar una historia, en toda su larga vida jamás había contado una sola historia, ni había fingido ni disimulado ante nadie. Cuando, no obstante, el señor Clay reanudó otra vez su relato, el escribiente comprendió que su cabeza guardaba más cosas de las que se proponía explicar. En lo más hondo de su mente había ideas, percepciones, emociones incluso, de las que jamás había hablado y de las que nunca podría haber hablado a nadie más que al muchacho anónimo y descalzo que tenía ante sí. Elishama empezó a comprender el valor de lo que se designa como comedia, en la que un hombre puede al fin decir la verdad.

—Un millón de libras —repitió el señor Clay—. Ese millón de libras soy yo en persona. Son mis días y mis años; son mi cerebro y mi corazón; es mi vida. Estoy solo con él, en esta casa. He estado solo con él durante muchos años, y me he sentido feliz de que fuera así. Porque los seres humanos que he conocido en mi vida, y con los que he tratado siempre, me han sido antipáticos y los he despreciado. A muy pocos he consentido que me tocaran la mano; y a ninguno le he consentido que tocara mi dinero.

»Y jamás he tenido miedo —añadió pensativo—, como lo tienen otros ricos mercaderes, de que mi fortuna no durase tanto como yo. Porque siempre he sabido cómo tenerla bien sujeta, y cómo hacer que se multiplique.

»Pero últimamente —prosiguió— he comprendido que no duraré tanto como mi fortuna. Llegará el momento, y no está lejos, en que tendremos que separarnos; en que una mitad mía se tenga que marchar y la otra que seguir viviendo. ¿Dónde y con quién, entonces, seguirá viviendo? ¿Voy a dejar que caiga en manos que hasta ahora he logrado mantener apartadas, que la manoseen y mangoneen esas manos ofensivas y codiciosas? Antes quisiera que manoseasen y mangoneasen mi cuerpo. Cuando pienso en eso por las noches, no puedo dormir.

»No me he molestado —dijo— en buscar una mano satisfactoria en la que poner cuanto poseo, ya que sé que esa mano no existe en el mundo. Pero al final se me ha ocurrido que podría complacerme dejarlo todo en unas manos a las que yo hubiese dado el ser.

»A las que yo hubiese dado el ser —repitió lentamente—. Haberles dado el ser y haberlas creado. Como he engendrado mi fortuna, mi millón de libras.

»Porque no eran los miembros lo que me dolía en los campos de té, en las brumas matinales y en el calor ardiente del mediodía. No eran las manos lo que me quemaba en las planchas de hierro donde se seca la hoja del té. No eran mis manos las que se desollaban tensando los aparejos del clíper para sacarle su máxima velocidad. Los famélicos coolies de los campos de té, los exhaustos marineros de la guardia de medianoche, no supieron jamás que estaban contribuyendo a amasar ese millón de libras. Para ellos, sólo los minutos, el dolor de manos, el granizo en la cara y las míseras monedas de cobre de sus salarios tenían existencia real. Sólo en mi cerebro, y por mi voluntad, se combinaban estos múltiples y pequeños detalles y contribuían a la formación de una sola cosa: el millón de libras. ¿No lo he engendrado, entonces, legalmente?

»Así, pues, combinando los elementos de la vida y haciéndolos cooperar según mi voluntad, puedo engendrar legalmente las manos en las que puedo dejar con cierta satisfacción mi fortuna, que es la parte duradera de mí mismo.

Guardó silencio largo rato. Luego hundió su mano vieja y apergaminada en un bolsillo, la sacó y se la miró.

—¿Has visto oro alguna vez? —preguntó al marinero.

—No —dijo el muchacho—. He oído hablar de él a los capitanes y a los sobrecargos, que lo han visto. Pero no lo he visto personalmente.

—Extiende la mano —dijo el señor Clay.

El muchacho extendió su mano enorme. En el dorso tenía tatuados un corazón, una cruz y un ancla.

—Esto —dijo el señor Clay— es una pieza de cinco guineas. Las cinco guineas que vas a ganar. Es de oro.

El muchacho sostuvo la moneda en la palma de la mano, y durante un rato la miraron los dos con preocupación. Cuando el señor Clay apartó los ojos de ella, bebió un poco de vino.

—Yo —dijo— soy duro, y estoy seco. Siempre he sido así, y no hubiese querido ser de otra manera. Me desagradan los jugos del cuerpo. No me gusta la visión de la sangre; no puedo beber leche; me molesta el sudor y las lágrimas me repugnan. Los huesos del hombre se disuelven en esas cosas. Y también se disuelven en esas relaciones llamadas compañerismo, amistad o amor. Yo me deshice de un socio porque no quería que se convirtiese en mi amigo y me disolviera los huesos. Pero el oro, mi joven marinero, es sólido. Es duro, está a prueba de toda disolución. El oro —repitió, mientras una sombra de sonrisa cruzaba su cara— es solvencia.

»Tú —prosiguió, tras otra pausa— estás lleno de jugos vitales. Tienes sangre; y tienes lágrimas, supongo. Deseas y ansías cosas que disuelven a las personas: amistad, simpatía, amor. El oro, lo has visto esta noche por primera vez. Yo puedo utilizarte.

»Para ti, solamente tienen existencia real los minutos, el placer de tu cuerpo y las cinco guineas de tu bolsillo. No te darás cuenta de que estás contribuyendo a una valiosa obra mía. Para estupenda frustración de mis parientes de Inglaterra, que en otro tiempo se alegraron de librarse de mí pero desde hace veinte años están al acecho de la herencia que les puede llegar de China. En eso pueden dormir tranquilos.

El marinero se metió la pieza de oro en el bolsillo. Se le había encendido el color, de comer y beber. Grande y huesudo, con su pelo desgreñado y sus cejas brillantes, parecía fuerte, ávido y robusto como un oso recién salido de su madriguera invernal.

—No diga más, viejo señor —exclamó—; ya he oído en los barcos cada una de esas palabras. Ya veo qué es lo que le ocurre a un marinero cuando baja a tierra. Y usted, viejo señor, tiene suerte esta noche. Si necesita un marinero fuerte y vigoroso, está de buenas. No encontrará a otro más fuerte en ningún barco. ¿Quién ha estado once horas en las bombas durante la ventisca, frente a Lofoten? Es penoso para usted ser tan viejo y seco. En cuanto a mí, sabré muy bien lo que tengo que hacer.

Una vez más, el muchacho se ruborizó súbita e intensamente. Dejó de alardear y se quedó callado un minuto.

—No tengo costumbre —dijo— de hablar con personas ricas y viejas. A decir verdad, viejo señor, últimamente no suelo hablar con nadie. Se lo contaré todo. Hace un par de semanas, cuando la goleta Barracuda me recogió y me subió a bordo, llevaba un año entero sin hablar una sola palabra. Porque hace un año, a mediados de marzo, mi barco, el bricbarca Amelia Scott, se hundió en una tormenta, y de toda la tripulación sólo yo fui arrojado a la playa de una isla. Allí no había nadie más que yo. Hace sólo tres semanas, andaba por la playa de esa isla. Oía a muchas criaturas allí; pero ninguna hablaba. A veces me ponía a cantar alguna canción..., uno puede cantar para sí, pero no hablar.