I. Dos damas de Berlevaag
EN NORUEGA hay un fiordo —o brazo de mar largo y estrecho entre altas montañas— llamado de Berlevaag. Al pie de las montañas, el pequeño pueblecito de Berlevaag parece de juguete, una construcción de pequeños tacos de madera pintados de gris, amarillo, rosa y muchos otros colores.
Hace sesenta y cinco años, vivían dos damas en una de las casas amarillas. En aquel entonces, las señoras llevaban polisón, y estas dos hermanas podían haberlo llevado con tanta gracia como cualquier otra, ya que eran altas y esbeltas. Pero jamás poseyeron ningún artículo de moda; toda la vida vistieron solemnemente de gris o de negro. Fueron bautizadas Martine y Philippa por Martín Lutero y Philip Melanchton. El padre había sido deán y profeta, fundador de un piadoso grupo o secta religiosa que fue conocida y considerada en todo el país de Noruega. Sus miembros renunciaban a los placeres de este mundo, ya que para ellos la tierra y cuanto contenía no eran sino una especie de ilusión, mientras que la verdadera realidad estaba en la Nueva Jerusalén, por la que suspiraban. No juraban en absoluto, sino que su comunicación era sí sí y no no, y se trataban entre ellos de hermanos y hermanas.
El deán se había casado tardíamente y había muerto ya. De año en año, sus discípulos se volvían más escasos, más canosos o calvos, y más duros de oído; incluso se volvían algo quejumbrosos y enojadizos, de modo que llegaban a producirse pequeños cismas en la congregación. Pero aún seguían reuniéndose para leer e interpretar la palabra divina. Todos conocían a las hijas del deán desde pequeñas; incluso ahora seguían siendo muy pequeñas para ellos, y queridas a causa del padre. Notaban que, en la casa amarilla, el espíritu del Maestro estaba con ellos; aquí se sentían a gusto y en paz.
Estas dos damas tenían una criada francesa, Babette. Resultaba extraño, en un par de puritanas de un pueblecito noruego; el hecho parecía incluso requerir una explicación. La gente de Berlevaag encontraba esa explicación en la piedad y bondad de corazón de las hermanas. Porque las hijas del viejo deán consagraban su tiempo y sus pequeños ingresos a obras de caridad; ningún ser afligido o desventurado llamaba en vano a su puerta. Y Babette había llegado a esa puerta hacía doce años, fugitiva y sin amigos, y casi loca de aflicción.
Pero la verdadera razón de la presencia de Babette en la casa de las dos hermanas hay que buscarla más atrás en el tiempo, y más profundamente en el dominio de los corazones humanos.