XVI. Discípula y maestro

POR la mañana temprano, antes de que la casa Hosewinckel se despertase, Malli se levantó calladamente, se vistió, bajó por la escalera de servicio y salió a la calle por la puerta de atrás. Un día antes habría tenido que andar buscando el camino del hotel de Herr Soerensen; ahora iba derecha como paloma que regresa al palomar.

Durante las largas horas de la noche había estado deseando que amaneciera. Ahora, mientras caminaba presurosa, veía cómo el mundo adquiría luz y color. Salían a su encuentro las fragancias, y una suave brisa; y pensó: «Todo es diferente de como era cuando llegué; es porque ha empezado la primavera. Después vendrá el verano». De pronto recordó, casi palabra por palabra, el sueño de Arndt de cómo irían los dos ese verano, en uno de los barcos de su padre, al norte, donde nunca se pone el sol.

Mientras sus pensamientos discurrían por estos derroteros, llegó a la verja del hotel, subió por la pequeña escalera de Herr Soerensen y, sin llamar, como si supusiese que la esperaban, abrió la puerta.

Herr Soerensen, como de costumbre, estaba levantado antes que el resto de la gente y estaba ocupado en su meticuloso aseo matinal. Al ver entrar a Malli se retiró detrás de un biombo, y desde allí le ordenó que se sentase en una silla junto a la ventana. Sin embargo, ella no obedeció enseguida, sino que se entretuvo por la habitación mirando un cuadro de la coronación del rey Carl Johan y la vieja bolsa de viaje de Herr Soerensen apoyada contra el armario. Luego, sin prisa, se quitó el sombrero y el abrigo como dando a entender que había venido a quedarse, y se dejó caer en la silla que le habían indicado.

Herr Soerensen asomó la cabeza por encima del biombo tres veces, en distintas fases de su enjabonado y afeitado, y la observó con atención. Pero no dijo una sola palabra.

Al final salió a la habitación recién afeitado y con la peluca puesta, con una bata cuyo acolchado se iba prendiendo aquí y allá. Malli se levantó y se echó en sus brazos; temblaba tan violentamente que no podía hablar. Herr Soerensen no hizo intento alguno por calmarla; ni siquiera la rodeó con los brazos, sino que la dejó que se agarrara a él como la persona que se está ahogando y se agarra a un tronco.

Durante la conversación que tuvo lugar después, Malli se separaba de cuando en cuando para observar su rostro, y luego se volvía a apretar contra él como si buscase un oscuro refugio donde no tuviera necesidad de ver nada.

Exclamó angustiada, con voz ronca, sobre el pecho de él:

—¡Ferdinand ha muerto!

—¡Sí! —dijo Herr Soerensen grave, dulcemente—. Sí, ha muerto.

—¿Lo sabía usted? —exclamó ella, como antes—. ¿Se lo han dicho? ¿Y lo creyó?

—Sí —contestó él—. Sí lo creí.

Malli se serenó; recobró el dominio de su voz, se desprendió de él y retrocedió un paso.

—¡Arndt Hosewinckel me ama! —dijo con acento lleno y resonante.

La mirada de Herr Soerensen observó el cambio de su rostro.

—¿Y tú, le amas a él también? —preguntó. Y como la pregunta era muy semejante a un verso de una tragedia muy querida, repitió, esta vez con palabras de la tragedia—: ¿Y tú, le amas a él también, doncella?

Malli recordaba también pasajes de esta tragedia, y replicó enseguida con fuerza:

... sol y luna.

La estrellada hueste, los ángeles, el propio Dios y los hombres pueden oírlo: ¡soy firme en mi amor por él!

—Bien —dijo Herr Soerensen—. Bien —repitió, tras una pausa—. ¿Y ahora qué, Malli?

—¿Ahora? —Malli profirió un grito de aflicción, como un ave marina en medio de las olas—. Ahora debo marcharme. ¡Dios mío; debo irme antes de que les haga desdichados!

Se retorció las manos, que le colgaban entrelazadas ante sí.

—No quiero hacer desgraciado a nadie —dijo—. ¡No quiero! ¡No quiero! ¡Bien sabe Dios que yo ignoraba lo que hacía! ¡Yo creía, Herr Soerensen, que no había dicho mentiras ni cometido equivocaciones!

»Ahora debo marcharme; ¡no puedo permanecer aquí más tiempo! —exclamó otra vez, de repente, como si le informase de una nueva decisión que acababa de tomar—. No puedo; usted sabe que no puedo volver a la casa de la plaza, a menos que sepa pronto, lo más pronto posible, que puedo volver a marcharme. Porque me han enseñado la puerta, Herr Soerensen. Un hombre justo, que jamás ha hecho mal uso de su balanza y su vara de medir, me enseñó la puerta anoche. Las personas justas pueden detener el temporal y hacerlo rolar de noroeste a norte. ¡Pero yo! —se lamentó—; nuestro temporal de Kvasefjord vino directamente a donde yo estaba. Sin embargo, jamás le pedí a Dios que lo enviara; le juro que jamás se lo pedí.

»La hermana de mi abuela —empezó Malli de repente, como si buscase un nuevo curso de pensamientos; pero tropezó con la aflicción de su madre— se enfadó tanto con mi madre por casarse con mi padre, que no quiso poner los pies en su casa. Pero un día me encontró a mí en la calle; me hizo entrar en su habitación y me habló de mi padre. Me dijo: “Tu padre, Malli, no venía de Escocia ni era un marinero corriente. Era ese del que ha oído hablar mucha gente y al que le han puesto mote: el Holandés Errante”. ¿Cree usted que es cierto, Herr Soerensen?

—No; no lo creo.

Malli, por un momento, pareció encontrar consuelo en esta afirmación; luego, en su retroceso, la ola de desesperación la hundió otra vez.

—De todas formas —exclamó—, ¡los he traicionado a todos, como traicionó mi padre a mi madre!

Herr Soerensen meditó otra vez unos instantes, y dijo a continuación:

—¿A quién has traicionado tú, Malli?

—¡A Ferdinand! —exclamó Malli—. ¡A Arndt! Cuando esté lejos —dijo—, entonces encontraré valor para escribir a Arndt contándole mi situación. Pero no puedo, no me atrevo a decírselo a la cara.

Al evocar la cara de él, guardó silencio. Luego, una vez más, se retorció las manos.

—Debo marcharme —dijo ella—. Si no me voy, le traeré la desgracia. ¡Oh, la desgracia y el dolor, Herr Soerensen!

Aquí dio un breve paso atrás y le miró con sus ojos claros, muy abiertos.

—Puede creerme, Herr Soerensen —dijo—, porque hablo como quien tiene un espíritu familiar, por intuición.

Hubo un largo silencio en la habitación.

—Sí —dijo Herr Soerensen—. Te creo completamente, Malli. Porque, mi pequeña Malli, he estado casado.

—¿Ha estado casado? —repitió Malli sorprendida.

—Sí —dijo él—. En Dinamarca. Con una mujer buena y encantadora.

—¿Dónde está ella ahora? —preguntó Malli, y miró en torno suyo perpleja, como si la ausente Madam Soerensen pudiera encontrarse en la pequeña habitación.

—Gracias a Dios —dijo Herr Soerensen—, gracias a Dios, está casada ahora con un hombre bueno. En Dinamarca. Tienen hijos. Ella y yo no llegamos a tener familia.

»Me fui —prosiguió— sin decirle nada a ella, en secreto. La última noche que estuvimos sentados juntos en nuestro pequeño hogar (teníamos una preciosa casita, Malli, con cortinas y una alfombra) me dijo: “Todo lo que haces en la vida, Valdemar, lo haces para que yo sea feliz. Eres muy bueno conmigo”.

—¡Oh, sí! —exclamó la muchacha, como tocada en el corazón—. Así es como nos hablan; eso es lo que creen de nosotros.

Herr Soerensen, por tercera vez, se quedó pensativo; luego le cogió la mano y dijo:

—¡Chiquilla mía! —y se quedó callado como antes—. Sentémonos y hablemos un rato —dijo al final, y la llevó a un pequeño sofá con el tapizado roto.

Se sentaron el uno al lado del otro sin decirse nada. Pero al cabo de un rato, Malli, necesitada de simpatía humana, y como para aplacar a un juez, o como en un intento de consolar a otra persona infeliz bajo la misma sentencia que ella, empezó a manosearle los hombros, el cuello y la cabeza a Herr Soerensen. Dejó correr sus dedos por su peluca, hasta que quedaron prendidos al final en un mechón o dos. Y mientras le suplicaba o acariciaba, no alzó la mirada hacia él, para evitar que al poner los dedos suplicantes en los ojos o en la boca tuviera que apuntar con la cabeza y dar suaves topetazos en el aire a derecha e izquierda.

Herr Soerensen, que estaba acostumbrado a que le obedeciesen y admirasen pero no a que le acariciasen, permitió que la situación se prolongara varios minutos; y después de que Malli dejara caer las manos, siguió sentado. Al principio le dio la impresión de que estaban asumiendo la personalidad del viejo y desdichado rey y de su hija adorada. Luego, el centro de gravedad se desplazó, y recobró plena conciencia de su autoridad y responsabilidad: no era un fugitivo; era su joven discípula quien había huido a él en busca de ayuda. Volvió a ver una vez más, el hombre poderoso que estaba por encima del resto de los hombres: era Próspero. Y con el manto de Próspero alrededor de los hombros, sin que disminuyese su piedad por la desventurada joven que tenía a su lado, alcanzó una conciencia creciente y feliz de plenitud y unión. No abandonaría esta preciosa posesión: aún era suya, la muchacha seguiría con él y vería realizado el gran proyecto de su vida.

Por último, dijo:

... Ahora me levanto.

Sigue sentado y oye el final de nuestra desventura marina.

Se levantó y, erguido y con paso firme, fue a una mesa pequeña y desvencijada que había junto a la otra ventana de la habitación que le servía de escritorio. Sacó unos papeles del cajón y se enfrascó en ellos, ordenándolos, tomando notas, volviendo a guardar algunos y sacando otros. Así estuvo un rato; y cuando Malli se movió, la miró sin volver la cabeza. Al final apartó los papeles y los lápices, pero siguió sentado de espaldas a ella.

—Cancelaré —dijo— las representaciones de Christianssand.

Malli no contestó.

—Sí —prosiguió él con voz firme—. Sí. Mandaré que anuncien en el pueblo que cancelo mis representaciones y que me voy a Bergen. Por supuesto —declaró como si ella hubiese puesto objeciones—, me costará caro. Podríamos haber tenido un éxito enorme en este pueblo. Por ti, mi pobre muchacha. Será una pérdida. Pero no tan grande como me temía. La colecta pública lo compensará no poco. En la vida, Malli, uno debe mantener abierta la cuenta de los beneficios y las pérdidas. Primero —dijo— nos iremos tú y yo secretamente. El resto nos seguirá más adelante, a instrucciones mías.

Oyó a Malli levantarse, dar un paso hacia él y detenerse.

—¿Cuándo se marcha? —preguntó la voz temblorosa de Malli detrás de él.

—Estoy seguro de que hay un barco el miércoles —y brevemente, con la autoridad de un almirante en cubierta, remachó—: El miércoles.

—El miércoles —brotó de Malli como un eco largo y lastimero entre los cerros.

—Sí —dijo Herr Soerensen.

—¡Pasado mañana! —volvió a brotar de ella.

—Pasado mañana —dijo él.

Al pronunciar esta orden sintió dilatarse su propia figura; pero al mismo tiempo percibió un profundo silencio tras él; silencio que siempre le resultaba difícil soportar. Como si tuviese un par de ojos penetrantes detrás de la cabeza, la veía de pie, en medio de la pequeña habitación, mortalmente pálida a causa de las duras experiencias, como la tarde siguiente al naufragio, en la barca de pesca. El espíritu de Herr Soerensen vaciló unos momentos, en este conflicto entre la conciencia de su fuerza y su compasión, y también se meció un poco en su silla. Por último, se dio la vuelta, apoyó los brazos en el respaldo de la silla y la barbilla sobre ellos, dispuesto a mirar de frente la aflicción del mundo entero.

Malli abandonó el sitio donde se había quedado inmóvil y se acercó a él, despacio pero con fuerza, como una ola que avanza hacia la costa. Todo en la siguiente conversación brotó de ella lentamente, cada frase más lenta que la anterior, no muy alto pero con el timbre claro y profundo de una campana. Dijo:

Te ruego

que recuerdes que te he hecho grandes servicios;

no te he mentido, no he cometido errores, te he servido

sin una sola queja ni protesta.

Herr Soerensen siguió inmóvil en su silla; y pensó: «¡Que Dios me proteja, cómo brillan los ojos de esta muchacha! No me mira a mí; tal vez ni me ve. ¡Pero cómo le centellean los ojos!».

Hubo una breve pausa; luego, lentamente, prosiguió:

¡Salve, gran señor! ¡Grave caballero, salve! Vengo

a satisfacer tu mejor deseo; ya tenga que volar,

nadar, bucear en el fuego, cabalgar

sobre rizadas nubes: a tus órdenes rigurosas

se pone Ariel con todo su poder.

Hizo otra pausa. Y continuó:

Tanto podrían

los elementos de que están hechas vuestras espadas

herir los vientos, o con vanas cuchilladas

matar unas aguas que vuelven a juntarse, como

menguar un ápice las barbas de mi pluma.

Herr Soerensen no se desconcertó por que Malli saltase de un pasaje del drama a otro; se sentía tan a gusto en el texto como ella, y también podía saltar.

Ahora Malli le miró a los ojos, con gran sosiego en la mirada y en la voz, y habló de nuevo, tan dulce y mansamente, y con tanta franqueza, que a Herr Soerensen se le derritió el corazón en el pecho y le asomaron las lágrimas a los ojos:

Mi cuerpo yace a cinco brazas,

de coral se han hecho mis huesos,

esas perlas fueron mis ojos,

no hay nada en mí que se disuelva

sino que cambia, por transformación marina,

en algo rico y extraño.

Las nereidas, cada hora, tocan a muerto por mí.

¡Escuchad! Ahora oigo... el ding dong de sus tañidos.

Hubo un último silencio, muy largo.

Pero Herr Soerensen no podía dejarse vencer así en el intercambio. Alzó la cabeza, extendió su brazo derecho directamente hacia ella, por encima del respaldo de la silla y, despacio, como ella, declamó:

Ariel, mi polluelo, vuelve a los elementos,

¡sé libre, y adiós!

Malli permaneció inmóvil un instante; luego buscó con la mirada su capa y se la puso; Herr Soerensen observó que era su vieja capa de siempre. Cuando Malli se la hubo abrochado, se volvió hacia él.

—Pero ¿por qué —preguntó— las cosas nos han de venir así?

—¿Por qué? —repitió Herr Soerensen.

—¿Por qué las cosas nos han de venir tan desastrosamente, Herr Soerensen? —dijo ella.

Herr Soerensen estaba sumamente exaltado e inspirado después de las últimas palabras de Próspero; comprendió que ahora debía contestarle con la experiencia de su larga vida, y dijo:

—¡Ah, muchacha, calla! No debemos preguntar; son otros los que han de preguntarnos a nosotros; nuestro privilegio es contestar (¡oh, respuestas sutiles!, ¡oh, respuestas maravillosas!) a las preguntas de una humanidad desconcertada y dividida. Pero nunca preguntar.

—Sí —dijo Malli tras un momento o dos—. ¿Y qué conseguimos a cambio?

—¿Qué conseguimos a cambio? —repitió él.

—Sí —insistió ella—. ¿Qué conseguimos a cambio, Herr Soerensen?

Herr Soerensen meditó lo que habían hablado hasta aquí, y luego pensó en esa vida larga desde la que debía contestarle.

—¿A cambio? ¡Ay, mi pequeña Malli! —exclamó con voz completamente cambiada, esta vez sin darse cuenta de que seguía en su lengua sagrada y escogida—: «A cambio tenemos la desconfianza del mundo... y nuestra pura soledad. Nada más».