Cuentos reunidos

Isak Dinesen

Las perlas del collar

Isak Dinesen encarna a la narradora por antonomasia, en el sentido que da Walter Benjamin al concepto o la categoría en su ensayo así titulado, «El narrador», sobre el ruso Leskov, o en el sentido más llano, al ser lo que hoy se conoce por una cuentacuentos o relatora oral. Si alguna figura emblemática la distingue no es otra que la de Sherezade: en las largas veladas de la sabana, en la plantación de cafetos que gestó con su marido, cuando sus acompañantes y criados ya no se tenían en pie, seguía contando sus historias al aire de la noche africana. Sin embargo, Dinesen posee ciertas particularidades que la diferencian por completo de la figura del narrador convencional. Teniendo en cuenta el momento histórico en que se mueve —la convulsión de las vanguardias—, no cabe sino decir que Isak Dinesen era una anacronía andante. Pese a tener el reconocimiento merecido de una figura mayor de la literatura del siglo XX, todavía le hacen sombra, como dice Vicente Molina Foix, «no sólo su vida errante y retirada, su mestizaje cultural y confusión de lenguas, sino, especialmente, la anomalía de su obra narrativa».

Para ella, al decir de Vargas Llosa, «contar era encantar, impedir el bostezo valiéndose de cualquier ardid: el suspense, la revelación truculenta, el suceso extraordinario, el detalle efectista, la aparición inverosímil».

«Los cuentos de Isak Dinesen —dice Vargas Llosa— son siempre engañosos, impregnados de elementos secretos e inapresables. Por lo pronto, es difícil saber dónde comienzan, cuál es realmente la historia, entre las historias engarzadas por las que va discurriendo el subyugado lector, que la autora quiere contar. Ella se va perfilando poco a poco, de manera sesgada, como de casualidad, contra el telón de fondo de una floración de aventuras disímiles que, algunas veces, figuran allí como meras damas de compañía».

Ha comentado Vicente Molina Foix que «mientras la Europa de los narradores destruía con estudiado genio los patrones vigentes de la novela en las tres grandes lenguas de la crisis —el francés analítico de Proust, el alemán alegórico de los austrohúngaros, el inglés extraterritorial de Joyce—, una danesa paciente y memoriosa se dedicaba en África a recoger los restos de un logos vapuleado para recomponerlo como mythos (en el último cuento de sus Últimos cuentos resume en una página esa heroica tarea), recuperando también, en la contracorriente de los lenguajes rotos y las vastas empresas novelescas, la unidad del cuento y el repleto escenario de una Europa romántica».

Según apunta Mario Vargas Llosa con su perspicacia lectora de costumbre, «Dinesen fue, como Maupassant, Poe, Kipling o Borges, esencialmente cuentista. Es uno de los rasgos de su singularidad. El mundo que creó fue un mundo de cuento, con las resonancias de fantasía desplegada y hechizo infantil que tiene la palabra. Cuando uno la lee, es imposible no pensar en el libro de cuentos por antonomasia: Las mil y una noches. Como en la célebre recopilación árabe, en sus cuentos la pasión más universalmente compartida por los personajes es, junto a la de disfrazarse y cambiar de identidad, la de escuchar y contar historias, evadirse de la realidad en un espejismo de ficciones».

No es de extrañar que el único escritor del que Hemingway habló siempre con una admiración sin reservas fuera Isak Dinesen: cuando se le concedió el Nobel al norteamericano, comentó de buenas a primeras que quien de veras lo merecía era ella. Y no contento con esto aún abundó en la cuestión en su discurso de recepción del Nobel: «Me habría quedado más contento si este premio se hubiese otorgado a una magnífica escritora, Isak Dinesen».

Su territorio natural es el de la ficción sin contaminar por lo real. En «El poeta», último de los relatos de Siete cuentos góticos, hallamos el siguiente pasaje:

... no es posible pintar un objeto concreto, digamos una rosa, sin que yo, o cualquier otro crítico inteligente, podamos determinar, al cabo de veinte años, en qué período fue pintado o, más o menos, en qué lugar. El artista ha pretendido plasmar una rosa en abstracto, o una rosa determinada; jamás ha tenido la intención de ofrecernos una rosa china, persa, holandesa o, según la época, rococó o puro Imperio. Si le dijese que era eso lo que había hecho, no me comprendería. Quizá se enfadaría conmigo. Diría: «He pintado una rosa». Sin embargo, no lo puede evitar; así que soy superior al artista, ya que lo puedo medir con un baremo del que no sabe nada. Pero al mismo tiempo yo no sabría pintar, y mal podría ver o concebir una rosa. Podría imitar cualquier creación suya. Podría decir: «Voy a pintar una rosa al estilo chino, holandés o rococó». Pero no tendría el valor de pintar una rosa tal cual. Porque ¿cómo es una rosa?

Igual sucede con la religión, sigue diciendo el narrador de Dinesen. (Ésta es también una observación de Robert Langbaum, que en The Gayety of Vision (1964) destapa la caja de los truenos de la apreciación crítica de Dinesen —no estará de más señalar que Langbaum es el crítico que pone poco antes en el mapa de la literatura contemporánea la poesía de la experiencia.)

«Los hebreos concebían a su Dios de una manera; los aztecas... de tal otra; los jansenistas, de otra. Si quiere saber algo sobre las diversas opiniones me complacerá dárselas, dado que dedico buena parte de mi tiempo a su estudio. Pero permítame aconsejarle que no repita esa pregunta en presencia de personas inteligentes. Al mismo tiempo... estaría en deuda con los ingenuos que han creído en la posibilidad de obtener una idea directa y absolutamente fiel de Dios, y que estaba equivocada.» La historia que relata a continuación está tomada de Kierkegaard, y nos lleva a pensar que Dinesen es una existencialista en el sentido en que lo son todos los románticos. Es dogma fundamental del romanticismo que la existencia precede a la esencia, que la experiencia es más fundamental que la idea. Como romántica tardía que es, Dinesen hace que sus personajes vistan una máscara e ingresen en una ficción fructífera. El romanticismo tardío hace hincapié en que el arte es artificio, no naturaleza.

Siguiendo a Vargas Llosa, «Dios prefiere las máscaras a la verdad, “que ya conoce”, pues la verdad es para sastres y zapateros» (y no han de faltar en estos cuentos representantes de ambos oficios, que siempre son otra cosa). Para Isak Dinesen, la verdad de la ficción era la mentira, una mentira explícita, tan diestramente fabricada, tan exótica y preciosa, tan desmedida y atractiva, que resultaba preferible a la verdad, e incluso era (es) más verdadera.

Las particularidades que distinguen a Dinesen del narrador al uso son diversas: en primer lugar, aun cuando los cuentos la hechizaran desde que era niña, su vocación primera la llevó a las artes plásticas, y su vocación literaria fue tardía: publica su primer libro con cuarenta y tantos años, a una edad a la que cualquier escritor ya ha dado, si no lo mejor de sí, obras valiosas. La vocación aventurera fue en cambio precoz. Dinesen se instaló en una plantación de café en Kenya que desde el primer momento estuvo irremisiblemente condenada a la ruina —muchos años tardaría en aceptar su sino, además de la tragedia conyugal que comportó—, y sólo se puso a escribir al final de su estancia en África, cuando, según cuenta ella, en plena época de crisis, comprendió que el fin de su experiencia africana era inevitable. Diecisiete años sin que los cafetales dieran beneficios, por culpa de un clima imprevisible y de la altitud excesiva de la granja, eran ya insostenibles. Comenzó a escribir de noche, huyendo de las angustias y trajines del día. Y así terminó los Siete cuentos góticos, el volumen con que se estrena —«una de las más fulgurantes invenciones literarias de este siglo», al decir de Vargas Llosa—, que publicó en 1934 en Nueva York y en Londres, después de habérselo rechazado varios editores. Tenía cuarenta y seis años, que no es edad de debutar. Luego, en 1937, llegaría la archiconocida —gracias al cine— Memorias de África.

Y así dio comienzo a una segunda existencia, cuyo enigma se encarna en ese primer volumen y en los sucesivos con que fue dando al mundo sus cuentos. Parsimoniosamente, desde luego. ¿Cómo contar, sin desenmascarar, la desesperación amorosa de una mujer abandonada, que jamás supo amar a quienes la amaban? ¿Cómo expresar la guerra eterna entre los sexos, las humillaciones y las derrotas, sin fallar al lema del heraldo que adornaba el escudo de armas de su amante, Dennys Finch-Hatton, y que decía «Yo responderé»?

En segundo lugar, según se desprende de este comienzo, Dinesen pertenece al selecto elenco de los extraterritoriales, los escritores que se han probado en una lengua distinta de la materna. En esto coincide con Conrad, Nabokov, Beckett e incluso Borges, al decir de George Steiner (que no la incluyó en la nómina). Escribir en lengua ajena es un movimiento de extrañamiento curiosamente del todo natural en el caso de Dinesen, aunque su inglés sea como el francés de Beckett: despojado, seco, una herramienta que no permite florituras, que la obliga a ir directa al grano.

En tercer lugar está el hecho en sí del seudónimo. La cuestión identitaria sobrevuela toda la obra de Dinesen. En tela de juicio se pone a cada paso no ya quién escribe, sino quién es quién. Isak Dinesen no es el único nom de plume que empleó, y nunca publicó un libro firmándolo con su verdadero nombre. Es como si, cambiando nominalmente de género, Isak Dinesen hubiese anulado las particularidades del individuo para hacerse depositaria y transmisora de una sabiduría ancestral, universal, ajena. En su particular caso, la literatura deja de guardar relación con el yo para ser el acervo de todos, debidamente despersonalizada.

La respuesta a las preguntas antes formuladas —hamletianas, danesas, femeninas, aunque en Dinesen salta a la vista que nada femenino es exclusivo, que lo femenino a la fuerza incluye, si es tal— acaso tome la forma de una perla añadida a un collar, según el relato así titulado, «Las perlas», incluido en el segundo de los cuatro volúmenes que configuran esta recopilación de sus cuentos, titulado Cuentos de invierno (1942). Una pareja de recién casados hace su viaje de novios a Noruega. A ella su marido ya le resulta decepcionante, y sospecha que tampoco está a la altura de las esperanzas puestas en su unión. Se le rompe el collar de perlas que su marido le ha regalado, y las cincuenta y dos perlas —como las semanas del año, como los años de casada de una abuela— caen rodando. Las recoge todas, las cuenta y las lleva a un zapatero, que las ensarta en un hilo nuevo. El zapatero acaso sea el diablo; por el camino, se encuentra con otro extraño individuo, que resulta ser Ibsen, el autor de Casa de muñecas. El jeroglífico de su destino queda abierto ante ella. Tiempo después, tras un paseo por el monte, al cabo del cual reconoce que está mejor sola que con su marido, decide por fin contar las perlas del collar, que después de la reparación siempre le ha parecido distinto de como era antes, más liviano, como si el zapatero le hubiese hurtado una. No es así, sino todo lo contrario, y ahorro al lector el desenlace: es en el cuento de Isak Dinesen donde ha de leerlo. En otro de sus cuentos, uno de los últimos —Últimos cuentos (1957) es el último volumen de relatos que publicó en vida, aunque su último libro fuera otro de memorias, Sombras en la hierba (1961), casi escrito por encargo—, el titulado «La temporada en Copenhague», cuando el destino está a punto de separar a la bella Adelaïde de su amado Ib, el narrador (¿narradora?) dirá que «la mitad vale más que el todo». Es, como muchos otros, un cuento que permite la aglutinación de los campos simbólicos, alegóricos y filosóficos, el medio perfecto para poner en tela de juicio el caos y la crueldad. La soledad es preferible antes que el falso amor.

Narradora de la ambigüedad, de la duda, de las falsas apariencias y de los juegos de máscaras, las metamorfosis y las inversiones de las situaciones esperadas constituyen el corazón de su obra. La infecundidad de los cafetos de su plantación en Kenya le inspiró una parábola sobre la escritura misma: «Si al plantar un cafeto», dice el viejo Mira, uno de los inolvidables narradores orales del que más veces se sirve, «le tuerces la raíz, al cabo de cierto tiempo ese árbol empezará a sacar multitud de delicadas raicillas cerca de la superficie. Jamás prosperará ni dará fruto; pero florecerá mucho más que los otros».

«De una historia extraía la esencia, de la esencia hacía un elixir, y con el elixir de nuevo se dedicaba a componer una historia», dice de Dinesen la novelista Eudora Welty. Y Hannah Arendt, en sus Vidas políticas, la trata de este modo: «Mientras el narrador sea fiel a la historia, a fin de cuentas el silencio empieza a hablar. Cuando traiciona la historia, el silencio no es más que el vacío». Y es mucho lo que Dinesen aún tiene que decir sobre eso que llamamos «autoficción», sobre las relaciones realmente peligrosas y complejas que los relatos que nos contamos entablan con nuestra vida. Su obra está plagada de tales referencias: en «La historia inmortal», una de las cinco perlas sin par que componen Anécdotas del destino (1958), un hombre decide hacer real una historia que se cuentan los marinos del mundo entero. Al marino al que le sucede esa historia mil veces contada nadie le cree, pero es justamente en la concha que regala al criado que ha hecho posible que la historia sea real donde resuena una voz aún más real que la historia en sí.

La contrapartida, el reverso de la moneda, la necesaria contradicción que da hechura de veracidad a lo que se ha vivido y parece inventado, la encontramos en «La cena en Elsinor», precursora a su vez de «El festín de Babette». Allí se dice lo siguiente: «¿No es terrible que exista tanta mentira y tanta falsedad en el mundo?», a lo cual responde un personaje naturalmente femenino: «Bueno, ¿y qué? Peor sería que fuese verdad todo lo que se dice».

Lo cierto es que no hay una sola perla falsa entre las treinta y cinco perlas cultivadas con verdadero esmero y con pasión por Isak Dinesen, que se reúnen en este volumen, preparado para paladares tan exquisitos —quiero decir exigentes— como el de su autora. Algunos de los relatos son muy conocidos por los lectores, aunque sólo sea por la feliz adaptación cinematográfica —El festín de Babette, a cargo de Gabriel Axel (1987), dio la vuelta al mundo; La historia inmortal, del inmortal Orson Welles (1968), sigue siendo una obra de culto—.

Desde relativamente pronto, Isak Dinesen —en realidad, Karen Blixen, aunque en verdad se trate de uno de los diversos seudónimos que empleó para publicar sus obras, mutando de género— estuvo aquejada de una grave enfermedad crónica y siempre tuvo la salud delicada. En sus últimos años no dio apenas páginas a la imprenta, seguramente insatisfecha de su calidad dudosa. Por eso han quedado fuera de esta recopilación las obras póstumas, Carnaval y Ehrengard. (Si Isak Dinesen no llegó a entregarlos a sus editores, no sólo sus razones tuvo —de exigencia consigo misma, de descontento con el resultado, de sensación de que no estaban acabados—, sino que justo es respetarlas.)

La serie de fotos en las que aparece brindando con Carson McCullers, Marilyn Monroe y Arthur Miller en 1959, lo dice todo. Devastada, decrépita, a duras penas sostenida por las anfetaminas, la narradora de las perlas en bruto compone el centro único de la imagen. En esa misma estadía neoyorquina, la baronesa Von Blixen fue solicitada por retratistas de la talla de Avedon y Beaton, rodeada como una diva por los admiradores a la salida de la ópera, festejada por Truman Capote, E. E. Cummings, Steinbeck y tantos más de tanto nombre. Una fuerza de la naturaleza que se forzó por sí sola al artificio del cuento magistral.

MIGUEL MARTÍNEZ-LAGE

Almería, enero de 2011