VIII
—MI bisabuela fue —dijo la priora en el transcurso de la conversación—, en su segundo matrimonio, embajadora en París, donde vivió veinte años. Eso fue durante la Regencia. Escribió en sus memorias cómo, en las Navidades de 1727, la Sagrada Familia llegó a París, donde se supo que iba a estar doce horas. La construcción entera del establo de Belén había sido trasladada misteriosamente, con el pesebre y los cacharros con los que San José había estado haciendo aromática cerveza para la Virgen, al jardín de un pequeño convento llamado du Saint Esprit. El buey y el asno habían sido trasladados también, junto con la paja del suelo. Cuando las monjas informaron del milagro a la corte de Versalles, se ocultó al público, por temor a que se considerase el anuncio de un juicio a los gobernantes de Francia, por su lascivia. Pero el Regente acudió con gran pompa, luciendo todas sus joyas, junto con su hija, la duquesa de Berry, el cardenal Dubois y un reducido número de damas y caballeros de la corte, a rendir homenaje a la Madre de Dios y a su esposo. A mi bisabuela le permitieron acompañarlos, dada la gran estima en que se la tenía en la corte, como única extranjera; y hasta el final de sus días conservó el vestido forrado de brocado, con larga cola, que llevó en esa ocasión.
»El Regente se había sentido hondamente conmovido y agitado por la noticia. Al ver a la Virgen, cayó en un extraño éxtasis. Vaciló y profirió pequeños grititos. Sabréis que la belleza de la Madre de Dios, aunque sin igual, era de tal naturaleza que no despertaba ninguna clase de deseo terrenal. Jamás había experimentado el duque de Orleáns nada parecido, y no sabía qué hacer. Por último le pidió, ruborizándose, y palideciendo mortalmente a continuación, que fuese a cenar al palacio de Berry, donde haría servir tal comida y vino como no se habían visto nunca hasta ahora, y haría venir al conde de Noircy, y a madame de Parabère.
»La duquesa de Berry estaba a la sazón en grossesse, y las malas lenguas decían que de su padre el Regente. Se arrojó a los pies de la Virgen. “¡Oh, dulce Virgen —exclamó—, perdonadme! Vos jamás lo habríais hecho, lo sé. ¡Pero ojalá pudiese deciros lo mortalmente, lo detestablemente aburrida que es esta corte!”. Fascinada por la belleza del niño, se secó las lágrimas y pidió permiso para tocarlo. “Es como las fresas con nata; como fresas à la Zelma Kuntz.” El cardenal Dubois saludó a San José con extrema cortesía. Consideraba que este santo no era de los que andan molestando al Todopoderoso con súplicas; pero cuando lo hacía, era escuchado, ya que el Señor le debía mucho. El Regente se echó al cuello de mi bisabuela, bañado en lágrimas, y exclamó: “No vendrá, no querrá venir. Ah, señora: vos que sois mujer virtuosa, decidme qué se puede hacer”. Todo eso está en las memorias de mi bisabuela.
Hablaron de viajes, y la priora los entretuvo con diversos recuerdos simpáticos de sus tiempos jóvenes. Estaba muy animada, con su vieja cara encendida de frescos colores bajo el encaje de la cofia. De cuando en cuando hacía el pequeño gesto característico de rascarse con su dedo meñique delicadamente puntiagudo.
—Tienes suerte, amiga mía —le dijo a Athena—. Para ti, el mundo es como una novia; y cada descubrimiento es una sorpresa y un placer. ¡Ay, las que hemos celebrado nuestras bodas de oro con él usamos nuestra curiosidad con prudencia!
—Me gustaría visitar la India —dijo Athena—, donde el rey de Ava está actualmente en guerra con el general inglés Amhurst. Me ha contado el pastor Rosenquist que tiene tigres en su ejército, a los que les han enseñado a luchar contra el enemigo —en su excitación, derribó su copa, a la que se le partió el pie, y derramó el vino sobre el mantel.
—A mí me gustaría —dijo Boris, que prefería no hablar del pastor Rosenquist, en quien creía ver a su antagonista: guárdate, le decía la conciencia, de las personas que no han participado en una orgía en su vida, ni han sufrido la experiencia del parto, porque son gente peligrosa— irme a vivir a una isla desierta, lejos de los demás. No hay nada que le inspire a uno más anhelo que el mar. La pasión del hombre por el mar —prosiguió, con sus ojos oscuros fijos en Athena— es desinteresada. No puede cultivarlo, no puede beberse su agua, y encuentra la muerte en él. Sin embargo, lejos del mar, sientes que parte de tu propia alma languidece y se va consumiendo como una medusa arrojada a la playa.
—¿Al mar? —exclamó la priora—. ¿Ir al mar? ¡Ah, nunca, nunca! —una profunda repugnancia le agolpó la sangre en la cara, hasta el punto de ponérsele completamente colorada, y le centellearon los ojos. Boris se quedó estupefacto, como ya le había ocurrido otras veces, ante la intensa aversión de las mujeres hacia cualquier cosa náutica. De niño había intentado fugarse de casa para hacerse marinero. Pero nada inflama tanto de mortal hostilidad a las mujeres, pensó, como una conversación sobre el mar. Detestan y evitan todo cuanto se refiere a él, desde el más ligero olor hasta el contacto con la jarcia salitrosa y alquitranada; y quizá la Iglesia podría haber mantenido el sexo en orden pintando un infierno marítimo, gris ceniciento, frío y agitado por las olas. Porque no le tienen miedo al fuego, sino que lo consideran un aliado al que han prestado servicio durante mucho tiempo. Pero hablarles del mar es como hablarles del diablo. Cuando el imperio de la mujer haga la Tierra inhabitable para el hombre, éste tendrá que ir a buscar la paz en el mar; porque las mujeres preferirán morir antes que seguirlo.
Les sirvieron un budín dulce y la priora, con refinada gourmandise, le quitó unos cuantos clavos y se los comió.
—Tienen un sabor y un olor de lo más delicioso —dijo—; y la fragancia de una plantación de clavo es encantadora al sol del mediodía, o cuando la brisa de la tarde la difunde por el campo. Probad algunos. Son incienso para el estómago.
—¿De dónde vienen, señora tía? —preguntó Athena, quien, de acuerdo con la tradición de la provincia, acostumbraba dirigirse a ella de este modo.
—De Zanzíbar —dijo la priora. Una suave melancolía pareció invadirla por espacio de unos minutos, ensimismada en profundos pensamientos, mientras mordisqueaba los clavos.
Boris, entretanto, había estado observando a Athena, dejando que la fantasía dominase su espíritu. Pensó que debía tener un esqueleto precioso, exquisitamente bello. Yacería en la tierra como una pieza de encaje incomparable, como una obra de arte tallada en marfil; y cien años más tarde, al exhumarla, haría volver la cabeza a los arqueólogos. Cada hueso ocupaba su lugar, primorosamente acabado como un violín. Menos frívolo que el libertino tradicional que se dedica a desnudar mentalmente a las mujeres con las que cena, Boris liberó a la muchacha de su carne sólida y lozana, junto con sus ropas, e imaginó que habría sido muy feliz con ella, aunque hubiese contado sólo con la belleza de sus huesos. La imaginó así, causando sensación a caballo, o arrastrando sus largos vestidos por los salones y estancias de la corte, con la famosa tiara de su familia, ahora en Polonia, sobre su bruñida calavera. Muchas relaciones humanas, pensó, serían infinitamente más felices si pudiesen llevarse a cabo con los huesos solamente.
—El rey de Ava —dijo la priora, despertando de la dulce ensoñación en la que se había abismado— tenía en la ciudad de Yandabu (según me han contado los que han estado allí) gran cantidad de animales. Como no había más que elefantes indios en todo el país, el sultán de Zanzíbar le regaló uno africano, mucho más grande y magnífico que esas bestias corpulentas y domesticadas de los indios. Dominan las tierras altas del África oriental, y los mercaderes que venden en el mercado de marfil sus poderosas defensas cuentan muchas historias acerca de su poder y ferocidad. Los elefantes de Yandabu y sus cuidadores estaban aterrados ante el elefante del sultán (del mismo modo que África asusta siempre a Asia), y al final hicieron que el rey lo mandase encadenar, y construir una jaula para él, en la casa de fieras. Pero de tiempo en tiempo, durante las noches de luna, toda la ciudad de Yandabu hervía de sombras de elefantes africanos, que vagaban por el lugar y sacudían sus grandes orejas por las calles. Los nativos de Yandabu creían que estos elefantes-sombra podían caminar por el fondo del océano y emerger en los varaderos. Nadie se atrevía ya a andar por la ciudad después de oscurecer. Sin embargo, no eran capaces de romper la jaula del elefante cautivo.
»El corazón de los animales enjaulados —prosiguió la priora— queda marcado, como sobre una parrilla, por la sombra de los barrotes. ¡Ah, el corazón marcado de los animales cautivos! —exclamó con terrible energía.
»Sin embargo —dijo al cabo de un momento, cambiando de expresión, con una pequeña risita en el fondo de su voz—, se lo tenían merecido esos elefantes. Fueron grandes tiranos en su propio país. Ningún animal podía vivir tranquilo por culpa de ellos.
—¿Y qué pasó con el elefante del sultán? —preguntó Athena.
—Se murió; se murió —dijo la vieja dama lamiéndose los labios.
—¿En la jaula? —preguntó Athena.
—Sí, en la jaula —contestó la priora.
Athena había posado sus manos entrelazadas sobre la mesa, exactamente con el gesto del viejo conde tras leer la carta de la priora. Paseó la mirada por la habitación. Se disipó el encendido color que arrebolaba su cara. La cena había terminado, y casi habían vaciado sus copas de oporto.
—Creo, tía —dijo Athena—, que me voy a acostar, con su permiso. Me siento muy cansada.
—¿Cómo? —dijo la priora—. Verdaderamente, pichoncito, no deberías privarnos aún del placer de tu compañía. Soy yo la que va a retirarse ahora mismo; pero quiero que vosotros, como viejos camaradas, os quedéis a charlar un poco esta noche. Seguro que se lo habrás prometido a Boris... Pobre chico.
—Sí, pero tendrá que ser mañana por la mañana —dijo Athena—; porque creo que he bebido demasiado de ese buen vino. Mire, ni siquiera puedo mantener firme la mano sobre esta mesa —la priora miró fijamente a la muchacha. Probablemente se daba cuenta, pensó Boris, de que no debía haber hablado de jaulas, de que ése había sido su faux pas de la noche.
Athena miró a Boris, y éste comprendió que había logrado un pequeño triunfo: que sintiera separarse de él. Probablemente Athena era consciente de que iba a efectuar una brusca retirada de la batalla, y lo lamentaba; aunque, dadas las circunstancias, juzgaba que era lo mejor. Boris tomó su mirada como una condecoración recibida en el frente. No era muy alta, pero en esta campaña no podía esperarse más. Athena dio afectuosamente las buenas noches a la priora, con una reverencia, y se fue.
La priora se volvió muy agitada hacia su sobrino.
—No dejes que se vaya —le dijo—. Síguela. Retenla. No pierdas tiempo.
—Dejémosla —dijo Boris—. Esa muchacha ha dicho la verdad. No me quiere.
La doble rebeldía de los dos jóvenes, cuya felicidad estaba tratando ella de concertar, hizo que la priora perdiese el habla, o su fe en ella. Tía y sobrino continuaron cinco minutos más en la habitación; y al pensar en eso más tarde, le pareció a Boris que el intercambio entre ambos se había desarrollado en forma de pantomima.
La priora permaneció callada mirando al joven, y él no sabía realmente si al cabo de cinco segundos lo iba a matar o a besar. No hizo ni lo uno ni lo otro. Se echó a reír; y tras escarbar en su bolsillo, sacó la carta que había recibido por la mañana y se la tendió a él para que la leyese.
Esta carta fue el último golpe mortal en la cabeza del joven: era de la amiga de la priora, primera dama de honor de la Reina Viuda. Con profunda compasión hacia su tía, le daba, con muy tenebrosos colores, las últimas noticias de la capital. Se hablaba de él; incluso el capellán de la corte lo había señalado como uno de los corruptores de jóvenes. Estaba claro que se encontraba al borde del abismo y que, a menos que se casase, caería en el vacío para desaparecer.
Boris se quedó un momento con la cara contraída de dolor. Todo su ser se resistía a que lo arrojasen de su papel estelar de la velada, y del ánimo elegíaco de enamorado, a esa realidad que aborrecía. Alzó la vista para devolver la carta a su tía, de pie muy cerca de él. Había levantado una mano con el codo pegado al cuerpo, y señalaba hacia la puerta.
—Tía Cathinka —dijo Boris—, quizá no lo sepas, pero hay un límite en cuanto al poder de voluntad de un hombre.
La vieja dama se quedó mirándolo. Alargó su mano pequeña, seca, delicada, y lo tocó. Se le contrajo la cara en una sonrisa forzada. Tras un instante de suspenso se dirigió al fondo de la habitación y regresó con una botella y un vasito. Muy cuidadosamente, llenó el vaso, se lo tendió y asintió con la cabeza dos o tres veces. Boris lo vació con desesperación.
El vaso había sido llenado con un licor de color ámbar oscuro, muy viejo. Tenía un sabor acre y rancio. Acre y rancio eran también los ojos ámbar viejo que lo observaban por encima del borde del vaso. Cuando lo hubo apurado, su tía se echó a reír. Luego le habló. Boris recordaría más tarde, extrañado, aquellas palabras incomprensibles: «Ahora, buen Faru, ayúdale».
Cuando Boris hubo abandonado la habitación, un segundo o dos después, la priora cerró la puerta.