XIII. El paño de altar

DURANTE el tiempo que Arndt estuvo en la casa, a Fru Hosewinckel le había sido difícil ver a Malli tal como era, debido a la luz viva con que el amor de su hijo la había rodeado. Estoicamente, casi había esperado que se ausentara él, a fin de tener tiempo y paz para observarla. El súbito y presagioso cambio del rostro y la actitud de Malli la asustaron, y no supo qué pensar. Durante unos días, su hijo estuvo aún tan presente que siguió viendo a Malli con los ojos de él. De modo que la muchacha era para ella una preciosa posesión y trataba de ayudarla y consolarla en lo que podía.

Ahora se reprochó también, más seriamente que la noche del baile, el haber consentido irreflexivamente que Malli fuese objeto de tanta curiosidad y homenaje por parte de la gente. Esta jovencísima muchacha había mirado de frente a la muerte, había sido trasladada a continuación a un ambiente, nuevo y rico, y allí, con toda probabilidad, se había decidido el curso de su vida. Se requería fortaleza, pensaba la vieja mujer, para permitir que la fortuna se mostrase siempre tan bondadosa. Ahora había que poner fin a las reuniones y fiestas, y Malli debía pasar desapercibida y tranquila, bajo la protección de la casa.

Al comunicar Fru Hosewinckel su decisión a la propia Malli, fue como si por primera vez desde la muerte de Ferdinand hubiese comprendido verdaderamente lo que se le decía.

—Sí, desapercibida —susurró Malli—. ¡No estar sometida a otra mirada que a la suya y la mía, e invisible a los demás ojos! ¡Qué adorables palabras!

Pero poco después, otra vez volvió a ponerse pálida e inquieta, a ser presa de la aflicción.

La madre de Arndt conocía tan poco a Malli que no lograba adivinar la causa de su angustia. Observó que lo que menos podía soportar la joven era oír el nombre de su hijo; cada vez que se pronunciaba era como si le hiriesen en el corazón. Un terrible pensamiento se apoderó de pronto de Fru Hosewinckel. ¿Sería que esta muchacha había perdido el juicio? Nadie había llegado a conocer verdaderamente a su padre; ¡quién sabe a qué espectros de tiempos olvidados habían admitido en casa, junto con la valerosa joven! Sin embargo, hasta ahora, nadie había notado ningún trastorno mental de Malli; de modo que desechó tal temor. ¿Había algo más que atormentaba el espíritu de la muchacha? Y si lo había, ¿qué era?

Recordó que era la noticia de la muerte de Ferdinand lo que había hundido a Malli en la desesperación. ¿Qué podía haber habido entre la muchacha y el joven marinero? Mientras pensaba en todo esto, recordó que, cuando su compromiso con Jochum Hosewinckel era todavía un secreto, ella misma había tenido otro pretendiente que le había pedido la mano, cosa que la había hecho sentirse muy desgraciada. Malli, en medio del fragor de la tormenta, podía haberse prometido a Ferdinand, y quizá ahora se sentía apenada por no haberse librado de ese compromiso a tiempo. Poco a poco Fru Hosewinckel se abría camino a tientas hacia la idea, a veces asombrada ante la insólita audacia de su propia fantasía. ¿Imaginaba ahora la muchacha, se preguntaba, que el joven marinero muerto podía salir de su tumba para pedirle cuentas? Las chicas tienen ideas extrañas, capaces de ocasionarles casi la muerte. Pero para poderse liberar alguien de una aflicción secreta es preciso que la exponga a la luz del día. Tendría que convencer u obligar a Malli a que hablase.

Durante unos días se dedicó a interrogar cautamente a la muchacha sobre su infancia y sobre el tiempo en que iba con la compañía de Herr Soerensen. Malli contestaba ingenuamente a todas las preguntas; en su pasado no había secretos. Fru Hosewinckel siguió mencionando el nombre de Ferdinand; pero parecía claro que Ferdinand jamás había causado otra congoja a Malli que la de su muerte. La vieja señora casi perdió la paciencia con la joven que sufría y no se dejaba ayudar. Entonces pensó que en este mundo hay fuerzas más grandes que la voluntad humana y decidió recurrir a ellas con miras a la salvación de Malli.

Como ya se ha dicho, Fru Hosewinckel no solía molestar al Cielo con peticiones directas; ésta era quizá la primera vez que elevaba una súplica personal. Pero lo hacía por su único hijo, y porque había llegado tan lejos en este asunto que ya no tenía retirada. Ni podía pasarle esta tarea a nadie más. Su marido era tan piadoso como ella, y durante más de cuarenta años habían rezado juntos las oraciones de la noche. Pero del mismo modo que no acababa de creer —aunque en su interior esperaba estar equivocada— que un hombre pudiese alcanzar la vida eterna, tampoco podía imaginar del todo que una persona del sexo masculino pudiese exponer un asunto ante Dios en forma de plegaria.

Por tanto, al domingo siguiente fue a la iglesia y se recogió para elevar su súplica. No pidió fuerza ni paciencia; sabía proporcionarse ambas cosas en la cantidad necesaria. Lo que pidió fue inspiración para encontrar claridad en este caso, y ayuda para la joven afligida, ya que se daba cuenta de que ella misma no tenía mucha inspiración. Regresó a casa desde la iglesia con una lucecita de esperanza.

Fru Hosewinckel, en su gratitud por el rescate del Sofie Hosewinckel, había deseado regalar a la iglesia un nuevo paño de altar, fina labor de hilo a base de cuadrados que se bordaban por separado y se unían una vez terminados. Ella misma hizo una pieza de éstas y pidió a Malli (a quien su madre había enseñado a hacer punto) que hiciese otra; y esta ocupación, como un retorno a días pasados, es lo único que reportó cierto placer a la muchacha; trabajó con constancia, casi sin levantar la vista. El domingo por la tarde, la señora de la casa y su joven invitada se sentaron junto a la mesa del salón a coser; en la gran estancia en penumbra, el lienzo brillaba con una blancura delicada bajo el resplandor de la lámpara de parafina. Poco después, el dueño de la casa entró en la habitación y se sentó con ellas.