Introducción

El objetivo de este volumen no es tanto instruir e iluminar como pasear ociosamente por los caminos apartados y poco transitados de la historia de la ciencia. Siguiendo estos senderos polvorientos uno se encuentra con todo tipo de personajes pintorescos: excéntricos, monstruos, charlatanes, bromistas e impostores, por no mencionar una plétora de experimentos locos, de anticipaciones asombrosas de acontecimientos futuros, ideas delirantes y especulaciones absurdas.

Los anales de la ciencia están repletos de teorías que deben más a un profundo deseo del proponente, a razonamientos falsos, al fanatismo, al prejuicio y a la pura credulidad que a las pruebas empíricas. Por ejemplo, Anaximandro, filósofo de la antigua Grecia, sostenía que los primeros hombres y mujeres debieron de surgir, completos en la pubertad, del interior de organismos pisciformes que a su vez se habían formado a partir de agua recalentada y fango. Un milenio más tarde, Isidoro de Sevilla insistía en que el contacto con la sangre menstrual malograría las cosechas y enloquecería a los perros. Incluso en los albores de la revolución científica, la gente se aferraba a antiguas creencias. Por ejemplo, en 1555, el arzobispo de Uppsala, Suecia, informaba que las golondrinas pasaban el invierno en el fondo de lagos nórdicos, mientras que en la década de 1630, Scipio Chiaramonti, profesor de matemáticas y filosofía en la Universidad de Pisa, rebatía a Galileo señalando que no era posible que la Tierra se moviera porque, a diferencia de los animales, carece de miembros y de músculos.

Los científicos de épocas más recientes no han sido inmunes a dejar que la fe trastorne la razón. En el siglo XIX, por ejemplo, un famoso astrónomo real de Escocia rechazó el sistema métrico sobre la base de que la pulgada era una unidad de medida ordenada por Dios, mientras que en Estados Unidos de América un médico afirmaba que había llegado a la conclusión, a través de la guía divina, de que pi es exactamente igual a 3,2. A tal efecto se aprobó un proyecto de ley en la legislatura del estado de Indiana.

Algunos personajes no son tanto incautos engañados como mercachifles premeditados del engaño. Encabezan la lista los que sin escrúpulos fabrican curalotodos universales. El principal objetivo de la venta de dichos tónicos, no pocas veces, es que restablecerán el vigor juvenil, «rellenarán las fibras quebradizas» e invertirán «la impotencia y la debilidad seminal». En los albores del siglo XX, los medicastros encontraron una nueva cualidad salutífera que vender: la radiactividad. Y surgió Radithor, una «cura para los muertos vivientes» que contenía radio 226 y 228, con lo que envió a muchos a una tumba prematura (en ataúdes de plomo).

Sin embargo, algunos embaucadores no son más que bromistas inofensivos. Hay una maliciosa tradición en la que médicos distinguidos envían ocasionalmente a revistas médicas serias un historial clínico que no es totalmente genuino. Uno de los primeros ejemplos es un caso de la guerra civil americana del que se informa en el American Medical Weekly de 1874, en el que una bala arrancó el testículo de un soldado confederado y continuó su trayectoria hasta una beldad sureña, que de esta manera (así quería el autor que sus lectores creyeran) quedó inseminada.

La realidad puede ser más extraña que la ficción. Algunos experimentos, por ejemplo, son tan extravagantes que cabría pensar que alguien nos está tomando el pelo. De los primeros años de la revolución científica cabe mencionar a Sanctorio de Padua, que pesaba meticulosamente sus propios excrementos; a Richard Lower, que transfundió la sangre de una cabra a un hombre, y al alquimista Hennig Brand, que extrajo un nuevo elemento de bocales de orina pasada. El siglo XVIII asistió a un aumento de las demostraciones populares de los maravillosos efectos de la electricidad: un empresario hizo saltar chispas de los agujeros de la nariz de un muchacho suspendido en el aire por cuerdas de seda; otro dispuso a varios monjes en círculo y contempló cómo saltaban todos a la vez cuando aplicaba una descarga; un tercero atrajo a audiencias numerosas deseosas de ver qué ocurría cuando se insertaba un bastón eléctrico en el recto de un criminal acabado de ejecutar. Varios experimentadores siguieron un camino mucho más ético, actuando ellos mismos como cobayas antes de aplicar sus teorías a los demás. John Hunter, un cirujano del siglo XVIII, se infectó deliberadamente con «material venéreo» para ver si la sífilis y la gonorrea eran la misma enfermedad, mientras que en el siglo siguiente el doctor Nicholas Chervin comió el «vómito negro y sanguinolento» de víctimas de la fiebre amarilla para demostrar que la enfermedad no se transmitía mediante contacto humano. Quizá el más heroico de todos fue un tal doctor Hildebrandt, quien a finales del siglo XIX puso a prueba la eficacia de la anestesia espinal permitiendo que su colega lo quemara, le acuchillara el muslo, le oprimiera los testículos y le golpeara las espinillas con un martillo; de este modo demostró sin lugar a dudas que no podía sentir nada de cintura para abajo.

Algunos personajes se han avanzado a su época, anticipándose en varios siglos a inventos futuros. Herón de Alejandría construyó una máquina de vapor en el siglo I a. C., Abbas Ibn Firnas intentó volar en 875, Cyrano de Bergerac describió lo que parece ser un estatorreactor en 1637 y, al final del siglo XVIII, el reverendo John Michell esbozó el concepto de agujero negro. Otros se han situado claramente por detrás de su época, según la primera ley de Arthur C. Clarke: «Cuando un científico distinguido pero anciano… afirma que algo es imposible, probablemente se equivoca». Así, en 1900, cinco años antes de la teoría especial de la relatividad de Einstein, lord Kelvin declaró que no había nada nuevo que descubrir en física… y previamente había descartado la posibilidad de que máquinas más pesadas que el aire volaran y había opinado de manera firme que no había futuro en la radio. En 1975, sir Harold Spencer Jones, el astrónomo real, declaró de manera altiva (para su vergüenza eterna) que «Los viajes espaciales son un camelo». Sólo una quincena después, el Sputnik I era enviado al espacio.

Este libro es, ante todo, una miscelánea. No hay temas, ni tesis, ni panoramas coherentes del transcurso de la historia científica: sólo una mezcolanza de rarezas, desde un joven Charles Darwin que reventó un raro escarabajo en su boca (con consecuencias desagradables hasta lo indecible), hasta el profesor de ciencias zambiano cuya máxima ambición era enviar a la Luna a una mujer, un misionero y dos gatos.

¡Ah!, pero la capacidad del hombre debe exceder su alcance.

¿O si no, para qué es el cielo[*]?

No puede hacerse otra cosa que aplaudir estos heroicos esfuerzos dirigidos a promover el avance de la ciencia… en cualquier dirección, ya sea hacia arriba, hacia abajo o a los lados…

Ian Crofton