Uno dos. Uno dos.
Grabando.
Grabando es fácil llegar a la conclusión de que no existe una sola casa en el centro de Viena donde no haya nacido o crecido o fallecido un genio vienes. Y esto acaba siendo insoportable para los vieneses. Demasiado agobiante. De la proliferación de madrigueras de prohombres ni siquiera se salvan los parques y jardines que poco a poco han sido convertidos en monumentales cementerios saturados de mausoleos y estatuas de bronce y piedra a tamaño natural. Esto es terriblemente angustioso. El ciudadano vienés se siente espiado y perseguido tanto o más que el ciudadano monegasco cuyo Príncipe le acecha en cada esquina. Encerrarse 48 horas en el centro de Viena produce la misma claustrofobia que permanecer ese mismo tiempo en Mónaco o en Gibraltar. En el Vaticano o en la Isla de Man. Un parquecito vienés lleno de bustos de celebridades vienesas no es más artístico que uno de esos campos de minigolf asfaltados en la Costa Brava con máquinas tragaperras para los turistas. A Juan ya le parecieron insufribles estos pequeños parques musicales y literarios de Viena hace 30 años y hoy siguen pareciéndome lo mismo.
La ciudad del Danubio posee el encanto de insensibilizar a una parte de la población. De anestesiar sus emociones. De convertir a algunos ciudadanos en un pedazo de hierro fundido. De tal forma que pueden pasar diez veces por delante de la casa de Beethoven y luego otras diez veces por delante de la casa de Mozart y diez veces más por delante de la casa de Freud y veinte por delante de la casa de Strauss sin sentir absolutamente nada. Se quedan fríos como el mármol de la tumba de Federico III.
Pero esto mismo no puede decirse de los extranjeros que en Viena se sienten sobrecogidos. Abrumados. Traumatizados. Cuando los psicoanalistas de otros países vienen en peregrinaje a Viena sufren trastornos emocionales durante la obligada visita a la casa de Sigmund Freud en la calle Bergasse número 19. Suben al primer piso. Llaman a la puerta. Les recibe un jovencito analizante maníaco depresivo que controla el acceso al útero freudiano y les acompaña a lo largo del recorrido. A la derecha y después de pasar ante el perchero de Freud admiran el diván de Freud y la butaca de Freud y fragmentos de textos de Freud y fotografías de Freud y un pequeño cine donde se proyecta un vídeo sobre Freud.
Los discípulos de Freud tuercen sus cuellos y ponen las manos juntas delante de cada reliquia de Freud analizando cada exvoto del analista quien a su vez les analiza desde todos los rincones de la casa de los análisis. Estos psicoanalistas balbucean un par de frases incomprensibles y salen a la calle totalmente desorientados y permanecen así durante varias horas hasta que por la noche su inconsciente libera extraordinarias imágenes oníricas recreando instantes fantasmáticos de la visita a la casa de los análisis.
Ellos han entrado en esa casa sin autorización del propietario. Han saqueado una de las habitaciones. Han defecado debajo del diván. Un gato les observa en silencio desde una lampara del techo. La mirada del gato es penetrante. Muy profunda. Ellos creen que el gato les llama. El gato quiere que suban allí. Ellos no se atreven. No saben cómo subir hasta la lámpara del techo desde la que les observa fijamente el gato que ahora deja ver sus bigotes blancos que estaban en la penumbra y luego deja ver su barbita blanca que también estaba en la penumbra. Jurarían que el gato responde al nombre de Sigmund pero ¿cómo pueden estar seguros? Oyen la voz del jovencito que abre la puerta de la casa de Freud y vende las entradas para la casa de los análisis. Este jovencito maníaco depresivo les pregunta qué han estado haciendo en la casa de Freud sin la autorización de Freud. Les comunica que Freud ha muerto en septiembre de 1939 por sobredosis de morfina suministrada por su médico de cabecera para acortar el sufrimiento del cáncer oral. El joven maníaco depresivo que vende las entradas de la casa de Freud les acusa de allanamiento de morada y dice que éste es un delito que el código penal austriaco castiga con dos años de prisión. El jovencito maníaco depresivo ha cerrado la puerta y ellos no pueden salir de la casa de los análisis que apesta a excrementos hediondos abandonados debajo del sagrado diván. Si se asoman a la habitación de Freud verán a una mujer con cara de hombre introduciéndose una pata de la butaca de Freud por la vagina. Pero no puedan discernir si esa mujer con cara de hombre es realmente una mujer o un hombre ya que la pata de la butaca de Freud oculta el sexo de la supuesta mujer con cara de hombre. El joven maníaco depresivo les dice que al despertar anoten el sueño inmediatamente sin omitir ningún detalle.
Luego hay unos momentos de silencio. El joven maníaco depresivo entra en fase maníaca. Abre un volumen de las obras completas de Freud. Lee.
¿Es que los diversos instintos procedentes de lo somático y que actúan sobre lo psíquico se hallan también caracterizados por cualidades diferentes y actúan por esa causa de un modo cuantitativamente distinto de la vida anímica?
El joven maníaco depresivo cierra el volumen. Vuelve a entrar en fase depresiva con la máxima naturalidad. Como alguien que pasa del sol a la sombra. Sin aspavientos. Lo tiene totalmente asumido. La magia seductora de estas palabras del Padre del Eterno Psicoanálisis devuelve a los seguidores de Freud al penoso estado de vigilia mientras desde el café Hawelka me pregunto cómo se las ingenian los ciudadanos vieneses para apartar la vista de todas esas placas conmemorativas y de todos estos catafalcos históricos cada vez que salen de sus casas en su camino diario hacia el café. ¿Existe forma humana de ignorarlos? Cruzan la calle pero en la otra acera también encuentran más catafalcos históricos. Más placas anunciando el nacimiento el crecimiento el fallecimiento de un genio vienes. No hay forma de romper el cerco. Los pequeños ciudadanos vieneses son devorados por los gusanos cadavéricos de los grandes muertos vieneses sin darles tiempo para llegar a ser ellos mismos grandes vieneses. Algunos de estos pequeños vieneses aspiran a ser pequeños cantores de Viena y dan la vuelta al mundo cantando a Mozart. Pero la mayoría de los pequeños ciudadanos vieneses ni siquiera han tenido la oportunidad de ser pequeños cantores de Viena y arrastran sus pequeños cuerpos y sus rostros verduscos de gusanos vieneses desde su casa hasta la mesa del café próximo a su casa donde se reúnen con las últimas reseñas necrológicas.