Uno dos. Uno dos.
Grabando.
Grabando ya tendría que haber llamado Berta. ¿No dijo que estaba a punto de salir?
Un retraso indefinido no es un retraso eterno.
En el Algonquin estaba nervioso porque era la primera vez. Pero aquí no tiene ningún sentido ponerme nervioso. Sin embargo acabaré poniéndome tan nervioso o más que entonces.
En el Algonquin Berta se bañó. Vino a su cama. Juan la besó por todo el cuerpo. Sobre todo la besó en los pechos. Le gustaban sus pechos. Y también la besó en el vientre con la pasión contenida de muchos años.
El olor de su piel le hacía creer que aquel cuerpo no era el cuerpo actual de Berta sino que todavía era el cuerpo huidizo de aquella niña de 13 años.
Berta le sumergía en la confusión de todos los recuerdos.
Tan pronto estaba con ella en una playa sin atreverse a tocarla como estaba en el oleaje de la cama de un hotel de Nueva York donde Berta ya no era en absoluto una niña ingenua.
Lo mismo ocurrió con la muerte de sus padres. Verlos primero a una y luego al otro metidos en sus respectivas cajas le produjo a Juan la curiosa impresión de haber encontrado por puro azar viejos objetos extraviados mucho tiempo antes.
¿Por qué zarandeó a su padre de aquel modo? ¿Cuál fue el motivo?
Habían gritado hasta desgañitarse. Se habían insultado sin ahorrar un solo improperio. Se habían amenazado. La perfecta pareja matrimonial había tenido otra perfecta trifulca matrimonial. Ni siquiera era de las peores. Una más. Y Juan estaba como siempre entre los dos. Era el arbitro de sus peleas.
Pero sin saber por qué de repente la cabeza de su padre se convirtió en la cabeza de un muñeco de trapo. Un muñeco de trapo al que tal vez podría zarandear. ¿Por qué no probarlo? Eso era algo nuevo. Eso le daba amenidad y frescura a este combate aburrido. Rancio. Interminable.
Podía lanzar al muñeco contra el armario. Contra la pared. Contra el suelo. Contra la puerta. Incluso contra su esposa. El enemigo.
¿Había probado alguien a hacer algo así con un padre cuando el padre se convierte repentinamente en un muñeco de trapo?
Sus pupilas estaban dilatadas.
Su cara era de espanto.
Su gesto era de incredulidad.
Abría la boca como un ahogado.
¿Aire?
¿Le faltaba aire a su padre?
¿Su padre estaba ahogándose?
Imposible.
Aquella mueca seguía pareciéndole demasiado extraña. Artificial. Forzada. En el fondo lo que veía en los ojos de aquel muñeco de trapo era un horror placentero. No era el horror auténtico. El horror y el espanto sinceros. Lo que Juan veía en el rostro de trapo de su padre mientras lo zarandeaba sólo era la apariencia del horror ya que debajo de ese horror se asomaba el goce de un padre de trapo al ser zarandeado por un maldito hijo.
Su padre balbuceaba.
¿Sabes lo que estás haciendo?
¿Cómo te atreves a hacerle esto a tu padre?
¿Sabes que estás golpeando a tu padre?
Por fin había comprendido cómo era su hijo.
Peligroso. Violento.
Todavía quería decir algo. Hacía aspavientos. Era un maestro de los aspavientos. Un genio de los aspavientos. Hacía grandes aspavientos de espantapájaros.
Pero no dijo nada.
¿Por qué se quedaba quieto y callado como un paralítico? ¿No podía deshacerse de Juan inmediatamente?
Claro que podía. Cualquier padre puede deshacerse de su hijo cuando el hijo le agarra del cuello y lo zarandea. Sucede muy a menudo. Sucede cada dos por tres. Cada día más. Cada día es más frecuente ver a un padre agarrado del cuello por su hijo. Un padre zarandeado por su hijo. ¿Y qué? El hijo lo agarra del cuello al padre pero el padre le da un manotazo al hijo y lo aparta. En realidad el hijo está esperando eso. Que su padre lo aparte. Espera que lo aparte de un manotazo. Un padre provoca a su hijo para que lo zarandee. Una vez que el hijo lo zarandea porque el padre lo ha provocado el padre ya no se deja zarandear más que un momento. Segundos. En seguida lo aparta. Y el hijo está esperando que lo aparte. Si no lo aparta no sabe qué hacer. Desde luego puede hacer cosas que no quiere hacer. Puede zarandearlo más.
Estrangularlo.
Derribarlo.
Patearlo.
Pero también puede echarse a llorar en los brazos de su padre como si necesitara llorar abrazado a su padre.
Y puede echar a correr ofuscado a la calle y meterse debajo de las ruedas del primer autobús que pase.
Pero él se dejaba zarandear. Su padre era un verdadero muñeco de trapo. Totalmente indefenso. Inexpresivo. Inútil. Y Juan podía hacer cualquier cosa con esta clase de muñeco.