Uno dos. Uno dos.
Grabando.
Grabando fuera de la habitación 108.
Necesitaba salir de la habitación. No aguanto más encerrado en la habitación.
Evitando las meadas de los caballos de los coches de caballos por detrás de St. Stephan.
Por Kanrterstrasse en dirección a la Ópera entre vieneses de ambos sexos con perros de ambos sexos.
Compro Die Presse. Lo llevo en la mano para que no me tomen por extranjero.
Sonrío al horrible boxer que babea arrimado a una vieja vienesa que me sonríe cuando ve que sonrío a su boxer. Es fácil llevarse bien con esta gente si te llevas bien con sus animales.
Regreso a Graben tropezando con japoneses que tienen que cumplir sus obligaciones turísticas.
Por la mañana paseo alrededor del palacio imperial.
Visita a las estancias y tesoros imperiales.
Biblioteca Nacional Austriaca.
Iglesia de los frailes Agustinos y Tumbas imperiales.
Sesión de entrenamiento de la Escuela Española de Equitación.
Por la tarde jardines de Schonbrunn.
Visita al palacio y colección de carruajes.
Por la noche cena en un Heuriger.
Graben también fue cerrado al tráfico. Me detengo ante el escaparate de la única librería de la plaza. En el escaparate hay una foto de Brodsky. Y toda la obra del Nobel de Literatura 1987 expuesta en abanico alrededor de la foto. Recuerdo la mirada de Brodsky en esa gran foto. La misma mirada que tenía cuando Juan fue a entrevistarle en Nueva York.
Brodsky abrió la puerta de su casa en Greenwich Village.
¿Pregunta por Joseph Brodsky?
Sí.
Yo soy Joseph Brodsky.
Y le miró igual que en la foto. Con asombro. Con guasa. Con ojos chispeantes.
Pocos días antes los americanos lo habían nombrado Poeta Laureado de los Estados Unidos lo cual es un honor para cualquier poeta pero aún más para un ruso expulsado de la URSS por vago y maleante. Un buen poeta sólo puede ser eso. Debe ser eso. Vago y maleante.
El cubo de la basura dificultaba la entrada en la casa de Joseph Brodsky.
Un gato arrastraba la correspondencia por el pasillo del estudio. Brodsky tenía los cabellos revueltos.
Llevaba un montón de papeles en una mano que se pasó a la otra para estrechársela a Juan.
Calzaba unas zapatillas de deporte sucias. Algo rotas. Su aspecto era ostensiblemente desaliñado. Todo ello le daba cierta distinción bohemia.
Le siguió hasta el final del pasillo. Entraron en una habitación grande. Con buena luz. Brodsky dejó los papeles que llevaba en la mano sobre una mesa y se sirvió un vaso de vino.
El fotógrafo estaba eufórico. Había visto que la habitación donde se iba a desarrollar la entrevista tenía buena luz y se apresuró a decir que aquella habitación era una magnífica habitación porque ante todo tenía muy buena luz.
Buenísima luz. La luz perfecta. La luz ideal.
Sentado en el sofá había un individuo de unos cincuenta años. Se puso de pie para saludar. Brodsky dijo su nombre y añadió que era un escritor americano. Pero el escritor americano aclaró inmediatamente que él no era importante.
Nada importante. Soy un escritor completamente desconocido.
Y volvió a sentarse en el sofá.
Brodsky señaló al fotógrafo y a Juan y le dijo al escritor desconocido que verdaderamente el fotógrafo y Juan tenían toda la pinta de ser españoles. Que no podían ser más que españoles.
Brodsky movía su cabeza con los cabellos revueltos y repetía que Juan y el fotógrafo que acompañaba a Juan tenían el aspecto absolutamente inconfundible de españoles. No lo podían negar. Eran típicamente españoles. Esas dos caras tan genuinamente españolas sólo podían ser caras de españoles. ¿Estaba de acuerdo su amigo el escritor desconocido?
El escritor desconocido dijo que sí. Brodsky se sirvió más vino y el fotógrafo con cara típicamente española empezó a disparar su cámara sin dejar de repetir que la luz en aquella habitación era perfecta.
Aquí hay una luz buenísima. Ideal. Una luz realmente magnífica mister Brodsky.
Lo decía como si Brodsky fuera el inventor de la luz. El inventor de la bombilla. Edison en persona. Como si el premio Nobel de Literatura y Poeta Laureado en los Estados Unidos fuera un genio de la luminotecnia y además Poeta Laureado de los Estados Unidos y Premio Nobel de Literatura. Pero ante todo era el artífice de la síntesis de una luz poética.
Juan temía que de no mermar el entusiasmo del fotógrafo de prensa por la luz ambiente ese entusiasmo pondría en peligro no sólo la entrevista sino también las mismas fotografías que al final estarían pasadas de luz. O cortas de luz. O sencillamente veladas.
Juan se había sentado cerca de Brodsky quien a su vez se había sentado cerca de su escritorio en una antigua vieja silla giratoria de madera que el Poeta Laureado ponía en la dirección adecuada según tuviera que responder a una pregunta o meditar una pregunta o echar un trago de vino antes o después de serle formulada una pregunta.
De cuando en cuando el fotógrafo de prensa alzaba la mano desde su ángulo de tiro para advertir al Nobel de Literatura que iba a disparar su cámara. Entonces el Nobel de Literatura ponía cara de Premio Nobel de Literatura 1987 y el fotógrafo le hacía la foto.
El fotógrafo de prensa levantaba la mano como si saludara desde un autobús en marcha. Entonces el poeta le miraba y el fotógrafo sacaba una foto.
El fotógrafo de prensa también se arrastraba y maullaba por los suelos exactamente igual que el gato del Poeta Laureado a quien no cesaban de llamar por teléfono desde los rincones más apartados del globo terráqueo.
Brodsky se levantaba y contestaba a esas llamadas. Le pedían que fuera a leer sus poemas a una universidad. Que autorizara una traducción de sus poemas a algún dialecto africano. Que escribiera un breve ensayo sobre poesía.
Pero el Poeta Laureado volvía a sentarse en su vieja silla giratoria y retomaba el hilo de la conversación donde más o menos se había quedado la conversación. Juan le preguntaba las estupideces típicas del periodista cuyo aspecto es inconfundiblemente español. Preguntas tales como si todavía sentía añoranza por su país y cosas por el estilo. Brodsky respondía nerviosamente. Sin dejar de moverse un solo instante. Con una enorme agitación en parte fomentada por el fotógrafo de prensa que seguía saludándole desde el autobús. El Poeta Laureado adoptó un tono de extremada gravedad cuando dijo que para él ningún problema tenía tanta importancia como el problema demográfico pues al crecer la población mundial no sólo baja el nivel de bienestar general sino también el nivel educativo.
Juan hubiera querido preguntarle entonces si el nivel de bienestar y el nivel educativo eran compatibles. Pero no se lo preguntó por dos razones según recuerdo ahora perfectamente al ver el retrato de Brodsky en el escaparate de la librería de Graben. En primer lugar porque sospechaba que esa pregunta era básicamente del género idiota. Y en segundo lugar porque en aquel mismo momento el fotógrafo de prensa levantó su mano para saludar por enésima vez al Poeta Laureado y el poeta tuvo que poner cara de Nobel Laureado. Además sonó el teléfono y el poeta se agitó todavía un poco más al responder primero al saludo efusivo del fotógrafo de prensa y acto seguido a la llamada telefónica procedente de la otra parte del globo terráqueo.
Lo único que recuerdo grabando en Graben frente al retrato de Joseph Brodsky es que el poeta dedicó grandes elogios a la novela El hombre sin atributos de la que dijo que era la obra fundamental del siglo XX.
La gran obra del siglo actual. La obra que todo el mundo debería leer en todo el mundo y especialmente en Rusia. Es un compendio de sabiduría. Es la novela fundamental de nuestro tiempo. En ese libro están las claves del mundo contemporáneo y del hombre contemporáneo.
De manera que Juan sintió deseos urgentísimos de salir del apartamento de Joseph Brodsky en Greenwich Village y de llegar a su casa y ponerse a leer de nuevo los cuatro volúmenes de El hombre sin atributos sin dejar de leerlos como otras veces ya había sucedido lamentablemente. En esta ocasión eso no iba a suceder. Leería los cuatro volúmenes de un tirón. ¿O es que no era capaz de leer las dos mil páginas fundamentales de la literatura moderna de un tirón? Más vale leer de un tirón las dos mil páginas de una sola novela que es el compendio de todas las novelas que leer doscientas por aquí y ciento cincuenta por allá y trescientas más allá de distintas novelas que no compendian nada porque no son nada. Juan se sentía avergonzado por haberse dejado a mitad El hombre sin atributos siendo la obra cumbre de nuestro siglo. Sabiendo desde hacía mucho tiempo que era la obra cumbre de nuestro siglo. Deseando leer íntegra la máxima y definitiva obra de nuestro siglo. Ahora sí que la iba a leer sin saltarse una sola línea. A buen ritmo. Sin desfallecer. Más que nunca necesitaba apropiarse de las claves de nuestro tiempo y del secreto del hombre de nuestro tiempo. Empezaría de nuevo leyendo sobre el Atlántico avanzaba un mínimo barométrico en dirección este frente a un máximo estacionado sobre Rusia y cerraría el cuarto y último volumen cuando llegase a la frase final en ese momento no prestaba atención suficiente a Agathe. Juan se acostaría con Ulrich. Se levantaría con Ulrich. Pasaría el día con Ulrich. No se separaría de Ulrich ni para ir al cuarto de baño. En lugar de sentarse en el váter con The New York Times se sentaría con El hombre sin atributos. En lugar de interesarse por los hechos intrascendentes del mundo exterior absorbería los pensamientos trascendentales del mundo interior del austriaco Musil.
Cuando Juan se despidió de Brodsky quiso jurarle que ahora leería El hombre sin atributos de un tirón gracias a su consejo. Apartó impaciente el cubo de la basura que entorpecía el paso hacia la calle. Ese mismo cubo demoraba su regreso a casa. Quería llegar cuanto antes. Necesitaba localizar los cuatro volúmenes cuanto antes.
¿Cuántos aseguran haber leído íntegras las grandes obras sin haber leído ni siquiera la mitad? La mayoría. Y de esa mayoría la mayoría resultan ser escritores. Leen los primeros capítulos. Destripan el libro un poco por aquí y otro poco por allá. Luego apartan el libro y dicen que ya han acabado el libro. A fuerza de repetir que lo han leído íntegro acaban creyéndose ellos mismos que lo han leído de cabo a rabo. Quien diga que leyó sin saltarse una sola página El Quijote miente. Los que dicen que han leído Los versos satánicos íntegramente mienten. Ni siquiera leyeron el libro los enemigos de Rushdie. Los que quieren matarle. Y en cuanto a los italianos que se ufanan de haber leído de pe a pa la Divina Comedia hay que decir que ellos mismos son grandísimos comediantes. La mitad de la mitad de la población italiana ha leído la mitad de un tercio de esa obra. Preguntas qué sucede en el cielo y ponen cara de permanecer en el infierno. Existen demasiados libros maravillosos que sólo se pueden leer íntegros recreando la situación en que se escribieron. En una cárcel. En el exilio. En la vejez. El desengaño. La enfermedad. El sopor del Caribe. En el éxtasis de una religión. En el paraíso de la droga.
Pero los periodistas no aprenderemos nunca. Seguiremos preguntando las mismas majaderías para que nos respondan parecidas majaderías.
¿Con qué libro se quedaría usted si tuviera que quedarse con un solo libro?
¿Qué libro se llevaría usted si sólo pudiera salvar uno entre todos los libros que conoce?
¿Qué obra ha influido más en su propia obra?
Pocos responden con sinceridad. Dicen cualquier cosa para salir del paso. Un novelista no mencionará a otro novelista de su misma generación así lo maten aunque aquél esté leyendo a éste a escondidas. Sólo dirá que es bueno cuando esté muerto o no sea bueno. Su deseo es matarlo. Hacerlo desaparecer artísticamente. Aniquilar una obra que obstaculiza su propia obra. Pero tiene que soportar cada publicación de un nuevo libro de un contemporáneo suyo como tiene que soportar el escozor de un hongo. En silencio. Disimulando. Aunque eso no quiere decir que si se presenta la ocasión propicia vaya a renunciar a pincharle en el culo al competidor de su misma generación diciendo que el universo del que se ocupa y el lenguaje que utiliza no pertenecen al universo ni al lenguaje que le interesan a él. Los celos de autor son los únicos auténticos derechos reservados de autor. Derechos reservados mundialmente. Entre autores no existe otro derecho legítimo que el derecho de los celos. Cuando se premia a un autor los restantes autores desearían no ser autores. O ser autores en otro país muy lejano y no en el mismo país del autor premiado. Sólo cuando el autor premiado se eclipsa en el horizonte amanece el otro autor. El autor recién nacido pide al cielo que el mismo día que ha muerto el otro autor no venga todavía al mundo uno mejor que él. O si viene que al menos no publique nada hasta que él haya publicado su obra y se haya muerto.
¿Es esto mucho pedir?
Todos los creadores del mundo tienen su Santo Creador colgado de la pared. Se hicieron fieles devotos de ese Santo Creador desde el día mismo de su ingreso en la Academia de los Muertos. Antes no era más que un payaso.