Uno dos. Uno dos.

Grabando.

Grabando sin haber salido todavía de la habitación. Sin saber nada de Berta. ¿Qué sucede?

Berta dormirá a este lado. Yo prefiero el derecho. Del lado izquierdo noto las palpitaciones del corazón. Eso me desvela. Empiezo a pensar en el corazón que late más de cien mil veces cada 24 horas haga lo que haga. Aunque quiera parar los latidos no puedo pararlos. El corazón es totalmente independiente de mi voluntad. Actúa por su cuenta. Como si no fuera mi corazón. Puedo dejar de pensar unos instantes. Puedo suspender mi cabeza en el vacío. Quedarme flotando. Puedo perder la conciencia. Dormir. Pero no puedo impedir que mi corazón esté latiendo constantemente. Allá a donde vaya y haga lo que haga mi corazón seguirá latiendo. Y si llego a vivir hasta los 70 años mi corazón habrá latido más de 2.500.000.000 de veces en ese tiempo.

Sólo pensar esto me quita el sueño. Piensas en tu cuerpo. Piensas en todo lo que hay incrustado dentro de tu cuerpo unas cosas al lado de otras y eso da horror. Nunca me ha maravillado la perfección de los órganos del cuerpo humano ni de ningún otro cuerpo. Si miro detenidamente el ojo de un hombre me da asco. Si miro el ojo de una mujer aunque sea bellísima y su ojo sea muy hermoso cuando me fijo bien en ese ojo separándolo de la mujer me produce una repugnancia infinita. Y me da miedo. Cualquier órgano del cuerpo humano y cualquier víscera produce repugnancia y miedo. Prefiero mirar el ojo de un caballo. Del nacimiento a la madurez el peso del ojo humano aumenta cuatro veces. Prefiero ignorar los detalles de todo lo que llevo dentro de mi cuerpo. No hay que esperar a que se produzca el deterioro irreversible del cuerpo para sentir repugnancia hacia el propio cuerpo. Hacia todos los cuerpos. Ver únicamente lo que expulsa un cuerpo al exterior ya es suficiente. Mierda. Sudor. Orina. Semen. Saliva. Sangre. ¿No es interesante saber que el cuerpo se compone en un 70 por ciento de agua y en un 4 por ciento de ceniza? Eso es el cuerpo. Varios pozales de agua y 3 kilos de ceniza. Todos iguales. El cuerpo de Berta y el de la enfermerita rubia. El cuerpo de mi madre que en paz descanse y el cuerpo de Pansy. El cuerpo del padre que había zarandeado Juan y el cuerpo de Su Majestad el Rey. Un 70 por ciento de agua y 3 kilos de ceniza.

¿Sería posible suicidarse intentando suspender la respiración? No. Nunca. El estimulo del centro respiratorio es irresistible. Existimos a pesar de nuestro rechazo de la vida. Lo cual es bastante horrible. El horrible bombeo de 5 litros de sangre circulando por las venas cada minuto. Este esqueleto con 270 huesos. Este sapo saltando en el pecho cuatro mil veces cada hora.

Pienso en lo que hay debajo de la piel de una mujer incluso de la mujer más hermosa del mundo y se me hiela la sangre. Cuando introduzco mi polla en la vagina de cualquier mujer imagino esa vagina desde dentro y si no dejo de imaginar esa vagina mucosa y sanguinolenta desde dentro acabo sintiendo un pinchazo en mi polla que alcanza directamente a mis sesos. Me gustaría no tener sesos.

Jamás dormían en la misma cama. Ni en la misma habitación. El padre de Juan dormía en una cama plegable en el despacho al final del pasillo. Ella en el extremo opuesto. Algo más cerca de Juan. Aunque él no deseaba saber nada de la vida sexual de sus padres siempre había un modo de averiguar cuándo sucedía algo entre sus padres. El indicio era un pañuelo. Nada más que un pañuelo. Siempre era así. El pañuelo. Si su padre y su madre habían jodido durante esa noche a la mañana siguiente aquel pañuelo aparecía pegado en los azulejos del baño. Algunas veces cuando Juan se levantaba y entraba en el cuarto de baño el pañuelo comenzaba a desprenderse de los azulejos. El pañuelo era como una bandera en la popa del barco. Cuando el pañuelo se quedaba totalmente seco dejaba de ondear. Se acartonaba. Se desprendía de los azulejos. Caía en la bañera.

¿Para qué necesitaban sus padres un pañuelo siempre que jodian? ¿Se limpiaban con el pañuelo? ¿Se enjugaban las lágrimas con el pañuelo? ¿Lloraba su padre o lloraba su madre? ¿Lloraban los dos? ¿Se limpiaba su padre con el pañuelo o se limpiaba su madre? ¿Ponía en los azulejos el pañuelo su padre o su madre? ¿Por qué precisamente en los azulejos de la pared del cuarto de baño? ¿Por qué no en la cocina o en la sala de estar? ¿De quién era el pañuelo? El pañuelo parecía de hombre. Pero ¿era de su padre? Y si era de su padre ¿jodían en la habitación de su padre o en la de su madre? Seguramente jodian en la habitación de su padre porque estaba más alejada de la suya y él no recordaba haberlos oído nunca jodiendo en la habitación de su madre. ¿Cómo podía su padre joder con una mujer repugnante?

Sólo oía el llanto incesante de su madre. Pero el llanto de su madre no sólo se producía luego de joder. También antes de joder. Y seguramente mientras jodían. Los llantos empezaban muy temprano. Arreciaban poco a poco. Su madre se despertaba llorando. Berreando. Con unas lloreras tremendas. Gritaba. Eran unos gritos espantosos seguidos de portazos que sacudían las tazas y los vasos del aparador.

Luego empezaba la trifulca en torno al pañuelo.

Su padre se levantaba. Venía al cuarto de baño para afeitarse. Y ella también se levantaba y acudía al mismo cuarto de baño para insultarle.

Juan se levantaba y también se metía en el mismo cuarto de baño porque no había otro donde cagar si es que podía cagar.

Y de pronto ella empujaba la puerta y le preguntaba a él por qué se la metía por detrás. Por qué era tan cochino su marido y se la metía por detrás. Por qué se empeñaba en metérsela siempre por detrás el santo marido de comunión diaria.

¿Por qué? ¿Me puedes decir por qué?

Y él contestaba que se callara o se iba a arrepentir. Primero se lo decía bajito para que los vecinos no lo oyeran porque el cuarto de baño daba al patio interior al que también daban todas las ventanas de los cuartos de baño de los vecinos. Por allí se oía todo. Se oía cuando un vecino hacía de vientre y tiraba de la cadena. Se oía cuando una vecina se duchaba. Cuando los niños de los vecinos se bañaban al volver del colegio. Cuando un vecino escupía. Cuando un vecino orinaba sin cerrar la ventana se oía el chorro de la orina de ese vecino. Se oía absolutamente todo. Se oía cantar a los vecinos cuando estaban alegres. Y se oían quejidos cuando estaban enfermos.

Pero a su madre le traía sin cuidado que los vecinos supieran que su marido se la metía por detrás. Sujetando la puerta del cuarto de baño con una mano le miraba con ojos brillantes y preguntaba por qué se la metía por detrás un cochino de comunión diaria.

Su padre tenía entonces la cara completamente cubierta de jabón de afeitar y movía la cabeza para darle a entender a su mujer que fuera con mucho cuidado y que midiera sus palabras porque eso no se lo iba a tolerar.

Pero se lo toleraba.

Entonces ella repetía lo mismo con más fuerza. Con más gritos.

¡Eres un cochino de comunión diaria que me la metes por detrás! ¡Cochino asqueroso!

Su padre se afeitaba con navaja. Llevaba puestos los pantalones y la camiseta. Afilaba la navaja pasándola varias veces por un pedazo de cuero desgastado sujeto a un mango de madera que apoyaba en el borde del lavabo. Se enjabonaba varias veces la cara. Como si quisiera desaparecer detrás de la espuma de afeitar. Se ponía demasiada espuma alrededor de los ojos. De la nariz. De la boca. Parecía que fuera a comerse la espuma. Y se acercaba mucho al espejo. Cuando oía los pasos de su mujer por el pasillo cerraba apresuradamente la ventana que daba al patio interior. Se rasuraba perfectamente. Se pasaba la navaja una y otra vez. Era una exageración. Apuraba tanto que a partir de un momento le salía sangre por todos los poros. Sacaba una botella de Floid de un armario y se ponía unas gotas en la cara. Eso escocía. Aspiraba apretando los dientes. Al terminar de afeitarse la cara de su padre estaba salpicada de algodoncitos secándose sobre los cortes que se había hecho y esos pedazos de algodón iban cayéndose poco a poco de su cara igual que el pañuelo en los azulejos de la pared.

Pero ella no se daba por vencida. No estaba dispuesta a que él cerrara la ventana y todo quedara dentro de casa. Esto lo tenían que saber los vecinos. Así que abría la ventana y llamaba a los vecinos uno a uno para gritarles que su marido se la metía por detrás antes de irse a la parroquia a misa y a comulgar.

Llamaba por su nombre a la viuda del segundo piso. Llamaba al dentista del tercero. Llamaba al notario del cuarto y al escultor fallero del ático que pintaba acuarelas de barracas valencianas.

¿Qué hacéis escondidos? ¿No os queréis enterar de las cochinadas que me hace este cochino? ¿Sois todos como él?

Después daba unas vueltas por el pasillo como para tomar brío y arrancaba de cuajo el hilo del teléfono que arrojaba por el hueco de la escalera.

El portero se asomaba desde el infierno de su portería.

¿Otra vez? ¿Pero qué pasa ahí? ¿Es que esto no va a acabar nunca?

Su padre terminaba de afeitarse. Se ponía el cuello duro. Se hacía el nudo de la corbata. Luego se ponía el sombrero de fieltro gris. Y se dirigía hacia la puerta. Pero ella le esperaba al otro extremo del pasillo. Le volaba el sombrero de un bufido. Preguntaba enfurecida qué podía tirarle hoy al cráneo a este imbécil.

¿La plancha?

¿Una bandeja?

¿La sopera?

¿Una botella de Tío Pepe?

¿Una botella de Lacrima Christi?

¿Una botella de Cinzano?

Siempre tenía a mano un arsenal de botellas.

Entonces era el momento en que su padre se daba prisas para ponerse a salvo. Dejaba la puerta abierta. Desde el rellano de la escalera la amenazaba con encerrarla en el manicomio.

¡Te meteré en el manicomio! ¡No saldrás en una buena temporada del manicomio! ¡Tendrías que estar toda tu vida en el manicomio! ¡Si sigues por ahí acabarás en el manicomio! ¡Cuidado que esta vez te llevarán a la fuerza al manicomio! ¡No olvides que soy abogado del manicomio!

Ésta era la letanía que el padre de Juan recitaba desde el rellano de la escalera hasta el portal de la casa. Sólo dejaba de repetir la palabra manicomio cuando estaba en la calle.

Pero aquel día ella no le dejó siquiera empezar la letanía del manicomio. No le dio tiempo a salir al rellano de la escalera. Preguntó como otras veces a ver qué puedo tirarle a este cretino a la cabeza y le bastó abrir la boca. De su boca extrajo la dentadura postiza. La llevaba desde muy joven. Sabía manejarla. Apuntó a la cabeza de su esposo. Y lanzó la dentadura como si fuera un misil.

El padre de Juan fue alcanzado de espaldas al final del pasillo y en mitad del cráneo.

Soltó un grito. Después una jaculatoria al Sagrado Corazón y otra a la Virgen de los Desamparados también llamada La Cheperudeta. Giró la cabeza. Con ambas manos en el cogote exclamó que estaba herido.

¡Sangre! ¡Me has hecho sangre!

Sangraba por la coronilla.

¡Salvaje! ¡Por fin me has herido!

¿Sangre? ¿Te hice sangre? ¡Imposible! ¿Cómo vas a tener sangre en la cabeza? ¡Tú no tienes más que corcho en la cabeza!

Y reventaba de risa. Nunca había visto a su madre reírse tanto. Ni siquiera le importaba recuperar su dentadura postiza. Sin dentadura postiza parecía una auténtica lagartija. La nariz le rozaba los labios. Las encías eran vías muertas de ferrocarril. La expresión de su rostro era repulsiva y cómica.

De un puntapié el padre de Juan le acercó una pieza de la dentadura postiza sin dejar de limpiarse con el pañuelo la sangre de la coronilla.

Juan temblaba. Veía la otra pieza de la dentadura de su madre detrás del radiador. La recogió. No se atrevía a entregársela a su madre, le temblaban tanto las manos que la pieza volvió a caerle al suelo. La recogió otra vez. Temblaba con tanta fuerza que llegó a pensar que ese temblor iba a durarle toda la vida. Que nunca iba a desaparecer. Que cuando acabara esta pelea y su madre se encerrara en su habitación a romper cosas y a llorar él seguiría temblando y temblando cada vez más. Eso iba a ocurrir. Tenía mucho miedo de que eso ocurriera. Era la primera vez que lo notaba. En ese momento no era más que en un montón desatado de nervios que temblaban sin control. Las manos. Los brazos. La cabeza. Todas las partes del cuerpo le temblaban de una manera terrible.

¿Qué le pasa a este muchacho que tiembla tanto? Este niño tiembla mucho. Lo llevaremos al médico. Coge un vaso y el agua le cae. Abre un libro y parece que vaya a tocar el acordeón. Coge un papel y el papel se mueve tanto en sus manos que se diría que está vivo. Alarmante. ¿Tendrá el baile de San Vito? A lo mejor tiene el baile de San Vito. Podría ser que tuviera el baile de San Vito. ¿Cómo se cura el baile de San Vito? ¿O es incurable?

Durante horas Juan trataba de calmar a su madre. Su madre decía que se iba a matar. Subía la persiana. Quería abrir la ventana y saltar desnuda.

Juan veía las nalgas blandas y arrugadas de su madre como la piel de un elefante. Un elefante con un estropajo en el pubis. El elefante quería dejar de ser elefante y convertirse en papilla para los mendigos de la calle. Un circo. Elefante sin colmillos dispuesto a reventar el techo del ascensor. Porque también quería lanzarse contra el techo del ascensor.

Lo podía romper todo. La lámpara de Murano. El crucifijo de marfil. Las barracas valencianas. La imagen de la Cheperudeta. Los abanicos pintados por el escultor fallero. La cerámica con el murciélago del escudo regional. Ese horrible rat penat.

Se lo cargaba todo. Unas cosas caían detrás de otras. Era cuestión de tiempo. Un día el Cristo. Otro las lámparas. La patrona jorobada. El patrón san Vicente Ferrer con el dedito hacia arriba. Los jarrones. La cristalería tallada.

¿Y ella?

Ella se salvaba siempre.

Sin embargo Juan imaginaba los funerales. La misa de corpore insepulto. El entierro. La despedida. Los vecinos compadeciéndole por tan irreparable pérdida. Su padre se sorbería los mocos detrás del coche fúnebre con el nudo de la corbata flojo y el sombrero en la mano. Acompañarían el cadáver hasta el cementerio civil desde el Instituto Anatómico Forense donde le habrían practicado la autopsia. Los suicidas no tenían derecho a tierra santa. Pero un cura amigo de la familia diría cuatro estupideces mientras los sepultureros se rascarían el culo.

Y él sería por fin huérfano de madre.

Su padre reapareció al atardecer con un esparadrapo en el cogote. No venía solo. Esta vez venía escoltado por su hermano gemelo y el director del manicomio.

Pase usted doctor Po. ¿Dónde se ha metido esta mujer? ¿Se habrá encerrado en su habitación?

Pues la haremos salir dijo el hermano gemelo que era exactamente como su padre.

Eran dos gotas de agua. Dos cuellos duros idénticos. El mismo timbre de voz. La misma estatura. La misma mirada. La misma onda en el pelo. Si uno se hacía raya el otro se hacía raya. Si uno se ponía triste el otro se ponía triste. Si uno se cortaba afeitándose el otro también se cortaba afeitándose. Pensaban las mismas cosas uno y otro. Los dos eran abogados. El padre de Juan era abogado de la Diputación. Y su hermano gemelo era abogado del Ayuntamiento. Coincidían en todo. Siempre estaban de acuerdo en todo. Les gustaba el café cargado. Odiaban la leche y la mantequilla. Comulgaban diariamente desde su juventud. Eran muy aficionados a los toros. Fumaban la misma picadura de tabaco. Liaban los cigarrillos con el mismo grosor. Chupaban los cigarrillos igual. Echaban el humo a la vez. Si el padre de Juan lo echaba por las narices su hermano Pedro lo echaba por las narices. Si lo echaba por la boca el otro lo echaba por la boca aunque estuviera de espaldas y no pudiera ver por dónde había echado el humo su hermano gemelo si por la nariz o por la boca Cuando tosía uno el otro tosía. Cuando escupía uno el otro también escupía. Estaban sincronizados. Era extraño que no se hubieran dedicado al mundo del espectáculo aunque naturalmente lo habían pensado a la vez y también habían renunciado a esa idea a la vez. Se querían mucho. Se ayudaban cuanto podían. Juanito y Pedrito. Habitualmente Juanito mandaba en Pedrito. Un gesto de Juanito bastaba para que su hermano gemelo se pusiera inmediatamente a sus órdenes. Si Juanito señalaba la habitación de la madre de Juan su hermano gemelo Pedrito ya sabía lo que tenía que hacer.

Pase usted doctor Po. Mi hijo debe de estar con ella. No veo nada. Enciende la luz Pedrito.

Entonces el doctor Po dijo aquí huele a alcohol. Ventilemos.

Pedrito abrió la ventana.

La madre de Juan roncaba. El doctor Po puso su maletín sobre la cama. Abofeteó ligeramente a la madre de Juan. La madre de Juan abrió un ojo. Reconoció a los asistentes y volvió a cerrar ese ojo. El doctor Po tomó la palabra.

Aquí hay dos alternativas doña Dolores. Nada más que dos. Óigame bien lo que le voy a decir. Una posibilidad es que se venga con nosotros. Y la otra es que le pongamos aquí mismo el electroshock.

¡Váyase a la mierda! dijo su madre abriendo los ojos.

Los gemelos se miraron La madre de Juan los llamó pareja de abogaditos. El doctor Po preguntó dónde hay un enchufe. Pidió una alargadera.

La madre de Juan apartó las sábanas de un manotazo. Quería levantarse. No podía.

No lo intentes le dijo Pedrito. No lo intentes que yo estoy aquí.

El doctor Po le ordenó a Juan que saliera de la habitación.

Pedrito dejó entornada la puerta.

Se oían los gritos de su madre. Suplicaba que no le pusieran el electroshock.

Es un momento. Hay que hacerlo. Después lo agradecerá. Así no podemos seguir. Ni un minuto podemos seguir así doña Dolores. Fíjese qué corte le ha hecho a su marido en la cabeza. Es un momento. Quieta. Es un momento. Muerda esta goma. ¡Le digo que muerda esto!

Por el ruido de sacudidas y calambres imaginaba Juan las convulsiones del cuerpo de su madre rompiéndose a pedazos. ¿Se rompía a pedazos? ¿En cuántos pedazos exactamente?

Luego todo quedó en silencio. Como si hubiera muerto. Una paz inquietante.

Su padre salió de la habitación suspirando. Su hermano gemelo también suspiraba. El doctor Po llevaba el maletín con el orgullo de un representante de perfumería después de haber hecho una gran venta.

Estará tranquila un buen rato pero conviene que se quede alguien con ella.

El chico se quedará con ella.

El doctor Po se acercó a Juan.

Veo que tiemblas. ¿Desde cuándo?

Sacó una moneda del bolsillo. La tiró al suelo.

Cógela.

Juan se agachó a recoger la moneda. Su mano serpenteaba.

El doctor Po movió la cabeza.

Su padre y el gemelo también movían la cabeza.

De lo tuyo nos ocuparemos otro día.