Uno dos. Uno dos.
Grabando.
Grabando la cinta número uno.
Hotel Domgasse. Habitación 108.
Al lado de la casa de Mozart.
Coches de caballos. Empedrado. Herraduras. Turistas.
Berta llega esta tarde a Viena.
Ha llamado. Que no vaya al aeropuerto. Que la espere en el hotel. Como en Nueva York. Igual que en Nueva York.
Entonces Juan la esperaba en el Algonquin. Un hotel literario. Con ambiente. Algo incómodo.
Estaba demasiado nervioso. No podía leer. Siempre atascado en la misma página. Y eso que había elegido un buen libro de relatos. ¿No era Reunion?
El relato más amargo de John Cheever.
Un padre se reunía con su hijo en Nueva York. Un padre irascible. Inaguantable. Con prisas. Con malas pulgas. Lo encontraba todo mal. Todo era detestable. Odioso. Horrible. Nada le salía bien. En el fondo parecía tener algo contra su hijo. En el fondo odiaba a su hijo.
Un padre que odia a su hijo y sin embargo necesita reunirse con él.
La historia la contaba el hijo.
Contada por el padre la misma historia habría sido distinta.
Pero estaba tan impaciente esperando a Berta que leyó varias veces Reunion sin enterarse de lo que sucedía. Miraba hacia la puerta del Algonquin. Cada vez que paraba un taxi creía que era Berta.
Su casa estaba cerca del hotel. Se la quedó Pansy. No hubo forcejeo. Ninguna resistencia. Cualquier cosa antes que un pleito con abogados yanquis. Cobran incluso por descolgar el teléfono. Consulta telefónica de tres minutos 125 dólares. Cada minuto adicional 30 dólares. Buitres. Encima van a comisión. Le quitamos la casa amueblada a su marido pero ya sabe que una habitación es para mí. Dos alfombras. Este cuadro.
Basura. Juan no tenía ganas de pelear. Sólo tenía ganas de largarse. De perder de vista a Pansy.
Media vida huyendo de tus padres.
La otra media huyendo de tu mujer. Huyendo de tus hijos.
Huyendo unos de otros. Todos huyendo.
Cuando te das cuenta es demasiado tarde. Se acabó la vida. Ya no es necesario huir.
A Juan le gustaba el Algonquin. A veces iba allí a tomar café. Si tenía que hacer una entrevista citaba al entrevistado en el hotel Algonquin. Un hotel pequeño. Antiguo. De artistas y escritores. Se sentaba en el salón rodeado de autores con sus agentes y de pintores con sus marchantes. Todos parecían ser alguien.
Leían contratos. Discutían. Corregían. Añadían cláusulas.
Era fácil distinguir al autor del agente. El autor sudaba. El agente no.
Al final el agente doblaba el contrato. Se lo metía en el bolsillo. Y entonces daba la impresión de estar desolado. Como si el agente fuera un incomprendido.
Como si nadie le entendiera. Como si lo empujaran a la ruina. Eso era agotador. Nadie entendía al pobre agente que se guardaba desolado el contrato en el bolsillo y todavía le daba palmadas de ánimo en el hombro al desdichado autor.
Vamos a brindar.
El agente llevaba la voz cantante. Llamaba al camarero tocando el timbre de la mesa. En el Algonquin había timbres de bronce atornillados a las mesas. Cada mesa tenía su timbre. Los timbres del Algonquin no eran eléctricos. Eran timbres como los de las oficinas del siglo pasado.
Siempre había autores y agentes dando timbrazos y hojeando manuscritos. Discutiendo contratos. Firmando papeles. Palmeándose en el hombro. Bebiendo. Meando.
Meaba primero el agente y luego el autor. Primero el marchante y luego el pintor. Podían mear a la vez. Pero nunca meaban a la vez. Nunca meaban juntos el autor y el agente. Ni el pintor y el marchante. Si se levantaba primero el agente para ir a mear el autor esperaba a que volviera el agente para levantarse y mear él. Parecía ser una costumbre muy arraigada. Podían mear perfectamente unos autores a la vez que otros autores. De hecho meaban. Pero nunca meaban juntos los agentes con los autores aunque sí que meaban juntos los agentes con los agentes. En los lavabos del Algonquin siempre meaban todos los autores a la vez como si se pusieran de acuerdo para mear juntos los autores. Y siempre meaban los agentes a la vez como si los agentes también se pusieran de acuerdo para mear a la vez sin mezclarse con los autores.
¿Por qué no meaban juntos los agentes y los autores y seguían discutiendo las cláusulas de sus contratos mientras meaban juntos? Meando juntos podrían aproximar sus intereses como hacían con la orina que resbalaba unida por la pared del urinario.
Por lo visto no era ésta una buena política comercial. Ni tampoco una buena postura literaria.
A Juan le gustaba observar con detenimiento a los clientes del Algonquin. Pero aquella tarde estaba demasiado impaciente esperando a Berta.
Después de muchos años Berta acudía por fin a Nueva York.
Grabando en el hotel Domgasse recuerdo que no fue fácil elegir el libro para llevarse al Algonquin. Sacaba uno de la estantería y en cuanto lo hojeaba lo volvía a meter en el mismo sitio. Entonces sacaba otro. Repetía la operación aún más deprisa y lo volvía a meter. De un tiempo a esta parte abandonaba muchos libros por la mitad. Se cansaba. Terminaba muy pocos. Al principio casi todos le parecían geniales. Luego caían en picado. Los dejaba en una mesa durante algunas semanas. Después los devolvía definitivamente a su nicho.
Esta vez ningún libro le parecía el libro adecuado para llevarse al Algonquin. Sentía asco. Por una razón u otra todos le hacían sentir el mismo asco. Le parecían una estupidez enorme. Un artificio inaguantable. Cualquier título le daba pereza. Verdaderamente le emperezaban y le angustiaban todos aquellos libros.
¿Por qué hasta los mejores libros se vuelven asquerosos y despreciables en determinados momentos?
¿Por qué angustian precisamente más los libros que antes fueron capaces de combatir esa angustia?
De pronto ya no interesan. No sirven para nada. Al revés. Son un estorbo. Molestan. Su presencia oprime.
Juan miró la hora. Debía ir preparando su bolsa de viaje aunque el viaje al Algonquin sólo era un viaje de cuatro calles.
Tenía que dejarle una nota a Pansy.
Muy escueta.
Volveré el jueves. Eso era todo.
Dos horas más tarde un taxi amarillo se detendría delante del Algonquin. Se abriría la puerta. Berta estaría allí.
Le dejó la nota en la cocina. Volveré el jueves. Sin más.
¿Qué otra cosa podía decirle?
Desde hacía un año no se decían casi nada.
¿Iba ahora a decirle me voy con Berta? ¿Viene Berta? ¿Estoy con Berta?
Ella tampoco daba explicaciones.
Naturalmente no daba explicaciones para no mentir. Mentir cansa. Mentir agota.
Al principio no hay más remedio. Mientes sin parar. Siempre estás mintiendo. Te conviertes en un profesional de la mentira. Luego ya no hace ninguna falta. Ni mentir ni decir la verdad. Ya no hay engaño. No existe engaño porque el otro tampoco existe. Dejó de existir. Convives con él como lo harías con un delincuente. Como delincuentes en la misma celda. Nada en común a excepción de los años de condena. Unidos por la condena. Haces lo que tienes que hacer sin hablar. Algún sonido si acaso. Ruidos de animal. Y todo está a la vista.
El desprecio del otro está a la vista. El cinismo del otro está a la vista. El egoísmo del otro está a la vista. La amargura del otro está a la vista. Todo está mucho mejor a la vista.
Como cuando defecas. Te incorporas un poco. Vuelves la cabeza. Miras. Ves todo aquello flotando. Y dices qué bien. Magnífico. Eso es lo que quería. Deshacerme de toda esta mierda que llevo dentro demasiado tiempo. La mierda que arrastras demasiado tiempo.
Luego vacías de un golpe la cisterna. Es un alivio momentáneo. Y vuelves a mirar por si acaso. Hay que asegurarse de que la mierda desapareció.
También había algunos pintores que dejaban sus cartapacios encima de los timbres de las mesas del Algonquin. No le quitaban ojo a sus cartapacios. Sus dibujos estaban dentro de sus cartapacios. Su obra. Sus dibujos.
Claro que no quedaría un solo timbre en su sitio si esos timbres no estuvieran atornillados. Eran demasiado tentadores. Cualquier cosa que no se atornille en un hotel desaparece en el acto. Se la llevan los clientes. Sobre todo en un hotel de Nueva York. Hasta la gente vive atornillada en Nueva York Para que no se la lleven. Juan sería el primero. Juan Se llevaría un timbre del Algonquin como se llevaba los cuchillos de la mantequilla. En una ocasión se llevo incluso la mantequera de un hotel en Nueva Delhi.
Pero en el Algonquin no se atrevía. Era difícil. Un hotel demasiado pequeño. Muy vigilado. De artistas y escritores. De agentes literarios. De editores y de marchantes. Esa clase de gente. Ladrones a fin fe cuentas. Todos quieren robar los timbres del Algonquin pero no se atreven. Por eso están muy bien atornillados.
En los hoteles de las grandes cadenas es mucho más fácil. Aunque digan que hay cámaras ocultas hasta en los cuartos de baño la gente roba todo lo que puede en los hoteles de las grandes cadenas que disponen de un presupuesto especial para reponer los objetos robados por sus clientes y empleados.
El Hilton era uno de sus favoritos. Los cuchillos de la mantequilla de cualquier Hilton le fascinaban más que los cuchillos de la mantequilla de otras cadenas hoteleras.
Todos los Hilton del mundo tienen los mismos cubiertos. La misma vajilla. Las mismas sábanas los mismos muebles. Los mismos cuadros. Las mismas toallas. Los mismos jabones. Los mismos gorros de plástico en la ducha. Los mismos bolígrafos. Los mismos empleados con las mismas caras fabricadas en cadena para la cadena de hoteles Hilton.
Son inconfundibles. Idénticos. En los Hilton todo es copia de una copia de lo mismo. Desde la fachada Hilton hasta la alfombrilla del baño Hilton. Te asomas a la ventana de un Hilton y desde allí ves siempre el mismo paisaje Hilton. La marquesina Hilton. El macizo ajardinado Hilton. La cerca Hilton. El acceso y la rampa Hilton. El aparcamiento Hilton. Y más allá del Hilton la M del hamburguesero con la cifra luminosa de los billones de hamburguesas consumidas en todo el mundo hasta ese mismo instante. El 7 rojo y verde del drugstore abierto las 24 horas. El logotipo azul de Chevron.
¿En qué Hilton de qué ciudad te has metido ahora para robar un cuchillo de la mantequilla Hilton?
¿Miami? ¿Phoenix? ¿Houston?
¿Desde cuándo estás aquí?
¿Acabas de entrar en el Hilton o ya estás a punto de salir del Hilton?
¿Dónde están los ascensores Hilton?
¿A la derecha? ¿A la izquierda?
¿Dónde está la máquina de hielo Hilton?
¿A la derecha? ¿A la izquierda?
Tiene encanto la desorientación Hilton.
En lo más alto de un edificio Hilton eres un átomo del universo Hilton sobre el estercolero de cualquier ciudad.
Le excitaba la aventura de los cuchillos de la mantequilla. Todos con la H en la empuñadura. Todos con las mismas estrías verticales. Con el mismo peso. Sólo variaba el desgaste. Ésa era la única diferencia. Unos más usados que otros.
Juan los prefería bastante usados. Para llevárselos nuevos no hacía falta correr ningún riesgo. En cualquier almacén se vendían esos mismos cuchillos por 12,99 dólares la pieza. Ponerles la H no era caro. Un par de dólares más. En cinco minutos le ponían la H. Y de paso allí mismo le podían poner medias suelas en los zapatos y hacerle una copia de la llave de casa. ¿Pero qué interés tenía eso? Ninguno. A Juan le gustaba imaginar el uso prolongado de cada cuchillo de la mantequilla. Su lento desgaste. Su evolución como tal cuchillo de la mantequilla. No le interesaba el desgaste acelerado. Ni el desgaste artificial. Le gustaba imaginar miles de manos sirviéndose mantequilla cada mañana en el desayuno de cada hotel Hilton por todo el planeta. Durante años. En todas las partes del mundo. Miles de veces los cuchillos de la mantequilla esparciendo la mantequilla sobre el pan tostado. Cientos de miles de veces esos mismos cuchillos de la mantequilla golpeándose en la máquina de fregar de los hoteles Hilton en América y Europa. En África y en Asia. De un lado a otro. Recibiendo golpes y más golpes al ser arrojados en los cajones de los cubiertos. Y también siendo sustraídos por clientes como Juan.
¿Cuál podía ser la vida media de un cuchillo de la mantequilla en un Hilton cualquiera?
Llegaba el día en que los tenían que retirar. Perdían brillo. Desaparecía el cromado. Empezaban a ponerse amarillentos. Resultaban repugnantes. Y entonces daban tanto asco como la tapadera descascarillada y enmohecida del váter de un hotel barato. Como los grifos oxidados de un lavabo en un hotel viejo y barato. Sabes que allí han hecho muchas guarrerías. De todo tipo. Porque es del dominio público que gran cantidad de clientes orinan en los lavabos. Escupen en los lavabos. Sangran por las encías en los lavabos. Lavan los calcetines en el lavabo. También se limpian los zapatos con las colchas. Con las cortinas. Por supuesto con las toallas cuando están un poco húmedas que quitan muy bien el polvo y sacan brillo y dejan negras las toallas que el cliente pisotea amontonadas en un rincón del cuarto de baño. Y hacen todo esto aunque la dirección implore que no lo hagan. Que utilicen las manoplas especiales para limpiar los zapatos. ¿Manoplas especiales? Donde haya buenas toallas que se quiten las manoplas. Ni hablar de manoplas. Nadie hace en los hoteles lo que pide la dirección. Todo el mundo hace al revés. Es más. Los clientes abusan sexualmente de las almohadas en cualquier momento del día o de la noche. Aunque especialmente entre las 3 y las 6 de la madrugada. Los clientes pueden echar mano de una almohada y abusar sexualmente de esa almohada hasta dejar hecha un asco la almohada. Después esa misma almohada va a parar a los labios de una vieja solterona que babea con la boca abierta en la almohada sin sospechar todo lo que hicieron otros tan sólo unas horas antes con esa misma almohada a la que únicamente le cambiaron la funda.
Los cubiertos de la mantequilla eran por naturaleza objetos limpios y atractivos. Utensilios tentadores a cualquier hora. Especialmente la del desayuno.
Al fin y al cabo robar cuchillos para la mantequilla era una de las pocas emociones del veterano periodista en sus viajes por el mundo. El veterano reportero iba siempre de un Hilton a otro Hilton. De una cumbre de jefes de Estado a otra cumbre de jefes de Estado. De una gira del papa a otra gira del papa. De un viaje del rey a otro viaje del rey. De una catástrofe natural a otra catástrofe artificial. Siempre lo mismo. Años y años haciendo lo mismo. Escribiendo las mismas idioteces. Los mismos embustes. Las mismas exageraciones. Las mismas mentiras en el mismo periódico.
En cambio los cubiertos de la mantequilla de los hoteles de la cadena Hilton le esperaban en cada Hilton para ofrecerle una excitante aventura. Y la excitación de meterse en el bolsillo otro cuchillo de la mantequilla de los hoteles de la cadena Hilton le mantenía tenso. Ilusionado. Alerta.
¿Te atreves hoy Juan?
¿Lo vas a hacer hoy?
¿Crees que hoy puede pillarte el camarero?
¿Esperas a mañana?
Juan se fijaba detenidamente en el camarero. Estudiaba al camarero. Radiografiaba al camarero. Analizaba después todos los detalles del restorán. Sus puertas. Los ángulos con visibilidad y los ángulos sin visibilidad. Contaba el número de mesas. Las mesas que estaban ocupadas y por quién estaban ocupadas. Se podía dar el caso de que a dos pasos de Juan estuviera desayunando otro individuo con las mismas inclinaciones que Juan. Era preciso detectarlo. No es difícil detectarlo. Existía un código secreto. Aquel individuo emitía una señal. Algo parecido sucede entre maricones: Se detectan al instante. Es como un olor. Una luz. Un magnetismo. Imposible que le pillaran. Tan sólo había que aprovechar el primer descuido del primer imbécil que atendía su mesa. Por supuesto siempre era mejor un camarero que una camarera. Las camareras se fijaban más. Tenían un sentido especial del inventario. Con las camareras podía haber problemas. Las camareras sabían el número exacto de cuchillos de la mantequilla que había en el comedor. En cambio los camareros demostraban ser descuidados. Ignorantes. Desmemoriados. Estúpidos. Tanto si eran blancos como si eran negros. Tanto si eran jóvenes como si no. Cierto tipo de camarero siempre era estúpido. Sólo podía ser estúpido. Estúpido contra su voluntad. Bastaban cuatro trucos para engañarlos. Únicamente había que darles algo de trabajo.
Pedir más café.
Agua con hielo.
Otra servilleta porque esta servilleta tiene un olor raro.
Un cenicero.
Y entonces el estúpido camarero se alejaba hacia el otro extremo del comedor oliendo la servilleta. Traía más café. Traía otra jarra con agua y hielo. Traía la servilleta limpia. El cenicero.
Juan era increíblemente rápido haciendo desaparecer el cuchillo de la mantequilla. Visto y no visto.
Ya estaba a salvo en su bolsillo.
Ya era suyo.
Aunque durante unos segundos dudaba si le habrían pillado. Si desde algún rincón habría sido vigilado.
¿Qué podía esperar que ocurriera entonces?
Todo daría un vuelco. Todo cambiaría bruscamente.
¿Avisarán a la policía? ¿Me lo harán pagar? ¿Me echarán del hotel? ¿Me expulsarán del país? ¿Pondrán mi nombre en la lista negra de todas las cadenas de todos los hoteles norteamericanos y tal vez de todos los hoteles del mundo indicando que soy un vulgar ladrón de cuchillos de mantequilla?
Eso excitaba a Juan.
Si le pillaban siempre estaría dispuesto a negociar. Estaba preparado para cualquier pacto. Aceptaría cualquier propuesta. Cualquier humillación. Marcharse del hotel inmediatamente. Pagar el triple del valor del cuchillo de la mantequilla. Se golpearía la frente con el cuchillo. Repetiría que no comprendía cómo había podido hacer una cosa así. Prometería no volver nunca al hotel. Suplicaría que de volver algún día al hotel no le pusieran a su alcance ningún cuchillo de la mantequilla. Razonaría que en los hoteles abundan los clientes maniáticos que piden las cosas más absurdas. ¿No hay alérgicos que exigen quitar las alfombras y las flores de las habitaciones porque de lo contrario estornudan sin parar? ¿No hay clientes que rehúsan alojarse en la planta 13? ¿No hay otros clientes reacios a meterse en el ascensor? Tenía previsto confesar que era un obseso coleccionista de cuchillos de mantequilla y que necesitaba acumular más y más cuchillos de todas las partes del mundo para no cometer peores actos. Tenían que comprenderlo. Tenían que hacerse cargo del problema. No podía imaginar la vida sin esos cuchillos. Sin esa colección de cuchillos de la mantequilla.
Hasta entonces no había tenido necesidad de desplegar estas armas. Nunca le habían pillado. Y eso le daba una confianza en sí mismo y una energía excepcional sin la que era difícil empezar su estúpido trabajo diario de reportero.
El corazón palpitaba a gran velocidad. Sabía que no era bueno para su salud. Pero Juan era así. Por un lado le obsesionaba la salud. Ejercicio físico. Pocas grasas. Zumos naturales. Poco alcohol. No fumar. Fruta del tiempo. Yogur. Pan integral. Poquísima mantequilla. La indispensable para robar cuchillos de la mantequilla.
Por uno de esos miserables cuchillos ponía en grave peligro su salud. Su empleo. Su reputación.
¿Qué era la reputación? ¿Qué acrecentaba y qué destruía una buena reputación? ¿Fabricar cuchillos? ¿Usarlos? ¿Robarlos? ¿Limpiarlos?
Esta aventura forzaba al máximo su organismo. Le abocaba a cualquier lesión. Le precipitaba a la enfermedad. ¿No era realmente absurdo? ¿No era indignante? ¿No era bochornoso?
Su comportamiento era absurdo. Su comportamiento era indignante. Su comportamiento era bochornoso. Pero eso era lo más apetecible. Lo más satisfactorio. Lo más placentero. Juan roba un cuchillo de la mantequilla en cualquier hotel de la cadena Hilton y se indigna mucho consigo mismo. Pero también se indigna mucho consigo mismo si no lo roba. Y también se indigna consigo mismo si se arrepiente de robarlo porque igualmente se arrepiente de no robarlo. Aunque lo cierto es que Juan se indigna consigo mismo mucho más si no lo roba que si lo roba. A salvo de la indignación no está nunca. Juan no estará nunca a salvo de la indignación.
Por tanto en este punto da exactamente igual si roba como si no roba el cuchillo de la mantequilla. ¿Dónde está la diferencia?
Aunque tal vez sea mejor robarlo y disponer así de justificación para indignarse algo menos consigo mismo.