Uno dos. Uno dos.
Grabando.
Grabando sin luz en la habitación. De noche.
Si no llega Berta me acostaré. Cansado. Pero si de pronto llega todo cambiará. Puede darme esa sorpresa. Hacerme creer que está en España y presentarse aquí cuando ya no espero verla. Sin decir nada. Sin avisarme. Eso estaría bien. Eso estaría muy bien. Pediría una botella de champagne. Nos la beberíamos tranquilamente. Pondríamos música. Bailaríamos. Al principio vestidos. Después desnudos. Sin miedo a temblar como hace treinta años.
Habían bailado una sola vez. Berta era casi una niña. Juan temblaba porque siempre había temblado al bailar. Las manos. Los brazos. Pero Berta no le dijo nada. No se lo echó en cara. No dijo nada. Se apretó un poco más a él.
El profesor Frankle le dijo que fuera a una academia de baile en Viena. Había muchas. Y muy buenas. En Viena todo el mundo iba a las academias a aprender a bailar el vals. Y otros bailes. Los vieneses son grandes bailarines. Todo el mundo baila en Viena. Bailan muy bien. Los niños. Los mayores. Los ancianos. Bailan incluso los animales. Los caballos bailan maravillosamente. Los famosos lippizaner de la Escuela Española de Equitación son grandes bailarines. Hacen todos los pasos de casi todos los bailes conocidos. El vals. El tango. El foxtrot. El charleston. El buguibugui. La samba. Prácticamente todo lo saben bailar los caballos lippizaner.
El profesor Frankle dijo si tanto le asusta bailar aprenda usted a bailar como un profesional. Vaya a una de las grandes academias de baile en Viena. Mi enfermera le puede poner en contacto con una buena academia de baile donde usted pueda bailar dos o tres veces por semana.
La enfermera del profesor Frankle le puso en contacto con Heinz Friedrich gran maestro de baile de salón. El maestro Friedrich tenía la academia de baile muy cerca del café Braünerhof. En la calle Stallburg. Había una pequeña placa de bronce en la fachada del edificio en la que decía que el gran maestro Heinz Friedrich daba clases de baile de 4 a 7 todos los días excepto los viernes. Los viernes el maestro Friedrich participaba en competiciones de baile.
El maestro Friedrich era un tipo de edad incalculable. Tenía el pelo oxigenado. Era muy alto y muy flaco. Vestía de negro. Llevaba un bigote al estilo káiser teñido de negro. Sus cejas también parecían bigotes sobre una cara extremadamente pálida y ojerosa. Cuando le abrió la primera vez la puerta de la academia Juan creyó que ese hombre no podía ser el maestro Friedrich sino un militar retirado y tísico. Sin embargo era el maestro Friedrich y hablaba español porque en su juventud había vivido durante algún tiempo en Buenos Aires.
El maestro Friedrich no daba más que clases individuales. Olía a perfume barato. Tenía las uñas largas y los dedos amarillentos de nicotina. A veces se ponía una bufanda negra para bailar. Nunca gastaba otros zapatos que no fueran de charol. Al principio de la clase y para evitar posibles confusiones el maestro Friedrich dejaba en claro que él iba a ser mujer. Luego decidía que la mujer iba a ser Juan.
Amigo mío ahora vos sois la dama.
El profesor Friedrich se lanzaba por la pista como un patinador sobre el hielo. Sudaba mucho porque se tomaba el trabajo en serio. Ponía el vals de las olas en su viejo tocadiscos y agarraba con fuerza a Juan por la cintura. Le hundía la barbilla y los bigotes en el esternón. Y le decía que se dejara llevar sin ofrecer ninguna resistencia.
Derecha.
Izquierda.
Izquierda.
Otra vez izquierda.
Más a la izquierda.
Sin miedo.
Eso es.
El verdadero vals vienes se baila con más vueltas a la izquierda que a la derecha.
Rápido.
Muy bien.
Así.
Repitiendo.
Más relajado.
Y ahora vos sois el caballero.
De cuando en cuando miraba el reloj para no pasarse de tiempo. Cuando era la hora justa paraba en seco y decía son cincuenta chelines. Había que pagarle en el acto.
Alguna tarde bajaron juntos al café Braunerhof. El maestro Friedrich vivía solo. Se relacionaba con poca gente. Juan sospechaba que Friedrich había tenido algún problema psíquico. Tal vez una depresión de las que tan a menudo afectan a los vieneses. Quizá el profesor Frankle le había librado del suicidio. Los vieneses tienen una de las tasas más altas de suicidio del mundo. Se suicidan de diez en diez. No se sabe exactamente por qué se tienen que suicidar tantos vieneses. Pero es así. Un día cualquiera toman la decisión de dejar de vivir su apacible vida vienesa y se tiran al Danubio un domingo a la hora de los postres o se envenenan con arsénico mezclado en la Sachertorte. De pronto deciden suicidarse. Se dan cuenta de que ya no aguantan ni un minuto más. Ya no les interesa nada. Ni el café ni la música ni bailar el vals. Se quitan de en medio y nadie pregunta qué fue lo que le hizo matarse a su vecino. Prefieren no saberlo. Se enteran que su vecino se suicidó y callan. No quieren pensar en eso.
Cuando Juan aprendió a bailar el vals y el tango y algún otro baile con el maestro Friedrich recibió un certificado de asistencia y el consejo de que no dejara de practicar todo lo que le había enseñado porque de lo contrario igual que lo había aprendido lo olvidaría.
Los hombres olvidan mucho antes el baile que las mujeres.
Grabando después de mear una de las muchas veces que debo mear pienso que podía haberme cortado el pelo antes de encerrarme en esta habitación del hotel Domgasse. Lo llevo demasiado largo. Los peluqueros siempre me han dicho en todas partes que el pelo me crece mucho. Al parecer es señal de buena salud.
Usted no se quedará calvo. Usted tiene una mata de pelo muy buena. Para que usted se quede calvo tienen que quedarse antes calvas muchas otras personas. Ya querría yo tener la mitad del pelo que tiene usted. Eso es un regalo. Ni mejunjes ni injertos ni nada.
Los peluqueros dicen muchas majaderías. Es un oficio copado por majaderos. Se pasan la vida hablando. Son peor que los locutores radiofónicos. Cotorras con tijeras. Con peine. Con maquinilla. No pueden estar más de cinco segundos callados. Es superior a sus fuerzas. Y son igual en cualquier parte del mundo. Me he cortado el pelo en infinidad de países y siempre me han parecido igual de insoportables los peluqueros de todos los países. Charlatanes. Cuentistas. Majaderos. Además pueden ser muy peligrosos. Muy malvados. Como aquel peluquero francés de Tours que una vez le metió a Juan la maquinilla hasta la coronilla sin parar de cagarse en Franco. Tenía razón cagándose en Franco. Mucha razón al decir que Franco era un asesino porque Franco era un asesino. Pero ¿qué culpa tenía Juan de que Franco fuera un asesino? Sin embargo Juan no era para el peluquero francés de la ciudad de Tours un español inocente que soportaba a Franco el asesino de españoles. Juan llevaba un pasaporte en el bolsillo. Un pasaporte expedido por la policía franquista que le permitía salir al extranjero. Los enemigos declarados de Franco no podían salir al extranjero. No recibían un pasaporte expedido por la policía de Franco. Estaban entre rejas. Pero Juan no. Juan estaba en Tours cortándose el pelo. Y entonces el peluquero de Tours le dijo que sacara ese pasaporte. Que se lo enseñara. Que en la peluquería todos querían ver ese pasaporte español. Juan no tuvo más remedio que sacar el pasaporte. Le entregó su pasaporte al peluquero francés y el peluquero se lo enseñó a otros clientes de la peluquería. Todos miraron el pasaporte y miraban a Juan con asco. Asco francés. Esa cara que Juan nunca olvidaría de asco francés. Esos morros franceses fruncidos por el asco que les daba ver el pasaporte español de Juan. Y todos estaban de acuerdo con el peluquero. ¿Habían visto bien el pasaporte?
Voyez vous?
Lo habían visto. Pasaporte español. Expedido por la Policía española que es una policía criminal a las órdenes del Gran Asesino. Y usted aún está diciendo que es un español como muchos otros que sufre bajo la bota de Franco. No amigo mío. Nada de eso le decía el peluquero francés de Tours apretando la maquinilla de rapar en todas direcciones. Franco es un asesino. Estamos de acuerdo en que Franco es un asesino. Pero no diga usted que aguanta a Franco porque no tiene por qué aguantar a un asesino. Ni usted ni nadie tiene por qué aguantar a un asesino. Lo que hay que hacer es liquidarlo. Cortarle el cuello. ¿Ve esta navaja? Cortarle el cuello con una navaja como ésta.
Tenía la navaja abierta y miraba a Juan como si de un momento a otro fuera a cortarle el cuello a Juan. Le dio la impresión de que hasta aquel momento no se había desahogado lo bastante aunque ya le había llenado la cabeza de trasquilones. Ahora iba a emprenderla con la navaja. Juan dio un salto. Se levantó. Cogió su pasaporte y preguntó cuánto debía pagar por aquel corte de pelo. El peluquero francés contestó que nada. Le regalaba el corte de pelo y esperaba que ese corte de pelo tuviera éxito entre sus amigos españoles. Se rió. Los clientes también se rieron. La cosa tenía su gracia. Añadió que no se le ocurriera volver a poner los pies en la peluquería de un republicano enemigo de Franco. Un francés que odiaba a Franco. Que no entrara nunca más en esta peluquería. Ni siquiera a preguntar la hora.
Compris? Bien compris?
Sólo entonces el peluquero cerró la navaja.
Peluqueros. Esquiladores. Degolladores. Verdugos de guillotina.
Su peluquero valenciano era otra cosa. Para empezar Pepito trabajaba él solo. Sin ayudantes. Los clientes entraban de uno en uno. Tenía en la pared un retrato de Franco puesto de perfil con uniforme de Generalísimo. Pero Pepito no era franquista. Era peluquero. Y tenía allí aquel retrato para dejar contentos a sus clientes franquistas. En cuanto uno de esos clientes desaparecía insultaba al Caudillo. Se mofaba del Caudillo. Maldecía al Caudillo. Y esperaba brindar por la muerte del Caudillo. Pepito levantaba un metro y veinte centímetros del suelo. Tenía que cortar el pelo subido en un taburete. A todos los efectos era un enano aunque para su desgracia no el único de la calle porque había otro más enano que él que era limpiabotas. No se hablaban. Se ignoraban. El limpiabotas jamás entraba en la peluquería de Pepito. Limpiaba zapatos en un bar. No estaban peleados. Pero el hecho de que los dos fueran enanos les obligaba a no estar juntos. Estar juntos hubiera resultado embarazoso. Era como mezclar a dos narigudos en la barra del mismo bar. La gente entra en ese bar y tropieza con los dos narigudos y cree que está borracha. Primero se ríen de un narigudo y luego se ríen del otro. Y cuando están uno al lado del otro se ríen de los dos narigudos al mismo tiempo. No ven doble. Hay dos narigudos. Por eso precisamente se ignoraban el limpiabotas enano y el peluquero enano. Por su condición de enanos. Se hubieran ignorado igual si en vez de ser enanos hubieran sido jorobados. Una persona que tiene el mismo defecto físico que otra persona huye de esa otra persona. Un jorobado cuando ve a otro jorobado en un sitio se va inmediatamente a otro sitio. Desaparece. Y si el otro jorobado ve a este jorobado hace exactamente igual a menos que tenga una necesidad imperiosa de encontrarle. Nunca se ponen juntos. No se saludan. No se sonríen. Les joroba mucho que haya otro jorobado a la vista. Ésa es la verdad. Con uno piensan que ya es bastante. Dos es demasiado. Tres sería un circo. Los jorobados van de un lado a otro huyendo de los jorobados. De los espejos. De los jovencitos que se burlan de ellos. De los porteros que no tienen otra cosa que hacer que mirar si pasa algún jorobado por la calle. De los niños que les señalan con la mano y gritan ¡un jorobado! ¡un jorobado!
Juan se había puesto en el lugar de los jorobados en más de una ocasión. Se había imaginado a sí mismo condenado a tener que llevar una joroba día y noche a la espalda sintiendo el peso de esa joroba y la maldición de tener que soportarla a todas horas y en todas partes. Se había imaginado no pudiéndose separar de esa joroba hasta la muerte. Agonizando con la joroba. Muriendo con la joroba. Siendo enterrado con la joroba. Siendo incinerado con la joroba. ¿Qué hubiera hecho? ¿Habría soportado semejante desgracia? ¿Se habría hundido bajo la joroba? ¿Habría aceptado con resignación la joroba? Los jorobados no tienen generalmente una vida larga. Mueren antes que el resto de los mortales. Pero aun así ¿se habría hecho el ánimo de vivir la corta vida del jorobado? También se preguntaba qué era peor si ser jorobado o ser enano. Sin duda lo peor era la suma de ambas desgracias. Ser un enano y encima jorobado. También se imaginaba el universo del enano. ¿Qué sentía un enano realmente enano? ¿Era algo de verdad tan atroz?
Mientras Pepito le cortaba el pelo Juan pensaba en los jorobados. En los enanos. En cómo habría sido su existencia de haber nacido enano o jorobado. O ambas cosas. Conocía a algunos enanos. Todos eran personas con oficios muy bajos. Con ingresos muy bajos. Con aspiraciones también muy bajas. En ellos todo era de bajo nivel. No querían ser compadecidos. No hablaban jamás del problema de estatura. Trabajaban. Sobrevivían. Algunos se casaban con otra persona enana. Pero la mayoría eran grandes solitarios. Marginados forzosos. En cambio los jorobados no eran personas de origen tan humilde como los enanos. Pertenecían a familias de clase media. Incluso había uno terrateniente. Vivía encerrado en una finca de naranjos. Apenas se le veía por la ciudad. Allí tocaba el piano. Coleccionaba sellos. Y se hacía llevar prostitutas semanalmente. Comparada su vida con la vida de la mayoría de los jorobados era privilegiada. Porque los otros pertenecían a una casta inferior. Uno vendía lotería en la Estación del Norte. Otro era empleado de un garaje. Otro era guardabarreras de un paso a nivel.
El más conocido de todos los jorobados valencianos era el llamado Cheperut de la Cheperudeta. Sin ser sacristán a este jorobado se le consideraba la gran atracción religiosa de la Basílica de Nuestra Señora de los Desamparados. A todos los efectos residía allí. Y allí permanecía durante horas arrodillado a los pies de la Cheperudeta a la que piropeaba incansablemente. El día del multitudinario traslado callejero de la imagen el Cheperut de la Cheperudeta era alzado a hombros de algún gigantón sobre aquel mar de cabezas para que pudiera dirigir su sarta de alabanzas a la Mare dels Desemparats.
¡Visca la Cheperudeta!
¡Visca la Cheperuda més cheperuda y més bonica del món!
Al morir el Cheperut de la Cheperudeta se formó inmediatamente una comisión diocesana para iniciar una causa de beatificación. Se hablaba de milagros otorgados por la intercesión del Cheperut de la Cheperudeta. Se hablaba de apariciones esporádicas de la Cheperudeta en la copa de un naranjo de Godella. Pero la comisión fue disuelta y los trabajos suspendidos al descubrirse con enorme pesar que el Cheperut de la Cheperudeta llevaba una doble vida. El día lo dedicaba casi por completo a la patrona. La noche a orgías de bestialidad y prostitución.
Muchos enanos se quitaban la vida. Ni la fama ni el éxito de algunos evitaba el suicidio. El actor Hervé Villechaize medía 116 centímetros. Era una jocosa miniatura en la pantalla. Había triunfado en la televisión. Era rico. Tenía una compañera muy hermosa de estatura normal. Tenía una mansión en Hollywood. La gente le adoraba. Sus admiradores le paraban en la calle y le pedían que repitiera la frase que hacía tanta gracia en La Isla de la Fantasía cuando Hervé Villechaize gritaba ¡El avión! ¡El avión! Al oírle decir eso la gente se partía de risa. Al cumplir 50 años el actor enano se pegó un tiro en la boca. Dejó una nota explicativa.
Debido al reducido tamaño de mis pulmones ya no puedo soportar los problemas respiratorios. Good bye.
Durante un tiempo Juan recortó noticias de enanos aparecidas en Damas y Caballeros y en otros periódicos. Las revistas ilustradas parecían tener una debilidad especial por los enanos. Semana sí y semana no sacaban fotos de enanos protagonistas de alguna excentricidad.
En los Estados Unidos todavía se utilizan los enanos para hacer concursos de lanzamiento. Se cruzan apuestas para ver quién logra lanzar a un enano más lejos. Lanzan al enano a lo largo de la barra del bar y la gente aplaude cuando el enano pone cara de bólido y vuela por los aires aterrorizado hasta dar con los brazos de un forzudo que impide su despanzurramiento en el suelo.
También en Santander han lanzado enanos en una discoteca. Los fotógrafos de prensa fueron a fotografiar al enano Miguelín en el momento de iniciarse el lanzamiento. Miguelín había declarado a los periodistas que ese trabajo no le disgustaba. Y que se lo pagaban bien. La asociación Crece protestó. Los enanos nunca deberían prestarse a estas actividades denigrantes ni siquiera en tiempos de desempleo masivo. Tampoco deberían actuar en circos ni en fiestas privadas de cumpleaños. Pero por otra parte ¿qué van a hacer estas criaturas para ganarse honradamente el pan? ¿Los va a emplear el Estado? ¿La casa Real? ¿Los frailes Dominicos? ¿El Ejército español? ¿Greenpeace?
Deberían trasladarse a California donde al menos se ha promulgado una ley que ampara a los enanos. La nueva ley les protege y promociona. Pueden aspirar a cargos públicos. Pueden hacer una carrera política. Pueden presentarse como candidatos del estado a gobernadores del estado. Y siendo gobernadores pueden presentarse como candidatos a presidentes de la nación. Pueden llegar a ser presidentes de los Estados Unidos aun siendo enanos. Incluso siendo enano de raza negra. Algo de verdad rarísimo porque no abundan los enanos negros. Tampoco importa que el enano sea hombre o mujer. Ante la ley todos los enanos son igual de altos. En el siglo XXI la Casa Blanca podría alojar a un presidente enano y negro con su correspondiente cónyuge enana y negra también.
¿No era Stalin otro enano? Stalin medía poco más de un metro y medio. Esa estatura en el imperio soviético lo asimilaba a los enanos. Sin embargo en todos los cuadros y fotografías oficiales Stalin aparecía gigantesco. Era más alto que su ministro de Exteriores Mólotov cuando en realidad este ministro le pasaba más de medio metro. Stalin exigía que se le pintara y se le fotografiara de tal modo que su apariencia fuera la apariencia de un gigante. No de un enano. Le enfurecía saberse enano. Obligaba a agacharse a los demás para ser siempre el más alto.