Uno dos. Uno dos.

Grabando.

Grabando en el hotel Domgasse recuerdo la vez que Juan estuvo en el hotel Claridges con Pansy. Empezaron su viaje de luna de miel en Londres y lo acabaron en Nueva York.

Habían pedido un té completo en el salón del Claridges. Pansy se quedó prendada de una jarrita de leche. Pero en lugar de dejarle a él que arreglara el asunto a su manera se dirigió al camarero pidiéndole que se la vendiera.

En aquel momento Juan debió levantarse y dejarla plantada. Debió dejarla allí haciendo aquella vergonzosa transacción con el camarero. ¿Vender una jarrita de plata el camarero de un hotel inglés de esa categoría? Pansy ignoraba cómo son los ingleses. Y sobre todo ignoraba cómo son los camareros ingleses con los clientes yanquis.

Juan debió excusarse.

Ahora vuelvo. Voy un momento al lavabo.

Y desaparecer para siempre. Ojalá lo hubiera hecho en aquel momento Pansy seguiría allí argumentando con el camarero inglés que se negaba a venderle la jarrita de leche. Aquel tipo les hizo pasar un mal rato. Llamó al jefe de los camareros. Luego el jefe de los camareros avisó al asistente del director. Y luego apareció el director absolutamente indignado. Fue insultante. Fue el té más amargo de su vida. La peor tortura angloamericana de toda su vida. Fue algo que le hizo maldecir todo lo inglés. Desde la reina y los perros de la reina y el esposo de la reina hasta los taxistas que se creen duques y sólo son cocheros de furgones funerarios que arrastran a los muertos por la izquierda. Desde los ferroviarios que se creen almirantes y no son más que muertos de hambre hasta esas horribles mujeres del Salvation Army que ponen multas por mal estacionamiento social. De Londres Juan deseaba llevarse únicamente un paraguas. Nada.

Pero el camarero se mosqueó con la jarrita. ¿Quien no se habría mosqueado si una yanqui peluda que se negaba rotundamente a afeitarse las piernas y cruzaba las piernas en el centro del salón para tomar el té inglés completo con sandwiches y scones con mantequilla batida inglesa y mermelada inglesa de frambuesa y pastas con jengibre implora apropiarse de una jarrita de leche inglesa para llevársela de recuerdo a su estadounidense país?

No tardó nada el camarero en traer la cuenta sin pedírselo. Lo cual es intolerable. Pero la peludita recién casada seguía mirando la jarrita y sonriendo al odioso camarero inglés con esa inconfundible sonrisa que lucen las peluditas en las escaleras automáticas del metro de Nueva York.

Fue la gran oportunidad desperdiciada por Juan al principio de su matrimonio con Pansy. Abandonarla allí a su propia suerte. Ella esperándole abrazada inútilmente a la jarrita de plata para la leche y el bebiendo pintas de cerveza escondido en cualquier pub de Knightsbridge hasta perder el conocimiento.

Pero no lo hizo. Pagó a regañadientes la abusiva nota del té completo dejando incluso una propina excesiva para aliviar de algún modo la afrenta de aquella situación.

Pansy le regañó al salir. En la guía Fodor’s había leído que las propinas en Londres no debían ser superiores en ningún caso al 15 por ciento suponiendo que no estuviera ya incluida en la factura. Y él había dejado una barbaridad de propina que podría haberse destinado a la compra de otra jarrita del té parecida a la del hotel Claridges que tanto le gustaba a Pansy.

¿No has visto lo nervioso que te pusiste? ¿No te has dado cuenta de que me has hecho fracasar con el camarero por ponerte tan nervioso?

Pansy le dijo que esperaba que en lo sucesivo no se pusiera nervioso como suelen ponerse los españoles en Londres y en general en el extranjero. Ella podía haber conseguido la jarrita si él no se hubiera puesto histérico por tan poca cosa. Sus amigas americanas volvían siempre de Europa cargadas con esta clase de souvenir. Su madre tenía la casa llena de tonterías por el estilo que hacen tanta ilusión cuando pasan los años. Jarritas. Vasitos. Saleritos. Ceniceritos. Cuando Mom le pedía a un camarero que le vendiera un platito con el nombre de un hotel europeo famoso el camarero se lo regalaba. Pero se lo regalaba porque su marido Joe el padre de Pansy deslizaba un billete de diez dólares en la mano abierta del camarero y nunca habían tenido un problema como el que ellos acababan de tener al principio de su luna de miel. Naturalmente Joe era muy distinto de Juan. Era fantástico. Único. Sabía lo que quería. Y sabía cómo conseguirlo. A lo mejor Juan podría parecerse un poco a Joe dentro de unos años. En América todos los extranjeros cambian con el tiempo. Unos más pronto que otros. Hasta que todos acaban pareciéndose a los americanos. Sólo entonces le decía Pansy los extranjeros tienen lo mejor de ellos mismos y lo mejor de los americanos. Algunos parecen casi perfectos. ¡Ojalá llegues tú a esa perfección algún día!

Si hubiera sido como Joe la jarrita del té no se habría convertido en un problema. Juan nunca habría hecho un drama de la jarrita del té que ahora ella detestaba profundamente. Eso era lo único que había conseguido Juan. Eso únicamente. Que ella detestara la jarrita de té del Claridges cuando lo que esperaba es que Juan le hubiera ayudado a conseguir la jarrita de té.

Pero ¿qué otra cosa podía esperar de un hombre que tenía la costumbre de llevarse las cosas sin permiso y sin pagarlas? Porque eso era lo que distinguía a Juan. Cuando algo le gustaba se lo llevaba. Así. Por las buenas. No pedía. No las compraba. Se las llevaba. Como si fuera un ladrón. En realidad robaba. Y ¿qué adelantaba haciendo eso? Eso era una temeridad. Una locura. Una idiotez como ir sin billete en el metro. Esas idioteces se hacen cuando eres muy joven y por tanto muy irresponsable. Pero Juan ya no era joven. Y no tenía por qué seguir siendo irresponsable. En Inglaterra robas una jarrita en el Claridges y te expulsan del país. Hacen muy bien. Es lo que hay que hacer. Pero ella no quería que les expulsaran del país por una jarrita del té. Ella pretendía convencer al camarero para que le vendiera la jarrita del té. Si en lugar de ir con él al Claridges a tomar el té completo esa tarde hubiera ido con su padre las cosas habrían salido de una manera completamente distinta. Seguro.

Iremos a ver a Joe. Ya verás. Le contaremos lo que ha pasado y verás lo que dice. Tonto. Tonto. Te dirá que eres muy tonto. Te dará un bofetoncito. Te dirá que eres bobo. Porque es verdad. Eres tonto y bobo. Se actúa de otra manera. Tendrías que haber visto actuar a mi padre. Joe es fantástico. Es único. Con un solo billete de diez dólares lo habría resuelto.

Y si no con una propina como la que él había dejado sin ningún motivo en el Claridges Pansy habría comprado una jarrita preciosa en Oxford Street. O quizá habría vuelto al día siguiente ella sola al Claridges y habría buscado al camarero. Esa vez ella sola lo habría convencido. Hasta que no lo hubiera conseguido no habría dejado de insistir.

Lo que pasa es que tú no insistes. No sabes insistir. O no te tomas la molestia de insistir. Te cansas demasiado pronto. No eres constante. Ya me he dado cuenta. Pero ya aprenderás. Te conviene aprender. Si no aprendes las cosas irán de mal en peor. Te has acostumbrado a conseguir algunas cosas con muy malas artes. Nunca consigues nada limpiamente. Haces trampas. Engañas. Robas. Por una insignificancia te pones fuera de la ley. Tú solo te marginas. Prefieres quitarle a alguien una cosa en lugar de luchar por esa cosa. ¿No te das cuenta Juan? Eso es grave. ¿Dónde aprendiste eso? ¿Quién te enseñó eso? ¿Algún antepasado moro? ¿Es que no entiendes que todo tiene un precio? Desde muy pequeña Joe me decía que en la vida todo tiene un precio y que sólo es cuestión de pagar ese precio. Pero no te equivoques. Has de pagarlo. Y Joe también se lo decía a mis hermanos. Si pagas un poquito más que el precio correcto de una cosa no hay ninguna cosa que se escape. Pero has de pagar ese precio. Ese poquito más. Yo le habría pagado diez libras por la jarrita del té. Y tú podías haberle dado otras cinco libras al camarero. Y nos habríamos llevado la jarrita. Al fin y al cabo son las cuatro cosas que luego quedan de los viajes. Eso y algunas fotos. Pero ¿te das cuenta? Ni siquiera nos hemos hecho una foto tomando el té. Ni una foto. ¡Qué lástima!

Qué lástima no haber abandonado a Pansy en el salón del Claridges.

Cariño ahora vuelvo.

Te encerrabas en el lavabo y te mirabas un segundo en el espejo para darte ánimos. Luego caminabas derecho y sin volverte hacia el vestíbulo. Cogías un paraguas y ya no volvías. Ella se quedaba en el salón del hotel Claridges peleando por la jarrita. Y él salía disimuladamente a la calle y abría el paraguas. Su paraguas o cualquier otro paraguas que encontrara a mano en el paragüero. También era estupendo apropiarse de un paraguas ajeno con la empuñadura de raíz.

Sin embargo Juan jamás habría sido capaz de llevarse un chaleco salvavidas de un avión. Lo había imaginado pero inmediatamente había rechazado la idea. Hasta ese extremo no llegaba. Y estaba seguro de que nunca llegaría.

Una vez sorprendió a un pasajero metiendo en su bolsa de viaje el chaleco salvavidas al terminar el vuelo de Nueva York. Aquel individuo ya no era un niño aunque pusiera cara de ingenuo. Cara de imbécil. Ponía esa cara para que nadie sospechara de él. No es tan fácil llevarse un chaleco salvavidas de color amarillo a las 6.45 de la mañana de un avión que acaba de aterrizar. Aunque la mayoría de los pasajeros llegan muertos de sueño siempre hay alguno espabilado. Por supuesto más espabilado que las azafatas. Las azafatas llegan ciegas. Están ausentes dentro de sus uniformes arrugados. Piensan en sus novios. En sus maridos. En sus niños. En sus perros. En lo que van a hacer esa tarde después de dormir la siesta. ¿Irán al cine? ¿De compras? ¿Al ginecólogo? Piensan en cualquier cosa menos en lo que está sucediendo a su alrededor. Ellas dieron por terminado el servicio. Se ponen tiesas en el pasillo. Dicen adiós.

Adiós. Gracias. Buenos días. Gracias. Adiós. Buenos días.

Con una manita enguantada se suben un poco las faldas. Y también las bragas. Las bragas y las faldas tienden a bajar a medida que ellas ascienden a las alturas. Son vasos comunicantes. A nueve mil metros de altitud el elástico de las bragas pierde fuerza. Las bragas caen poco a poco hasta desplomarse. En ocasiones las azafatas tropiezan con sus propias bragas que se enredan en sus pies. Han de estar muy atentas. Porque a esa altitud todo va perdiendo fuerza. Los elásticos de las bragas de las azafatas y las mismas azafatas arriba y abajo tirando del carro con media lengua fuera. Sólo tienen ganas de beber y de orinar. Se pasan el viaje entero bebiendo enormes vasos de agua y orinando enormes cantidades de orina. Les han dicho que de lo contrario la piel se agrieta. Las arrugas aparecen mucho antes de hora. Envejecen a la carrera. La carrera de las azafatas es una carrera meteórica hacia la vejez.

Beban todo lo que puedan aunque no tengan sed. Y orinen todo lo que beban aunque no tengan ganas de orinar. Un litro cada hora. Y naturalmente ellas hacen caso. Luego eso les obliga a sentarse más veces de las deseadas en los retretes de clase turista donde todo está encharcado y sucio poco después del despegue. Los aseos de los aviones españoles son como los aseos de las tascas y bares españoles. Un pantano de orines y de papeles mojados. Nadie mea donde se supone que hay que mear en los aviones españoles. Los pasajeros mean por los lados. Mean contra la pared. Mean por cualquier rincón menos por donde se supone que hay que mear. Las azafatas procuran usar con la mayor naturalidad del mundo los aseos de la primera clase cuando los pasajeros de primera clase se quedan abotargados de vino y de licores de gran marca que fueron ingiriendo gracias a la machacona insistencia de las azafatas interesadas en ponerles cuanto antes fuera de juego. Una vez caen fritos ellas se apropian de los lavabos de la primera clase que suelen estar más limpios. No porque los pasajeros de primera clase sean más limpios que los restantes pasajeros sino porque siendo menos generalmente ensucian menos.

Entonces las azafatas se meten allí para hacer unas tras otras todas sus necesidades. Se lavan un poquito. Se ajustan la blusa debajo de la falda del uniforme. Se estiran la falda y se ponen en su sitio las bragas. Se peinan. Se acicalan dentro de lo autorizado por el reglamento. Se pintan. Se miran en el espejito del aseo de primera clase y así aguantan optimistas hasta rozar la pista donde les espera la furgoneta de la compañía aérea que se las llevará pitando a la terminal. Una vez en la terminal las azafatas no pierden un minuto y vuelven a meterse en los lavabos y acaban de hacer todas sus urgentes necesidades y se ponen cremas hidratantes en la cara y gotas refrescantes en los ojos y grasa de caballo en el cinturón y los zapatos sin haberse enterado si aquel individuo se llevó por fin el chaleco salvavidas en el equipaje de mano.

Ellos mismos se delatan. Su mirada decía a voces me estoy llevando un chaleco salvavidas en mi equipaje de mano. Me lo llevo y no me importa lo que pueda pasar cuando este avión vuelva a cruzar el océano y haya una emergencia y los pasajeros tengan que ponerse el chaleco salvavidas y uno de ellos no tenga chaleco salvavidas. Mala suerte. Yo quiero este chaleco salvavidas porque me gusta tener en mi casa un chaleco salvavidas.

Pero Juan sabía cómo proceder en estos casos. Miró al imberbe canalla moviendo la cabeza a un lado y otro.

No. Eso no se hace amigo mío. No. Eso no.

El otro trató de devolverle una sonrisa forzada. Se puso más colorado que un pimiento. Se agachó como para recoger algo a sus pies cuando en realidad se agachó para deshacerse del chaleco a toda prisa. Se colocó de espaldas a Juan que ahora podía contar las gotas de sudor que resbalaban por el pescuezo de aquel joven canalla que estaba verdaderamente hecho puré.

Juan sintió una gran satisfacción. Auténtica euforia moral. El orgullo se le escapaba por las narices como el relincho saludable de una caballería. ¿Quién sino él podía haber detectado una maniobra de robo tan refinada de no haber sido un consumado coleccionista de cuchillos de mantequilla de los hoteles Hilton?

Nadie. Porque nadie ha desarrollado el mismo olfato. Nadie ha afinado la vista así. Y nadie tiene esa autoridad para intervenir en el momento justo evitando el escándalo. Detestaba el escándalo.

Le tranquilizó comprobar que no sólo poseía las cualidades del perfecto cleptómano sino también la sagacidad del incansable detective. Ese joven canalla no dominaría nunca el arte de robar cuchillos de la mantequilla. Tal vez ni siquiera lo habría intentado. Su brutalidad le empujaba solamente a robar chalecos salvavidas en los aviones.