Uno dos. Uno dos.
Grabando.
Grabando por fin suena el teléfono. Berta. Con un hilo de voz. Casi no la oigo. Agotada. Retraso indefinidamente indefinido. Lo siente muchísimo. Ya verá mañana cómo se presentan las cosas. No sabe aún.
¿Mañana?
El doctor Po dijo que Juan debería ser tratado en Viena. Ése era el mejor consejo que podía darles. En Viena el doctor Po había conocido al profesor Frankle. El profesor Frankle era discípulo de un discípulo de Freud. El profesor Frankle podría quitarle los temblores en unos cuantos meses. El doctor Po estaba seguro de ello. Para un problema así Viena ofrecía más garantías que ningún otro lugar. Además Juan estaría alejado de su madre. La influencia de su madre no le convenía a Juan. Y en Viena ni siquiera sería preciso que aprendiera alemán. El doctor Po le dijo que el profesor Frankle entendía suficiente español para psicoanalizarlo en nuestro propio idioma.
Recuerdo grabando en la habitación 108 del hotel Domgasse cerca de Sailerstàtte donde Juan vivió hace treinta años que el doctor Po le entregó una carta para el profesor Frankle.
Cuando llegó a Viena todavía no hacía frío. La gente iba en mangas de camisa. Muchos vieneses llevaban pantalones de cuero con peto y sombrero tirolés de color verde. Sus primeras comidas las hizo en un restorán de maderas muy oscuras. Muy poco iluminado. Por eso eligió ese restorán. Por su escasa luz. Si empezaba a comer y le temblaba el pulso nadie se daría cuenta. O casi nadie. Evitaba ocupar una de las mesas del centro donde cuando se sienta un cliente siempre hay otros clientes observando desde distintos ángulos. Y además acudía a comer a ese restorán a las horas en las que estaba medio vacío. Si empujaba la puerta y veía que ya había demasiada gente no entraba. Nunca pedía sopa o en general cualquier cosa que exigiera movimientos reposados de la mano. No permitía que el camarero le llenara el vaso de agua. Si el camarero le llenaba el vaso lo llenaba hasta arriba y él ya no podría beber. Levantaba un vaso demasiado lleno y eso bastaba para que el pulso le temblara más. Aunque su mano dejaba de temblar al derramar el agua. Llevarse un vaso demasiado lleno de agua a la boca o darle fuego con una cerilla a otra persona que se lo pedía con el pitillo en los labios eran dos cosas de las que huía siempre. Cuando no había tenido más remedio que beber de un vaso tan lleno delante de otras personas o dar fuego con una cerilla a otra persona que se disponía a fumar siempre había fracasado aunque tratara de sujetarse con la otra mano la mano con la que cogía el vaso o la mano con la que encendía la cerilla. Repetía esta vez no voy a temblar. Esta vez no me caerá el agua. No me bailará la llama delante de las narices de ese fumador. Se equivocaba. El agua le caía. La llama le bailaba delante del fumador y el fumador retrocedía y le preguntaba qué le pasaba. Nadie parecía quedarse indiferente ante su temblor. Unos porque creían que Juan se había puesto enfermo Una persona tan joven no tiembla así a menos que esté muy enferma. Y otros porque creían que Juan les tomaba el pelo. Que se burlaba de ellos. Que les gastaba una broma. Si Juan estaba enfermo ¿cómo iba a comer a un restorán lleno de personas sanas que no temblaban? ¿Podía explicar eso? Tampoco era normal que fumase. Un enfermo que tiembla de ese modo está en una clínica. Está en tratamiento. No va por ahí comiendo y fumando. Esa persona enferma seguramente enferma de alguna enfermedad nerviosa se esconde hasta que se ha curado. Y si no puede curarse se retira de la circulación. En Viena los cocheros de St. Stephan llevan las riendas sin temblar. Fuman sin temblar. Beben la cerveza sin temblar. Cobran a sus clientes sin temblar. Y los camareros de Viena sirven las comidas sin temblar. Los médicos de Viena ponen inyecciones sin temblar y operan a los enfermos sin temblar. En los cafés todo el mundo está leyendo los periódicos sin temblar y sorben el café en sus pequeñas tazas sin temblar. Aquí nadie tiembla excepto Juan que ha venido por indicación del director del manicomio de Valencia doctor Po con una carta de presentación para el profesor Frankle discípulo de un discípulo del doctor Sigmund Freud a quien se la entregará temblando.
¿Puede decirme qué le pasa exactamente?
Explíqueme lo que le pasa a usted le preguntó el profesor Frankle en la Klinik Hof porque debe de ser muy importante lo que su familia cree que le pasa a usted para que lo envíen precisamente a Viena. Y no sólo a Viena sino a esta Klinik Hof que yo dirijo.
El profesor Frankle hablaba muy mal español. Tenía al lado a un médico peruano que le ayudaba a decir lo que quería decir. El profesor Frankle le escuchó sin interrumpirle sentado detrás de su mesa. Era un hombre bajito con los cabellos exageradamente largos sobre las orejas y sin apenas pelo en el resto de la cabeza. Parecía el director suplente de la Filarmónica de Viena. Ni siquiera le miraba mientras Juan le explicaba cuál era su problema. El problema de sus temblores. Lo mucho que le preocupaba temblar tanto. El miedo que tenía al pensar que esos temblores tal vez producidos por alguna lesión en algún centro nervioso del cerebro fueran incurables y tuviera que vivir con ellos toda la vida.
El doctor Frankle fumaba cigarros toscanos. Unos cigarros largos y curvos de los que salía una paja por la que chupaba el humo. Cuando Juan terminó su explicación demasiado larga y confusa el profesor Frankle cruzó unas palabras en alemán con el médico peruano que hacía de intérprete y luego le ordenó que esperase en la habitación contigua.
Juan salió del despacho del profesor Frankle y se sentó en la otra habitación donde había media docena de personas con aspecto de tener graves problemas. Todos eran hombres. Ninguno le miró al entrar. Uno se miraba a los pies. Otro miraba un punto fijo en la pared. Otro miraba a la ventana. Nadie dio los buenos días. Tampoco Juan.
Al cabo de un largo rato de estar sentado allí con aquella media docena de locos lo llamó una enfermera para que volviera al despacho del profesor Frankle.
Ahora el profesor Frankle ya no estaba sentado detrás de su mesa. Estaba de pie entre su mesa y varias sillas que habían sido colocadas en semicírculo. Se había quitado la bata. Seguía fumando el mismo cigarro toscano. A su lado estaba el médico peruano. Le miró al entrar. Le ofreció sentarse en una de las ocho sillas. Juan se sentó. Estaba impaciente por saber qué iba a pasar allí. No entendía qué hacían esas ocho sillas en círculo cuando no había nadie.
¿Habrían tenido una reunión otros doctores con el profesor Frankle? ¿Iba a empezar la reunión? ¿Eran sillas para doctores o eran sillas para enfermos? ¿Iban a entrar los enfermos de la habitación que estaban sentados mirando cada cual a un sitio y sin hablar? ¿Tendría que ir cambiando él de silla? ¿Era eso lo que el profesor Frankle se disponía a decirle? ¿Por qué?
Entonces la puerta se abrió y entraron dos enfermeras y seis médicos todos ellos con bata blanca. El profesor Frankle les saludó en alemán. Señaló a Juan. Debió de decirles que Juan era un nuevo paciente que venía de España. Los seis médicos y las dos enfermeras inclinaron la cabeza. Juan también. Juan se había puesto de pie después de dudar unos segundos si debía o no ponerse de pie. Luego se alegró de haberse puesto de pie. Eso era lo que tenía que hacer aunque no se lo hubiera indicado el profesor Frankle.
El profesor Frankle dijo algo más en alemán y aquel grupo de gente ocupó las sillas. Juan también se sentó aunque el profesor Frankle no le dijo que se sentara. Todos parecían muy relajados. Parecían habituados a este tipo de reuniones. Parecía que ésta fuera una sesión de las muchas que celebraban en el despacho del profesor Frankle en la Klinik Hof.
Se ofrecieron cigarrillos unos a otros y se dieron fuego unos a otros. Unos y otros ignoraban por completo a Juan.
Pero se callaron como un solo hombre cuando el profesor Frankle le hizo una seña a Juan para que se levantara.
Juan se levantó sin apartarse de la silla. Con las piernas rozaba la silla. Todos le miraban menos el profesor Frankle que se había puesto de espaldas como si este asunto no le interesara nada. Cuchicheaba con el doctor peruano. El peruano le dijo que avanzara hasta el centro de aquel círculo formado por las sillas.
Juan dio un par de pasos. Las piernas empezaban a temblarle. El profesor Frankle hizo un gesto con la mano para que diera la vuelta en redondo y se pusiera de cara a sus colegas médicos. Juan hizo lo que el profesor Frankle le indicó. La mayoría de los médicos y las dos enfermeras le miraban sonrientes. Juan no sabía si convenía sonreír. Sonrió un poco.
Entonces el profesor Frankle le ordenó que extendiera los brazos al frente con las manos abiertas y los dedos estirados.
El doctor peruano lo explicó en español.
Juan extendió los brazos y las manos y abrió los dedos aunque le temblaban mucho. Nadie decía nada. Juan no miraba a nadie. Tampoco quería mirarse las manos extendidas a la altura de sus ojos. Pero tampoco cerró los ojos.
Sabía que estaba siendo observado atentamente por los seis doctores. Por las dos enfermeras. Por el doctor peruano. Por el profesor Frankle.
El doctor peruano transmitió la orden después de escuchar al profesor Frankle. Era una orden escueta.
¡Tiemble!
No hacía falta que le dijeran que temblara. Juan ya estaba temblando desde que le habían hecho ponerse de pie en el centro de las sillas ocupadas por los seis médicos y las dos enfermeras.
Pero el profesor Frankle insistía que temblara más.
Y el doctor peruano repetía la orden del profesor Frankle en español.
¡Tiemble más! El profesor quiere que tiemble más. ¿No puede temblar más? ¡Tiemble todo lo que pueda! ¡Más! ¡Más! ¡Tiemble más!
A Juan le parecía que ya temblaba lo suficiente. Estaba temblando al máximo. Temblaba violentamente. Se sentía muy avergonzado de temblar así y al mismo tiempo de no estar temblando todo lo que el profesor Frankle le pedía que temblara. Estaba convencido de que temblaba más que otras veces. ¿Por qué tenía que repetirle aquel cretino que temblara aún más? ¿Por qué coreaba aquel lameculos indio que temblara más?
Temblaba tanto como las veces que más había temblado aunque era la primera vez que alguien le había pedido que temblara de pie y en público.
Juan sudaba. Tenía ganas de vomitar. Tenía ganas de huir. La palabra huir aparecía ante sus ojos. Veía cada una de las letras al final de sus manos extendidas y de sus dedos temblorosos. Tenía ganas de que acabara todo aquello para siempre. Con voz temblorosa dijo que no podía temblar más. Y bajó los brazos.
El profesor Frankle había dejado de prestarle atención otra vez. Los otros médicos tampoco parecían especialmente interesados en el caso del español que temblaba. Sus caras daban a entender que lo que habían visto hacía un momento era un caso vulgar. Mediocre. Ridículo.
Unos tras otros abandonaron el despacho del profesor Frankle inclinando la cabeza y dirigiéndose a él como profesor.
Con el profesor Frankle sólo se habían quedado en el despacho el doctor peruano y una de las enfermeras. El profesor Frankle dio órdenes a la enfermera. La enfermera volvió la cabeza hacia Juan.
Era una mujer de unos 45 años. Baja. Rechoncha. Con alzas de corcho en los zapatos y piernas gordas sin depilar. El tipo vienes. Pero parecía amable. Le indicó que le siguiera.
Abrió la puerta sin darle oportunidad de despedirse del profesor Frankle ni del ayudante peruano.
Le acompañó al vestíbulo sin detenerse en la habitación donde seguían inmóviles aquellos seis hombres que parecían muñecos. Si Juan no hubiera estado un rato antes con ellos en la misma habitación hubiera creído que eran muñecos.
En el vestíbulo la enfermera se entretuvo unos minutos buscando algo en un archivador. Por fin sacó una cartulina. Anotó unas frases en la cartulina. La guardó y extrajo otra casi idéntica que le entregó a Juan.
Era un volante con el membrete del profesor Heimo Frankle en el que figuraba el día y la hora de su próxima visita.
Juan esperó a que la enfermera le dijera cuánto tenía que pagar. La enfermera le pidió el dinero. Pagó. Luego dio la vuelta a la cartulina y miró disimuladamente la parte trasera del volante que la enfermera le había entregado para comprobar si había alguna otra anotación. Sólo había una letra en un ángulo del volante que no parecía estar impresa. Estaba escrita a mano. Era la letra H. Juan sospechó que esa inicial indicaba la enfermedad que seguramente había diagnosticado el profesor Frankle. ¿Histeria? ¿Era Juan un histérico? ¿Hipocondría? ¿Era Juan un hipocondríaco? Tal vez esa absurda letra no tenía nada que ver con Juan ni con el diagnóstico de la enfermedad de Juan. Podía tratarse de una clave del mismo archivador. O podía deberse a un descuido de la enfermera. Aunque también parecía lógica otra hipótesis. ¿Lo habría escrito intencionadamente el doctor Frankle para provocar algún tipo de reacción y estudiar luego ese tipo de reacción en el paciente?
El primer sueño que tuvo Juan en Viena aquella noche lo anotó al día siguiente. Dibujaba un cero sentado en el rincón de una habitación oscura muy pequeña. Juan desaparecía metiéndose por ese cero. Y ya no salía de allí.