Uno dos. Uno dos.
Grabando.
Grabando ruido de coches de caballos El único tráfico autorizado alrededor de St. Stephan.
Antes el tráfico entraba en Graben. Daba la vuelta por Stephanplatz. Y seguía por Karntnerstrasse hasta la Ópera. Ahora no. Hay que ir a la Ópera a pie sorteando turistas japoneses y turistas americanos que han convertido Viena en otro parque de atracciones Disney.
La gente va comiendo hamburguesas por la calle. Chupando helados por la calle. Bebiendo cocacola por la calle. Van riéndose con la boca llena por la calle. ¿De qué se ríe esa gente?
Hace treinta años Viena era una ciudad seria. Triste. Elegante. Provinciana a pesar de sus escudos y águilas imperiales austrohúngaras.
Pero ahora Viena es deprimente. La ciudad se ha llenado de restaurantes chinos baratos. De pizzerías baratas. De oficinas de viajes para hacer viajes baratos. De anuncios de zapatillas de deporte baratas. Se ha llenado de infinidad de cosas horribles que hace treinta años nadie hubiera imaginado en Viena.
Sólo sobrevivieron los perros. Los únicos que inspiran confianza son los perros. Ese millón de perros que viven aquí con todos los derechos del ciudadano. Con más derechos que los militares y que los niños.
Los perros entran donde quieren. Hacen lo que quieren. Empujan a sus amos a los que verdaderamente llevan atados con la correa. Humillan a sus amos. Si un perro vienes se caga en la acera el amo se apresura a recoger la mierda y a guardársela en el bolsillo. Si un perro vienes se mea en el bordillo de la acera su amo se agacha y con un pañuelo limpia la meada del perro hasta dejar seco el bordillo.
Esto no sucede en las ciudades españolas que son hoy auténticos cagaderos y meaderos de perros. Vas paseando y vas patinando sobre la mierda de los perros.
En Viena no es así. Hay perros en los hoteles y el servicio del hotel les saluda respetuosamente. Viven en el hotel. El perro del hotel en un hotel cualquiera de Viena es tan importante como el director del hotel. Más importante que el cliente del hotel. El perro del hotel Domgasse parece el propietario del hotel. Recorre las distintas plantas del hotel como si realmente fuera un mandamás. Tal vez el director. Los perros de los hoteles en Viena son tan respetados por los clientes como los famosos patos del hotel Peabock en la ciudad donde asesinaron a Luther King. Pero tienen la ventaja de que nadie les exige hacer gracias ni perrerías circenses. Un director de hotel tiene que hacer perrerías circenses.
Juan conocía muy bien aquellos célebres patos del hotel Peabock en Memphis. Había escrito un artículo de 4500 palabras sobre los patos amaestrados del lujoso hotel Peabock. Eran los reyes del lugar. No eran patos al estilo de Donald. Eran distinguidos. Desfilaban elegantemente por el vestíbulo dos veces al día. A las 12 y a las 6. Los turistas llegados a la ciudad de Memphis visitaban primero el motel Lorena. Allí se acodaban en la barandilla del balcón donde le pegaron los tiros a Martin Luther King y acto seguido iban corriendo al hotel Peabock porque a las 12 en punto los doce patos Peabock bajaban majestuosamente de la suite en el último piso y daban una solemne vuelta por el vestíbulo abarrotado de público a los acordes de la música. A continuación los patos se dirigían a un estanque sin salirse de la alfombra roja y al llegar al estanque se zambullían obedientes a la varita de un botones. Los turistas aplaudían a rabiar. Fotografiaban a los patos. Hablaban con los patos. Dejaban incluso donativos para los patos y sugerencias en el buzón de sugerencias de los patos del Peabock. En el hotel Peabock se comía cualquier clase de carne menos carne de pato. Esto era una deferencia hacia los patos. Nada relacionado con la carne ni con las vísceras del pato podía encontrarse en el hotel. En cambio se podían comprar infinidad de objetos relacionados con el pato en general y también con los patos del Peabock en particular. Albornoces con un pato en el corazón. Toallas con el pico de un pato bordado. Zapatillas con patas de pato. Cinturones con mini patos en las hebillas. Manteles con alas de pato. Palos de golf con patos volando en el mango del palo de golf. Reposalibros con medio pato de perfil. Muchísimas cosas relacionadas con el mundo del pato. No hay patos en todos los Estados Unidos de América como los patos de Memphis. Memphis es una ciudad triplemente famosa primero por los patos del Peabock y luego porque fue donde asesinaron a Martin Luther King y por último porque aquí vivió Elvis Presley y está enterrado en el jardín de su misma casa muy visitada por los turistas.
Pansy y Juan habían hecho un viaje a Memphis para conocer los patos del Peabock. En Nueva York sus amigos hablaban de los patos del hotel Peabock. Les preguntaban ¿cómo no habéis ido a ver los patos del Peabock? De pronto decidieron ir a ver los patos de Memphis y reservaron una habitación en el hotel Peabock. Ya en el camino a Memphis Juan se preguntaba qué le importaba a él esa docena de patos absolutamente estúpidos desfilando como si fueran la primera familia de Memphis en el vestíbulo engalanado de un hotel cursi de Memphis repleto de un público estúpido. Se preguntaba en el avión a Memphis cómo esos célebres palmípedos no habían sido todavía objeto del tiroteo indiscriminado de algún psicópata asesino aburrido de matar gordos comiendo hamburguesas en McDonald’s. ¿Presenciarían tal vez ellos la masacre de los patos?
Llegaron a Memphis y vieron que la ciudad era espeluznante. Era una ciudad macabra. Allí todo era macabro. El hotel de los patos que desfilaban dos veces al día como si fueran ex combatientes de la American Legión era un hotel macabro lleno de clientes macabros. El motel Lorena convertido en museo Martin Luther King era macabro. Conservaban la mitad del donuts mordido por el asesinado King y la mitad de la ración de mantequilla en el cuchillo de la mantequilla junto al donuts de King y la mitad del café con leche en la taza del desayuno de King cuando fue interrumpido por los disparos del asesino de King. Eran especialmente macabras las interminables colas de fans de todas las edades y de todos los estados de la Unión a las puertas de Graceland que es la casa de Elvis donde había señales fluorescentes indicando el recorrido de las habitaciones de Elvis. Los coches de Elvis. Las botas que usaba Elvis. El sofá en el que se sentaba Elvis. La enorme cama en la que dormía Elvis. La cocina de Elvis. Los televisores de Elvis. El retrete original de Elvis. El vestuario completo de Elvis. Los instrumentos musicales de Elvis. Y la sepultura de Elvis. Ni siquiera en Auschwitz había encontrado Juan visitantes tan conmovidos como en Graceland. Al concluir la gira Elvis la mayoría lloraba desconsoladamente ante a la lápida de Elvis donde todos se hacían una foto en memoria de la víctima sobredrogada por su propio éxito. Únicamente en el pesebre de Belén existía una veneración semejante a la de allí.
¿Tendrán que hacer algo en Viena con este millón de perros ciudadanos? ¿Amaestrarlos como los patos del Peabock o adiestrarlos como los caballos de la Escuela de Equitación Española para que bailen el vals? En Viena hay perros en los cafés. En los hospitales. En los tranvías. En los autobuses. En los taxis. En los museos. En la Ópera. Son los amos de Viena. Hay más perros que habitantes. Por las calles la gente tropieza con los perros. Las leyes vienesas protegen a los perros más que a las personas. Los perros de Viena pueden hacer lo que quieran siempre que sigan siendo perros aunque muchos perros ya no parecen serlo. Parecen seres humanos. Nadie se atreve a llamarles la atención a los perros. En cuanto entran en un café se sientan en la silla junto a su dueño y se dedican a hacer las cosas más sucias sólo por el placer de hacerlas. Se dan lametones en sus órganos sexuales sin importarles lo más mínimo el efecto que eso produce en los demás perros del café. Pero existe un pacto de silencio. Un pacto de no agresión. Hoy por ti y mañana por mí. Peor sería que se pusieran a ladrar. A estornudar como estornudan los perros vieneses. O a rascarse como también se rascan los perros vieneses. Por lo demás los vieneses con sus perros se comportan como los ingleses con sus perros. En un momento de desesperación serían capaces de matar antes a un ser humano que a su perro.
Tiempo atrás Juan asistió al juicio de un mecánico de aviones de 52 años acusado de asesinar a su esposa cuyos restos utilizó para alimentar al gato. Ese juicio no lo podía olvidar. La esposa era filipina. Era joven. Muy hermosa. El gato engordó poco a poco con aquellos suculentos estofados. Juan escribió para Damas y Caballeros siete crónicas del juicio. Una por día. Crónicas muy largas y detalladas. Crónicas realmente estremecedoras. Al final John Perry confesó su culpa. Declaró amar más al gato que a su esposa Annabelle. Por eso la estranguló y la descuartizó. El gato merecía la mejor carne. El gato amaba a John Perry y John Perry amaba al gato. El gato jamás le pondría cuernos a John Perry como le había puesto cuernos la maldita Annabelle. El público estaba horrorizado pero en el fondo no estaba horrorizado. El público que llenaba la sala del juicio de John Perry comprendía los sentimientos de John Perry quien agachaba la cabeza en presencia de aquel juez con peluca y cara de tener gato pero no esposa. Feliz él. Así terminaba Juan aquella última crónica.
Feliz él.
Poco después también había asistido al juicio de un cocinero de Manhattan llamado Daniel Rakowitz quien troceó y coció en la marmita a su novia la bailarina Monika Beerle. Otro animal doméstico separaba a la pareja. En esta ocasión se trataba de un loro. Sus crónicas combinaban morbosidad y puritanismo a partes iguales. Entusiasmaron a los lectores de Damas y Caballeros. Aunque las escribía muy deprisa inventando la mitad en el taxi de vuelta a su oficina tenía en cuenta el punto de vista de las sociedades protectoras de animales y el punto de vista de las asociaciones feministas y del gremio de cocineros.
En España el amor a un animal no llevaría jamás a extremos parecidos. En España se abandonan más de 150.000 gatos y más de 75.000 perros al año de entre los dos millones y medio de gatos y los tres millones y medio de perros que comparten sus vidas con las vidas de los españoles. Se abandonan los perros y los gatos cada verano cuando sus dueños deciden irse de vacaciones y ven ahí una buena oportunidad para deshacerse de ellos. Lo cierto es que los odian desde mucho antes de las vacaciones. Los odian desde que el perro les empezó a aburrir y a dar demasiado trabajo. Bajarlo para que cague. Subirlo para que coma. Bajarlo para que mee. Subirlo para que beba. Necesitan tomarse vacaciones de los perros y de los gatos como si fueran los jefes de la oficina. Como si fueran los viejos de la casa que tampoco se mueren al llegar el cambio de estación. Todos son inmortales. Por eso la paga el perro. Lo abandonan en la calle. En una carretera sin tráfico. La mitad de ellos mueren tratando de volver a la casa de la que les han echado. Mueren atropellados por otros automovilistas que también salen de vacaciones al mar o a la montaña. En el mar el perro que sobrevive a los atropellos se abrasa de calor. Enferma y muere. En la montaña los cazadores le pegan un tiro. El resto se extravía en un desesperado vagabundeo por las ciudades donde lo más probable es que vayan a parar a los hornos crematorios del matadero municipal.
En España la gente pone cara de repugnancia imaginando el descuartizamiento de Annabelle. Pero no ponen cara de repugnancia al enterarse de que unos quinceañeros han apedreado en el zoo a un pingüino traído desde el estrecho de Magallanes. Un absurdo pingüino traído de ese estrecho a Madrid para que unos gamberros de Madrid le fracturen el cráneo.
¿Hay algo que nos una al fervor popular del pueblo danés manifestado por la perra de su reina Margarita? Esta perra salchicha llamada Zenobie desapareció del palacio. La reina pidió la colaboración de los súbditos para localizarla. Las fuerzas de seguridad rastrearon los bosques de Fredensborg. La corte se volcó en esa búsqueda. Nobles y plebeyos se afanaron por recuperar a Zenobie y devolverla al regazo de su dueña quien desde el palacio emitía comunicados rogando que de ser localizada la perrita no le dieran comida. Solamente agua. Y que cesaran las ofertas que se le hacían de regalarle otras perras de la misma raza y similares características. Ninguna podría sustituir a Zenobie. Ninguna llenaría el inmenso vacío que Zenobie había dejado en el palacio. Juan estuvo a punto de viajar a Copenhague para cubrir la información de este caso. Finalmente el director de Damas y Caballeros desistió al comprobar que el interés de los lectores españoles se inclinaba más hacia los perros esquimales que hacia los salchichas por ser aquéllos la última moda. Los perros salchicha no son ahora queridos en nuestro país. A estas alturas y como sucede con demasiada frecuencia en la prensa española no sabemos si la perra de la reina Margarita de Dinamarca extraviada el 21 de octubre de 1993 fue localizada o sigue extraviada o sencillamente murió. No sabemos nada porque la prensa española no ha vuelto a hablar de la perra de la reina de Dinamarca. Siempre hace lo mismo nuestra prensa. Machaca una noticia durante varios días hasta que ya no puedes más y de pronto la deja caer sin dar explicaciones. Se hace lo mismo con una perra perdida que con un delincuente fugado o que con un terremoto que ha matado cien mil personas. Al cabo de unos días hay que olvidarlo. El director dice que no se hable más de la perra y no se habla más. Que no se hable más de Ruanda y se acabaron las matanzas de Ruanda porque la gente se cansa de las matanzas que nos pillan demasiado lejos y las fotografías son angustiosas y es mejor hacer un reportaje sobre el turrón de Jijona.
La prensa española es conocida en todo el mundo por esta tendencia a abandonarlo todo bruscamente. La prensa española es como los españoles que nos cansamos un día de saludar a alguien y dejamos de saludarle. Y los lectores españoles se lo tragan todo. Lo dan todo por bueno. ¿Que les cuentas lo de la perra de la reina danesa? Les parece muy bien aunque la perra de la reina danesa no sea de la raza gran danés. ¿Que dejas de contarle lo de la perra de la reina? También muy bien Se olvidan. Que cada lector se imagine lo que prefiera. Que la perra volvió o que la perra no volvió. A nadie le interesa averiguar si Zenobie era desgraciada en palacio y se fugaba precisamente por esa razón. ¿La regañaban demasiado? ¿La maltrataban frecuentemente? ¿La alimentaban mal? ¿La privaban de esas satisfacciones básicas que tienen todos los mamíferos sea cual sea su raza y su educación? ¿Buscaba un macho que no fuera salchicha? ¿No se lo facilitaba la reina? ¿Por qué no se lo facilitaba? Cuestiones todas ellas que hubieran revelado no sólo el misterio de la perra misma sino las conductas de la familia real danesa. Y esto habría arrojado luz sobre el enigma que siempre envuelve a las familias reales de todo el mundo Pero nuestros periódicos son insolventes. Mendaces. Mediocres. Dan la noticia porque es una noticia curiosa cuando una reina que en sí misma ya es una curiosidad pierde a su perro faldero. Pero después no se toman la molestia de telefonear al palacio para averiguar el desenlace del asunto. La falta de imaginación es portentosa.
Lo primero que pierden los directores de periódicos españoles es la imaginación. Ésta es la primera pérdida que acusa un director de periódico en cuanto toma posesión de su cargo. Si el director es imaginativo no dura más de una semana en el cargo de director. Para ser buen director hay que perder la poca imaginación que hasta el momento de ser director tenía esa persona. Lo que pierden en imaginación lo ganan en apetito. Siempre están comiendo y bebiendo en el comedor reservado para uso exclusivo de la dirección. Siempre tienen que invitar a alguien a comer o a cenar y siempre tienen que ser invitados por alguien a comer y a cenar cuando son directores. Es como si no hicieran otra cosa más que comer y cenar. Antes de transcurrido medio año en el cargo se les pone un culo que no les cabe en la butaca. Se les infla la cara como si les dieran dosis masivas de cortisona. Pierden pelo. Pierden memoria. Empiezan a decir majaderías propias de director. La voz les cambia. Se compran un traje gris con la chaqueta cruzada modelo director sin darse cuenta de que el mismo traje aunque algo más barato lo lleva el chófer. En realidad el chófer podría pasar por ser el director. No tendría más que sentarse en la parte trasera del automóvil y hablar por teléfono para que todo el mundo supiera que ése era el director del periódico. Nadie pondría en duda que el chófer es el nuevo director y que el director es el nuevo chófer. El chófer subiría al despacho del director a dar órdenes menos estúpidas que las que habitualmente da el director. El periódico tendría más venta porque el chófer piensa como la gente de la calle y el periódico está hecho para la gente de la calle. En realidad los directores de periódicos españoles creen que los periódicos están hechos para dar satisfacción al amo del periódico que por regla general es un nuevo rico o a lo sumo un rico de segunda generación pero con la mentalidad de nuevo rico totalmente inculto. Tiene el periódico para hacer sus negocios. Para tener un poder que sin el periódico sería muy difícil que tuviera. Con su periódico se le abren muchas puertas. Consigue muchas cosas. Recibe muchos favores. Le respetan porque se le teme no tanto por él ni por su dinero como por su periódico que llega a todas partes todos los días y va socavando al adversario y arruinando al competidor para triunfar él. El director del periódico es respecto del amo del periódico lo que el chófer del director del periódico es respecto del director del periódico. Es el tipo que está a las órdenes directas del amo. El que dice sí señor cuando usted quiera y donde usted quiera. Vaya más deprisa y va más deprisa. Frene y frena. Baje aquí y baja aquí. Porque si no lo hace así su destitución es fulminante. Se le da la patada. Y entonces se nombra a otro director que desempeñe sus funciones como es debido.
Entre el director del periódico y el chófer del director están los columnistas. Los columnistas son por naturaleza la casta más altiva que existe en los periódicos pero también la más cobarde y resentida. El director los tiene en un puño. Si se desvían de los antojos cotidianos del director les quita la columna sin dar explicaciones.
¿Qué se han creído esos imbéciles? ¿Se han creído que el periódico es suyo? ¿Que el papel es suyo? ¿Que la tinta es suya?
Aquí no hay nada suyo.
Y le quitan de un plumazo la columna como se le quita un juguete al niño. Entonces se la dan a otro niño. Siempre hay otro niño deseoso de ser columnista. Hay cola. Hay lista de espera. Todos quieren una columna y muchos pagarían por que les dieran esa columna aunque el director tenga a los columnistas cogidos por el cuello. Pero ellos creen que son más listos que el director. Creen que no están demasiado cogidos por el cuello. Pero lo están. En cuanto tratan de aflojar un poco los dedos del director que les tiene bien cogidos por el cuello les entra el dolor de cervicales. Los columnistas siempre se están quejando de sus cervicales. Del dolor insufrible de sus vértebras cervicales. No tienen más remedio que gastar collarín. Desde su fundación siempre hubo collarines de columnista en la enfermería de Damas y Caballeros a entera disposición de los columnistas. Unos algo más anchos que otros pero todos especialmente diseñados para el columnista. En los periódicos donde hay columnistas existen collarines a disposición de los columnistas con dolor de cervicales. Los columnistas que llegan al periódico sin el collarín y se ponen alegremente a escribir su columna sin collarín tienen que levantarse muy pronto para ir a la enfermería a por el collarín. ¡Un collarín! ¡Un collarín! Vuelven a su mesa con el collarín bien ajustado y en seguida se aprecia un cambio. Una mejoría. Hacen ver que las molestias cervicales son ahora más soportables. De lo contrario no hubieran podido acabar de escribir la columna del día sin desnucarse. Sin caer fulminados sobre sus mesas de columnista. De todas formas si uno se fija mínimamente en los columnistas está claro que las caras de los columnistas tanto si llevan puesto el collarín como si no lo llevan son caras de alguien a quien le están retorciendo el pescuezo. ¿No son los columnistas fíeles perros guardianes del director atados a la pata de la mesa del director? Ésos son los buenos columnistas. Los que duran años y años. Perros de defensa. Perros de asalto. Perros agresivos. Peligrosos. Cuidado con los perros. Perros que enseñan los colmillos. Muerden. Tienen rabia. Si no están rabiosos no son buenos columnistas. Pero al mismo tiempo son muy dóciles y obedientes con el director. Con el director son perros falderos.
Directores y columnistas son invitados constantemente a las tertulias de la radio para que opinen sobre cualquier cosa.
¿Qué nos puede usted decir del corrimiento de tierras en Colombia?
Y ellos dan su opinión sobre los corrimientos de tierras en general y luego sobre ese corrimiento de tierras en Colombia. Naturalmente no saben de ese ni de ningún otro corrimiento de tierras más que lo que han informado las agencias de noticias. Pero ellos improvisan delirantes teorías de los corrimientos de tierras y polemizan acerca de las consecuencias políticas y económicas de los corrimientos de tierras en Colombia y en cualquier parte del mundo.
Los columnistas y los directores de periódicos proponen soluciones para cuantos problemas afligen a la humanidad sin distinción de ningún tipo y por eso mismo sin conocimientos de ningún tipo. Dicen las mayores majaderías sin ruborizarse. Con la voz llena y potente de la ignorancia disfrazada de falso saber. Se quitan la palabra para decir estupideces comparables y a veces muy superiores a las que dicen los políticos más estúpidos a quienes critican sin tregua. El moderador de la tertulia les anima a decir más imbecilidades. Más insensateces. Más cursilerías entre ruidosos anuncios de créditos y ofertas de baterías de cocina.
¿No satisface al público esta exaltación de la verborrea? Los directores de periódicos y los columnistas de periódicos desempeñan una función social impagable. Descubren escándalos. Encubren otros escándalos. Piden cabezas. Indultan a otras cabezas. Al final nadie sabe qué es lo que defienden ni por qué lo defienden. Pero eso les trae sin cuidado. Lo importante es ladrar. Gruñir. Morder. Hacerse notar. Sólo así consiguen que la gente pegue la oreja a la radio y no piense por sí misma. ¿Para qué? Ya lo han oído todo. Ya lo saben todo. Ya no hace falta leer. Aunque luego los directores y los columnistas se escandalizan de que la mitad de los españoles jamás lea un libro. Comentan que eso es una barbaridad. Que nuestro país es un país de analfabetos. Se les hace la boca agua con los datos de las encuestas. Un cuarenta por ciento de los mayores de 18 años no lee nunca un libro. Aunque se lo regalen. Aunque tenga monigotes pintados. Los que leen dedican a la lectura catorce minutos al día. Ni un minuto más. El resto se alimenta de la radio y de la televisión. La inmensa mayoría ni siquiera lee periódicos. ¿Periódicos? Los mejores periodistas de los periódicos van a contar lo que dicen sus periódicos a las emisoras de radio. No hace ninguna falta comprar el periódico para enterarse de lo que les acaban de contar por la radio. Ahorran dinero. Y tiempo. No hay que leer nada. La mayoría de la población española ni siquiera se toma la molestia de leer los rótulos de las calles. ¿Para qué leer los rótulos de las calles? Es más fácil preguntar. Todo el mundo está siempre preguntando algo a todo el mundo en todas partes sin tomarse la molestia de mirar los rótulos porque en un país donde no lee nadie todo el mundo desconfía de lo que está escrito por el solo hecho de estar escrito. Lo que está escrito en España es un engaño español. La ley escrita es una trampa. No hay que leerla. No hay que hacerle caso. Las notificaciones escritas son un engaño. Los artículos escritos son una mentira. Donde dicen blanco hay que entender negro. Siempre hay que entender lo contrario de lo que dicen. O no entender nada. Todavía esto es mejor.
Luego de diez años sin torear y con tiempo para leer por arriba de la cabeza El Cordobés contestó a un periodista que le preguntó cuántos libros había leído en esos diez años que no había leído ninguno.
¿Ninguno?
Ninguno.
El periodista ya tenía agarrado por los cuernos al torero del salto de la rana y entonces le preguntó por qué no había leído ningún libro en estos últimos diez años.
Porque si los leo no entiendo nada y tengo que volver las hojas para atrás.
Ésa fue la respuesta del Cordobés.
Muy pocos se atreven a decir que no leen porque no se enteran de lo que leen. Y si no se enteran de lo que leen ¿para qué van a leer?
Cuanto más culta es la gente más mentirosa es la gente. Dicen que han leído lo que no han leído ni piensan leer nunca. Si no salen a la calle con un libro en la mano creen que les pueden confundir con un mulo. Les para alguien en la calle y entonces mueven un poco el libro y así les preguntan qué estás leyendo y ellos enseñan el título del libro y dicen que están leyendo esto.
Pero el torero no tiene miedo a confesar que no lee porque no le da la gana leer. Porque vive mejor sin leer que leyendo como otros viven mejor trasnochando o siendo vegetarianos. ¿Por qué no va a permitirse el lujo de no leer en diez años? ¿Quién le obliga a él a sacrificarse leyendo cosas que no entiende? Muchos días Juan sólo se interesaba por leer los nombres de los fallecidos ayer en Madrid y el resto del periódico lo pasaba por alto. Le interesaban más los desconocidos muertos que los conocidos vivos o a punto de morir. Murieron Juan Mardomingo Illanas a los 60 años. Ana Juste Stenglo a los 71 años. Miguel Ferrol Murillo a los 71 años. Francisco Sáenz Serrano a los 92 años. Dolores Gil Fernán a los 73 años. Gervás Candiota Palos a los 57 años. Luisa Chaparro López a los 69 años.
A continuación ya podía leer el anuncio de la japonesa bellísima. Japonesa jovencísima. Japonesa nueva. Japonesa modelo exuberante. Japonesa medidas perfectas. Japonesa reina de la noche. Japonesa Visa Hotel.
Una noche llamó a la japonesa nueva y exuberante con las medidas perfectas y reina de la noche. La vio y salió corriendo. Echó a correr en dirección a la Puerta del Sol Naciente. Sin volverse. Sin parar. Cada vez corría más deprisa para que la japonesa Visa Hotel no le diera alcance. Porque podía darle alcance la japonesa atleta Visa Hotel y encerrarlo en el hotel y leerle la columna de ese día sobre nítidas constelaciones para navegar llevando en la memoria las pasiones perdidas y otros nombres que ya se fueron. Por favor le pediría Juan a la japonesa exuberante no me leas ninguna columna. No me leas columnas bucólicas ni columnas feministas ni columnas filosóficas. Puesto a leerme algo léeme la receta para hacer pichones salpimentados por dentro y por fuera dorados con mantequilla espumosa. O algo sobre la Operación Tormenta del Desierto. O la crítica de un tinto de Ribera del Duero con toque nítido de vainilla y notas tostadas con gran expresión tánica y regusto a regaliz.