Uno dos. Uno dos.

Grabando.

Grabando los gemidos de los agonizantes de la Casa de los Moribundos de la Madre Teresa de Calcuta. Con el premio Damas y Caballeros asociado a una monja el director de Damas y Caballeros quiso explotar el filón conventual. Su confianza iba en aumento.

Vaya usted a Calcuta. Pase algunos días cerca de los moribundos. Hable con la Madre Teresa. Siga sus movimientos. Imprégnese de aquella miseria. Nuestros lectores quieren acompañarle. Más de doscientos mil lectores estarán con usted en Calcuta. Usted no va a estar solo en Calcuta.

Todavía faltaban algunos años para que le concedieran el premio Nobel de la Paz a la Madre Teresa de Calcuta. Sin embargo ya era famosa en todo el mundo. Muchos periodistas deseosos de visitar la India veían en la Madre Teresa de Calcuta y en sus moribundos de Calcuta un buen pretexto para el viaje. La Madre Teresa aparecía en programas de televisión. En revistas femeninas. En publicaciones religiosas. Su rostro de campesina albanesa estaba en todas partes. Era como un sello pegado en todas las cartas del correo apostólico internacional. Era el símbolo católico de la madre sagrada de la India frente al símbolo hindú de la vaca sagrada. Se sabía que cuando la Madre Teresa viajaba en avión al final del viaje recogía las sobras de las comidas servidas a bordo y se llevaba esas sobras para repartirlas entre los más pobres de los más pobres de Calcuta. Naturalmente Juan también tenía mucha curiosidad por conocer personalmente a la Madre Teresa de Calcuta en la Casa de los Moribundos que encontró en el número 54 de Lower Circular Road donde revoloteaban los cuervos y merodeaban las ratas desde el amanecer. Juan llamó a la puerta. La abrió una monja descalza vestida con sari blanco. Junto a la puerta había una tablilla que decía Mother Theresa in. El mismo tipo de tablilla que utilizan los profesores en los colleges de Oxford. La monja le hizo pasar. Una fotografía colgada de la pared del vestíbulo mostraba a la Madre Teresa apoyada en un flamante Cadillac blanco obsequio del Papa. La historia de este automóvil había dado la vuelta al mundo. La Madre Teresa decidió sortearlo para recaudar fondos para su obra. Al Papa le hizo gracia la idea de la Madre Teresa quien logró que el agraciado con el Cadillac se lo volviera a regalar de tal forma que ella volvió a sortearlo y dobló no sólo las ganancias sino también su popularidad. Se habló entonces de la oportunidad de que este gesto de la Madre Teresa lo imitara el Sumo Pontífice quien podría organizar interesantes subastas con fines benéficos. Se habló de que el Papa iba a ofertar uno de sus extravagantes Papamóviles que son la versión motorizada de la original silla gestatoria. Esta iniciativa le convertiría en el Supremo Subastador del orbe católico. Llegaron incluso a aparecer artículos en la prensa británica sugiriendo una relación de interesantes objetos enajenables. El Papa podría subastar babuchas papales. Reclinatorios papales. Accesorios de altar papales. Capas pluviales papales. Ornamentos papales. Báculos papales. Pectorales papales. Mitras papales. Anillos papales. Solideos papales. Calcetines papales. Tiaras papales. Pañuelos papales. Escudos papales.

Lanzas de los guardias suizos papales. Penachos de los mismos guardias suizos papales. Incluso prendas íntimas papales por las que pagarían grandes sumas de dinero los coleccionistas creyentes. ¿No había subastado el presidente norteamericano Bill Clinton un par de calzoncillos siendo gobernador de Arkansas? ¿No había incluso desgravado impuestos esa subasta benéfica en su declaración de Hacienda? Lo mismo podía hacer el Papa. Con una notable diferencia a favor del Papa y es que cualquier objeto vaticano siempre sería más codiciado que cualquier objeto de la Casa Blanca.

La madre Teresa de Calcuta apareció encorvada y caminando rápido. Desde el primer momento miró a Juan con un gesto de impaciencia. Juan tuvo la impresión de que la Madre Teresa era el tipo de persona con prisas perpetuas. Parecía preguntarle ¿otro reportero por aquí? Inmediatamente dijo que no podía perder mucho tiempo. Escuchó a Juan forzándole a explicar velozmente el motivo de su visita. Juan le entregó el ejemplar de Damas y Caballeros con la entrevista de la monja que estuvo presente cuando expiró el Rey Alfonso XIII en Roma. La Madre Teresa lo puso a un lado sin hacerle ningún caso y pidió un papel y un bolígrafo a la monja que seguía allí. Hablaba un inglés áspero y cortante. No era el inglés dulce que se habla en la India. En el papel extendió una autorización para que Juan pudiera visitar la Casa de los Moribundos.

Vaya a conocer nuestro trabajo y luego vuelva aquí.

Juan obedeció. Visitó a los moribundos en la gran nave de los moribundos postrados en sus camastros numerados. Tomó algunas fotos de esos moribundos. Oyó sus gemidos. Muchos llegaban a la Casa de los Moribundos mordidos por las ratas.

Una monja le explicó que los moribundos venían a la Casa de los Moribundos cuando ya no les aceptaban en ningún hospital de Calcuta.

Aquí sí.

Aquí los curamos. Los lavamos. Los alimentamos. Y les ayudamos a morir en paz.

Juan siguió haciendo fotos de los moribundos. Le pareció que un moribundo moría precisamente en el momento en el que él le sacaba la foto. Era como si al hacer clic el moribundo que estaba fotografiando Juan se hubiera muerto para estar ya muerto en la foto de Juan.

La muerte daba prisas a algunos moribundos para que se murieran y dejaran sus catres a disposición de otros moribundos. Después de éste esperaba otro. Siempre había un moribundo en espera de morir en uno de aquellos catres numerados.

Cuando terminó el recorrido y fotografió a aquellos moribundos que le parecían más moribundos Juan volvió a la sala donde le esperaba la Madre Teresa.

La Madre Teresa le obsequiaba ahora con una expresión de profundo entendimiento. Parecía indicarle con esa expresión que a partir de este momento ya era posible dialogar. Le dijo que esperaba que hubiera apreciado el trabajo de las religiosas y de los voluntarios que colaboraban con ellas. Aunque su tono al hablar seguía siendo duro y cortante Juan notó que había cierta dulzura en los ojos de la Madre Teresa. Juan le repitió entonces a la Madre Teresa que había ido a la India con el único fin de entrevistarla. Le explicó que los lectores de Damas y Caballeros eran lectores en su inmensa mayoría católicos. Sin duda conocían la labor que hacían la Madre Teresa y las religiosas de la Madre Teresa en Calcuta. Pero esperaban oír las palabras de la Madre Teresa. Oír las necesidades que sigue teniendo la Madre Teresa en la Casa de los Moribundos. Los problemas de la Madre Teresa en la India. De este modo los lectores podrían enviar donativos a la Madre Teresa. Tal vez alguno tomaría incluso la decisión de venir a ayudarla como voluntario. Era indispensable que la Madre Teresa se dirigiera a esos lectores. Y al decir esto Juan creyó llegado el momento de sacar su bloc de notas y empezar la entrevista con la Madre Teresa. Sin embargo la Madre Teresa levantó la mano y dijo que no.

No hijo. No. Usted no ha venido a Calcuta para hacer un reportaje como tantos otros reportajes sobre los moribundos en Calcuta. Usted está aquí porque Dios lo ha traído aquí. Dios ya no necesita más historias de moribundos ni más fotos de monjas que cuidan a los moribundos.

Golpeaba la mesa enérgicamente con sus recios nudillos de campesina albanesa.

Si usted desea sinceramente que yo me dirija a esos lectores antes tiene usted que venir a oír la misa que se celebra aquí al amanecer para la comunidad. Usted tiene que venir a oír misa y recibir el sacramento de la comunión. Seguramente antes de recibir la sagrada comunión usted necesita ponerse en paz con Dios y si es así debe recibir el sacramento de la confesión aquí mismo también. El padre jesuita que nos visita habla inglés y veo que usted está familiarizado con este idioma. Después ya hablaremos de la entrevista.

La madre Teresa se levantó. Sonreía de medio lado. Parecía volver a tener muchas prisas.

¿No puedo entrevistarla si no comulgo?

La Madre Teresa inclinó su cabeza bajo el manto azul y blanco que cubría su encorvado y enjuto cuerpo de segadora y se alejó sin contestar.

Luego se detuvo cerca de la puerta y antes de desaparecer repitió que usted no ha venido aquí para escribir un reportaje de los muchos que se escriben sobre una monja que cuida a los pobres entre los más pobres en la India.

Usted ha venido hasta aquí porque Dios lo ha traído aquí.

Juan salió a la calle con una sensación de vértigo. Los pobres más pobres de Calcuta formaban una larga cola a la sombra de una tapia en espera de recibir un plato de comida. Recordó lo que le había dicho la monja. La monja le obligaba a confesarse y a comulgar y a oír misa para acceder a la entrevista. Igual que había ciertos entrevistados que tenían por costumbre cobrar dinero por la entrevista la Madre Teresa de Calcuta le hacía pagar un precio para ser entrevistada. Era otra variedad de periodismo de cheque. Sin confesión y sin comunión no habría entrevista con la Madre Teresa de Calcuta. Ésa era la condición.

Aquella noche Juan no lograba dormirse. Estaba excitado. Deprimido. Soliviantado. ¿Qué podía hacer además de masturbarse un par de veces para ver si eso le calmaba? Entonces pensó en la cara que pondría la Madre Teresa de Calcuta si le viera masturbándose. No una vez sino dos veces. Si la comunidad entera y los moribundos y los miserables que formaban cola junto a la tapia de la Casa de los Moribundos le vieran ahora masturbándose en la habitación asfixiante de aquel hotel de Calcuta. ¿Le flagelarían? ¿Le aplaudirían? ¿Le abuchearían? Miraba el reloj despertador y veía que sólo faltaban dos horas para el amanecer. Seguía dando vueltas a la propuesta de la Madre Teresa. Confesión. Comunión. Misa. Luego hablaremos. ¿No era esto un chantaje?

El timbre del despertador le sacó de la cama. Estaba hecho polvo. Maldecía este viaje a Calcuta. Pero no podía volver a Madrid con las manos vacías. Tampoco podía inventarse la entrevista con la Madre Teresa aunque eso era lo que más le tentaba. Descartaba consultar el asunto con el director de Damas y Caballeros. Lo hubiera hecho sólo si la Madre Teresa le hubiera pedido dinero. Pero no le pedía dinero. Le ofrecía sacramentos. Ni el director ni los lectores de Damas y Caballeros considerarían chantaje la piadosa proposición de la madre Teresa de Calcuta. Más bien era un favor digno de agradecimiento. Cualquier lector de Damas y Caballeros habría aceptado las condiciones sin rechistar. Se sentiría orgulloso de haber recibido esa providencial lección cristiana.

Juan se levantó antes del graznido de los cuervos y atravesó las calles sorteando a los miserables que dormían envueltos en harapos. Llegó al numero 54 de Lower Circular Road donde las monjas de la Madre Teresa ya estaban de rodillas cantando himnos.

Un jesuita con barba de perilla escuchó su confesión. El jesuita era duro de pelar. Estaba empeñado en saber exactamente cuándo se había confesado Juan la última vez. Cuántas veces exactamente había fornicado y se había masturbado a lo largo de los últimos años. Qué otros pecados había cometido. Y exactamente cuántos. ¿Solamente pecados de la carne? ¿Otros pecados? ¿Muchos pecados? ¿Sacrilegios también? Enumere los pecados. Uno a uno. Tenemos tiempo. Frente a la eternidad el tiempo no es nada.

Exigía una relación completa y detallada de todos los pecados cometidos en los años transcurridos desde la última confesión hasta este mismo instante. Incluida la doble masturbación de la pasada noche. Incluido el odio que había sentido hacia la Madre Teresa de Calcuta.

Juan deseaba agarrar del cuello al jesuita y llevárselo así hasta uno de los catres numerados en la Casa de los Moribundos y tumbarlo sobre un moribundo perfectamente confesado y comulgado dispuesto a morir.

Ni siquiera esta experiencia degradante podría relatarla a sus lectores. Tenía que ocultarla como sucedía siempre con tantos otros reportajes y entrevistas. Lo importante nunca se desvelaba. No valía para nada. La verdad nunca resplandecía. ¿Existía un fraude mayor?

Ego te absolvo dijo el jesuita todavía contrariado.

Pero la Madre Teresa de Calcuta ya esbozaba desde un lado del altar una beatífica sonrisa que él devolvió pensando que dentro de dos horas este infierno habría acabado.

Las monjas se acercaban a recibir la hostia en el altar y él también se levantó y fue a recibir la hostia en el altar. Al tragársela le pareció como si fuera una gasa de las que ponían a los moribundos mordidos por las ratas en las calles de Calcuta.

La Madre Teresa estaba satisfecha. Había devuelto purificada y limpia un alma a su Creador.

¿Le había relatado su vida la Madre Teresa de Calcuta? ¿Habían hablado de los problemas de la natalidad en la India? ¿De las esterilizaciones masivas que el gobierno indio practicaba entre la población? ¿De qué habían hablado en aquella entrevista?

La Madre Teresa de Calcuta lamentó que el gobierno regalara una radio de transistores a los hombres que se sometían a esa intervención. Tremendo error. Hablaba de ovulación y mucus y de los días secos luego de la menstruación en los que el mucus ya empieza a producirse y prolonga la vida del esperma así que les explicamos a las mujeres el riesgo que corren esos días si tienen contacto sexual.

El sistema era efectivo al cien por cien. Las autoridades no han tenido más remedio que reconocerlo.

No hay que esterilizar a nadie repetía la Madre Teresa de Calcuta dando golpes en la mesa con sus nudillos de curtida campesina albanesa.

Se despidieron como viejos amigos. Hermanos en gracia de Dios. La Madre Teresa de Calcuta alzaba la cabeza y al sonreír a Juan dio movimiento a todas las profundas arrugas de su rostro en todas las direcciones posibles. Dijo que Dios le bendiga.

Llovieron las cartas de los lectores de Damas y Caballeros asegurando que la Madre Teresa de Calcuta era una santa. Santa Teresa de Calcuta.

¿Se da usted cuenta? El director hizo una pausa.

Todas las cartas dicen que es una santa.

Pulsó el pedal del semáforo. La secretaria se asomó y le preguntó qué deseaba.

Elija usted misma una carta de este montón de cartas.

La secretaria miraba al director con una carta al director en la mano. El director le ordenó que la leyera. La secretaria sacó la carta del sobre y empezó a leer señor director de Damas y Caballeros el motivo de esta carta es felicitarle por la publicación de la entrevista con la Madre Teresa de Calcuta aparecida en el periódico que usted tan dignamente dirige. Como lectora habitual de su diario quiero manifestarle mi agradecimiento por habernos mostrado en esa maravillosa entrevista el perfil de una santa que entrega su vida a los pobres moribundos de Calcuta.

Ya lo ve. Todas las cartas coinciden. La Madre Teresa de Calcuta es una santa. Una santa.

El director hizo otra pausa. Descansó su mano sobre las cartas de los lectores y miró a Juan con una mirada escrutadora.

Dígame una cosa. Pero sea sincero. ¿También le pareció a usted que estaba hablando con una santa?

La secretaria dejó caer la carta en la mesa. Preguntó si podía retirarse. El director la retuvo.

No se marche aún. Espere un momento. Espere y escuche lo que Juan va a decirnos.

Juan seguía callado al lado de la secretaria del director. ¿Y si le digo a este imbécil que la madre Teresa de Calcuta es una santa chantajista? ¿Qué cara pondrá este cretino? ¿Me romperá su maldito semáforo en la cabeza? ¿Avisará a los ordenanzas que siempre están dormidos en el pasillo para que me saquen del despacho y me tiren escaleras abajo? Métase usted las cartas en el culo. Límpiese el culo con las cartas. Cómase las cartas con berzas y boniatos. Déjeme en paz. Envíeme a entrevistar a un preso político de Franco. A un militante de Comisiones Obreras. A un cura obrero. A un obrero de ETA. Aparte usted de una vez esa foto de Franco recibiendo el título de Primer Periodista de España en 1949. Mande usted a Franco a Calcuta. Las ratas le esperan.

Pero Juan no se extrañó demasiado de su propia respuesta. Era como si no hablara él. Como si hablara otra persona que no era él.

La madre Teresa de Calcuta es una santa.