XXIII

A LA DIFICULTAD Y DUREZA de los tiempos de reconstrucción vino a añadirse, en septiembre, una nueva dificultad: la guerra europea había estallado. El Tercer Reich puso en práctica por enésima vez su acción disuasiva con la ocupación de Dantzig, lo que obligó a Inglaterra y a Francia a declararle la guerra. A estos hechos sucedió la ocupación de Polonia y, más tarde, una serie de victorias ininterrumpidas de los ejércitos alemanes. El coro de los diarios y de muchos sectores de opinión era francamente germanófilo. Se presentaba a los alemanes como invencibles.

Desde el primer momento los más sagaces advirtieron que aquella sería para España una situación muy distinta a la que se había producido durante la Primera Guerra Mundial. El país acababa de pasar por su propia y desoladora guerra; las industrias estaban recuperándose trabajosamente; había cierta actitud de complacencia obligada con las fuerzas del Tercer Reich, por las muestras de simpatía y apoyo de que los alemanes habían dado pruebas a España durante la Guerra Civil; de modo que se haría difícil mantener una neutralidad estricta. Con la economía maltrecha, el recelo de los aliados y la moral de las gentes destruida, sería difícil remontar aquellos trágicos momentos.

Pero el viejo Rius no se amilanó. Las necesidades del propio país eran muchas y bastaría con trabajar de firme para abastecer los mercados nacionales y salir adelante. Con los mercados interiores bastaba para volver a poner la industria al nivel en que estaba antes de la Guerra Civil. Los industriales iban trampeando, en colaboración con los organismos oficiales, las dificultades provenientes de la escasez de materia prima, que debía ser tasada para atender con justicia a las distintas industrias. Hubo empresarios que prefirieron la simple especulación. Un permiso de importación de algodón o de lino daba más beneficios que la pieza de tela ya fabricada, y muchos de los fabricantes se dedicaron a la simple operación de reventa de los permisos, sin complicaciones laborales. Joaquín Rius se indignaba ante el ejercicio del puro y simple «estraperlo» por parte de sus colegas. «Esto es desprestigiar, es hacer traición a la industria», decía. Y se negó rotundamente a participar en el sucio manejo.

Pronto el peligro de la degradación vino por otro lado. Un fabricante de tejidos, con una fábrica relativamente pequeña antes de la guerra, uno de los jóvenes herederos de la viuda de un fabricante tradicional que regentaba la empresa desde la muerte de su marido, se había lanzado a la compra de fábricas catalanas de tradición familiar, y estaba montando un emporio textil de gran envergadura. Día tras día había noticias de que la fábrica de Tal había sido adquirida por dicho señor, al otro día era otra de las grandes empresas del país la que caía en su poder. Las ofertas eran seductoras, porque el precio que pagaba por ellas no era un precio de quiebra ni se aprovechaba de situaciones de crisis o de emergencia. El comprador pagaba por las industrias un valor crecido y cumplía con los pagos y con el contrato.

Seguramente ese comprador realizaba sus operaciones contando con la devaluación natural del dinero y de las industrias; e iba con vistas a realizar un holding con las empresas que iba adquiriendo. Una proposición no tardó en ser insinuada al viejo Joaquín Rius, quien la comunicó a su nieto. Este y su abuelo hablaron de ello detenidamente. Quedaron en que Carlos se entrevistaría con el hipotético comprador.

La entrevista de negocios tuvo lugar en Parellada durante un almuerzo. El restaurante Parellada estaba situado en la Diagonal, en su encrucijada con el paseo de Gracia. Era el lugar adonde iba la gente más «chic» de Barcelona en aquellos años de posguerra. Lo regentaba Ribas, antiguo restaurateur que se había hecho célebre en las cocinas del hotel Colón y del restaurante Suizo antes de la contienda. Cerca de la hora del almuerzo el bar de Parellada era el lugar de reunión de los aristocráticos desocupados de Barcelona y de las damas más elegantes de la ciudad. Transcurridos los días monótonos y trágicos de la guerra, la gente se lanzaba al bullicio y al gasto con más ímpetu que nunca. Las circunstancias de la guerra habían acentuado aún el cariz mundano de ciertas zonas de la sociedad. En Parellada, a la hora del aperitivo o de la cena, pululaban los «anglófilos» alrededor del cónsul inglés, mister Dorchy, que había hecho la guerra de España en zona nacional con los Requetés y que a menudo aparecía por el restaurante luciendo en la cabeza la boina encarnada de los legitimistas. Allí quedaron citados el presunto comprador y Carlos Rius.

El hombre que hacía la oferta era un muchacho joven, prematuramente calvo, que cubría su cráneo con un sombrero negro ribeteado, como el de mister Eden. Acostumbraba a tener en la boca un gran cigarro habano a cualquier hora del día. Después de tomar un martini seco, y en el curso de la comida, expuso a Carlos Rius su proposición.

El hombre debía de haber sido muy bien informado de la categoría del negocio de los Rius y de sus condiciones actuales. Parecía que hubiera de ser interesante. Los Rius podían elegir entre vender la totalidad de la industria o desprenderse únicamente del cincuenta y uno por ciento de la propiedad. En este segundo caso se garantizaría a uno de ellos la permanencia en la fábrica con funciones directivas. El precio que se pagaba por la totalidad de la venta era sabroso: dieciocho millones de pesetas abonadas en año y medio.

Hasta tal punto la propuesta era seductora que, mientras a la vuelta del almuerzo, Carlos Rius se dirigía de nuevo a la fábrica, pensaba cómo contarla a Joaquín Rius para que este aceptara. Dieciocho millones de pesetas de aquellos tiempos podían permitir mil locuras, incluso la de no hacer nada y vivir el resto de los días con una respetable renta, a base de cortar el cupón. Y todo ello sin el agobio de tener que preocuparse de obreros, ni de jornales, ni de clientes, ni de contabilidad, ni de permisos de importación ni de nada.

Pero cuando le contó al viejo Rius los detalles de la conversación que había tenido durante la comida, el viejo se enfureció.

—Yo no soy de los que dicen antes la muerte que vender. No, yo no estoy ligado a la industria irremediablemente. Si me hicieran una proposición coherente y satisfactoria no digo yo que no la aceptaría. Pero ese hombre no hace más que pagar, y en tres plazos, el valor del solar en que estamos. En cambio, arramblaría con nuestros permisos de importación y solo con ellos ganaría millones. La jugada está clara: digo que no.

También Carlos, que estuvo madurando la propuesta, salvados el hechizo inicial y la sugestión particular de los primeros momentos, llegó a la conclusión de que había que desecharla. Así se lo dijo al joven promotor en el mismo salón de Parellada donde habían comido.

A partir de entonces pareció que abuelo y nieto se lanzaron con más ahínco a la tarea de fabricar, que acumularan los pedidos y dieran a la producción todo el auge posible. La sola posibilidad por que habían pasado de traspasar la fábrica, les hacía redoblar sus esfuerzos. Carlos, sobre todo, competía un día tras otro con todos sus colegas en la labor de producción de piezas; menudeaban sus viajes a Madrid, se valía de su condición de ex combatiente para entrar en los ministerios y arrancar los permisos de importación que necesitaba.

Además, Carlos Rius quería apresurar los trámites de su casamiento. No habían fijado fecha ni aventurado cuándo iban a casarse Isabel y él. Parecía que ella no tuviera prisa, como si quisiera dejar a Carlos todavía la oportunidad de volverse atrás. No manifestaba desgana o indiferencia ante la boda; pero, aconsejada por su madre, creía como ella que no debía dar prisa al joven Rius para tomar una determinación que, de producirse, tendría que ser sin agobios y por propia voluntad.

—Quiero que si viene la marquesa le puedas decir lo que piensas de verdad y no porque yo esté por medio.

La marquesa era Pepa Cortina. Carlos le había contado a su novia el trato que habían tenido y ella bromeaba a este propósito.

—¿No te dije que la marquesa se ha casado ya?

Pero ella se emperraba en bromearle. Cada vez que descubría en él gustos demasiado refinados o achaques de lo que llamaba «perismo» de Carlos, confundiéndole con un «niño pera», le sacaba a relucir a la «marquesa».

—Eso estaría bien si tuvieras que salir con la «marquesa». ¡Pero conmigo!… ¡Con Isabel Llobet! ¡Vamos!

A Carlos le hacían gracia estas expresiones de su novia.

Ella seguía trabajando en la Biblioteca de Cataluña, que se llamaba ya Biblioteca Central. A la salida del trabajo se encontraban los dos en algún café o en una esquina del centro y se iban a pasear juntos un rato.

En el aniversario de la muerte de Miguel, después de la misa celebrada en su parroquia, Carlos y ella hablaron seriamente de sus proyectos de boda. Carlos le dijo que le agradaría casarse, lo más tarde, en primavera.

—¿Y dónde nos casaremos?

La parroquia de Isabel era San Pablo del Campo. ¿Qué mejor escenario que aquel, dorado por el tornasol de los siglos, para celebrar la ceremonia? En días sucesivos se acercaron a la iglesia, se arrodillaron en los reclinatorios y se pusieron a rezar.

En medio del trajín de la ciudad, las piedras de la pequeña iglesia románica trascendían a antigua evangelización, evocaban los tiempos en que el templo estaría en mitad del campo, fuera de las murallas, y en que la fe debía de ser como una llamarada encendida e inextinguible en mitad de un llano inmenso, por el cual discurrirían unas carretas de lentos bueyes y el tráfago de caballistas y trajinantes.

En el reducido cuadrilátero sombrío del claustro, Carlos Rius apretó contra sí el cuerpo de Isabel y la besó en los labios. Ella se sintió desfallecer de gozo, pero se sobrepuso.

—No seas mala persona, Carlos. ¡Ten piedad de mí! Él la miró extrañado.

—Sí, si me haces esto, a mí no me costaría nada convertirme en una perdida. No me lo hagas, porque todo lo fuerte que parezco, contigo es mentira. Soy como un trocito de cera, como un terrón de azúcar. No tengo más fuerza que un terrón.

A partir de aquel momento, en muchas ocasiones Carlos la llamaba «terrón» o «terroncito». Ella se enfurruñaba levemente, porque el apelativo le recordaba su momento de debilidad.

Por aquellos días el abuelo Rius compró un automóvil de segunda mano para trasladarse a la fábrica. Debido a las restricciones de gasolina era un automóvil con gasógeno, que pasaba por las calles exhalando vahos pestilentes y humo negro; pero el coche funcionaba bien y con él se podían realizar algunas excursiones.

Los domingos, los dos varones Rius y las dos mujeres Llobet montaban en el coche y se iban unas veces a Sitges, otras a Montserrat; una vez fueron a Santa María. En la finca se habían vuelto a incorporar las familias de los colonos y habían adecentado las casas de payés y la solariega, haciéndola nuevamente habitable. Las habitaciones habían sido adecentadas para ser utilizadas. Un carpintero se había ocupado de que las puertas abrieran y cerraran, y la mano de un pintor había limpiado las paredes.

Para ir en el coche utilizaban los servicios de un chófer llamado Nicolás, un hombre apuesto y charlatán que llevaba un bigotito de actor de cine y era el ídolo de todas las muchachas de servicio de la vecindad. Era salmantino y había sido cabo en la 4.ª de Navarra. A Carlos Rius le llamaba «mi alférez».

—No me llames «mi alférez». La guerra ya ha pasado. Una vez pasada la guerra, no queremos acordarnos de ella.

—Pero un alférez es siempre un alférez, mi alférez. La categoría no se quita nunca.

Tuvo que aceptar el tratamiento con resignación. Nicolás era muy amable con las señoras. A Isabel Rius la tenía fastidiada por su obsequiosidad.

—Ese chófer me parece un «miraniñas». El otro día, cuando venía hacia acá, juraría que no me reconoció porque se puso a mi lado y cuando iba a decirme algo advirtió quién era. Entonces se puso colorado y dijo una banalidad, para salir del paso.

Un domingo de febrero volvieron a Montserrat. Esta vez fueron solos Carlos e Isabel con el chófer. El campo empezaba a destellar de los atisbos de bonanza que por esa época amanecen en las ramas de los almendros, como un presagio de la primavera. En lo alto, un cielo muy pálido y, pasado Martorell, al fondo de la carretera empezó a vislumbrarse la silueta abrupta de la Santa Montaña, como un mágico pedestal de granito. Isabel recordó que la última vez que habían estado fue con su padre y con Miguel, años atrás. ¡Cuántos acontecimientos desde entonces!

Al llegar al Santuario los invadió un sosiego indefinible; de aquellos riscos parecía diluirse por el ámbito una paz infinita. Cuando entraron en la basílica, entre los bultos negros de la gente que estaba orando, pareció desvelarse al fondo, como un rayo de luz, el camarín en que estaba la imagen de la Virgen, elevada sobre todos los mortales.

Subieron al camarín y permanecieron un rato arrodillados ante la imagen de la Virgen morena, que parecía orar también en silencio. Isabel había leído en algún libro que la imagen había cobrado el color fosco por el contacto del humo de tantas velas como a lo largo de los siglos habían alumbrado en torno a ella.

La piel de la Virgen se había ennegrecido, pues, por el acoso continuado de la fe. También ellos le estaban rogando.

Carlos e Isabel le suplicaban que no los desamparara, que siguiera acompañándolos y que los cobijara en su manto para ser fieles a Cristo cuando tomaran estado; le suplicaban que bendijera su unión y que les diera hijos.

La Virgen tenía los rasgos ingenuos y pasmados de una soberana núbil de los siglos medios. ¡Bendito el árbol del que había sido tallada! El artista o el artesano que la había labrado había puesto en su obra la magia primigenia, el estro de Dios.

Al salir, le pareció a Isabel que Carlos estaba retraído, como si un pensamiento obsesivo le importunara. Quiso sonsacarle, y Carlos se explicó:

—Esto es demasiado largo. No creo que haya que esperar tanto para casarnos. ¿Qué precisamos? Nada; lo tenemos todo. No necesitamos poner piso, tenemos el dinero. ¿Qué nos falta? ¿Las amonestaciones? Mañana vamos a encargarlas. El domingo que viene proclaman la primera y antes de un mes estamos casados.

—Espera, espera —decía ella—. ¿Y mi ropa? ¿Y la ropa de la casa?

—Es igual. Tenemos de todo. No quiero esperar más. Al llegar a casa por la noche Carlos abordó a su abuelo. Este no le puso ninguna dificultad.

—Casaos cuando queráis —dijo.

Al día siguiente Carlos e Isabel firmaron los esponsales. Se casarían el 27 de marzo.

En aquel mes hubo una redistribución de las habitaciones en el piso de la calle de Caspe. Una vez casados, la pareja ocuparía la que había ocupado el abuelo desde que se casó. El abuelo, en una cama individual, dormiría en la que daba a la calle, junto a su despacho.

Isabel y su madre se quejaban de no tener tiempo de terminar el ajuar. Pero Carlos dijo que por el ajuar no iban a demorar la boda.

El más emocionado de todos resultó ser el viejo Rius. Más que si el novio fuera él. Estaba nervioso y temía ponerse enfermo y no poder asistir a la ceremonia.

Tanto Isabel como su madre habían pensado hacer una boda muy sencilla; decidieron que la novia luciría un vestido de calle, y Carlos había dado su aprobación. Pero el viejo Rius se opuso a ello rotundamente. Isabel encargó un vestido de novia en «Santa Eulalia».

—Eso es —decía el viejo—. No vas a casarte más que una vez y merece la pena hacerlo bien, ¿no comprendes?

La más reacia a todo ello, la que parecía tomarlo con desgana, cuando no con oposición, era la madre de Carlos, Crista. Al llegar de San Sebastián se había instalado en el piso del paseo de Gracia, que heredó de su madre. Pero pasaba la mayor parte del tiempo en Madrid, adonde iba frecuentemente en compañía de Óscar Andrade.

Cuando Carlos fue a comunicarle su decisión de casarse con Isabel Llobet, unos meses antes, la dama fingió recordar vagamente quiénes eran los Llobet. Tenía la esperanza de que su hijo se desilusionara dentro de poco y no quiso pensar más en ello. No obstante, tenía sus confidencias con amigas o con el propio Oscar.

—¡Este chico; con el buen partido que podría haber sido, con la de chicas que estaban locas por él! Fifí, ¿tú te acuerdas de Fifí Campa? ¡Qué chica tan mona! Se hubiera vuelto loca solo con que Carlos la hubiera dicho una palabra. Pero no. Ha ido a enamorarse de esa… de esa menestrala.

Rita Arquer le llevaba la contraria:

—Hoy día, como están las cosas, con que una chica sea buena basta. Mejor esto que tantas como hay, muy monas, muy finas, pero que a los dos meses de casadas se van de parranda con otros. No, no… Yo no lo encuentro mal. ¡Si ellos se quieren…!

Y dejaba en suspenso su aprobación a la elección de Carlos. La verdad es que Rita pensaba en el ejemplo que significaba para Carlos el matrimonio de sus padres.

—No. Si lo que me preocupa no es orgullo de clase. Hay chicas modestas, pero que son bonísimas. Gentes que se saben situar en su lugar; chicas dóciles, con ganas de aprender y que saben acompañar al marido. Lo que me preocupa es la educación. Figúrate, esta chica, la hija de un… un empleado, yo diría de poco más que un obrero. Sí, muy buena gente, lo que quieras. Pero acostumbrada a la sopa y al cocido, no le pidas nada más. ¿Sabes que es bibliotecaria de esas que distribuyen los libros en las bibliotecas? ¡Bah, yo no me la puedo imaginar como mujer de Carlos! ¡No sé qué le ha visto!

—El amor es ciego —decía Óscar Andrade, y lo decía por sí mismo, que estaba perdidamente enamorado de Crista. No sabía qué extraño hechizo emanaba de ella, de su cuerpo, de sus movimientos, de sus palabras. «¡Misterios inescrutables del ser, incógnitas tremendas de la carne humana!», se decía.

Madre e hijo tenían por aquellos días pugilatos sordos o explícitos. Intervenía Crista:

—Tienes que enviar una participación a los Villares, sobre todo a la Marquesa, Olga Campa. Acuérdate de lo bien que se portó contigo en el frente.

—No te preocupes, mamá. No pienso enviar ninguna participación. Ni lo sueñes.

—Pero, ¿has oído? —se lamentaba Crista, dirigiéndose a Rita, que vagaba por allí—. Dice que no va a invitar a nadie. ¡Un hijo mío!

—Déjale, Crista. El que se casa es él, ¿no es cierto?

—Se casa él, pero nos comprometemos todos. Quedaremos muy mal con todo el mundo. ¿Sabes qué te digo? ¿Sabes lo que pensará la gente?

—Que piense lo que quiera.

—Pensará que has tenido que casarte de tapadillo. Eso pensará.

—Me da lo mismo —y luego, impacientándose—: ¡Bueno! ¡Basta, mamá. Me caso como quiero y porque quiero, sin pedir tu consejo! Y aún te diré que me sobra lo que va a quedar de ceremonia. Para mí el matrimonio sería un acto absolutamente íntimo, en el que estorban los demás. ¿Lo entiendes? ¡Todos! Crista quedaba así reducida al silencio. Pero su actividad dialéctica y epistolar era muy viva en aquellos días.

También Carlos lo comunico a su padre, invitándole a venir en la fecha indicada. Pero Desiderio contestó, en una larga carta, explicando que no podría desplazarse. «Si os fuera posible retrasar la boda un par de meses, probablemente me habrían negociado los papeles para entrar de nuevo, sin incomodidades, en España. No es que yo haya hecho nada malo durante la guerra, pero sabes que siempre hay gente dispuesta a fastidiar y alguno de ellos la ha tomado conmigo. En fin, ya se les pasará. Lo que quiero que sepas es que me alegro mucho, mucho, infinitamente, de tu resolución. Creo que Isabel va a ser una buena compañera para ti. Dale unos besos de mi parte».

La carta paterna le indujo a reflexionar una vez más sobre el matrimonio; comprendió que en casos como el de sus padres era imposible juzgar y atribuir a cada uno una parte determinada de responsabilidad. Le parecía que su padre era una persona cabal y que al enfrentarse con su madre había tenido toda la razón del mundo; otra vez sería su madre la que encontraría su comprensión y su apoyo. Pero lo cierto era que aunque uno y otro parecían muy distintos, en sus reacciones resultaban idénticos. Precisamente por eso no podrían entenderse jamás. Se le ocurría una filosofía entera del matrimonio; se decía a sí mismo que hay matrimonios que fracasan, sin ningún motivo aparente que los lleve por el mal camino. Son como la imposible fusión de dos sustancias químicas que se repelen. Pensaba en su padre y en su madre, cada cual por su lado, y los veía como seres normales, capaces de circular sin conflictos por la vida. Pero si pretendía unirlos se producía la catástrofe. De ahí que llegara a la conclusión de que el matrimonio puede llegar a ser una materia explosiva si no se eligen con cuidado los dos ingredientes que lo han de formar. Le tranquilizaba considerar su propio matrimonio, que se disponía a contraer.

«Entre Isabel y yo —se decía— no podrá producirse nunca una situación díscola o difícil. Los dos somos muy capaces de ceder. Es más: nunca llevaremos una cuestión personal hasta el límite».

Llegó por fin el veintisiete de marzo. Los invitados fueron muy pocos. Por parte de él no concurrieron más que una corta representación de sus primos segundos, los Costa, a los que Carlos fue a visitar personalmente antes de la ceremonia. Don Joaquín no quiso ignorar a la familia de su hermano Fabián, a pesar del modo como uno de ellos se había portado durante la guerra. Pero los «otros» Rius, quizás avergonzados, dieron la callada por respuesta. Asistió también Rita Arquer, rozagante después de la victoria nacional. Se había arreglado un traje gris elegantísimo, con sombrero de plumas especial para bodas y bautizos. Isabel, que en ocasiones como aquella era un poco irónica, le dijo a Carlos que parecía un papagayo.

Por parte de Isabel no fue más que el marido de la difunta hermana de Arturo, Teresa. Él era un impresor anciano y sin hijos, con el que los Llobet habían seguido teniendo relación y que sirvió a Isabel de padrino; fueron también unos vecinos de la casa de la Ronda de San Antonio, los señores de Marsá, que tenían en la planta baja de la misma casa una papelería.

Todo fue maravillosamente, a gusto de los novios. Carlos Rius había escrito al capitán-fraile comunicándole su decisión y rogándole que acudiera a bendecirlos. El dominico vino desde Ávila, donde radicaba su convento. Bajo el hábito blanco el fraile parecía uno de los modelos de Zurbarán. Su rostro inteligente y su mirada clara le recordaban a Carlos las fechas de la guerra y evocaron juntos sus días de Pándols, las conversaciones y excursiones con el viejecito de las trampas, sus paseos por los bosques. Felicitó a Carlos por su elección.

—Los que están en el cielo a veces hacen faenas como esta: no te quepa duda de que es Miguel Llobet quien te ha conducido hasta su hermana. Desde el otro lado nos guían sin que nosotros lo sepamos.

La plática fue breve, pero sentida y muy humana. Gertrudis hizo esfuerzos por contener las lágrimas. Crista Fernández la miraba con un gesto displicente. Para ella, la conmoción que se manifestaba en la figura de la viuda era una manifestación pueblerina, una debilidad menestral y un signo de que aquella gente no sabía dominar sus impulsos.

Veía a su nuera y no podía negar que estaba mona; que en su porte había cierta distinción, que sus cabellos rubios sobre la tez rosada le daban el aspecto virginal que muchos hombres desean ver en sus novias, pero que bajo aquel candor se advertía el rasgo de un temperamento aguerrido y de una voluntad firme; todo ello era para Crista poca cosa comparado con las gracias de un buen apellido o con un buen párrafo en las notas de sociedad.

Estaban en plena boda y Crista se regodeaba imaginando a Carlos dentro de tres o cuatro años; si en algo se notaba la sangre de Torra que llevaba dentro, en aquel lapso de tiempo habría pasado lo suficiente para que volviera a mirar a las otras niñas y eligiera entre ellas a alguna, soltera o casada, con la que ir a París, con la que estrecharse en una alcoba y con la que olvidar a aquella modistilla. Sí, los hombres tienen tiempo para todo y no había que considerar al matrimonio como algo irremediable y sin vuelta atrás. Carlos tenía muchos años por delante.

No obstante, después de la boda, Crista puso el mayor interés en aparecer amable y risueña ante la nuera. Cuando asistían al cóctel en Prats y Fatjó, la repostería del paseo de Gracia, quiso hacerle unas confidencias.

—Estoy segura de que le sabrás «llevar» muy bien, con ese aire de mosquita muerta que tienes. La verdad es que ¡yo me casé tan joven! Sobre todo, estoy segura de que no te pondrás enfrente de él cuando… En fin: mi propia experiencia ha sido terrible… Algunos hombres, sobre todo si se llaman Rius, tienen éxito con las mujeres. Te aconsejo que lo pases por alto.

No era esa la reflexión más adecuada que debía hacerse a una recién casada. Por fortuna, Carlos estaba cerca, con el oído atento, y le dijo a su madre:

—No habrá ocasión de que Isabel se preocupe por lo que a ti te preocupa ahora. Cuando este Rius ha dicho sí, lo ha dicho de una vez para siempre. Anda, tomemos un jerez.

La comida transcurrió apaciblemente, en una larga mesa que ocupaba toda la longitud del saloncillo. Cada uno de los comensales hablaba con su vecino de mesa. El viejo Rius tenía a su izquierda a Rita Arquer, que estaba triunfante. Esta comparaba para sí aquella boda con la azarosa situación de la de Crista y Desiderio y se decía que, pese a todo, el mundo está lleno de personas decentes. Le cogió un gran cariño a Isabel y se lo demostraba pasándole toda suerte de canapés, la mantequilla, la mostaza, todo lo que estaba al alcance de su mano. Por su parte, se resarcía del hambre pasada durante la guerra, engullendo sin parar copiosas porciones de todos los manjares, que estaban riquísimos. Los engullía a dos carrillos. Cuando terminaba se llevaba la servilleta a los labios y empezaba a hablar. A la hora de los postres el viejo Rius se preguntó si Rita había empinado el codo más de la cuenta. Su locuacidad parecía no tener límites; se puso en pie para pronunciar un discurso.

Con voz cálida y vehemente dijo que aquella familia, de principios cristianos, engranaba un nuevo eslabón y que había que pedir a Dios que la bendijera con una descendencia numerosa. Todos, desde el dominico hasta los señores Marsá, en un extremo de la mesa aplaudieron entusiasmados a Rita, cuyas dotes oratorias ni sospechaban.

Después de la comida, los novios se despidieron. Y empezaron para ellos los días dichosos de la luna de miel. En primer lugar se desplazaron a la cumbre del Tibidabo, en uno de cuyos hoteles pasaron la primera noche de casados. A la tarde siguiente tomaron el barco hasta Palma de Mallorca. El espectáculo del amanecer desde el mar, con la bahía de Palma al fondo, les pareció la imagen de un sueño rosado y azul. Cruzaron la isla cuando toda ella parecía cubierta por la blonda de la flor del almendro. De vez en cuando, inesperadamente, de un trecho entre dos rocas aparecía al fondo el mar, un mar de un azul intenso e inmóvil, que mantenía en un borde unas casas como de belén. La carretera se empinaba, descendía y volvía a subir. Después entraron por una vía tranquila, que los llevaría a Pollensa. Desde aquella suave extensión, en las aguas calmadas, se veía salir del agua un brazo de costa, verdinegro, ahíto de pinares. En el centro de la masa de verde emergían las líneas de un edificio moderno, lindante con la playa, a la que llegaban los pinos. Era el hotel de Formentor donde iban a pasar unos días, sin que nadie los importunara, absolutamente solos en el Universo, que parecía circular en lo alto del cielo, a todo lo ancho de la amplísima bóveda de un azul intenso, en la magnitud de la noche estrellada.

La incógnita que había que despejar, hasta tener la seguridad de que el cuerpo femenino, cómplice y adversario, respondería a las llamadas de su propia y exigente biología, quedó aquellos días enteramente aclarada.

Le parecía que acababa de nacer una Isabel completamente nueva, una mujer inédita, como la Venus nacida de las brumas, que se presentara ante sus ojos en cada ocasión con una sonrisa desconocida, dulce y peculiar. Se verificaba en ella un fenómeno de transmutación sorprendente. En el momento de su entrega, toda ella quedaba transfigurada; durante un tiempo, Carlos creía que quien estaba en sus brazos era un ser distinto, con una faz nueva, henchida de gozo, palpitante de satisfacción y de vida. Esa sensación tardaba mucho rato en evaporarse; poco a poco volvía a entrar en sus percepciones la estampa de la Isabel que él conocía, la que resolvía las cuestiones cotidianas, la que contestaba de una manera concreta a sus requisitorias, la que se ponía en pie mostrando otra vez, bajo sus formas airosas y desnudas, la rotundidad de un cuerpo esbelto, más poderoso y grave que bajo el disimulo del vestido. Cuando, tendidos en el amanecer, Carlos descubría junto a sí, en los instantes de duermevela, la carne rosada y prieta de su mujer, la perfección de su cuerpo, le parecía que asistía al prodigio de un mundo que acababa de ser creado y que ante ese prodigio ya no sería posible pensar en la vida como en un lugar de castigo y de expiación. A cada madrugada renacía y volvía a vivir la ley entera del cosmos; cada vez se sentía inmerso en un prodigio infinito, en el que rodaran estrellas y crepitaran fuegos inmensos. Y detrás de todo ello venía una gran paz, un sosiego inacabable; empezaban a hablar en voz baja de muchas cosas, de un labio a otro, que sentían húmedos y con un susurro a flor de piel, mientras por la rendija de las persianas correderas se iba haciendo más clara la luz del día y, en el fondo del silencio, cuando paraban de hablar, se expresaba el ritmo lento y continuo, sollozante, de las olas del mar que batían en la arena.

Comprendió que el misterio de la vida se dirimía todas las madrugadas en aquellos encuentros, en la multiplicación de aquel susurro que centenares de millares de parejas estaban deslizando a su vez mientras la tierra acababa de dar su vuelta ciega y la luz del sol volvía a hundir los espacios, a alumbrar los valles y los montes, y a derramarse en las ciudades. La múltiple victoria de la vida se estaba realizando entonces; en el acoso ciego del varón, perduraba el ardid victorioso e intuitivo del germen vital, que empezaba a inflar el reducto donde la fémina guarda, como un secreto casi inexpugnable, el porvenir del mundo. Una nueva vida acababa de tomar posesión de su parcela, un nuevo ser empezaría a palpitar, en una carrera que no habría de terminar más que muchas décadas después, con los jadeos de la muerte. Pero en aquellas madrugadas todo era una explosión de vida, una exultación de juventud.

Carlos e Isabel salían de la habitación sintiendo colmados sus sentidos y su ánimo sosegado por una increíble serenidad. Después de almorzar, daban una vuelta por los alrededores y, muchas tardes, esperaban sentados en un repecho hasta que el sol empezara a decaer en el horizonte. Parecía que sintieran el presentimiento del hijo que había de nacer, como si en el seno de la mujer empezara ya a germinar una nueva vida. Hacían cábalas y proyectos sobre su descendencia.

—Si tenemos un niño le llamaremos como el bisabuelo, Joaquín. Y si es niña, ¿cómo?

—Si es niña la llamaremos Mariona…

—Sí, Mariona, claro…

Ni por un momento les pasó por la imaginación que pudieran no tener hijos. Notaban en sí mismos la buena disposición de la sangre, la madurez de la carne y una sazón para que su matrimonio llegara a buen término.

El día iba decayendo aparatosamente, con un desgarro violento de nubes carmesíes. Estas se iban alargando y al fin no eran más que largos filamentos dispersos, morados y de oro, que cruzaban la línea entera del horizonte. El mar tenía una calidad de plata, una plata tintineante, movediza. Regresaban a Pollensa unas barcas suaves y deslizantes. Todo parecía sumirse en un éxtasis, adormecerse en fatiga.

Unos días más tarde regresaron a Barcelona. Carlos se incorporó a su trabajo con una especie de indolencia mágica, después de tanta calma y de tanta plenitud. Le costó volver plenamente al quehacer cotidiano. Al fin pudo entrar en él con todo el ánimo.

Parecía que con el traslado a Barcelona se hubiera mitigado el ardor de las horas mallorquinas. El sueño de los dos era más plácido, los arrebatos de sus días en el hotel se habían calmado; pero cuando Carlos sentía el cuerpo de su mujer reposando a su lado, un leve movimiento, un tacto siquiera, el roce de una respiración bastaban para que los dos seres se juntaran y volvieran a renacer el ardor y la vida. En una de sus conversaciones de madrugada, mientras veía filtrarse la luz en los postigos, y la primera claridad tamizada del patio interior que penetraba hasta la alcoba, Carlos se preguntó:

«¿Es que esto no va acabar nunca?».

La satisfacción de un deseo engendraba la aparición del otro y todo eran suspiros, alientos contenidos, voces, súplicas vanas, en un recíproco aleteo inconfesable en lo hondo de un pozo, sin poder salir. Luego quedaban los dos exhaustos sobre la blanca sábana, la cabeza de ella sobre el pecho y el hombro del varón, los ojos cerrados, expeliendo ambos unos susurros que eran como inconscientes besos al aire. ¿Aquello no había de tener nunca fin?

Sí, había de concluir o, por lo menos, apaciguarse. Aconteció cuando el cuerpo de la hembra empezó a acusar los signos de la gravidez. Todo en la mujer giró de pronto en un torno a un nuevo ser que se iba formando en su seno. La piel se hizo más tersa, los movimientos más lentos. Los pechos, los muslos se volvieron más redondos y aplomados. Una plenitud pareció redondear la estructura de Isabel, que tuvo que calzar zapatos planos para no zozobrar ni doblarse al peso de su vientre. Pasó la primavera y el verano de aquel año; menudearon las visitas al médico. Ella se quedaba en casa, elaborando piececillas de lana que eran como vestidos para una muñeca, y el armario se pobló de zapatitos minúsculos, de bragas y corpiños diminutos, de gorritos para cabecitas insignificantes, premoniciones del vestido de un ser que había de venir, envolturas de algo que no existía aún, que se anunciaba a través de aquellos teóricos atuendos.

El embarazo transcurrió como un fenómeno de la naturaleza, con la misma seguridad con que se desarrolla un árbol o cae por las vertientes, con ímpetu, el agua clara de un manantial. El vástago crecía en el interior de su madre y, por las noches, cuando Isabel se lo indicaba, ponía su marido la palma de la mano sobre el vientre femenino y sentía el pataleo que en el seno materno, todavía en su caos, lanzaba a intermitencias bruscas el nuevo ser. Los pezones de Isabel parecía que fueran a estallar por una fuerza oculta que empujara incontenible desde el interior de la carne. Todo en ella era savia y raíz, y el embarazo acababa de dotarla de una hermosura desconocida, de una belleza rara, deslumbrante, armoniosa y fúlgida, como un fruto silvestre poco antes de caer de la rama.

Don Joaquín, el abuelo, rebosante de satisfacción ante la perspectiva de la descendencia que iba a desprenderse de su árbol, observaba y vigilaba a la mujer de su nieto. La colmaba de mimos y de regalos. Y estaba orgulloso de su manera de ser, seguro de hallarse en presencia de una mujer fuerte. El embarazo no impedía a Isabel charlar animadamente, parlotear, reír, gastar bromas a su marido, tomarse a chacota muchas de sus veleidades, acompañarle, salir con él, estar siempre a su lado. ¡Por fin, pensaba el abuelo, a la tercera generación ha entrado en esta casa una mujer que será la digna compañera de un hombre! Y bendecía a Dios por este hecho.

En verano pasaron un mes en Santa María, acompañados de la madre de Isabel. Pero Isabel quiso volver a Barcelona cuando Carlos hubo concluido sus vacaciones. En septiembre volvía a estar en el piso de la calle de Caspe, junto a su marido y al abuelo.

Nació el hijo; ocurrió a mitad de diciembre, cuando en los escaparates de la ciudad empieza a alumbrar la magia y la luz de los regalos de Navidad. La ciudad se aprestaba a conmemorar el Nacimiento. Aunque con sordina, las noticias de la guerra exterior parecía que llegaran a los oídos de la gente para inquietarla. La Navidad no dejaba de tener un eco triste, y una grave incógnita se cernía, no solo sobre los países contendientes, sino también sobre España y los españoles, angustiados por la suerte que podían correr, fuera quien fuera el que lograra la victoria con las armas.

Carlos Rius y su abuelo se quedaron largo rato contemplando el pequeño bulto de carne rubia que berreaba sobre un cojín y del que el doctor había confirmado que era una niña. La verdad es que ni el abuelo ni el nieto habían formulado ninguna preferencia sobre el sexo del que iba a nacer. Pero cuando supieron que era una niña se quedaron extasiados ante la idea de sentir cerca una nueva mujer a la que podrían educar como creyeran conveniente, que iba a ser un «producto» algo raro en aquella familia de varones, y que permitiría formas de trato desconocidas hasta entonces en aquella casa.

La época no era la misma con relación a la gente de la fábrica. En otros tiempos el nacimiento de un Rius hubiera producido cierta conmoción entre el personal. Era bien cierto que, en otros tiempos, la alacridad social y la pugna entre burgueses y proletarios, entre amos y obreros, llevaba consigo una mayor participación en los asuntos privados de unos y de otros. Antes de la guerra los obreros quizás atentaran contra la vida del amo, pero en contraposición se interesaban por su salud en los días de calma y le acompañaban en el bautizo de los descendientes. Después, el enfriamiento de las relaciones llevaba consigo un desinterés por la vida íntima de cada uno. El bautizo de la bisnieta del amo fue, pues, cosa privativa de la familia.

Pero aquella niña, Mariona Rius, se convirtió en un espectáculo en la casa del abuelo, residencia también de la joven pareja. El abuelo, sobre todo, aceleraba a mediodía y por la noche la hora de llegar a casa con el ansia de contemplar nuevamente la cara gordezuela y sonrosada que muy pronto empezó a sonreírle y que gorjeaba ante su vista como si entablara un diálogo con él. El abuelo le gastaba bromas infantiles, jugaba con ella, se enfrascaba en un largo monólogo que ella aceptaba con total indiferencia. El abuelo cogía a veces a su bisnieta y la paseaba zarandeándola para que se durmiera más aprisa. Su madre, Isabel, decía que la malcriaba, pero no había forma de conseguir que el abuelo cejara en su zarandeo.

Cuando la niña iba a cumplir medio año, Isabel comunicó a Carlos que estaba embarazada por segunda vez. A Joaquín pareció sorprenderle la fecundidad de la joven pareja. Esa vez las molestias que el embarazo ocasionaban a Isabel afectaron menos al abuelo y al nieto. Isabel paseaba su estado con una absoluta normalidad. El peso de un nuevo hijo no entristecía ni fatigaba a la joven. Caminaba con ligereza y salía a empujar con gracia y sin agobios el cochecito donde asomaba la cabecita rubia y despierta de la primogénita, que observaba lo que había alrededor como si todo le llamara la atención.

—Ahora vendrá un niño. Así tendréis la parejita…

El abuelo esperaba que esa vez naciera un niño. Había protestado contra la intención de sus nietos de llamarle Joaquín. Sostenía que, si aquel hijo nacía varón, el nombre que debería imponérsele era Miguel o Arturo. El nombre de Miguel hizo zozobrar durante un tiempo a sus nietos. Recordaban mucho al hermano de Isabel y muchas veces lo evocaban en sus conversaciones, como si hubiera sido él quien hubiera empujado el uno hacia el otro. Pero tras largas horas de afectuosos debates coincidieron en que guardarían el nombre de Miguel para cuando llegara un tercer hijo; al que esperaban le impondrían el nombre del bisabuelo.

En verano, Isabel con su madre, Josefina, el bisabuelo y una cocinera se fueron a Santa María. Carlos iría allí en los fines de semana.

A la sombra del inmenso nogal del atrio posterior de la casa, la pequeña Mariona pataleaba al aire libre. La dejaban allí con los muslos al aire; y el abuelo pasaba horas contemplando el incontrolado pataleo, que acusaba los surcos que dividían la carne pletórica de los muslos, como si la ataran fuertemente dos hilillos negros. Escuchaba el abuelo el runruneo incesante de la criatura. Y todo en él eran expresiones para llamar la atención de la chiquilla, ora con unos visajes grotescos, ora con voces absurdas y con chillidos que en otras circunstancias hubieran hecho pensar que el viejo estaba fuera de sí.

Pero la chiquilla reía; la chiquilla ensanchaba los rosados pomos de su carne sonrosada y abría los labios en una sonrisa infinita. El viejo Rius se sentía embelesado por esa expresión. Nunca como entonces había sentido el valor de una sonrisa. Era una sonrisa inconsciente, inexplicable, que turbaba enteramente su ánimo.

—Mira, mira, ahora ríe —revelaba a la mujer de Carlos, que estaba sentada en la rotonda, a no mucha distancia, haciendo alguna labor. Isabel sonreía a su vez y advertía a su abuelo:

—No me la alborote, que está muy tranquila.

El abuelo solía ir a pasear, bien por el bosque, bien por el camino de Las Casetas. En una ocasión prolongó su paseo y llegó hasta la masía de Can Coll. Don Sebastián y doña Matilde habían muerto antes de la guerra. La figura de don Sebastián había crecido después de muerto. Muchas revistas extranjeras se ocupaban de la obra del escultor. La vieja masía, con el torreón, había pasado a ser una especie de museo, en el que estaba expuesta casi toda la obra que don Sebastián creara. En cambio, los cuerpos incorruptos de los dos santos romanos habían desaparecido durante la guerra.

Estaba al cargo de la casa y del museo una pareja de sirvientes, que ejercían la labor rutinaria de acompañar a los visitantes. Joaquín Rius fue escuchando las explicaciones que le daba el guardián, el cual le iba mostrando las pequeñas terracotas que él ya había visto en vida del artista. Según el cicerone, el viejo don Sebastián era una figura mítica, un santón de la tierra; evocaba su paso como el de un precursor.

—Si él hubiera vivido, no habría ocurrido nada en la comarca durante la guerra. Él tenía el don de calmar a los forajidos.

Joaquín Rius no quiso decirle que había conocido íntimamente a don Sebastián. Todavía estaban vivas en su memoria las noches de sus diálogos sobre los temas más diversos. Le recordaba en la noche del 6 de octubre de 1934. Pero no quiso decir nada. Únicamente pensó que, muchas veces, para que el hombre adquiera su pleno valor, para que complete su auténtica dimensión, le es necesario pasar por el cedazo de la muerte. De muchos que a nuestro lado eran considerados por nosotros como unos seres vulgares, solo cuando mueren descubrimos que eran gigantes, y solo entonces les damos el tratamiento que merecían.

¿Qué te pasará a ti cuando mueras?, pensó de sí mismo mientras con paso calmo volvía hacia su casa. ¿De dónde se podrá esperar una justicia? Vino a mortificarle la idea de que la mayoría de las cosas que cada cual ha ideado y ha llevado a la práctica no podrán ser compartidas nunca con nadie. Ni siquiera su nieto, la persona a quien todo lo confiaría, podría, por ejemplo, comprender nunca sus reacciones respecto a Mariona, su mujer. Todos los hombres son un baluarte cerrado; cada uno vive dentro de su propia muralla, de la que no puede salir. Cada hombre es un ser solitario contra los demás.

Estos pensamientos le tuvieron afligido durante toda la jornada. Al día siguiente se levantó con una perezosa sensación de desgana, con una flaqueza y un desvarío, como ajeno a su derredor. «Esto es ya la vejez y la muerte», se dijo. Durante muchos años, durante toda la vida nos hemos preocupado del instante en que moriríamos; nunca hemos sabido cómo iba a ocurrir, pero en cierto modo siempre nos hemos estado preparando para ello. «Y es así como ocurre», pensó.

Recordó otras ocasiones en que podía haber muerto. Cuando el atentado del año 11, sintió dolor, sintió peligro, sintió la amenaza, pero no sintió la muerte. Entonces él tenía todavía ganas de vivir; la muerte era si acaso como una profecía intempestiva. Y cuando la pulmonía, en 1934, sintió una vaharada asquerosa que quizá fuera la muerte, pero la apartó de un manotazo. No, entonces estaba aún lleno de vida. Pero después sentía que el soplo de la muerte era un acoso mefítico y que sus reflejos ya no respondían a ninguna presión, se quedaban inmóviles. La muerte no era más que la falta absoluta de protesta, la ausencia total de reacción ante la acometida. Era probable que le hubiera llegado la hora.

Comprendió entonces el valor que se requería para entregar, de joven, todo el caudal de una vida. La muerte súbita e impensada de Mariona le hizo zozobrar. Si era verdad que había un mundo después de este, Mariona había de señorearlo por el solo hecho de haber muerto en pleno raudal de su vida. Imaginaba entonces el encuentro con su mujer. Mariona le iba a encontrar viejo. ¿O se recuperaría en la otra vida la estampa de los años mozos? ¿Revivirían en él otra vez los tiempos en que se conocieron? Pero ¿cómo era posible? Por la tarde se encaminó hacia la pequeña iglesia, que estaba al otro lado de la colina. Subió los peldaños y se arrodilló ante el altar. La imagen de san Cristóbal presidía aún el pequeño recinto. Alguna mano benévola la habría salvado de la quema durante la guerra. Tuvo la impresión de que trascendía del recinto un perfume de días antiguos. Le pareció que aquellos bancos estaban llenos. A un lado estaba el viejo don Desiderio, con su facha señorial, con su espalda curvada, como un prócer. Le pareció que aquella era la iglesia de don Pascual, el cura de mal humor, el que se peleaba con el obispo, y que aquella era la iglesia de las Fiestas Mayores de los primeros años de casado. En aquella iglesia bautizaron a su hijo, Desiderio. ¿Qué sería de él? ¿Cómo andaría por París? ¿Qué haría Desiderio cuando él muriese?

Todo había cambiado. Los hombres, las tierras habían cambiado. Las dos momias romanas, mantenidas incólumes durante dieciocho siglos, habían desaparecido. Solo él se emperraba en no moverse del lugar, en mantenerse incontaminado e intacto. Ya que era viejo y que iba a morir sentía que se arrepentía de muchas cosas, sobre todo de las que no había hecho. Se arrepentía de no haber dado a su vida un sentido más trivial, de no haber accedido a muchas de las llamadas de la frivolidad y de la sangre, de no haber reído cuando había que reír y de no haberse burlado a menudo de sí mismo. Se sentía contrito por haber nacido así y por no haber sabido rectificar nunca. «Solo cuando llegamos a viejos nos damos cuenta de que hemos errado», se dijo.

Un sacerdote salió de la sacristía. Debía de ser el actual cura. Era joven, se dirigió al altar y empezó a encender las velas del ara, tres a cada lado del sagrario. Luego volvió a la sacristía, de donde salió vestido con roquete, y empezó a dirigir el rosario. Había entrado una anciana que lo siguió, dándole respuesta, desde las primeras filas del templo. Joaquín Rius permanecía sentado en su banco, mientras en sus oídos se perdía el sonsonete de las avemarías.

Evocó los rosarios rezados en la época escolar, aquellos rosarios infantiles en el colegio de los jesuitas, en que la voz del sacerdote era un peso que se posaba sobre los párpados cargados de cansancio y de sueño. A su lado estaba Ernesto Villar; en su faz aristocrática se marcaba un rictus de desdén. Más tarde habría de conocer ese rictus, habría de comprobarlo y de verificarlo. Luego recordaba el rosario del barrio, el que él mismo dirigía ante los payeses con voz firme, en el patio de la finca, después de la muerte de Mariona. La imagen de su mujer se le hizo presente, con los rasgos tan firmes, tan exactos, que creyó que había habido una resurrección, que ella alentaba a su lado y que volvía a vivir. Y sintió en su hombro un dolor muy fuerte, un dolor intenso que le mordía el pecho y le destrozaba.

El cura y la viejecita estaban a su lado. Esta salió a toda prisa hacia fuera y el cura hizo que don Joaquín se tendiera en el banco. Estuvo mucho rato allí, pero no llegó a perder el conocimiento. El sacerdote le animaba.

—No ha sido nada. Es usted el dueño de Santa María, ¿verdad? Un día de estos iba a pasar a visitarlos… ¿Qué dice usted? ¿Qué quiere confesarse? Bien, bien. Pero no se mueva…, así mismo tendido en el banco. Después le llevaremos a su casa. No se preocupe, ha sido solo un síncope.

Ahora han ido a buscar unas pastillas y se repondrá.

Luego acudió Isabel. Su voz sonaba clara en aquella iglesia. Se acercó a él y le besó en la mejilla. Le repitió que no era nada. Habían ido a avisar al médico de Granollers y llegaría en seguida. Con sumo cuidado, entre ella y el sacerdote, le llevaron hasta la tartana, que aguardaba en el exterior. Don Joaquín quedó tendido bajo la capota. En el exterior había oscurecido. Una gran luna redonda alumbraba los campos. Se veía en lo bajo la riera y lejos, entre la vegetación del llano, la silueta de la gran casa flanqueada por el bosque y al cobijo de los altos plátanos del jardín. De la riera venía el rumor de las ranas, que croaban con un ritmo seguido y monocorde. Joaquín Rius permaneció tendido en la banqueta. Isabel le había ofrecido una pastilla; el dolor había pasado y él volvía a respirar con normalidad.

—Ahora vendrá el médico —repetía su nuera—. Él dirá si le llevamos a Barcelona o se queda aquí. ¿Usted qué prefiere?

La noche era la misma que hacía años; tenía la calma y el sosiego del día en que Jaime y Pallui se pelearon en aquellos mismos campos. Las ranas croaban de igual manera que entonces. La luna era la misma. El caballo movía sus poderosas ancas como Revérter. El tiempo parecía haberse detenido, pero el viejo Rius sintió que por aquellos campos se deslizaba el zorro y merodeaba la muerte.