XVI

ANTES DE SER DETENIDA, Rita Arquer se había preocupado de dejar bien instalados a sus protegidos. A mosén Perramón le encontró cobijo en una familia devota que vivía en el barrio de San Gervasio, y que tuvo así ocasión de disponer de misa diaria a domicilio. Era una familia con innumerable prole. Como muchos de los chiquillos eran aún incapaces de comprender que los curas tuvieran que esconderse, se les dijo que mosén era un tío llegado de América y se les insinuó que por sus tropiezos en la vida se había visto obligado a recurrir a aquella reclusión. De todos modos las misas tuvieron que ser dichas en la clandestinidad, solo «para los mayorcitos» que fueran capaces de controlar los deslices verbales.

A las monjitas las instaló, como si fueran hermanas, en las oficinas del Sindicato de Hostelería, para efectuar las labores de limpieza e higiene del local; de paso no estarían lejos de la fuente de avituallamientos; les rogó que, llegado el caso, echaran desde allí una mano a sus antiguos compañeros de refugio.

A Joaquín Rius le llevó al domicilio de la hermana de su antigua sirvienta, Josefina. Josefina vivía con su hermana casada en un piso de Pueblo Seco. La hermana de Josefina se llamaba Hortensia y estaba casada con un cajista de imprenta de ideas conservadoras: don Nicasio Barba. Él estaba ya retirado y tenían un modesto pasar con el que vivir, recogido durante muchos años de ahorro y secundado por algún dinero que la mujer aportaba a casa con sus labores de costura.

Al principio don Nicasio acogió con una cierta reserva al fabricante. Aunque las circunstancias habían cambiado bastante desde el comienzo de la guerra, no le satisfacía albergar en su casa a un perseguido. Tenía por esta clase de gente todos los respetos. Los que llamaban «los fascistas» no eran más que la gente de orden, la gente decente y los caballeros. Entre estos estaban la mayoría de los amigos del antiguo cajista. Pero a sus años no tenía necesidad de líos de ningún género. Estaba convencido de que Franco acabaría ganando la guerra; los republicanos querían hacer comulgar a todos con ruedas de molino y no se había visto nunca que en España pudieran prosperar nunca sus procedimientos. Pero desde entonces hasta que acabara la guerra aspiraba a vivir con el mínimo de preocupaciones posible. Eran tiempos de pasar inadvertido y de no dar que hablar.

Su mujer opinaba lo contrario. Ella creía que para que Franco ganara era necesario que todos los españoles pusieran algo de su parte. ¿Y qué menos que amparar a un pobre hombre que, además, era el «señor» de Josefina, su hermana, al que esta había servido desde casi su niñez? Hortensia conocía por su hermana los pormenores de la vida de Joaquín Rius, desde su trágica viudez hasta los atentados, las ilusiones puestas en su hijo y la muerte de Llobet. No iba a dejar desamparado al viejo.

Como marido y mujer no discutían jamás y en la casa se hacía siempre lo que ella decidiera, Joaquín Rius se quedó a vivir allí. Mejor dicho, se quedó a dormir y a desayunarse. Y algunos días —aquellos en que tenían comida— también a comer. En eso salió ganando el viejo Rius con relación a su estancia anterior en casa de la viuda Torra. Allí, en aquel modestísimo apartamento, no se sentía, como en el Paseo de Gracia, en la inmediatez de un peligro físico. La amenaza de un rapto, de una persecución por parte de los antiguos milicianos había desaparecido. El Gobierno estaba enfrascado en otros pormenores. Ya no se iba a la caza de burgueses, como en los tiempos de la FAI; se iba a la caza de conspiradores, de espías, de los llamados trotskistas, y el que no lo fuera podía respirar con cierta tranquilidad.

Había, sin embargo, que tener cuidado con guardar las apariencias, sobre todo con los vecinos. En aquella casa de cuatro pisos y de ocho viviendas de la plaza de Blasco de Garay había gente de toda condición. El vecino del segundo primera, por delante de cuya puerta tenían que cruzar indefectiblemente para salir a la calle, era un hombre al que se le había visto salir con fusil el día de los sucesos. Desde aquel día había desaparecido de la circulación; se decía que estaba en el frente, pero en el piso quedaban la mujer, la madre y dos hijas, todas observadas con temor por el resto de los vecinos, y con las que había que tener mucho cuidado al hablar. Se le recomendó a Rius que cuando se cruzara con ellas no esbozara más que un saludo cortés.

Oficialmente Joaquín Rius —esta es la explicación que se dio—estaba en aquella casa porque acababa de morir su esposa y había sido echado del piso donde vivía como realquilado. Oficialmente pasaba por ser un jubilado que hacía «horas» de contabilidad en distintos establecimientos. La excusa era buena, pero obligó al viejo Rius a salir de casa a las nueve de la mañana y a no volver a ella hasta que había cerrado la noche.

Así resolvía al mismo tiempo el problema de la manutención. Antes de ser encarcelada, Rita Arquer había facilitado tanto a mosén Perramón como a Joaquín Rius sendas tarjetas de abastecimiento para ir a servirse del rancho que distribuían en el hospital de las Milicias del Paseo de San Juan. Este local, en el antiguo edificio de las Hermanitas de los Pobres, repartía todos los días una menestra a los favorecidos con la tarjeta de abastecimientos, que formaban largas colas frente a su puerta. Mosén Perramón y Joaquín Rius empezaron a coincidir allí todos los mediodías. Se cruzaban una profunda mirada de complicidad, recogían su plato de menestra y se retiraban a deglutirlo en silencio.

La vida, pues, era para Joaquín Rius muy distinta a la que había tenido que llevar resignadamente en los sótanos del principal de Evelina. Con solo gozar del esplendor de la luz del sol, tuvo Joaquín Rius un inmenso alivio. El hecho de contemplar la vida de los demás, aunque fuera sin cruzar una palabra con ellos, le infundía unos ánimos que no había tenido desde antes del 19 de julio. En su paseo por las calles de Barcelona advertía indicios claros de lo que estaba ocurriendo. En los comentarios que escuchaba en la cola del hospital de Milicias, se filtraba poco a poco una renovada fe en el porvenir. La cola de los que esperaban la menestra era un hervidero de chismes, opiniones y detalles acerca de la guerra y de sus circunstancias; y a través de ellos no era difícil colegir que la guerra iba mal, que la retaguardia estaba descontenta y cansada, y que ya nadie creía en lo que decían los diarios; en suma, que la gente estaba harta y que todo ello no tardaría en estallar.

Muchos de los que formaban aquella cola eran antiguos milicianos mutilados, a los que había habido que licenciar; y si no, algunas mujeres, madres, hermanas, novias o esposas de ellos que iban en su nombre a recoger la menestra. Tenían, pues, un sentimiento de exigencia, como acreedoras o acreedores de la situación, y eran los que podían hablar más libremente. Su pensamiento se expresaba en sarcasmos hirientes:

—Cuando acabe la batalla del Ebro dicen que nos aumentarán la ración.

—Yo he dejado la pierna de un hijo y el brazo de otro. A ver si ponéis aquí más sustancia.

—Enchufados, embaucadores; al frente os haría ir a todos. En la retaguardia no quedaríamos más que las mujeres. Veríais si iríamos bien.

—El caldo de ayer que se lo coma Negrín. Estamos hartas de agua sucia.

A veces alguna de las expresiones hacía poner a mosén Perramón, erguido al otro extremo, una mirada de compunción o los ojos en blanco. Joaquín Rius notaba entonces que el clérigo estaba rezando en su interior para diluir la crudeza de algunas expresiones. Con una mirada de comprensión y de complicidad procuraba infundirle paciencia.

Y así transcurría un día y otro. Cuando le llegaba su turno a Joaquín Rius se retiraba con su fiambrera hasta la plaza de Tetuán. Se sentaba en un banco y empezaba a llevar la menestra hasta su boca con una cuchara. Acabada la menestra, se acercaba a la fuente pública que había en la plaza y se ponía a beber. Después permanecía allí sentado dos o tres horas hasta que consideraba que era el momento de volver a casa. Entonces tomaba un tranvía que se deslizaba renqueante por toda la Gran Vía.

A medida que pasaban los días iba ligando una amistad más sincera y más honda con don Nicasio Barba. Este era un riojano alto, de rasgos llenos, con una nariz rotunda y gruesa y una tez colorada. Llevaba unas gafas de concha y lucía debajo de la nariz un bigote blanco, fluvial y espeso. Respiraba con cierta fatiga, pero no por eso dejaba de hablar. Se confiaba poco a poco a Joaquín Rius. Contaba al viejo fabricante lances de la vida de Espartero en su ciudad natal; un abuelo de don Nicasio había sido asistente del general en la ciudad de Logroño.

—Era presumido, tenía malas pulgas y no perdonaba un detalle en el vestir. En el asunto de faldas era galante e impetuoso, un verdadero romántico. Mi abuelo había tenido que salvarle más de una vez de las iras de algún marido celoso…

Así fueron poco a poco entrando en comentarios más hondos sobre la situación y el curso de la guerra. Don Nicasio confió una tarde abiertamente:

—Me han dicho que lo que busca Negrín es una paz concertada. Creo que han salido ya emisarios para Burgos. Que tengan éxito o no es otra cuestión.

Por la mañana, al salir de casa, Joaquín Rius se quedaba un rato en la plazuela de Blasco de Garay. A veces se sentaba en uno de los bancos viendo cómo los chiquillos jugaban. Los chiquillos del barrio formaban una pandilla bullanguera. Jugaban a la guerra, hacían lo que veían hacer. Peleaban entre ellos para ser los vencedores; de modo que hacían turno: un día ganaba uno de los bandos, al otro día el otro. Joaquín Rius observó que uno de los elementos infantiles, algo mayor, permanecía siempre con los vencedores, cambiando de bando todos los días. Él era el organizador del juego. Pensó que un juego parecido era el que pretendía hacer Negrín al enviar sus emisarios a Franco. Pero Franco no sería tan tonto que quisiera seguir aquel juego.

Aquel día hubo un incidente en la cola de la menestra. Echaron de la cola a una mujer; era una hembra bien plantada, de unos cuarenta años, a la que dijeron que no tenía derecho al rancho; sus papeles no estaban en regla. La mujer, enfurecida, empezó a despotricar contra la situación de un modo que alarmó a Joaquín Rius. Se enfrentaba valientemente con los guardias de Asalto; hasta llegó a alzar la mano contra uno de ellos. Al final dijo, gritando, que tenían bien merecido lo que les ocurría; que pronto vendrían los fascistas, que les estaban dando manteca, que la República se iba a paseo y que ella se alegraba, porque todos ellos no eran más que unos facinerosos y unos enchufados. Joaquín Rius la observaba, desmelenada y amenazadora, atronando los aires, y temía por ella. Pero los guardias la dejaron marchar. Ella se fue despotricando Paseo arriba, mientras en el extremo de la cola empezaban a repartir el rancho.

Cuando llegó a la plaza de Tetuán y se sentó para apurar su plato, vio a aquella mujer sentada en uno de los bancos. La observó, miró con fijeza su rostro y notó que ella le reconocía y que le saludaba con una sonrisa. Sí, también él recordaba aquella cara. La recordaba como algo muy próximo; la había estado viendo durante muchos días de su vida, pero no sabía dónde. ¿Sería en la fábrica? ¿Dónde, si no? ¿Sería una trabajadora? No, las trabajadoras no eran así; y él no recordaba a las operarias, rara vez se fijaba en ellas. ¿Quién sería?

La mujer era guapa. Tenía una belleza bárbara y agresiva; su piel era muy blanca. Mostraba una parte de su busto por entre una abierta blusa blanca, que dejaba ver la línea superior de los pechos palpitantes. Un mechón de pelo de su frente gravitaba sobre unos ojos castaños muy grandes, que parecían sorber el sol de un rasgo. Una mano larga y hermosa llevó el mechón otra vez hasta la nuca.

Joaquín Rius intentaba recordar de dónde procedía aquel rostro, que dejaba en su ánimo una huella muy amplia y muy profunda. Ella no dejaba de mirarle expresivamente, como con ganas de entablar un diálogo con él. Joaquín Rius la recordaba de algo muy cotidiano y muy habitual, algo que se relacionaba con su labor de todos los días. De pronto un haz de luz pareció venir a enfocarla, en ayuda de una identificación. Sí; aquella era la nieta de Pedro, el portero de la fábrica, la que durante años había estado a la puerta cuando entraban los operarios, la que saludaba todos los días al viejo Rius. «Buenos días. Parece que refresca». O bien: «Se le nota la pierna más ligera, señor Rius. Ya se acerca el buen tiempo».

Joaquín Rius sintió una vaharada de emoción al dar con la personalidad de la fémina. ¡Cuántas horas pasadas con la complicidad, con la solapada compañía de ella! Recordaba cuando Pedro, el portero, le anunció que iba a recogerla. Le pidió permiso por unos días, para llegarse al pueblo de Aragón donde vivía su hija. «Mi yerno se ha marchado de casa, ¿sabe? La chica está sola y no puede alimentar a la niña». Pero cuando llegó la niña observó que estaba ya crecidita: tendría unos doce o trece años. Luego la niña fue creciendo en el recinto de la fábrica. Pronto llegó la hora en que daría a su abuelo, por su cuenta, algún quebradero de cabeza. «Señor Rius: quisiera poner una protección de hierro a aquella ventana». «Pero ¿por qué?». El viejo, al cabo de unos días, tuvo que confesar: «Don Joaquín: la niña es mal criada. Algunas veces la he sorprendido saltando por ahí, y no quiero que se me escape de noche». ¡Pobre Pedro! ¡Toda la vida viviendo para aquella niña, enderezándole los pasos! ¡Suerte tuvo de morirse! ¡Más valía que no viera todo lo demás! ¿Cuándo murió? Fue durante la Dictadura; sí, sería hacia el veinticuatro o veinticinco. Cuando murió él, la chiquilla, que ya tendría sus veinticinco años o más, se echó un novio de la sección de Telares, un tal Ruescas. Se casó con él, era un buen chico. Pero al cabo de poco él huyó de mala manera. Los compañeros le gastaban bromas sobre los cuernos que ella le ponía. Ella estaba hermosa, todo el día alborotando en el patio a los operarios más jóvenes. A partir de entonces, ella se quedó sola en la portería y no necesitó de nadie; por lo menos no dio más que hablar. Las últimas veces que Joaquín Rius se fijara en ella la solía ver en compañía del chófer de Desiderio. Desde entonces no había vuelto a verla.

Cuando volvió a mirarla, sentada en el banco, como si esperara algo, la emoción de todos aquellos recuerdos le nubló la vista y tuvo que hacer un esfuerzo para captar su imagen lúcidamente. Ella le observaba también con sus grandes ojos, segura de su guapeza. Pero había en su porte como un mohín de timidez.

Joaquín Rius no quiso dudar más. Se levantó y se acercó a ella, con aquel paso tan inseguro, apoyado en su bastón. Le dijo:

—Ahora no me acuerdo de cómo se llama, pero en cambio me acuerdo mucho de usted; de usted y de su abuelo. Diga ¿cuál es su nombre?

—Me llamo Juanita. Soy la nieta de Pedro, el portero.

—Sí. Me acuerdo muy bien. Figúrese, tantos años… Dígame, ¿qué le ha pasado en la cola?

—Es largo de contar. La cuestión es que me quedo sin comida.

—Bueno. Por hoy podremos partirnos esta —dijo don Joaquín, ofreciéndole su fiambrera. Ella rehusaba, pero sin mucha convicción.

Juanita le miraba. Le dijo:

—Es una vergüenza que usted, señor Rius, tenga que venir a esta cola. Que vengamos nosotros, que siempre hemos sido de la calle, bueno… Pero usted…

—Ya lo ve… La vida tiene rasgos que no creíamos… Tome, tome la mitad —insistió, ofreciéndole nuevamente la comida—. No crea que es la primera vez que invito a solas a una mujer —bromeó, echando con su cuchara, en la fiambrera de ella, la mitad de aquel caldo oscuro en que se veían flotar algunas patatas.

Justamente él miró entonces a una de las casas que rodeaban la plaza por su vertiente sur y se fijó en uno de los balcones; hacía años, muchos años, había contemplado el amanecer desde aquel balcón. No sabía por qué en aquel momento la imagen de Lula se confundía con la de Juanita, a la que tenía delante.

—¿Y qué ha sido de usted en estos años?

—Yo sigo viviendo en la fábrica, como siempre, señor Rius. Aquello está destartalado, no hay quien lo conozca. Cuando esto acabe, si usted vuelve, tendrá que ponerle remedio a todo el desvarío que han hecho por allí dentro. Primero se llevaron toda la madera: estanterías para piezas, armarios de los tintes… Todo aquello lo quemaron. Lo que no han tocado han sido las máquinas, eso no. Esas pueden volver a andar cuando se quiera.

—¿Y quién es el jefe allí?

—Durante un tiempo mandó el Pitágoras, ¿no lo recuerda? Pero luego cayó mal en la sindical. Ahora está cerrado; no estoy más que yo.

—Y el chófer, ¿ya no le acompaña?

Iban los dos comiendo de su menestra lentamente. Ni él ni ella hubieran podido sospechar una situación semejante unos años atrás.

Juanita le miró con unos ojos enfurecidos. De ahí venía todo su mal.

—¡Maldito Antonio! ¡Macarrón, vividor, es él el que me ha hecho todo este daño! ¿No lo sabía usted? Cuando empezó la guerra parecía que se iba a tragar el mundo. Se hizo del partido y empezó a prosperar. Estuvo un poco en el frente, muy poco, porque a él eso de jugarse las narices no le gusta. Cameló a muchos, fue a Moscú y volvió; pero cada vez me dejaba más suelta. Hasta me proponía que yo me entendiera con un Voronof de estos, para ayudarle a subir. Comencé a ponerle dificultades; total, que empezó a maltratarme; al final me denunció como fascista. Suerte de las amistades que una tiene entre los mandamases; que si no, lo paso muy mal…

Veía a Juanita engullir la menestra con un apetito voraz, moviendo unos gruesos labios, ávidos y sensuales. Unas gotas del líquido se le escurrían por la barbilla. Observó en sus facciones, de pronto, una expresión de infinito odio hacia el chófer del uniforme gris.

—¿Lo sabe? ¿Sabe que fue él quien mató al contable, al señor Llobet?

—¿Cómo dice?

—Que fue él. Al señor Llobet los obreros yo no sé si le querían mal, pero le tenían respeto. Fue Antonio el que se acercó con la pistola y le disparó dos tiros. Yo estaba delante. Yo lo vi —aseguró con firmeza, haciendo tambalear lo que en el ánimo de Joaquín Rius estaba todavía en pie.

—¿Lo vio usted?

—Sí. Con estos ojos —exclamó vehementemente, señalándolos con un ademán—. Nadie me puede desmentir. ¿Y sabe lo que espero?

—¿Qué espera?

—Espero que lleguen los militares de verdad, los fascistas. Una ha hecho en esta vida muchas cosas, unas bien, otras mal. Pero espero a que lleguen para ir a su cuartel y decirles: «Este es el canalla que mató a Llobet en la fábrica de Rius. Lo mató para robar en la caja de caudales, pero le puso dinamita y dentro de ella no había nada. Se quedó con las ganas».

Mostró a Rius una foto de Antonio el chófer, con el uniforme gris, en el que relucían todos los botones. Reía a carcajadas. Esta declaración pareció enturbiar el ánimo del viejo Rius. No había vuelto a hablar con nadie de la fábrica ni de los sucesos que en ella habían ocurrido el 19 de julio. Juanita era la primera interlocutora que encontraba, y justamente ella aseguraba que había sido testigo presencial de aquellos acontecimientos. Joaquín Rius la observó con cautela, con reserva. Pensó que acaso ella no fuera más que un agente provocador. Por otro lado, se notaba muy viejo. Era ya muy viejo para almacenar más ira. El deber de los viejos es escuchar y callar.

Pero en aquel momento le entró la comezón de ver la fábrica, de pisar nuevamente aquellas losas que eran su vida entera y a las que la guerra había hecho olvidar. Pensó que Juanita no pondría ninguna dificultad y le planteó la cuestión.

—Oiga, Juanita, ¿podría ver la fábrica sin que nadie se entere? Ella asintió con un signo afirmativo. Preguntó:

—¿Cuándo quiere usted verla?

—Ahora, ahora mismo —contestó él.

—Vamos pues. No hay dificultad.

La dificultad estaba en llegar hasta allí, con el paso renqueante de Rius y la simple ayuda de su bastón. Pero emprendieron la marcha, siguieron por la izquierda de la valla del Parque de la Ciudadela, como tantas veces en su vida; entraron en el arrabal y desembocaron al fin en una calle más ancha al final de la cual, sobre una tapia, se veía el letrero «Tejidos Joaquín Rius».

Era curioso que, al cabo de aquellos dos años, le pareciera que no hacía más que seguir un camino habitual y que este no se había interrumpido. Había temido que llegara aquel momento, pensando que le iba a sacudir una brusca y desagradable emoción. Pero no fue así. Era como si fuera un día más; lo único que echaba de menos era no ver aquel patio lleno de trajín; faltaba allí el paso de los operarios, la compañía de los colaboradores, el movimiento de camionetas y de carros y aquel leve regusto a tinte y a materia química que exhalaban las naves en otros tiempos.

Entró en las oficinas. Las mesas estaban revueltas, adosadas y apiñadas en la pared. El suelo y la superficie de los muebles estaban cubiertos por una lámina de polvo. Entró después en su despacho. Los muebles eran los mismos, pero parecía que por ellos hubiera pasado un intenso huracán. En la pared había unos carteles bélicos pegados con chinchetas y la estancia olía a humedad. Los cajones de su mesa no cerraban; alguien había forzado la cerradura y se mantenían abiertos. Vio lo que contenían: aún había en ellos alguna de las carpetas en que él acostumbraba guardar los documentos, la correspondencia antes de ser contestada, albaranes, facturas, estadísticas de la producción, balances de situación o índices de productividad de los obreros. Pero allí había ahora toda clase de papeles. En una libreta estaban apuntadas con una letra primaria algunas cuentas particulares del que hubiera usado el despacho, que sería el Pitágoras: «A la Jenara, 200 pesetas; vermut y olivas, 1,60 pesetas; al Curro, 200 pesetas…». En la pared habían clavado una consigna escrita con unas letras gruesas y burdas: «Ojo, la bestia acecha».

Joaquín se dirigió al ventanal, desde el que tantas veces había estado observando la sala de Máquinas. Esta se hallaba inmóvil y solitaria a sus pies. No se movía ni un telar, ni un hilo, ni una mosca. El silencio en aquellos momentos se hacía aturdidor. La sala estaba oscura, envuelta en una medio tiniebla, y en ella parecían dormir los telares, la larga extensión de las máquinas, como monstruos polvorientos. Le inundó en aquellos instantes el sentimiento de una espléndida premonición. Se veía nuevamente en el centro de aquella empresa, manejando los hilos de su conducción. Los rojos habían fracasado, no habían acertado a conducirla. No había más que un hombre, Joaquín Rius, que fuera capaz de levantar y hacer andar a aquellas máquinas. Pronto se acabaría su postración. Sí, cuando las tropas entraran en Barcelona, la hora de aquella industria volvería a sonar.

Se volvió a Juanita, que le miraba en silencio, contemplándole caminar entre los muebles, palpar la superficie de las mesas, observar con una mirada penetrante la vasta extensión donde estaban las máquinas. La mujer le dijo:

—¿Ve, don Joaquín? Aquí es donde mataron al contable.

Sobre la alfombra, ya raída, hasta le pareció volver a ver el cuerpo tendido de Arturo Llobet. No quiso pisar aquel trozo de alfombra para no profanar la memoria del muerto.

Luego volvieron a bajar y Juanita le hizo entrar en la portería para ofrecerle un vasito de vino tinto. Le sacó de una botella que tenía escondida en la consola.

Desde allí se veía el interior del cuarto en el que Juanita debía de dormir. Había una cama alta, ya hecha, que lucía una colcha floreada, y una mesilla en la que destacaba un retrato enmarcado. Junto al retrato había un recorte de periódico. Juanita fue al cuarto y mostró el cuadrito a don Joaquín.

—¿No lo ha visto usted? Es el abuelo.

El recorte era una información de la huelga de transportes urbanos, el año siete u ocho. A raíz de aquella huelga vino el atentado. A causa de ella había muerto el primer Llobet. En la foto, el portero, Pedro, aguantaba por la brida a uno de los caballos que hicieron el transporte de las piezas hasta el puerto, en los largos carros. En la foto veía don Joaquín resumida toda la historia de aquellas paredes.

—Oiga, Juanita. Le voy a pedir que me deje esta fotografía. Algún día se la devolveré.

—Puede llevársela, don Joaquín, se la regalo. Del abuelo tengo otra en el armario, de verdad.

Después pasó unos días de intensa melancolía, como si apurase más su soledad. Josefina, en su casa, le reñía suavemente.

—¿No sabía que le iba a afectar volver a la fábrica? ¿Quién le hizo pedirle que le llevara allí? Esa chiquilla es una loca; ya lo era muchos años atrás.

Joaquín Rius aceptaba callado la reprimenda. No era capaz de rebelarse contra ella. Josefina, su doncella, ejercía sobre él una autoridad casi plena. Era la responsable de su salud. Josefina era ya anciana —tendría unos diez años menos que Rius—pero andaba todavía ligera. Aparte del cuidado de la casa y de don Joaquín ayudaba a su hermana Hortensia en los trabajos de costura que esta hacía por encargo.

Una de las cosas que Rita Arquer dejó también casi resueltas antes de ser aprehendida fue la conexión que, los que iban a tener a su cuidado al viejo Rius, establecerían con la finca de Santa María, para suministro de legumbres, frutos, tubérculos, volatería y carne. Lástima que Josefina tuviera tasados sus viajes a Santa María a uno por mes y que, aun así, se las tuviera que ingeniar para pasar aquel contrabando por los ojos escrutadores de carabineros y «burots». Hasta entonces Josefina había logrado salir bien de las inspecciones del trayecto. Pero no estaba escrito que todo tuviera que ir del mismo modo en lo sucesivo.

El día en que Josefina tenía que trasladarse a Santa María era preparado minuciosamente desde un par de semanas antes y, a medida que se aproximaba, parecía que se acercara una fecha destinada a ser histórica, un acontecimiento relevante, extraordinario y singular.

Muchas veces hablaba Josefina con don Joaquín de sus cosas comunes, en particular de todo lo concerniente a Desiderio o a Carlos Rius, el nieto. Ella no dejaba de rezar, una tras otra, novenas a la Virgen del Carmen porque el chiquillo —ella no podía dejar de llamarle así— volviera sano y salvo de la guerra. También llamaba chiquillo a Desiderio, de quien no se cansaba de contar gracias y zalemas de cuando era niño. Ella no comprendía cómo el viejo Rius hablaba de ellos como si fuesen hombres, y menos aún que se refiriera a Desiderio en algunas ocasiones con un tono duro y con ninguna benevolencia. Para ella Desiderio había sido siempre un buen niño, incluso entonces que estaba en París de Francia viviendo con una francesa. Esto, a él, había que perdonárselo. No en balde había sido y era aún el hombre más guapo del mundo.

Cuando Josefina volvió aquella vez de Santa María no se cansó de contar lo mucho que había sufrido. La casa —la gran casa solariega— estaba llena de refugiados. Se notaba que ellos no le tenían el menor apego a aquellos muros. Vivían allí en grupos de familias, como gitanos. Cuando llegó, vio como unos murcianos estaban cociendo un poco de comida en un fogón en mitad de la sala. Colom, el perro, no hacía más que ladrar y perseguirlos, como si comprendiera que aquello no se hacía; pero los refugiados la emprendían contra él a patadas y a golpes. Colom estaba muy flaco y no le extrañaría que muriese cualquier día.

Los colonos y campesinos estaban atemorizados. Los jóvenes habían huido de las casas para no tener que ir a la guerra. Muchos de los mayores habían abandonado el barrio y se habían ido a vivir en casa de parientes en Las Casetas. De entre estos, Josefina no había podido conectar más que con Moisés. El hombre, de la edad de Desiderio, le había facilitado todo lo que había podido conseguir. Allí estaba: un saquito de patatas y un paquete de judías que Moisés había podido sustraer a la vigilancia de los responsables, que tenían orden de guardarlas para la cooperativa de los refugiados. En las marías se habían acabado los pollos, los gallos y los conejos. No había podido encontrar ni un solo huevo. El espectro del hambre se cernía sobre la vasta comarca, antes tan pletórica y rica…

—Eso significa que estamos cerca del final de la guerra —dijo don Nicasio—. Nuestro pueblo es capaz de soportarlo todo; pero que no le toquen el estómago. Eso no lo aguanta.

—Si logramos verlo —opinó su mujer, Hortensia—. ¿Adónde iremos a parar si no hay comida?

La situación se había agravado en pocos meses y siguió agravándose. Ante algunos almacenes de abastecimientos empezaron a menudear los altercados y alborotos. Alguien decía que las mujeres son más difíciles de gobernar que los hombres.

Proliferaron las medidas contra los estraperlistas, los especuladores y los intermediarios. Don Hilario decía que cuando Negrín pedía a todos que se apretaran el cinturón lo que éstos harían sería quitárselo y empezar a blandirlo contra los opresores.

Lo mismo estaba haciendo dialécticamente Rita Arquer, en los patios y dependencias de la cárcel de mujeres, donde había sido recluida. Sin el menor respeto a la presencia y proximidad de las carceleras, que eran una especie de viragos uniformados que llevaban en la mano, como símbolo de su autoridad, unos juncos flexibles con los que obligaban a las reclusas a seguir el camino recto, Rita Arquer sostenía a voz en grito, en medio de la cárcel, que se acercaban los días en que todos los culpables pagarían el daño que habían hecho.

Las peroratas de Rita Arquer originaban terribles represalias por parte de las carceleras, que no lograban aminorar, no obstante, la frecuencia y el ímpetu con que Rita Arquer las pronunciaba. Al fin, los viragos descubrieron el único modo de hacer callar a la insurrecta. Consistía en aplicar estas represalias no a ella misma, la infractora de las normas, sino a una cualquiera de las otras reclusas, principalmente a cualquiera de las encerradas por fascistas. Con ello, Rita Arquer interrumpió sus arengas.

Había en la cárcel mujeres de toda condición. Las había recluidas por toda clase de crímenes y delitos. Las menos abundantes eran las reclusas por razones políticas. No había más que dos o tres que estaban allí por ser acusadas de fascistas. Con ellas ligó inmediatamente Rita Arquer. No se sabe cómo lo consiguió, pero a poco de entrar en la cárcel conseguía dar el parte nacional a sus compañeras. De qué sobornos o artilugios echó mano una vez dentro para obtener la información, es cosa que no podrá jamás ser aclarada.

Había abundancia de prostitutas, de desviadas eróticas, de lesbianas. Había mujeres con facha de alcahueta y algunas de ellas que ejercían esa inclinación en la misma cárcel. Tomándola por una de las otras, una de ellas propuso a Rita Arquer conectarla con una mujer «muy dulce y muy cariñosa, que la haría feliz en aquellas horas tristes»; Rita Arquer la fulminó con una mirada con la que un juez justiciero hubiera podido recluirla otra vez. Había algunas alcohólicas que se hacían llevar de tapadillo botellas de vino o de licor, y que algunas veces caminaban por el patio dando tumbos o chillaban desaforadamente en sus celdas, sin dejar dormir a las otras. Al día siguiente se las veía macilentas, despeinadas, con los pelos que caían en mechones lacios hacia las mejillas, con los ojos extraviados, como imágenes impuras de la degradación. Había también una mujer, que paseaba siempre sola y con una gran dignidad, de la que le habían dicho que era comadrona. Había sido encarcelada por haber practicado trescientos veintitrés abortos comprobados, en la ciudad de Zaragoza, durante el período de diez años en que ejerció la profesión de comadrona. La que se lo contaba a Rita Arquer era una prostituta de Talavera de la Reina. «Hasta entonces nadie había sabido que en Zaragoza se practicara el coito con tanta asiduidad. Fue ella la que lo puso en claro».

Había también media docena de asesinas. Mujeres que, en un rapto de pasión y de locura, habían cogido un cuchillo y habían cruzado con él el corazón del hombre al que amaban. Esas solían contar historias quejumbrosas de amor, que ponían en vilo el ánimo de Rita Arquer y suscitaban en ella una conmiseración sincera. Eran mujeres del pueblo, que no habían podido retener al hombre con quien compartían la vida y que no habían tenido más remedio que matar. Rita Arquer pensaba que si eso mismo hubiera hecho de niña Crista, cuando se enteró de que Desiderio la engañaba, en lugar de tomar la revancha con la misma medida, quizás estuviera en la cárcel, pero con la cabeza alta.

Rita Arquer se enternecía ante el drama de aquellas mujeres. Ella misma hubiera cogido un cuchillo y hubiera arremetido contra… ¿Contra quién? No conocía a ningún hombre, pensó, por el que valiera la pena manejar un cuchillo…

Rita Arquer pasaba las horas, las que estaba fuera de la celda, en compañía de las dos reclusas fascistas y en compañía de las asesinas. De vez en cuando se acercaba alguna drogada o alguna alcohólica y les llevaba la noticia: «A la Etelmira le han dado de palos esta noche. La Jirafa se la tenía jurada». La Jirafa era una carcelera alta como un pararrayos, de una ferocidad fuera de lo común: acostumbraba a apalear personalmente a las reclusas díscolas. A Rita Arquer la había apaleado en los costillares más de una vez. Pero Rita Arquer apretaba los dientes y se quedaba tan pancha. Era la única a quien la carcelera no había podido arrancar ni un solo grito.

La ayudaba a soportar la vida de la cárcel la sensación que tenía de que la guerra iba a durar muy poco, que pronto sería puesta en libertad por los nacionales y que entonces verían la Jirafa y sus compinches quién era quién de todas ellas. Únicamente la alteraba, no la dejaba dormir del todo en paz, el hecho de haber tenido que dejar sus dedicaciones benéficas y el que una serie de gentes que vivían a su cargo hubieran quedado desamparadas con su reclusión. Una de ellas era el viudo Rius; la otra, mosén Perramón. Pero de esas dos personas aún podía en cierto modo responder satisfecha que su vida discurría en adelante con cierto sosiego y que no había nada que temer con respecto al futuro. De quien no podía pensar lo mismo era de su amiga y señora doña Evelina Torra. No podía pensar en ella sin que le pareciera que por su cielo empezaban a cruzar densos nubarrones.

La había dejado en manos de Lorenzo, el portero de la finca del paseo de Gracia. Lorenzo era un buen hombre, que había entrado hacía muchos años al servicio de doña Evelina como cochero, antes que empezaran a circular los automóviles. Conducía un cabriolé, en el que salían de paseo los domingos. Al casarse doña Evelina le había cedido la portería para que viviese allí. Pero Rita Arquer no acababa de fiarse del todo de la mujer de Lorenzo. Era una descuidada y tenía ya también bastantes años. No acababa de confiar en que ella fuera capaz de subir todos los días, por lo menos una vez, a arreglar a la vieja.

Doña Evelina ya no se podía valer. A sus años, muchas veces no era capaz ni de aguantar sus necesidades biológicas. Había que tener mucha paciencia con ella. Había que ser capaz de cambiarle la ropa y de acostarla por la noche. Eso había estado haciendo con ella, durante unos años, la abnegada Rita Arquer. ¿Lo haría también la mujer de Lorenzo? Rita Arquer pensaba a veces, en las horas baldías de su reclusión, que no habría nadie capaz de hacerlo.

La vieja Evelina era un carcamal abandonado en plena marea, y la marejada la sostenía sin moverla de sitio. Su cabeza sólo funcionaba a medias. A veces se creía que estaba en Cuba y que era una niña y su voz sonaba melindrosamente: «Cuchibí, dame un mango»; entonces se veía vestida de organdí color de rosa, entrando en un baile. Los alféreces de Capitanía iban a buscarla a bailar. Otras veces se la veía paseando en landó por París, poco después de la segunda Comuna. Estaban viendo a Sarah Bernhardt; estaba ella, una mujer, interpretando Hamlet: «To be or not to be; that is the question». Don Arístides Fernández, el maduro diplomático, hacía días que la venía asediando. Sus modos eran discretos; su acoso, apenas sentido. Todo él rezumaba tacto, distinción. «Perdone, Evelina, que le diga…». «¿Qué?», preguntaba ella, disimulando la avidez que sentía. «No puedo dejar de pensar en usted ni de día ni de noche». Le vio enrojecer, ruborizarse. Estaba segura de que esa expresión: «ni de noche», se le había colado. ¿No sería una impertinencia? Evelina pasaba revista a la sazón, junto al balcón del paseo de Gracia, a todos los adoradores que había tenido: a Ruipérez, un amor atolondrado, que murió durante la guerra en Cuba; a Blasco, Nieto y Garay, tenientes de la Armada, los tres a la vez; se casaron los tres en Ultramar, antes del desastre. A Lángara, un comerciante en vinos de Vitoria, que le hubiera dado una fortuna; este, loco de amor, la amenazó con matar de un pistoletazo a todos los que la miraban; a Tramontín, a Illescas, etcétera, entre las visitas de su madre; y después, ya casada, a tantos y tantos… Se acordaba de Pablo Niebla, el que la horadaba con los binóculos todas las noches de Liceo. Ella estaba casada ya y su marido hecho un pingajo; y se entregó a él, a sabiendas de que estaba mal hecho. Fue tal la pasión que entonces arrebató a don Pablo, que durante años y años, no lo pudo apartar de ella. ¡Cuánto tiempo, cuánto barro, cuánta desilusión! Y don Pablo había muerto pronunciando su nombre, ante los oídos atónitos de toda su familia, mujer legítima e hijos casados, que no pudieron evitar esa velada confesión ni ante las puertas de la eternidad…

¿Cuántos años tenía ya? No lo sabía, palabra que ni ella misma lo sabía. Debían de ser muy cerca de ciento. Cuando proclamaron a Alfonso XII pasaba, y mucho, de los veinte. Habría que mirar papeles, verificar en los registros. No valía la pena. Había sido tal el cuidado que había tenido en ocultarlos, que ella misma se había perdido en el regateo. Y nadie lo sabría jamás. No sabría nadie los años que tenía ella ni los años que tenía su hija. Ambas iban a pasar por el mundo de un modo intemporal. Solo tenían edad los hombres. A los hombres sí que les convenía tener una fecha fija. Los hombres eran precisos como un reloj, puntuales como una cita, exactos como un contrato. Pero ¿ellas? A ellas les convenía el gesto de las amas de las Antillas, que se tumbaban de sol a sol en la hamaca con un ademán indolente y salvaje. Sus casi cien años habían sido como un inmenso desperezamiento, como un largo bostezo, como un no va más… Pero no tanto: por fuera, algunas veces había estallado en actos de voluntad y en arrebatos hasta de cólera. Por ejemplo, cuando se casó Crista, ¿quién fue sino ella la que barajó las cartas para que salieran los triunfos a la hora prevista? ¿Quién ganó aquella partida sino ella, Evelina Torra, contra los dioses adversos? Pero ¿quién se lo iba a reconocer?

Al otro lado del ventanal, por la ancha arteria ciudadana, hacía meses que no se veía discurrir más que a unos sujetos de barba cerrada y fusil desempolvado, que de vez en cuando subían a su piso para indagar algo. Todo eso le tenía a Evelina sin cuidado. Los hombres, a la guerra; las mujeres, al lecho. Pero, entre tanto, Evelina Torra notaba que se estaba quedando hierática, tiesa en su trono, impávida en su pedestal, sin la facultad de moverse por sí misma. Todos aquellos bultos pasaban por su lado sin rozarla y ella se mantenía erguida en su trono sin pestañear. Toda ella era entonces como un mausoleo de sí misma y notaba que se mantenía derecha e inmutable únicamente a causa de los corsés. Sin la espesa argamasa de ballenas y cauchús, todo su ser se hubiera derruido.

Se hacía difícil determinar en Evelina la frontera que había separado el ser y el no ser. En ella, esa frontera había cruzado por las marcas informales, por las zonas inconcusas, por los caminos del equívoco, en que no se sabe cuándo el ser ha dejado cabalmente de ser. Una extraña advertencia dentro de su ánimo la había precavido contra la presencia del agente del SIM que se dio a conocer como agente Hortuna. Antes de que sonara el timbre de la puerta había sentido Evelina la premonición de que algo especial iba a ocurrir. Había tenido la certeza de que la rodeaba un grave riesgo, que estaba a punto de correr una aventura difícil y alarmante. Pero el agente tenía un aspecto normal, casi diría que excesivamente normal para tratarse de un agente. Era un tipo algo demodé, excesivamente pulido, soberanamente tallado en franela, con un traje «diplomatic» cruzado y de tono gris, rezumante de brillantina en el pelo, suavemente ondulado. En fin, un tipo que Evelina calificó de «excesivo», quizás un latin lover de otra época, que traía al corazón el rescoldo aún humeante de los tiempos de Rodolfo o de Carlos Gardel, el de la voz de macho. Pero en esta época, con los milicianos en la calle, ya no se estilaban galanes de ese tipo y el agente Hortuna había cruzado su retina sin afectarla, como si no existiera. La primera duda que se había planteado, relativa al ser y al no ser, su ensamblaje y coordinación, la tuvo cuando no supo si el agente Hortuna había existido o no, si había entrado o no en aquella sala, si había dialogado con Rita y con ella o no había dialogado. Aun así, pensaba que unos pocos años antes era seguro que el agente Hortuna hubiera existido; no le hubiera importado el exceso de brillantina ni el aire un poco afectado y de señorito que traía consigo. Habría intentado enredarle en las mallas de su corazón y probablemente lo habría conseguido; conocía bien a ese tipo de hombres. El latin lover es un ser melancólico y tímido, que parece arrogante y que no es más que apocado. El caso es que Evelina escuchó un diálogo que no se atrevía a decir que fuera cierto, un diálogo entre Rita y el agente: «El señor Borredá, muy educado, fue precisamente quien me autorizó a visitar a Matías Palá». «¿Por qué? Pues por simple sentimiento humanitario». Y más tarde: «Ese Pedro Cuenca Ripollés, si ha estado aquí, habrá estado como está usted ahora: sin que nadie le pidiera que entrase. Si es trosquista o tosquista, o lo que sea, a mí no me afecta. Ni siquiera sé cómo se come eso. Yo no puedo evitar que venga a verme gente que no conozco. Eso les pasa a todos…». Rita Arquer y el agente Hortuna habían tenido una conversación más o menos de este tono. Luego, Evelina casi no recordaba más. Recordaba que, antes de irse con él, Rita se le había acercado y con sigilo le dijo: «Ahora diré a Lorenzo que suba a cuidar de usted. Sobre todo no diga una palabra. Y aguante, que ya está muy cerca el día de la liberación». Tras de lo cual se había marchado.

Y fue entonces cuando empezó a mirar a la calle, con los ojos parados, y vio y no vio que la gente subía o bajaba por el paseo de Gracia y de pronto se quedaban todos quietos, como cuando se interrumpe una película, y luego volvían a avanzar a toda prisa, también como en las películas de antes. De pronto la gente desaparecía y no quedaba más que la calle vacía, los bulevares desiertos, los grandes plátanos de la calzada azotados por un viento tempestuoso y cálido que todo lo barría. Dios, ¿se habría quedado sola? Sí, estaba sola, mucho más sola que nadie en el mundo, ella que siempre había querido estar tan acompañada. Llamaba a gritos y veía a alguien frente a ella, alguien a quien ya había visto alguna vez. Pero era una cara hosca, una cara repugnante, la cara de Felicia, la mujer del portero. «¡Fuera, fuera de aquí!», gritaba. «Lo que queréis es asesinarme». Y aquella cara había puesto una expresión de espanto, se había vuelto, había dicho unas frases hirientes y se había marchado. Nunca más había vuelto a verla. Ni aquella noche, porque no la habían movido de sitio; se había quedado donde estaba y se mantenía tiesa en la poltrona, sin chistar; ni aquella mañana, ni aquel mediodía, ni aquella tarde.

Cuando entró el agente Hortuna, Rita acababa de llegar del Borne. Estaba contando la conversación que había tenido con Higinio, el del puesto de verduras. Higinio tenía altibajos: a veces creía que ganarían los rojos, otras que ganarían los nacionales. Higinio no era de temer en ninguna de esas dos circunstancias. Cuando era de temer era cuando le daba por pensar que no ganaría ninguno de los dos. Entonces era temible. Era capaz de quemar en su puesto una cosecha entera de lentejas, de llamar a un guardia y denunciar a quien tuviera delante, de abrirse en canal o de abandonar su puesto en la plaza y lanzar gritos subversivos. Rita le había encontrado aquella mañana presa de la creencia de que la guerra acabaría en tablas, y su diálogo con ella estaba salpicado de sarcasmos hirientes: «Toda la guerra que usted se ha dado, señora, y la que nos ha dado a nosotros, para acabar en nada…». «Tanto anunciar que vendrían los nacionales y los que van a venir son los diputados ingleses, para meternos a todos en San Boy. Sí, eso harán y tendrán toda la razón del mundo. ¡Dónde se ha visto!».

Por el paseo de Gracia pasaba un hombre con un carrito que quizá fuera Higinio el del Borne; quizá no… Sí, se le hacía difícil a Evelina separar la frontera que divide al ser del no ser. ¿Estaba vivo el hombre del carrito? ¿Estaba muerto? ¿Estaba viva o muerta ella misma? Se acordaba de Vallvidrera, cuando los niños eran niños. Crista no tendría más que trece o catorce años. Ella sí que estaba viva entonces. Entraron en las grutas mágicas, al borde de unos cochecillos que discurrían sobre rieles y salían de las sombras a la luz, sobre un trecho de bosque, para volver a anegarse en la tiniebla. Aquel día iba con Zacarías Bordas, de la embajada de la República Argentina, y con Zanetti, un músico que tocaba en la Orquesta Nacional Cubana, a la que ella quería presentar en Barcelona. Pero el músico lo echó a rodar; se puso hasta tal punto impertinente, la acorraló de tal modo, le puso en la zona de sombra la boca en su escote y la zarandeó con la mano por debajo de los flecos del organdí de tal forma, que ella temió que incluso su hija, Crista, pudiera haber notado algo. Veía la cara, sonrosada, tibia por el sudor que abrillantaba su piel, que ponía el músico cubano que se trataba de presentar. Su lacio bigote caía sobre la mejilla, con la guía aplastada. Todo él estaba desaliñado; le sobraban perneras, intentaba arreglar el desorden que se había operado en su interior, de calzoncillos para abajo. Zacarías Bordas, el argentino, acudió diplomáticamente en su ayuda: «Maestro, el arte es apasionado, tumultuoso, viril». Y cogiéndole de un brazo le llevó a una zona donde no pudiera ser visto: «Maestro, perdone que le diga, lleva usted un botón de la bragueta desabrochado». Y todos notaron cómo el músico se llevaba una mano a la entrepierna…

Y con este recuerdo casi lúbrico, que tenía ya unos tintes cómicos, Evelina se había puesto a mirar la calzada del paseo de Gracia por enésima vez. No veía nada. Ya no existía. Estuvo así otra vez toda la noche y parte de la mañana siguiente. Cuando Felicia, la portera, entró de nuevo en el cuarto, la vio mirando a la calle con toda normalidad y pensó que Evelina era una dama eterna. En efecto, su posición, inamovible, tenía algún contacto directo con la eternidad. Los brazaletes y colgajos de su antebrazo, tintineaban y rebrillaban al resplandor de la luz; pero ella no se movía. De la papada le brotaba un collar de perlas de tres vueltas, que iba a morir en el anuncio del seno, en un seno opulento y fláccido, que mostraba su raya abruptamente. La carne era una carne pesada y fofa, pero abundante. Toda ella parecía embotada en las fajas y corsés cuya armadura se advertía reciamente debajo del vestido floreado. Toda ella era una imagen completa de la rotundidad femenina, del aplomo logrado. Estaba sentando sus reales en la mañana como dispuesta a recomenzar. Pero Felicia advirtió de pronto que no todo era normal en aquella figura. De su sonrisa, a un lado de la boca brillante de carmín, pendía un hilillo de baba sanguinolenta. Ese hilillo llegaba hasta casi alcanzar la mano ensortijada. Observó Felicia desde lejos, sin atreverse a acercarse a ella, el destello mate que tenían los grandes ojos azules de la vieja. Era un brillo apagado, que la miraba con un punto de desdén, como había mirado siempre. Ese brillo fulgía en las noches del Liceo, del Liceo anterior a la bomba; pero a Felicia le dio miedo. Se acercó un poco a la figura y notó de pronto con espanto que toda ella despedía un hedor nauseabundo, un hedor que era una mezcla de detritos renales y erupciones purulentas, un hedor a vacío, a putrefacción y a muerte, un hedor que hacía irrespirable aquella proximidad, un hedor que provocaba el vómito. Evelina estaba mirando a la calle, pero muerta. Todo lo que en aquellos momentos pasaba ante sus ojos por el paseo de Gracia no hacía más que resbalar por ellos. Felicia salió al rellano del principal y gritó, espantada, a Lorenzo, su marido; le pidió que subiera, que ya no podía más. Y cuando subió Lorenzo se acercó a la vieja tapándose las narices con la mano, para no sentir la peste, y le cerró los ojos desde lejos, como si no se atreviera.