XVII
EL SARGENTO DELICADO había preparado minuciosamente los pormenores de la captura de Máximo. Había adiestrado de una manera especial para el caso a los números que iban a acompañarle; había hecho un croquis de la situación en el lugar donde probablemente se le atraparía; por último, había mantenido contactos continuos con el cura de la ermita y, finalmente, un diálogo definitivo con él.
El secreto para meter a don Efrén en aquel ajo era hacerle creer que no se iba a prender a Máximo para ajusticiarle, sino que se le iba simplemente a retener para salvar su alma. Por su lado el alma de don Efrén era talmente cándida que pronto tragó el anzuelo. Para él todos los hombres, incluidos los guardias civiles, eran hijos de Dios y almas benéficas.
—Comprenderá, don Efrén, que no nos tomamos todo este trabajo para llevar a cabo una venganza. Pero si a este bandido, digo a este hombre, le ocurre algo, tal y como ahora está se irá derechamente al infierno. Y eso no puede usted permitirlo.
Lo mismo pensaba don Efrén. Nunca se perdonaría que Dios le pillara en tal descuido.
Por tanto, en diversas ocasiones en que el bandido pasó por el lugar, le invitó a que fuera a la fiesta de la Virgen del Tronc, en la que, aparte de rezarle a la Virgen, podría hablar y estar con Blanca, la mujer que había tenido. La Virgen le daría confianza para que a través de ella se reconciliara con Dios.
—¿Ya ha hablado usted con el Máximo, mosén Efrén? —le preguntó el sargento Delicado la última vez, a fines de noviembre; faltaban pocos días para la romería y el sargento estaba ya caldeado por la inminencia de la fecha—. ¿Qué le ha dicho?
—No me ha dicho ni que sí ni que no va a venir por aquella fecha. Pero por lo que he podido entender creo que sí, que vendrá. Sobre todo, señor guardia, que sea por su bien. No quiero que corra la sangre ni que se pierdan más almas. ¿Me lo promete?
—¡Cómo no, mosén Efrén, cómo no se lo iba a prometer! Lo que queremos usted y yo es lo mismo. Enviar al cielo a todos los… los sujetos. Ya verá qué ricamente estará el Máximo allí. Y nosotros aquí, sin él…
Blanca subió al monte el día de la Purísima, para satisfacer los designios del sargento Delicado. Había dejado al vástago al cuidado de Vista, en Mora de Rubielos. Era un bombón moreno y gordezuelo que pataleaba al aire y sonreía precozmente, haciendo las delicias de todos los que lo contemplaban. Había levantado en el pueblo un revuelo de comentarios, unos favorables, otros aviesos y malintencionados. Una vez que Blanca se enteró de algo que había dicho en contra de ella cierta vecina de Mora de Rubielos, la mujer de un concejal, a propósito de los hijos habidos como aquel, se enfrentó atrevidamente con ella en plena calle, avergonzándola:
—Usted no sabe, sátrapa, ni sabrá nunca tener hijos como este. De usted no saldrá nunca un puñado de vida. Lo único que usted puede dar son lagartijas.
Con ello se refería a media docena de vástagos esmirriados que la otra paseaba los domingos.
Los guardias civiles, al mando del sargento, efectuaron su subida al monte al margen de la romería. Por un lado iban los carros engalanados y la población de todo el valle. Por el otro habían subido a la ermita seis parejas de la Guardia Civil, y por añadidura el sargento, que llevaba el máuser bien asido, con unos ojos de lince que no perdían detalles. Para disimular su verdadera comisión, los guardias civiles llevaban el uniforme de gala: la cenefa de galón amarillo en el charol de los tricornios, cubiertos por un paño negro, al que daban una refulgencia de oro. Le enojaba al sargento mezclar la fiesta con el trabajo. Otros años había observado el tranquilo discurrir de las horas de la romería y le sacaba un poco de quicio pensar que aquel año el bullicio y las risas de las mozas iban a tener un trasfondo de drama y, tal vez, una orla de tiros y disparos, que podían entenebrecer la jornada y convertirla en un día de luto. Se haría lo posible porque no ocurriera de ese modo; así lo había recomendado a los números; pero les había dicho también que si había que embestir, se embestiría, y que no había que tener miramientos con tal de darle al Máximo su merecido. Que pensaran en el cabo Garrido y en los tres guardias civiles que habían muerto por su mano o a causa de él. ¿O es que no eran nadie las mujeres y los hijos de aquellos compañeros?
El día de la Purísima era un día gris, en el que parecía que pronto iba a llover, pero afortunadamente la lluvia se contuvo y no hubo más que unos flecos de niebla que quedaron sobre la tierra, acolchándola. Pero a tal atonía del ambiente pronto se impuso el vivo colorín con que iban engalanados carros y tartanas, casi convertidos en carrozas. Cada uno de los pueblos de la comarca, y los había en gran número, enviaba a la ermita su representación, formada por docenas de carros. Los lugareños acudían a la romería ataviados con sus mejores galas. Los hombres, de faja lustrosa y calzón corto. Sus medias blancas hacían un bonito friso en la cumbre y los hermosos pañuelos coloreados que lucían en la cabeza daban a la tez masculina un relieve de medallón. Pero lo más hermoso era contemplar la estampa de las mozas. La media blanca asomando bajo la falda ancha y de muchos vuelos, falda de paño o de terciopelo negro o granate, el jubón sobre la blanca blusa de encaje, medio oculta por el airoso caer de una mantilla que parecía subrayar la redondez de los pechos pimpantes; y el peinado ajustado por unas mantillas sujetas con peinetas de carey y adornado con flores. Los ojos de las mozas parecían fulgir con un destello que era vecino del pecado y que enardecía el mirar de los hombres, que se iba volviendo terco y obcecado con la luz, a medida que pasaban las horas.
Desde muy de mañana venía de las laderas del monte un rumor de canciones. Eran canciones cuyos ecos se desparramaban por la ladera, a medida que iban subiendo las gentes de los carros. Unas eran canciones religiosas, romances en loor de la Virgen del Tronc, cuya celebración iba a congregarlos. La letra de algunas canciones era de una ingenuidad enternecedora.
El roble del que te hicieron
ha crecido en el marjal;
y las flores que han nacido
las llevamos a tu altar…
Otra decía:
Virgen purísima, casta redentora
de toda la humanidad.
Ten tú piedad del pecador que llora
ten tú piedad…
Hacía ya rato que el sargento Delicado estaba en la anchísima explanada en que iban instalándose los carros a medida que llegaban. Veía cómo arribaban uno a uno los romeros, cómo mozas y mozos saltaban de los carros con una fenomenal algarabía y cómo iban creciendo a grandes oleadas el bullicio y la animación. Se oía por doquier un clamor de voces entusiastas, de chillidos, de risas femeninas junto a las de los hombres, y algún requiebro viril, declamado con voz fuerte.
El sargento Delicado acababa de ver a Blanca, acompañada de una mujer, justamente de su mujer. La señora de Delicado había tenido la gentileza de apoyar a su marido en aquella empresa, que era ya para ellos —y para todo el Cuerpo— cuestión de honor. El sargento Delicado sintió una efusión de profunda gratitud hacia su cónyuge. Ella nunca le había fallado. Vicenta, la fuerte Vicenta, la de sus días de la Academia de ingreso, la de los nueve hijos, todos vivos; la que le había seguido de uno a otro destino sin chistar, sin un movimiento de mal humor, sencillamente porque era su deber, había aceptado ser la acompañante de la mujer forzada, en esa jornada de busca y captura de Máximo, el facineroso. Si todo salía bien, el sargento Delicado le haría un regalito; se irían los dos a Zaragoza en el próximo permiso a darse en el teatro un panzón de zarzuelas, lo que los enloquecía. Sí, la Vicenta se lo habría ganado.
Disimuló, como si no las viera, y lo mismo hicieron ellas. Blanca estaba un poco pálida, quizá desmejorada desde que tuvo el crío, quizás un poco abatida y ojerosa por la emoción del lugar y del trance. El sargento Delicado la observó al pasar, contempló al desgaire la curva de su busto, que era pletórica y recia, y lanzó un hondo suspiro de espera y de resignación.
Contempló la extensión de la explanada, ya casi enteramente llena de carros. Las flores de papel de cada toldo se bamboleaban al aire y en el interior de los carros lucían estrellas, grecas de colorines, banderolas de papel, dibujos coloreados o farolillos a la veneciana que se movían lentamente en el aire. Entre los carros había algunos carritos donde vendían churros, patatas, gaseosas, jarabes o cerveza. Y en el centro, sobre un tabladillo cuajado de banderolas, los músicos se disponían a empezar su serenata. Era una banda llegada de la capital, con abundancia de viento, trompas orondas, cornetines de agudo son y un par de violines para darle trémolo y animación al baile.
«¡Qué hermosa es España en sus fiestas populares!» —pensó el sargento Delicado contemplando la alegría de aquella multitud y casi olvidándose de su cometido. Recordaba su juventud, cuando bailaba en Cariñena la jota, y que no había quien lo hiciera tanto ni con tanto empaque como él. Su pareja, la Juliana, casi desfallecida, había apoyado la cabeza en su pecho. Él se retiró. ¿Qué dirían el rector y sus padres y el señor juez y el notario? ¡Habrase visto esta mujer! Eso no lo hacen más que las perdidas. Pero ¡qué tiempos aquellos! ¡Qué juventud, qué delirio!
Delante de él, frente a las fuerzas que mandaba, doce números de la Guardia Civil como doce soles y con uniforme de gala, acababa de parar un juglar que canturreaba los primeros versos de un romance de ciego. Había desplegado un pendón que llevaba pintados varios asuntos relativos a un crimen histórico de España: «El crimen de las siete niñas, o el vampiro desdeñoso». Era un mendigo deslustrado, que cubría su cabeza con un casquete mugriento, por el que asomaban unos pelos amarillentos y desflecados. Su voz tenía entonaciones desiguales, pero era potente y a veces vibraba con viveza y conseguía ocultar el sonido de la corneta, que tocaban más abajo. El mendigo iba recitando la doliente melopea, al paso que señalaba en el cartel con un puntero despuntado:
… Y allí las siete doncellas
se lanzaron al ludibrio…
De pronto el sargento Delicado pensó que no estaba bien lo que estaba haciendo, es decir, dejar de pensar en la misión que allí tenía. Reparó una vez más en el hecho de que él no conocía al Máximo. No le había visto más que de pasada y difícilmente podría identificarle entre aquella multitud. Por ejemplo, ¿quién le aseguraba que el bandido no fuera el juglar que estaba cantando el romance? ¿Que Máximo era moreno?; ¿y quién le impediría el haberse oxigenado? ¿Que era fuerte y macizo?; ¿y si en los meses que llevaba en el monte se había desmejorado? ¿Que el bandido no se daba a los romances?; ¿y si en aquellos meses se había ilustrado? Pensó el sargento qué era lo que debía hacer. Si ir hasta el juglar para indagarle o dejarlo para que él mismo se delatara… Pero no. Aquel no era el Máximo. Dejó, pues, que el poeta siguiera con su melopea.
Lo que debía hacer era no perder ni un segundo de vista a la Vicenta y a la mujer. En ellas estaría el secreto del Máximo.
Habían quedado en que, cuando el bandido se acercara, la Vicenta sacaría de entre las faldas el largo pañuelo de hierbas, de cuadros rubios y morados, y se lo pondría en la cabeza. Esa sería la señal; a partir de ella la fuerza debería actuar en consecuencia. Pero el sargento Delicado observaba a su mujer y no veía indicios de que fuera a cubrirse la cabeza. El sargento la miraba fijamente, temeroso de que pudiera pasarle inadvertido un gesto que, de hacerlo, se haría ostensiblemente. La Vicenta cruzó con él una mirada de connivencia, como si le certificara que estaba al tanto.
En aquel momento se oyó un rumor que salía de la multitud, y que acalló de súbito el son de la música, que paró en el acto. Llevada en andas por una docena de portantes, salía por la puerta de la iglesia la imagen de la Virgen del Tronc. Estaba completamente desconocida. Ya no era aquel leño desnudo y apenas pulido y coloreado que presidía el altar de la iglesia. Era un rostro de madera, un rostro asexuado, completamente cubierto por una tela brillante, una tela de damasco, que caía alrededor con una forma abombada y triangular. Encima de ese rostro lucía una corona de perlas y brillantes que relumbraba y que era mayor que la cabeza. Si la imagen hubiera sido de carne y hueso, sin duda no habría podido aguantar el peso de aquel alarde de joyería. Toda la imagen parecía un instrumento de devoción azucarado, como si la figura que aparentaba sobre las andas la hubiera preparado un confitero diestro y zumbón. La imagen iba adelantando sobre la explanada con los pasos de los doce portadores, que eran lentos y seguían el ritmo que marcaba el redoble de un tambor. Entonces la banda arrancó con los acordes de una marcha, enfáticos y ruidosos, que se perdieron por todo el ámbito de la explanada. La imagen avanzó a un lado y a otro, con zarandeos de buque y con una regularidad pasmosa. La muchedumbre arrancó en explosiones de fe.
«¡Viva la Virgen del Tronc!» o «¡Viva nuestra Patrona!». Había entre las chicas solteras la creencia de que la muchacha que consiguiera inclinar la corona a la Virgen con una «bola de nieve» llena de confetis, encontraría novio antes de fin de año y se casaría dentro del año siguiente. Pronto fue inmensa la rociada de bolas que la Virgen recibió encima del damasco de su ropa o sobre el madero reseco de su faz. El griterío y el tumulto aumentaron en esta circunstancia.
Detrás de la imagen iba don Efrén, el cura, imbuido del papel representativo que desempeñaba. Iba musitando jaculatorias o letanías, razón por la cual la piel de su mentón temblaba imperceptiblemente. Don Efrén tenía una mirada lánguida y como escurridiza. Miraba a todos lados, con ansias de descubrir la presencia de Máximo, para indicarle con los ojos que estuviera tranquilo, que acababa de hablar con el sargento y que no tendría nada que temer. Pero Máximo no aparecía.
Los que llevaban a la Virgen en andas eran gente principal de la comarca. La mayoría de ellos iban vestidos como la gente de la ciudad, con camisa y corbata, pero había dos o tres entre ellos, fieles a las características del lugar, que vestían el calzón corto y la blusa campesina sobre la recia faja de paño negro. Todo ello olía a sastrería nueva y adhesión a la nueva política del campo, que consistía en extraer de sus meollos las raíces más antiguas de la tradición.
Se veía avanzar a la Virgen. Su silueta sobresalía entre la muchedumbre, que se apiñaba alrededor como una marea incesante. Los portadores la llevaron hasta el otro extremo de la explanada. A mitad del camino se les había incorporado la Guardia Civil, que había saludado presentando armas. El sargento Delicado tuvo la satisfacción de incorporarse a la Presidencia, junto al cura y los alcaldes, mientras los números, arma al hombro, se ponían a ambos lados de la sagrada imagen.
Cuando llegaron al final de la explanada, la Virgen fue entronizada en un altarcito que estaba preparado justo bajo los grandes olmos que daban al río. Entonces empezó ante la imagen la expresión del folclore de la comarca.
En primer lugar, los mozos bailaron ante ella con los bastones. Hacían sesgos y daban vueltas muy rápidas, blandiendo unos gruesos palos con los que daban unos golpes muy fuertes, que iban a chocar contra el bastón del compañero. De no estar a punto para coincidir, la arremetida hubiera descalabrado al otro. El juego era veloz y sonaba el aire con el clac impetuoso de la madera, en un eco seco y potente. El ruido era obsesionante. Las mozas contemplaban la facha y el sudor de los chicos, todos ellos muy jóvenes, aún no en edad de ir a la guerra, jadeantes de un placer casi lúbrico en el zarandeo de los bastones. Algunos de ellos se animaban con gritos guturales y agudos, que eran como aullidos resonantes de su propia satisfacción vital.
Vino después la «Golgotada», melopea dramática que era una especie de representación simbólica de la pasión del Señor, hecha con rústicos elementos coreográficos. La representación debía de ser muy antigua, legado de las representaciones en los claustros de los monasterios en tiempos medievales. El Cirineo narraba el espanto que le había sobrecogido en la Vía Dolorosa y cómo por ello había acudido a socorrer al Señor:
… lo vegí tan capficat,
tot ell fet una desgràcia…»
Otro elemento iba remedando las caídas del Señor a medida que avanzaba con la Cruz a cuestas. Cada uno de los clavos se representaba con un realismo estremecedor, así como la lanzada y el vinagre, los truenos y relámpagos que estallaban en la tiniebla. Finalmente, el que interpreta el papel de Cristo era izado en la Cruz para contemplación de toda la muchedumbre. Aquel era un momento solemne de hondo dramatismo; parecía que toda la muchedumbre participara realmente del misterio que se estaba evocando. Un hombre del Maestrazgo, hierático, terso, con los brazos tendidos, surgía como un Cristo dramático en mitad de la niebla y hasta parecía que su rostro perleara de un sudor agónico, para lección de cuantos le miraban. Ese era el punto máximo de la celebración. Las gentes recordaban como a clásicos a los más relevantes de los nombres que habían encarnado el silencioso pero espectacular papel de Cristo en la «Golgotada» de hacía años. También los intérpretes se afanarían en dar a la pantomima aquellos carices más representativos, los rasgos de expresión más hondos e inéditos. Quién con un gesto, quién con un estertor, el otro con una dramática sacudida, muchos habían aportado a la interpretación del Crucificado un destello personal.
La «Golgotada» duraba cerca de una hora, pero todo el mundo la escuchaba y la presenciaba con un silencio y una atención totales. Aquel año, primero después de una serie de obligado silencio, el Xic de les Mustardes, que la había interpretado, bordó su papel, elevándolo a rangos que pocos años había tenido. Finalmente desfilaron ante la Virgen las niñas del valle. Iban vestidas de blanco y llevaban en la mano un lirio o una azucena artificiales. Una de ellas recitó un poema, que los asistentes no entendieron, y luego subieron todas ellas, una por una, al altar y besaron el leño reseco de la imagen.
Después de esta última representación y mientras la Virgen seguía en el altar toda la jornada, la muchedumbre pudo volver a sus carros y, bajo los toldos, organizar la gran comilona para la cual habían traído desde el valle todos los pertrechos. Salieron a la intemperie ollas, cazuelas y sartenes. Se improvisaron sobre las piedras fogatas y cocinas campestres. Pronto se vieron surgir en toda la explanada y más allá, por el valle, en la ribera del río, en las lindes del bosque, infinidad de fuegos de leña sobre los que crepitaba y bailaba el sofrito de un arroz; pronto el campo olió a fritura, a vianda. Las botas de vino iban de mano en mano y se veía el hilillo negro caer raudamente sobre los labios carnosos de algún cincuentón, que pronto atronaría el aire con una jota o una balada.
De pronto el sargento Delicado vio venir jadeante a la Vicenta, que, desgreñada, corría destemplada sobre las piedras de la ribera. Se la veía presa de una gran agitación. Venía sola.
—¡Ay, Delicado, lo que me ha ocurrido! ¡Ay, que ha venido el bandido y me la ha quitado! Yo he sacado el pañuelo, pero era tarde ya y tú no me has visto.
—Cuenta, cuenta, mujer. No te atolondres —dijo él, alarmado pero firme.
—Ha sido el ciego del romance el que ha llamado la atención. Se nos acerca y le da un papel a Blanca. Le dice: «Toma, me han dado esto para ti».
—¿Y Blanca qué ha hecho?
—Se ha puesto lívida. Mira tú el papel. Aquí lo traigo. Leyó que decía: «Buelbe conmigo, mujer».
La Vicenta seguía explicando:
—Hemos seguido caminando, sin que él apareciera. Íbamos bordeando el río cuando he sentido que alguien me ponía aquí, a la altura del riñón, la punta de un cuchillo. Fíjate: me ha agujereado el vestido, lo sentía por encima del corsé. Y la voz del bandido me decía: «Quieta y alante. Si das un grito, te pincho». Y así, empujándome, me ha llevado hasta el puentecillo. Entonces él ha cogido a Blanca y tranquilamente se ha ido por el puente.
—¿Y no has gritado?
—Sí he gritado, pero no me oíais. Me he desgañitado de tanto gritar. Pero ni me oíais, con el jaleo que había, ni reparabais en lo que estaba ocurriendo, esa es la verdad.
El sargento Delicado inclinó la cabeza, con un gesto de profunda reflexión. El bandido se había apuntado un tanto. Pero era solo el primer tanto en aquella larga batalla. Preguntó a la Vicenta:
—¿No traía caballo?
—Yo no se lo he visto. Además, no tenía el aspecto de esos. Parecía fatigado, un hombre que va por el monte. No creo que traiga caballo.
—Si es así, no irá lejos. Conviene, sobre todo, no crear aquí la alarma. Hay que pillarle, pero sin hacer ruido —y fue caminando hacia el lugar en que se hallaban los números de su fuerza. Estaban de pie, con el arma al hombro o en la mano. Al verle que se aproximaba fueron a su encuentro.
—El bandido ha sido visto, señores. Hay que ponerle cerco, pero sin levantar ninguna sospecha. Hace muy poco que ha cruzado el puentecillo. Se ha llevado a Blanca, la mujer. Debe de andar por esos matorrales —indicó, señalando unos que poblaban la superficie de unas rocas, al otro lado del río. Poco después las rocas se elevaban y se convertían en un espeso bosque—. Alto ahí. No hay que apresurarse —dijo, conteniendo el gesto de algunos que ya pretendían ir para allá.
Carraspeó levemente, lo que acentuó lo sombrío de su rostro, y continuó hablando:
—Él se cree que si llega al bosque está ya a buen recaudo. Pero se equivoca. También se cree que nosotros actuaremos con prisa. Se equivoca también. Lo que haremos ahora es rodearle por detrás. Que ocho de vosotros salgan y le rodeen por el otro lado, por dentro del bosque. Luego, cuando empiecen los fuegos artificiales, nosotros le atacaremos de frente, por el camino. No tiene escapatoria.
—Mi sargento, ¿y por qué esperar a los fuegos?
—No quiero aturdir a todo el personal que se está divirtiendo. Este es un día de solaz. No les vamos a amargar la fiesta. Si hay que disparar, será cuando empiecen los fuegos. La gente confundirá los ruidos y ni se dará cuenta. ¡Ah, voy a hablar con el cura, para que si es necesario adelante la hora de la traca!
Los ocho números que tenían que cortar el camino de huida al bandido se dispusieron a emprender la marcha. Iban dirigidos por Mario, Iniesta de apellido, que ya había participado en las anteriores operaciones para la captura de Máximo y que ínterin había recibido los galones de cabo.
—Vamos, pues —y se pusieron en marcha.
Luego el sargento Delicado se acercó a donde estaba el cura. Este se había sentado con los alcaldes en la altiplanicie que daba acceso a la ermita. Allí, a la sombra, se estaba cociendo un suculento arroz. Los alcaldes contemplaban la ebullición del guiso y adquirían un aire de autoridad al expresar sus pareceres.
—Me parece que va corto de sofrito. Yo le hubiera puesto un poco más.
—Mira que tú entenderás mucho de cómo va la alcaldía y lo que hay que darle a la vecindad, pero de arroces, el especialista soy yo y no me dejo enmendar la plana.
—Bueno, bueno, allá tú… Pero la responsabilidad, a fondo. Luego tendrás que rendir cuentas.
—Echa un trago y cállate.
Cuando el arroz estuvo listo se sentaron en unas banquetas que estaban dispuestas junto a una larga mesa. Presidía don Efrén. Estaba muy alegre, con cara de pascuas, y correspondía a las bromas que le gastaban con una mirada cándida y risueña.
—Hoy levanta don Efrén hasta la veda del sexto mandamiento. Mirad a las jóvenes cómo se escabullen hacia el bosque. Don Efrén sonreía.
—Si no hay peligro, no hay peligro. Los jóvenes, que son los que dan cuitas, están todos en la guerra. Y las chiquillas solas no pecan. Y mucho menos en el día de la Purísima.
Pronto empezaron a comer. Los tropezones de pollo y de conejo que había en el arroz eran engullidos por los comensales con una voracidad extraordinaria. La bota de tinto corría de mano en mano.
—Don Efrén, sería conveniente que media hora después de que empezara el baile se disparara el castillo. La fiesta tendría más notoriedad y sería el momento justo en que los ánimos están más caldeados.
—Yo encuentro que el castillo es bonito al apuntar la noche. Es cuando los cohetes y las estrellas destacan más. En las fiestas de antes de la República se hacía siempre así —objetó el alcalde de Freta, un villorrio del llano, que había pasado dos años escondido en un pajar y era considerado como una autoridad por los otros.
—Pues este año se hará a la media hora de empezar el baile —atajó el sargento.
—Pero ¿por qué?
—Tengo órdenes.
Todos callaron. Ante aquello no había nada que objetar. Sería una precaución de la Dirección General de Seguridad para evitar disturbios o para preservar la moralidad de la fiesta religiosa.
Después de la comida empezó el baile. Los músicos ocuparon su sitial, en un puesto prominente de la explanada.
Con un ritmo veloz, los violines empezaron a tocar los acordes pimpantes de un pasodoble. Inmediatamente, viejos y jóvenes salieron a bailar sobre la tierra de la explanada.
Fue el momento en que el sargento Delicado se incorporó. Se reunió con los cuatro números que se habían quedado con él. A estos vino a juntárseles un quinto número. Acababa de llegar del bosque y venía de parte del cabo Mario.
—¿Qué hay? ¿Algo nuevo?
—No, sargento. Únicamente que hemos visto al Máximo y a la mujer. Están en los comienzos del bosque, seguramente esperando que vayamos contra él. Pero nosotros los tenemos copados por el otro lado. Esto es lo que me envía a decirle el cabo Iniesta.
—Bien, bien, Martín. Quédate con nosotros. Ahora mismo vamos para allá.
Aún estuvieron remoloneando por el valle, yendo de grupo en grupo, mirando distraídamente a las parejas que bailaban, como si quisieran dar tiempo al tiempo y dejar que el bandido se pusiera nervioso. Eran ya las tres de la tarde cuando se pusieron en camino.
Cruzaron el puentecillo y entraron en los matorrales. Estos eran una larga extensión de roca gris, cubierta de maleza que la salpicaba de grumos de un verde intenso. Se abrían paso entre la maleza, pero los números temían echar a perder así el buen paño de sus pantalones de gala. El sargento Delicado era un hombre obstinado. Iba delante de todos ellos abriendo camino, con la cabeza gacha, como si maliciara algún contratiempo.
Después de andar un buen trecho, el número que había ido de enlace se puso a su lado.
—Mire. Están por allí. Si paramos un momento casi podremos oír su voz.
Pararon y se pusieron a escuchar. No se oía nada. Pero en la media neblina pudo el sargento distinguir unos bultos que se movían en lo alto de un promontorio. Detrás mismo de aquellos cuerpos se veía la masa uniforme y negra de los pinos y de los robles.
—Ahí está. Agachaos. Vamos a pillarle.
Puso las manos sobre su boca haciendo con ellas un embudo y gritó:
—¡Máximo! ¡Estás perdido! Te tenemos copado. ¡Ríndete de una vez!
Desde el primer instante Blanca había reconocido a Máximo en el hombre del romance.
El bandido había sabido desfigurarse bien. Se había compuesto un birrete del que emergían unos pelos ajenos, teñidos, y un gabán raído que le llegaba hasta los pies. Pero tras de reconocerle, Blanca no había dicho nada a la Vicenta, la mujer del sargento. Nada más verle quedó inmovilizada por el fulgor de los ojos del mendigo, que parecían traspasarla, que le impedían hablar.
Cuando Máximo comprendió que ella le había reconocido, se le había acercado y le había entregado aquel papel: «Vuelve conmigo, mujer». En esta propuesta estaba contenido todo lo que la mirada de Máximo, bajo su disfraz, había tenido de suplica feroz. Era como la mirada de un animal herido, como la oración atormentada de un réprobo. Todo su cuerpo era un jadeo de espera y de contención, una requisitoria que reclamaba piedad. Cuando Máximo, ya sin el disfraz, se había acercado a la mujer del sargento y la había amenazado con el cuchillo, pinchándole en el torso, Blanca había respirado tranquila porque el gesto de él la obligaba a seguirle. Se sentía incapaz de empezar a gritar, incapaz de delatarle. No podía hacer más que ser dócil a su voluntad e ir con él a donde él quisiera llevarla.
Pero Máximo no había querido llevarla a ningún lado. Ya en el monte la miraba con infinita ternura, con una mirada que había perdido todo su lastre de huera sensualidad. En aquella mirada no había más que amor. Un amor quizás elemental, fraguado en la soledad y que no exigía más que compañía y comprensión. Que no pretendía más que un diálogo, un rato de coloquio, respirar el mismo aire, hacer prisionera aquella mano blanca y luego dejarla huir otra vez.
—Blanca, te he echado de menos. No he podido vivir solo, sin ti.
Ella se estremeció al oír aquella voz que tenía tan aprendida de las jornadas en el monte y que había estado oculta durante unos meses. Pero no dijo nada. Se limitó a escucharla, sin atender al significado de las palabras que pronunciaba.
Iban caminando lentamente por la roca, sorteando los macizos de maleza y como si no tuvieran prisa; caminaban hacia el bosque, pero no parecía que tuvieran un empeño especial en llegar hasta él.
—Nunca me había ocurrido que por la noche diera vueltas y más vueltas hasta poder dormir. Llevo contadas las estrellas a millares, por tu culpa. Y no por la ganas de estar sobre ti, no lo creas. Eran las ganas que tenía de estar a tu lado. No me acordaba del momento de tenerte, sino luego, de cuando tú ponías tu cabeza aquí. ¡Si supieras cómo he echado de menos tu cabeza sobre mi hombro! Me parecía sentir que me apretaba el corazón, y entonces me dolía toda la tetilla. Pensaba: si la cabeza de la mujer no se pone aquí es como si me quitaran el respiro. Ya no tengo corazón; es como si me lo hubieran arrancado… Pero tú no te has acordado nada de mí, ¿verdad?
—Pensaba en venir a traerte el chico, eso pensaba. ¿No piensas que me has hecho un crío, que me has hecho sufrir, que he gritado de dolor cuando lo paría?
Máximo pareció compungido. Preguntó al fin:
—¿Cómo es?
Ella le miró de hito en hito:
—No se parece a ti, sábelo. Es un chico guapo.
—¡Maldita sea! ¿Por qué no habré nacido hombre honrado? ¿Por qué no podrías ser mía y yo un hombre honrado? ¿Por qué? ¿Por qué? ¿Por qué?
Era tal la expresión desolada que ofrecía Máximo en aquellos momentos, que Blanca sintió que no sería capaz de entregarle. Por primera vez desde que se trataba con él veía a aquel hombre como un ser derrumbado, como un tipo que finalmente tiene noción plena de su soledad, como un ser afligido que está absolutamente solo, un ser que necesita a alguien, que pide desesperadamente ayuda. En su desesperación había un trasfondo absolutamente humano, al que Blanca se sentía incapaz de negarse.
—¿Ya sabes a qué he venido aquí? —le dijo. Y añadió, con un leve temblor en la voz—: He venido a delatarte. Estaba de acuerdo con el sargento Delicado para entregarte. Sí, me has hecho mucho daño y has hecho mucho daño a la gente. Has matado a muchos, entre ellos a cuatro guardias civiles. Eso no lo perdonan ni ellos ni la sociedad. Y a mí me has deshonrado y me has convertido en una golfa, y la gente no quiere mirarme a la cara, y mi propio hijo es un baldón. ¿Qué puedo hacer, yo misma, en adelante? Tú has acabado con mi vida; solo sirve para que tú la cantes en un romance, para eso sirvo yo —y Blanca se echó a llorar. Él se acercó y le pasó la mano por la nuca y la acercó a su pecho. Ella se atemperaba sintiendo el olor a sudor y a hombre que emanaba de aquel cuerpo. De pronto él la apartó.
—El sargento cree que es él el que me va a pillar. Se equivoca: quien me ha pillado eres tú. Al principio estaba bien en el monte. Me iba bien la vida que llevaba allí. Estaba conforme con andar a salto de mata y entrar en las masías y arramblar con una bolsa aquí, con un par de sortijas allá o con un poco de comida. Cuando tú llegaste también estaba bien. Yo no me daba cuenta, pero empezaba a vivir enteramente para ti. No advertía que todo lo mío empezaba a girar alrededor de ti. Cuando te fuiste pensé que yo no tengo nada que hacer aquí. Ahora, el monte eres tú, mi vida eres tú; sin ti soy hombre muerto.
Volvió a acercar su cabeza y empezó a acariciarla y a besarla apasionadamente, una vez y otra, de modo que ella se sentía aturdida y dominada, como si estuviera a expensas de un vendaval. Él se fue atemperando. Poco a poco volvieron a andar, en dirección al bosque; él iba delante, con la cabeza baja, y ella le seguía.
—No sé qué hacer, mujer, te juro que no sé qué hacer. ¡Si pudiera sacarte de aquí! ¡Si pudiera llevarte a Francia a través de los montes! ¿Quieres que lo probemos? Estoy seguro de que contigo lo puedo todo. Pero sin ti no soy nadie.
Ella le miraba, como si no parara mientes en lo que él decía, atenta solo a tenerle en los ojos, a llenar con su imagen la plenitud de su ser.
—Pero ¿cómo llegar a Francia? —continuó—. ¿Lo sabes tú? Mira lo que hay que cruzar: este monte y el otro y el otro. Hay que saltar por puentes, docenas de ríos, cruzar cien pueblos; hay que pisar nieves y granizos, hay que albergarse de mil chaparrones y tormentas. Hay que estar dos años caminando. Cuando lleguemos allí seremos viejos. Y hay que cruzar el frente otra vez. Hay que oír otra vez el ruido de los disparos. No, no puedo llevarte allí. Te he hecho un crío. No puedo llevarte a Francia. Pienso que no tengo más solución que morir.
—No, no es cierto. Puedes vivir aún. Puedes huir tú solo. Tú solo puedes llegar a Francia.
Él la atrapó en la mitad de su vehemencia y le dio un beso ardiente y prolongado en la boca, que la derribó al suelo, que los derribó a los dos entre los matojos. El vientecillo era fresco e inundaba el campo con profundo silencio. Unas aves cruzaron por el cielo profiriendo agudos graznidos. El abrazo se hizo más prieto, los cuerpos rodaron junto al matorral, hubo el pálpito común de la carne. Blanca se sentía como en otro tiempo, a merced del viento y del hombre.
Luego, al levantarse y aderezarse la ropa, pensó que aquello no tendría remedio jamás. Le entró una profunda tristeza, la sensación de un desamparo total.
¿Era posible que su vida hubiera terminado? ¿Era posible que nada en su existencia tuviera remedio? ¿A quién había que invocar? ¿Sería a aquella Virgen ante la que estaban bailando todas las gentes de los pueblos, las mismas gentes que se habían mofado de ella a escondidas?
Como una ráfaga pasó por su mente la idea de la ineluctabilidad de su destino, el modo como había sido atada sin querer a una serie de circunstancias que la tenían condenada, maldita. No había nada que hacer. Esta verdad se le hizo evidente como un axioma. Todo estaba escrito, era inútil querer volver atrás. No habría marcha atrás posible; lo pasado la encadenaba a lo futuro. Estaba condenada a seguir por los caminos de aquel hombre, lo quisiera ella o no. Era inútil cualquier intento de liberación que intentara; para siempre, su suerte era la de Máximo.
Si esto era así, lo mejor era disponer a morir, dejar de tener miedo a la muerte y prepararse a ella. Él mismo lo había dicho: «Pienso que no tengo más solución que morir». Esa era la solución de los dos. Pensó en su hijo. En adelante, ella no sería para él más que un estorbo. No podía condenarle a vivir toda la vida con el estigma de un nacimiento ruin del que ella sería perpetuamente la imagen. Al instante de comprender la propia muerte como una liberación la invadió una sensación bendita de calma, de serenidad. Sentía su respiración como un hecho leve que la aligeraba. Su ánimo se iba abriendo a perspectivas más suaves. Su corazón empezaba a latir con pausa. Y miró a Máximo con unos ojos distintos, como si tuviera con él una empresa gigantesca en común, la empresa de hacer de las de ellos dos una sola muerte, que era como hacer de sus dos vidas una sola. Sonrió por dentro, en el interior de su ánimo. Ella siempre había detestado el tipo de boda que hacían las gentes de su casta, una boda burguesa. Se había burlado del ramo de azahar, de la comedia que representaban las novias con los falsos escrúpulos, los mimos y los arrumacos de la noche de boda. Pero esa sí sería una boda de verdad. ¡Amaba a Máximo para morir con él! Allí no había castas, ni clases, ni conveniencia alguna. Él no era más que un bandido y ella nada menos que una ramera. La boda iba a ser exacta, puntual.
Fueron caminando y subieron por el desmonte hasta alcanzar el bosque. Allí se sentaron, al borde del barranco, en un lugar que podría ser visto y vigilado desde la lejanía. Parecía importarles poco.
—Ya sé de qué te reías —dijo él—. Seguramente era de la facha que tenía cuando me viste vestido de cantador de romances. ¿Sabes cómo aprendí y de dónde saqué el cartel?
Ella le miraba sonriente, esperando la respuesta. Desde la explanada había empezado a llegar el sonido de los violines y de los tambores al empezar el baile. Se notaba como un aire festivo y un ambiente de alegría que procedía de la ermita. Estuvieron unos segundos aguardando y escuchando. Luego Máximo dijo:
—El romance me lo enseñó el Farias, que era un mendigo andaluz que estuvo conmigo en Monzón. El pendón me lo pintó Curro Moscas, un artista que tenía barraca en el Rastro de Madrid y pintaba cuadros por encargo. Cuando alguien le preguntaba de dónde sacaba aquellas pinturas tan buenas, él decía: «¡Bah, jugo de moscas!».
Los dos rieron. La imagen de Curro Moscas y del Farias parecía alegrar aquella hora tan rara. Blanca le preguntó entonces a Máximo:
—Dime, hombre. ¿De dónde eres? ¿Dónde naciste?
—Si tienes curiosidad, te diré que nací en Lorca, provincia de Murcia. Mi madre era la encargada de un burdel. Cuando yo era chico lo que más me pirraba eran los toros. Me escapaba de la casa de putas para colarme en los tentaderos de la provincia de Jaén. Perico el Sarnoso y yo nos íbamos a torear desnudos a Pegalajar, donde había un cortijo. A Perico lo aplastó un toro. Luego me pusieron a guardar ganado. Me moría de hambre, maté un cordero y huí. Hice el viaje de Murcia a Valencia en los topes de un tren. La cantidad de hambre que pasé en aquel tiempo fue inmensa. Yo te digo que no empecé a ser hombre hasta que entré en contacto con los «pringados». Ese sí era un grupo bueno. Y al hombre que más he admirado en mi vida ha sido al Roquete. ¡Qué gran tío aquel!
En aquel momento sonó con un gran estampido el petardo precursor de la traca.
—Aquellos años sí que fueron buenos. A pesar del peligro, a pesar de tener uno que esconderse siempre y de ir sorteando a la bofia, mi tiempo con los «pringados» no lo cambio por nada. Éramos cinco o seis, muy unidos, presididos por el Millàs, un tío que los tenía bien puestos. Le mataron en Barcelona en los sucesos de mayo. Entre ellos estaba el Roquete. Asaltamos algún Banco y una vez nos cargamos a uno de la compañía de tranvías. Nos juzgaron y agarrotaron al Roquete. Nunca he visto que un tío muriera con aquella entereza…
—¡Máximo! ¡Estás perdido! Te tenemos copado. ¡Ríndete de una vez!
Blanca tardó en darse cuenta de la realidad. Tenía el hombro de Máximo cogido con su brazo y estaba extasiada contemplándolo y escuchándolo hablar. Fue Máximo quien se rebulló y se puso al margen, como con el instinto de resguardarla.
—¿No me oyes?
En aquel momento sonó el estrépito de la traca que se disparaba. Se veían estallar en el cielo docenas de cohetes, que desparramaban en cascada, como las ramas de una palmera, surtidores con estrellas de fuego, verdes, doradas, azules, encarnadas, en infinita profusión. Un reguero de luz culebreaba en el aire y a un estampido seguía otro sin interrupción, en alegre barahúnda. Máximo y Blanca contemplaban aquella muchedumbre de estrellas y de luz y de pronto Blanca observó, alarmada, cómo Máximo hacía un gesto de prevención, se llevaba las manos al vientre y hacía una grotesca mueca, mientras dominaba un ¡ay! bronco. Le tendió los brazos, le contuvo.
Al contacto, toda su falda gris había sido teñida de sangre. Vio un copioso borbotón que salía de la bragueta del hombre.
—Me ha dado. Ese cabrón me ha dado —barbullaba él.
Blanca fue hasta donde estaba el fusil. Máximo lo había dejado apoyado en un árbol y allí esperaba, con la cartuchera. Con uno y otra volvió Blanca al lado de Máximo, que se había tendido en el suelo, apoyando su tronco en una roca. No se podía valer.
El estampido de la traca cesó unos momentos, para pronto reanudarse. Entre tanto se oyó la voz del sargento:
—Tú lo has querido, Máximo. Prepárate. Ahora vamos para allá.
Blanca estuvo indecisa. Veía a Máximo, derrotado, malherido, en el suelo y le pareció leer en su mirada una súplica, un deseo de venganza, la resolución de aguantar y de no rendirse. Si estuviera bueno, vendería caro aquel momento. Blanca tenía el fusil en la mano. Se puso en pie, de cara a la maleza. Se llevó el fusil a la cara. Vio por el punto de mira la silueta del sargento Delicado, que avanzaba. Era como una masa gris en la tarde. Avanzaba como una fuerza ciega, con la ineluctabilidad con que cae una piedra en el abismo, sin pensar. Apretó el gatillo. Notó en su hombro la presión de la culata del fusil, al ceder. Quedó un momento desconcertada.
El sargento Delicado, sorprendido, hizo un breve alto. Iba seguido por sus cinco secuaces.
—¡Ah, mamona! Conque ¿ésas tenemos? Tú verás.
Blanca iba a llevar otra vez el fusil al rostro cuando vio que, lejos, el sargento Delicado apuntaba contra ella con una voluntad indómita, como una fuerza ciega. La mujer no tuvo tiempo de disparar. Sintió a la altura del pecho una quemadura mortal. De pronto todo empezó a desaparecer.
Antes de disparar, el sargento Delicado había oído que el número Ruipérez, el que había llevado el parte del cabo Iniesta, le advertía:
—Sargento, que es la mujer.
—No importa —y había disparado.
Blanca había caído al lado de Máximo y fue la primera cuyos ojos dejaron de ver la luz. Lo último que vio fue el pelo revuelto del bandido. Alargó su brazo y tuvo tiempo de llevar su mano hasta la sien de él. Allí quedó, pálida e inmóvil. Máximo jadeaba con un estertor. Veía como se iban acercando el sargento y su tropa. Pero se daba cuenta de que Blanca había muerto. Aún sintió como el sargento Delicado se ponía a su lado. Luego no pudo percibir nada más. «A los dos nos ha pillado. Los dos morimos a la vez», pensaba.
Del interior del bosque empezaron a surgir los números que habían ido al mando del cabo Iniesta. Rodeaban a los dos cuerpos.
El sargento Delicado se dirigió a toda su tropa. Hablaba con una voz sonora, de triunfador:
—Así como así, esas mujeres son un mal ejemplo. Aun en el supuesto de que no haya sido suya la culpa, hace muy mal efecto verlas tan panchas, por la calle, sacando a pasear a sus críos. Si se comprometieran a estar encerradas con ellos hasta que fueran mayorcitos, bueno. Pero no. Insisten en salir, en hacer la vida como las demás. Y no son como las demás, desengañémonos. Y luego esos críos, nacidos de un coito perdulario, ¿qué lección pueden ser para los hijos de la gente decente?
Desde el cabo Iniesta hasta el número Ruipérez todos daban su conformidad. El sargento Delicado estaba satisfecho de su acción y de este asentimiento.
—Yo creía que la mujer estaba con nosotros —objetó el cabo.
—Pues ya lo has visto. No hay que fiarse de nadie. Algunas mujeres son así, son unas puercas. Por algo se abriría de piernas.
—Eso digo yo —dijo el cabo Iniesta—. Pero aunque no hubiera sido así, ¿íbamos a echar a perder el buen fin de la operación total por un escrúpulo?
—Bien, Iniesta —atajó el sargento Delicado—. Lo que vais a hacer ahora es lo que sigue. —Se acercó a los dos cadáveres y los contempló con unos ojos expertos.
Ella era guapa. Aun entones estaba de buen ver. Era peligroso enzarzarse con mujeres así. Una mujer de esas pilla a un guardia civil joven y soltero y mete la discordia en el Cuerpo. Por eso los guardias civiles deberían casarse pronto. Él había tenido esa suerte con la Vicenta, la suerte de encontrarla y la suerte de que le templara los apetitos. Sería el momento de ofrecerle lo que durante tanto tiempo había estado rumiando: irían a Zaragoza a ver La Parranda y Los de Aragón.
—¿Cómo decía, sargento?
—¡Ah, sí! Cogedlos y llevadlos a la iglesia. Quiero que todo el mundo los vea y que esto sirva de lección. Yo mismo voy para allá y hablaré con el cura. Primero los lleváis al río y los limpiáis bien limpios. Luego los ponéis expuestos en la ermita, frente a la puerta, para lección de todos.
Los números empezaron a bregar con los cadáveres, dispuestos a llevarlos al río. El cabo Iniesta tuvo la idea de hacer unas parihuelas con unos troncos de abeto que había que arrancar junto a la corriente.
El sargento Delicado se volvió y fue caminando hasta la ermita. Cuando llegó, la imagen estaba de nuevo en su altar y las parejas seguían bailando en la explanada. No obstante, algunos carros ya habían abandonado el lugar. Eran principalmente los que habían llegado de los pueblos más distantes.
Se acercó a don Efrén, que andaba distraído entre la población.
—Don Efrén, han sido habidos el bandido y Blanca, su cómplice. Quiero que queden expuestos durante la noche en la puerta de la iglesia, frente a la imagen de la Virgen del Tronc. Como patrona del lugar, le agradará que se le rinda esta señal (le pleitesía, para lección de todos.
Don Efrén estaba espantado, no podía comprenderlo.
—Pero ¿es que los han matado? Me dijo usted que no los matarían, que se trataba de pillarlo vivo y solo a él. ¿Por qué ha tenido que matar a la mujer?
—¿No le he dicho que era su cómplice? ¡Menuda lagarta!
—¡Dios los tenga en su gloria! ¡Él nos bendiga a todos!
—Que buena falta nos hace, don Efrén. ¡Tal como está el mundo!
Cuando llegaron los guardias civiles con los cadáveres se formó un enorme corro que obstruía la entrada en la iglesia. Luego, durante mucho rato, la gente del pueblo fue desfilando por delante de ellos.
Unas viejas sombrías empezaron a responder a las avemarías del rosario que estaba dirigiendo don Efrén. Cuando acabó, don Efrén rezó un responso y roció a los cadáveres con unas aspersiones de agua bendita.
Daban guardia a los cuerpos cuatro guardias civiles, que al cabo de varias horas vieron como por el oriente empezaba lentamente a clarear. Poco después del alba, llegó el juez y se hizo cargo de los muertos.