IV

CUANDO CARLOS RIUS salió de la Academia de Dar Riffien llevaba un bagaje bien aprendido de nociones militares. Sabía la forma de entrar en combate, conocía bien el manejo de la ametralladora y el fusil, estaba seguro de poder mantener la moral de unas tropas a su mando, sentía por dentro la excitación sutil de todos los estímulos humanos para hacer la guerra: el sentido del honor, la disciplina, la fortaleza, el desprecio del peligro y del dolor. Habían sido dos meses de dura experiencia. Sobre la guerrera lucía ya la estrella estampillada del alférez de Infantería.

Dentro de poco sería destinado a alguna unidad de primera línea. No sabía a cuál ni en qué frente estaría. En la espera dispondría de unos días de permiso, que aprovechó para volver a San Sebastián y despedirse de su madre.

Sin avisar llegó a la ciudad y al hotel. De pronto, aquel mundo de la retaguardia, tan superficial y tan vano, se le antojó que estaba alejado de la realidad. Veía a la gente sentada en las terrazas de los cafés como si fueran fantasmas de otro mundo. En su recorrido por España había conocido las aristas de una tierra auténtica sometida al yugo de la guerra. En los parajes de tierra adentro, en la ancha Castilla, había olfateado la tragedia y la muerte, de uno a otro cabo de la geografía. Sonaban aún en sus oídos los brincos de los ríos turbios y escandalosos hacia el mar, le herían el alma las agujas de los campanarios que apuntaban al cielo, su mirada se hallaba empañada aún por los celajes cenicientos, por los atardeceres de sangre en la inmensa llanura de Castilla. Un tráfago de combatientes de todas las especies, la variedad que iba desde el caftán de los moros al tatuaje de los legionarios, le producía por dentro la sensación cruel de una diversidad, de un abigarramiento de seres movidos al unísono por un impulso y un dinamismo común. Pero no en aquella ciudad, que parecía huir de esta realidad para desflecarse en normas de indolencia entre la curva suave de los tamarindos de la Concha.

Sin embargo, se acomodó a ella por unos cuantos días. Intentó ser amable y cariñoso con su madre. No le negó una complacencia en aquellos caprichos ridículos que nacían de su ambiente, de su frivolidad; la acompañó unas tardes al cine; no desdeñó llevarla a tomar el té en algún salón de la Avenida del Caudillo, donde ella le exhibió ante sus amistades. Probó a ser complaciente con Fifí, la hija del vicepresidente de la Diputación. La subió una tarde hasta la cima del Igueldo y se sentó con ella a tomar unos combinados en el hotel de la cumbre.

Al cabo de unos días de aquel ocio ambiguo recibió una orden del Cuartel General por la que se le destinaba al Quinto Batallón de la II Bandera la Falange, en Córdoba. Esta unidad ocupaba tres o cuatro pueblos de la línea del frente que lindaba con el sector minero de Linares. No le agradó el lugar de su destino; se veía alejado de su objetivo y de su propósito, que era servir en la cuña que había de entrar en Barcelona, su ciudad, tal como había concertado con su compañero Miguel Llobet. Lo más probable era que en el frente de Andalucía viese transcurrir los días con una negligente abulia, parecida a la que le había hecho huir de San Sebastián. En fin, si eso era así, una vez incorporado se las apañaría para reclamar un nuevo destino, si era necesario con la intervención de don Oscar Andrade, el amigo de su madre.

Por la tarde se perdía en las callejas que forman el barrio viejo de San Sebastián. Le agradaba vagabundear por aquel ambiente pintoresco y marinero; entrar en las tascas olorosas a mariscos y aceite, donde una multitud hirviente y charlatana se arracimaba en torno a los mostradores a tomarse sus rondas de chacolí rosado. Aquella era la sociedad de zánganos contra la que en puridad las masas decían que se habían levantado en el otro lado de la barricada, pero a Carlos Rius no le parecía ni tan numerosa ni tan peligrosa como decían. Por aquellas calles se advertía también la concurrencia de las viejas damas de las clases rectoras, que salían de una novena en la iglesia de Santa María con un devocionario en las manos.

Entró en una ocasión, a la caída de la tarde, en el interior de aquel templo. En la extensión de los bancos una muchedumbre de mujeres y de hombres arrodillados elevaba un sordo rumor en la penumbra. Las cuentas del rosario se desgranaban en unas manos pálidas y temblorosas, orantes a la luz exangüe de las velas que elevaban un tenue fulgor a los altares. Aquel rumor parecía un vagido tenue y doliente, un balbuceo doloroso en la oscuridad. Rezaban por algo que los que estaban fuera no entenderían, algo que la sacudida y los estruendos del campo de batalla no acertaban a acallar: el alarido de los agonizantes, el dolor de los que habían caído, el golpear de las frentes abatidas contra el polvo de las cunetas, el ignominioso sacrificio de las gentes queridas, la sinrazón y el luto desparramados en las esquinas negras de las ciudades… Era el barullo incontenible de las almas vueltas hacia Dios en una súplica vehemente y abnegada, que no sabía por qué se manifestaba, que estaba lejos de comprenderse a sí misma y a su razón. Era la fe de un pueblo, que llegaba de tiempos remotos, que surgía de las raíces mismas de su ser, más firme que la muerte, por encima de la muerte, en el nimbo de la resurrección. Entonces comprendió Carlos el sentido de la lucha, el poder impetuoso de la guerra, el afán de la victoria, el lujo insigne de la paz que a lo lejos se vislumbraba.

Marchó al día siguiente. Volvió a recorrer la geografía hispana de norte a sur. Otra vez sintió la fina herida que causaban en su interior los paisajes del trayecto. Otra vez la caligrafía nebulosa de los llanos de Extremadura, de nuevo la orografía de Castilla y la Andalucía señorial y abierta: rumor de agua, líquidas perlas en los jarrones de mayólica, irisación de los surtidores en los cazos de los jardines, en la arquitectura dibujada por el arrayán y en el plateresco de las fachadas. Sombra y luz, silencio al atardecer y el embrujo de unos ojos de mujer, negrísimos y tristes…

Desde Sevilla hasta el frente hizo el trayecto en un coche que puso a su disposición la Capitanía General. El chófer era un andaluz sonriente y malévolo, de los que se habían sublevado con Queipo el 18 de julio y que había sido adscrito a servicios auxiliares después de la toma de Badajoz. Explicaba algunos lances de esta acción de guerra.

—Los rojos se habían hecho fuertes en la torre de la catedral y nosotros no teníamos manera de sacarlos de allí. De pronto el general Asensio da la orden: quemar las gavillas de paja al pie de la escalera y rociar con gasolina la partida de leños que estaban en un almacén. Cuando creíamos que ellos saldrían achicharrados asoman unos cuantos por la cornisa. Iban negros de carbonilla, como si acabaran de salir de una mina de carbón. Sacan un jamón serrano atado con una cuerda y lo bajan hasta que nos lo pasan casi por las narices: «Nanai, que no nos rendiremos». Encima, nos tomaban a chacota. Entonces, acabronados, echamos escalera arriba hasta encontrarlos. ¡La que se armó! Muchos de ellos no bajaron a pie; saltaron por la ventana…

Los campos de cultivo calentaban al sol el aceite de sus olivos y el zumo de sus vides. Aquellos campos se ondulaban en suaves vertientes hasta la lejanía. Eran como un suspiro anhelante de la tierra, como un jadeo infinito y cósmico de la comarca y del lugar, transido de vez en cuando por el aleteo lento de un gavilán o por el vuelo raudo y sesgado de una partida de perdices. De vez en cuando, unos caballos sueltos ponían sobre la tierra la estampa vigorosa de su perfil, que era como un friso o una alegoría inquieta en medio de la explanada. Llegaron al atardecer a un villorrio llamado Venta del Arcángel, en un recodo algo apartado de la carretera. Este villorrio había nacido de la explotación de unas minas de cobre situadas un poco más abajo, cuyo trazado se distinguía aún. En él estaban la administración y la cantina de aquellas minas, cuya explotación había interrumpido la guerra. Formaban el poblado una docena de casas de una sola planta, edificadas en la ladera al fondo de la cual discurría un río con un rumor sordo y un reflejo aceitoso en la oscuridad.

La posición de la Venta del Arcángel era una avanzada del pueblo de Carminal de la Sierpe, cabeza de partido con alcalde y juez de primera instancia. Para llegar a Venta del Arcángel había sido preciso parar en Carminal y presentarse al comandante. El pueblo le había dado la impresión de ser un lugar alegre, poco atormentado por la circunstancia de la guerra. El comandante era un hombre adiposo que tenía una voz que parecía quebrada por el cazalla y que miraba con un solo ojo, vacilante y turbio.

—Ruegue al diablo que no se le pudran los c… en este rincón de mundo —observó—. Por suerte los anarquistas han venido a animarnos un poco últimamente. Pero, aún así, esto parece un viernes de Cuaresma…

En efecto, al día siguiente le informaron de que unos grupos de anarquistas de la FAI se habían hecho fuertes en las posiciones que había frente a Venta del Arcángel y que la situación en aquel sector era un poco anómala. Los anarquistas merodeaban por tres o cuatro poblados, en rebeldía contra el Gobierno republicano y, naturalmente, contra la zona nacional.

El panorama era inhóspito; estaban en el centro de la antigua explotación minera. Aún perduraba sobre el suelo el trazado de los carriles sobre los que en otro tiempo era transportado el mineral, desde los túneles que se abrían acá y allá en la montaña. En aquellos túneles dormía la tropa. En la zona el terreno no tenía vegetación alguna y en él predominaban las formaciones de caliza, con un tono gris sobre el que restallaban los rayos del sol. Se enteró de que los yacimientos de cobre estaban ya exhaustos, pero sobre el suelo se advertía la existencia de los detritos de este mineral, que relampagueaban a la luz con innumerables destellos esparcidos por el suelo como un polvillo cegador. Aquel era uno de los paisajes más estrambóticos y raros del mundo.

Su misión en Venta del Arcángel consistía en relevar a un alférez que había sido llamado por el mando para que fuera a seguir los cursillos de teniente. Era aquel un muchacho aragonés, ya mayor, al que la guerra había pillado en Sevilla. En la vida civil era corredor de vinos, pero parecía que la guerra hubiera venido de pronto a resolver el problema de su vocación. Donde mejor se sentía era en la milicia.

El aragonés hizo formar a las tropas que estaban a su mando. La compañía se alineó sobre la explanada, de espaldas al río. El aragonés les dirigió así la palabra:

—Soldados, he aquí al alférez Rius, quien en adelante tomará el mando de esta compañía. Yo me marcho, voy a la Academia, y es probable que ya no nos veamos más. Sin embargo, estemos donde estemos, cualquiera que sea la suerte que nos corresponda en esta guerra, tengamos siempre aliento para gritar «Viva España» y no volver la cara al enemigo. Camaradas y soldados: ¡Viva España!

Un viva surgió a media voz de la boca de los soldados. Luego se diluyeron estos por la cantina y por la calle. Algunos se desperdigaron por el camino y otros se tumbaron en la orilla del río.

—Yo me llevo conmigo a Lucas, mi asistente. He conseguido que el comandante me firmara su traslado. ¿Ya has pensado a quién vas a elegir?

Carlos Rius se encontró indeciso. No conocía a ninguno.

—Preferiría a un muchacho que no hablara mucho. Que sea trabajador y honrado, pero poco charlatán. ¿Sabes de alguno?

—Lo que pasa es que a los que hablan poco no se les conoce ni se sabe cómo son. Prefiero no darte ningún nombre —dijo el alférez.

Entraron en la casa en que vivían. Se componía de dos habitaciones, un comedor, la cocina, un lavabo y un excusado. Al fondo había un pequeño patio rectangular, en el que en aquel momento dormitaban dos gatos. En la pared lucía un espejito desconchado y goteaba un grifo sobre un recipiente de piedra. Unas yedras se encaramaban por el muro.

—No es muy lujoso esto —le advirtió el compañero—. Estas debían de ser habitaciones para los capataces y personal de la mina. El pueblo no tenía vida. Para hacer algo no había más remedio que ir a Carminal de la Sierpe. Hoy pasa lo mismo. Pero al cabo de un tiempo preferirás no moverte de aquí. En Carminal, la mitad de la población es roja.

Ante la extrañeza que delataba el rostro de Rius, continuó el alférez:

—No te lo digo en broma. Ha habido tiempo en que hemos tenido que mirar más para atrás que adelante. Nos daban más quehacer los nuestros que se pasaban que los que tenemos enfrente. Hasta que el comandante hizo un escarmiento…

—¿Qué hizo?

—Fusiló a tres tipos a los que pilló cruzando el río. Los fusiló delante de todo el pueblo. Allí, viéndolo, estaban los padres, los tíos, los primos de esos tipos. Se acabó lo que se daba. Desde entonces no se ha escapado ni uno más…

En aquel momento entró Lucas, el asistente. Era un muchacho activo y, contra lo manifestado poco antes en cuanto a psique ideal de los «asistentes», extraordinariamente locuaz.

—Mi alférez, si puedo permitirme la libertad de recomendarle a un amigo…

—Veamos…

—Es Honorio, el asistente ideal para usted, mi teniente, digo mi alférez. Cocina, lava, escribe, hace los recados, incluso los más difíciles. En fin, una joya…

—¿A ver? Que veamos a esa joya…

Entró un soldado que parecía reducido a la mitad: tal era la cortedad de su talla. Llevaba sobre los hombros una cabeza normal, de hombre altísimo, maciza y enteramente rapada. Su cara parecía la de un boxeador. Tenía los pómulos firmes y abultados y una nariz que parecía achatada por los golpes.

—¿Cómo te llamas? —inquirió Carlos.

—Honorio Silvestre Rebolledo, mi alférez. Pero por nombre usual me llaman el Chiquito.

—¿Qué hacías antes del servicio?

—Era limpiabotas, mi alférez. Limpiabotas en Ceuta. —Bien. Por lo menos podrás responder de mis botas. —Como un espejo, señor. Quiero decir que las tendré como un espejo.

—Te voy a probar. Estarás ocho días a prueba. Si no me convienes, te doy el pasaporte.

—De acuerdo, mi alférez. Verá como le convengo. Sé cocinar, hacer las camas y la limpieza, tengo buena fisonomía para conocer a la gente, en especial mujeres, y no se me borran las instrucciones. Verá mi alférez como le agrado.

—Así sea. Para empezar, pon estos bártulos en aquel cajón —dijo enseñándole una bolsa y el maletín.

El Chiquito dispuso las ropas en un santiamén. Parecía un hombre dispuesto y con ganas de cumplir.

El alférez, su compañero, se disponía a partir. Iba a tomar un coche que saldría de Carminal de la Sierpe aquella tarde. Carlos se dispuso a acompañarlo hasta el pueblo, pues lo había citado en la Comandancia el comandante.

Este era un hombre entrado en carnes, como de unos cuarenta años, casi enteramente calvo, por lo que se llevaba de las sienes una madeja de pelos grasientos para que le cubrieran la bóveda del cráneo en tiras horizontales. Le faltaba un ojo y se cubría el hueco con un pegote de tela, como los tuertos que había visto en las películas de piratas. Se llamaba Policarpo Ordóñez y había sido célebre en los tiempos de la guerra de África, como jefe de una columna que había intentado ayudar a los hombres de Monte Arruit. Desde aquellos días le faltaba el ojo.

—Siéntese, alférez… —le indicó, mostrándole una silla que había frente a la mesa de su despacho, en la oficina—. Me dicen que es usted catalán. Yo estuve en Barcelona cuando la Exposición. Me gustan las Ramblas, sobre todo de noche. ¡Qué animación, qué jolgorio! Buenos son ustedes para divertirse, allí la noche no se acaba nunca. ¿Cómo se llamaba aquello? Sí, Villa Rosa, ¡qué cabaret!

Carlos Rius no sabía de qué le estaba hablando.

—¿Quiere usted coñac? —ofreció, al tiempo que se servía en una copa, de una botella que acababa de sacar de un cajón de la mesa—. También me dicen que este es el primer destino que tiene desde que ha terminado el cursillo. A mí no me asustan los bisoños, por novatos que sean. Los he conocido que darían lecciones a los veteranos, más jabatos que muchos de ellos. Yo llevo treinta años en el ejército. Me han herido siete veces. Cuatro veces en África y tres en esta guerra. De modo que he visto de todo. ¿Adónde íbamos? ¡Ah, sí!… Como le decía, el año veintiuno tuve yo un alférez que acababa de salir de la Academia. Se quedó en una posición prácticamente solo. En total quedaron cuatro supervivientes y él fue propuesto para la Medalla Militar. Un héroe. Y era la primera vez que oía un tiro. Dios le bendiga. Le echó a perder una mala puta en Melilla y no se supo más de él.

Carlos Rius no acertaba a intervenir más que con monosílabos. El comandante se llenó de nuevo su vaso.

—Si no fuera por esto —y elevó un poco el líquido en el vaso, que despidió un reflejo candente en la luz gris de la habitación—, la vida de campaña en este lugar sería inaguantable. Yo soy hombre de acción, me gusta la milicia activa, la jarana. En mitad de un fregado no me acuerdo de nada. Pero ahora me han traído aquí; se creen que ya no sirvo. Todos esos de quienes tanto se habla han sido compañeros míos. ¿Yagüe? Como hermanos. El único Orgaz, que es un poco mayor que yo, pero solo un poco. Bien: ¿adónde íbamos? Como le decía, aquí se trata de pasar las horas. Mire usted, reconociendo el mérito que tuvieron estos muchachos el propio día 18 de julio, y con todos los respetos debidos a su jefe José Antonio, hijo del general, que era todo un caballero, a la hora de mandar unas fuerzas a mí que me den el Tercio o los Regulares. ¿Está usted conmigo? Esos son los verdaderos soldados profesionales, de los que uno se puede fiar.

De vez en cuando se secaba el rostro con un gran pañuelo.

—¡Ah, sí, a lo que iba! Aquí enfrente hay una posición que lleva unos días hostigando y acabronando a los nuestros. Todas las tardes a eso de las seis suelta un par de ráfagas de ametralladora contra la chabola del siete. Hay que hacer un escarmiento —y se sirvió un nuevo sorbo de coñac—. Se va usted a llevar de aquí un cañón antitanque junto con un soldado que es un as del cálculo y de la puntería, y hace que callen los incordiantes. Se trata de meter una carga de antitanque por la boca de la posición, sin errar el tiro. Las granadas explotarán en el interior de su chabola, y asunto concluido. Anote el nombre del soldado: Ezequiel Martos Rodríguez.

—¿Qué día, mi comandante?

—La semana que viene. El lunes o el martes.

—Conforme, mi comandante.

Después de la visita dio una pequeña vuelta por el pueblo. Era el típico poblado de la Andalucía oriental, en el que pervivían aún las formas de vida morunas o árabes. Las casas eran blancas, encaladas, y en algunas de ellas se advertía el señorío de un patio interior, oculto entre rejas. En una plazuela había un surtidor y una estatuilla erguida, un duende, una virgen o una diosa entenebrecida por unos musgos que pugnaban por alcanzarla, a la luz macilenta de un farolillo encendido. Luego, en los dos ángulos de otra plaza, la Plaza Mayor, estaban los edificios importantes de la localidad: el Ayuntamiento y el Casino. En este se veía a unos cuantos señores tomando café y desgranando el diálogo en una tertulia. Un cura —sería «el» cura— avanzaba a paso de marcha hacia la iglesia, que sobresalía con un gran campanario en una loma, en el centro de la población.

No se diría que aquel fuera pueblo en guerra, un pueblo que tenía la guerra en sus bordes. La gente del pueblo parecía vivir en paz, en una paz de otros tiempos, de otros siglos, hecha de silencios y de recatos, viendo pasar a los viandantes, a los que dirigían solo una mirada de refilón, una mirada hosca y desconfiada, mientras entornaban los postigos de las viviendas y encendían en el fondo de ellas la lamparita de aceite o la bombilla desnuda. Todo parecía congelado, aterido en mitad del sueño y de la irrealidad. La tarde iba declinando.

Ya de vuelta en Venta del Arcángel, Carlos Rius se encerró en su habitación. Pero no había luz y el resplandor de la pequeña lamparilla de petróleo no le permitía leer, ni escribir, ni hacer nada de provecho. Salió y se topó con el Chiquito, que iba buscándole.

—Ha venido a ofrecerle sus respetos el alcalde y jefe del Movimiento de Carminal de la Sierpe. Ha quedado en que volverá mañana después de comer.

Se sintió enfurecido. Le invadió un fastidio inmenso al sospechar que allí tendría que hacer probablemente cierto tipo de vida social, y que los días irían discurriendo en aquella atonía lamentable. Empezaba a arrepentirse de haber dejado su amable existencia en San Sebastián, en la que por lo menos se disfrutaba del ocio en grande y no de aquel atisbo raquítico de ocio que empezaba a rodearle. La conversación con el comandante le había ilustrado sobre muchas de las contingencias de la rutina que le esperaba.

Menos mal que a la hora de cenar se dio cuenta de que no estaba enteramente solo. Con él se unieron en la cantina los alféreces Tejada y Coloma, el teniente Rivera y el páter Pérez Gavallán. Eran la oficialidad que estaba destacada en Venta del Arcángel.

El alférez Coloma consiguió en seguida congeniar con él. En la vida civil estudiaba Ciencias Exactas y pretendía especializarse más adelante de ingeniero de motores de aviación. Era madrileño y había conseguido pasarse por el frente en los primeros días de la guerra. Los rojos habían matado a su padre y a dos de sus hermanos, y otros dos se hallaban, como él, haciendo la guerra en zona nacional. Estaba convenido de que algún día se acabaría la estabilidad en aquel frente de Andalucía. Del bolsillo de su camisa sacó un mapa y lo puso sobre la mesa, intentando demostrar que la situación en que se hallaba aquel sector del frente era de todo punto inaguantable. «Por aquí, decía, hay una brecha que se tiene que colmar de un modo u otro. Por suerte nuestra los de enfrente no hacen la guerra. Únicamente juegan a hacer la guerra. Pero si en lugar de ser anarquistas y hacer la guerra por su cuenta fueran disciplinados y obedecieran al mando de Valencia, o de donde sea, otro gallo nos cantara». Sostenía que la situación solo podía arreglarse con un ataque para llevar la línea del frente seis o siete pueblos más allá, hacia el otro lado. Entonces podrían empezar a respirar tranquilos.

Después de cenar le invitaron a jugar con ellos una partida de póquer, pero Carlos se excusó. Estaba todavía cansado del viaje, puesto que la noche anterior no había conseguido dormir bien. Llamaron a un sargento, que ocupó su plaza. El cura y él salieron a la carretera, a pasear.

Según el cura, a pesar de sus defectos y, sobre todo, pese a su afición a la bebida, el comandante era un gran militar. Como todos los de la leva de Marruecos, tenía bien fijas y aprendidas las normas que hacen fuerte a un ejército: coraje, sentido del honor, amor a la tropa, de la que llegado el caso cuidaría como si se tratara de su propia progenie. No tenía más que dos defectos: el primero, su inclinación a la bebida. Bebía desde que se levantaba hasta que iba a acostarse, sin interrupción. Bebía, sin concederse tregua ni reposo, todo aquello que se le echara por delante: coñac, ginebra, vino, ron, anís o cualquier tipo de licor. Lo mezclaba todo y lo sobreponía indistintamente, de arriba abajo o de abajo arriba, sin el menor escrúpulo y sin el menor cuidado. Cada uno de estos productos alcohólicos producía en él un efecto que, sin dejar de ser el mismo, difería únicamente en sus matices espirituales. El coñac, por ejemplo, lo mantenía en vilo un rato hasta que acababa embotándolo, aletargándolo y haciendo ininteligible su voz, que se convertía en un rumor pastoso; la ginebra volvía a afinarle la voz y lo volvía otra vez agudo y dialéctico, hasta que se le metía por las vetas del humor, es decir, del mal humor, y lo volvía agresivo, impetuoso y peligroso; el vino era, de todas las variantes del alcohol, aquella cuyos efectos eran capaces de perdurar sobre su ánimo con unos resultados más coherentes. Por lo tanto, el comandante era capaz de engullir el vino a toneladas sin perder la razón, de la mañana a la noche. El vino le hacía incluso delicado y simpático, y de su mano era capaz de pasar noches enteras en blanco. Su asistente, que le conocía bien, tenía cuidado de tener siempre bien provista su despensa con media docena de garrafas de buen tinto, que se hacía traer desde la Rioja por los camiones de Intendencia.

El segundo defecto del comandante era su amiga. Se ignoraba si aquel militar era casado o no; lo cierto es que en el pueblo se le sabía liado con Rosario la Zarzamora, viuda de uno de los prófugos a los que fusiló tiempo atrás, a la que colocó de sirvienta en su cantina y con la que acabó liándose. Aquella mujer era un tipo de hembra aguerrida, morena, chismosa y buscapleitos, a la que todo el mundo temía, pero que era la única capaz de soportar las curdas del militar, capaz de plantarle cara cuando se acostaba en su camastro como un bulto y de torear sus aviesas embestidas de ginebra a las tantas de la madrugada. Se dudaba que el comandante conservara la facultad viril de poseer a una mujer, pero se sabía que le agradaba ver a la Zarzamora despojarse de su ropa y quedar ante él como el día en que nació. A través de su nebulosa mirada por el solo ojo que le quedaba, veía el militar el cuerpo desnudo de la gitana y eso bastaba para que le entrara un suave sopor, en el que se adormecía y con el que se calmaba.

Al día siguiente por la mañana fue al encuentro del joven Rius el teniente Rivera. Quería que fuera con él a inspeccionar los puestos de avanzada, para que tuviera una idea de la situación en que se hallaban. Eran unas chabolas adelantadas en el llano, desde las que se dominaban las posiciones en que se hallaba el enemigo.

Desde una de aquellas, situada en un altozano, se columbraban tres pequeños pueblos que se hallaban en la ladera frontal y en los que se advertía trasiego de gente. Según le dijo el teniente, aquellos eran los pueblos donde los anarquistas se habían hecho fuertes y vivían una vida autónoma, mientras los republicanos y los comunistas les dejaran en paz. También le mostró, desde otra de las chabolas, la pequeña posición fortificada desde la que todas las tardes los hostigaban con fuego de ametralladora. Carlos Rius contó al teniente el propósito del comandante y su idea de atacar aquella posición con fuego de antitanque.

—Es una vieja idea suya —consideró el teniente—. Le tiene prometido al soldado Ezequiel Martos pedir una pieza antitanque expresamente para eso. No sé si lo ha hecho.

También le ilustró el teniente sobre la personalidad del alcalde de Carminal de la Sierpe, cuya visita le habían anunciado la tarde anterior.

—Es una persona importante en Andalucía. Es un título, el marqués de Carminal Alto. Cuando el Alzamiento, redujo esta zona, que ya dependía de él. Más a occidente posee muchas tierras, y no lejos de aquí tiene un cortijo con cría de reses bravas y buena bodega. Le gusta mezclarse con la oficialidad, aprovechando que el comandante a veces está un poco, ¿cómo le diría yo?, un poco huido… Se las da de ser un gran señor y probablemente lo es; yo no entiendo de eso…

En efecto, por la tarde, después de comer, se presentó el alcalde; llegó por la carretera montado en un esbelto caballo. Era un hombre alto, con el cabello plateado sobre una frente noble y despejada y unos ojos negros, grandes y vivaces. Llevaba un fular de seda anudado al cuello y una cartuchera al cinto, de la que colgaba una pistola.

Saludó cortésmente a Carlos Rius.

—Soy el marqués de Carminal —dijo—. Me encargó que le visitara don Óscar Andrade, que creo que es buen amigo de su madre. ¿Cómo se encuentra usted? ¿Le ha caído bien el lugar de su destino?

Carlos Rius le saludó sin responder. Le azoraba un poco la comunicabilidad de su visitante. Así, de sopetón, le era imposible corresponder a tantas efusiones.

Entonces acababa de comprender lo que había ocurrido. Su madre, por mediación de Óscar Andrade, había conseguido que lo destinaran a aquel lugar del mundo, al abrigo de todo peligro. Su movimiento de independencia había sido inútil. Lo habían destinado a aquella especie de sanatorio adonde enviaban, en retiro más o menos disimulado, a comandantes borrachos y mujeriegos bajo la férula de un alcalde, de un cacique ancien régime, que se cuidaba de vigilar y dar el parte.

El marqués lo puso en antecedentes de su modo de vida y lo convidó a que entablara con él una relación amistosa sin reservas.

—Tenemos una finca a unos kilómetros de aquí. He pedido autorización al comandante para que me deje disponer de algunos de sus días, con objeto de que conozca usted cómo es la vida en el campo andaluz. ¿Le gusta la equitación? Tenemos una buena cuadra de caballos. ¿Y los toros? Me gustaría organizarle una tienta, para que estime lo que es la vida campera. ¿Qué día se viene a almorzar?

—No sé. El día que usted diga.

—¿Pongamos el miércoles?

—Bien. Perfectamente. El miércoles.

—Que venga con usted el alférez Coloma, que ya ha estado en casa otras veces. Dígaselo usted mismo, por si yo no consiguiera verle. Pueden venir por la mañana, a la hora que les venga mejor. Preferiría que llegaran antes de las once, así daríamos por la mañana una vuelta por el campo.

—Perfectamente. Así lo haremos.

El miércoles por la mañana llegaron a la finca a la hora convenida. El cortijo se llamaba «La Cornisa». Desde lejos se advertía la blanca mole del poblado, por el camino bordeado de cipreses que llevaba a la casa, rodeada por una extensa tapia blanqueada de cal. A poco de llegar apareció el marqués, ya vestido con traje campero. Le acompañaba su hija Pepa. Hizo que unos mozos preparasen caballos para todos.

El alférez Coloma ya conocía a Pepa y la saludó llanamente. Carlos Rius se quedó mirándola después de darle la mano. La contemplaba porque Pepa Cortina era una auténtica belleza. Su rostro, bien formado, con unas proporciones clásicas, se hallaba aureolado por una onda de cabellos dorados que le caían en melena hasta los hombros. Su estampa era de una delicadeza fuera de lo común, pero al mismo tiempo mostraba una plétora exuberante y firme de juventud, una admirable plenitud humana. Vio Carlos encenderse en sus mejillas un suave rubor y, en el acto, cómo Pepa volvía su rostro hacia él, como reprochándole tanta curiosidad y atención tan insistente.

Se decía Carlos que si conseguía que el alcalde percibiera alguna señal de asiduidad por su parte hacia la persona de su hija, quizás anduviera más remiso en satisfacer el interés de don Óscar Andrade y le dejaría en paz.

La finca era enorme y no recorrieron de ella más que una pequeña parte. Desde lejos se veía pacer a los toros bravos en la dehesa. Más allá trotaban los caballos en libre mezcolanza. Algunos de ellos se arrimaban a la sombra de un árbol corpulento e inclinaban la cabeza para beber agua de un manantial que corría a sus pies.

—Tenemos que organizar una tienta en honor de Carlos —aventuró el alcalde—. Dime, Pepa, ¿qué día van a venir Conchita y su grupo?

—No sé. Dijeron que la semana que viene.

—Podríamos aprovechar para organizar la fiesta en ese día. ¿No ha estado usted nunca en una tienta?

—No, señor.

—Le agradará. Vendrán unos amigos de Sevilla, acompañados de mi prima Concha. Son gente divertida, ya no muy joven, pero divertida.

Durante la comida Carlos no pudo mirar como deseaba a Pepa Cortina. Estaba sentado a su lado y se limitaba a sentir el hechizo de su proximidad. Solo cuando se levantaron a tomar el café junto al hogar, en la sala contigua, pudo Carlos admirar todas las gracias de la belleza que tenía delante.

Pareció que Pepa lo deseara. Sin que le impusiera en absoluto la presencia de su padre, contestó a la mirada de Carlos oponiendo la suya, azul, terca, directa, un poco desvergonzada, hacia el alférez, que se había convertido en un impetuoso y descarado galán. De pronto ella le preguntó:

—¿Desde cuándo está usted en Venta del Arcángel?

—Llevo allí no más de tres días.

—¡Ah, vamos! No ha tenido tiempo de aclimatarse aún.

—¿Por…?

—Porque si llevara usted más tiempo se le notarían las partidas de póquer, el peso de las copas, la tristeza que da la rutina. ¿No ha visto usted al comandante Ordóñez?

—La gente cree que hacer la guerra es llevarla adelante con letra de arenga —dijo el marqués—. Pero una guerra es una cosa muy distinta. No todos son héroes de cuadro patriótico. Yo creo que las guerras se ganan sobre todo por el sacrificio sordo e individual de cada uno de los hombres, que renuncian deliberadamente a su propio confort. La guerra es la contención consciente del riñón y del hígado de muchos ciudadanos, la renuncia de muchos de ellos a la salud y a la celebridad. No todos mueren en el campo de batalla; muchos lo hacen en la cama de un hospital comidos por el virus, algunos se alcoholizan en una chabola, quién muere de tuberculosis en una paridera, aquel coge un lumbago en las trincheras. La suma silenciosa de todas estas renuncias, el acopio callado de todos estos sacrificios se llama guerra y se llama victoria. —Por eso yo estoy en contra de la guerra —dijo ella—. Cualquier resultado que se consiga con la guerra no compensa la renuncia que hacen de su juventud cualesquiera de los soldados que en ella participan. ¿Se imaginan lo que estarían haciendo ahora los millares de soldados que hay en el frente si la guerra no existiera? En lugar de estar agazapados como ratones, rascándose los picores que sienten en el cuerpo, estarían viviendo su juventud. ¡Viviéndola! Esta es una palabra mágica. Todo lo que se dice y todo lo que se hace son invenciones para quitar valor a esta palabra: ¡vivir!

—¡Tú eres demasiado joven y demasiado irreflexiva para ver las cosas más allá de tu propio goce! Eres incapaz de valorar un sacrificio de hoy, cuyos beneficios no se echarán de ver hasta el día de mañana. De toda esta sangría de hoy ha de nacer una sociedad que en lo futuro ha de compensar todo lo que estamos sufriendo.

—No lo veo yo así. Los adelantos de una sociedad ¿qué importan? Lo que importa es que cada uno pueda en cada instante hacer lo que siente, sin que nadie le ate.

—Como ven, tengo una hija que me ha salido un poco anarquista. Lo que tú tendrías que hacer es marcharte de aquí al otro lado. Un baño de ocho días con los anarquistas no te vendría mal.

Se notaba que padre e hija estaban bromeando. No obstante, era raro que la hija de un título se expresara como lo estaba haciendo Pepa Cortina.

«He aquí una muchacha sin prejuicios —se decía Carlos, escuchándola—. Este es un espectáculo insólito en la España nacional. Si en lugar de estar en su casa y en el campo estuviera en la ciudad, Pepa Cortina tendría que callarse.

—¿Quién es ese marqués? ¿De qué lado cojea? —preguntó Carlos Rius a su compañero cuando, en el Topolino del Regimiento, volvían a Venta del Arcángel—. Me ha parecido que su modo de vivir resulta algo insólito. ¿Quiénes son?

—Bueno, ya sabes. Él es el cacique de toda esta comarca. Se puso en contra de la República desde el primer día; es uno de esos personajes monárquicos que jugó siempre la carta del Rey. Es una fidelidad a ultranza, llevada contra viento y marea, por espíritu de casta. Lo que dice la chica responde a su esnobismo congénito. Si no fuera tan guapa no hablaría así. A una belleza tan sensacional se le perdona todo.

—De verdad que es soberbiamente guapa. ¿Quién es su madre?

—Este es uno de los puntos oscuros de la cuestión. Su madre era una Béjar, del señorío de Béjar, Grande de España. Se fugó con el chófer y vive en París. Hay que ser valiente para pedir en matrimonio a guapas de ese estilo. Porque el día menos pensado pasa un gañán por la puerta de Palacio, ella se encapricha y se lo lleva para vivir con él. Eso es lo que ocurrió, según dicen. Ni siquiera se fugó con él. Se fue a vivir con él del segundo al tercer piso del Ritz de Madrid. Todas las posturas patrióticas de su marido, el marqués, la alcaldía y todo eso son coartadas para airearse los cuernos…

Lo que el alférez Coloma acababa de aclarar a su compañero podía en cierto modo justificar lo que hasta entonces parecía inexplicado en la personalidad de Pepa Cortina. Su actitud un poco petulante y excéntrica quedaba aclarada en cierto modo por el proceso del matrimonio de sus padres. No era raro que en el fondo de su ser alentara una recóndita admiración por la audacia con que su madre se había comportado, capaz de saltarse a la torera todas las leyes divinas y humanas. Sin duda lo que necesitaba aquella muchacha era una buena lección.

En los días siguientes olvidó por completo al marqués y a su familia. Empezó a tornársele viva la ejecutoria militar en la campaña. Había que visitar todos los días a los que formaban la guarnición de las chabolas, había que hacer la lista de los relevos en los servicios y acompañar a los soldados en el momento de efectuarlos; se habituó a las partidas de póquer nocturnas y empezó a conocer a algunos de los soldados; su relación con Honorio, su asistente, se hizo rutinaria y normal. Decidió que permaneciera con él.

De pronto, contra lo que todos esperaban, llegó a Carminal de la Sierpe una camioneta en la que era transportado el cañón antitanque desde la vecina población de Posadas. El comandante pareció cambiar de humor y de faz. Se dispuso a propinar una soberana lección a los de la chabola de enfrente. Mandó llamar al soldado Ezequiel Martos.

—Ya tenemos aquí nuestra pieza. Ya ha visto usted: cuando yo prometo una cosa, la cumplo. Ahora se trata de dar a esos rojillos una lección. ¿Se compromete a meter seis obuses por la mirilla?

—Se intentará, mi comandante.

—¿Cómo que se intentará? ¿No me dijo que donde ponía el ojo ponía la bala?

—Sí, señor. Por eso digo que se intentará.

—Esté usted dispuesto para el lunes que viene. Quiero avisar al alcalde para que venga a verlo. Usted, alférez Rius, téngame al corriente de todos los preparativos.

Era como si de pronto hubiera recuperado el mando del batallón. La sola idea de llevar a cabo una ofensiva, por mínima que fuera, le ponía otra vez en forma.

El lunes siguiente, después del rancho, se dispusieron a llevar a término el ataque. Se presentó en Venta del Arcángel el comandante, acompañado del marqués. El cañón antitanque estaba preparado en la chabola. Había en ella un clima tenso y expectante, así como en todo el campamento. Los soldados, cansados de no hacer nada, esperaban los resultados del bombardeo como si se tratara de una grave acción de guerra.

Cuando entraron en la chabola oyeron al otro lado de la mirilla el rasgueo de una guitarra y una voz lejana que desgranaba los hipidos del cante hondo. La doliente melopea era de vez en cuando subrayada por unos ¡olés! y las voces desgarradas de media docena de hombres. El comandante pareció alegrarse de aquel jolgorio.

—¡Ah, ah!… Están de juerga, ¿no? Pues ahora veréis el final del cante… ¿Preparado, muchacho?

Entre uno y otro disparo el artillero no disponía más que de unos segundos para rectificar el tiro, caso de que el cálculo establecido para el primero de los disparos no consiguiera meter el proyectil por la mirilla; y así sucesivamente en cada cañonazo. Ezequiel Martos estaba nervioso. Pero se contenía, pues consideraba que el acierto en sus disparos no dependía más que de la intensidad de su concentración.

—¿Vamos allá?

El artillero se puso al lado de la pieza. Apretó un botón y por el cañón salió velocísimo un proyectil. Dejó en el aire una estela de fuego y de humo. Por el primero se vio que la trayectoria de la bala se había desviado ligerísimamente del objetivo, que estaba situado a unos sesenta o setenta metros. El artillero rectificó el tiro rápidamente, rozando en un pequeño dispositivo que estaba a la derecha del cañón. Entonces sí, el proyectil cruzó el aire y se metió como una burbuja de luz y de fuego por la mirilla que había enfrente. Se oyó un gran estampido y luego otro disparo, y otro y otro, hasta seis. La guitarra y el cante habían enmudecido. Había un silencio rotundo, total. Y de pronto, a lo lejos, se escucharon unos gemidos. Eran unos gemidos lentos, unos alaridos quejumbrosos y, al fin, el silencio.

Todos ellos estaban ateridos, como apesadumbrados por aquella muestra solitaria de lo que es el dolor y la muerte inesperada en mitad de la tarde, bajo un sol hiriente que reverberaba en los reflejos de los residuos de cobre que inundaban el suelo polvoriento. Todos, excepto el comandante. Este sacó de su faltriquera un botellín de coñac y lo tendió al soldado Ezequiel Martos.

—Toma, bebe, valiente. Has acertado. Tenías razón.

El soldado, que estaba lívido, rehusó.

—¿No queréis? Pues con vuestro permiso —y se echó al coleto un largo trago—. Ninguno de esos de ahí —dijo, señalando hacia delante— volverá a cantar por la tarde.

—Mira, mira lo que pasa —dijo el alcalde, observando la chabola.

En efecto, del interior salía en aquel momento un cuerpo, una especie de fantasma envuelto en sangre y que enarbolaba un palo con una bandera blanca. Iba malherido, y se tambaleaba mientras intentaba avanzar. Caminaba por pasos indecisos, como si las piernas no le llevaran.

—¿Ese vive aún? ¿Vamos a buscarle?

Dos soldados salieron al exterior para auxiliar al superviviente. No se sabía si este era joven o viejo, porque estaba enteramente oculto por una oleada de sangre viscosa, casi negra. Su estampa sobre la llanura era siniestra, estremecedora.

Al fin llegaron los soldados a su alcance. Lo cogieron ambos poniéndole los brazos alrededor de su hombro y lo arrastraron hasta el interior de la chabola.

—Vamos —dijo el comandante sin mirarlo—. Le diremos al médico que venga hasta aquí y que le atienda. No creo que dure mucho.

Entonces sí se veía el tipo humano que era. Era un hombre joven.

A Carlos Rius le costó conciliar el sueño aquella noche. La escena bélica de que había sido testigo por la tarde zarandeaba sus sentidos y no le dejaba dormir. Del conjunto de todas las impresiones que pueden formar un concepto general, el concepto de la guerra, se desgajaba esta para volver a individualizar la brutalidad, para separar el sentido de la muerte, como se singulariza un microbio bajo la lente en el laboratorio. Solo el comandante había asistido impertérrito al sacrificio de la chabola de enfrente. Los demás, incluido el autor de los disparos, habían sentido un estremecimiento, una convulsión. La muerte de aquellos tipos ofrecía un punto gratuito e innecesario. La guitarra que había cesado de rasguear ponía un acento más lúgubre en el resultado, marcando por sí sola el contraste que hay entre la vida y la muerte. En fin, quizá se tratara de foguearse aún más; posiblemente dentro de poco ya no le afectaran consideraciones de esta índole.

El día siguiente era el señalado por el marqués para la tienta en su cortijo. A media mañana llegaron a «La Cornisa» el alférez Coloma y Carlos Rius a bordo del Topolino. En la casa se albergaban algunos amigos del marqués o de su hija. También estaba allí el comandante. Había un ambiente que prometía animación. Los mozos iban por los grupos preguntando a la gente si necesitaban algo. Pepa Cortina vestía un traje campero y cubría su cabeza con un sombrero cordobés. Volvió a mirar con fijeza a Carlos Rius, sosteniendo su mirada y zafándose de ella con una enigmática sonrisa. Uno de los mozos le dio una garrocha, una vez que ella hubo montado en su caballo negro.

Eran una docena los participantes en la tienda. Entre ellos la figura central era Concha Cortina, la hermana del marqués. Por las arrugas de su cara parecía un ser increíblemente viejo. Comida por millares de arrugas, su cara, a la que daban una expresión múltiple y cambiante unos ojos negrísimos y hermosos, como de chica joven, era un prodigio de movilidad. A su lado, siempre junto a ella, pululaban otros participantes más jóvenes: Pitusa Buitrago, hermosa amazona de unos treinta años, Javier Ramos, diplomático cincuentón, y los hermanos Perico y Marta Vázquez-Hurtado, el primero de estos llegado con permiso aquella mañana y que lucía las estrellas de capitán de la Legión.

Fueron cabalgando campo adentro, en busca de los toros. Una brisa suave acariciaba las mieses y los pastos. Por entre los sembrados discurría de vez en cuando un manantial. Al fondo, aquí y allá, crecía el borrón de los matorrales o se desmelenaba la plata de los olivos.

Pepa Cortina se situó entre los dos alféreces. Parecía como si los quisiera ilustrar sobre el sentido de la vida campera, y avanzaba por la llanura con la garrocha por delante como si cumpliera un rito.

—Veo que venís únicamente de espectadores, ¿no es así? ¿Cómo no os han dado una garrocha? ¿No queréis derribar?

Llegaban ya al llano donde pacía una parte del ganado. Los toros, de amplia testuz, elevaban sus caras al cielo, sacudiéndolas bravamente, o las volvían hacia los jinetes sin interrumpir su pacífico errabundaje por el prado. Pasaron junto a los toros, dejándolos atrás; más lejos, en una ladera, pacían unos becerros, que trotaban y correteaban por el pastizal. Algunos se perseguían y bullían jugueteando.

Pepa Cortina arrancó en un galope airoso. Pasó junto a una becerra y la rozó con la garrocha. La vaquilla arrancó a su vez; un quiebro de la amazona la detuvo en seco. Entonces Pepa Cortina empezó a perseguirla. La becerra rebullía y se marchaba, para huir del acoso de la garrocha y de la persecución a que la sometían el caballo y la amazona. Alcanzaba ya casi el límite del olivar cuando, avanzando el palo hasta lo hondo, Pepa Cortina hizo que el animal doblara, se cayera y quedara un instante patas arriba en absoluta indefensión. No tardó en ponerse de nuevo en pie, pero la pericia de la amazona ya había sido probada.

—¿No pides una garrocha? —inquirió, tuteándole ya—. ¡Cosme! —llamó a uno de los mozos—. Dale al señor una garrocha.

Cuando Carlos Rius la recibió, no sabía qué hacer con ella. Pepa Cortina, solícita, le instruyó sobre su manejo.

—Mira, se coge así —le dijo, mostrándole la posición de su mano—. Tienes que apretar fuerte con esos dedos y sentirla bien bajo el sobaco. Así.

Parecía que la vaquilla que había sido derribada quisiera jugar con ellos; se acercaba con intenciones no muy claras. Correteaba frente al caballo de Carlos hasta que este se apartó y obligó al caballo a desviarse. Instintivamente, por sí mismo, el caballo le llevó hacia la becerra, que empezó a huir. Se lanzó a galope tendido, otra vez en persecución del animal. A su lado marchaba Pepa Cortina, que le animaba jubilosamente.

—Así se hace. Ahora, ahora. Dale fuerte.

Sintió que la garrocha tocaba el cuerpo de la becerra y se mantuvo firme en el contacto. La becerra no cedía. Apretó un poco más y la vio doblegarse y ceder. El animal cambió de postura, sus patas traseras perdieron el contacto con el suelo, y dio un salto brusco quebrando de pronto en posición invertida. Su negra mole dio en el suelo con las espaldas y resoplando.

—¡Bravo, Carlos! Así se hace.

Pepa Cortina irradiaba un entusiasmo juvenil. Había desaparecido de su rostro toda hosquedad. Carlos Rius se sentía contento de su aprendizaje.

—¿Qué hay que hacer ahora?

—Nada. Así se le va llevando hasta la placita. Una vez en ella le daremos unos pases.

—¿Y los demás? ¿No vienen?

Los vio a lo lejos. Eran ya unas figuras lejanas, perdidas en la inmensidad de la llanura. Arriba, un gran paño de cielo azul. Abajo, una extensa llanada verde, como de esmeralda. De vez en cuando, la sombra plateada de algún árbol. Y él y Pepa Cortina frente a frente, sobre sus corceles. La becerra caminaba indecisa por el pasto. Corría levantando su cabeza, doblándose de vez en cuando hacia ellos, como con ganas de embestir o de correr de nuevo.

—Los demás van a correr el ganado para separar cuatro o cinco vaquillas más. Vamos a llevar esta a la misma plaza.

La vaquilla caminaba trotando delante de ellos por el pastizal. También sus caballos habían tomado un trote tranquilo y seguido, y con él se iban alejando aún más del resto del grupo. El alférez Coloma se había quedado con los demás, de modo que Pepa Cortina y Carlos estaban enteramente solos en la vastedad del campo.

—Parece que no estás contento en tierra andaluza —preguntó Pepa.

—Sí, me gusta y mucho —convino Carlos, al fin, tras un titubeo—. Lo que pasa es que no hubiera imaginado nunca que el destino que se me reservaba fuera este.

—¿Qué destino esperabas?

—Me temo que me han jugado una trapisonda; y eso no vale. Pepa Cortina esperaba a que concluyera de hablar.

—Cuando fui a la Academia creí que era para que a la salida me enviaran a algún lugar del frente y no a un cortijo. En fin, que esto está muy bien; pero no es con lo que yo contaba.

—¿Con qué contabas tú? —inquirió Pepa.

Carlos no contestó directamente. Se limitó a preguntar:

—¿No sabes que estamos en guerra?

—Eso me han dicho —repuso ella—. Pero no todos los que están en guerra tienen que «hacer» la guerra. Alguno de ellos puede descansar de vez en cuando. Vamos, digo yo…

—Veis la cosa de un modo distinto a como la vemos los que hemos tenido que elegir. Los de este lado no hacéis más que continuar una vida tal como la llevabais. Nosotros hemos tenido que empezar de nuevo. Esa es la diferencia.

—Es posible…

Iban persiguiendo a la vaquilla, haciéndola correr, uno a cada lado de ella. Los caballos emprendieron un galope veloz hacia la mole de los edificios blancos que presidían el cortijo. De la parte posterior de aquellos edificios blancos sobresalía la silueta vertical y casi negra de los cipreses. Llegaron hasta las casas y dieron un rodeo para encontrar la plazuela. Junto a la puerta de madera que daba acceso al blanco pabellón circular esperaban dos mozos: chaquetilla corta, tez broncínea y en la mano unas largas varas con las que fueron conduciendo a la vaquilla hasta meterla en el ruedo. En el interior de la plaza, a la sombra de un cobertizo con unos bancos, Pepa Cortina alcanzó un botijo. Lo levantó y empezó a beber. Le quedaron la boca y la mejilla perladas de agua fresca.

—¿Quieres?

También Carlos echó un trago.

—¿Te encontrarías mejor que aquí en una posición del frente donde abundan los tiros, recibiendo una rociada de balas?

—Probablemente. Allí tendría la conciencia más tranquila. Advirtió la cara de extrañeza que ella ponía y quiso explicarle un poco más.

—No es que tenga ganas de pelear, ni quiero que pienses que soy lo que no soy. Sin ir más lejos, ayer por la tarde asistí a una acción de guerra que no me hizo mucha gracia. El comandante mandó disparar unos proyectiles de antitanque contra una chabola enemiga. Los rojillos que estaban dentro de la chabola murieron todos, menos uno que a estas horas debe de haber muerto ya. No es el afán de destruir a los otros lo que me mueve. Yo no hubiera disparado contra la chabola de enfrente. Pero mucho menos estaría ahora gozándola aquí, en una tienta que no es propio que se dé a unos kilómetros del frente ni en esta época. Perdona; esto no va contra ti ni contra tu padre. Pero me parece que muchos de los de este lado creéis que la gente se está matando para que vuestra forma de vida pueda continuar como hasta ahora. Esta es la sensación que ya tenía en San Sebastián, y precisamente esa sensación fue la que me hizo coger los bártulos e ir a la Academia. Con lo cual resulta que he venido a caer otra vez en aquello de que quería huir.

—¡Ah, vamos!

Pepa Cortina calló. Solo al cabo de un rato dijo:

—¿No será que estás resentido?

Él la miró, molesto. Pero al fin concluyó:

—En efecto… Algo así debe de ser. Es la sensación de no cumplir con lo que se me exige. Lo cual no quiere decir que aquí, y en este momento, no me sienta a mis anchas.

Un par de vencejos cruzaron el cielo.

—Oye, Pepa; una cosa os voy a pedir: si tu padre puede influir entre sus amigos para que alguno de ellos, esos señores tan importantes que están en Burgos, me saque de aquí y me lleve a cualquier lado donde se escuchen tiros, que no dude en hacerlo. Le quedaré inmensamente agradecido. Te lo digo de verdad.