V

LOS DÍAS DE «LOS PRINGADOS» habían pasado ya. El grupo anarquista se había diluido; no era más que un recuerdo en la memoria de unos pocos, que por cierto no tenían el ánimo dispuesto a revivirlo. Las cosas habían ido mal para la Específica, y en general para todos los anarcosindicalistas. A partir de los sucesos de mayo en Barcelona, los grupos anarquistas no eran más que una sombra en el conjunto de las fuerzas republicanas. La persecución había llegado al límite con el asesinato de Camilo Berneri, de Domingo Ascaso, de Francisco Martínez y de docenas de otros militares de la CNT; el fracaso de las fuerzas sindicales coincidió y se hizo patente con el acceso al poder del doctor Negrín.

Máximo García Expósito trampeó la situación como pudo. Los sucesos le pillaron en el frente de Aragón, sector de Huesca, donde había ido a parar desde su marcha al frente poco después del 19 de julio. Allí, junto con la totalidad de su grupo, había acabado poniéndose a las órdenes de un jefe de columna llegado de Barcelona y llamado Lucas, un húngaro de pelo rojizo que había tomado parte en la revolución rusa de 1917 y que desplegaba un trato paternalista y culturista que producía gran impresión. Lucas fundó en Monzón una escuela en la que inscribió a Máximo, el cual aprendió en ella a leer y a escribir. Además, Máximo había ido adquiriendo noción de algunas verdades relativas al movimiento obrero, a la lucha contra los burgueses y contra el capitalismo; había aprendido la lección que se desprende de la actitud de Lenin y de Stalin contra el traidor y fascista Trotski. Con lo cual colegía que la guerra, que había empezado tan alegremente, resultaba que era algo muy importante y que él podría acabar desempeñando un papel decisivo en el mundo que nacía, puesto que el porvenir iba a ser para personas como él, que, aunque sin estudios, y nacido como quien dice en el polvo de la calle, era un luchador y un héroe y podía dar cuenta de más de un fascista y de más de un emboscado y traidor a la causa común. Con estas cuatro nociones mal metidas en su caletre, Máximo fue enviado a luchar en Teruel, como jefe de grupo, cuando se produjo la ofensiva sobre aquella ciudad.

Los milicianos, entre los que se contaba Máximo, lograron entrar en Teruel hechos un témpano de hielo y apoderarse de la ciudad tras ocho días de lucha denodada. En Teruel encontraron una población escasísima y atemorizada, que los miraba hoscamente y les rehuía, como si viera en ellos la encarnación de todas las furias del Averno. Máximo recibió la orden de hacerse cargo de un grupo de prisioneros que habían sobrevivido; entre ellos estaban varias enfermeras del hospital fascista, a las que había que conducir hasta Barcelona.

—¿Cómo te llamas? —preguntaba uno por uno a los prisioneros, y anotaba su nombre en una lista, sobre la mesa de que disponía en un despacho de la comandancia. El papel que estaba interpretando le enorgullecía, pues allí se manifestaba la transformación que se había producido en él desde que comenzó la guerra.

—Me llamo Blanca Maravall.

—¿Cómo se escribe eso en castellano? —preguntó, y miró a la persona a quien pertenecía este nombre.

Era una figura blanca, de carnes finas y bien formadas, sonrosadas, que fijaba en él una mirada azul capaz de hacerle zozobrar. Una mujer como las que a él le gustaban, que sabía provocarle con una mirada directa e intencionada. «Hay que contenerse, amigo —se dijo—; se trata de una prisionera».

Pero durante los días siguientes no la perdió de vista. Se acercaba a ella con cualquier pretexto, parecía como si la rondara. Cuando la llevó en la cuerda hacia el camión, y luego en el tren, ya se había ligado entre ella y Máximo una especie de complicidad o de relación directa que dejaba al margen a todos los demás, fueran prisioneros o guardianes.

Frente a ella Máximo parecía dejar en olvido a los demás prisioneros. En verdad que, a medida que pasaban los días, la imagen de Blanca no le dejaba dormir.

Era mucha abstinencia la que estaba soportando, después de tantos meses en el frente, entre los tiros y sin hembra a su lado. Algunas veces pensaba que se abalanzaría sobre una de ellas, la que fuera, para sacudirse aquella comezón. Pero en cuanto descubrió a Blanca se olvidó de todas las demás; ya no hubiera podido ir con ninguna que no fuera ella. Se lo dijo un atardecer, mientras el tren había hecho uno de sus parones en una estación desconocida. Ella no le rehusó. Hasta le sonrió con un punto de jactancia o de burla.

—¿Te atreverías a dejarlo todo por mí sola? ¿Serías capaz hasta… hasta de desertar?

Él no dijo nada. Únicamente se llevó a los labios el índice y el pulgar en forma de cruz y estampó sobre ellos un beso sonoro.

—Te juro que huiría contigo donde tú quisieras, chata. Te juro que conmigo estarías segura. Todo esto te juro —contestó al cabo mirándola fijamente, tan fijamente que llegó un momento en que Blanca, asustada, tuvo que apartar los ojos.

A la mañana siguiente volvió a insistir.

—¡Si tú confiaras en mí!… Con eso bastaría. Nadie se enteraría de donde estamos y nadie nos podría encontrar nunca más. Mira que conozco muy bien este país. Aquí no me pilla nadie, ¿lo oyes? Conozco cada pueblo, cada sujeto, cada masía. Nos basta con tener un mulo y un fusil. Tú a la grupa, como las mujeres de antes; y lo demás de mi cuenta…

Ella, ya segura de la pasión del otro, empezaba a recelar.

—Mira que no soy mujer de esas que se van al monte porque sí —decía siguiendo su mismo lenguaje—. Para echarme al monte necesito yo estar muy segura. ¿Y cómo iba yo a estar segura contigo?

—Yo te lo diré. Tú lo verás. Ahora, duerme tranquila.

Y levantó el embozo de su manta, hasta acabar de cubrirla. Tuvieron que parar tres días en Mora de Ebro, en espera de que un tren los enganchara hasta Barcelona. Los prisioneros que estaban a cargo de Máximo casi llenaban un vagón, que fue colocado en una vía muerta. Máximo se acercaba a Blanca Maravall cuando esta, rendida por el cansancio, se tendía en el banco de madera y se echaba a dormir. Observaba entonces con pasmo recóndito el balanceo tranquilo de su busto, y sentía que se le encendía la sangre.

—¿Qué miras? —le preguntó ella, sorprendiéndole, una madrugada.

—Te miro a ti. Miro el trozo de cuerpo que tienes y que un día de estos voy a hacer mío, lo quieras o no. ¿No te has enterado de que aquí soy yo el que manda?

En efecto, ¿a qué entregar aquella mujer a unos desconocidos que iban a acribillarla a preguntas hasta dejarla exhausta? ¿Qué mal había hecho ella? Barruntaba Máximo que la guerra ya no era la que ellos habían idealizado cuando se la inventaron. Él se había puesto entonces tres estrellas arrancadas del pecho a un pez gordo, aquel tipo con las barbas blancas que se tiñó de sangre la mañana del 19 de julio en la ciudad. Aquello era tener arrestos. Sabía que el Millás estaba en un pueblo de la provincia de Córdoba, mandando unas unidades de anarquistas que allí se habían hecho fuertes contra todo quisque, sin aceptar ley ni orden de nadie. ¿Por qué no ir a su encuentro, llevándose a aquella mujer que estaba ya en sus manos? ¿Qué se lo impedía?

—Oye, enfermera, mira lo que te digo. Si te llevo a Barcelona, de allí no te saca nadie, ¿me entiendes? Ahora, escucha bien. Si me sigues, tendrás la libertad y una vida regalada, ¿me oyes? Mañana te explicaré lo que estoy barruntando. Ahora duerme; no quiero que nadie me oiga y vaya a sospechar —y puso su índice sobre la boca de ella, que le miraba con los ojos muy abiertos, en la oscuridad, intentando desentrañar lo que él quería decirle—. Calla, calla. No digas nada. Palabra de anarquista que nos vamos a salvar —y se retiró cautelosamente.

Cuando Blanca abrió los ojos a la mañana siguiente se encontró con que Máximo ya la estaba observando. Ocupaba ella un solo banco en el departamento del vagón, de modo que él podía hablarle sin que nadie se enterara. Y oyó cómo le decía:

—Mira, enfermera… He resuelto echar el resto y te voy a llevar conmigo. Toma este papel. Es un documento que encargué que me hicieran para una compañera que tenía, la Cucharas, pero eso se acabó. Ahora mi compañera vas a ser tú, ¿lo oyes? Tú vas a llamarte ahora Consolación Hurtado y vamos a dejar a todos estos y nos vamos a ir tú y yo a donde yo me sé. No tienes que hacer más que seguirme, pero sin chistar, ¿de acuerdo? Al menor gemido te parto el alma con este cuchillo, ¿entendido? —y le mostró una fina y aguda llama plateada—. Ni una palabra a nadie. Hoy mismo vamos a huir.

Máximo se marchó. La panorámica de la estación de Mora era una larga perspectiva de rieles que se perdían en todas direcciones. Una fina y fría lluvia caía sobre aquel paisaje. El humo de unas locomotoras se diluía en la niebla. Blanca observaba extasiada aquella panorámica, sin comprender ya nada de lo que le ocurría. Tenía aún sobre su ánimo la impresión de horror de los días pasados en el asedio, la visión de los enfermos del hospital, el estampido de las bombas, el polvo y los cascotes que se derrumbaban sobre los vivos y los muertos y un olor a tubería y a gas, a alcohol y a narcótico entre los escombros. La llovizna que estaba cayendo le parecía un suave consuelo. Y no sabía si Máximo era un simple criminal o un arcángel, un loco o un dios. ¿Qué podía hacer sino seguirle?

Todavía transcurrieron unas horas en la estación de Mora. Vio por la ventanilla que Máximo estaba hablando con el jefe de la estación. Departía con grandes gestos.

Su guardián era un hombre directo, sin recodos, un espíritu libre en el cuerpo de un animal hermoso, pensó ella. Hacía tiempo que había dejado de considerar a los hombres desde otro prisma que el de la utilidad que pudieran reportarle en cada instante. De todos modos, si se trataba de que su vida tomara de nuevo un giro imprevisto, se dejaría vencer. Lo importante era su libertad.

Cuando de nuevo llegó la noche, Máximo se acercó a Blanca y sigilosamente le ordenó que lo siguiera. Salieron sin ser vistos a la plataforma del vagón. Allí Máximo le hizo señas de que aguardara un poco. Saltó a las vías y al poco rato volvió, indicándole que bajara. Caminando entre los rieles, la condujo hacia una serie de vagones de carga que estaban parados en una vía muerta. Abrió la puerta de uno de ellos.

—Sube aquí y quédate bien abrigada en un rincón hasta que yo vuelva. No te muevas ni avises a nadie aunque yo tarde. Si quieres, échate a dormir.

Le entregó una manta para que se cubriera. Así lo hizo. Él desapareció y ella se acurrucó y a poco se quedó dormida.

Al cabo de mucho rato sintió que alguien llegaba a su lado, y un olor a hombre le descubrió que su compañía era Máximo. Estaban los dos, uno junto a otro, absolutamente solos en aquel vagón, alejados de cualquiera en el mundo. Desde su sueño sintió Blanca una inclinación tranquila hacia aquel ser, con el que empezaba a unirla un raro, inexplicable destino. Le sintió dormir a su lado, el resoplido de su respiración junto a ella y unos bruscos vaivenes de su cuerpo cerca del de ella, unos ronquidos inconexos cercanos a su sinrazón. De vez en cuando, cruzaban su sueño unos pitidos de locomotora y el golpe brusco que dan los topes de un vagón que ha venido a coincidir con el nuestro. Estaban en la vía y empezaban a andar. Todo había resultado muy sencillo.

En realidad, no sabía adónde iba, ni quién la llevaba, ni adónde irían a parar. Sí sintió de pronto que todo empezaba a moverse. Se movían lentamente hacia delante sobre la suavidad de los rieles, en un resoplido lento de la locomotora. Se arrebujó bajo aquel brazo que olía a sudor y a vino y de pronto lanzó un chillido exasperado, saliendo de su suave soñolencia. Se incorporó de golpe, sobresaltada.

—Basta, enfermera. Ahora es tarde para echarte atrás —y vio como brillaba la lengua plateada de un cuchillo—. Ya estás conmigo.

Blanca sentía la punta de acero del cuchillo sobre la piel de su cuello, a punto de hacerla sangrar. Estaba atemorizada, espantada, sin fuerzas para gritar. Vio el brillo de los grises ojos del hombre, unos ojos de gato que la dominaban, y estuvo a punto de perder el sentido. Sin embargo, se sobrepuso contra aquellas fuerzas que pretendían doblegarla. Aquel no era momento para que sus fuerzas cedieran.

—Oye, hombre —le dijo—, yo no estoy aquí para dejarme atropellar, ¿lo entiendes? Conque guarda ese cuchillo y trátame como a una mujer, no como a una puta. ¿Te has creído que me ibas a tener porque me acobardaras? Andas muy equivocado. Antes me echo del tren abajo. A mí se me tiene que ganar, no sé si lo comprendes. Conque ¡guarda el cuchillo!

Vio como Máximo retiraba lentamente el cuchillo.

—Así. Ahora podemos empezar a hablar. Tú me has propuesto huir contigo y yo lo he aceptado.

Estamos aquí juntos no porque yo sea tu prisionera, sino en virtud de un trato con ventajas para los dos. Si yo no te hubiera seguido, no estarías aquí. Dime antes que nada adónde me llevas.

—¿Adónde te llevo? A donde nos lleve el tren. No podíamos elegir. A donde esto vaya, vamos nosotros.

—¿No sabes que donde esto pare nos van a pillar? Donde estas ruedas se detengan habrá gente esperándonos. Tenemos que huir de aquí antes que esto se detenga —dijo ella—. Aquí estamos como prisioneros.

Hubo un silencio. El tren aminoraba la marcha. Ella y él jadeaban, inquietos. El tren volvió a aumentar la velocidad. Pero ella advirtió lo que él había pensado.

Él se abalanzó sobre ella. Con una sola mano, una mano que era como una tenaza, le había cogido los dos brazos y los tenía sujetos hasta doblegarlos. Unas manchas de luz intermitentes se filtraban desde el exterior, al tiempo que advertía por el traqueteo el cruce de una estación. Pasaban de largo. A los destellos de aquella luz advertía el fulgor de la mirada de él, una mirada en la que se sumaban la lascivia, el deseo, la impaciencia. Ella le mordió fuerte en el antebrazo; sintió un bramido que escapaba de los labios de él y un golpe duro sobre sus dientes. Luego se sintió aprisionada, dominada por los labios del hombre, por su lengua, que hendía entre sus dientes y en su paladar. Era una agresión viscosa, en la que empezaba a naufragar, en la que empezaba a perderse. Poco a poco perdió la noción de las cosas. Y de pronto se sintió invadida por una fuerza hercúlea que exaltó sus sentidos. Se puso a gritar sin saber cómo, llena de placer y de ira al mismo tiempo. Entonces fue ella la que atenazó al hombre, perdida entre sus brazos, apretada a su tórax, fundida en él. El cuerpo del hombre estaba inerte sobre el suyo. Sentía la palpitación de sus músculos, el peso de sus muslos y un aliento acre sobre sus pupilas. Le dejó que respirara sobre ella, sin alentar.

Luego oyó durante largo rato el ruido monótono de las ruedas, que se convirtió en un rumor sordo que entraba en su sueño y salía de él y de su fatiga. Al cabo de mucho rato sus párpados se entreabrieron mordidos por una luz. Máximo estaba frente a ella, entreabriendo la puerta del vagón y dejando que se filtrara al interior la luz que empezaba a iluminar el paisaje. Estaba alboreando.

—Oye, mujer. Tendremos que apearnos, no hay tiempo que perder. Me temo que de un momento a otro paremos en alguna estación y vengan a buscarnos. De modo que, ahora que viene una cuesta, prepárate y al final de ella daremos el salto. Venga, aprisa. No hay que tener miedo.

Ella sentía dentro de sí el arañazo que había producido en su interior la viril acometida del hombre en la noche. Estaba desolada, hundida, y no podía balbucir una palabra. Contemplaba al hombre con los ojos cansados y respiraba fatigosamente. De pronto cruzó por su mente una idea singular. Cruzó como una exhalación; aquel era el momento. Nunca volvería a tener una oportunidad como aquella.

Hizo como que se preparaba a levantarse del suelo, pero con extrema lentitud. El tren empezaba a ascender por la cuesta, la velocidad disminuía. Veía al hombre ante sí, inseguro sobre el suelo del vagón, el fusil en una mano. «Si pudiera arrancarle el fusil, o si tuviera su cuchillo…», pensaba. No sabía cómo dar forma a su propósito, pero era aquel el momento de llevarlo a término.

El hombre abrió del todo la puerta. Aquella era la ocasión. El tren ascendía y la velocidad iba decreciendo. Si pudiera empujarle, arremeter contra él con todas sus fuerzas, expulsarlo al exterior y quedar sola en el vagón, estaría salvada, por lo menos momentáneamente. Lentamente se incorporó del suelo y simuló que arreglaba sus ropas; se sacudía a manotazos el polvo del sucio uniforme. Dobló la manta en cuatro y en aquel instante arremetió contra el cuerpo del hombre, que estaba desprevenido. Le atacó con tal furia que estuvo a punto de precipitarse ella misma al exterior. Máximo intentó aguantarse sobre el suelo del vagón, pero la fuerza del empujón que recibió le tuvo vacilando en el borde mismo. Removió los brazos en el aire, de espaldas al exterior. Cayó primero el fusil, que soltó de sus manos. Luego lo hizo él mismo. Cayó de espaldas a la cuneta, braceando. Pero no dijo una palabra, no se lamentó ni gritó. Blanca pudo únicamente observar la extrañeza que se reflejaba en sus ojos de gato mientras se balanceaba en el aire. El ruido sordo de su cuerpo al caer se mezcló con el ruido del tren.

Y el ruido siguió sonando, monótono. Ya salvada la cumbre volvió a hacerse nítido, acelerándose. Blanca no se dio cuenta hasta entonces de lo que había ocurrido. No es que hiciera una revisión de su situación en aquellos instantes. Hizo una revisión total de su vida desde que entrara en la zona nacional hasta aquel momento. Como un relámpago pasó ante ella todo lo que le había ocurrido desde el asedio hasta entonces. Rememoró las horas angustiosas del hospital, la lucha entre el polvo, la nieve y los cascotes. Finalmente, la rendición. «¿Cómo se llama usted?». Y aquel tipo tenía una mirada desvergonzada, una mirada de hombre que es capaz de jugarse la vida a una sola carta. «Palabra de anarquista que nos vamos a salvar».

Estaba sola. ¿Qué haría? Miró al exterior, al paisaje. El tren cruzaba unos montes quebrados, cubiertos de bosque. Pero pronto dobló por una llanada en la que el bosque no formaba más que pequeños manchones de un color verdinegro, mientras por el valle se extendía una tonalidad sepia y gris. Acá y allá se advertían algunas casas de labranza, diseminadas por el valle.

Lo alarmante, lo trágico era no saber si el tren marchaba hacia el norte o hacia el sur, ni si se detendría pronto en alguna estación, ni cuál era el final de aquel itinerario. De haber sabido alguno de estos datos, Blanca habría podido elegir entre una opción u otra. Pero al ignorarlos, prefirió quedarse acurrucada a saltar del tren exponiéndose a romperse la crisma. Sin embargo, pronto salió de su incertidumbre. A lo lejos se vio aparecer en el horizonte la mole de una ciudad grande. El tren aminoró su marcha. ¿Qué hacer? ¿Saltar o quedarse donde estaba, expuesta a lo que pudiera ocurrirle si la descubrían?

La invadió durante unos momentos una sensación de sosiego, de bonanza e incluso de paz. La armonía del campo se mostraba en el aire fresco y suave del amanecer, en contraste con la terrible temperatura de Teruel. A su lado se veía un declive por el que descendía un panorama de pámpanos hasta una masía. Más lejos, ya junto a la ciudad, se advertía el perfil de una zona industrial de la que sobresalían unas cuantas chimeneas desconchadas con sus saetas erectas hacia el cielo, y una neblina suave sobre la mole chata de su arquitectura. La ciudad se iba acercando.

Miró alrededor. Era preciso que extremara su prudencia para seguir observando la libertad. El tren llegó a los andenes. Bajó de él y echó a andar, apresurada, pero sin titubeos y sin temor.

Máximo se incorporó del suelo con una sensación mixta de fracaso, de ira y de estupor. Aquella mujer acababa de derrotarlo, le había hecho morder, el polvo del fracaso. Nunca se había sentido tan humillado y maltrecho como en aquel momento. Acababa de jugarse el todo por el todo y había perdido. No le quedaba otro recurso que ir al encuentro de sus compañeros, que habían montado cuarteles por su cuenta en la provincia de Córdoba; o eso o lanzarse al monte, a que le cazaran como a un conejo.

Optó por la primera solución. Pero ¿dónde estaba Córdoba? Mejor dicho, ¿en qué lugar se hallaba él? No sabía si el tren lo había acercado o lo había alejado del lugar que había elegido como el de su destino. Sabía que un paraje relativamente cercano, donde había algunos de sus compañeros, se llamaba Utiel, pero tendría que andar de coronilla para descubrir su situación en el mapa y el medio de llegar hasta él. ¡Maldita mujer! ¡Maldita idea la suya de llevársela consigo! ¿Cómo se le había podido ocurrir? ¿En qué cabeza cabía, más que en la suya, eso de raptarla, de llevársela de la cuerda de presos a correr juntos la aventura? He aquí lo que le había pasado y cómo había acabado todo aquello. Se había quedado solo, maltrecho y sin blanca en la mitad del campo, teniendo que huir de toda compañía para no ser atrapado como desertor.

Empezó a andar. Al abrir la puerta del vagón había descubierto a unos kilómetros de la vía un pequeño pueblo. Hacia él se encaminaría. Por lo menos allí le informarían del lugar en que estaba y recobraría las fuerzas para tomar una determinación.

A medida que clareaba se iba dando cuenta de lo distintas que son las longitudes cuando se va sobre ruedas o cuando se marcha sobre los propios talones. En tren todo parece estar a dos pasos. Pero si hay que poner a contribución las propias andaderas, nunca se acaba de llegar.

Cerca de dos horas anduvo antes de que el pueblo que había visto volviera a aparecer ante sus ojos. Era un pueblo polvoriento, presidido por un campanario de ladrillo antiguo y de color rosado que sobresalía entre una docena de casucas en el horizonte. Desde la vía al pueblo aún tendría que andar probablemente más de media hora.

Entre tanto, iba saliendo el sol que iluminaría el nuevo día. Era una bola enorme, anaranjada, que iba desatando lentamente una reata de flecos amarillentos y dorados y soltándolos sobre el valle. La luz subrayaba en cada recodo el matiz que le era peculiar. Se encendían, pues, los tonos de cada árbol, el verde de los pámpanos y de los olivos, el ocre de los troncos, el cadmio de la inmensa llanada. Empezó a reverberar a lo lejos el caudal de una amplia acequia, con brillos que no lograba apagar el tono huidizo de la tierra que quedaba oculta y emborronada al pasar sobre ella la transparente agua.

Echó a andar hacia delante. A medida que se acercaba al pueblo se le ofrecía con trazos más nítidos la topografía de la comarca. En primer lugar crecía la dimensión del pueblo y se modificaba su situación sobre la tierra. Aquel pueblo, erguido el campanario de su iglesia, se hallaba en la ladera de un montículo alto, poblado de arboleda que ocultaba su perfil y dimensión a los que lo oteaban desde la lejanía; por el otro lado estaba contorneado por la acequia, que avanzaba hacia su desembocadura. Atravesando la acequia había tendido un puente de piedra que tenía las trazas de ser muy antiguo, como los que salen en las leyendas de aparecidos. Los árboles que enmarcaban el curso del río eran abetos suntuosos o robles de augusta ancianidad, entremezclados con el laurel y el mirto. Comparado con el páramo del cual venía, aquel pueblo se le antojó como un imprevisto oasis, como un lugar de sombra y de sosiego en el que poder descansar.

Cuando entró por la carretera advirtió como la gente del pueblo empezaba a despabilarse. Un labriego estaba aparejando las mulas para salir al campo. Una mujer abrió los postigos de su casa y recogió unas prendas que estaban colgadas de una cuerda en el exterior. El dueño de un café abría las puertas de su establecimiento. Allí se dirigió Máximo.

—Buenos días. ¿Podría tomar alguna cosa?

—A la paz de Dios; o de quien sea —respondió el hombre mirándole de arriba abajo—. Aquí no se toma más que lo que uno trae. O de lo contrario, vino, aguardiente o una miajita de cerveza.

Máximo estaba derrengado. Hubiera dado su alma por un huevo frito con un poco de pan. Pero ¿desde cuándo no cataba el pan aquella gente?

—¿Ni jamón tendréis?

—No hay jamón, no hay nada —insistió el posadero acentuando con la expresión de su cara los visos de su sinceridad—. Le juro que no tenemos nada, joven —subrayó, tomándole quizá por alguien del Gobierno que viniera a inspeccionar—. Asiento a la lumbre sí os puedo ofrecer —y mostró el poyo horizontal junto al hogar.

—Bien, tráeme una copita de aguardiente.

El posadero se fue lentamente a servirle, echando mano de una botella que había en la estantería del mostrador. Cogió una copita y la puso ante Máximo, vaciando en ella un poco de líquido transparente, incoloro y espeso.

—¿Se puede saber en qué lugar estamos? ¿Cuál es la capital que está más cerca de aquí?

—La capital más cercana es Albacete, pero esto es todavía provincia de Cuenca. ¿Está de paso? —inquirió el posadero, con aire de querer facilitar al joven alguna información que pudiera serle útil—. Por aquí pasan muchos. Unos que van a Albacete, otros que van al monte. Este es un lugar de paso desde que empezó la guerra.

En aquel momento entró en el café una mujer joven, que tenía las trazas de ser hija del que servía. Salía del interior de la vivienda secándose las manos con un paño. Examinó atentamente a Máximo. Observaba su modo de actuar, miraba el fusil que llevaba, sin quitarle el ojo de encima, como si recelara.

—¿Y a qué van los que van al monte? —preguntó Máximo.

—Van a…

—A nada —interrumpió la chica—. ¿Quién es usted? ¿A qué viene al pueblo? —inquirió de pronto.

—Oye, nena, que soy yo el que pregunto. Y se me contesta o lo vas a pasar mal, ¿está claro?

—Pues claro, joven, no hay que apurarse —terció el viejo—. No tenemos nada que callar. Al monte van para ocultarse de la leva los que no quieren ir a la guerra. Por lo visto son fascistas y… de esos. Nosotros no tenemos nada que ver con ellos. En esta casa no hay varones en edad de servir.

—¿Y en qué lugar del monte están?

—Qué sé yo, por ahí…, en el camino de Huete, o por ahí. Cambian de lugar según les conviene.

En aquel momento entraron en el local un par de hombres. Eran jornaleros del campo, gente de edad. Parecían sorprendidos e inquietos al ver a Máximo. Le miraban con curiosidad. A poco, se pusieron a cuchichear con el dueño. Se quedaron junto al mostrador, sin tomar nada.

Probablemente el acceso al monte estaría vigilado, pensó Máximo. Lo mejor sería que bordeara el bosque hasta un determinado punto y que, una vez alejado del pueblo, llegase a él por algún vericueto solitario. Así pues, Máximo pagó su consumición y salió de nuevo al exterior.

Bordeó la acequia, cruzó el puente y se arrimó a la arboleda. Fue siguiendo el curso del río por la otra orilla hasta bien entrada la mañana. Luego se metió entre los arbustos. Descubrió un paraje más claro y que de él, ya en la espesura, partía un pequeño sendero. Fue caminando por él.

La umbría era espesa y húmeda. Se oía de vez en cuando un crepitar de insectos. El bosque era cerrado y en aquel sector apenas penetraban los rayos del sol. Caminaba teniendo a veces que desembarazarse del acoso de las ramas y del agobio de líquenes y enredaderas. De vez en cuando se paraba a escuchar. Salvo el graznido de alguna ave o el zumbido de algún insecto, no se oía el menor rumor.

Así pasó toda la mañana. A mediodía se sintió cansado y sediento. La espesura se había aclarado; se sentó en un claro en el que había un abeto nacido de costado y cuyo largo tronco estaba reclinado sobre el suelo. De pronto oyó rumor de agua muy cerca de aquel lugar. Se fue acercando y descubrió un manantial que salía de una roca, en un recodo.

Pensó que, si en el monte vivían grupos de desertores, forzosamente deberían acercarse alguna vez a aquel manantial. Decidió, pues, no moverse de allí y esperar. Echó un largo trago de aquella agua, sabrosa y fresca. Luego se escondió tras unos matorrales.

A media tarde le pareció oír rumor de pasos. En efecto, se oyeron luego unas voces que se iban acercando. Preparó su fusil, por si tuviera que utilizarlo. Descorrió el cerrojo y se puso a observar.

Se acercaron dos hombres jóvenes y se inclinaron ante el manantial. Se cubrían con restos de uniforme de soldados, pero no sabría definir si eran soldados o paisanos. Bebieron agua, y uno de ellos encendió un cigarrillo, que dio a probar al otro, y así se lo fueron turnando mientras charlaban. Luego siguieron su camino.

Máximo los fue siguiendo a distancia, guiándose por el eco de sus voces. En algunos momentos, estas se perdían en el silencio. Esto ocurrió en dos o tres ocasiones. El bosque se iba aclarando aún más. Habían desaparecido los mirtos y las enredaderas y quedaban solo los altos pinos, distantes unos de otros, entre los que se podía transitar cómodamente. En un claro apareció el campamento. Había en él siete u ocho hombres alrededor de una fogata. Sus fusiles estaban apoyados unos contra otros y al alcance de la mano. Los hombres estaban callados y el resplandor de la fogata iluminaba sus barbudos rostros y les daba una catadura de aparecidos o de fantasmas en el anochecer.

Como la unidad en la que viajaba era de las últimas del convoy, Blanca Maravall pudo apearse sin que nadie la viera. Pasó entre los grupos de soldados que había en el andén y que empezaban a montar en los vagones y, cruzando la sala de la estación salió al exterior. Se había apeado en una población grande y no tardó en observar en sus calles indicios de vida poco corrientes, pese a ser una hora tan temprana. Sin embargo, erala primera vez que veía escrito el nombre de aquella ciudad:

Era preciso que antes que nada encontrara acomodo. Se decidió a preguntar a un hombre que ayudaba a descargar un carro frente a un almacén. Aquel no conocía por lo visto ninguna hospedería, pero llamó a una mujer que estaba dentro del almacén. Salió la mujer y se puso a hablarle con grandes gritos. El tono con que hablaba hacía detener a la gente y pronto se formó un pequeño grupo. Blanca estaba intranquila, pero procuraba disimularlo.

La encaminó hacia una posada que había en una plazuela, cerca de la calle principal del pueblo. En aquella plazuela había algunos carros de labor parados. Se notaba que el pueblo era el centro del comercio de granos y de productos del campo de toda la comarca. Un caballo estaba comiendo en un gran montón de alfalfa, metiendo su belfo en ella.

El hombre de la posada la escudriñó recelosamente y luego le hizo mostrar la documentación.

Blanca le mostró el papel que le había dado su raptor, un papel que hablaba de una tal Consolación Hurtado, militante de la CNT.

—¿De dónde vienes, compañera?

—Vengo de Teruel.

—Pues menudo rodeo… ¿Y cómo te has perdido por aquí? ¿Es que vas a Valencia?

Ella inclinó la cabeza, asintiendo.

—Bien. Te voy a dar una habitación. ¿No traes equipaje?

—No, no lo traigo.

En cuanto se quedó sola empezó a pensar qué era lo que debía hacer. No llevaba ni un céntimo, estaba a expensas de aquel papelito en que se certificaba con un nombre falso que pertenecía a la CNT, y no conocía a nadie. Pensó que de momento tenía que inventar una historia coherente sobre su presencia en aquella ciudad, que justificara sus pasos, y trabar amistad con alguien que quisiera escucharla. Tal vez el propio hombre de la posada…

La habitación era lóbrega. Una tenue bombilla colgaba del techo y apenas bastaba a iluminarla. Blanca se tendió en la cama, cuyo somier empezó a gemir bajo su peso.

Despertó a media mañana. En aquel instante se le apareció la realidad de su situación con toda su crudeza. Se sintió desolada y aterida. Si no encontraba alguien en quien confiar, estaba irremisiblemente perdida. Decidió jugarse el todo por el todo.

Después de asearse lo posible, se fue directamente en busca del posadero. Lo encontró a la puerta de la calle.

—¿Puedo hablar con usted?

—Usted me dirá —contestó, al paso que entraba de nuevo.

—Me encuentro en una situación apurada —dijo ella—. Un hombre me ha traído hasta aquí, pero luego me ha abandonado a mi suerte. De modo que no llevo dinero y no sé ni dónde estoy ni adónde voy. Necesito por lo menos un día o dos para orientarme. Por eso he pedido aposento aquí. ¿Puede usted fiarme por un par de días? Como usted ve, soy enfermera. ¿Hay hospital en esta localidad?

El hombre la miró cachazudamente, de arriba abajo. Hizo con la boca un mohín de desagrado.

—Conque… ni un céntimo, ¿verdad? Pues sí que estamos apañados…

—Estoy dispuesta a pagarle con el trabajo que usted me encargue. Solo el tiempo de orientarme…

—Pues sí que andamos a derechas… ¡Como si a mí me regalaran el colchón y las camas! Y yo no tengo trabajo para ti. Puedes ver si en el hospital te dan trabajo. ¿Sabes dónde está el hospital?

—No. No, señor.

—Coges la Alameda y doblas la segunda calle a la derecha. Verás un edificio de piedra. Aquello es el hospital.

—Bien. Voy ahora mismo.

—Oye, muchacha —la detuvo—. No habrás comido, ¿verdad? Espera a que te haga un huevo frito con una loncha de jamón, ¿no te apetece?

Entonces levantó Blanca la cabeza y tuvo ánimos para estudiar la fisonomía que tenía delante. Era un hombre de unos cuarenta y pico de años, el pelo bien planchado sobre un cráneo redondo, una barbilla puntiaguda y macilenta con un poco de sotabarba. Su silueta, no muy alta, era magra y nerviosa. Unos ojos negros y acerados brillaban debajo de unas cejas bien dibujadas.

Salió hacia la Alameda, siguiendo las indicaciones del patrono. En la segunda travesía torció a la derecha. Vio en seguida el edificio de piedra. El propio hombre le había indicado por quién preguntar.

—¿El doctor Artinaga?

—El doctor Artinaga está en el quirófano.

No salió de él hasta después del mediodía. Era un hombre de mediana edad, gordezuelo, bajo de estatura y con una panza que le daba el aspecto de una bolita circulante. Su tez era sonrosada. Llevaba unas gafas de montura de plata que tornaban más aguda su mirada, siempre apoyada por una sonrisa.

Aquel era un hospital militarizado y él no podía aceptar nuevo personal sin que se lo propusiera el mando militar. Blanca debía, pues, ir al mayor y solicitar una plaza. Podía decirle que había hablado con él.

Todo esto lo dijo el doctor sin dejar de sonreír y como si tuviera miedo de herirla. Se excusó por no poder aceptarla en el acto. Hacía tiempo que Blanca no se sentía tratada con tanta mansedumbre.

En cambio, el mayor estuvo brusco, increpante. La interrogó con una voz dura, recriminatoria. Era un hombre muy alto, que cuando fue a sentarse tras su mesa puso los pies encima de esta y golpeó con una regla las puntas de sus botas.

—¿Por qué ha venido aquí?

—El doctor Artinaga me lo ha indicado.

—Digo que por qué ha venido usted a Tarne.

—Tenía unos parientes, pero resulta que se han marchado.

—Debían de ser enemigos, fascistas, seguro; y, dígame: ¿cómo compruebo yo que es usted enfermera diplomada? Ser de la CNT no es precisamente un certificado de buenos estudios.

—No lo sé, compañero.

—Oye una cosa —dijo, tuteándola de pronto—. Este hospital es un hospital especial, ¿comprendes? Está destinado a la recuperación de los elementos de las Brigadas Internacionales que han sido heridos o que han enfermado en el frente. De modo que no es tan sencillo entrar en él. Habitualmente las enfermeras nos vienen recomendadas desde la retaguardia. Son muchachas que saben hablar idiomas y que tienen cierta cultura general, como para tratar a esos hombres. No sé si tú servirás para eso.

—Yo sé hablar idiomas. Hablo inglés y francés.

Esta puntualización de Blanca pareció hacer reflexionar al mayor.

—Bien, retírate. Déjame tu dirección y espera a que yo te diga algo.

Anegar de nuevo a la posada se sintió temerosa. Pensaba que si el patrono se enteraba de las dificultades que había puesto el mayor, la pondría de patitas en la calle.

Pero no. Todo lo contrario.

—Nada, tú te esperas aquí los días que haga falta hasta que él te conteste. Le diré a mi mujer que te preste alguna ropa mientras se te lava esta. Mi mujer es muy buena, ¿sabes? Lo que pasa es que siempre está enferma. Ahora mismo lleva quince días sin salir de la cama. Mal asunto.

Al llegar a su habitación encontró en un plato unas rajas de jamón y un panecillo. Los comió con avidez.

Se quedó toda la tarde encerrada en su cuarto. Sentía que su corazón palpitaba desordenadamente. Tenía miedo de algo; miedo de salir, temor de encontrarse de nuevo con el patrono, cuyos ojos habían empezado a buscarla. Una vez anochecido, se acostó.

Tardó mucho en dormirse, porque había verificado que la puerta, sin llave, no podía cerrarse por dentro. La atrancó con una silla, apoyando el respaldo contra la hoja de madera.

Debía de ser muy tarde cuando sintió que la puerta cedía. Sin respirar apenas, medio adormilada, sintió aproximarse la figura del patrono; sintió que alentaba cerca de ella y su respiración junto a su mejilla; cómo la mano tibia hurgaba en el escote y se posaba en su pecho, acariciándolo.

—No, no, ¿qué hace? —balbució.

Pero no dijo más. Era incapaz de oponerse a nada. No podía gritar, ni resistirse, ni echarse para atrás. Ya no era nadie, nadie más que una golfa. Estaba perdida.

Apretó los labios y dejó que el hombre la sobara sin abrirlos. Contenía su llanto. Luego, al cabo de mucho rato, él la dejó. Ella le oyó salir y se echó a llorar contra la almohada.

Cuando despertó al día siguiente notó de nuevo a su lado, de pie junto a la cama, la presencia del hombre. Venía a decirle que acababa de llegar un recado del doctor Artinaga enterándose de que el mayor había autorizado su ingreso en el hospital.

—De todos modos, tú puedes venir a dormir aquí. Yo te guardaré la habitación. ¿Qué te parece?

Ella no contestó. Estaba deseando cambiar, dejar la posada y encontrar un lugar donde se encontrara protegida e independiente. Hizo que se marchara el intruso, se arregló en un santiamén y se fue al hospital.

La enfermera jefe la destinó a una sala junto al vestíbulo de entrada. Había una docena de camas y pacientes de todas las nacionalidades.

—Me han dicho que hablas inglés. A ver si te entiendes con esos.

Le mostró a tres o cuatro muchachos rubios que rodeaban a un par de soldados que jugaban al ajedrez, de espaldas a la puerta. Blanca la abordó luego a propósito de su alojamiento.

—Aquí no hay camas —contestó la otra—. Todas son para los internados. Pero si te avienes a dormir en el suelo, en un colchón, te haremos un lugar en nuestro campamento.

Pronto advirtió que lo de «campamento» era un eufemismo que usaba para designar al cuarto en que dormían todas las enfermeras que, en número de ocho, atendían el hospital.

Como no le tocaba aún entrar de servicio dio una vuelta por todas las dependencias y se felicitó por la suerte que había tenido al varar en aquel lugar. No era como los hospitales de campaña, con su ajetreo, un aire eternamente improvisado y una constante sumisión al dolor y a la urgencia. Era más bien un lugar de reposo. En la parte posterior del edificio había un jardín, en el que estaban sentados algunos convalecientes; algunos de ellos iban con muletas, otros estaban sentados en sillas de ruedas. Muchos de ellos parecían despreocupados de la guerra; leían a la sombra de los árboles del jardín, en un ambiente que no recordaba ni la pólvora ni las trincheras.

Where are you coming from? I have never seen you before.

Quien le hablaba era un hombre alto y espigado, que llevaba en la cabeza un gorro escocés sobre unos pelos rojizos y ligera barba en el afilado mentón. Se había puesto a su lado balanceándose hacia delante sobre la punta de un bastón de bambú, en el que se apoyaba. Fumaba en una larga pipa y de vez en cuando echaba una bocanada de humo. La miraba con interés, inclinado hacia ella, y parecía esperar tranquilamente una respuesta.

I have been destinated here now.

I would like you to be my only nurse.

Ella esbozó una sonrisa.

Would you mind coming with me for a walk?

La cogió por un brazo y echaron a andar por los caminos de arenilla. Antes que nada le dijo su nombre; se llamaba Ronald Howes. Era profesor de lenguas clásicas en el Trinity College de Cambridge. Se había apuntado de los primeros en la lucha contra el fascismo en España. Le habían herido en la batalla de Brunete. Habían tenido que operarle dos veces en la pierna y ya empezaba a andar. El proceso de curación había sido doloroso y lento, pero pronto podría volver al frente y con el bastoncillo golpeó en su rodilla, que estaba inmóvil.

—Estoy deseando que me den de alta para volver allí. Pero antes quiero ir a Londres. ¿No ha estado usted en Londres?

Le contestó que sí, que había estado en Londres hacía cuatro años, en un viaje que hizo para perfeccionar su inglés.

—¿Y qué es lo que menos le gusta de Londres?

Ella hizo como que recapacitaba.

The smog —dijo al fin.

—¿Y lo que más le gusta?

—Bueno, algunos ingleses.

Él se echó a reír. Hablaba con un dejo suave, de profesor de lenguas, y su conversación parecía sujeta a ciertas reglas que, como las de la música, obedecieran a un ritmo íntimo y maravilloso.

Después de dar un rodeo por el jardín volvieron nuevamente a la casa. El inglés hablaba sin parar, pero sin apresurarse. Parecía que estuviera dotado de una facundia imaginativa que le permitiera encontrar indefinidamente nuevos temas de conversación. Primero le relató algunos recuerdos que tenía de la batalla de Brunete, de cómo y por qué se perdió y de cómo plantearía él una nueva batalla. Después le contó cosas de su época de estudiante en Cambridge. Las bromas que se gastaban con los profesores, los tics de mister Cooper esq., y las tisanas que les brindaba la señora Cooper en su casa. Acabó recitando textos de Ovidio y de Marcial, que sonaron como un bronce clásico en la dorada dimensión de la tarde.

—¿Sabe que si me sedujo desde el principio España fue a través de los versos de Marcial? El país tiene en Marcial una agresividad hiriente. No es el mero panorama elegiaco que se pone en pie a través de la tristeza del poeta, sino un esmalte acre, rico en matices y, visto desde lejos, burilado por el viento, digno de levantarse por encima de cualquier peripecia del alma. Pero la estoy aburriendo con estas divagaciones de profesor. Hábleme de usted. ¿Desde cuándo hace la guerra?

—Desde el primer día —tenía temor de hablar, a expresarse, pero tuvo que hacerlo—. Estaba en Barcelona y me apunté en una columna. Luego, los… bueno, los fascistas me hicieron prisionera. Finalmente conseguí escapar y aquí estoy.

—¿Sí? ¿Y dónde consiguió escapar?

—En Teruel. De esto hace solo quince días.

—¿Estaba usted en Teruel cuando el asedio?

—Sí, allí estaba.

Parecía como si esta contingencia despertara en el inglés un entusiasmo nuevo. Miraba a Blanca con una nueva veneración.

—Fue la batalla más dura que ha habido hasta ahora. Cuénteme cosas.

—Nada. El frío, los bombardeos, y el ruido de los tanques día y noche, el gemido de los heridos enloquecía a una. Yo creía que no saldría viva. Pero ya lo ve… Aquí estoy.

Cuando Blanca se despidió del inglés sintió como si a su ánimo lo hubiera refrescado un rocío bienhechor. Iba advirtiendo que el secreto de la vida consistía en no dejarse abrumar por una impresión demoledora, sino en seguir adelante hasta que surgiera otra ocasión de signo contrario en la que apoyarse. La vida era un claroscuro constante y era preciso no dejarse hundir por ninguno de los contrastes del vaivén.

Por la noche se puso a trabajar, entrando en su turno. Sirvió la cena a los hospitalizados de su sala, les tomó la temperatura, dio unos medicamentos sedantes a todos ellos, puso media docena de inyecciones y se dispuso a pasar la noche esperando que alguno reclamara su ayuda. Solo dos de ellos inspiraban algún cuidado. Sobre todo un muchacho francés, al que una bala explosiva había dado en el muslo y que pasaba las noches en un constante alarido.

Por indicación del médico la enfermera le puso una dosis de morfina, con lo que el herido entró en un duermevela casi silencioso, del que escapaban únicamente algunos leves y prolongados gemidos. Pero a partir de las dos de la madrugada volvió a despertar y a atronar el silencio de la noche con sus gritos y lamentaciones.

El herido estaba preso en la telaraña inconsútil de un delirio espantoso. Llamaba a su madre, se revolvía increpando a unos nombres de mujer, gritaba a unos compañeros, como si estuviera en el frente, en plena batalla. Parecía que sobre él volvieran a estallar los proyectiles y que se estuviera bañando al sol en una oleada de sangre.

—Tranquilo, Maurice, tú tranquilo —insistía Blanca una y otra vez cogiéndole la mano, y él callaba un instante, sugestionado por aquella voz que desde el exterior penetraba en su desvarío—. No hay nadie, no viene nadie, nadie te quiere mal. Mañana estarás bueno y saldremos al campo a coger mariposas o flores. Tú tranquilo, Maurice.

Y aquel joven guerrero se dejaba vencer por la leve sugestión, por la casi ridícula promesa, por un proyecto infantil que le sugería la voz femenina, al otro lado de la barrera de su sueño y de su pesadez.

Miles, docenas de miles de hombres estaban en el mismo desvarío, se hallaban derrotados por el mismo insomnio y querían escuchar la misma voz. Era la voz presentida de una madre lejana, la caricia que les había sido hurtada en su niñez, a la que querían recoger, cuando ya era tarde, desde el horror de sus entrañas deshechas.