I

NO PODRÍA DECIR Matías Palá cuántas horas estuvo tumbado en el suelo, sobre la nieve, ni cuándo comenzó a sentir sobre el pie el peso de aquella losa. Quizá fueran diez, o quizá más, las horas en que no pudo moverse, en que incluso dejó de sentir en su cuerpo los estremecimientos del frío. Perdió la noción de que la ciudad, que ardía por sus cuatro costados, estaba frente a sus ojos, casi al alcance de sus manos. Vista desde aquel ángulo le parecía al principio que bastaba con que diera un manotazo, o que resoplara con un hondo bufido, para que se extinguiese la crepitante hoguera. La ciudad no era más que una ristra de casas incendiadas, algo así como un belén diminuto, toda ella chorreante de nieve, toda ella vestida con el blanco sayal de la nieve. Las explosiones, y su séquito de fuego, y las bombas, y el fragor de hierro de los tanques daban a aquel momento, en que cruzaba el río a tientas sobre el agua helada y los pedruscos, un signo horripilante, un perfil dantesco y oscuro. Pero pudo cruzar el río y poner pie en la otra orilla, y sintió que la nieve se ablandaba de nuevo bajo sus pies. Y de pronto hicieron su aparición a poca distancia hombres, que no eran más que fantasmas, bultos pardos que avanzaban lentamente tambaleándose; y se quedó agazapado en tierra. Aquellos hombres iban también a la ciudad; se distinguían en la noche, sobre la nívea blancura, llevaban sus capotes, sus fusiles y sus ametralladoras, y avanzaban siniestros y en silencio. Se agazapó. Siguió en el suelo, boca abajo, incapaz de moverse, como muerto, muerto ya. Sin embargo, notó que aún respiraba y sintió su propio jadeo, leve ventisca que levantaba haces de polvillo blanco, y allí permaneció sin moverse.

¿Cuántas horas habían pasado? ¿Años quizás? Sentíase a salvo; recuperaba poco a poco la noción de las cosas, y también la noción del tiempo. ¿Por qué estaba allí? Una tibia atmósfera envolvía su cuerpo, se refocilaba en él. No había nieve ni el aire era helado, ni advertía su soledad; pero todo era también blanco. Sentía aún la pesada losa sobre su pierna, como una dentellada que le mordiera todo el pie. Acababa de despertar y se notaba infinitamente acompañado. ¿Era esta la paz presentida? Vio cómo se le acercaba un ser benévolo con una sonrisa en los labios. Sí, era una monja, estaba en un hospital. ¿Qué hospital era aquel? Tuvo un arranque impensado, febril. Pero no. En el otro lado no había monjas. Estaba en zona nacional: se había salvado. ¿Quién le había salvado?

—Dios le salvó —dijo la monja—. Ahora, a cuidar esa pierna. Tranquilícese.

A pesar del dolor que sentía, se quedó adormecido; pero en el duermevela afluían una serie de imágenes; unas eran concretas, otras fluidas y vagas. Aquella había sido la batalla más estúpida en que había participado. Se hallaba en Teruel de permiso, con el único empeño de visitar a su sobrina.

De pronto comenzó el acoso. Fue como un relámpago. Los viajeros de un autocar de la línea Teruel-Zaragoza habían vuelto a la ciudad porque la carretera acababa de ser batida por el fuego de los rojos. Eran gente atemorizada, que nunca en su vida habían oído un tiro. En Comandancia escucharon su relato con cierta incredulidad. Pero por la noche se «sentía» avanzar a los rojos, como una oleada. A los dos días se los vio ya, puntos negros en las lomas lejanas. Era un ataque en regla, una embestida seria.

Luego empezó a nevar. Nevó durante ocho días seguidos.

Aún vio a su sobrina. La visitaba en el hospital, que no quedaba lejos de la Comandancia, donde él se hospedaba. Cruzaba calles y plazas entre la explosión de la metralla, hasta que aquella corta distancia pareció que se alargaba, que se iba ensanchando; al fin el corto trecho entre la Comandancia y el hospital se hizo inmenso y, después, infranqueable. Los días pasaban con monotonía de fuego y de escombros. Se fortificaron en el edificio del Banco de España cuando ya los tanques habían entrado en la ciudad. Los carros de combate disparaban contra el propio edificio. Los rojos habían entrado en el hospital. Vio salir a su sobrina de entre los escombros, conducida, entre otras personas, hacia un punto ignorado. Y pidió entonces permiso para intentar vadear el río. El coronel Rey d'Harcourt iba a rendirse. La nieve había impedido llegar a Teruel el auxilio en la hora prevista. El coronel le dio la autorización. Y de noche pasó el río y quedó tendido sobre la nieve, al otro lado.

Piensa en su sobrina, en Blanquita. Piensa en cómo la rescató en los comienzos de la guerra. Por orden del general Mola él se había unido en Badajoz a las tropas que subían de África. Aquella era todavía una guerra de aventura y de valor individual. Veía a los legionarios, zurcidos de cicatrices, armando gresca en los burdeles y en las tabernas. Pocos habían quedado, pero se bamboleaban al viento en las juergas del atardecer. Uno de ellos, ebrio de tabaco, alcohol y morfina, se había escapado del hospital y mostraba ante las horrorizadas prostitutas su vientre recién cosido, desenrollándose la venda que le envolvía, mientras lanzaba a los aires nauseabundos escupitajos de anís. Nunca había tenido noción de lo aciaga que es la guerra como en aquellos momentos. De pronto recibió del Estado Mayor noticias de que su sobrina, Blanquita Maravall, solicitaba un aval suyo. Acababa de pasarse por el frente de Madrid y estaba esperándole en Villaviciosa de Odón. Allá se fue. En el castillo de Villaviciosa le recibió el coronel Fragoso. Era un hombre robusto, de escasa estatura, que tenía constantemente en las manos la colilla de una faria que no ardía.

—Es guapa su sobrina, capitán. La he puesto en manos de la esposa del notario, gente católica, para que no la mortifiquen. Ya sabe usted cómo es la tropa.

Iba a marcharse, después de agradecerle la información y el servicio, cuando el coronel le atajó:

—A propósito: ¿al que se pasó con ella le conoce usted? Es un tal doctor Foz. Le he enviado sin armamento a primera línea. —No, no le conozco.

Cuando habló con su sobrina quedó abrumado. Foz era uno de los implicados en el Alzamiento de Barcelona. Había podido integrarse de tapadillo en la columna «Tierra y Libertad», en la que, con Blanquita, que era una enfermera de su equipo, esperó la ocasión propicia para la fuga. Esta se produjo en el mismo Villaviciosa de Odón. Cuando la columna evacuó, ellos se quedaron en el pueblo con una ambulancia, sesenta fusiles y el chófer, con el pretexto de recoger aún algunas cosas. Una vez solos en el pueblo —los que no quisieron huir permanecieron ocultos en sus casas—, el doctor, acompañado de Blanquita, llevó al chófer al castillo, que estaba vacío. Bajaron a los sótanos. Al llegar abajo se enfrentó con el chófer, pistola en mano.

—Nos vamos a pasar —le dijo—. Si te conviene, te quedas con nosotros; si no, te pego un tiro aquí mismo.

El chófer, un aragonés cetrino, se puso lívido, Procedía de Barcelona y estaba repleto de literatura anarquista.

—Yo no me paso aunque me mates.

Fueron dos los tiros. Quedó hecho un guiñapo en el suelo.

Cuando las tropas ocuparon el pueblo, el doctor y Blanquita salieron de su escondrijo y se presentaron a un capitán en plena calle. Este los llevó hasta el coronel Fragoso.

—Conque ¡de «Tierra y Libertad»! Y médico, ¿no? Hacen falta médicos. Te irás con las tropas, pero sin armas. Así demostrarás tu valor.

Las balas zigzagueaban por el trigo tras el doctor Foz. Había que escurrirse por los sembrados, agacharse y volver a avanzar. A veces se agazapaba tras una pila de muertos.

El sargento levantaba el brazo y entonces había que volver a avanzar.

—Fue lo que me contó el doctor ese. Pero en Badajoz tuvimos mucho de eso. Y luego se volvían a los rojos como flechas. Por si acaso, le he enviado a primera línea.

—¿Podría verle?

—Vamos a buscarle.

Le hizo subir al sidecar de su motocicleta. El coronel iba chupando su veguero como si estuviera en plena verbena. A poco, vislumbraron la línea de frente; a lo lejos estaba Madrid. Madrid, silueta limpia en el aire. Pararon al fondo de una suavísima colina, dorada por el trigo ya crecido, sembrado en tiempos de paz. Por todos lados silbaban las balas.

—Tú, Canuto. ¿Dónde para ese doctor de ayer?

El sargento miró a todos lados.

—Estaba por ahí, en la loma esa. Llevo rato sin verle.

—Ve a ver qué hace.

Entretanto, el coronel sacó un faria.

—Fume usted, capitán. El humo se lo lleva todo.

—No, gracias, mi coronel. No me gusta fumar.

—¿Qué haría yo sin mi cigarro? —se preguntó, mientras de su chisquero arrancaba una pequeña llama y la acercaba a la punta de la colilla que tenía en la boca. Una bala silbó cerca de ellos y otra fue a caer, ya muerta, como un pedrusco, junto a la bota del coronel.

Al cabo de un rato, jadeando, llegó el sargento.

—Está en la loma, sí, mi coronel. Pero muerto. Ha sido una bala en el vientre.

—¡Vaya! ¡Ser médico y no saber esquivarla!

Cuando se lo dijo a Blanquita, esta bajó la cabeza. Estuvo largo rato sin pronunciar palabra. Durante tres días —hasta llegar a Burgos— pareció hundida en terribles premoniciones.

—Blanca, por favor, tienes que sobreponerte. La guerra es de ese modo. Y estamos en guerra.

—La guerra, la guerra… ¿Para qué?

Matías Palá rememora su vida, los últimos meses de su vida, mientras la ambulancia le lleva desde Calamocha a Zaragoza. Sabe que algo grave ha ocurrido a su pierna. Pero no había sido herido. Una palabra trágica rebulle en su mente: congelación. Sin saber por qué, piensa en su agilidad de otros días. Se acuerda de sus partidos de frontón en el Club Natación Barcelona. Y de Nicolás Borredá, el astuto, el sectario, el político Nicolás Borredá. Él estará jugando al póquer con la vida de centenares, de millares de hombres. Se echará sus faroles de intelectual con la existencia de los que han ido a Teruel sin saber por qué. Lo hará desde los despachos oficiales, con papel timbrado y un habano en la boca. Piensa de nuevo en su sobrina y en el doctor Foz, y casi se echaría a llorar.

La ambulancia tuerce por caminos que vadean torrentes y se encumbran por las colinas de Teruel. Con él va un enfermero. Bajo la bata blanca asoman las insignias de Sanidad. «Un poco de calmante, por favor». El muchacho le mira con unos ojos comprensivos, pero no se lo da. «Pronto vamos a llegar a Zaragoza; allí le curarán». «¡Este dolor!». «Paciencia, tenga usted un poquitín de calma. Pronto pasará». Pero el viaje se hace largo, interminable. De vez en cuando, al exterior se oye pasar una partida de gentes en mulo y el traqueteo inconfundible de unos tanques sobre el pavimento. La carretera está llena de baches y de piedras, y ese ruido es ensordecedor.

La ambulancia se para. Se oyen las voces del conductor, que habla con alguien en la carretera. El enfermero sale al exterior y se mezcla en el diálogo. Matías no entiende lo que hablan. Pero pronto entra de nuevo el camillero. Al abrir las portezuelas se advierte la catadura del día, lúgubre, gris. Aún se ve nieve sobre los tejados y en la calzada, pero ha empezado a llover. «Viene la Cuarta de Navarra —le dice— y no podremos pasar. Tendremos que torcer a Montalbán. Lo siento». Matías Palá le mira angustiado; siente un gran dolor, un dolor irreprimible en la pierna. «No se preocupe; voy a ponerle otra inyección de morfina».

Cuando se la pone, aún dura el dolor un rato, pero de pronto vuelve a sentirlo todo con gran suavidad. Las sensaciones se eslabonan tranquilamente y cae en un agradable sopor. «Se salvará — piensa en su sobrina Blanquita—. Ella es una muchacha capaz de crecerse en situaciones como esta». Luego recuerda los comienzos de la guerra. El hervor de los despachos de Capitanía General en Pamplona el día del Alzamiento. La marcha de los requetés, florón de boinas coloradas, hacia Somosierra y Guadalajara. Y la orden de Mola: «Llegue usted a Badajoz y espere a las tropas de Yagüe. Aquí tiene su pasaporte para Portugal. En Badajoz se entrevistará usted con el general cuando la ciudad esté tomada. Si las tropas del Norte no pueden llegar a Madrid, usted regresa a Portugal y espera sus órdenes. Si se abren camino hacia Madrid, queda adjunto al Ejército de África. Desde ahora es usted capitán, Capitán de Ingenieros. Su labor será asesorar al Estado Mayor del general sobre vehículos y caminos. Buena suerte».

La horrible batalla de Badajoz fue áspera, alocada, ardiente. Se luchó casa por casa. No sabe cómo pudo salvar el pellejo aquella vez. Se encerró en la habitación de la pensión donde dormía. La patrona se quedó perpleja cuando de pronto, al entrar unos legionarios, él se adelantó y les dijo: «Soy el capitán Palá y vengo de Pamplona con un encargo del general Mola para el general Yagüe». ¡A ella, que le parecía efectivamente un transportista catalán, retenido en Badajoz a causa de la revolución y el lío de los transportes!… Y desde entonces caminó con Yagüe hacia Madrid. Pero por encima de todas estas impresiones, más fuertes que todas las imágenes dispersas de la guerra, está la figura de Blanquita, a la que quería como a una hija. La última vez que habló con ella antes de lo de Teruel, fue en Burgos, en el casino de Burgos. Matías Palá le había insistido para que aceptara una plaza en un hospital menos expuesto que el de Teruel. «¿Para qué? Teruel no es primera línea. Y si alguna vez lo es, tanto mejor». Le preguntó si lo que quería era precisamente exponerse. «Después de lo del doctor Foz, yo creo que lo mejor es ir a donde hay tiros y… sin armamento». Le había quedado sin duda un poso de amargura, desde el sacrificio inútil del doctor Foz. Él se atrevió a preguntarle si le quería mucho. «Vosotros, la gente mayor, o por lo menos mayor que yo, habláis del amor como en tiempos de Bécquer. ¡Qué tontería! Querer o no querer. Lo que pasa es que le admiraba más que a nadie en el mundo: eso es todo. Lo que necesitamos las mujeres es admirar a alguien. ¡Y hay tan pocos a quienes admirar!».

Matías Palá bajó entonces la cabeza, como avergonzado. Quedaba lejos la pasión vehemente que sintiera por su sobrina años atrás, y los episodios de esa pasión se le antojaban ya ridículos. El hombre cree durante muchos años que para seducir a una mujer tiene que usar las mismas armas que ella. Así, en algunas parejas se establece un juego de recíproca coquetería que no es más que una farsa y que no responde a una exigencia sincera del corazón. Pero el impulso casi telúrico de amar no está al alcance de muchos hombres, que confunden la atracción de una mujer con una provocación a la galantería, y el hecho de poseerla con un cumplido más. El amor es distinto a ese juego social, está muy lejos de ser un juego social, es casi todo lo contrario de un juego social.

Por eso, quizá, pensó entonces, venían las guerras. Si todos los seres humanos que habitaban España en aquellos momentos, y todos los chinos y los quirguises y los armenios y los anglosajones y los judíos que habían llegado al otro lado, atropelladamente, como se entra en el comedor de un internado al sonar el gong, hubiesen tenido algo que amar, si hubiesen obtenido la satisfacción de esa necesidad perentoria de compañía en que se hallaban sin saberlo, ¿hubiera venido la guerra? Si cada uno de ellos hubiese sido saciado con el caudal de afecto y de íntima fortaleza que solo da lo que llamaba Ortega «la buena compañía», ¿hubieran pensado en la guerra? Pero el mundo andaba atropellado por el conjunto de ambiciones al margen del amor. Recordaba unos versos, no sabía de quién. Amor, amor, amor, de seis a siete… Amor con reloj, sacrificando la vida en una ristra de ambiciones menores, pero feroces: las finanzas, la hegemonía, la influencia, el poder… Eso era la guerra.

Sentíase solo. Él se enamoró de Blanquita quizá porque no había tenido hijos con su mujer. ¡Qué distinto sería si a su lado tuviera un varón —o una chica— que pudiera decirle: «ya no estás solo, padre. Me tienes a mí, que viviré por ti cuando tú mueras»! Mas para eso sí que había llegado tarde.

Se despertó en la cama de un hospital, de un nuevo hospital. Todavía sentía sobre el pie un estorbo, pero solo eso. No más que un estorbo. A su lado, en otra cama, roncaba un hombre con resoplidos irregulares. Por las rendijas de las dos ventanas se filtraba un poco de luz. Era de día. El dolor se le había localizado en la punta del pie, sin afectar al resto de la pierna. Notó que su cabeza se había despejado, que ya era capaz de coordinar y de sujetar sus ideas. Estuvo un rato gozándose en esta nueva serenidad. Tal vez le hubieran drogado de nuevo y aquel pellizco agudo que sentía en los dedos del pie volviera a desatarse en dolor atroz por la pierna entera. Pero al poco vio asomar a una enfermera, con el uniforme blanco, que fue a la ventana y abrió los postigos. Un haz de luz iluminó la habitación.

—¿Cómo estamos, catorce?

—¿Soy yo el catorce?

—Claro, ¿quién va a ser?

El quince dio unos resoplidos en la cama de al lado y despertó a regañadientes.

—Vamos, ya está aquí la comandanta —dijo—. ¿Traes las pastillas o qué traes?

—Traigo los medicamentos y el café. Venga —le dijo a Matías Palá, acercándole un vaso de agua y dándole una pastilla—. Toma primero eso.

—A mí el café me lo dejas en la mesilla. Ya sabes que no me gusta mezclar la farmacia con la manduca.

Ella dio al quince la pastilla y le dejó el tazón de café sobre la repisa blanca.

—Esa es una engreída. Está siempre más engallada que un gallo sobre un pedestal —dijo el quince, al tiempo que sacaba de debajo de la cama una botella de coñac y vaciaba en el café un copioso trago—. ¿Quieres?

—No, gracias.

—A mí el café sin «apoyo» me da vómitos. A propósito, ¿cómo te llamas?

—Matías Palá. Capitán Matías Palá, de Ingenieros.

—¡Jolín, de Ingenieros!… Yo soy de Infantería, capitán también. Capitán Alonso Muérzaga. Me vaciaron un pulmón en Belchite. Pero me queda el otro.

—Yo no sé lo que he tenido. Seguramente ha sido congelación en esta pierna.

—Yo te diré lo que has tenido. Tienes en los pies tres dedos menos de los que tenías, total siete. Con esos todavía se anda. Durante quince días estuvo en aquella cama del hospital de Zaragoza. Por la mañana, a primera hora, entraba la enfermera. Dos veces al día le visitaba el médico. Le destaponaba la herida —un agudo dolor— y le reconfortaba a su modo.

—Ha estado usted de suerte. Dos horas más y, por lo menos, no anda más que a saltos, con una sola pierna.

Después le autorizaron a levantarse. Salía al pasillo apoyado en una muleta. Entre tanto, el quince vaciaba todos los días una botella de coñac, que le subía de tapadillo un asistente, a media tarde.

—Oye, soldado —le preguntó un día Matías Palá en el pasillo, cuando salía de su visita cotidiana—. ¿Cómo es tu capitán?

El muchacho era un gallego con aire de sorna.

—Mi capitán es un jabato —repuso.

—¿Un jabato de qué?

—¿Cómo que de qué? Si no es por él nos hundimos todos en Belchite. Aguantó aquella embestida con solo sus huevos. Se quedó con solo cinco o seis y una ametralladora, hasta que llegaron las tropas.

—¿Y por qué le traes coñac? ¿Te dejan?

—Hacen la vista gorda.

—Oye, muchacho, pero eso le puede matar.

El soldado le miró, esta vez serio. Bajó los ojos, como si se resistiese a decirlo.

—Mi capitán ya está muerto.

Dentro del cuarto se le oía canturrear, en una mezcla de borrachera y de delirio:

En la noche de San Juan,

donde las toman las dan;

y en la parameeera…

A los quince días le enviaron a un pabellón distinto, en el mismo hospital. Andaba aún con dificultad y con algún dolor. Sin embargo, la amplia llaga iba cicatrizando. La enfermera de allí era un ser dulce y amable. Las monjitas eran pura bondad. Los médicos parecían tener mayor categoría que los del pabellón antiguo. Pudo pasear por el jardín. Empezó a leer la prensa. Se hablaba poco de contraofensivas y batallas en el frente de Teruel. Empezó a impacientarse. «Eso va bien —le dijo el doctor—. Señal de que sus nervios vuelven a entrar en servicio».

De pronto, un día de febrero recibió una visita inesperada. Era Fermín Urquizu, antiguo ayudante del general Mola y destinado al Servicio de Información Militar del coronel Ungría. Le conocía desde los tiempos de Pamplona.

—¿Cómo va esa pierna? Vamos, veo que puede usted andar casi normalmente. Le convendría hacer un poco de ejercicio y volverá a ser el de antes.

—Eso espero.

—Ha estado usted de suerte. El coronel Ungría se ha interesado por usted. Durante estos dos meses no le hemos perdido la pista. No crea que se tratara solo de nuestro interés personal, no. Hay algo más que le voy a explicar en pocas palabras.

—Matías Palá le escuchaba atentamente.

—Durante estos dos meses de guerra hemos podido comprobar su adhesión y la fortaleza de su ánimo. Ahora queremos confiarle una misión más delicada, sin duda más arriesgada y, para nosotros, de mucho más valor que las que le hemos encomendado hasta ahora.

—Usted dirá, mi comandante.

—Se trata de que vaya a Barcelona. Para ello tendrá usted que pasarse por el frente, con los riesgos que eso comporta. Tendrá que recobrar allí otra vez su propia personalidad. Usted era amigo de uno de los gerifaltes de los rojos, ¿no es así?

—Sí. Era amigo de Nicolás Borredá.

—Hágale usted creer que la guerra le pilló aquí por casualidad. Que está usted hastiado de esta zona. En fin, congráciese con él. Y organice allí, según sus medios e iniciativas, nuestros servicios de información. No me interrumpa, por favor. No llevará usted papel alguno. Se dirigirá al propio tiempo a uno de nuestros agentes, de los pocos que han podido escapar a las purgas de última hora. Él le dará las claves y todo lo demás. Se trata de saber en qué momento van a preparar otra ofensiva como la de Teruel, cuál es el número de sus fuerzas, con qué dispositivos cuentan, armamento, material y hombres. La batalla de Teruel ha sido ganada por nosotros. Sí, en estos momentos el general Aranda, con Moscardó y Monasterio, emprenden una contraofensiva cuyo resultado es ineluctable, y que durará unos días. Pero no quisiéramos vernos sorprendidos otra vez.

—Bien —respondió Palá, al cabo de un rato—. Yo estoy a sus órdenes.

—Dentro de unos días volveré a visitarle para darle noticia de por dónde se va usted a pasar y de qué modo. Confiamos en usted.

El comandante Urquizu llevó la mano a la visera de su gorra y luego la tendió amistosamente.

—Ni que decir tiene que, si en este momento no se siente usted con ánimos, me lo dice con claridad. No perderá con eso nada ni por ello dejaremos de ser buenos amigos. Pero si acepta, por favor, no se eche luego para atrás.

—Así lo haré —repuso Palá.

Aquella noche tardó en dormirse. Llamó a la enfermera y le dieron un somnífero. Al despertar, como si en el sueño, que fue profundo, hubiera ido discurriendo el hilo de su voluntad, vio claramente que lo que iba a hacer sin rodeos era aceptar. No solo recordaba la angustia en que había vivido con Rafael Mas y Guimerans en los períodos anteriores a la guerra; sus riesgos, graves pero anónimos, en Badajoz, en Teruel, que le impulsaban a una acción más personal y generosa, sino que a ello se mezclaba un motivo de tipo personal, que convertía a la oportunidad que acababan de ofrecerle en algo casi providencial. Trasladado a Barcelona con esa misión, que cumpliría con toda la sagacidad y la entereza de que fuera capaz, podría al mismo tiempo seguir la pista y alcanzar, tal vez salvar a Blanquita, su sobrina, de la que acababa de sentirse brutalmente separado. A medida que lo maduraba iba advirtiendo la concatenación de unos hechos que ya no dependían de su voluntad. ¿Sería Dios, ese Ser supremo zarandeado por los filósofos, el que entroncaba unos acontecimientos con otros para que su ser acabara realizándose en toda su plenitud? No se atrevió a dar a los acontecimientos esa amplitud trascendental, pues hacía tiempo que no pensaba en Dios y de hecho se tenía a sí mismo, hasta entonces, por un ser agnóstico. Lo cierto es que cuando el comandante Urquizu fue a verle, dos días más tarde, dio su aprobación más absoluta al plan y prometió cumplirlo con todas sus fuerzas.

—En ese caso, convendrá que usted se entreviste personalmente con el coronel Ungría, pero no en Burgos, donde hay demasiada gente. Me han dicho los médicos que tardarán todavía unos días en darle de alta. El coronel vendrá a visitarle a usted aquí mismo, en el hospital.

A medida que iba pasando el tiempo, se preguntaba, sin embargo, si sería capaz de realizar todo lo que le pedían. Cuando iba el médico a levantarle los apósitos se observaba la cicatriz y se preguntaba —y le preguntaba— cuánto tiempo tardarían en desaparecer aquellas costras y abolladuras. Le habían desaparecido los tres dedos inferiores del pie derecho; no obstante, su andadura era ya normal. Pero su paso había de ser forzosamente más lento y no podía transitar como antes durante largas distancias. Sin embargo, procuraba ejercitarse en largos paseos por el parque del hospital, lo que le hacía coger el sueño por la noche (le una manera rotunda.

Tardó aún quince días en visitarle el coronel Ungría. Entre tanto, se había desatado de forma victoriosa la contraofensiva de Teruel y la nueva posesión de la ciudad. Tres columnas convergentes habían coincidido sobre ella y habían culminado en la ocupación de un Teruel en escombros. Pero el descalabro de las fuerzas republicanas no había sido tan grave como se presumía; los intentos por cortar la retirada de los rojos no fueron satisfactorios; su desplazamiento a otra línea posterior fue lográndose mitad por una buena táctica de contención, y mitad por el auxilio del tiempo que impedía aún los avances en tropel. Se salvó el prestigio y se silenció la labor abnegada del coronel Rey d'Harcourt, que había sido capturado por las fuerzas republicanas.

El coronel Ungría era un hombre en quien se advertían seguidamente las virtudes del militar. Reposado, templado, reflexivo, con una faz bien puesta sobre unos hombros firmes, tenía dejos de antiguo soldado y un porte a la vez aristocrático y sencillo. No perdía el tiempo, pero no se apresuraba. Se encerraron en la habitación de Matías Palá.

—¿Qué ha decidido usted, capitán?

—Que estoy a sus órdenes. Procuraré cumplir lo mejor que sepa.

—La misión es arriesgada, estoy por decir que muy arriesgada. Para ella habría que contar otra vez con el auxilio del Dios de las batallas. ¿Me entiende usted bien? No se trata solo de que exponga usted su vida, como tendrá que exponerla desde el primer momento, sino que se comprometa a que, en caso de que descubran su verdadera misión, sepa usted aguantar la embestida y no abrir boca. Eso es fundamental. Lo que le encomendamos parte de una serie de supuestos problemáticos: primero, que consiga usted cruzar el frente y pasar a las líneas enemigas sin dificultad. Segundo: que consiga usted conectar directamente con ese amigo suyo haciéndole creer que está de su parte. Usted sabrá el modo de hacerlo sin comprometernos. Tercero: que obtenga usted su confianza hasta el grado que le sea posible y, una vez en ella, que pueda enlazar sin que le pillen con nuestro agente Bazán, y establezca con él el modo de transmitirnos la noticia o las noticias.

—¿Cómo conectaré con él?

—Recibirá usted un aviso en el lugar en que se encuentre, que él averiguará. El aviso será: «Federico está mal y necesita verle». Usted responderá: «No me es posible hoy, será mañana». Él le dará un número de teléfono que corresponde a un nombre de la letra W. En la dirección de ese nombre en la guía, y preguntando por ese señor, irá usted aquella tarde a las seis. Repítame muy bien lo que acabo de decirle y grábelo en su memoria.

Matías Palá así lo hizo.

—Bien. Vamos a tratar de su paso a la zona roja —desdobló un pequeño mapa que llevaba en el bolsillo—. Tiene usted que pasarse como si lo hiciera de buena fe, sin que lo sepa nadie. Hemos pensado que el lugar menos fortificado de toda la zona está aquí, justamente a unos cuantos kilómetros al norte de Teruel. Hay, a lo largo de ochenta kilómetros, seis o siete kilómetros de lo que pudiéramos llamar zona de nadie, con pequeñas guarniciones que están en los pueblos y que habrán quedado aún más menguadas después de lo de Teruel. Es probable que si se pasa usted después del amanecer, a las seis en punto de la mañana, ni siquiera le den el alto. Sin embargo, usted se presenta como un fugado o desertor. Arguye que se encontraba muy solo, que han raptado a su sobrina, que estaba en zona nacional en un viaje de negocios, que anhelaba que llegara ese momento, etcétera. No tengo necesidad de subrayarle los aires de verosimilitudes que debe dar a ese trance. Seguramente en el frente no le tomarán más que una declaración somera, para ampliarla después en algún lugar de la retaguardia. En esta segunda declaración da usted el nombre de Nicolás Borredá, para que le avale. Y espera usted a ver qué pasa.

—¿Y si no contesta?

—Hay una probabilidad entre ciento de que conteste. Y media probabilidad entre ciento a que le llame y pueda hablar con él. Una entre mil a que entre usted en su círculo. Y por esa una entre mil nos atrevemos a jugar esta carta.

—Conforme, mi coronel.

—Nada más, capitán. Buen ánimo, y Dios con todos.

A los pocos días Matías Palá recibió la orden de trasladarse al cuartel de San Fermín, en Zaragoza. La vida en el cuartel era monótona. Iban incorporándose soldados de la nueva leva, y otros que, tras la depuración, procedían de la zona roja. Procuraba no hablar con nadie. La cosa no era fácil. Los caloyos eran locuaces, expansivos, y los había incluso demasiado comunicativos. Uno de ellos se pasaba de rosca.

—Oye, viejo. ¿Qué haces tú aquí? ¡Cualquiera me hacía ir a mí a la guerra a tus años!

—Chaval, ¿te vienes a putas? ¿Sí o no?

Pensó que no debía llevar su misoginia de un modo exagerado. Salió con ellos una noche al cabaret, en el zoco. Eran frecuentes las borracheras, las broncas, los altercados en aquella zona. Al comienzo de la guerra las juergas más ruidosas se hacían impunemente, y los soldados —los del Tercio sobre todo—eran los amos de la situación. Al fin se habían impuesto las patrullas, con sosiego del vecindario. Las cupleteras del cabaret debían de ser, sin embargo, todavía más «echadas p'alante» que la soldadesca. Había que hacerse respetar.

—Oye, chico, que esta teta tiene dueña.

—¡Qué buena estás, flamenca!

—¿Por qué no vamos un rato al «Palacio de la sífilis»?

—Nos llevamos al moro ese, que está como pasmado.

Unos del Tercio se liaron a palos con tres italianos. Sonó un tiro que dio en el marco de un espejo. Entraron los de la ronda y se restableció la calma. Se llevaron a dos del Tercio, que daban tumbos por la sala, atropellando sillas y veladores. En el escenario, «Palmerita de Huelva» intentaba serenar la situación a voz en grito:

Mi jaca

galopa y corta el viento

cuando pasa por el Puerto

caminito de Jerez…

Él hacía como que bebía, pero se mantenía sereno. Desde ese momento se estaba adiestrando para lo que iba a ocurrir.

A los cinco días salió la expedición. Viajaban en la caja de un camión que salió de Zaragoza después de comer. Iban unos quince soldados, con sus macutos, con la cantimplora, con el fusil, con las cartucheras. Eran bártulos pesados que los hacían andar como torpes tortugas. La larga calzada se extendía hacia el horizonte como un paisaje lunar. ¿Cuándo había sido fértil aquella tierra? La caliza de las lomas estaba desmoronada por millones de siglos de sequía. A la derecha, en cambio, se advertían los verdes de la vega del Ebro en amplio y dilatado errabundaje hacia el mar.

Uno de los soldados llevaba una guitarra y se puso a cantar, rasgueando.

Después vino un sopor, un cansancio. El camino se hizo un pedregal. Era una carretera secundaria, camino de Alcañiz. Luego torcieron por un camino aún más estrecho. Al fin, a las siete de la tarde, llegaron a Torrecilla del Rehollar.

La torre mudéjar de la iglesia del pueblo ponía en el paisaje una vertical de sombras. Por todos lados el panorama se desdibujaba en altozanos y colinas que a esa hora del atardecer parecían tener una consistencia líquida, porque el viento desflecaba la masa de los sembrados y alteraba la superficie del paisaje. Los recibió un sargento malcarado, con unos grandes bigotes, que les dijo a la primera:

—Me llamo el sargento Suevos, pero me llaman Huevos porque los tengo. Espero que sepáis cumplir las ordenanzas, porque por menos de nada envío a un tipo al paredón.

Luego los llevaron a dormir, sin cenar. Uno de los reclutas se atrevió a decir que no habían comido nada desde el mediodía.

—¿Es que has venido a la guerra a comer y a cenar a sus horas? No es mía la culpa. Haber llegado antes.

La cuadra donde durmieron sobre la paja olía a heno y a orines. Matías Palá tardó largo rato en quedarse dormido. De entre las rendijas de las piedras asomaban su cabeza los ratoncillos, que correteaban de un lado a otro a la luz del candil. Pasaban con absoluta indiferencia sobre los cuerpos y las cabezas de los que dormían.

A las seis de la mañana los despertó la diana, ardiente canto del gallo que desentumeció sus miembros. El corneta era un veterano del Tercio que había sido mutilado en un brazo y seguía sin embargo en la milicia, porque no había tenido nunca otro modo (le vivir. Llevaba unas largas patillas que le llegaban al mentón y tenía una cara aceitunada y hosca.

Durante el resto de la semana, los recién llegados estuvieron perfeccionando su instrucción en los campos de los alrededores. Hacían ejercicios de tiro, de lanzamiento de bombas de mano y de marcha en despliegue. El domingo por la mañana, después de la misa de campaña, asignaron a cada uno al batallón correspondiente. Matías Palá se vio mezclado a otras gentes hasta entonces desconocidas. Uno de sus nuevos compañeros era catalán, de la Seo de Urgel. En seguida hicieron buena amistad. Hablaba un catalán con las «es» cerradas de la provincia de Lérida.

—Mataron en una noche a mi padre y a mis tres hermanos. El único que queda soy yo. Mi madre se fue a vivir a Barcelona. Le apesadumbró pensar lo que significaría para ese muchacho que él se pasara. Pero no dijo nada.

A los pocos días les tocó relevar a los ocho soldados que había destinados en unas chabolas, a la salida del pueblo. Cada mediodía y cada tarde subía un soldado con el rancho.

Matías Palá no consideró oportuno realizar su fuga mientras aquel muchacho de Lérida estuviera con él. Entre tanto, estudiaba las condiciones del paisaje. Caminaba por el camino que tendría que seguir, que continuaba adelante hacia la loma. Desde esta, a lo lejos, se advertía el balanceo de un grupo de chopos provocado por el viento. Más allá, otra vez la tierra desnuda y otra loma; el camino, ya diminuto, torcía a la izquierda. Por todo aquel terreno desolado tendría que pasar. Pero no era todavía la hora señalada.

—¿Cuándo volveremos a esta chabola?

—Qué sé yo; quizá dentro de quince días, quizá dentro de un mes.

Eso le situaría, lo más pronto, a finales de abril.

Al cabo de unos días los relevaron. Los llevaron al pueblo, donde volvieron a dormir en el corral de los ratones. Al día siguiente los llamó el sargento Suevos.

—Se ha descubierto que aumentan los robos de gallinas, y eso no puede ser más que de la tropa. A partir de hoy, habrá guardia en las gallinas del alcalde.

Por la noche, en grupos de a dos, se situaron en las cuatro esquinas de la casa del alcalde. Era una vivienda rústica y descascarillada. Se le acercó un soldado andaluz muy joven, con cara de rufián.

—Oye, si quieres ser de los nuestros, tendrás la recompensa de probar el mejor pollo a la chilindrón que has comido en tu vida. Ahora, con eso de la guardia, nos han puesto la cosa todavía mejor. Si no quieres ser de los nuestros, te bastará con no abrir la boca.

—¿De qué se trata?

—Un pollo por día no mata al alcalde ni a nadie. Es un avaro con más duros que pulgas. Además, es medio rojo. Ese seguiría siendo alcalde con los otros. Conque ¡de ti depende! —Yo no diré nada, pero no quiero mezclarme en eso.

—Está bien.

El rufián y un compañero entraron de puntillas en el gallinero. Matías Palá los observaba desde el ventanuco. Las gallinas estaban dormidas de pie sobre unos listones. El andaluz se acercó con sigilo a una de ellas. Con sumo cuidado acercó sus dos manos separadas a la altura de su cuello. En un abrir y cerrar de ojos apretó con las dos manos; hubo un aleteo y cierto pasmo en el soldado. La cabeza de la gallina había quedado en una mano y el cuerpo, que chorreaba sangre, en la otra.

Salieron con igual sigilo.

—Nunca me había pasado eso. Estrangularla, sí; pero ¡decapitarla!…

—Mañana a las dos, en la balsa de la acequia. Todo eso si te callas, porque te lo habrás ganado.

Se extrañó de que el sargento no llamara a los de la guardia. Preguntó si aquella noche habría guardia en el gallinero.

—No, no eran los soldados. Debió de ser un gavilán o una lechuza. Han visto manchas de sangre en el corral…

Después de mediodía se fueron hacia la acequia. Había una pequeña balsa hecha de ladrillo, que estaba llena de un agua transparente. Los muchachos se bañaban desnudos, a la sombra de unos altos álamos; el cierzo era vivo y mordedor, pero la alegría y la algazara los hacía entrar en calor. Todo ello ocurría mientras Paco el extremeño, un chico gordote y con cara de bueno, cocía parsimoniosamente la gallina que acababa de desplumar.

—Mira que si tuviéramos un poco de arroz. ¡Menuda paella nos íbamos a atizar!

—Lo malo sería encontrar la paella.

—Todo tiene arreglo. Ya la encontraríamos…

Matías Palá no se bañaba. Ayudaba al cocinero.

Después, la media docena de muchachos se tostaron al sol y, al cabo de un rato, vistieron nuevamente el uniforme de soldado.

La comida fue radiante. El clarete salía de las botas como una flecha de luz. Cantaban a coro:

Carrascal, carrascal,

una linda serenata,

carrascal, carrascal,

ya me estás dando la lata…

Después del yantar, se dirigieron de nuevo al pueblo. Al cruzar la acequia avistaron a las mozas que estaban limpiando tripas de cordero en el agua, que discurría turbia y con un olor atroz.

—A ver si os laváis luego vosotras, para que nos acerquemos. Ellas replicaban moviéndose y haciendo muecas, con gestos a la vez provocativos e ingenuos.

—A esa me la zumbaba yo, puerca y todo —dijo uno, señalando a una moza robusta, que se despachurraba contra el canal. —Di tú que a cualquiera de ellas —repuso el otro.

A los diez días de vida en el pueblo les tocó nuevamente la guardia de una semana en la chabola. Esa vez, en el pelotón, no estaba el catalán de la Seo. Matías Palá sintió que se acercaba la hora, que aquel iba a ser el momento. Se trataba de aprovechar el día en que le tocara el último punto de la guardia. Sortearon los puntos y le tocó en la noche del miércoles.

Cuando esta empezó a cerrarse sintió que no podía dormir. Los otros parecían llevar sus actos de modo rutinario, pero a él todo el contorno, y la noche, fuera, le producía un íntimo malestar. Una enorme luna redonda presidía la extensión del valle descubriendo, en recodos y altozanos, sombras y bultos que parecían fantasmas dormidos.

Siguió un rato en la chabola. La luz de un candil, alrededor del cual revoloteaba un moscardón, daba cierto aspecto de tumba a aquel habitáculo. En el suelo se habían acostado sus compañeros, excepto el que estaba de punto, y se oía trepidar afuera un vasto silbo de grillos como una ola sonora en la inmensidad. Por el portalón entraba una lengüetada de luz lunar. En los muros redondos del cobijo, hechos con sacos terreros, colgaban los objetos de los soldados: unos cascos de guerra, unas cantimploras, los platos de aluminio de cada cual, que destellaban en la oscuridad. En los sacos estaban apoyados los fusiles y de unos clavos colgaban las cartucheras. Había una solemne paz en aquella hora despierta del frente de Aragón. Pensó Matías que aquella era la bestia del Apocalipsis que dormía, en espera de desvelarse y empezar a rugir. En mitad de sus sueños, tendría que desplazarse al otro lado.

Salió al exterior, haciendo a propósito algún ruido, para no alarmar al que velaba. Era un muchacho gallego, que esperó a que llegase.

—No tienes sueño.

—No sé qué me pasa que no puedo dormir.

—En el primer punto no se puede dormir. Los peores son el segundo y el tercero. ¡Vaya sueño!

—Pero hay que estar despierto, por si viene la ronda o los rojos.

—Esos, esos… Yo, para desvelarme, pienso en mi casa. En mi madre y en los chavales, que son cinco después que yo. También pienso en la Marcela. Lo que haríamos la Marcela y yo en una noche así. Y con esa luna, que parece que está vaciando harina en todas las cosas.

—Yo no tengo nada en qué pensar. Quizá por eso no duermo.

—Puede ser. En Montalbán, tú no estabas aún, aquello era morirse. Un mes entero lloviendo; fue antes de lo de Teruel. Y todo con nuestra posición en medio de un bosque. Allí no había ni cantina, ni mozas, ni nada más que esperar a mediodía y por la tarde la llegada del mulo. Y todo eso haciendo las trincheras y levantando las chabolas. Ya éramos igual que la tierra, llenos de barro hasta la cabeza. ¡Un mes entero! Preferiría una sarta de tiros que pasar por aquello otra vez.

—No digas eso. No habrá nada peor que los tiros.

—Los tiros son una cosa que pasas un mal rato el primer cuarto de hora, pero luego te vas encabronando y te da igual. El hombre se acostumbra a todo, menos al barrizal y a la mierda.

—Bueno, amigo. Voy a ver si duermo un rato —dijo Palá a poco. Lanzó una extensa ojeada a toda la llanura. Era una inmensa extensión de calma. Se metió de nuevo en la chabola y, al rato, cubriéndose con la manta, se durmió.

Al cabo de un tiempo, que le pareció corto, le despertó un tirón en la pierna. Alguien le avisaba para el relevo.

—Aprisa, hombre, que ya pasan dos minutos. Y me caigo de ganas de dormir.

Había cogido el sueño de un modo total, de un modo en que sus sentidos permanecían embotados. Pero se despabiló prontamente. Había llegado la hora.

Se sacudió la paja que se le había pegado al cuerpo y se pasó el capote por la cabeza.

—Ya lo sabes, la consigna es: «Aranjuez».

—Lo sé, lo sé —respondió, aparentando mal humor por el madrugón.

Cogió su fusil y salió al exterior. El otro había entrado ya y se tumbó como un fardo en el lugar que él había dejado libre. Para despabilarse, Matías cogió su cantimplora y tomó un trago del anís peleón que llevaba dentro. Sintió por todo su cuerpo la ardiente acometida del alcohol.

Estuvo largo rato haciendo su punto en espera de que empezase a clarear. El signo de que amanecía estaba en la aparición por el horizonte del lucero del alba. Jamás había esperado a Venus con tanta ansiedad. De vez en cuando asomaba por el portalón de la chabola y observaba a todos los que dormían. Un rumor de ronquidos entremezclados fluía del angosto rincón, mezclado a peste de anís y de sudor reseco.

Por fin vio asomar tras la cresta del horizonte un pálido punto de luz. No era un caminante solitario que paseara por el monte con una linterna en la mano, como dicen que había asegurado Utrero un día, hasta el punto de dispararle con el fusil. No, era Venus, la que surgió del agua con una concha de plata, la pintada por Botticelli, la musa de los renacentistas y la patrona de los griegos.

No se oía más rumor que el de la brisa sobre los campos de alfalfa y los verdes sembrados del trigo. Empezó a caminar. Lo hacía despacio. Aún se oía el barullo de ronquidos de la chabola, pero después ya no. Toda la tierra empezaba a ser una vasta soledad silente, solo alumbrada por el escaso relumbre de la chabola en el declive y, al fondo, el puntito de luz.

Aceleró el paso. Había que caminar aprisa. Al cabo de un poco estuvo en la loma. Siguió caminando. Se le hacían pesados el fusil y el macuto, pero había que soportarlos. Intentó llevar un paso regular, ni rápido ni lento. A lo lejos se advertía el macizo de chopos que había divisado la primera vez; hacia ellos avanzaba.

La luna había ido decayendo, se iba volviendo pálida y empezaba a clarear. Su figura había ya de ser evidente sobre el llano para cualquiera que lo observara. Pero no había nadie que pudiera observarle. Estaba solo en mitad de aquel amanecer de abril, como si fuera el único habitante del mundo. Aquella era una tierra de nadie, solo hollada por los campesinos de uno y otro lado a la hora de la siembra, y otra vez a la hora de la siega, con el respeto tácito de las tropas de uno y otro sector.

A medida que se acercaba al macizo de chopos iba oyendo el tropel de aguas de un manantial que discurría por aquella llanada. Este rumor, junto al de algún grillo solitario, era en aquellos momentos su única y colosal compañía. Sin proponérselo, aceleró el paso para acercarse a él. El agua le parecía entonces un anticipo de la creación, en ella habría algo del resplandor del primer día. Ya los chopos eran frente a sí una entidad augusta que acrecentaba sus perfiles, y una bocanada de aire acababa de removerlos con un signo solemne de vida.

Llegó a los chopos y se volvió para ver el camino recorrido. Era una gran extensión de tierra. Por allí debían de estar sus camaradas, durmiendo en la chabola. Detrás de aquella loma, el pueblo, Torrecilla del Rehollar. Había hecho más de la mitad de su camino. Allí no irían ya a echarle mano los suyos. Estaba, pues, en manos de los otros. Se acercó al manantial. Era una acequia de agua transparente y fluida que discurría entre los olmos. Se sentó junto a ella. Se había apresurado demasiado y era todavía demasiado pronto. Por otro lado, le convenía descansar. Veía cómo crecía la claridad del lado del Oriente, pero aún tardaría en asomar el sol. Pensaba en la misión que se le había confiado: teléfonos, claves, cifras, consignas, noticias, fuego, muerte y destrucción. Pero ¿y aquella paz? ¿Cuántas veces, en los riesgos que se había comprometido a correr, pensaría en ese recodo, en el modo de discurrir tranquilo e indiferente de aquella agua que se dirigía al mar? Pensó también en su sobrina. ¿En qué tugurio infame estaría confinada? ¿A qué requerimiento ambiguo habría tenido que responder? ¿Qué torturas la aguardaban?

Quedó un rato tendido en aquel resquicio de sombras y emprendió nuevamente su camino. Lo hizo con calma, cargando de nuevo su macuto y su fusil. Caminó todavía media hora. Caminó por la tierra desnuda hasta alcanzar otra loma. Esta era la última extensión de tierra que se podía ver desde el puesto de la chabola. A partir de allí, un camino torcía a la izquierda. Emprendió el paso por aquel camino. Un caserón deshabitado y en ruinas se advertía a la derecha. Era el punto preciso en que podían descubrirle. A veces, los rojos enviaban un piquete de fuerzas al caserío, de modo que se metió a través de un campo de trigo a medio crecer. Si le veían, levantaría los brazos y en paz. Pero por lo visto no había nadie. Caminó por el trigo hasta alcanzar otra loma, donde había un camino de carro. Estaba entre dos chabolas de los rojos, a una distancia de un kilómetro una de otra. Se fue por el camino hacia la de la derecha.

El sol había salido. Era un sol orondo, anaranjado, rutilante, mayúsculo. Acababa de inundarlo todo descubriendo en el mundo todos sus secretos. Con él nacieron las sombras de las cosas, se animó el campo de verdes y de sepias, se escalonaron los sembrados. El caserío abandonado parecía entonces la quijada desnuda de un animal desollado.

Veía, al fondo de la loma, el perfil que hacía la chabola a que se dirigía. Avanzaba serenamente y a plena luz, para no andar con equívocos ni provocar la suspicacia del guardián. Poco a poco fue recorriendo el camino. Empezaba a extrañarle que nadie le diera el alto. La chabola se acercaba inexorablemente, y estaba deseándolo. Sentía que su corazón empezaba a palpitar con fuerza. Llegó muy cerca de ella. De pronto descubrió a un soldado que se estaba despiojando a la intemperie, con el fusil al lado, apoyado en el muro de la chabola. Pero levantó la cabeza, le vio y siguió despiojándose.

—¿Qué hay de nuevo? —le preguntó en catalán—. Esta es la hora mejor para despiojarse. Con la salida del sol, los piojos se mueven más.

—No lo sabía. ¿Tenéis café?

—Bueno. Tú le llamas café a cualquier cosa. Ahí dentro está la perola. Sírvete tú mismo. Pero solo un vaso.

Sacó de su macuto un vaso y, acercándolo a una cafetera de latón que estaba humeando en el suelo, se sirvió. A sus pies roncaban media docena de sujetos, como en el otro lado. La mitad del país dormía así, solo porque unas cuantas docenas de tipos no habían sabido qué cosa tan delicada es el poder.

El centinela no había adivinado todavía que era un prófugo del otro lado. Él se sentó a su vera y dejó que siguiera despiojándose tranquilamente. Realmente, el café era un remedo de ese brebaje. Un poco de agua teñida. Pero estaba caliente.

—¿Quieres fumar? —le preguntó después, ofreciéndole la petaca.

El centinela levantó los ojos, como fulminado.

—Pero ¿tienes tabaco? —cogió el fusil con las manos—. ¿De dónde vienes?

—De allí, del otro lado.

El centinela hizo unos cuantos movimientos inconexos. Quitó el seguro al cerrojo del fusil, pero ante la actitud impasible de Palá consideró esta precaución innecesaria. Se fue hacia la embocadura de la chabola.

Nois, nois, un feixista —gritó.

Los otros se despabilaron tardíamente. Uno a uno, en camiseta y con el fusil en la mano, fueron saliendo al exterior.

—¿De verdad eres un fascista?

—Bueno, vengo del otro lado, vengo a pasarme. Lo que indica que no soy un fascista.

—Hay que llevarle en seguida a la Comandancia.

—Alto, alto las secas… —interrumpió uno, el de más edad, que debía de tener autoridad sobre los otros—. Le llevaremos a la Comandancia. Pero primero que nos invite a fumar. No importarán cinco minutos.

—Y de paso nos cuentas cómo estáis en la otra zona —añadió un tercero.

—Bueno, siéntate.

Palá lo hizo.

—¿Qué queréis saber? —inquirió, al paso que su petaca y el librillo de papel de fumar pasaban de mano en mano.

—¿Hay muchos moros?

—Hay bastantes —recordaba al moro que en Leganés había instalado un zoco privado y vendía todo lo que había podido encontrar: una máquina de coser, ropas, algo de bisutería, unos anteojos: «Paisa, ¿no compras? Es buena máquina»—. Sí, hay bastantes, pero no están en este lado. En este lado están los requetés —añadió por decir algo.

—¿Y los alemanes?

—Los alemanes están en la aviación. Por aquí también hay algunos italianos.

—Estos no me dan miedo —dijo un jabato.

—¿Y por qué te has pasado? —inquirió el del mando.

—Yo no tengo edad militar. Me apunté para pasarme. Soy catalán antes que nada. Ya estaba harto.

—¿Tienes alguien en este lado?

—Tengo una sobrina.

—Bueno, se ha acabado la broma. Tú y Riudecañas lo lleváis al comandante —ordenó el mandamás a uno de ellos—. Cogedle el fusil y registradle antes.

Los aludidos se pusieron en pie. Matías Palá hizo lo mismo. Empezaron a registrarle. No le encontraron más que su documentación de voluntario y un par de paquetes de picadura.

—Mira. Aquí hay más tabaco.

—Este se queda aquí. Lo racionaré yo. Adelante.

Marchaba delante Palá, seguido por los dos soldados, uno de los cuales llevaba en bandolera su fusil. Cruzada la loma, a cosa de un kilómetro se advertía el perfil de un pueblo.

—Has tenido suerte al pasarte a esta hora. Si lo haces cuando estoy yo de guardia, te suelto una sarta de tiros. A mí no me gustan los líos.

Cuando llegaron al pueblo cruzaron por unas callejas. Las mujeres miraban sorprendidas y asustadas. Algunos soldados se estaban aseando en plena calle.

—Oye, ¿qué es esto? —preguntaban.

—Un fascista.

—¿Le habéis cogido o se ha pasado?

—Se acaba de pasar.

—¡Bufa!

A poco llegaron a la pequeña plaza. En el Ayuntamiento estaba la Comandancia. Subieron.

El comandante estaba durmiendo aún. Un gato negro se arqueaba en un rincón en el que había una mesilla y una máquina de escribir.

Apareció un tipo sin afeitar, con cara de malas pulgas.

—¿Dices que te has pasado? ¿O te has perdido? ¿Cómo te llamas?

Le dijo su nombre. El otro se sentó en la máquina de escribir y empezó a anotar su filiación.

—Llévale al calabozo.

Este era un cuartucho oscuro, que desde fuera cerró con llave el soldado. Estaba solo en él, rodeado de cajones vacíos de cerveza y de restos de sillas y de mesas, de modo que era difícil a la vez estar de pie o sentado. Una cucaracha intentaba escalar entre los listones.

Al cabo de hora y media alguien abrió la puerta. Le llevaron otra vez al cuarto del escribiente. Allí estaba el comandante.

Era un hombre fino, de modales discretos y muy cumplidos, que parecía tener un acento gangoso en la voz. Seguramente no era español.

—Vamos a enviarte a la retaguardia, a un campo. Allí se encargarán de informarse de quién eres.

Sobre la mesa había un libro. Era la República, de Platón, editada por Calpe.

—Vamos, llévatelo —dijo al tiempo que encendía su pipa que olía a tabaco holandés.

El campo estaba en Osaca, que era un terreno al límite de la provincia en el que silbaba un viento feroz de día y de noche. La mayoría de los prisioneros eran presos políticos. Unos que habían intentado pasarse, la mayoría de ellos por la frontera; otros que habían sido cogidos en organismos de propaganda clandestina en Barcelona; algunos de la FAI, apresados desde los sucesos de mayo. Los obligaban a salir por la mañana y a trabajar en la reparación de una carretera. Era curioso que en aquella camaradería pudiera fraguarse una convivencia en la que no había ni ideología ni castas ni modos de pensar. Le admiró observar cómo uno de la FAI cargaba a cuestas todos los días con los pesados instrumentos —pico o pala— que debía llevar un hombre ya de edad, cogido por haberle encontrado en su casa una bandera española y un crucifijo. El hombre padecía úlcera de estómago y apenas podía aguantar su trabajo, bajo el viento y el sol ardiente, durante las nueve horas de la jornada.

La comida era irrisoria, apenas un caldo caliente con algunos pedacitos de chorizo eventual y alguna lenteja que flotaba en él. Con eso, y un tazón de café —o líquido negruzco— por la noche, tenían que aguantar un trabajo agotador. Los guardianes no se andaban con chiquitas. Había uno, boxeador en otros tiempos, a juzgar por su aplastada nariz, que se metía sobre todo con los de la FAI, seguramente porque uno de ellos, el cirineo del católico, le plantaba cara a menudo.

Había también en el campo algunos que Matías calificó en seguida como agentes provocadores. Uno de ellos, un tal Rómulo, por lo visto estaba encargado de sonsacarle y era como una especie de ladilla incrustada todo el día en él. Jugaba su juego como si fuera un hombre cargado de escrúpulos en quien iban haciendo mella los efectos de los lavados de cerebro a que, según decía, había sido sometido hasta entonces. Le preguntaba cómo era la otra zona y decía que aquella guerra, según veía, no iba a terminar nunca; que el general Franco acabaría pactando con Prieto y con Negrín, y que aquello, en definitiva, era el juego de unos cuantos para estar en el poder. «Y entre tanto, nosotros aquí, pudriendo pulgas». Al principio Matías le contradijo, tuvo que asegurarle que aquella guerra acabaría con la victoria de la República —esta palabra no se la quitaba de la boca—, pero al cabo de un tiempo se limitó a no contestarle. Que le dejara en paz.

Al entrar en el campo le habían tomado una extensa declaración. De dónde venía, cómo había llegado hasta allí, cuál era su historial político y cuáles sus convicciones. No mintió más que lo indispensable. La guerra le había cogido en Pamplona, pero en seguida ardió en deseos de volver a Cataluña. No había participado en ningún hecho de armas. Cuando iba a visitar a una sobrina suya que vivía en Teruel —una sobrina soltera, sí, soltera—, le pilló allí la batalla y pudo escapar para alistarse y pasarse al otro lado. Eso era todo. Que le dejaran hablar con Nicolás Borredá. Él le conocía y podría responder por él. Y al cabo de unos días, otra vez las mismas preguntas y las mismas cuestiones. «Mire, déjeme de historias. Lo que quiero es encontrar a mi sobrina: eso es todo. De la guerra no me hablen, yo no he sido nunca político». Esta frase iba a pagarla cara. El boxeador se encargó durante unos días de levantarle a las cinco, de .hacerle cargar con los montones de tierra más pesados, y un día le vació el plato, como sin querer, cuando él se disponía a devorar el asqueroso líquido.

—Conque no te importa la guerra, ¿eh, holgazán?

Dos meses y medio estuvo así Matías Palá. Pero un buen día le llamaron a la jefatura.

—Coge tus bártulos, aquí va tu lista de embarque, y preséntate en el Cuartel de las Milicias Antifascistas en Barcelona. Te reclaman de allí.

—¿Para qué?

—¿Para qué va a ser? ¡Estás libre!