Max acompañaba a Sofía a todas partes.
—Eres un traidor, te alimenté y te cuidé durante nueve años —le decía Álvaro al animal mientras le acariciaba las orejas—, y me cambias en un dos por tres.
—Soy más guapa y más cariñosa que tú.
Ella, sin parar de reír, se sentó en sus piernas.
—No te lo discuto —señaló él, al tiempo que la besaba.
Álvaro y Sofía salían a cabalgar después del almuerzo. Ella nunca había montado, estaba aprendiendo con una yegua mansa. La llevó a los cafetales que estaban maduros para la cosecha, y le explicaba todo el proceso. Le hablaba de las rotaciones, de la productividad máxima de la planta, del estrés ambiental, de los cultivos de fruta, para hacer la hacienda más rentable.
La llevó al lugar en el que se iniciaba el proceso de secado de la pepa. El área estaba siendo acondicionada para recibir el producto de la próxima cosecha. Los empleados la miraban, curiosos, y más al ver a los escoltas armados que no la dejaban ni a sol y ni a sombra, algo que la incomodaba de sobremanera.
—Todo el proceso que va desde la recolección del fruto, hasta el almacenamiento del café seco, se llama beneficio húmedo, es un trabajo difícil y artesanal que está íntimamente ligado a la tradición cafetera de nuestro país. Ya hay tecnologías que lo realizan, y sé que tendré que implantarlas en unos años, pero por ahora lo prefiero así.
Sofía lo miraba y veía pasión en cada palabra, en cada gesto. Álvaro amaba esa tierra.
—¿Por qué no te has dedicado del todo a esto?
—Es difícil, tengo otras obligaciones, aunque la hacienda es rentable ahora, pasó mucho tiempo endeudada, los precios del café no han sido los mejores. Además, no me educaron para esta vida.
El sonido de los pájaros alegraba la tarde. A lo lejos se escuchaba el sonido del agua. Llegaron al río La Vieja.
—Pero lo disfrutas. ¿Si pudieras dedicarte del todo lo harías?
—Me gusta la vida urbana también, prefiero tener los dos mundos. Si tuviera que escoger entre los dos, sin duda me quedaría con este, pero es lo que hay, estoy acostumbrado a ciertas cosas que solo están en la ciudad.
Una embarcación se acercaba, el río no era muy ancho ni caudaloso, pero la gente lo usaba para transportarse o para dar largos paseos.
—Te veo tan feliz aquí. Cuando me hablaste en París de tu trabajo, sentí que te faltaba la pasión que sí veo cuando me hablas de esto.
—Mi trabajo en la Unión Europea fue importante, pero tarde o temprano hubiera vuelto a Colombia. Tienes razón, fue una etapa, un gusto que quise darme, tenía un buen trabajo antes de irme.
—¿No vas a salir más del país?
La miró fijo a los ojos.
—No, Sofía, mi vida está en Colombia. Este es mi legado y estoy feliz de cuidarlo, pero mi verdadera felicidad es que estés cabalgando de manera pésima a mi lado.
Sofía soltó la carcajada.
—Estoy aprendiendo, deja que pasen unos días y verás. Seré mejor jinete que tú.
—Espero verlo.
Y con el paso de los días, Sofía empezó a pintar, y a hacerlo con dicha, con pasión, no como en los años anteriores, que pintaba como un placer ligado a la culpa. Pintando una orquídea que había retratado el día anterior, se reconcilió con su arte. No había querido reconocerlo, pero estuvo resentida mucho tiempo con su arte, le echaba la culpa de todo lo ocurrido.
Era un amor rabioso, por eso Edith llamaba a su estudio en el departamento el cuarto del dolor. En esa tarde, en un país extraño, se dijo que había estado equivocada, fueron sus malas decisiones y su inmadurez las que condujeron a todo lo ocurrido. Fue un reencuentro con el pincel y la tela, con las imágenes y colores que atesoró por años. Tenía libertad para ser ella misma, por fin sabía quién era. Edith, Dan y Alexander siempre lo supieron, y Álvaro la conocía muy bien. Sonrió, dichosa por la nueva vida que construiría, porque sus cimientos serían más fuertes y duraderos.
Aunque a Álvaro, algo lo preocupaba, era como si a cada momento quisiera decirle algo y no se decidiera. Él la amaba, de eso estaba segura, ningún hombre hacía todo lo que había hecho él sin un fuerte sentimiento de por medio.
Se preguntó en qué medida influiría la seguridad de que Álvaro la amaba en esta nueva sensación de sublime libertad. ¿Y en qué medida influía el gran amor que ella le profesaba? ¡Basta! No se cuestionaría eso, era lo que era y punto.
Afianzó su amistad con Zoila y Miriam cuando se enteraron de que fabricaba jabones y perfumes. Encargó por Internet diferentes esencias y adecuaron una habitación desocupada del primer piso con una mesa de madera y un armario.
Brindaron con una copa de aguardiente. Le gustó el sabor dulce y quemante de la bebida. Miriam era dicharachera y alegre, estaba enterada de todo lo que sucedía en la hacienda. Sofía deseaba preguntarle si Álvaro había traído a alguna mujer en los años pasados, pero su orgullo se lo impedía. Zoila era más prudente, calmada y muy medida en sus comentarios. Ambas eran incansables trabajadoras.
—Ya es una de las nuestras —le dijo Zoila, satisfecha, al verla vaciar la copa de un trago.
—¿Quieres una copa de vino? —preguntó esa noche Álvaro, frente al armario de las bebidas, mientras examinaba una botella de Cabernet.
—Prefiero una de aguardiente —dijo ella sin vergüenza.
Álvaro levantó la mirada y una sonrisa ladeada apareció en su semblante.
—A la tierra que fueres, haz lo que vieres. Parece que esa particular costumbre te ha conquistado.
Se acercó y la abrazó.
—Solo me falta hablar con ese acento cantado que me gusta tanto.
Álvaro soltó la carcajada.
—Hablé con tu querido Alexander esta tarde —comentó, poniéndose serio de repente.
—No es mi querido Alexander y lo sabes —se embaló Sofía.
—Más te vale.
—No puedo creer que todavía estés con esas bobadas. ¿Qué quería?
—Preguntarme por ti.
—¿Por qué no me llamó a mí? —preguntó, nerviosa y extrañada.
—Deseaba que le diera un informe sobre tu esquema de seguridad. —Soltó un chasquido de inconformidad—. Le dije que ya no era su problema.
Sofía abrió los ojos.
—No con esas palabras, me imagino.
Él sonrió, burlón.
—Tranquila, no con esas palabras.
Sabía que no tenía por qué mortificarla con sus celos. Se comportaba como un patán, algo imperdonable, si se ponía a pensar que la vida les había dado otra oportunidad. Su adorada Sofía, su todo, pero algo dentro de él lo impulsaba a herirla, no solo por lo de Alexander, le costaba trabajo perdonarle que lo hubiera dejado tirado nueve años atrás. Si le hubiera hecho saber de alguna manera que estaba viva, él lo habría dejado todo por seguirla.
Luego se arrepentía, ella era una jovencita, asustada y vulnerable, y se plegó a la única figura familiar que quedaba en el cuadro. Se decía que el tiempo desaparecería esa herida, no era tan imbécil como para soslayar el pasado, pero tampoco sería su esclavo. Ella estaba junto a él, adaptándose a una vida que aún no sabía si le agradaba y lo hacía por él, ya dejaba sus huellas en la casa, su olor se extendía por las habitaciones, le gustaba ver sus cosas en comunión con las suyas, y sentir cómo con sus pasos por el hogar marcaba el reloj de su vida. Era amable con la gente, le complacía sus risas compartidas con Zoila y Miriam en la cocina cuando llegaba a la casa, y era una mujer generosa en su amor, en su pasión.
Lo tenía loco, parecía no obtener suficiente de ella, no se cansaba de acariciarla, de besarla, producía en su cuerpo una sed insaciable. Era como una hechicera, a veces quería rebelarse a su conjuro, al yugo que sabía bien ajustado en torno a su cuello. Se preguntaba cómo había hecho para respirar cada día de los pasados nueve años.
Sofía se sentía en una nube, tanto sufrimiento quedaba olvidado al reflejarse en los ojos de Álvaro. Se le aceleraban las ganas cuando lo veía montar a caballo, dar órdenes a los peones, lo deseaba en su papel de señor de su hacienda y también cuando con una mirada o un gesto, la encendía como antorcha, cuando con sus manos dominantes y expertas la recorría entera, cuando con su voz le regalaba palabras calientes que manifestaban sus más oscuros deseos. Se sentía morir entre las piernas cuando le decía que la adoraba, que la necesitaba, que ninguna mujer le había dado el placer que a manos llenas ella le prodigaba, pero también estaba su índole rencorosa, cuando con algún pequeño comentario o actitud le manifestaba que no había olvidado su abandono. Era su cruz y su delirio, y entre ellos pasaba los días.
Una noche Sofía pudo observar a su equipo de seguridad en acción. Habían salido a cenar a un restaurante de Armenia que quedaba a hora y media de la hacienda. Al salir del lugar caminaban abrazados por la calle, a esa hora oscura y silenciosa. Los escoltas a unos metros les brindaban espacio sin descuidar la seguridad.
Un par de hombres encapuchados aparecieron al doblar la esquina, fuertemente armados. El primer impulso de Álvaro fue poner a Sofía detrás de él, los escoltas aprovecharon el desconcierto de los hombres al verlos armados, para neutralizarlos. Sofía estaba asustada, el cuerpo se le cubrió de un sudor frío, por su mente pasó todo lo ocurrido en la panadería de París.
—¿Esos hombres venían por mí? —preguntó a Álvaro tan pronto este llamó a la policía.
—No, mi amor, eran delincuentes comunes que deseaban atracarnos.
Él la atajó por los hombros y le miró fijo el rostro.
—No te preocupes, tus escoltas son los mejores. Esos hombres no vieron venir el golpe.
Sofía no tenía queja de los custodios y cada tanto agradecía el cuidado que le brindaban, aunque a veces era incómodo, porque le gustaba estar sola, y percibir a esos hombres como una sombra era fatigoso. Pero sabía a lo que debía someterse para preservar la seguridad de los dos. Si tenía que estar circundada por escoltas, lo haría sin rechistar.
Llegaron a la hacienda después de medianoche, Álvaro tomó nota de que no debía olvidar el esquema. La caminata por varias cuadras era inoficiosa, debió salir del restaurante y montarse en la camioneta enseguida.
Sofía percibía la tensión de Álvaro en cuanto se acostaron.
—Cuando vi a esos tipos armados, te juro que pasó toda mi vida por mi mente. Otra vez, Sofía, otra vez esa misma sensación que en París ¡Me hubiera volado la tapa de los sesos si esos tipos te hubieran matado!
Ella lo abrazó, él acomodó la cabeza en su pecho.
—Ya, amor mío, ya pasó. No hables de muerte cuando tenemos tanto por qué estar agradecidos.
—Voy a refundir a esos malditos en la cárcel, así sea lo último que haga —bramó, furioso.
—¿No eran delincuentes de poca monta?
—Sus armas no lo eran —replicó él.
—Me apena que tengas que someterte a esto.
—A mí no, me aguanto lo que sea con tal de estar contigo, por mí no te preocupes nunca, te amo y ese es un precio muy pequeño por tu presencia en mi vida.
—Yo también te amo.
El día anterior de la llegada de los esposos Preciado, Álvaro y Sofía esperaban la hora para una video conferencia que solicitó Dan.
Se sentaron expectantes en el estudio mientras se establecía la conexión. En cuanto el agente apareció, se notaba que estaba en su casa. Era ya de noche, vestía una camiseta y se tomaba una copa, relajado. Después de los saludos de rigor, pasó al tema enseguida.
—Chicos, les tengo muy buenas noticias.
Álvaro aferró la mano de Sofía.
—Te escuchamos.
—Me tienes intrigada.
—Viktor y Sasha aparecieron muertos en sus respectivas celdas.
—¡Dios mío! —exclamó Sofía.
Álvaro se quedó callado, esperando que Dan dijera más.
—Nuestro gobierno no está muy satisfecho, faltaban ocho días para la extradición.
—¿Cómo murieron? —preguntó Álvaro.
—No puedo decirles nada al respecto. —Miró serio la pantalla—. Pueden relajarse. Sofía, ya no corres peligro, ya nadie te busca.
Sofía se levantó de la silla conmocionada. Caminó unos pasos.
—¿Estás seguro? —preguntó, emocionada y con la esperanza de tener el panorama despejado después de tantos años.
—Muy seguro, según los informantes de Alexander, la Bratvá no estaba interesada en Chantal Duras, ni en Sofía Marinelli.
—Podremos dejar el uso de la custodia —dijo ella.
—No, mi amor, no te aceleres, lo haremos con calma —replicó Álvaro.
Ella corrió a los brazos de su hombre y se sentó en las rodillas sin importar que Dan los observara.
—Esa noticia ameritaba un viaje —manifestó Sofía.
—Créeme, necesito vacaciones y ustedes serán mi primer destino cuando salga del país, pero el trabajo me lo impide en estos momentos.
Dan se dirigió a ella.
—¿Cómo te encuentras? ¿Eres feliz?
—Mucho, Dan, soy muy feliz.
—Me alegro mucho. Aunque hay un pequeño detalle.
Ella se puso seria y lo miró, preocupada.
Dan sonrió.
—No podrás usar el apellido de tus padres, porque para los registros figuras como fallecida.
Ella suspiró, aliviada. Luego se quedó pensativa y de repente, se levantó como un resorte.
—¡Podré volver al color natural de mi cabello!
—Veo que ya no usas los lentes.
—No quise usarlos más.
Cuando Dan se desconectó, se miraron, sonrientes. Por fin, después de tanto tiempo, podrían tener tranquilidad.
Al día siguiente de la videoconferencia llegaron los esposos Preciado bajo fuertes medidas de seguridad. Un equipo de escoltas había llegado a la hacienda el día anterior y andaban con armas escondidas y aparatos de comunicación en los oídos. La casa relucía, para orgullo de Sofía. No era que hubiera hecho mucho, solo andar detrás de las mujeres revisando que todo estuviera perfecto.
—¿Estás nerviosa?
—No —contestó ella—. Tengo curiosidad por todo lo que me has hablado de ellos.
—Melisa es muy especial. Tendrás una nueva amiga.
—Ya tengo a Zoila y a Miriam.
—Es diferente.
—Eres un snob, señor Trespalacios.
—No lo dije por eso.
—Pues sonó así exactamente.
—Mil disculpas.
Se había puesto un vestido veraniego de flores de colores suaves. Estaba ligeramente maquillada. Deshaciéndose de su momentánea incertidumbre, se situó junto a Álvaro y este le pasó el brazo por los hombros en cuanto una camioneta se situó frente a ellos. Dos vehículos más frenaron uno adelante y otro atrás, un grupo de hombres bajó antes de que la familia se apeara. Álvaro le había contado la historia de su amigo. Parpadeó en cuanto vio a al hombre bajar del vehículo: ¡era guapísimo!
Álvaro se le acercó con ella abrazada.
—Mi amor, te presento a mi amigo Gabriel Preciado.
Gabriel dio un paso al frente con una sonrisa enorme que se extendía a sus ojos verdes.
—Me alegro mucho de conocerte, Sofía. —Le dio un beso en la mejilla—. No sabes cuánto lo esperaba.
—Igualmente —contestó Sofía, al ver que una preciosa chiquilla igual a su padre se lanzaba a los brazos de Álvaro.
—Tío, tío, mi papá me dijo que podía montar en un caballo.
—Claro, bienvenida a mi casa, alteza.
Sofía observaba a la hermosa mujer, de enormes ojos azules, que se acercaba con un bebé en brazos.
—Es un placer conocerte, por fin.
—El placer es mío. He oído hablar mucho de ustedes. Son muy importantes para Álvaro. Me encanta conocerlos.
Se acercó a observar al bebé, que se había quedado dormido en el hombro de su madre.
—Es hermoso.
Melisa miró a su hijo con vivo orgullo.
—Lo es, mil gracias.
La mujer tenía una piel espectacular, y era de trato suave.
—Bienvenidos —dijo Sofía y subieron los escalones que los llevaban al zaguán.
—Me gusta mucho este lugar, me recuerda la hacienda de Miguel.
La niñera se acercó y trató de recibir el bebé de los brazos de Melisa, pero ella se negó.
—Ve a instalarte y organizar las cosas de los niños, yo me encargo de Sebastián.
La joven se alejó con Miriam. Ellos se sentaron en las sillas mecedoras del zaguán.
—A propósito ¿cómo está Miguel? —preguntó Álvaro.
—Muy bien, ya llegó el bebé, es un niño, él y Olivia están muy contentos.
Sofía se moría de curiosidad por conocer a Melisa ahora que la tenía enfrente. Tenía que ser muy especial para lograr esa mirada con la que su marido la agasajaba.
—¡Papi! Mira un pajarito de color... —Se llevó el dedo a la boca tratando de recordar—. ¿Verde?
—Mi amor, es un petirrojo y su color es el rojo. Aquí aprenderás los colores. —señaló Melisa.
—Nunca había visto uno así.
—Solo viven en esta zona —contestó Gabriel.
—Yo quiero llevarme uno para la casa.
—No preciosa, ellos deben vivir en libertad.
La niñera se acercó y Melisa le pidió que llevara a la niña a lavarse las manos.
—¿Cómo te ha tratado Colombia? —preguntó Gabriel a Sofía.
—Muy bien, estoy enamorada de todo lo que he conocido.
—Eso tiene nuestro país —intervino Melisa—. Te roba el corazón, muchos extranjeros se radican aquí a pesar de la mala prensa y de nuestros problemas, ellos insisten en que somos muy alegres.
—Me he dado cuenta de que gozan de muy buen humor.
—Ese humor es algo con lo que Dios premió a mi doliente tierra.
Si lo decía Melisa, así era. No solo Sofía había pasado por cosas terribles, ellos habían vivido un secuestro que pudo acabar con la vida de ambos y allí estaban, realizados y felices. Álvaro le había relatado la historia. Estaban recién casados cuando ocurrió el hecho. Viéndolos felices y con sus preciosos hijos, nadie adivinaba todo lo que tuvieron que pasar.
—Álvaro dice que eres una artista de gran talento. —Gabriel la miraba con viva curiosidad.
Ella miró a Álvaro, le sonrió y lo tomó de la mano. Él le besó el dorso.
—Solo trata de ser amable.
—No lo creo, tuvo mucha educación al respecto y confío en su criterio —insistió Gabriel.
—Estoy en una nueva fase y creando mucho, veremos qué sale de ello.
—También nos dijo que eres perfumista —señaló Melisa, que se mecía en la silla y le besaba la coronilla al bebé.
—Sí, estudié en París, trabajé en una perfumería hasta hace poco.
—¿Es difícil hacer perfumes?
—No, para nada, si deseas te enseño, me llegaron unas esencias que encargué, voy a enseñarles a Zoila y a Miriam.
—Me encantaría.
Zoila llegó con jugos de lulo para todos, en cuanto volvió Valentina, Melisa le pasó el bebé a Gabriel, tomó de la mano a la niña y bajaron la escalera para enseñarle las flores e ir reforzando el aprendizaje de los colores. Hasta Sofía llegaban las voces de madre e hija mientras los hombres charlaban de conocidos de Bogotá.
Se sentaron a la mesa después de que Melisa alimentó a Sebastián, lo bañaron para refrescarlo y quedó haciendo siesta. Mientras tanto, Gabriel y Álvaro habían llevado a Valentina a dar un paseo a caballo.
Después del almuerzo salieron a dar una vuelta por los cafetales, luego las mujeres se reunieron en la habitación para aprender a hacer jabones perfumados, mientras Valentina jugaba con Álvaro y Gabriel cuidaba de Sebastián.
Había ramos de rosas, de lavanda y de eucalipto que se secaban al aire, colgados en un espacio de la habitación. Los utilizarían en unas semanas para hacer bolsas aromatizadas para los closets.
Miriam y Zoila estaban algo cohibidas por la presencia de Melisa, pero la amabilidad de la mujer las tranquilizó enseguida.
Sofía había comprado gran cantidad de materiales para hacer jabones, lociones y ambientadores. Iban a realizar ese día perfumes.
Sofía les contó algo de la historia de los perfumes y de lo que hacía en su trabajo en París.
—Quiero ser perfumista como usted —manifestó Miriam, mirando a Sofía con admiración, cuando esta habló de las notas del perfume.
—Yo te enseñaré todo lo que quieras aprender.
La joven se sonrojó.
—Gracias.
Les señaló determinados frascos.
—Las notas altas muestran un olor fuerte y que se evapora fácilmente, como el limón, la naranja, el pomelo, la menta o la lavanda. Por otro lado, las notas medias las representan la manzanilla, la canela, el jazmín, el clavo de olor, el árbol de té, y corresponden a un olor suave, el principal del perfume, que comienza a apreciarse tras la evaporación de la nota alta. Luego está la nota de base o de fondo, que dota de profundidad al perfume, con aromas como el cedro, jengibre, vainilla, sándalo e incienso.
Las tres mujeres atendían cada palabra dicha por Sofía.
—Vamos a preparar un perfume sencillo, escojan sus fragancias, queridas damas.
Las mujeres abrieron cada una los diversos frascos.
—Me gusta el jazmín —señaló Melisa.
—A mí las rosas, me recuerdan a mi madre —manifestó Zoila.
Las manos de Miriam revoloteaban por diferentes frascos hasta que se decantó por uno de aceite de toronja.
—Siempre que se realiza un perfume a partir de aceites, iniciamos con el aceite base. En este caso vamos a utilizar el aceite de almendra. Aplicamos veinticinco gotas a estos frascos.
Pasó tres frascos de vidrio oscuro, uno para cada una de ellas. Las mujeres, concentradas, contaron las gotas.
Sofía encendió una grabadora que Miriam había llevado, puso el único CD que había, un tema de Pablo Alborán se deslizó por la habitación.
—Ahora vamos a agregar el corazón de la fragancia, o sea, la nota media. El aceite que perdurará cuando la nota inicial se haya ido, diez gotas de la fragancia que cada una escogió.
—Es genial, quiero dedicarme a esto —declaró Miriam.
Sofía sonrió. Le caía bien Miriam, aunque a veces se iba de la lengua, era una buena joven.
—No es tan sencillo, a veces los resultados no son los esperados y toca volver a empezar.
—Esperemos a ver cómo resulta nuestro experimento —apuntó Melisa.
—Resultará bien, aquí vamos a la fija, claro que depende también de la calidad de los aceites. La última adición principal al perfume es la nota alta, la cual desaparecerá rápidamente; sin embargo, será el primer aroma que huelan cuando abran el perfume. Diez gotas de aceite de madera de cedro.
Sofía las observaba mientras, concentradas, contaban las gotas y se dio cuenta de algo: siempre se había valido de la perfumería para acercarse a las otras mujeres. Las fragancias eran el puente que utilizaba para crear lazos de amistad con las personas que llegaban a su vida. Estaba segura de que si Melisa le hubiera resultado antipática, ni se le habría ocurrido llevarla a la perfumería, como había bautizado Miriam la habitación.
Sofía no era una persona muy sociable, no necesitaba estar rodeada de gente, tampoco necesitaba la atención de otras personas para reafirmarse. Cuando deseaba conocer a alguien más profundamente, utilizaba las fragancias. En la universidad fue con Edith, crearon una relación de hermanas, en París lo había hecho con su vecina, Silvia Ferreira y su hija Paula, haciendo velas y ambientadores para donar los fondos a la lucha contra el cáncer de mama. También entendió que, por ser los perfumes un legado de su madre, aunque no eran su pasión como la pintura, si eran una parte importante de ella, como un brazo o una pierna. Sonrió. Deseaba crear lazos de amistad con estas tres mujeres.
—Y ahora, para hacer que el aroma perdure más tiempo, vamos a agregar alcohol puro. Algunas personas usan vodka.
—Podemos usar aguardiente —comentó Miriam, entusiasmada.
Melisa soltó la carcajada.
—Haremos un ensayo con aguardiente otro día, pero por ahora vamos a utilizar este alcohol.
Sofía midió el alcohol en onzas y dispuso la cantidad en cada frasco.
—Ahora agitamos el frasco de forma suave. Lo dejamos reposar unos minutos, y se debe dejar de tres a cuatro semanas en reposo para que madure la mezcla.
—¿Podemos olerlo ahora? —inquirió Miriam.
—Déjenlo reposar un minuto.
Melisa fue la primera en abrirlo, se llevó el frasco a la nariz. Se aplicó un poco en la muñeca.
—Déjalo que se seque.
Cuando pasó el tiempo prudencial, las mujeres olieron las diferentes fragancias.
—El mío huele muy bien —señaló Melisa.
—Delicioso —dijo Zoila, tomando el frasco en su pecho—. Mil gracias.
—Podemos hacer un buen negocio, podemos venderlos en Salento y en Finlandia.
Eran poblaciones cercanas con buen auge de turistas y mercadillos de artículos típicos de la región.
—Ahora el mío.
Miriam abrió su perfume y aplicó unas gotas en su muñeca. Olió la fragancia, no manifestó nada, volvió a olerla y por último añadió:
—Este perfume huele igual al que usaba la esposa de don Álvaro.
Zoila la miró, aterrada. La chica, al comprender lo que había dicho, soltó el frasco, que cayó al suelo y se rompió en pedazos, impregnando el ambiente de un olor frutal para nada desagradable. Miriam miró a Melisa y a Zoila sin saber qué hacer.
—¡Vete para la cocina! —exclamó Zoila, furiosa.
La muchacha soltó un sollozo y salió corriendo.
Sofía se había puesto blanca como el papel, un sudor frío la invadió junto a una sensación de pérdida, como si algo se quebrara en su interior. Miraba a Zoila y a Melisa, que a su vez la miraban asustadas, una presencia en su garganta le impedía hablar. Se refregó las manos en el vestido sin saber qué hacer y a donde mirar. Luego, como si necesitara confirmación del contenido de la bomba que acababa de estallar, carraspeó varias veces y con ojos llorosos preguntó:
—¿Alguna de ustedes dos me puede explicar qué diablos acabó de decir Miriam? —Miró a las mujeres, desesperada.