Capítulo 6

 

—¿Cuándo me mostrarás el tesoro escondido? —dijo Álvaro, refiriéndose a las pinturas que permanecían tapadas por gruesas lonas en un rincón.

Estaba sentado en el sofá. Iba todos los días y estudiaba en su compañía mientras ella pintaba.

Sofía le regaló un gesto de pánico.

—¿Qué? Sabes que no importa lo que opine, lo que importa es el valor que le des tú a tu obra.

Sofía quitó las gruesas telas que cubrían las pinturas y se las mostró. Una de ellas era una mujer arreglando el jardín; por el parecido, Álvaro supo que era su madre, el cabello del mismo color que el de Sofía y una expresión satisfecha. El otro cuadro era un hombre tallando un pedazo de madera, lucía algo cansado.

Sofía se estremeció cuando la pena apuntó a su pecho y se extendió por todo su ser. Con ojos vidriosos, acarició el cabello de su madre.

—Era fanática de Kurt Cobain, enloquecía a mi padre.

Soltó un sollozo y Álvaro, al darse cuenta de su reacción, apoyó las pinturas en la pared y la abrazó.

El aliento de Álvaro le acarició el oído.

—Háblame, mi amor —las dos últimas palabras las pronunció en español—, puedes contarme lo que quieras.

Sofía soltó un sollozo más fuerte. La angustia la invadió en oleadas, arrebatándole el escaso control que le quedaba.

—Peleé con ella antes de que salieran. Me castigó, no dejándome ir a una fiesta, había reprobado matemáticas. Todas mis amigas iban a ir. —Lo miró—. Le dije que ojalá no volviera, que ojalá yo viviera sola.

Ella echó la cabeza hacia atrás, y Álvaro vio en sus ojos todo el remordimiento y la culpa que llevaba como lápida.

—Todos decimos cosas cuando estamos de mal genio, no era lo que en realidad pensabas, y no puedes culparte por ello.

—Pero alguien arriba me escuchó y mira lo que pasó, no volví a verlos.

Álvaro la consoló como se consuela a una niña pequeña, el llanto de ella cambió, más agobiado, más profundo.

—No eres culpable —repitió, mientras la aferraba más a él, y a su nariz llegaba el aroma de su cabello—. Ellos estarán siempre contigo.

—Los extraño.

Se atrevió a mirarlo, él le acarició el rostro, barriendo con sus dedos las lágrimas. La apartó un mechón de cabello detrás de la oreja.

—Lo sé.

Álvaro volvió a dirigir la mirada en las pinturas y le enterneció la confianza que Sofía le había brindado al mostrárselas, siendo tan evidente el dolor que aún le causaban aquellos recuerdos. La abrazó por detrás y le dijo:

—Es un bello trabajo, cuando las miro, te veo reflejada en ellas.

A Álvaro se le doblaron las rodillas ante la luminosa sonrisa, bañada aún por las lágrimas, con que ella respondió a sus palabras.

Minutos después, más calmada, las tapó de nuevo con cuidado. Aún no estaba lista para mostrarlas al mundo, pero eran piezas perfectas, y Álvaro tuvo la certeza de que cuando al fin salieran a la luz, tendrían un éxito arrollador.

 

Días más tarde, Álvaro la estaba enloqueciendo con sus señales contradictorias, la observaba más de lo que estudiaba.

—¿Qué estudias?

—Economía del Tercer Mundo.

—No creo.

Él levantó una ceja y la miró, atento.

—Estás estudiando la anatomía de mis piernas, no has dejado de mirarlas desde hace un buen rato.

Álvaro rio de buena gana, movió la cabeza de un lado a otro y volvió a su tema, aún distraído e imaginando el contorno de su cuerpo debajo de la raída camiseta sin mangas y los viejos shorts que la vestían.

Ese día, Sofía llevaba el cabello recogido en un moño alto como los que se hacen las bailarinas de ballet, y estaba descalza. Se notaba la avidez con que él la miraba, pero a la vez, se contenía de tocarla, y ella ya estaba cansada. Quería acostarse con él, nunca había deseado tanto a un hombre como deseaba a Álvaro, de solo observarlo se humedecía sin remedio. Su pintura de ese momento estaba gobernada por el deseo. Un deseo de colores vivos y vibrantes, como la energía que bañaba la habitación. Rojo y púrpura, negro y violeta, y el color de la miel, mucha miel. Él la deseaba, eso era evidente y ella ya estaba impaciente por llegar a otro nivel.

Decidió tomar la iniciativa. Dejó el trabajo a un lado, se limpió las manos con un trapo y luego se las lavó en el lavabo ubicado en la esquina. Se aplicó una crema olorosa mientras Álvaro la observaba. Se acercó a él sin dejar de mirarlo. Estaba acomodado en el sofá, más hermoso que nunca, con un jean que había visto tiempos mejores, pero que en su figura parecía como de modelo; llevaba una camiseta blanca con el escudo de la universidad y unas zapatillas blancas. Le quitó el libro que tan poco había aprovechado y acomodó sus piernas a lado y lado de las de él, levantó los brazos y se soltó el cabello, que cayó como manto oscuro por su espalda, pudo ver el brillo codicioso y posesivo tras la sorpresa en los ojos del hombre. Le alzó la cabeza y lo besó, mientras le acariciaba el cabello, esos mechones rubios que tanto adoraba. Le acarició los pectorales, llevó las manos por debajo de la camiseta, le agasajó la línea de vello que iba desde el ombligo hasta la parte inferior del abdomen.

Sofía notó que sus músculos se pusieron tensos ante su toque. Tenso y cachondo, sonrió, satisfecha. Álvaro le acarició la espalda, la tomó de las nalgas, le dio la vuelta y la atrapó debajo de él en el sofá. Le miró los ojos, la boca y otra vez los ojos. La sujetó por la nuca, la atrajo hacia él, e imprimió su boca en la de ella. Le dijo que era hermosa, deseable y que su piel era la más suave que había tocado. Sus pezones erectos le rozaron el pecho.

—Vaya, vaya, qué conmoción, poner a mi amor caliente solo con palabras.

La dejó un momento sola y tomó un pincel sin usar con el que empezó a acariciar su vientre. Ella intentó acariciarlo. Él negó con la cabeza, le rozó el cuello con los labios y le dio un ligero mordisco. A su vez llevó la mano al abdomen que acarició en pequeños círculos, desabrochó el botón del short con rapidez. La miró a los ojos.

—Voy a tocar lo que es mío —dijo, con mirada caliente, posesiva y tono de voz ronco.

Se percató de lo agitada que estaba cuando llevó el pincel a su sexo, que en segundos quedó húmedo. La acarició como si estuviera pintándola, repasaba sus pliegues y cavidades, aprendiéndose de memoria sus recovecos. Ella gemía, agitada.

—No soy pintor, pero algún día quiero verte cubierta de colores.

—Lo haremos.

Reemplazó el pincel por sus dedos. Un suspiro extasiado llegó hasta los oídos de Sofía en cuanto Álvaro introdujo un dedo en su interior.

Sofía quería tocarlo, llevó la mano al botón del pantalón. En cuanto Álvaro le subió la camiseta, ella sonrió y escondió el rostro en su cuello.

—Tócame —pidió él con esa voz que, por sí sola, la podría llevar al orgasmo. Sofía nunca le había preguntado la edad. Le quitó la camiseta y no supo por qué le preguntó en ese momento.

—¿Cuántos años tienes?

Álvaro no podía apartar los ojos de la piel expuesta, con la boca entreabierta, le soltó el sujetador. Sofía suspiró.

Al quedar libres sus pechos, ella supo que lo había sorprendido. La miraba embobado. Tragó saliva y le contestó:

—¿Por qué? Soy mayor de edad, puedo mirar lo que quiera y tú puedes hacer conmigo lo que te plazca.

Su mirada era caliente y su erección golpeó el abdomen de ella.

—¿De veras?

—Tengo veinticuatro años y tus tetas son una belleza.

Le acarició los pechos, tomó uno de ellos, lo acercó a su boca y lo saboreó con gusto. Sofía emitió un sonido de satisfacción. “¡Ya era hora!”, pensó, mientras se deleitaba en sensaciones.

—Tienes la piel suave y eres… deliciosa.

Ella se apretó más a él y bajó las manos a su bragueta, mientras Álvaro se daba un festín con sus pechos y se refregaba en ella. Se quedó quieto en cuanto ella metió la mano en el jean y la ayudó, desabrochando la prenda. Él gimió en cuanto ella rozó con los dedos la punta de su pene erecto.

—Tócame, por favor —dijo, con voz estrangulada.

Álvaro tomó su mano y la envolvió alrededor de su miembro. Se mecieron al unísono, al tiempo que él emitía un jadeo prolongado. Ella empezó a deslizar la mano arriba y abajo. Lo sintió tensarse por la dureza que alcanzó.

Ti desidero così tanto...[4]

Álvaro enloqueció, nunca unas simples palabras lo habían calentado tanto.

—No tienes idea…

Le devoró de nuevo la boca sin dejar de tocar su sexo. Estaba húmeda y Álvaro deslizó el dedo por su centro resbaladizo en un masaje de ida y vuelta, hasta que ella empujó las caderas a su mano y a la vez aumentó la presión de la suya en torno al miembro de él. Sofía empezó a gemir y se corrió en segundos, sus muslos temblaban y una ligera capa de sudor le cubría el rostro, tenía los cachetes rojos y los ojos brillantes. Era una mujer adorable en la culminación y él se moría por estar en su interior, con solo imaginarse su sexo, húmedo y apretado, empezó a convulsionar en su mano.

—Estás tan mojada y esos gemidos, joder, yo creo que… — y con una brusca sacudida de caderas se corrió de manera súbita y deliciosa en la mano de Sofía.

Álvaro siguió frotando los dedos en su sexo, que notaba aún húmedo y muy caliente. Cerró los ojos y gimió con voz rasposa, sin dejar de correrse.

—Quiero follarte. No sabes cuánto, quiero que seas mía, vamos a mi casa. —Profería las palabras con tono de voz áspero.

Sofía reaccionó a las palabras de Álvaro, su abuelo estaba unas puertas más allá, rogó porque no hubieran gritado mucho.

—¿A tu casa? —preguntó ella, todavía con el corazón a mil y el sonrojo en las mejillas.

—¡Chicos! —se escuchó la voz el abuelo, cuyos pasos se escuchaban cada vez más cerca—. ¡La cena está lista!

Se levantaron como un resorte, antes de que al anciano le diera por entrar.

—Ya vamos, nonno —se apresuró a contestar Sofía con un ligero temblor en la voz, ajustándose el sujetador.

Álvaro, sin dejar de mirarla, se acomodaba la ropa. No estaba ni de lejos satisfecho con el momento vivido. Deseaba más y si ese fuego había sido el preludio, no quería esperar para hacerla suya. Era muy consciente de su conducta troglodita, de su anhelo de poseer y de marcar, no quería que salieran de allí, la ambicionaba toda para él, no solo la capitulación de su cuerpo, también quería su mente y su corazón. Cuando Sofía se dirigió a la puerta, él le aferró la muñeca.

—¿Cuándo? —preguntó, apremiante.

Los pasos del abuelo se alejaron.

—Pronto —contestó ella.

La jaló hacia él antes de que abriera la puerta, la aprisionó contra la pared y la besó como si lo vivido anteriormente fuera a empezar de nuevo. La besó con hambre, con delirio, como si nunca fuera a encontrar la saciedad que buscaba, y ella le devolvía el beso con el mismo ímpetu.

El ladrido de Max se atravesó con el sonido de las respiraciones agitadas y el choque de sus labios húmedos. Sofía sonrió en medio del gesto y se separó sin quererlo. Le acarició el cabello y la oreja.

—Me vuelves loca.

La mirada de Sofía era ansiosa. Álvaro le regaló una de crudo deseo. Si ella supiera que cuando estaba a su lado desparecía todo lo que lo rodeaba.

—No quiero tener a tu abuelo rondándonos cuando por fin te quite la ropa. Tengo que hacer una práctica universitaria en una oficina financiera en Washington, me voy mañana, estaré de vuelta en dos semanas.

Sofía se entristeció, aunque dos semanas no era mucho tiempo, no quería perder la conexión hallada.

—¿Por qué no me habías dicho nada?

—Lo supe hoy en la mañana, es una buena oportunidad —dijo él, como disculpándose.

—Te voy a extrañar.

Él le regaló una sonrisa luminosa.

—El tiempo se pasará rápido, yo también te voy a extrañar, mi amor.

Salieron al encuentro del abuelo.

Álvaro estaba sorprendido por el cúmulo de sensaciones que lo abrumaron al tocar a Sofía, su suavidad, su olor que aun llevaba en los dedos. Joder, no quería desprenderse de él, pero no deseaba que lo sucedido fuera evidente en la cena. De mala gana se lavó las manos, no sin antes llevar los dedos a la nariz. Era exquisita y la haría suya de todas las formas posibles.