Capítulo 3

 

Cuando su abuelo la llamó a comer, Sofía trabajaba en su estudio. Era una habitación apartada en el patio de la casa, un lugar claro y brillante, con las paredes pintadas en un tono beige y gran cantidad de pinturas, algunas sin terminar, unas colgadas, otras recostadas en las paredes, que le daban un aspecto alegre al lugar. Había, además, un sofá grande y mullido de color claro, algunas flores, el lienzo en el caballete y un banco en el que se sentaba para pintar. En una de las esquinas había una mesa con trazas de escritorio, manchada por los oleos, el vinilo o el disolvente, donde descansaban recipientes con pinceles, frascos de oleos, acuarelas y vinilos.

Dejó la paleta de colores y observó lo trabajado en la jornada. Era un encino pequeño que había fotografiado cuando caminaba por el parque, le enternecía el aspecto de matorral que tenía, con su tono de verde espectacular y sin una sola flor. Se alejaba un poco de las figuras humanas que solía pintar, pero a veces se inspiraba con alguna flor o planta que llamara su atención. Normalmente no eran las más hermosas, le gustaba reflejar la naturaleza mustia.

Dejó los pinceles en un recipiente, se cambió la camiseta manchada de pintura por otra limpia, se lavó las manos, se ajustó el moño del cabello y salió al patio, rumbo al comedor.

Con Gregorio se turnaba el trabajo de la cocina. Él prefería las noches para cocinar porque se remontaba a su querida Italia y daba rienda suelta a su imaginación. Siempre tenía preparado un apetitoso y elaborado plato a la hora de la cena. El ajo, el aceite de oliva y el olor a albaca fresca colmaban el lugar. De entrada, había preparado una ensalada caprese, uno de los platos favoritos de Sofía y era noche de carne y canelones en salsa fresca de tomate con un toque de orégano.

Se sentaron a comer. Sofía sirvió ensalada a su abuelo y luego en su propio plato.

Hablaron de nimiedades, del pago de los recibos de servicios públicos, de la próxima cita de Gregorio con el cardiólogo.

—Me consientes —dijo Sofía, sirviéndose otra ración de ensalada.

—Claro, muchacha ¿a quién más voy a consentir? ¿Qué más hiciste con tu día?

Sofía sonrió y partió un pedazo de pan.

—¡Nonno! —exclamó, desconcertada— No hay nada que contar. He estado aquí todo el día. Lo sabes, porque tú tampoco has salido hoy.

—¡Exactamente! Ahí es a donde quería llegar.

Sofía lo miró, confundida.

—No entiendo.

—Me preocupa que no haya nada nuevo en tu vida. Tienes veinte años, Sofía, y pareces una anciana. Hace tres años que terminaste la escuela, no tienes amigos, ni siquiera alguien que comparta tus aficiones a excepción de Dan, que es muy poco el tiempo que puede dedicarte, no vas a fiestas… ¿Cuándo fue la última vez que saliste con un chico? Hace más de un año.

—Muchos padres y abuelos estarían felices por eso —contestó ella, por decir algo.

—Pues yo no —replicó el anciano, al tiempo que tomaba el recipiente de los canelones y le servía a su nieta. Al dejar el plato, tomó su mano—. Sé que la muerte de tus padres te robó parte del gozo de la juventud. Pero ellos no querrían esto para ti, estoy seguro. Cada corazón tiene su propio dolor, Sofía, pero la vida sigue y no podemos dejarla pasar por nuestro lado sin intervenir en ella. Es como si la melancolía se hubiera instalado en ti.

Sofía dejó el cubierto con el que jugueteaba con la comida en el plato. Levantó la mirada con los ojos aguados.

—No me molesta mi melancolía, nonno. Tengo mi arte.

El abuelo soltó los cubiertos también y aferró una copa de vino, única licencia que se permitía con respecto al alcohol.

—Un hermoso don que Dios te dio. Pero ni siquiera has hecho el esfuerzo de estudiar Bellas Artes.

—No podemos permitírnoslo, además estoy ahorrando para irme, ¿lo recuerdas?

—Ese viaje lo veo lejos, cada dos por tres inventas excusas. Hace mucho rato que hay suficiente dinero ahorrado para que vayas a París. Hasta has estudiado francés, no lo hablas a la perfección, pero te falta poco.

Gregorio no había permitido que tocaran ese dinero cuando el seguro no cubrió parte del costo de su última intervención quirúrgica a corazón abierto.

Sofía tomó otro pedazo de pan, partió un trozo y le contestó antes de llevárselo a la boca.

—¿Y tú qué? No voy a dejarte solo.

Su abuelo se echó hacia atrás en su asiento y cruzó los brazos.

—No me digas que estás esperando a que amanezca tieso como un pollo congelado para hacer lo que debes hacer, jovencita.

—¡No hables así! Has estado enfermo…

—Si tanto te preocupa mi enfermedad, pues vámonos los dos para Europa, yo volveré a Fiesole y tú estarás en París o donde sea que quieras estar, y vendrás a visitarme.

Sofía clavó el tenedor en un canelón y prácticamente lo desbarató sin probar bocado.

—Esperemos un tiempo más, abuelo.

—Debes dejarlos ir, Sofía.

—No es tan fácil.

Se levantó de la mesa y llevó su plato a la cocina, apoyó ambas manos en el mesón y se dedicó a mirar por la ventana. Percibió los pasos de su abuelo, que recogía la mesa. No se dijeron nada más. Gregorio fue a la sala y encendió el televisor. Sofía quedó perdida en sus pensamientos.

Vamos, preciosa, cómete las verduras”, decía su padre en ese tono que nunca más volvió a escuchar. “No habrá postre” decía su madre. “Ni juego después de cenar”, volvía a la carga el padre.

Aún le dolía, como si el accidente hubiera ocurrido el día anterior, a veces sentía que se ahogaba.

 

Novikov vivía en uno de los rascacielos de Manhattan, un reducto donde los muy ricos tenían sus viviendas, una especie de fortaleza con todas las medidas de seguridad. Un hombre como él tenía enemigos en todas partes, contar con protección era algo primordial para su existencia.

La cama estaba desecha y entre las sábanas, Sergei podía observar como sobresalía una pierna larga y estilizada. Se sorprendía aún de la facilidad con que era capaz de conseguir mujeres perfectas. ¿Quién dijo que la felicidad no se podía comprar?

Solía observar el paisaje todas las mañanas mientras tomaba una taza de café, se sentía poderoso con la vista puesta en Central Park. Esa mañana de lunes el día estaba despejado y se podía divisar hasta el río Hudson.

Ivanova Golubev abrió los ojos. Era la amante perfecta, hermosa y cara. Nadie que la viera podría adivinar de dónde la había sacado. Había sido la única mujer capaz de despertarle sentimientos de posesión y lujuria tan pronto había posado sus ojos en ella. Su arreglo ya duraba un año y todavía no tenía suficiente. La seguía deseando como el primer día.

La chica se agitó y se estiró en la cama en una pose tal, que a Sergei le dieron ganas de reunirse con ella de nuevo, pero el deber llamaba. Tenía una reunión en los muelles en cuarenta minutos.

 

Sofía salía del supermercado con el carro repleto de bolsas de comestibles y renegando entre dientes por haber tenido que hacer la compra, cuando Álvaro apareció ante ella. Se hallaba recostado contra una pared, con la mirada en el móvil, revisándolo. Vestía como un típico estudiante de universidad cara: un jean oscuro y un suéter sin cuello color azul con dos botones adelante, las mangas remangadas y el cabello… El dichoso cabello rubio, que Sofía no sabía si se peinaba así a propósito o era que se pasaba las manos cada minuto por él.

Levantó la mirada cuando escuchó el ruido del carrito y aquella bendita sonrisa se adueñó de sus labios.

—¡Hola!

—Vaya, qué coincidencia —contestó ella, sin dejar de caminar e ignorando el vaivén de sensaciones que iban desde el golpeteo en el pecho, el aleteo en el estómago y la pesadez en las piernas. Cubrió su rostro con una máscara impasible.

Lo que Sofía no sabía era que no había sido coincidencia. Álvaro la había seguido hasta el supermercado. No quería parecer un acosador, pero llevaba dos días tratando de hablar con ella y parecía que no salía de su casa. Ese día se había acercado con la intención de tocar el timbre, cuando la vio salir de la casa y decidió seguirla. Dios era testigo de que había tratado de mantenerse alejado, distrayéndose con Brenda, sus estudios, las prácticas bursátiles en las que tenía que concentrarse… No era momento para entablar una relación con una mujer que parecía no estar interesada en él. Pero solo dos encuentros, y la chica se había convertido en su obsesión.

Al impacto de volverla a ver, tan hermosa como siempre —con un jean entubado, una camisa rosada, un suéter rojo amarrado en el pecho y zapatos de cuero color miel—, se le sumó el fastidio por su indiferencia. A él el corazón le batía como a un tambor y ella tan tranquila. Le molestó, pero trató de disimularlo.

—Vienes renegando ¿No te gusta hacer la compra? —preguntó con sorna al tiempo que acompasaba su paso al de ella.

—No, pero me imagino que es más divertido que esperar frente a un supermercado sin hacer nada.

Álvaro le lanzó una mirada furtiva.

—Pero cuando esa espera tiene su recompensa en forma de unos ojos del color del brandi, créeme, puede llegar a ser muy entretenido.

—No estoy para entretener a nadie.

—Era un cumplido.

—Pues el cumplido no le salió muy bien.

Le sonrió con tinte burlón.

—Mil disculpas, estoy perdiendo facultades. En nuestro primer encuentro me tuteabas, y ahora has dejado de hacerlo.

Sofía ni le contestó ni le dio importancia al comentario. Giró en dirección a la casa. Álvaro trató de tomar el carrito con los paquetes, pero ella se negó. Él siguió caminando a su lado.

—A su novia no le hará mucha gracia su pasatiempo.

Álvaro se detuvo y la detuvo a ella.

—Brenda no es mi novia —dijo—, es una vieja amiga, también colombiana.

—¿Ella lo sabe? —resopló Sofía, incrédula, y siguió su camino.

A Álvaro le molestó la pobre opinión que tenía la chica de él, pero lo que más le afectó fue el hecho de que eso le importara tanto.

—¿No me crees, verdad?

“Mírate” quiso decirle ella. “Eres tan hermoso… ¿Qué haces aquí conmigo? Vete para donde su alteza”. Pero guardó silencio unos segundos y soltó un suspiro.

—No es cuestión de que le crea o no. No creo que tengamos mucho en común.

Aceleró el paso, un tanto nerviosa.

—No podrás saberlo si no me conoces.

—Debo apurarme, o los congelados harán un reguero por todo el camino.

—Claro.

Addio —susurró, tensa.

—Adiós —se despidió él y silbando una tonada, se alejó unos pasos, satisfecho. Al menos había logrado ponerla nerviosa.

Tan pronto reanudó el paso, Sofía sintió ganas de golpearse la cabeza contra las vitrinas que atravesaba para espabilarse. El corazón lo sentía en la boca. Ahí estaba de nuevo esa mirada que la perseguía a todas partes. Iba por ella. Quería conquistarla. Si supiera todo lo que ella pensaba, aquella sería la conquista más fácil de la historia. “Aguanta un poco, Sofía, no le hagas las cosas tan fáciles”.

Con la mente en automático llegó a su casa, sin percatarse de que Álvaro la seguía. Dejó el carrito de los comestibles en la entrada y se dispuso a abrir la puerta, cuándo percibió una presencia detrás de ella, se volteó y al verlo, resopló, molesta:

—Esto es acoso. ¿Por qué me sigue?

Él le sonrió, entrecerrando los ojos.

—Pura seguridad. —dijo en broma—. Podría abordarte algún desconocido. Algún pobre diablo, rogándote porque le dejes cargar los paquetes o para quién sabe qué más.

Ella sonrió a su pesar.

—No es muy gracioso.

—No “eres” muy gracioso —repitió él haciendo énfasis en el tuteo. No entendía por qué insistía en guardar las distancias.

En ese momento, el abuelo de Sofía apareció y lo miró con expresión atenta. Sofía lo ignoró y se negó a hacer las presentaciones. Entonces Gregorio se presentó.

—Mucho gusto, joven, soy el abuelo de Sofía. ¿Y usted es?...

—Álvaro Trespalacios. Mucho gusto, señor, soy amigo de su nieta.

Ella puso los ojos en blanco y entró a la casa con un par de paquetes.

—No sabía que Sofía tuviera un nuevo amigo —dijo el abuelo, mientras tomaba otro par de bolsas.

—Permítame ayudarle —dijo Álvaro, solícito, pero Gregorio más bien le indicó que tomara otro par del carrito.

Álvaro caminó detrás de él hasta que llegó a una cocina amplia y bien iluminada, donde Sofía estaba guardando unas cajas y enlatados en un mueble superior. No dejó de mirarla, hasta que sus ojos tropezaron con los suyos. “Si quieres correr, hazlo ahora. Yo soy un hombre que convierte derrotas en victorias, Sofía”, sentenció con la mirada.

“No será fácil, prepárate”, le respondió ella de un vistazo.

El anciano interrumpió el duelo y Álvaro volvió a la entrada por el último par de bolsas. Cuando regresó a la cocina, Gregorio, sin más, lo invitó a cenar y los echó a ambos de allí.

—Sofía, muéstrale a tu amigo el estudio. Ya, váyanse, váyanse.

Al atravesar el patio, un perro color chocolate, el mismo que viera en el puesto del mercado de artesanos, saltó a saludar a Sofía. Chilló, batió la cola y cuando reparó en él, se acercó desconfiado y con un resoplido, se alejó.

“Vaya con la mascotica, igual a la dueña”, sonrió Álvaro, que encontró una pelota y la lanzó a un extremo del patio. El animal, ni corto ni perezoso, corrió a alcanzarla y de mejor ánimo se acercó y la tiró a sus pies. Álvaro repitió el movimiento varias veces.

—No debiste haberme seguido, en serio —Sofía lo miraba, algo consternada—. Me molesta verme en una situación incómoda.

—Es incómoda porque tú quieres que lo sea. Solo quiero ser tu amigo. Si te molesta que tu abuelo me haya invitado a conocer tu sitio de trabajo, pues me voy, tampoco es mi intención ser una molestia para ti.

—No acepta una negativa.

—Es cierto, no me doy por vencido muy fácilmente.

—No necesita mentirme respecto a su novia, no voy a tener nada con usted.

—No puedes decir de esta agua no beberé, porque terminarás tirándote de cabeza y te lo repito: Brenda no es mi novia.

Asintió, satisfecho, al ver el sonrojo en la mirada de ella. Se acercó más. Sofía parecía no tener intención de dejarlo entrar en el estudio y decidió forzar un poco la mano.

—¿Y si estoy interesado en otra de tus pinturas?

A ella le molestó que utilizara el dinero para obligarla a mostrar su trabajo.

—No lo creo —dijo, en tono molesto—. Como puede ver, no me estoy muriendo de hambre.

—Discúlpame, Sofía, no era mi intención ofenderte.

Cada minuto a Sofía le era más difícil luchar con la profunda atracción que aquel hombre ejercía sobre ella, con su presencia de “todo me importa una mierda”. Su seguridad y arrogancia deberían haberla fastidiado, pero no era así.

—Solo quiero acercarme a ti, me muero por conocerte, ¿es eso tan malo?

—No —capituló ella—. Claro que no.

—Sé que ustedes los artistas tienen sus manías. Picasso nunca madrugó en su vida, algunos cayeron en las garras del alcohol, o de las malas compañías.

Ella ya sonreía abiertamente, lo que le daba a su rostro un aura incomparable de belleza. Ahora fue el turno de él de sonreír por su ocurrencia y entonces recordó:

—Thomas Wolfe se inspiraba tocándose los…

—Lo sé, lo sé, cállate ya, por favor —dijo ella, volviendo al tuteo, en medio de las carcajadas.

Ya se la veía más cómoda en su compañía. Álvaro percibió el cambio, pero prefirió no hacerlo notar.

—No necesitas mostrarme nada si no estás preparada

—Gracias.

Se sentaron en una de las sillas del patio y pasaron el tiempo charlando de arte, mientras el perro jugaba con la bola una y otra vez.

El abuelo los llamó a comer. Álvaro le aferró el brazo levemente al levantarse ella de la silla, a Sofía esa ligera caricia la desconcertó, y cuando él la rozó con su cuerpo, un calor y una pesadez la invadieron. Conocía el deseo, la intimidad, pero lo ocurrido dos años atrás con aquel chico no tenía nada que ver con esto que empezaba a inquietarla. Era como una llamarada que estaba segura de que el hombre a su lado avivaría cada vez más, tenía esa convicción.

La cena fue un rato maravilloso bañado de charlas, bromas y el inconfundible aroma del aceite de oliva mezclado con el orégano, la albahaca y el laurel. Macarrones en mantequilla con queso parmesano, estofado al vino y una selección de aceitunas marinadas en finas hierbas hicieron las delicias y alabanzas de Álvaro.

Sofía apenas podía apartar la mirada de su rostro y de sus manos, unas manos grandes, de movimientos firmes y líneas elegantes. Quiso pintarlas, las imaginó en su rostro, en sus pechos, en medio de sus piernas… ¿Cómo sería pintar su cuerpo desnudo? Exhaló un profundo suspiro. Álvaro la miró de forma muy curiosa cuando su abuelo la reprendió porque no estaba comiendo. Se concentró en desparramar la comida en el plato, mientras que él no dejaba de comer con buen apetito y hablaba con Gregorio de un partido de fútbol de la liga Italiana.

Después de comer, Sofía se levantó y preparó café, que llevó a los dos hombres que estaban en la sala, frente al televisor. Álvaro, en una pose relajada, acariciaba a Máximo. El muy traidor se había dejado comprar con juegos y comida debajo de la mesa, y ahora yacía con el hocico reclinado en las piernas de él, que le sobaba la oreja y la cabeza. Se enderezó cuando ella llegó con la bandeja y le sirvió el café, al que le echó dos cucharadas de azúcar.

Minutos después de terminar la bebida, Álvaro se despidió de Gregorio, y Sofía lo acompañó hasta la puerta.

—El viernes hay un concierto de mi compañero de apartamento en un bar cerca de la universidad, toca el saxo, o por lo menos lo intenta… ¿Por qué no me acompañas?

Sofía se mordió el labio y Álvaro tuvo el impulso loco de arrinconarla contra la pared más cercana y devorarle los labios, saborearlos, morderlos hasta dejarlos hinchados y rojos. “No me hagas rogar”, pensó él en silencio. No, no le rogaría, si lo rechazaba, no volvería a verla.

—Me encantaría.

Y la deslumbró de nuevo con una de sus patentadas sonrisas sin percatarse de cuánto estaba conteniendo la respiración.

—Hasta el viernes, “muchacha”.

Tomó su mano y la besó. Sofía se sorprendió por el tono de voz empleado, muy diferente al de su abuelo, pero no le disgustó, todo lo contrario. Él hizo una reverencia y se fue silbando la misma tonada que le escuchó a las afueras del supermercado.