Capítulo 18

 

Viktor Kasansky desayunaba croissants con mermelada de naranja y café con leche en la cocina de un departamento de mala muerte ubicado en Saint Denis, un barrio conflictivo de inmigrantes en las afueras de París. Esperaba órdenes de un mando medio sobre la llegada de un lote de mujeres de Croacia.

Hacía nueve años había perdido todo lo arrebatado a Sergei en menos de ocho meses: las rutas y el dinero de Novikov fueron absorbidos por la Bratvá, la misma que siempre lo había despreciado por su rebeldía. Viktor era considerado una rueda suelta dentro de la organización, trabajaba para el mejor postor en encargos de poca monta. Culpaba de su mala suerte a Alexander Petrov, la persona que más odiaba en el mundo. Sabía que le seguía los pasos como sabueso, pero él era más listo.

Agarró un periódico que había comprado en un puesto junto a la panadería, y mientras sorbía de la taza de café, devoró otro croissant. Los franceses no le gustaban y no entendía qué le veía todo el mundo a París, una ciudad repleta de callejuelas y olor a orín por todos lados, tan diferente a las ciudades de Estados Unidos, con vías amplias, soleadas, organización, trabajo duro. Lo único que disfrutaba de Francia era la comida.

Pasó las páginas del periódico buscando el sudoku, un pasatiempo del que era adicto. Pasaba hoja tras hoja, cuando una fotografía llamó su atención. Conocía al hombre, extendió el diario sobre la mesa y lo examinó. Era el novio de la pintora que lo había jodido todo nueve años atrás en Nueva York. Lo acompañaba una mujer rubia, él caminaba a su lado con expresión de encoñado. La miró detenidamente, y se le hizo familiar. Se puso unas gafas de aumento, la mujer era parecida a… ¡No podía ser! Era la maldita que había enviado a Sergei a la cárcel y la culpable de que él no pudiera volver a los Estados Unidos y le tocara vivir en las sombras, de madriguera en madriguera.

Nunca supieron cómo logró escapar, literalmente se la había tragado la tierra. Aún recordaba la cara del viejo Nikitin cuando bajaron del apartamento después del asesinato y este inquirió por la pintora. La muy puta escapó para refugiarse con las autoridades. La habían buscado por cielo y tierra, y habría aparecido si el abuelo no estiraba la pata. Siempre pensó que estaría viviendo en algún pueblo de los Estados Unidos, dedicada quién sabe a qué, a lo mejor casada y con algún hijo. El maldito programa de testigos funcionaba, la muy zorra no había vuelto a aparecer. Hasta ahora…

Trató de leer algo, pero su gramática era pésima. Buscó la noticia en su móvil y copiándola, la puso en el traductor de Google. Así supo que Álvaro Trespalacios ostentaba un alto cargo como agregado económico en la Embajada de Colombia, y que la mujer se hacía llamar Chantal Duras. Tendría que investigarla, era muy parecida a la tal Sofía, y el cabello podría ser teñido. Tenía que ser ella. Su rostro se descompuso de rabia.

—¡Maldita hija de puta! Al fin sales de la guarida.

Soltó una carcajada de satisfacción. Vociferó una serie de groserías en ruso. Necesitaba ayuda de alguien para hacer el trabajo: Sasha Chejov.

Tecleó el número del móvil, el hombre contestó al segundo timbre.

—Tenemos trabajo, necesito información sobre dos personas, un hombre y una mujer: Chantal Duras y Álvaro Trespalacios. En dos días termino un trabajo aquí y podremos dedicarnos a estos dos. No van a ir a ninguna parte.

Guardó de nuevo el aparato, sin poder creer lo que le había caído en las manos.

 

Parecía que el pasado había llegado para atormentarla. Desde su reencuentro con Álvaro, Sofía revivía los momentos más angustiosos del infierno que tuvo que pasar.

—¡Necesito hablar con Álvaro! —gritó furiosa a Dan y a Burt.

Pasaron unos largos y tensos segundos antes de que Dan contestara... Así como había obtenido el permiso para ir al entierro, obtendría una última charla con Álvaro, tendría que despedirse, así él no supiera que lo estaba haciendo. Lo necesitaba.

—No te puedes poner en riesgo —advirtió Dan—. Es hora de empezar a pensar en tu futuro, Sofía.

Hacía tres días que había ocurrido todo. Una psicóloga forense de la agencia estaba por llegar para ayudar a Sofía a superar el shock de todo lo ocurrido y a ayudarla a iniciar el proceso de insertarse en la nueva vida que la esperaba.

—Mi futuro me importa una mierda. ¡Quiero hablar con Álvaro!

Dan parecía frustrado. “Pues que se joda”, caviló Sofía, sin compasión. No tenía idea de cómo se sentía ella. Él caminó por la sala de la vivienda, a lo lejos se escuchaba el sonido de las noticias, mezclado con el que hacía uno de los agentes escarbando en el cajón de los cubiertos. El aroma a pasta a la boloñesa llegó hasta ella, y le revolvió el estómago. Desde lo sucedido apenas lograba probar bocado.

—He hecho todo lo que han querido, he dado todas mis declaraciones, he sido buena chica y ya estoy harta. Álvaro llegará en pocos días, yo ni siquiera he testificado.

—No puedes ponerlo en riesgo. ¿Cómo más te lo digo?

Ella se acercó a él y le agarró las solapas de la chaqueta.

—Te lo suplico, por lo que más quieras, solo serán unas últimas palabras. Por favor. Nunca más te pediré algo. ¿Olvidaste cómo es? En serio, Dan, ¿lo olvidaste?

—No necesitas jugar sucio, Sofía. —Se alejó de ella, se llevó las manos al cabello y tiró de él en un gesto que denotaba frustración—. Yo sé por lo que estás pasando, pero no sabemos si tiene los teléfonos intervenidos y no quiero empezar a dejar rastros de tu paradero para cuando desaparezcas.

Ella sabía que la coraza de su amigo empezaba a cuartearse. Se acercó a él de nuevo.

—Te lo prometo. —Juntó sus manos en forma de ruego—. Te lo juro, solo quiero escuchar su voz una última vez, despedirme de él, por favor.

Dan soltó un suspiro de resignación.

—Si lo hago, no puedes decirle absolutamente nada.

—Él preguntará por qué no ha podido comunicarse esos días conmigo.

—Inventaremos algo, Sofía, por lo que más quieras, voy a poner mi trabajo en riesgo por esto, necesito tu promesa de que no te saldrás del libreto.

Fue el primer brillo de esperanza en sus ojos desde que había empezado todo y Dan se sintió un cretino. Así estuviera furiosa, ella confiaba en ellos.

—Veré que puedo hacer, habla con la psicóloga, lo necesitas.

Solo necesitaba a Álvaro, pero si hablar con esa mujer le ayudaba a conseguirlo, lo haría.

La doctora Lidia Greene entró en la sala de la vivienda.

—Hola, Sofía.

Entraron a una habitación aledaña, gozarían de algo de intimidad a unos pasos de los custodios.

—Doctora.

Era una mujer alta y delgada, de rasgos delicados, un moño severo, vestido oscuro y mirada despierta. Se sentó frente a ella.

—¿Cómo te encuentras?

—¿Cómo cree?

—Cuéntame.

—Como si hubiera recibido un golpe en la cabeza y hubiera entrado a una dimensión desconocida, aún no creo lo que me pasó.

—Estás en shock, Sofía. Quiero que me hables de ti, de tu vida antes de que ocurriera todo esto.

Sofía, entre un llanto entrecortado, le habló de la pérdida de sus padres, de su pasión por la pintura, de su amor por Álvaro, de la falta que le hacía su abuelo, de su amor incondicional, del gesto tan magnánimo de instalarse en una tierra ajena a él solo para que ella no se sintiera lejos de sus padres. Le pareció atisbar un gesto de lástima en la mujer. No quería su compasión, deseaba creer que de alguna manera podría ayudarla a dejar de sentir ese dolor profundo en el pecho, ese pensar que su vida estaba al borde de un abismo y que solo faltaba que alguien la empujara, porque ella no se sentía con fuerzas para saltar. Necesitaba saber que alguien se preocupaba por ella. Sin Dan todo hubiera sido mucho más difícil, pero él tenía que cumplir con su deber. Alexander también la había ayudado, pero al igual que ella, estaba anestesiado por la pena.

—Tengo pesadillas.

—¿Qué sueñas?

—Con el asesinato, pero que el hombre abre la puerta del armario y me encuentra, me clava el cuchillo de la misma forma que lo hizo con Ivanova.

Se tapó la cara con ambas manos y luego levantó la mirada.

—¿Algún día pasará?

—Es normal que te sientas así, frustrada y con tu futuro en vilo, pero todo se arreglará, no de la manera que deseabas para tu vida, pero haremos que el camino no sea tan escarpado. Por todo lo que me cuentas, eres una mujer fuerte, no creo que tengas problemas para superar esto.

—Yo no lo veo así.

—Estás en medio de la tormenta, todo lo ves oscuro, pero pasará y te sentirás orgullosa de la manera en que te manejaste en el punto más álgido del suceso. Estás con vida y eso es lo más importante, serás alguien diferente porque te tocó madurar de golpe, pero no puedes perder la fe.

Sofía lloró por millonésima vez desde el inicio de su tragedia, le parecía que su abuelo le hablaba a través de esta mujer, podía vislumbrar su mirada cálida y sus manos cariñosas, como si lo tuviera enfrente.

—Gracias —dijo Sofía—. Necesitaba de sus palabras.

 

Dan llegó al día siguiente con un teléfono celular a la casa de seguridad. Sofía lo llevó hasta la habitación. El agente Burt no se extrañó, ya sabía que eran muy amigos.

—No puedes durar más de tres minutos, Sofía —dijo nervioso el joven agente—. Tenemos que evitar que nos rastreen.

—¿No se extrañará de que lo llamemos al móvil? —preguntó Sofía—. Una llamada internacional es costosa y la vez que lo llamé lo hice a su casa.

—¿Hablaste en español a la persona que contestó?

—Sí, qué tan difícil es decir: “¿Buenos días, Álvaro, por favor?”. —pronunció con un ligero acento.

Dan sonrió en medio de los nervios.

—Se te dan los idiomas.

—Iba a vivir con él en Colombia, el mismo día que Álvaro viajó empecé a tomar clases de español en el centro comunitario donde jugaba dominó el abuelo. Fueron pocas clases, pero los saludos son lo primero que te enseñan.

Dan emitió un silbido.

—Era serio lo de ustedes.

Sofía lo miró, esperanzada.

—Muy serio. —Levantó el dedo con el anillo que se negaba a quitarse—. Estoy comprometida. ¿Tú crees que es justo separarnos así? ¿Qué le van a decir a él cuando vuelva a Nueva York? ¿Qué me tragó la tierra?

—Tendremos que engañarlo. Si tú le terminaras ahora o tuvieras un disgusto con él, lo tendrías aquí en el término de la distancia. ¿Me equivoco?

—No te equivocas.

—Tiene que ser una charla normal, que él no sospeche que algo anda mal. Así ganamos tiempo. —Miró a Sofía, que sollozaba de nuevo, invadida por el dolor—. Lo siento mucho.

Ella levantó la vista y lo miró furiosa en medio de las lágrimas.

—Estoy cansada de escuchar las excusas de todo el mundo.

—Dame el número de la casa, por favor.

Sofía, asustada, recitó el número de memoria. ¿Qué podría decirle sin delatarse? Les pidió ayuda a sus padres y su abuelo.

—¿Estás segura? —preguntó Dan, al ver la expresión de pánico—. No tienes que pasar por esto.

Sofía ya no estaba segura de nada, solo de su amor por Álvaro.

—Haz la llamada, por favor.

Dan marcó el número y el teléfono sonó una, dos y tres veces hasta que alguien contestó.

—Buenos días, Álvaro, por favor.

La voz que contestó preguntó amablemente quién llamaba.

—Sofía —dijo ella con un leve temblor en la voz.

—Un momento, por favor.

El corazón de Sofía retumbaba en medio de las costillas, tendría que calmarse o le daría un infarto. A lo mejor esa era la solución a tanta pena e injusticia.

—¡Sofía, mi amor! —saludó Álvaro, entusiasmado.

El corazón le retumbó más fuerte, su voz fue como música celestial a sus oídos. Cada fibra de su ser se adaptó al ritmo de sus palabras. Las lágrimas le quemaron el rostro. Dan le hacía señas de que se calmara o interrumpiría la conversación y el tiempo corría. La angustia se mezclaba con la profunda alegría de escucharlo, de imaginar su sonrisa.

Lo notó preocupado al ver que ella no hablaba, por un momento tuvo el impulso de contarle todo, de pedirle que fuera a buscarla, pero el gesto de advertencia de Dan le quitó la idea. Lo saludó, rogando que no se diera cuenta de nada, tuvo que tranquilizarlo cuando inquirió por ella, preocupado. Se ahogaba con cada mentira que improvisaba. Se enterneció cuando la llamó “mi amor”, en ese español y tono de voz que ella amaba. Cerró los ojos con fuerza y se dio un golpe en la cabeza contra la pared.

Le dio la espalda a Dan. ¿Qué decirle para que no la olvidara? Algo que quedara para siempre con él, caviló presurosa, ya que se le acababa el tiempo. ¿Qué regalo darle al amor de su vida antes de dejar de escuchar su voz? Entonces le habló de las pinturas y terminó diciéndole aquellas palabras en italiano, lo que la hizo sentir más miserable aún.

Se despidió ante los gestos de Dan apresurándola porque se le acababa el tiempo. Nunca volvería a verlo, a escucharlo. Sollozó como animal herido tan pronto le devolvió el móvil a Dan. Se sentía como si un bisturí hubiera arrancado su corazón, reemplazándolo con un dolor inimaginable.

—Sofía, yo…

—¡Lárgate! Eres un hijo de puta y quiero que te largues.

Se arrodilló del dolor, no era capaz de separar los brazos de su pecho. Los agentes golpearon la puerta. Dan la abrió y con gesto preocupado, la pareja atisbó en el interior. Dan salió de la habitación, Sandy entró y cerró la puerta.

—¡Quiero estar sola!

La mujer examinó la habitación buscando algo que pudiera causarle daño. No vio nada.

—Descansa, Sofía, mañana será un día duro.

Sandy salió y ella se acostó en la cama en posición fetal. La noche giró rápidamente alrededor del centro vivo de su pena. Solo el dolor por la pérdida de sus padres se acercaba a esto que sentía. Había renunciado a su amor, moriría, estaba segura. “Tu vida se ha ido, Sofía, cortaste el último lazo que te unía a él”.

La agente entró minutos después con una taza de té que dejó en la mesa de noche. Le tocó la frente, ella permanecía con los ojos cerrados. Le apagó la luz, salió de la habitación y se sentó en una silla frente a la puerta. Sería una larga vigilia.

 

—No habrá juicio, Sergei será tratado como terrorista bajo las provisiones del Acta Patriota. Con tu testimonio grabado en videoconferencia y lo encontrado en la memoria, no volverá a estar en libertad en lo que le queda de vida —dijo Dan al día siguiente.

—No entiendo por qué no puedo volver a mi vida de antes.

Alexander la observaba en silencio, apoyado en una de las paredes de la sala de juntas.

—Porque Sam Pierce, uno de los socios en la entrada de uranio al país, está libre y aunque no sepa tu papel en esto, puede averiguarlo y tomar venganza contra ti. Además, algunos hombres de Sergei se han reagrupado y tomado sus rutas y dinero. Viktor Kasansky escapó, Alexander no ha podido darle caza, era uno de los hombres que sostenían a Ivanova cuando fue asesinada. Eres testigo.

—No han hecho muy bien su trabajo —sentenció Sofía, furiosa.

—Hemos hecho un gran trabajo. Ahora solo debemos pensar en reubicarte.

—No deseo quedarme en Estados Unidos. Quiero vivir en Europa.

Sofía lo había pensado muy bien, si iba a empezar de nuevo, que fuera en otro país.

—Italia es muy evidente, ni lo sueñes.

—Quiero ir a París.

—¿Por qué irte de Estados Unidos? —preguntó Alexander.

Ella soltó una risa irónica.

—Perdí a mis padres, a mi abuelo, a Álvaro, vi asesinar a una mujer que fue lo más parecido a una amiga que he tenido en mucho tiempo. No he podido estudiar Arte. En este momento odio Estados Unidos.

Los hombres se quedaron mirándola en silencio.

—Me lo deben, hagan que suceda. Quiero irme ya.

Se levantó de la silla y les dio la espalda, mientras miraba por la ventana que daba a una pared de concreto.

—Tendrás que dar tu testículo derecho por obtener lo que ella quiere —dijo Alexander y chasqueó los dientes con un sonido que Sofía ya le reconocía.

—Lo daré con gusto si podemos dejar este maldito episodio atrás.

 

Un mes después de haberse sometido a una cirugía de nariz para modificar más su aspecto, la agente Sandy le pasó una serie de documentos.

—Sofía, aquí están los papeles con tu nueva identidad. Dónde naciste y qué has hecho de tu vida hasta ahora, el gobierno pagará tu educación en donde quieras. Tienes que apegarte a esta historia. Vivirás en Londres un año, perfeccionarás tu francés, y luego irás a París.

Sofía se dijo que era irónico, cuando tenía el sueño de estudiar Bellas Artes en Francia, no se imaginó que terminaría allí y sin poderse acercarse a una escuela de pintura.

Examinó los documentos: partida de nacimiento, pasaporte, número de seguro social y por último la dirección donde viviría el primer año y el dinero con el que contaría de allí en adelante. El programa pagaría su manutención el tiempo que duraran sus estudios.

El entrenamiento para aprender su nueva identidad no había sido nada fácil. La terapia psicológica la había ayudado a ir aceptando la situación. Ahora tenía el cabello corto y teñido de rubio. Asesorada por expertos, aprendió a usar lentillas de color verde. Parecía un muchachito. Había adelgazado mucho y la expresión de su cara era la de una persona que está de vuelta de todo. La vida le había regalado experiencias nada placenteras que habían endurecido su corazón.

Todavía se dormía llorando cada noche, pero nada en su apariencia en ese momento la delataba. Soñaba con Álvaro, recordaba y atesoraba todos sus momentos juntos, pero no lo había vuelto a nombrar. Hablaba mucho con Dan de su abuelo, le agradecía que le hubiera entregado a Álvaro el perro y las pinturas. El agente había sido muy parco en sus comentarios respecto a la reacción del joven a su supuesta muerte. Intentó por todos los medios sacarle información, pero no pudo y dejó de insistir.

Ahora tenía ante ella el pasaporte para una nueva vida. No podría a acercarse a un óleo por lo menos de manera pública, fue duro, otra pérdida para echar en el costal, pero al menos podría dedicarse a la perfumería sin problemas.

Después de meses de preparación, una nublada y fría tarde de finales de noviembre se despidió de Dan en el aeropuerto que la llevaría a su nuevo destino. Se prometieron estar en contacto. Su amigo le pidió disculpas de nuevo por no haberla sabido proteger y le deseó suerte en su nueva vida. Le aseguró que la visitaría al año siguiente.

A medida que el avión despegaba y ascendía abruptamente, Sofía observó los rascacielos de Nueva York.

“Álvaro, mio amore, te quedaste con mi corazón, espero que te acompañe allá donde te encuentres, adiós, tu sei l´amore della mia vita”.

Poco a poco la catarata de recuerdos se aplacó, no se dejaría engullir por ellos de nuevo.

El pesar.

El pesar volvía.

El pesar se la tragaría.

El pesar la desaparecería.