Sofía entreabrió los ojos y estiró el brazo para apagar el despertador que sonó a las siete de la mañana. Era obsceno levantarse un domingo a esa hora, consideró, mientras se refregaba la vista. Algunos inquietos rayos de luz se deslizaron por entre el espacio de la cortina y se percató de que había dejado la ventana abierta, porque el aroma dulce del aire jugaba a través de las telas, haciéndolas estremecer. Su abuelo Gregorio ya debía estar en la cocina, ante la cafetera y leyendo el periódico.
Se levantó y observó el caballete colocado en una esquina del cuarto. Era apenas un bosquejo del rostro de Álvaro. Sonrió, había pasado casi una semana desde su encuentro, y no olvidaba los detalles de su cara, detalles que cada noche plasmaba en el lienzo.
Se estiró sin dejar de mirar el boceto. Hubiera podido pintarlo en el estudio que su abuelo había destinado para su trabajo en la planta baja, pero quería tener este oscuro secreto solo para ella. Ese rostro se había convertido en su fantasía oculta. Su abuelo no entraba nunca a su habitación, que quedaba en la buhardilla, no por falta de curiosidad, sino porque odiaba las escaleras tan altas.
La habitación era amplia y soleada. Y estaba pintada de blanco, con cuadros de colores vivos en las paredes. Sofía tenía veinte años, y el lugar era acorde a su edad y gustos particulares. En un escritorio reposaban un ordenador y un equipo de música pequeño, al frente, un tablero de corcho. Buscó el par de pantuflas que usaba para pasar al baño y no las encontró, recordó que las había dejado en su estudio el día anterior.
Ya cambiada, llegó al primer piso y recorrió con la vista la sala y el comedor, que conservaban la decoración de cuando vivían sus padres. Era incapaz de desprenderse de algo que ellos hubieran tocado. Aún no. La casa les había pertenecido desde que llegaron de Italia. Su padre era artesano de la carpintería, un tallador experto, y había tenido un taller a poca distancia de la casa. A su madre le gustaban las flores y la botánica, fabricaba lociones, jabones y velas. Sofía había aprendido mucho junto a ella, recordaba tardes enteras macerando flores o secándolas para ponerlas en saquitos que perfumaban cajones y closets.
Ahora su abuelo trabajaba en el patio, cuando el frío no lo asaltaba y lo obligaba a hacerlo en el interior, en pequeñas obras de madera, más por distracción que por negocio. Vivían de una modesta pensión dejada por los padres de Sofía.
—Hola, abue…
—Ciao, muchacha.
Siempre la había llamado así.
—¿Ya desayunaste?
—Sí, muchacha, gracias.
Sofía se acercó a la nevera, sacó una caja de leche, que sirvió en un cuenco, le adicionó unas cucharadas de granola y le trozó una banana. Mientras comía, observaba a su abuelo con cariño. Era un hombre pequeño, con el cabello blanco y gafas gruesas, de movimientos medidos. Vestía un pantalón oscuro y una camisa de cuadros abrochada hasta el cuello.
Una ligera falla cardiaca y el deber para con los padres de Sofía le habían hecho modificar sus hábitos de ejercicio y alimenticios, no podía dejar a su nieta sola, todavía no. Había llegado de Fiesole —un pueblo ubicado en La Toscana italiana—, cuando murieron su hijo y su nuera, con la intención de llevarse a su nieta para Italia, pero la obstinación por parte de Sofía de no desprenderse del lugar ni de las cosas de sus padres lo convencieron de iniciar una nueva vida al lado de la única familiar que le quedaba.
Ella sabía que para su abuelo no había sido nada fácil adaptarse a un país extraño y de otras costumbres, más aún con la pena de la pérdida, pero ella no quería abandonar el único lugar donde se sentía cercana a sus papás.
—Ya organicé tu mercancía en el auto —dijo, mientras cerraba el periódico—. Máximo sabe que es domingo y ya está desesperado por salir.
Señaló a la mascota de Sofía, un golden retriver color chocolate de tres años de edad, que él mismo le había regalado.
—Gracias, nonno. Espero que se porte mejor que hace una semana.
Todos los domingos rentaban un lugar en el mercado de pulgas más famoso de Brooklyn, una calle de más de diez cuadras dedicadas a la gastronomía y la venta de cuanto objeto se pudiera inventar. Allí el abuelo Gregorio exhibía cofres para joyas, pequeños baúles y cajas para té, y cuando tenía una buena semana, hasta recipientes para cubiertos, tallados y pintados, y bases para lámparas.
Sofía, en cambio, había perfeccionado lo aprendido por su madre. Un boticario en Queens, con quien trabajó, la enseñó a preparar una esencia de verbena y lima que utilizaba para fabricar loción de cuerpo, jabones y velas aromatizadas de parafina blanca, que tomaban un ligero color crema con la adición del aceite. Ahora dedicaba una semana al mes a elaborar sus perfumes y velas, que vendía también en un almacén naturista en Soho, cuya dueña había visitado la feria y quedado encantada con sus productos. Y el resto del tiempo se dedicaba a pintar y a ayudar al abuelo. No había podido conseguir una beca para estudiar Bellas Artes en la universidad, pero había hecho un par de cursos libres en verano. Llevaba ahorrando dos años para viajar a París e instalarse un tiempo allí, y de paso, visitar Italia con su abuelo.
El sol se elevó de manera perezosa, pero no hacía calor, el cielo relucía y la atmósfera era limpia. En ese momento atendían a varias clientas fijas, que adoraban los jabones de verbena y de paso, compraban cualquier objeto de madera de los exhibidos de forma primorosa en el puesto. Era un mediodía alegre. Unos chicos tocaban la guitarra con talento, la gente pasaba y les dejaba dinero en una gorra colocada frente a ellos con ese fin. Los niños correteaban, algunos con helados de conos que goteaban sus manos y camisetas. Máximo reposaba tranquilo al lado de un cuenco de agua.
Sofía colocaba un par de cajas debajo de la mesa cuando un par de sombras se cernieron sobre el puesto. Estaba sola, su abuelo había ido a tomarse un café. Se levantó con la sonrisa en los labios para atender a sus próximos clientes, pero el gesto mudó a una mueca en cuanto quedó frente a la pareja.
¿En serio? ¿Cuándo ocurría algo así en Nueva York? Era Álvaro, más guapo que nunca, con una camiseta oscura ceñida y un pantalón vaquero que se ajustaba a la perfección a su figura. El sol arrancaba destellos dorados a los mechones más claros de su pelo. Lo acompañaba una chica que parecía una reina de belleza.
—Hola, Sofía —la saludó él, jovialmente, con la misma sonrisa torcida que le regaló en su último encuentro, lo que ocasionó que la reina de belleza levantara una ceja.
—Hola —susurró Sofía.
Hacían una pareja impresionante, ambos se veían bronceados, saludables y libres de toda preocupación. Se sintió poco agraciada y diminuta en comparación con esa mujer de piernas kilométricas y cabello del color del trigo en plena cosecha. Sus ropas de marca y su porte le hicieron ver que estaba ante alguien de clase alta.
Sofía no creía en coincidencias, le parecía imposible que entre los cientos de sitios para pasear por la ciudad, Álvaro se decantara por este. A no ser que tuviera otro interés, pero si lo tenía… ¿por qué venir acompañado?
—¿Se conocen? —preguntó la reina.
—Sí, conozco a Sofía, es una artista de gran talento. Bonito perro.
Máximo seguía indiferente el intercambio entre ellos.
—Gracias.
—Ya. Los cuadros que tienes en tu habitación —concluyó Brenda, nada impresionada.
Ante la mirada punzante de Sofía, Álvaro quiso desaparecer, pues Brenda no dejaba de manosearlo, marcando territorio. La expresión de los ojos de la chica en cuanto lo vio no tuvo precio, pero luego disimuló al ver que estaba acompañado. Hubiera preferido encontrársela en otras circunstancias. Había sido estúpido aceptar un paseo con Brenda por un lugar tan cercano a la casa de la mujer que le gustaba. A pesar de que se acostaban, no la consideraba su novia, había sido muy claro con ella, cama y compañía, nada más. A él no le iban los intentos de la chica de formalizar algo, era colombiana como él e hija de uno de los empresarios más importantes del país e íntimo amigo de sus padres. Ambas familias soñaban con un enlace, y ella lo perseguía desde que era un chiquillo. En un principio pensó que era la indicada, que las cosas entre ellos podrían funcionar, pero el corazón es traicionero, ataca a mansalva y con la persona que menos imaginamos. No amaba a Brenda y nunca la había amado. Se sorprendió cuando ella llegó a Estados Unidos detrás de él, tomaba cursos libres en la universidad sin ningún otro propósito que estar a su alrededor. Él no deseaba lastimarla, además, le gustaba y disfrutaba de su sexualidad desinhibida.
En cuanto a Sofía, no había dejado de pensar en ella, en su presencia que lo ponía nervioso, en el enigmático mundo que vislumbraba en su mirada de oro. ¿Quién sería el tal Dan? Estaba hermosa, los jeans que llevaba le estilizaban las caderas, no era tan menuda como percibiera la otra noche, tenía una cintura muy delgada, los pechos no eran tan evidentes debido a la blusa holgada que la cubría, pero vislumbraba una forma perfecta. El color de su piel, los labios… Lo invadió el deseo de recorrer el rostro y lamerle las pequeñas pecas, producto del sol, que le poblaban la nariz.
Sonrió, incómodo, y en ese momento a sus fosas nasales llegó el olor de una fragancia fresca y suave con un componente cítrico.
—¿A qué huele?
Ella le devolvió el gesto y su expresión lo confundió. “Es muy hermosa. ¿Desde cuándo un hombre te detiene? Ve tras ella, a lo mejor el tal Dan no es nadie”. No entendía aquel desbarajuste de sensaciones ¿Por qué con ella?
—Es una mezcla de verbena y lima que uso para preparar perfumes, colonias, velas y ambientadores.
Álvaro ya había captado ese sutil aroma la noche en que la acompañó a su casa.
Tomó una vela y se la llevó a la nariz, la respuesta de su cuerpo lo sorprendió.
—Deliciosa…
—Es una vela para masajes —Sofía se sonrojó al ver que él levantaba una ceja—. Las hago con una cera especial y las aromatizo.
—Me la llevo. —Álvaro levantó una comisura de su boca y se acercó a ella—. Soy bueno dando masajes.
—Su novia los aprovechará.
Álvaro frunció el ceño. Sofía se agachó para coger una bolsa y la parte de delante de la camiseta la siguió en el movimiento, dejando al descubierto la sombra del sujetador y el contorno de sus pechos, enseguida su mente lucubró en la manera en que recorrería con boca y dientes esa parte. Una pulsación atacó su entrepierna, al tiempo que trataba de hilvanar la respuesta a su comentario.
—Ella no es….
—Una compañera me recomendó el jabón —interrumpió Brenda, que se había soltado del brazo de Álvaro y sin prestar atención a su intercambio de palabras con Sofía, examinaba las diferentes fragancias y productos, que alzaba y se llevaba a la nariz.
Al final escogió un jabón y una loción, y eso fue lo único que Sofía le cobró a Álvaro.
—¿Y la vela?
—Es un regalo —dijo, en el mismo tono en que él le había dicho que era bueno dando masajes.
Álvaro volvió a fruncir el ceño, al percibir el tinte de burla en su expresión.
—No puedo aceptarlo, tú te lucras con ello.
—Es para que sorprenda a su novia.
—¿Así sorprendes tú al tuyo?
Ella le devolvió una mirada confusa. No tenía novio, pero no iba a ser tan imbécil de hacérselo saber y decidió darle un golpe bajo:
—Sí, es… muy estimulante.
Él, ya furioso, insistía en el pago, ante la mirada curiosa de Brenda, pero ella se mantuvo en sus trece. Le entregó el paquete y el solo roce de sus dedos lo llevó por el camino del deseo. “Esto es una estupidez”.
Se alejaron un par de puestos más allá. Álvaro se llevó la vela a la nariz mientras Brenda escogía un pañuelo pintado a mano. Dirigió sus ojos de nuevo al puesto de Sofía y la sorprendió mirándolo. Sonrió y le guiñó un ojo.
“No es decepción”, pensó Sofía, al ver alejarse la pareja. ¿O sí lo era? Le había molestado la sensación de celos que la asaltó al ver cómo la reina trataba de aferrarse a él. Aunque él no dejó de observarla, los labios, la nariz y por último los ojos, como si quisiera aprendérsela. Había una especie de energía entre los dos, pero seguro estaba confundiendo todo, otra vez sus deseos se daban de bruces con la realidad. Además, tenía novia. Espantó los pensamientos y se dispuso a atender a un par de mujeres que se acercaron al lugar.
La tarde se vistió de oro viejo y en breve dio paso a la noche. Gregorio y Sofía guardaron la mercancía que no se había vendido, que quedó en las mismas cajas en que la habían traído.
—¿Qué pasa, muchacha?
—Nada, nonno.
—Has estado pensativa toda la tarde.
—Son bobadas, nonno.
El abuelo iba a replicar algo, cuando Dan Porter hizo su aparición.
Ese día vestía informal, un jean, camiseta blanca y zapatillas de deporte. Era agente del FBI desde hacía un par de años y había sido vecino de los Marinelli por más de una década, además del mejor amigo de Sofía. Estuvo presente el día que, cuatro años atrás, ella recibió la noticia de la muerte de sus padres por parte de la policía, y la acompañó durante todo el proceso. Tenía veintiséis años, pero a pesar de la diferencia de edad, compartían muchos intereses: el arte, el buen cine y la música.
Les ayudó a acomodar todo en el auto y luego, con la venia del abuelo, la invitó a comer a un par de manzanas. Se fueron caminando, mientras charlaban de los sucesos de la semana.
—¡No, otra vez no!
—Debo tener genes mexicanos, Sofi, amo una buena tortilla o una enchilada. Por favor, por favor… —Se adelantó a ella y juntó las manos en un ruego.
Sofía sonrió.
—Está bien, está bien.
Llegaron al lugar y se sentaron a la mesa. Ordenaron enchiladas y tacos con un par de cervezas.
—¿Y qué, mocosa? ¿Algún pretendiente en el horizonte?
Se acercó la mesera con una canasta de nachos y un par de salsas picantes como entrante.
—No, ninguno. —Pensó en Álvaro y en lo que haría con la pintura al llegar a casa.
—¿Quién era el tipo de la otra noche?
—Alguien que compró mis pinturas en la exposición a la que olvidaste ir y a la que te había invitado con mucha antelación. ¿Te había dicho de la exposición, verdad?
—Varias veces —confirmó Dan, con tono de resignación—. Reprimenda número treinta. Y por treintava vez te lo repito, lo siento, mocosa, pero juré hacer cumplir la ley y el orden sin horario fijo.
—Te disculpo, sí. ¿Y tú como has estado?
—¿Qué quieres que te diga? La vida continúa.
Sofía no insistió. El joven aún sufría por un reciente desengaño amoroso. Unos meses atrás, era el hombre más feliz del mundo. Estaba tan enamorado que parecía tonto. Pero la chica, que era extranjera, volvió a su país y hasta allí llegó todo. Y Dan aún no se reponía del golpe sufrido.
Por no ahondar más en la herida, prefirió cambiar de tema. Hablaron del próximo concierto de Coldplay en la ciudad, al que ambos deseaban asistir.
En cuanto volvió a su casa, Sofía se percató de que su abuelo ya dormía. Al llegar a la habitación se acostó atravesada en la cama sin dejar de observar la pintura.
“¿Qué voy a hacer contigo, Álvaro Trespalacios?”. Le gustaba su apellido, le sonaba a medievo, castillos y fortalezas, caballeros de brillante armadura y ojos como pozos oscuros, tentadores e intensos. Se levantó de golpe y observó la expresión de los ojos del cuadro, esa expresión que tenía para ella, había estado ausente cuando miraba a la reina. Cuando la miraba, sus ojos brillaban con un tono intenso, oscuro y profundo. Era imposible equivocarse, su ojo de artista lo había captado, tal vez para otras personas carecería de importancia, pero para ella no. Era su don. No supo si burlarse de sí misma o reprenderse por ser tan soñadora. Cubrió el lienzo con una tela y se acostó a dormir.
Álvaro estuvo distraído todo el rato que estuvo con Brenda en la feria. De vez en cuando atisbaba el puesto de Sofía, fijándose en la manera en que atendía a la gente, el cariño que mostraba por el anciano que conversaba a su lado y las caricias que le prodigaba a su mascota. Lo obsesionaba el color de su piel y sobre todo, su olor, del que por lo menos se llevaba una fracción para su casa. A pesar de que su acompañante quería avanzar en el recorrido, él visitó con toda parsimonia los puestos alrededor del de Sofía, y solo cuando ya fue demasiado evidente, siguió a otra cuadra de mala gana.
Brenda evitó hacer algún comentario, caminaba sobre hielo quebradizo y no quería tentar su suerte. Sabía que Álvaro deseaba terminar la relación y todo lo que podía hacer era retrasar lo más posible ese momento. Almorzaron en uno de los restaurantes del centro y al anochecer fueron a su casa.
—¿Por qué compraste esas pinturas? —inquirió ella mientras se descalzaba y tomaba del paquete una loción de las compradas en el puesto de Sofía.
—Me gustan.
—Son corrientes.
—No, no lo son —contestó, molesto.
—¿No me dirás que te gusta esa chica? —preguntó ella, segura de sus encantos. Se bajó el short con movimientos sinuosos y se quitó la camiseta.
Álvaro no contestó. Brenda se había invitado, y él pensó aprovechar para terminar de una vez la relación, pero ella escogió justo ese momento para abrir el frasco de loción y cuando el aroma de Sofía invadió la estancia, lo nubló una bruma de deseo.
La mirada que vio en los ojos del hombre hizo sonreír a la joven.
—Eso contesta mi pregunta —dijo, satisfecha, sin imaginar que era precisamente el olor el que lo había encendido.
Álvaro se acercó a ella.
—¿Quieres jugar?
—Siempre.
Se acercó a la mesa de noche, tomó una faja de seda y le amarró las muñecas al cabecero de la cama. La chica estaba ansiosa.
Álvaro se desvistió, se puso un condón con celeridad y con el olor de Sofía en las fosas nasales, derramó la loción en el vientre de Brenda, entre los pechos y empezó a masajearla mientras las formas de otra mujer tomaban sus pensamientos. Toda Sofía era deliciosa, estaba seguro, los pezones coronados de deliciosa loción… ¿Serían oscuros o claros? Imaginaba toda una gama de tonos mientras mordisqueaba unos pezones claros y erectos, y unos gemidos atacaban sus oídos. ¿Gritaría en medio de la pasión? ¿Gemiría con destemplanza? ¿O sería callada?
Trató de volver a la realidad cuando una voz, en nada parecida a la de Sofía, empezó a gemir su nombre. Menos mal que no lo tocaba, solo quería las manos de la chica del puesto de perfumes sobre su piel, sus uñas arañándolo, sus gemidos enardeciéndolo. Embistió el cuerpo de Brenda con dureza, alzó la vista y vio la vela en la mesa de noche. No, esa vela solo la usaría con ella. “Sofía, Sofía, Sofía”, rezaban sus pensamientos, y tuvo que morderse la lengua para evitar proferir una exclamación con su nombre. Derretiría la cera de la vela sobre su ombligo y le masajearía el vientre, el culo y los fantásticos pechos que intuía, y por último, su monte de Venus. ¿Se depilaría? Imaginó un canal ardiente y estrecho que lo llevó por el camino del orgasmo.
Que tenía mucho dinero era lo único que la gente conocía de Sergei Novikov. Había llegado a Estados Unidos después de consolidar una fortuna en Europa, y nadie sabía de qué parte del país euroasiático era, ni la procedencia de su capital, aunque muchos especulaban que podía deberse al tráfico de armas, de personas y de drogas.
Los gemidos de un hombre llegaron a sus oídos. Los escuchó, impasible, desde las sombras. El tipo no podía verlo mientras sus hombres hacían el trabajo de sacarle información. No era necesaria su presencia en el lugar, pero años de velar personalmente por cada uno de los negocios que emprendía le impedían delegar funciones.
El pobre diablo, colgado de cadenas al techo, apenas se rebullía ya en su intento por soltarse. Su agonía sería más o menos dolorosa dependiendo de lo rápido que diera su respuesta. Novikov estaba furioso por la filtración de información. Todas las fuerzas de seguridad del estado estaban a sus talones, y todo por el imbécil que había dejado caer el cargamento de surasiáticos tres días atrás. Tenía un soplón en sus filas.
—Calma, muchacho —dijo uno de los verdugos al otro—. Dale tiempo para pensar.
El prisionero escupió, en un intento de que llegara a la cara del hombre que lo golpeaba, pero casi no tenía aliento, y la saliva resbaló por su propio rostro. Gritó con todas sus fuerzas.
—Grita todo lo que quieras. Aquí nadie te escuchará.
Otro golpe y otro, un baldado de agua fría y vuelta a empezar.
El hombre no hablaría, era una pérdida de tiempo. Novikov salió de las sombras y con un movimiento de cabeza selló el destino de aquel infeliz.