En cuanto llegó Edith a la casa, se asustó de ver a Chantal en el sofá con las luces apagadas. Encendió la lámpara, que les regaló un juego de luces y sombras que hacían acogedor el ambiente. El gesto desolado de su amiga, como siempre que viajaba al pasado, la angustió. Sofía le contó de su encuentro con Álvaro. Ella conocía la historia.
—No creo que sea una coincidencia.
—Yo tampoco, me está siguiendo.
—¿Te crees capaz de enfrentarlo? ¿De engañarlo haciéndole creer que eres Chantal? No se va a tragar el cuento.
Sofía hizo un gesto de impotencia.
—Él ya sabe quién soy. ¿Olvidas que me encontró en el museo? Sabe perfectamente lo que significa Degas para mí.
—¿Entonces?
—Pero yo no puedo confirmárselo. No puedo ponerlo en peligro.
—Perfecto, no hay más que decir. No volverás a verlo.
Edith se levantó, fue a la cocina, sacó dos copas de un aparador y de la nevera una botella de vino que ya estaba empezada.
—Iré a cenar con él mañana.
Las cejas de Edith se arquearon hasta casi llegar al cuero cabelludo.
—¡Lo sabía! Te vas meter en un lío fenomenal.
Le rogó, le suplicó por lo más sagrado que desistiera de esa peligrosa idea, pero la expresión que desprendió Sofía le señaló que no accedería. Al fin se acercó a ella al ver que se le aguaban los ojos.
—¡Uf, Chantal! Te he visto llorar estos días más que todos los años anteriores.
—Estoy jodida. No puedo evitarlo, necesito saber de su vida, necesito estar cerca de él.
Edith negaba con la cabeza.
—No entiendo cómo sigues enamorada de ese tío. No sé cómo puede ser eso. Yo a las dos semanas estoy que boto al tipo por la escalera, pareces una de esas mujeres que esperaban años a que sus maridos regresaran de la guerra.
—Puede ser el destino que no quiere que estemos separados.
Edith blanqueó los ojos y alzó las manos al techo.
—Lo que faltaba, que te pusieras esotérica. Él solo siente curiosidad, querida amiga.
Sofía estaba segura de que era más que curiosidad. Anhelo era la palabra adecuada a lo que percibía cuando él la miraba, y ella tuvo que hacer un esfuerzo muy grande para no lanzarse a sus brazos y pegarse a él de todas las maneras posibles. Había disimulado su deseo y añoranza bajo una máscara indiferente, pero solo ella sabía lo que le había costado no poder tocarlo. Quería adherirse a él, besar sus labios, chuparle la barbilla, meter los dedos en su pelo, colgarse de su cintura, que la besara y la tocara por todas partes.
—No puedo evitarlo, es como si me llamara.
—Si lo vuelves a ver, será peor. —Edith se levantó con expresión dolida—. No puedes arriesgar tu futuro, ya has perdido mucho.
Ya en su cuarto, se desmaquilló, se desnudó, dejó la ropa en una silla y se miró en el espejo. Había cambiado, ya no era la muchachita de veinte años que él había conocido. Su cuerpo era liso y firme gracias al ejercicio que practicaba con regularidad. Un aroma a violetas saturó el ambiente en cuanto se soltó el cabello. Casi nunca usaba ese perfume, hoy había sentido el arrebato de hacerlo, como si su alma supiera lo que iba a pasar.
Se tendió en la cama. ¿Cómo reaccionaría Álvaro al volver a acariciar su cuerpo? Con la misma mirada ardiente y seductora conque la había agasajado todo el rato. Él veía más allá del cabello rubio y las lentillas verdes. Se tocó los pezones, que estaban erguidos por culpa del recuerdo. Respiró entrecortadamente al imaginar cómo sería tenerlo en su cama de nuevo, exudaba sensualidad en cada uno de sus gestos y movimientos, las mujeres lo codiciaban, se pudo dar cuenta.
Un deseo brutal la asaltó, había estado caliente por él desde el primer encuentro. Esa tarde pudo olfatear su loción, atisbos de un aroma amaderado y algo de sándalo llegaban a ella mezclados con su olor personal, ese que la volvía loca. Su aroma la conectó íntimamente al pasado con más eficacia que sus sueños. Soltó un gemido en cuanto sus dedos se deslizaron por el sendero de calor hasta llegar a su sexo y un líquido caliente bañó pliegues y formas. Empezó a acariciarse de forma suave y después con premura, acorde con su necesidad de liberarse, imaginando que era él el que le brindaba placer, el que deslizaba sus manos por el contorno de su cuerpo y luego la chupaba y le devoraba el sexo hasta hacerla explotar de placer.
El crudo aroma de su deseo llegó hasta ella. Sus jadeos subieron de intensidad hasta alcanzar el orgasmo, que una vez más era por él. Sola o acompañada, su placer solo tenía un nombre, fue la única manera de retomar su sexualidad, imaginar que era él quien la besaba, la penetraba y la acariciaba.
Luego se levantó, se abrigó y volvió a acostarse acurrucada, rogando como todas las noches poder soñar con él, con lo que hubiera sido y no fue. “Álvaro, amore mio, no te vayas de nuevo, no te desvanezcas de mi vida y de mis sueños”.
Permaneció despierta casi toda la noche.
Alexander Petrof —o Iván Rabcun, como se hacía llamar ahora—, estaba en Londres, siguiendo a uno de los objetivos de la agencia: un sirio traficante de armas. El hombre no había asomado la cabeza en dos semanas, los soplones lo tenían informado, ya que tenía varias casas de escondite.
Caminaba por Hyde Park como cualquier turista, al tiempo que tomaba fotografías y esperaba un mensaje del último informante. Hacía mucho frío y los árboles desnudos le daban apariencia mustia al paisaje. Las personas iban y venían abrigadas, y hasta había algún pobre diablo sentado en una de las bancas, degustando una bebida caliente. Pensó que necesitaba un vodka, era lo único que lo hacía entrar en calor.
Quería finiquitar la misión, llevaba tres meses trabajando en ella. Había hablado con Chantal dos noches atrás. La notaba diferente, fría y reservada. Lo de ellos no había sido la gran historia. Le tenía cariño, le gustaba, era sexy como el infierno, el tipo de mujer que podría amarrar a un hombre fácilmente a su cama. Habían pasado buenos momentos juntos, pero ante todo, eran amigos. La vida les había dado sus buenos golpes y para él, ella era lo más cercano a una familia.
Ella y Natasha, la hija de Ivanova, con la que había creado fuertes lazos de afecto. Vivía pendiente de sus estudios y de que no les faltara nada ni a ella ni a su abuela. Se había ganado el afecto y la confianza de la madre de Ivanova.
Caminó alrededor del lago. Chantal quería terminar la relación, lo presentía. A lo mejor había conocido a un tipo de ciudad, un yuppie trajeado que no andaba por el mundo con las manos untadas de sangre. Un hombre que se quedara en casa y le diera un par de bebés.
La comprendía. Él también quería algo diferente para su vida, ya estaba bueno de andar como aventurero. Tenía treinta y siete años y quería un lugar al que pudiera llamar hogar, una buena mujer que lo esperara en casa y un par de chiquillos corriendo alrededor de la sala. ¿Por qué no podía ser con Sofía? Hacía dos años estaban juntos. Se reencontraron gracias a que Dan lo había enviado en su lugar, un año en que no pudo viajar a encontrarse con ella, y le pidió el favor de ir a ver por sus propios ojos cómo estaba.
Pearce ya no era motivo de peligro, el hombre estaba muerto y enterrado como la cucaracha que siempre fue. Fue una conmoción verla abrir la puerta en unos jean justos y un suéter rojo, el cabello más corto y ese aire de sofisticación que inevitablemente se adquiere al vivir en París. Tardó unos minutos en reaccionar. No supo si fue por el cambio de imagen —le encantaban las rubias— pero en esta mujer no quedaba nada de aquella muchachita que lloraba por los pabellones del FBI. Se sentía culpable cada vez que recordaba lo ocurrido.
Dan se acercó a Alexander.
—¿Así que Sofía se va a convertir en nuestra testigo?
—Es una lástima, pero sí —contestó él—. El maldito barco está rodeado y yo sé dónde está Sergei, con el testimonio de Sofía lo refundiremos en la cárcel por lo que le queda de vida.
—¿Y ella? —Dan se le acercó y lo agarró de las solapas—. ¿Sabes a lo que se enfrentará? Mi mejor amiga acaba de morir al lado de Ivanova. La conozco desde que era una niña.
Alexander se soltó y se llevó las manos a la cabeza.
—¿Cómo putas iba a saber que se vería metida en esto hasta el cuello?
—¡Perdió al único familiar vivo que le quedaba! —bramó, furioso.
—Yo también perdí a Ivanova.
Esperaban la llamada del equipo. Los minutos parecían horas, hasta que sonó el móvil de ambos.
Las noticias eran variadas. El FBI y demás agencias gubernamentales acababan de evacuar el puerto, material radioactivo había sido incautado, al lado de un grupo de mujeres y niñas chechenas y una tonelada de heroína. Sergei y su banda ya estaba en manos de la autoridades, a Sam Pearce, el posible socio de Sergei, se lo había tragado la tierra, Alexander estaba seguro de que ya no estaba en el país. Deseaba matar a Sergei con sus propias manos. Enterrarle el puñal de la misma manera en que relataba Sofía que lo había hecho él con Ivanova.
La chica nunca debió verse involucrada en aquello, fue una maldita jugada del destino.
La invitó a cenar esa noche a un restaurante en el Barrio Latino y se dedicó a cortejarla, a halagarla, hasta que en la tercera visita, tres meses después, la invitó a su hotel, preparándose para un rechazo. Fue toda una sorpresa que ella hubiera dicho que sí.
Estaba cómodo con la relación y no le había sido infiel en el tiempo que llevaban juntos. Le molestaba el cambio en esa faceta de su vida. ¿O eran celos? No era hombre de varias mujeres, ni de ligues de una noche. Lo que tenía con Chantal era lo más cerca de una relación real que había tenido después de lo ocurrido con Ivanova. Aún le dolía recordar su nombre, le había fallado y no había un solo día de su vida que no recordara todo de ella.
Un hombre de baja estatura y tez pálida se acercó a él.
—Está en la casa de la calle Oxford, hay cinco hombres cuidándolo.
El hombre siguió de largo. Alexander tecleó un número en su móvil.
—Está en la casa de la calle Oxford. Hay que hacer labor de inteligencia en el lugar. Envía tres hombres.
—Allí vive su amante más joven. El mejor momento para entrar será en la noche, la mujer sale a visitar a la madre enferma —contestó el otro agente.
—Entonces lo haremos esta noche.
A la mañana siguiente, Sofía se levantó temprano, eran casi las ocho y aún no había aclarado. Se había dormido ya en la madrugada. Observó su cuarto, la cama era amplia, edredón grueso de flores, un tocador, silla esquinera y desorden de ropa encima de una silla. El baño junto con la cocina, eran los únicos lugares impecables y ordenados de la casa.
El cuadro frente a su cama era casi una copia del que le había regalado a Álvaro, todos los que había en la casa eran de su colección. Cada vez era menos el tiempo que podía dedicarle a su pasión. Suspiró al ver que tendría que ordenar el closet de ropa, siempre decía que algún día lo haría, pero casi nunca llegaba el momento, solo cuando venía Alexander de visita y eso era raro.
Dan ni siquiera conocía su casa, se encontraban en Alemania, Bélgica, Portugal u Holanda. Nunca en Francia. Sacó un pantalón negro y suéter grueso color hueso, botines cerrados. Prepararía café. Salió por el pasillo en el que había una pequeña biblioteca, no sin mirar el móvil varias veces a la expectativa del siguiente movimiento de Álvaro.
Edith ya estaba cacharreando en la cocina. Se enterneció por su preocupación de la noche anterior, era su hermana del alma. Recordó cómo la conoció cuando decidió estudiar Perfumería en una reputada escuela. El oficio de perfumero se hereda, y en su expediente habían facilitado la información para poder acceder a un cupo. Nerviosa, entró al salón de clases, cuando una atractiva pelirroja de enormes ojos verdes y mirada vivaz y maliciosa se acercó a presentarse y saludarla. Era más baja y menuda que ella.
—Estabas que te cagabas —le dijo cuando fueron a almorzar juntas ese día.
A veces a Sofía la máscara le pesaba, le costaba responder al nombre de Chantal, esconder sus ancestros italianos y que algunas frases en ese idioma salieran a relucir cuando algo la turbaba. Había vivido un año en Londres donde terminó su adaptación, allí tomó clases para perfeccionar su francés. Trabajó como dependienta en una librería, y pernoctaba en un minúsculo departamento, viajaba por Europa, de la que se enamoró, y cuidaba del dinero con rigor. Había hecho uno que otro amigo.
Se le dificultaba adherirse a esa nueva identidad y elaborar el duelo le costó trabajo y terapia. Tenía que contenerse para no llamar Álvaro, muchos días se levantaba con la idea de ir al aeropuerto y emprender viaje a Colombia. El sentido común regresaba después del primer café. Álvaro no le perdonaría el engaño. ¿Para qué volver?
Edith y Chantal se hicieron amigas enseguida, y la joven se la llevaba a pasar los fines de semana con su familia que vivía en Grasse —la capital mundial de la perfumería, inmortalizada en la novela El perfume—. El padre de Edith, Gaston Barrau era perfumista y Edith fue la única de sus tres hijos en dedicarse a ese oficio, que se hereda como el buen gusto. La familia Barrau la recibió con los brazos abiertos, siempre había un cubierto y una cama más para la hermosa jovencita de mirada melancólica que Colette, la madre, trataba de sanar con omelettes, crepes variadas y otras delicias. El hermano de Edith, un año menor, se enamoró de ella enseguida, pero fue un amor no correspondido. Emile, la hermana mayor, era abogada recién egresada y vivía en Lyon.
La compañía de Edith y de su familia sanó en algo su pena, ya no se dormía llorando, su tiempo con Álvaro le había parecido tan breve, tan alejado de la vida que llevaba ahora… En cuanto terminaron los estudios, se instalaron en Grasse, a pocas cuadras del hogar Barrau, a donde iban con frecuencia a comer.
—Ya está el café.
Edith lo tomaba de una enorme taza mirando al vacío.
El día en que le había contado todo, marcó un antes y un después en su relación. Fue el día previo a su traslado a Grasse, había cajas por todas partes, y celebraban con vino y pizza. Recordó cual fue el detonante.
—¿Por qué no te acuestas con nadie?
—No me interesa el sexo.
—¿Te gustan las mujeres? —preguntó ella, con sus ojos maliciosos—. Si estás enamorada de mí, siento decepcionarte, no me imagino comiendo coños, me gustan los hombres, pero puedo presentarte a la morena del primero, la he visto besarse con la rubia del cuarto.
Sofía se atragantó con el licor que bebía en ese momento. Tosió en medio de un ataque de risa.
—No tienes remedio. —Soltó otra carcajada—. Puedes estar tranquila, no estoy enamorada de ti, a veces lavo y doblo tu ropa por cuestiones higiénicas y de orden, no por un sentimiento profundo.
—En serio… ¿qué pasa? ¿Te estás guardando para el matrimonio o alguien te lastimó?
—Ninguna de las dos.
De su interior brotó una cruda necesidad de compartir con alguien el secreto que la quemaba. Alrededor de la segunda botella de vino decidió contarle la verdad. Después del relato, Edith soltó la carcajada, negándose a creerlo.
—Es muy truculento, deberías ser escritora. —Continuaba riéndose acostada en el piso—. Estamos perdiendo dinero con tu talento.
Poco a poco, y a medida que meditaba ciertas cosas que había conocido de su amiga, dejó de reír y con temor en la voz, preguntó:
—¿Es cierto?
—Es cierto.
Edith pasó de las carcajadas al llanto. Se acercó a ella, la abrazó y lloró en su regazo varios minutos.
—No te lo dije para que lloraras. Esta semana me voy unos días para Lisboa, mi amigo Dan viene a visitarme y quería que lo supieras. ¿Me odias?
—¿Por qué voy a odiarte? Tú no has hecho nada malo. Me molesta que no me lo hayas dicho antes.
Edith se limpió la cara y se sonó la nariz, que tenía más roja que el cabello.
—No sé cuánto vaya a durar. No sé si esos tipos me encuentren algún día.
—Durará toda la vida —dijo Edith con firmeza, y le aferró las manos—. Haremos que dure, nadie lo sabrá por mí, te lo juro.
La sensación de miedo se había ido diluyendo con el paso de los años, la confianza de que entre más tiempo pasara todo se olvidaría, se instaló en ella para no abandonarla, ahora era la típica chica francesa de clase media que se ganaba la vida. Además, Dan la protegía.
Edith se había ganado el amor y la lealtad de Sofía para toda la vida, por eso entendía que estuviera molesta con ella.
Sofía se acercó a ella, la abrazó.
—No me juzgues, lo amo.
Edith le devolvió el abrazo.
—Tendré ojeras y canas por tu culpa. En serio, Chantal, ¿qué va a pasar con Iván cuando se entere?
—Voy a dejar a Iván, este remedo de relación ha durado mucho, ya él lo notó en año nuevo.
—No me parece justo, lo utilizaste y ahora que aparece el niño bonito le das la patada.
Sofía soltó el pocillo en el mesón y miró el reloj, se le había hecho tarde, no podría ir a la panadería de la esquina, como hacía todos los días, por croissants calientes y olorosos. Abrió la despensa, sacó de una bolsa una porción de pan tajado y la mermelada de la nevera.
—¿Por qué estás tan indignada por él? —preguntó, extrañada—. Ni siquiera te cae bien.
Edith dejó el pocillo en el lavaplatos.
—No —dijo—, no me cae bien, pero tampoco la situación me parece justa.
Después de desayunar, Sofía se echó encima su grueso abrigo de lana, que parecía de dos capas, envolvió su cuello en una bufanda gruesa, se puso los guantes y se encasquetó un gorro también de lana gruesa. Edith entraba más tarde a trabajar.
El paisaje de París era hermoso incluso en invierno, con esa mezcla entre lo moderno y lo antiguo. Sofía había adorado esa ciudad en cuanto puso sus pies en ella. Emocionada, subió a la Torre Eiffel, visitó durante días el Louvre y caminó alrededor del Sena al atardecer, pocos paisajes eran tan hermosos y conmovedores como ese.
Siendo París la cuna del perfume gracias a las cosechas de flores de Grasse, donde están los fabricantes, era imposible mencionar todas las parfumeries[15], ya que están las casas de grandes marcas, los perfumistas privados, y los que hacen las fragancias a gusto de cada cliente.
En su trabajo en La Maison du Perfum, ella era la encargada de mezclar los componentes de las fórmulas que su jefe, Bernard Leduc, escribía durante la noche. Debía hacerse en la mañana, cuando la sensibilidad a los olores es mayor.
Todas las mañanas en el laboratorio eran iguales. Chantal preparaba las mezclas que dejaba en una mesa para que su jefe las revisara. Había días en que se lograban hallazgos interesantes, había días francamente malos. Aprendía mucho al lado de Bernard, que era amable pero exigente y vivía su carrera con pasión. Tenía clientas exclusivas que visitaban su negocio por su perfume personalizado, grandes marcas le compraban las patentes de algunos de sus inventos.
Sus días de trabajo también incluían jornadas dedicadas a estudiar las marcas y las tendencias del mercado, como una forma de anticiparse al comportamiento de la industria. También ofrecían dos tipos de tour para aprovechar la horda de turistas que invadía la ciudad. Un nez —que quiere decir nariz, así se llama a los maestros perfumistas—, los llevaba a un recorrido por el lugar, a una inmersión en el mundo del olfato y las más de tres mil fragancias que ostentaba la firma, y se les daban a probar las esencias de los perfumes más finos. El otro recorrido, que realizaba Sofía dos veces al mes, era un plan muy distinguido: pasear por París para que los turistas descubrieran sus aromas favoritos, los que más los identificaban y representaban. Luego se volvía al laboratorio con ese dato y la conformidad del turista, y el experto preparaba el coctel perfecto para la piel del viajero a un precio cómodo.
Ese fue un día sin pena ni gloria para la perfumería. Sofía recibió un mensaje de Álvaro alrededor del mediodía. Le dijo que se desocuparía de una reunión algo tarde, y le recomendó que no llevara su auto a la cena, las calles estaban peligrosas por tanta nieve derretida. Se disculpaba por no ir por ella personalmente, pero enviaría un auto a recogerla.
Había dejado de nevar alrededor del mediodía, pero las temperaturas eran bajas. Sofía se arregló para la cena ante el ceño fruncido de Edith.
—De todas tus ideas, esta se lleva la palma, y mira que has tenido tus momentos —señaló, mientras tomaba una copa de vino y la observaba recostada en el marco de la puerta.
—Lo sé —contestó Sofía mientras se ponía los zapatos—. Es una locura y quiero ver hasta dónde llega. He mantenido a raya mi pesar por muchos años, Edith, pero siempre ha estado allí, y lo más doloroso de mi antigua vida, junto con la muerte de mi abuelo, es haber tenido que separarme de él. Álvaro es mi mayor pesar, algunas personas se preguntarán por qué no lo he superado, muchas lo hacen y siguen con su vida. Pienso que fue por la forma en que se desarrolló todo, el rompimiento abrupto de algo deja una cicatriz mucho más profunda. Necesito verlo.
—Recuerda que todavía hay uno de los malos allá afuera.
Dan Porter y Alexander le habían confirmado la muerte Sam Pearce en una incursión en Afganistán hacía dos años.
—¿Qué es lo que tanto te preocupa? ¿Piensas que Viktor Kasanky estuvo detrás de Álvaro casi una década para ver si yo aparecía de nuevo en el panorama?
Edtih se mordió una uña.
—Tú misma me dijiste que todo es posible, por eso el programa te hace romper todos los lazos. No puedes volver a tu pasado y mírate, vas derechito al matadero.
La vio forcejear con la cremallera del vestido negro, pegado al cuerpo, de manga larga y hasta la rodilla. Se acercó a ella para ayudarla.
—No me pasará nada.
—No puedes saberlo.
La vio ir al tocador, ya estaba peinada, con el cabello suelto, y maquillada. Hacía cuatro años que se había dejado crecer el cabello otra vez, al contrario de muchas francesas que aún llevaban el cabello como un muchachito. Abrió su perfume favorito y un aroma que tenía como nota intermedia las violetas asaltó la habitación. Edith resopló en cuanto Sofía se aplicó la fragancia, que fue creada por ella misma. La violeta era una de las esencias más costosas del mercado. Se necesitaban muchos kilos de la flor para preparar unos cuantos mililitros de aceite.
—Nunca lo usaste con Iván.
Sofía la miró con algo parecido al remordimiento.
—Edith, por favor, ya es suficiente. Te quiero, amiga, pero soy una mujer adulta.
—Actuando como adolescente enamorada —interrumpió Edith enseguida y alzando las manos le dijo—: Está bien, no te molestaré más con mis inquietudes. Estás hermosa.
—Gracias.
Sacó un grueso abrigo rojo y se puso los guantes negros.
—Hace un frío de muerte allá afuera. Abran paso, señores, caperucita roja está dispuesta a devorarse al lobo.
Sofía sonrió antes de darse una última mirada al espejo.
—¿Chantal? ¿Qué pasa si se quiere acostar contigo? Podría ser el polvo de la despedida, el que necesitas para superarlo.
Sofía abrió los ojos, sorprendida.
—No podría acostarme con él.
—¿Por qué? —Edith frunció los hombros, intentando sonar chistosa—. Iván el Grande —¿o será mejor Iván el Terrible?— nunca lo sabrá, yo no abriré la boca.
—Pero yo sí lo sabré y además, ese no es el caso. Necesito verlo, solo unos minutos, iré a la cena y no más, luego seguiré con mi vida.
—Como si te creyera. ¿Para qué remover las cosas? Tienes una buena vida, no la que deseaste, pero es buena.
Edith se acercó a ella y la abrazó.
—Sé que me entiendes —susurró Sofía en su hombro—. Es el amor de mi vida, el hombre con el que me iba a casar, tú hablabas de fantasmas del pasado una noche. Él es mi fantasma personal y necesito exorcizarlo.
Edith, ya más tranquila, la ayudó con el abrigo y la acompañó hasta la puerta donde la despidió como una madre a una hija.
—Bueno, ya vete. ¿Chantal?
—¿Sí?
—¿Qué ocurriría si le contarás la verdad? ¿Qué posibilidad habría de que volvieran a estar juntos?
Edith se conmovió por la mirada de cruda desolación que atravesó el maquillado rostro de su amiga y tuvo lástima por ella.
—No creas que no le he meditado, pero recuerdo las fotografías que me mostraron el día que quise salirme del programa, los cadáveres, eso es lo que me detiene, mientras Viktor Kasansky siga respirando, yo debo ser Chantal Duras.
El auto ya estaba parqueado frente del edificio cuando salió. El chofer le abrió la puerta y un calorcillo la inundó. En menos de media hora llegaría a un restaurante ubicado en Los Campos Elíseos.