Capítulo 22

 

Una enfermera entró a la habitación. Le cambió la bolsa de líquidos, le recriminó que no estuviera durmiendo y le tomó la temperatura. Sofía le pidió el favor de que le subiera la cabecera de la cama, necesitaba hablar con Álvaro sentada.

Él había pasado todo el día y pasaría la noche también en el hospital. Llegó con comida de un restaurante cercano, que ambos devoraron en silencio. Cuatro guardaespaldas contratados por Álvaro vigilaban en puntos estratégicos del piso.

—Quiero contarte todo, desde que fui al departamento de Ivanova, hasta que nos vimos en la galería comercial, no quiero que estés más en tinieblas.

En cuanto Sofía empezó a hablar y mientras le iba relatando los hechos, una maraña de sentimientos se paseaba por el pecho de Álvaro: dolor, ira, unas ganas inmensas de decirle: “te lo dije”, de recriminarla por haberse expuesto, de angustia por todo lo que tuvo que pasar, de pesar por la muerte del abuelo, tan injusta. A medida que avanzaba en el relato, quería desaparecer, alejarse para poder soltar el lamento que llevaba atravesado en el alma. Cuánto había sufrido. Cuánto habían sufrido, él viviendo un luto sin final y ella perdida en la otra parte del mundo.

Recordó esa necesidad insana que siempre tuvo de encontrar algo que se relacionara con ella. Según una leyenda griega, en la antigüedad había existido una raza superior de antecesores de los hombres, que eran seres fuertes y felices. Entonces Zeus se sintió amenazado y decidió dividirlos por la mitad, y desde entonces ambas mitades se buscan, es lo que se conoce hoy como almas gemelas. Pues él había vivido ese infierno.

La consoló con palabras de ternura, con caricias cariñosas, se prometió agradecer a Edith por todo lo que había hecho por ella. La ira y los celos lo atravesaron al conocer la historia de Alexander. Esos dos estuvieron con ella todo el tiempo. Tuvo que sofrenar el llanto en más de una ocasión. Agachó la cabeza para que no le viera el rostro descompuesto.

—Álvaro, mi amor —murmuró, con voz afectada.

Él levantó la cabeza con celeridad. Se miraron con intensidad. En décimas de segundo estaba casi encima de ella, se quitó los zapatos y con delicadeza, para no lastimar la herida, se acomodó a su lado.

—Júrame que no nos separaremos más —susurró, con mirada atormentada—. Júramelo.

—Álvaro…

—Júramelo —insistió él.

—No puedo hacerlo hasta que entiendas la magnitud de lo que significa estar a mi lado. No soy una buena apuesta.

—Eres mi única apuesta.

—A lo mejor tendré que vivir con vigilancia toda la vida, yo sola me las he arreglado bien, pero contigo, las cosas serían diferentes. No soportaría que algo te llegara a pasar.

El tono de voz de Álvaro se endureció. Se levantó, molesto, se metió las manos al bolsillo y caminó hasta la ventana.

—¿Quieres alejarme? ¿Es eso? ¿Crees que ese Iván Rabcun, o Alexander, o cómo se llame, te podrá proteger mejor que yo? ¿Te sientes mejor con él?

Se acercó de nuevo a ella.

—Por favor, Álvaro, que no sean tus celos los que hablen.

Meneó la cabeza, sintiéndose un imbécil.

—¿Cómo quieres que no hablen mis celos? Si le diste potestad a él sobre ti, sobre tu seguridad, sobre tu cuerpo.

—Dime que no te has acostado con ninguna mujer en el tiempo que llevamos separados y podrás hacerme los reclamos que quieras.

Se sintió avergonzado.

—No es lo mismo.

—¿Te estás escuchando? Eres el mismo prepotente hombre de las cavernas de hace nueve años.

Álvaro negó con la cabeza varias veces, era una discusión absurda que no los iba a llevar a ninguna parte.

—Si me hubieras hablado con la verdad, ambos hubiéramos entrado al dichoso programa y nada de esto estaría pasando.

—Hubiera sido demasiado egoísta ponerte en esa situación. ¿Qué hubiera pasado con tu familia? ¿Los habrías sometido a ese dolor?

Él la miró, iracundo.

—Tú no tienes idea de lo que habría hecho por ti, no me cuestiones eso. Y no tienes idea de lo que aún soy capaz de hacer por ti.

—Para mí era importante que te realizaras, tenías tus propios sueños. Te hubieras resentido conmigo al paso del tiempo —insistió ella.

Álvaro soltó una risa amarga.

—Nunca lo sabremos, no me diste opción y me interesa más el futuro, no he hecho lo que he hecho para que me hagas de lado, a no ser que no quieras estar conmigo.

—Quiero descansar.

—Como quieras.

Salió de la habitación, furioso, y se sentó en una de las sillas de la sala de espera. Necesitaba controlar ese maldito afán de dominarla. Eran muchas sus necesidades emocionales agolpadas, anhelos que se desataban en cuanto estaba en su presencia.

Su relato quedó grabado en su mente sin piedad. Descansó las manos sobre el rostro, y todo lo vivido por ella lo sumió en un dolor profundo. Soltó el llanto sin poder evitarlo, lloró por la joven inocente y desprotegida que su Sofía había sido, lloró por la manera tan cruel que tuvo la vida de cercenar su historia de amor.

Se levantó y caminó por la sala, quería agarrar las paredes a puñetazos. Hizo suyo su dolor por la situación que tuvo que vivir a la par del duelo por la muerte del abuelo. No la dejaría marchar, se pegaría a su vida como una lapa. Ahora entendía por qué le había ocultado su verdadera identidad hasta que fue ridículo seguirse negando. Solo trataba de protegerlo ¿y él qué hacía? La recriminaba y la celaba como si ella no tuviera suficiente en qué pensar. De seguir así las cosas, saldría corriendo.

Decidió que la invitaría a Colombia, la envolvería, y ya en La Milagrosa, conectarían como antes.

Volvió a entrar a la habitación a la media hora, ya más calmado y arrepentido por su impetuosidad. Se acercó a la cama, su respiración lenta le dijo que estaba dormida. El silencio de la noche los envolvía.

“Te amo, Sofía Marinelli”, dijo con el pensamiento, mientras la observaba respirar tranquila, el único sonido era el de los aparatos. “Sé que soy un incordio, sé que soy injusto, pero soy tu hombre para bien o para mal y quiero pasar el resto de mi vida contigo”.

Ella era la única mujer que lo hacía ponerse de rodillas, y sentirse totalmente vulnerable.

 

 

Sofía abrió los ojos, todavía estaba oscuro, miró el reloj digital de la mesa auxiliar, eran las siete de la mañana. Álvaro dormía en el sillón cercano, la camisa y la chaqueta arrugada, lucía despeinado y la barbilla de color gris le daba un aspecto algo salvaje que casaba más con un luchador que con un hombre de negocios. Y la venda en la mano no lo hacía más vulnerable. Era un hombre hermoso.

Se revolvió en la silla y abrió los ojos. Ella le sonrió. Un grupo de enfermeras entró en ese momento y le destinaban uno que otro vistazo. Era el cambio de turno. La enfermera jefe le preguntó cómo se sentía, si había experimentado dolor. Sofía contestó animada que se sentía muy bien. En cuanto abandonaron el cuarto después de las revisiones pertinentes, Álvaro se levantó y la besó en la comisura de la boca. Hasta ella llegó el aroma tenue de la loción mezclada con la de su olor corporal, que respiró a través de él.

Ti adoro.

Se le doblaron las rodillas. El gesto de Álvaro cobró una repentina seriedad, su mirada se volvió penetrante y oscura. La abrazó con delicadeza, se notaba que se contenía para no lastimarla y sus bocas se fundieron en una sola, el beso no fue delicado. Le echó la cabeza hacia atrás y le metió la lengua en la boca. Álvaro quiso barrerle las penas, el corazón, los pensamientos, besarle esa parte de su alma que aún necesitaba consuelo. El beso se desmadró en segundos y Álvaro se separó, renuente. Quiso decirle muchas cosas, pero una presencia en su garganta le impedía hablar. Carraspeó unos segundos antes de hacer su demanda.

—Quiero que te vayas conmigo para Colombia.

Ella lo miró, sorprendida, y se enterneció por su gesto vulnerable.

—¿Qué dices? —insistió.

Ella se abalanzó a su cuello.

—Claro que sí, iré contigo hasta el fin del mundo. Quiero conocer tu casa, verte montar a caballo, quiero compartir tu día a día. Te quiero todo para mí.

Ardía en deseos de llevarla a sus dominios. Quería que dependiera de él, su índole egoísta y atormentada necesitaba recuperar el tiempo perdido. Anhelaba volverse a acostar con ella, disfrutarla, asegurarse de que nunca tuviera deseos de dejarlo, mostrarle lo que se había perdido por nueve años, por no elegirlo a él. “No vayas por ese camino, no seas cretino, era una jovencita desvalida enfrentada a un enorme problema”, se reprendió enseguida.

—Mi amor, debo ir a la oficina, Ginette reprogramó el trabajo de ayer junto al trabajo de hoy, cualquier cosa, por favor, me llamas al móvil.

Se despidieron segundos más tarde. Sofía jugó con el control remoto del televisor.

Álvaro habló con los custodios, cualquier movimiento que hicieran la policía o Dan Porter, debían avisarle enseguida. Se sentía inseguro y desconfiado, no iba a permitir quedar por fuera de sus planes otra vez.

Edith llegó un rato más tarde, antes de ir al trabajo.

—¡Vaya! —dijo, entrando con una maleta pequeña a la habitación, soltó el equipaje y se acercó a saludar a Sofía—. Pensé que me había equivocado de piso. Tienes un ejército afuera, pareces Madonna. Ya me veía como una superhéroe, dispuesta a ayudar a mi amiga en su apuro… ¿y qué me encuentro? No parece que hubieras recibido un tiro, te ves radiante.

Sofía sonrió y le dijo que una enfermera la había ayudado a asearse y la había maquillado. Había unas bolsas en la mesa de noche enviadas por Álvaro, un pijama y enseres personales de una marca de renombre. Le comentó que el personal eran los escoltas que había contratado Álvaro para protegerla.

—Por lo visto no necesitarás lo que te traje —dijo, examinando lo que había en las bolsas.

—Déjalo, nunca se sabe.

Edith organizó en silencio lo que había traído.

—Invité a cenar a Iván anoche al departamento.

Sofía observó el sonrojo de su amiga. Siempre había sospechado que le atraía Alexander, por la manera en que lo miraba cuando creía que ella no se daba cuenta o por lo nerviosa que se ponía las pocas veces que él iba a visitarla.

—¡Vaya, vaya! Mira las sorpresas que nos da la vida.

Edith enrojeció y se acercó a ella, presurosa. Tragó saliva, dubitativa, antes de contestar.

—Te juro que nunca habría intentado nada con él si tú te hubieras enamorado —confesó la pelirroja, cruzándose de brazos.

—No te pongas en guardia —la tranquilizó Sofía, sonriéndole con cariño.

De pronto se puso seria.

—Estás enamorada de él. —No era una pregunta, era una afirmación hecha por ella, a la que no se le escapaba nada.

—Estoy enamorada de él desde hace más de un año.

Sofía lo sintió por su amiga, no lo tendría fácil con Alexander. La mayoría de los hombres se encontraban indefensos ante Edith, ante uno de sus ataques bien dirigidos y atrevidos, ellos se mostraban confusos, prevenidos y halagados, pero con el ruso esas tácticas no funcionarían. Si de verdad quería tener éxito en esa empresa, ella le daría uno que otro consejo.

—Por eso hace tiempo que no sales con nadie.

—¿Para qué? Todos son pálidos reflejos del hombre que deseo —señaló ella, en un tono más de perplejidad que de desdén.

—Quiero a Alexander como amigo, ya lo sabes, pero tengo que advertirte. Es un hombre con el corazón roto.

—Yo sé que no puedo arreglarlo, pero quiero hacerlo feliz. Ayer sonrió.

Sofía estiró el brazo y le acarició los rizos rojizos y brillantes. La tomó de la mano.

—Es un buen hombre, leal, guerrero, íntegro.

—Y muy guapo.

Sofía sonrió.

—Sí, es guapo.

Edith blanqueó los ojos.

—Para ti no hay más hombre que Álvaro desde que volvió a aparecer en el panorama y está bien, está de muerte lenta, con esos ojos oscuros, con la esencia del latin lover, ese porte y ese cuerpo, entiendo que hayas perdido la cabeza por él, pero… ¿no te sientes rara después de tantos años?

—¿Cómo rara?

—A mí me daría repelús encontrarme con el novio del que estuve muy enamorada hace un montón de años y continuar donde lo dejamos como si no hubiera pasado el tiempo.

Sofía se quedó pensativa.

—Nunca volví a sentir por ningún hombre, ni siquiera por Alexander, lo que siento por Álvaro, estábamos muy enamorados y circunstancias externas nos alejaron. Te juro que fue volverlo a ver, y borré los años transcurridos. No me engaño, claro que los dos hemos cambiado y no va a ser fácil, pero hay mucho amor y es un buen comienzo.

—¿Y qué pasará contigo y el programa?

—No lo sé, no hemos llegado a eso.

Entró la enfermera, que invitó a Sofía a descansar. Edith se despidió en medio de aspavientos, ya que llegaba con retraso al trabajo.

 

Tenía que matarlos, Sofía no sería libre hasta que esos tipos estuvieran bajo tierra. Era la única solución y tendría que hacerse en Francia. Viktor Kasansky no pisaría el suelo de los Estados Unidos y Sasha Chejov no saldría del lugar.

Entró a un café en la calle Toullier, y se sentó en una mesa mientras esperaba su cita. Había hablado con el embajador a primera hora de la mañana, le había explicado a grandes rasgos la situación y puesto a disposición su trabajo. Pensaba radicarse en Colombia, aceptaría uno de los tantos trabajos que le ofrecían a diario, pero antes tenía que asistir a varias reuniones directivas en Múnich y Londres. No quería dejar sola a Sofía, pero eran reuniones ya agendadas e importantes para algunas empresas del país. Del hospital la llevaría a su casa y la cuidaría hasta que pudieran volar a Colombia.

Según las últimas conversaciones con Dan y con Alexander, al que apenas toleraba, Viktor Kasansky era una rueda suelta dentro de la organización, el encargado de realizar los trabajos más sucios. La Bratvá no tenía nada en contra de Sofía. Sasha Chejov era un matón que ni siquiera tenía que ver con la familia. Según las declaraciones, este último ni siquiera tenía idea de quién era la mujer, pero Álvaro no se confiaba. Gracias a que estaban incomunicados, nadie había podido acceder a ellos. Si los quería muertos, era importante actuar con celeridad.

Armand Leblanc entró en la cafetería, saludó a Álvaro con un gesto de la cabeza y se acercó.

Bonjour, monsieur.

—Armand, tome asiento.

El hombre se ubicó de manera que podía observar todo el perímetro del lugar. Sacó una memoria, que Álvaro insertó en una tableta y leyó por espacio de dos minutos toda la información. El mesero se acercó, y ordenaron dos cafés.

—Están resguardados en las celdas de seguridad de la comisaría del séptimo distrito. Mañana irán a la cárcel, mientras los trámites de la extradición de Viktor se cumplen.

—Sería un trabajo diferente a todo lo que ha realizado hasta ahora para mí.

Armand tomó un sorbo de café.

—He hecho todo tipo de trabajos por más de diez años, usted no se lo imagina. Pierda cuidado, la discreción lo es todo en este negocio.

—Lo sé.

Álvaro se quedó mirando el paisaje invernal, no era una decisión fácil, nunca había dispuesto de la vida de otro ser humano, pero deseaba devolverle la tranquilidad a Sofía. Dan y Alexander la habían mantenido viva, pero él deseaba una existencia plena para ella, sin escondrijos, sin segundos nombres.

—Estos tipos no son ningunos angelitos de la caridad, tienen un prontuario delictivo siniestro y diverso, han matado a más personas de las que podamos imaginar, han traficado con niños y jovencitas, con drogas… Créame, el mundo estará mucho mejor sin ellos.

—No lo hago por tomarme la justicia por mis propias manos, lo hago para proteger a alguien muy importante.

—Lo entiendo.

Álvaro le dijo que en la noche tendría su decisión. El detective se despidió y él se quedó absorto en sus pensamientos. De repente, la figura de Alexander se materializó frente a él.

—No lo haga, usted no es un matón.

—¿Qué diablos?… —soltó el pocillo de manera brusca sobre la mesa, lo que produjo que le cayeran gotas de café en la camisa y en la chaqueta—. ¿Me está siguiendo?

—Desde que participó en nuestra conversación de ayer, deduje que era cuestión de tiempo el que se quisiera tomar la justicia por su propia mano —contestó el ruso, lisa y llanamente.

A Álvaro poco le importaba la opinión de Alexander.

—La quiero libre del influjo de ese matón. El hecho de que Sergei lleve casi una década incomunicado no me da tranquilidad respecto a lo que va a pasar con Viktor.

—Por Sergei no se preocupe, el tipo perdió los dientes y la razón.

Álvaro se recostó en la silla y se quedó mirándolo, serio. Su voz sonó impersonal.

—Usted tampoco lo quiere vivo.

—No es su problema, Trespalacios, llame a su hombre y reverse esa orden, si alguien se va a encargar de ese malnacido, soy yo.

—Usted no me da órdenes.

Alexander era un hombre honesto y sin muchas vueltas, empezaba a impacientarse.

—¿Eso es lo que quiere para Sofía? ¿Ser un hombre con las manos manchadas de sangre?

A Álvaro le molestó el tono en el que pronunció el nombre de Sofía, unos decibeles diferentes al resto de la frase, el tipo había sentido algo por ella.

—Me imagino que usted tiene más de un muerto en su conciencia y eso no le impidió estar con ella. Tiene una gran deuda con Sofía. —Palmeó la mesa, los comensales los miraron sorprendidos—. ¡No supo cuidarla! ¡No la alejó cuando debió haberlo hecho!

El hombre le obsequió una mirada de remordimiento.

—No hay un día que no me lamente por ello.

“Pero te metiste en la cama con ella a la menor oportunidad, bonita forma de lamentarlo”, le recriminó con el pensamiento.

—Bien, aquí estamos, yo necesito acabar con esos malnacidos, ya que ustedes no han podido.

Lo último lo dijo con evidente desprecio. Alexander soltó una risa sarcástica.

—Es mi trabajo acabar con los malos —admitió—. Alguien tiene que hacerlo, no le gustaría estar en mi pellejo. Cuando se mata a un ser humano, se pierde parte de la conciencia para siempre.

—¡No me importa perder el alma con tal de que ella esté a salvo!

Alexander se levantó de la silla con expresión seria.

—A mí me importa ella, más de lo que usted cree, reverse la orden o me encargaré de su amigo, y no le gustará la manera.

Álvaro salió furioso de la cafetería, caminó hasta Los Jardines de Luxemburgo, el aire frío y la belleza del paisaje lo calmaron. Llamó a Armand y reversó la orden.