Capítulo 17

 

Sofía entró al lugar, dio su nombre y el maître la acompañó hasta la mesa. El restaurante era una mezcla entre lo antiguo y lo moderno, netamente francés. Con sillas de espaldares tallados y patinas doradas, manteles del color del vino y una iluminación especial. El sitio estaba repleto a pesar de la estación.

Álvaro se levantó al verla, no dejó de mirarla hasta que llegó a él. Calor, escalofríos, aumento en las pulsaciones y ganas de salir corriendo la atravesaron ante el imperio de sus ojos. Tomó una respiración profunda y trató de parecer relajada, su voz se escuchó poco natural.

—Bonne nuit[16].

Álvaro correspondió al saludo y cuando el espacio entre ellos se cerró, aferró su mano y le besó el dorso. Ese simple gesto, el contacto de los labios en su piel, desató una catarata de emociones que Sofía conocía muy bien y que habían estado encerradas por mucho tiempo.

Lo contempló mientras se sentaba, luego de acomodarla en su silla. Vestía con sobria elegancia, con un traje de tres piezas, camisa clara y corbata de varios colores. Se veía recién rasurado, y su olor a madera fina le asaltó los recuerdos y se hinchó sobre ella como una ola dispuesta a saturar sus sentidos. —Está bellísima —dijo él, cuando una vez sentado, la miró.

Llamó al sommelier, que se acercó con la carta de vinos. Hicieron la selección y cuando se quedaron solos, se sonrieron con timidez.

—Muchas gracias.

—¿Hace cuánto está en París? —preguntó ella, sin saber dónde poner las manos.

—Hace un año, es mi primer trabajo fuera de Colombia —contestó con el indicio de una sonrisa danzando en los labios y con tono de voz grave e íntimo.

—¿Le gusta vivir fuera?

—Los colombianos tenemos la facilidad de adaptarnos a cualquier país, lo que no pasa con ustedes; tengo entendido que un gran porcentaje de los franceses que viven fuera de Francia lo hacen por obligación.

—Es cierto.

El sommelier se acercó y abrió la botella, sirvió un poco en una copa, que le ofreció a Álvaro, él dejó asentar el aroma y luego llevó la copa a la nariz y lo probó enseguida. Dio su aprobación y procedieron a servirles.

—Yo nací en París, pero viví en varias partes de Europa, mi padre era francés y mi madre norteamericana.

“Lo sé”, quiso decirle él. No dejaba de mirarle los labios, la línea de la mandíbula, la blancura de su piel, tenía la cantidad perfecta de escote, unos centímetros debajo de la clavícula, que le despertó el impulso primario de reclamarla. Recordó cómo saboreaba ese trozo de piel hasta enrojecerla. “Sofía, mi amor, te reconozco, te siento, eres tú, sé que eres tú, aunque me estés inventando esta historia de mierda”.

El mesero les pasó la carta y ellos ordenaron.

—¿Por qué la perfumería?

—Por mi madre, era perfumista.

—¿Era?

—Ella murió.

—Lo siento.

A Sofía, la mentira le pesaba como si tuviera piedras atadas al cuello, no le había pasado con nadie más, pero mirándolo a él, tenía que hacer un esfuerzo sobrehumano para que la mina enterrada de su verdad no les estallara en la cara en lo que duraba la cena.

—Hábleme de Colombia.

Álvaro se explayó en la charla, le habló de su familia, de La Milagrosa, de Bogotá, de Cartagena, mientras ella con evidente nerviosismo colocaba su cabello detrás de la oreja. Se había tomado dos copas de vino y no parecía más tranquila que cuando había llegado.

—Siempre he querido conocer Cartagena.

—Debería hacerlo, es más, la invito a Colombia, tómese unos días de vacaciones.

Le regaló un gesto melancólico y evitó su mirada, mirando a los diferentes comensales que charlaban y reían mientras los meseros pasaban con platos y bandejas. Sentía una enfermiza curiosidad por conocer su pasado, qué había sido de su vida sin ella, cuántas mujeres habrían pasado por su cama. ¿Se habría enamorado otra vez? ¿Cómo había reaccionado a la noticia de su muerte? Su familia… ¿su madre aún se dedicaría a las galerías? ¿Qué habría sido de Max, su adorado perro?

—No puedo, no por el momento.

El mesero interrumpió la charla para depositar los platos de comida en la mesa. De entrada les sirvieron una sopa de verduras con mariscos, de la que Sofía apenas degustó tres cucharadas, tenía un nudo en la garganta y el estómago cerrado, había tomado agua en un intento por deshacer el dichoso nudo, pero fue en vano. Se reprendió enseguida, aparcó los recuerdos y se dispuso a portarse como una mujer adulta. Ambos habían pedido el típico pollo al vino, acompañado de guarnición de vegetales al vapor.

Mientras Álvaro le contaba del día a día en la hacienda cafetera, Sofía partió varios trozos de la carne, pero apenas pudo probar un bocado. Envidió la soltura y el apetito de él, parecía que su presencia no lo alteraba en lo más mínimo.

—Cuando la saludé, percibí un aroma, la misma que ayer, en el museo. ¿Qué perfume es? Me gustó mucho.

—Violetas, es una fragancia a la que no le he puesto nombre aún, la nota intermedia son las violetas.

Álvaro se limpió la boca con la servilleta, tomó un sorbo de agua y observó el plato de ella, casi intacto.

—¿No le gustó la comida?

—No es eso —contestó, enrojeciendo—. Es que hoy tengo poco apetito.

Sus ojos se pasearon por cada una de sus facciones y admiró el delicioso rubor que empañaba sus mejillas. Sí, estaba muy nerviosa. Y decidió darle una tregua.

—Debe alimentarse, se podría enfermar. ¿Desea la carta de postres?

—No, gracias.

Álvaro pidió dos cafés.

—Chantal, la noto incómoda —volvió a la carga—. ¿No está a gusto en mi compañía?

Estaba demasiado a gusto, de haber podido, se habría levantado de su silla para ir a sentarse en sus rodillas y besarle la mandíbula hasta llegar a su boca, que devoraría sin pena. No le habría importado dar un espectáculo ante los otros comensales. Puso la servilleta en la mesa.

—Creo que esto no es buena idea, no crea que no me doy cuenta de la manera en la que usted me mira. Todavía piensa que puedo ser esa mujer de su pasado y no es muy halagüeño para mí. Si me invitó por eso, pierde su tiempo.

La intensidad de su mirada la desarmó.

—No es mi intención hacerla sentir mal. —Álvaro decidió llevarla un poco al borde—. Ya estoy convencido de que usted no es ella.

Ella levantó una ceja, sorprendida.

—¿Ah, sí?

Álvaro sonrió para sus adentros.

—Mi Sofía no era francesa, era italiana, pero se crio en Estados Unidos, sabía algo de perfumes y fragancias, pero su pasión era la pintura, hubiera sido una artista de talento reconocido si no hubiera muerto en un absurdo accidente.

—Lo siento.

La notó tensa.

—Era en apariencia calmada, pero cuando liberaba su mal temperamento, era un espectáculo digno de ver. Era amorosa con su abuelo y con su perro. Estábamos muy enamorados, por eso quiero que me disculpe si me quedo como un tonto mirándola, es que son muy parecidas. Aunque usted es la típica francesa, el típico temperamento galo —dijo, en tono sarcástico—. No la imagino liberando su genio como mi Sofía. Ella destilaba pasión por lo que hacía. No he conocido mucho de usted para saber si su trabajo la apasiona o es solo trabajo. Si fuera mi Sofía, estaría pintando, de eso estoy seguro.

Sofía se puso pálida.

—¿Cómo se atreve? Usted no sabe lo que he tenido que pasar para poder dedicarme a este trabajo.

—Dígamelo, confíe en mí.

Una serie de sentimientos encontrados se paseaban por el pecho de Sofía. Tuvo que morderse la lengua para no replicar varios puntos. Ella era malgeniada y amaba la pintura, que él no lo supiera no la hacía menos Sofía. “Un momento”, se reprendió, “¿te volviste loca? ¿Estás celosa de la mujer que eras en tu pasado? ¿Piensas que si él te conoce ahora como Chantal no te amará de la misma forma?”.

—Si esa Sofía está muerta, ¿por qué creyó que yo era ella en la galería?

—No estaba en Nueva York cuando el dichoso accidente ocurrió y en cuanto la vi, pensé que tal vez la pena me paralizó hasta tal punto que no hice una buena labor investigando.

—¿Y qué cree que pudo pasar?

—Que tal vez vio algo que no debió haber visto y tuvo que desaparecer. Discúlpeme, no han sido días fáciles.

—No se preocupe, ya debo retirarme, he de madrugar mañana —dijo ella, descompuesta.

Álvaro pidió la cuenta, y ayudó a Sofía a ponerse el abrigo. Le rozó el nacimiento del cuello con el pulgar y la sintió erizarse.

—Recordé algo respecto a las violetas —le susurró al oído.

Ella percibió su aliento con sabor a vino y a café. Se dio la vuelta y se alejó unos pasos o lo hubiera abrazado; jamás pensó volverlo a sentir tan cerca.

La sensación era deliciosa. Tenía que dejar de verlo, su complicada vida no tenía solución. Pero era algo más, estar cerca de él era como entrar por una puerta a una habitación del pasado y una serie de sentimientos la abrazaran como una higuera.

—¿Sí?

—Josefina Bonaparte adoraba las violetas y solía utilizar perfume con ese aroma. Era una mujer de sensualidad plena y muy enigmática.

Ella le regaló una sonrisa.

—Es muy cierto, conozco la historia y mantuvo muy enamorado a Napoleón, que llevó en un relicario las violetas secas que sembró en su tumba hasta el día de su muerte.

—Sus cartas son muy curiosas —dijo Álvaro, con unas ganas inmensas de sumergirse en su cuello y que esa fragancia efímera, dulce y breve, se quedara con él para siempre.

—Las cartas son más que curiosas, son románticas, él era muy romántico.

—Puede ser. —Álvaro se acercó de nuevo, como olfateando—. La fragancia va y viene.

—Es una de sus características.

A la salida, quedaron frente a frente.

—Disfruté la cena.

—No creo —refutó Álvaro.

Ella blanqueó los ojos.

—Está bien, disfruté el rato compartido.

—Espero volverla a ver. El chofer la llevará a su casa.

A Sofía no le gustó despedirse, y no le gustó que no la acompañara a su casa, como si quisiera deshacerse de ella. A lo mejor tenía una cita, un hombre como él debería tener alguna mujer o incluso varias mujeres alrededor. Las odió a todas.

—Merci et à bientôt[17].

Álvaro no tuvo el gesto de acompañarla porque sabía que la arrinconaría contra una pared, o en la silla del auto y la besaría hasta saciar el anhelo. Mientras transcurría la cena y él le contaba de su vida en Colombia, su mente no dejó de imaginarla desnuda y dispuesta para él, la imaginó en todas las posiciones posibles: en su cama, en el suelo, en una jodida pared, con él encima, debajo, o por detrás, como le encantaba, para verle el culo mientras la follaba. Hasta imaginó que la tocaba allí mismo, en el restaurante.

Necesitaba cambiar su estrategia, no quería dar pasos en falso, deseaba rescatar a la Sofía que sabía estaba encerrada en el interior de esa melancólica y misteriosa mujer. ¿Y si era tarde para ellos? No, no era tarde, por alguna jodida razón ella había vuelto a su vida, su intento de ocultarse de él era patético. ¿A qué diablos jugaba?

 

—Hola preciosa —dijo Alexander con voz somnolienta al reconocer el número.

Tras un momento tenso, Chantal lo saludó.

—Hola. —Luego de otra pausa, continuó—: Tenemos que hablar.

Tenía que hacerlo, el hecho de no haberse acostado con Álvaro no quería decir que no le estuviera fallando. Hubiera preferido poder decírselo en persona, pero con el trabajo de Alexander lo podría tener a su puerta en quince días o en cuatro meses, y por su paz mental necesitaba romper con él de inmediato. Con Álvaro o sin él, la relación no había prosperado, los primeros meses fueron fabulosos, por la novedad, la atracción y la esperanza de que podrían avanzar hacia algo bueno. Pensó en ellos dos juntos en año nuevo, habían estado unidos y habían tenido sexo, pero la conexión era solo física, se habían estancado y no era justo para ninguno de los dos. La aparición de Álvaro fue el detonante para darle fin a algo que ya venía rondando su cabeza hacía meses.

—Discúlpame, sé que he estado hasta el cuello de trabajo, pero en quince días tengo tres días libres, podríamos…

—Iván, no estoy hablando de eso —interrumpió ella—. Lo siento mucho, pensé que podría seguir de esta manera, pero no puedo.

—¿Hice algo que te molestara? Cariño, sé que he estado un poco distraído y no te he llamado como antes. Tengo planes, he pensado en dejar…

—No has hecho nada malo, siempre hemos sido honestos en cuanto a nuestros sentimientos.

Iván suspiró al teléfono, lo veía venir, una parte de él quería insistirle, discutir hasta que los dos cedieran y se dieran una nueva oportunidad. “¿Para qué hacerlo?”, se preguntó. Lo de ellos tenía fecha de caducidad. Él quería a Sofía, le había sido fiel, le gustaba hablar y estar con ella, pero eso no era suficiente.

—¿Quién es? —Se arrepintió al momento de preguntar, no quería portarse como un cretino, pero le dio rabia que lo dejara por otro, cuando él tenía otros planes.

—No lo conoces.

—Sabes que lo investigaré.

“No te gustará el resultado”.

—Haz lo que tengas que hacer. Lo siento, lo siento mucho —fue lo único que salió de sus labios.

—Lo sé, preciosa, lo sé.

Estaba dolido, jodidamente dolido, no como si fuera el gran desengaño, pero se sentía mal. Lo acaban de dejar por otro tío. A veces Iván consideraba su amor por Ivanova como una maldición, como un maldito karma que no lo dejaba avanzar, había perdido a una buena mujer por culpa de su corazón anestesiado. Su relación con Sofía era la droga que necesitaba inyectarse contra el dolor de la pérdida. Era un bastardo egoísta, Sofía merecía otra cosa, sin embargo, la molestia por su abandono seguía allí. ¿Quién sería el bastardo? Tendría que averiguarlo.

Sofía dejó el teléfono en la mesa, después de la llamada se avergonzó al percatarse de la hora. Era de madrugada, no había podido dormir después de su encuentro con Álvaro. Suspiró, Alexander había sido siempre bueno con ella, había deseado amarlo. Fue un buen apoyo junto a Dan durante todo el tiempo que estuvo en poder del FBI. Los quería a ambos, pero era un cariño resentido, algo dentro de ella no los perdonaba por todo lo que había tenido que pasar, los recuerdos de la época más negra de su vida se levantaron como una advertencia, diciéndole: “No nos olvides”.

 

Aquel día fatídico, el más largo de toda su vida, Sofía no supo cómo llegó hasta una casa fuera de la ciudad. Cabeceó en el auto varias veces, mientras las luces de Nueva York eran reemplazadas por las pocas luces de la carretera. Antes de irse había pedido hablar con Álvaro, al darse cuenta de que le habían quitado el móvil. Dan evitó mirarla a los ojos, y le pidió que descansara, porque al día siguiente necesitaban su testimonio ante un fiscal.

Unos policías que no conocía la escoltaron hasta una casa de un piso a las afueras de Jersey. También le hablaron de sus nuevas condiciones de vida, algo a lo que ella no les prestó atención, abrumada por la pena y la culpa. Todo en lo que podía pensar era en que su abuelo ya no estaba con ella.

—Me llamo Burt Gleason, soy aguacil del U.S. Marshals. Mi colega Sandy Rodríguez y yo somos estaremos a cargo de tu seguridad. ¿Quieres algo de cenar?

Sofía negó con la cabeza y pidió retirarse a descansar. Sandy le mostró la habitación, con una cama sencilla y una cómoda. Encima de la cama había unos paquetes de Wal-Mart con ropa deportiva, que examinó distraídamente. Los agentes parecían haber adivinado bien su talla. ¿Por qué no podía ir a su casa? El cansancio no le dejó formular sus inquietudes, se acostó, pero el sueño le era esquivo.

No era tan tonta como para no saber que era la única testigo en un caso gordo. Lloró por su abuelo, Dan le había jurado que no habían alcanzado a lastimarlo, fue la fuerte impresión lo que lo condujo a la muerte. Ese maldito de Sergei merecía pudrirse en la cárcel, ayudaría a encerrarlo, así fuera lo último que hiciera, fue su último pensamiento antes de caer en una duermevela, colmada de pesadillas: el rostro de Sergei se reía de ella y le apuñalaba la cara.

Se despertó en la madrugada. Se duchó y se cambió, necesitaba esos pequeños gestos para no perder la razón. Apareció en la cocina cuando empezó a clarear, el sonido de la televisión se escuchaba bajito, del lugar emanaba el aroma del café y de unos huevos rancheros. Sofía saludó y se sentó en un taburete que daba a un mesón.

—Buenos días, Sofía —saludó Burt, quien puso un plato enseguida frente a ella. Sandy leía el periódico y con una sonrisa amable contestó el saludo.

A Sofía el estómago le rugió, de verdad tenía hambre.

—Agentes, ustedes son Marshals, y por lo que sé y lo que veo en las películas, son los encargados del programa de protección testigos. ¿Me equivoco?

—No te equivocas —contestó Sandy, una agradable morena algo pasada de peso.

—¿Qué va a pasar conmigo?

Ellos se miraron sin saber si revelar más o dejar en otras manos esa tarea. Sandy frunció los hombros.

—La verdad —dijo la agente, cerrando el periódico y dejando la taza de café en el lavaplatos—, no me gustaría que me tuvieran en Babia, después de que un desgraciado acabó con mi vida.

—Saben que estoy viva, me matarán si me encuentran. ¿Cierto?

—Sofía, nosotros estamos aquí para hacer que sigas con vida, te protegeremos —intervino el agente Burt.

—No contestó a mi pregunta, agente.

—No te encontrarán, nosotros no dejaremos que eso ocurra.

Sofía alejó el plato y un miedo siniestro con sabor a fatalidad la inundó de pronto. Se miró el anillo que apenas unos cuantos días atrás Álvaro había puesto en su dedo, con una promesa de amor.

—Soy una mujer comprometida.

—¿Y dónde está él?

—En Colombia, es colombiano y fue a visitar a su familia y a contarles lo nuestro.

El agente Burt la miró con algo de lástima y a Sofía ese gesto le dijo sin ninguna duda que su historia de amor había terminado. Su alma se negaba aceptarlo.

A media mañana la llevaron a la oficina del FBI bajo fuertes medidas de seguridad. Tan pronto la vio, Dan se levantó de la silla, fue a su encuentro y la abrazó.

—Hola, pequeña. —Se notaba que había dormido poco.

—Tengo que organizar el entierro del nonno y necesito hablar con Álvaro —dijo con la voz quebrada y con los ojos aguados de nuevo.

—Sofía, no puedes asistir al entierro.

A Dan se le partió el corazón al ver la expresión en el rostro de la joven.

—No me puedes pedir eso, Dan.

Cerró la puerta de su oficina y la hizo tomar asiento.

—Siento mucho todo esto que estás pasando, pequeña, de verdad lo siento, pero tu vida en este momento corre peligro.

—Ya me lo dijo el agente Burt, si me encuentran me matan.

—La Fiscalía necesita tu testimonio. —Dan se arregló la corbata en un gesto nervioso—. Si accedes a hacerlo te protegeremos, pero no podrás volver a tu vida tal como la conocías. Por primera vez en mucho tiempo tenemos un testigo en un caso muy importante, Sofía: tráfico de drogas, personas y terrorismo.

Sofía se levantó de un salto y con ojos oscurecidos de la rabia, apoyó ambas manos en el escritorio.

—Ya mi vida no es la misma, mi nonno murió, no puedo ir al entierro y ahora cada que pido una llamada a Álvaro, me cambian el tema. ¿Con la estúpida memoria no es suficiente?

—Lo viste matar a una mujer, eres testigo presencial…

—¡Maldita la hora en que fui a ese lugar!

—Siéntate, pequeña, y cálmate. El fiscal estará aquí en un rato y antes debo aclararte varias cosas. Sergei Novikov es una pequeña parte de la Bratvá, que es una especie de hermandad. El hombre no era muy querido en su medio, siempre se salía de los lindes de la mafia rusa, algunas personas quisieron expulsarlo, pero no pudieron, alguno que otro respirará más tranquilo, pero el problema es que aunque lo refundamos en una cárcel de por vida, nadie nos garantiza que no tome medidas contra ti. Por eso es imperativo, óyelo bien, imperativo, que entres al programa de protección de testigos. Tienes que olvidarte de tu vida y eso desafortunadamente incluye a Álvaro, no creo que seas tan egoísta de querer arrastrarlo a esto. Él tiene familia, un futuro prometedor, créeme, la agencia ya le investigó hasta la forma del ombligo.

Sofía escuchaba cada palabra salida de la boca de Dan, mientras su mente giraba a toda velocidad. Ante la enormidad de lo que el hombre, su amigo de toda la vida, le contaba, se puso blanca como un papel.

—Era cierto lo que dijo la agente Sandy, mi vida ha terminado.

A Sofía le vino a la mente la lectura del Tarot meses atrás. La mujer había acertado en sus predicciones, para ella sería una muerte en vida su existencia sin Álvaro. Dan tenía razón, no podría arrancarlo de su familia, de su vida y de su futuro. Quiso morirse en ese instante y que las cuchilladas a Ivanova la hubieran atravesado a ella.

Empezó a temblar, cada partícula de su cuerpo parecía un flan. El dolor le comprimió la garganta, pero no quería llorar más. Estaba harta de llorar y sabía que aún derramaría muchas lágrimas más.

—¿Y si no acepto entrar al programa? Testificaré, pero ustedes no pueden obligarme.

—Te mataran a ti y mataran a Álvaro, esa gente no se anda con chiquitas. Son crueles, brutales y les importa poco la vida. Es una bendición que tu novio no esté en el país, sería un gran incordio en este momento.

El teléfono interno sonó, era una secretaria para decir que el fiscal había llegado a tomar la declaración. Antes de salir, ella detuvo a su amigo y lo miró a los ojos.

—Arregla el funeral de mi abuelo, Dan, aunque sea de lejos quiero estar allí. Disfrázame, no sé, haz que suceda, por todo a lo que voy a renunciar, te lo ruego.

Él no le respondió nada. Fue conducida a una sala donde un hombre y una mujer, que se presentaron como representantes de la Fiscalía del estado, le tomaron declaración. Debió referir cada paso que había dado ese día, desde que abandonó su casa para ir a la cita. Era interrumpida una y otra vez, para corroborar datos de las declaraciones anteriores.

Dan y otro agente entraron a la sala, de pronto Sofía vio el cuarto tan abarrotado de gente que se le dificultó respirar, o era la rabia y la tristeza que le tenían apretujada el alma. La grabaron y además, tomaron notas. Volvieron y extendieron diferentes fotografías ante ella. Allí se enteró de parte de la historia de Ivanova y del historial de Sergei, personas, drogas, asesinato y terrorismo. Si querían asustarla para que se acogiera al Programa de Protección de Testigos, lo habían logrado.

Al terminar, Sofía insistió en que iría al entierro de su abuelo. La segunda noche fue igual a la anterior, se sentía víctima de una guerra, ahora entendía a la gente que debía abandonar todo —por guerras, desastres o por estar en el momento equivocado a la hora equivocada en algún lugar—, dar la espalda a todo, a su amor incluso… Soltó el llanto de nuevo, mientras observaba el anillo y recordaba con lujo de detalles lo ocurrido la última noche compartida con Álvaro.

 

Decidieron enterrar a Gregorio en el cementerio de Hillside de New Jersey, lo más lejos posible de su entorno en Nueva York. Bajo estrictas medidas de seguridad, Sofía asistió al servicio católico y luego al entierro, era una tarde calurosa y húmeda. En ningún momento la dejaron sola, ahora entendía por qué los famosos tenían tantos problemas. Se sentía ahogada, diseccionada por la pena, como si alguien hubiera atravesado su alma, cercenándola en canal y dejándola expuesta al más espantoso sufrimiento. Se acercó al féretro con una rosa roja, su flor preferida, y le susurró:

—Abuelo, perdóname, todo esto es culpa mía, te ruego que me perdones y les digas a mis padres que lo que más deseo es reunirme con ellos, mi vida ya no será la misma. —Escuchó los pasos de Dan detrás de ella—. Lo perdí todo, abuelo, por culpa de mi imprudencia lo perdí todo.

Las lágrimas parecían no acabar. Se abrazó a Dan y vio cómo bajaban el féretro. Después volvieron al bunker del FBI y de allí a una nueva ubicación.