Álvaro tecleó el número de Armand tan pronto traspuso los controles de seguridad del aeropuerto. Lo citó en su casa en una hora y media.
La baja temperatura lo recibió tan pronto traspuso el umbral del terminal. Ya en el automóvil, que había dejado en el parqueadero, encendió la calefacción y se dirigió a su departamento. Alcanzó a cambiarse y a abrir las maletas, que dejó en una esquina del cuarto, Soraya las arreglaría al día siguiente. Abrió la puerta en cuanto Armand se anunció.
Lo hizo pasar, esta vez al estudio, después de los saludos de rigor.
—Le escucho.
—Monsieur, Dan Porter ya no trabaja en Nueva York, fue ascendido hace unos años y está en las oficinas de Washington. Soltero, heterosexual, practica squash y visita a una periodista dos o tres veces por semana desde hace tres meses. Viaja a Europa una vez al año, pero es imposible seguirle el rastro. Lo que investigué no sé si le será de utilidad. Me remití a los datos que usted me dio.
—Siga.
—Me remonté a la fecha en que ocurrió el suceso, pero no fue fácil, nueve años son nueve años.
Álvaro se levantó y le ofreció una copa de coñac, que el hombre aceptó. Volvió a tomar asiento.
—Estuve en el vecindario donde vivía Sofía Marinelli. Unos vecinos me contaron que lo último que supieron de esa familia fue que unos hombres sacaban de la casa al abuelo de la joven, y que luego de eso no habían vuelto a ver a ninguno de los dos, como si se los hubiera tragado la tierra, hasta que supieron del accidente de auto, días después. Y también dijeron que la noche del día en que se llevaron al anciano, el perro ladraba y lloraba, y llegó el mismo agente que usted me envió a investigar, lo sacó y lo llevó para su casa con sus cuencos y una manta, como si supiera que sus dueños no iban a volver.
—¿Qué día ocurrió aquello?
—El día 19 de julio.
—El accidente fue el día 23 —confirmó Álvaro—. Cuatro días después.
“¿Dónde diablos estuvieron todos esos días?”, se preguntó. Miró al detective, disimulando la opresión en el pecho.
—¿Qué vecinos le contaron eso? —No entendía por qué a él nadie se lo había dicho cuando estuvo indagando.
—Fue una pareja de inmigrantes que aún vive en la casa contigua. Extrañados por la desaparición, hablaron con Dan Porter, que se negó a darles explicaciones y cuando ellos insistieron en dar aviso a las autoridades, fue que apareció la noticia del accidente. A los pocos días les hizo una visita donde les prohibió hablar de aquel asunto a nadie, bajo amenaza de deportarlos. Ni siquiera pudieron asistir a las exequias.
“Maldito hijo de puta”, caviló Álvaro. Esa gente había recibido el mismo tratamiento que él.
El detective interrumpió sus pensamientos.
—Ese mismo día —continuó—, en la segunda dirección que usted me dio, donde Sofía realizaba un trabajo, entró Ivanova Golubev en horas de la mañana y a los pocos minutos, entró la propia Sofía, y luego varios hombres.
—¿Eso cómo lo supo? —preguntó Álvaro, articulando despacio las palabras para no revelar su ansiedad.
—La vecina, una anciana con su mente aún lúcida, lo recordaba todo, pues desde ese día no volvió a ver a la joven rusa ni a sus guardaespaldas. Por la misma época, algunos vecinos comentaron que habían visto a varios hombres sacar algo envuelto en una alfombra, pero la gente les temía porque hicieron amenazas veladas y nadie le dijo nada a la policía cuando fueron a investigar. El departamento lo ocuparon otras personas.
—¡Lo sabía! Sabía que esos cabrones solo traerían problemas.
—¿Los conocía?
—No, pero Sofía sí.
Álvaro se levantó de la silla y caminó por la estancia. Se había dejado meter los dedos en la boca. Estaba seguro. Dan Porter lo había manejado como a un niño de pañal. Se detuvo frente a la ventana, y mientras digería lo que acababa de escuchar, se concentró en el paisaje invernal, los árboles desprovistos de hojas, la ciudad congelada, la soledad en los andenes. Se maldijo por no insistir, por no haberle sacado la verdad al agente.
—Al tiempo de la noticia del accidente, hubo una detención, por un caso de trata de blancas, el informe que tengo hace alusión a un arresto en un puerto de una embarcación que traía mujeres de otros países y drogas, así como la detención de un Pakhan de la mafia rusa. Todo esto fue ajeno a la prensa, se manejó con la máxima discreción.
—¿Qué tiene eso que ver con Sofía? —preguntó Álvaro, con la curiosidad pintada en su rostro.
—Algunas fotografías de los hombres investigados coinciden con los guardaespaldas del ruso.
Álvaro lo miró, sorprendido. Él detective sonrió.
—Alguien me debía un favor.
Tuvo que ser un favor muy gordo, pensó Álvaro, porque con él ni siquiera la anciana vecina del departamento de Ivanova quiso hablar. La cabeza le tronaba. Había demasiados indicios como para no considerar la posibilidad de que la mujer que vio en el centro comercial pudiera ser realmente Sofía. Él siempre supo que algo no estaba bien en aquella historia que Porter le contó, pero se había encerrado en su pena sin siquiera molestarse en corroborar la versión. Claro que era joven e inexperto, y la pérdida lo inmovilizó. No era una excusa, pero era cierto. Se había centrado en su sufrimiento sin ir más allá, aquel dolor inmenso le opacó el sentido común y lo hizo desistir demasiado pronto.
Hasta el encuentro con la mujer, el recuerdo de Sofía se limitaba a unas pocas veces al día, después del encuentro, su rostro volvía a él en cualquier momento, risueño, furioso, apasionado, o ensimismado, como cuando pintaba. Aún hoy, años después, seguía viéndola como la había visto la primera vez, esa en que ella le extendió aquel hilo invisible al que él se aferró y del que no había podido soltarse nunca más.
Los primeros meses tras el fallecimiento casi se muere de melancolía, solo la llegada a su hacienda La milagrosa lo había devuelto un poco a la vida. Llegó con mirada sombría, con la pena en carne viva. Sus empleados en principio debieron aguantar sus raptos de depresión y malgenio, pero las cabalgatas por las colinas, el verde pasto, el aire limpio, el olor a café en las mañanas y hasta el cariño con el que le soportaban sus malos ratos lograron la resignación de su alma. Se dedicó de lleno al trabajo, era el primero que se levantaba y el último que se acostaba, un día era demasiado largo, horas, minutos y segundos que debía llenar de actividades para no pensar. El cansancio era el único que mantenía a raya las pesadillas y los malos sueños.
En el día, los recuerdos lo asaltaban en tropel, cuando le acariciaba su oscuro cabello y se deslizaba en su pecho al abrazarse después de hacer el amor, cuando le besaba los hombros y aspiraba su aroma embriagador. La sensación cuando la besaba y su expresión en el momento del orgasmo, como si le regalaran la luna. Su tono de voz jurándole que lo adoraba en esa lengua especial que lo volvía loco.
Volvió a respirar cuando un atardecer de finales de noviembre, mientras bebía un whisky sentado en la galería y pensaba en abonos y plaguicidas, una brisa tibia le trajo una frase que Sofía que le había repetido en el momento de la despedida “Ritorna da mi, amore mio, tu sei l´amore della mia vita[14]”.
También eres el amor de mi vida, siempre —le había respondido al viento, volviendo a sentir algo parecido a la esperanza. Sabía que no se radicaría en la hacienda, pero siempre sería un lugar al que podría volver para encontrar la paz.
Volvió a su presente, el investigador se había quedado sentado degustando su licor, sin imaginar la tormenta que se agitaba bajo su indolente fachada. Se sentó de nuevo.
—Y entonces usted cree que esos hechos pueden estar relacionados.
—Mi investigación llega hasta ahí, mi contacto no pudo ahondar más, en Estados Unidos no tengo las mismas conexiones que aquí en Europa.
—Hizo un buen trabajo, Armand. Los norteamericanos son muy celosos de su seguridad —afirmó Álvaro—. No le será fácil recabar más información. ¿Qué informe tiene de las actividades de Chantal Duras estos días?
—Ya está en su correo, puede verlo.
Álvaro se acercó a su tableta, que estaba en la mesa de centro. Esperó con impaciencia a que entrara la señal, tamborileó los dedos en la rodilla, abrió el correo y lo primero que descargó fueron las fotografías, que la mostraban reunida con dos mujeres en un mercado artesanal, oliendo y escogiendo esencias. Estas eran las mujeres de las que le había hablado Armand. Después abrió un video donde pudo escucharla mientras impartía algunas enseñanzas. Su tono de voz en perfecto francés lo excitaba, de haber soltado alguna frase en italiano, se habría muerto allí mismo.
Observaba con atención cada secuencia. El pulso se le aceleró al ver la paciencia y la calma con la que impartía sus conocimientos mientras ellas se llevaban las hierbas a la nariz y tocaban texturas. Un brillo ambicioso asaltó su mirada al verla tocar diferentes frascos, recordó las caricias de sus manos, sus dedos en torno a… Deseo carnal, puro y básico, junto a un sentimiento de soledad lo invadió y le aguó la mirada, tuvo que dejar la tableta en la mesa antes de hacer un espectáculo frente al hombre.
Armand le contó que Chantal había pasado la Navidad en casa de su mejor amiga en compañía de la familia.
—El año nuevo viajó al sur con el fotógrafo. —Levantó la mirada ante la exhalación que profirió Álvaro—. Ese hombre es un enigma, sabe de seguridad, fue muy difícil tomar las tres fotografías que hay de ellos. No he podido profundizar en sus antecedentes, me topo con una pared enseguida.
Los celos llegaron para instalársele en la boca del estómago. Furioso, pero sin querer perder el control ante el investigador, lo despachó rápidamente y le dijo que esperara instrucciones suyas. El pago por sus servicios estaría en su cuenta a primera hora de la mañana.
En cuanto se supo solo, tomó la tableta otra vez y volvió a donde lo había dejado. Los rasgos se endurecieron y una bilis de odio se paseó por su cuerpo. La primera fotografía los mostraba tomados de la mano, la segunda sentados a la mesa de un café, él le acariciaba el brazo, ella lucía distraída. Ese hijo de puta la tocaba, ¡la tocaba! La tercera foto era en el balcón del hotel, se veía que discutían.
Sofrenó un gesto amargo. ¡Dios mío! Se iba a volver loco. ¿Y si no era ella? Sus celos eran ridículos. ¿Cómo iba sentirse traicionado por culpa de una mujer que a lo mejor no era su Sofía?
Dejó la tableta e hizo una llamada. Al rato, escuchó llamar al timbre. Abrió la puerta y una mujer de cabello negro como la noche y ojos oscuros entró a la sala. Un aroma a perfume caro invadió el lugar.
—Quédate ahí —le dijo Álvaro.
La mujer, con un brillo lujurioso en la mirada, le hizo caso y se quedó quieta, de pie en la mitad del salón.
—Desvístete despacio, quiero verte —ordenó él.
Álvaro había pasado la mañana en una reunión con ejecutivos de los ministerios de Relaciones Exteriores y de Minas de Colombia. Una firma sudafricana encargada de la explotación de oro en el mundo, y que llevaba años en el país, deseaba abandonar sus inversiones. Influían en el problema la baja del precio internacional del metal, las legislaciones poco claras respecto a la explotación, el rechazo de la comunidad a los grandes proyectos y la proliferación de la minería ilegal por parte de grupos al margen de la ley. Álvaro tuvo que recurrir a sus dotes de negociante para lograr dos años más de permanencia de la empresa en el territorio colombiano. Tendría que recurrir al poder legislativo para presentar, junto a varios asesores, un nuevo proyecto de ley que beneficiara más al país y a las comunidades teniendo en cuenta las condiciones ambientales.
No lograba sacarse de la cabeza a la tal Chantal, maldita fuera la hora en que entró a ese centro comercial y la paz abandonó su vida. Tanta incertidumbre lo agobiaba, a veces se sentía tentado a abandonar aquella historia de una vez por todas, otras sentía que tenía que hacer algo más al respecto, tal vez confrontar de una vez por todas a aquella mujer, pero no se decidía.
El detective le marcó a su móvil una semana después. Como entre un túnel escuchó su voz cuando dijo algo sobre Chantal.
—¿Qué dijo?
—Visita dos veces a la semana el museo D' Orsay.
Un gesto oscuro opacó la mirada de Álvaro y palideció de pronto. Le importaba una mierda que fuera una profesional de éxito, que tuviera un romance con un puto fotógrafo y se tiñera el cabello de rubio, era ella, era Sofía. Ya no cabía ninguna duda.
Se paró de la silla en tensión y caminó por la sala como fiera enjaulada. ¿Cómo confrontarla? ¿Qué decirle? No podía olvidar que ella tuvo que ser partícipe de la pantomima que montaron para engañarlo. ¿Por qué? Una cosa era superar un duelo y otra muy diferente perdonar un engaño nueve años después.
—¿Qué días visita el museo?
—Martes y viernes al mediodía.
El martes siguiente salió de la embajada antes del mediodía. El Musée d' Orsay, ubicado en el VII distrito, en la antigua estación ferroviaria de Orsay, con su majestuosa fachada que daba al Sena, albergaba la mayor colección de pintores impresionistas del mundo. Al ser invierno, no había tanta gente como en otra época del año, cosa que Álvaro agradeció.
Al llegar al lugar buscó con celeridad las salas donde estaban alojadas las obras de Degas. No vio a la mujer por ningún lado, pero al consultar la hora, comprendió que aún era temprano. Se escudó detrás de una columna a esperar. Revisaba sus mensajes del móvil y entre pausa y pausa, observaba quién entraba a los salones. Vestía un traje entero gris, camisa blanca y corbata de colores sobrios, las mujeres que pasaban le destinaban miradas de admiración. Él solo estaba pendiente de las puertas de acceso con el aroma a expectación circundándolo.
Ella apareció detrás de un grupo de turistas orientales. Estaba sola y dio gracias a Dios por ello. El aire se espesó a su alrededor y escuchó las voces a lo lejos, la sangre le zumbaba en los oídos. A pesar de estar furioso, tuvo que reconocer que Chantal, o Sofía, estaba hermosa, lucía un conjunto azul marino de pantalón y chaqueta, y zapatos cerrados de tacón delgado. Volvió la mirada a su rostro y cabello, se había hecho un recogido sencillo a la altura de la nuca y el maquillaje era suave, resaltando los labios, después de detallarlos le fue imposible mirar más allá, si cerraba los ojos la volvía a ver con el cabello castaño.
La vio encaminarse a una de las salas donde había esculturas y los famosos desnudos de Degas. Deambuló hasta quedar frente a una pintura llamada La bañera, que mostraba una mujer agachada sujetándose el cabello. Respiró profundo y con pasos de pantera se acercó a ella.
—Prefiero los desnudos a las bailarinas.
—¡Usted! —exclamó ella, con ojos acerados.
Trató de recomponerse enseguida, pero no le salió tan bien como la vez anterior. Álvaro notó la fuerza con que aferraba el bolso hasta tener los nudillos blancos, pudo ver el temor, la incertidumbre y algo indescifrable pasearse por su rostro.
—Sí, soy yo, y permítame presentarme, ese día no pude hacerlo. Soy Álvaro Trespalacios.
Le dio la mano y disfrutó por unos instantes de la textura y el frío de su piel: sudaba. El pulso se le aceleró. La mujer se soltó rápidamente.
—Mucho gusto, monsieur.
—Álvaro.
La notó tensa, nerviosa.
—¿Encontró a la mujer con la que me confundió?
Él levantó la comisura de su boca, sin dejar de observarle los labios. Ella se sonrojó.
—No me ha dicho su nombre —dijo, ignorando su pregunta de manera deliberada.
—Chantal Duras.
—Chantal, bello nombre.
—Gracias.
—¿Es admiradora de Degas? —preguntó, llevando su mirada a la pintura.
—Sí, me gusta mucho.
—¿Pinta?
Un velo de nostalgias, de sueños sin esperanzas cubrió el rostro de Chantal. Era otra prueba, Álvaro fijó los ojos en ella. Estaba cansado de las especulaciones, de la cantidad de preguntas sin respuesta que lo tenían a punto de enloquecer. Tendría que tranquilizarse. Con fingida calma, la escuchó sin dejar de mirarla.
—No, no pinto.
Quedó abismado de la desfachatez con la que negó su trabajo.
—Entonces es como yo, solo una admiradora del arte. —contestó él con cierto dejo de ironía.
Ella lo miró con sus botones de oro viejo vestidos de rebeldía.
—Soy soñadora de arte.
—Sueña con…
—Sueño que soy creadora de arte.
“¿Cómo puedes hacerme esto, Sofía?, ¿cómo puedes?” pensó él furioso y recurriendo a su cara de jugador de Poker.
—¿Hay alguna razón por lo que no puede hacer su sueño realidad? —No se atrevía a tutearla.
—No es de su incumbencia.
“Claro que es de mi incumbencia, desde que estás montando esta obra de teatro, no me creas imbécil”, quiso decirle. Quería presionarla, que lo admitiera, ya no tenía dudas. Al llegar al lugar, lo único en lo que pensaba era en sacarle la verdad de alguna forma, después de unos minutos solo deseaba abrazarla, luego se reprendía a sí mismo, estaba en un círculo vicioso del que no podía salir.
Caminaron por la sala sin decirse una sola palabra. Había decidido no hablar hasta que ella lo hiciera. No dejaba de mirarla, vislumbraba en sus ojos un dejo de ausencia y melancolía. Su Sofía, como buena artista, no era una persona fácil, tenía sus momentos melancólicos, pero no era una presencia constante en su vida a pesar de la pérdida de sus padres a tan temprana edad. Álvaro se imaginaba que la obra de esta mujer, porque le mentía estaba seguro, sería profunda y oscura, que mostraría su indefensión y aislamiento. Otra vez daba cosas por sentado. Se distrajo en su perfil, deseaba preguntarle por el uso de las lentillas, pero no tenía la confianza suficiente para hacerlo, tenía que contenerse, ya no era un muchachito, era un hombre en control de sus emociones.
—¿De dónde es, Álvaro? —Su voz sonó como un chasquido en un cuarto silencioso.
Era la primera vez que lo llamaba por su nombre y tuvo el insensato deseo de arrinconarla contra la pared y susurrarle sobre sus labios que dijera su nombre una y otra vez.
—Soy colombiano.
—“Ser colombiano es un acto de fe”. —Álvaro la miró, sorprendido, ella soltó una risa—. No lo digo yo, lo dijo Borges.
A Álvaro se le aflojaron las rodillas como a un colegial, su risa lo llevó por el sendero del recuerdo. “Habla conmigo, cuéntame que pasó. ¿Estás enamorada de ese hombre?”.
—Es cierto, fue la única historia de amor que escribió —dijo él, refiriéndose al relato que contenía la cita—. Un profesor colombiano y una joven noruega. ¿Habla español?
—Tendrá que adivinarlo. Con permiso —dijo, apartándose.
Álvaro recordó el número de países en el que ella había vivido, ninguno era de habla hispana.
Caminó por el lugar, lejos de él. Álvaro la dejó deambular, no quería parecer más desesperado de lo que se sentía, el tiempo transcurría demasiado rápido para él, que deseaba eternizar la presencia de Chantal en el salón. La vio mirar el reloj en dos ocasiones, el tiempo se agotaba y era incapaz de dilucidar nada. Se acercó de nuevo.
—¿Sofía? —No se pudo aguantar, ella tensó los hombros, pero se negó a devolverle la mirada.
—Debo irme —susurró, sin mirarlo.
—Tenía que intentarlo —se disculpó él.
Ella observó un cuadro con un gesto desolado que él estaba seguro de que no era por la dichosa pintura. Recordó la alegría y la pasión con la que hablaba del museo y del pintor.
—Pierde su tiempo —dijo ella, al fin.
Se dirigió a la salida con paso apresurado. Él, con semblante decepcionado, la siguió.
—La acompaño a la salida.
—No es necesario.
—Ya lo creo que sí.
En el vestíbulo, Sofía reclamó su abrigo.
—Permítame que la ayude —se apresuró Álvaro a sujetar la prenda, y la puso en sus hombros.
Su olor lo envolvió, no era verbena, sino una esencia más sensual, que iba y venía, como jugando al escondite con sus sentidos sin poder oponerse. Quiso acariciarle la nuca, acercarse y olfatearla. La había percibido en el salón y quiso fijarla en su nariz, pero se desvanecía con sutileza exquisita. Deseó verle los hombros y entonces recordó cómo le gustaba acariciarlos. Percibió un ligero escalofrío en su piel. Necesitaba a Sofía, la dulce pintora que lo había hechizado, a lo mejor se había vuelto loco y estaba peleando contra molinos de viento. Deseaba conquistar a esta mujer, envolverla, llevarla a la cama. Allí lo sabría. A pesar del frío, de solo imaginarla desnuda y pegada a su piel, se prendió como una yesca.
Salieron del museo. Un paisaje gris junto a una baja temperatura los recibió. Caminaron el uno al lado del otro y llegaron hasta el parqueadero.
—Vaya a cenar conmigo mañana —dijo Álvaro, antes de que ella entrara a su vehículo.
—No puedo.
—No está casada, ni comprometida, no tiene anillos.
Ella soltó una deliciosa carcajada.
—Eso no tiene ninguna importancia y no sería la única razón para no salir con usted. Es un engreído, señor Trespalacios.
—¿Entonces?
Necesitaba ponerse por encima de la situación, no mostrar la ansiedad que lo consumía porque ella aceptara salir con él.
—¿Qué pasa? Por lo visto no lo rechazan con frecuencia.
—Salga conmigo, a pasear o a tomar un café por la ribera del Sena —insistió, sin prestarle atención a su comentario.
Álvaro pudo percatarse de la lucha que se libraba en su interior. Agachó el rostro y cuando lo levantó, estaba ruborizada.
—No soy mal partido —insistió, riendo—, tengo modales en la mesa, no me emborracho frente a una dama y pago la cuenta.
—Lástima, siempre que querido sentarme a la mesa del restaurante más fino con un hombre sin modales. —Se puso seria de repente—. Es usted muy insistente.
Después de un silencio que para Álvaro fue como esperar una maldita sentencia, ella encendió el auto. Copos de nieve empezaron a caer.
—Está bien, saldré con usted.
Ella le dio el número del móvil.
—La llamaré mañana para darle los detalles.
—Esperaré ansiosa —dijo, con algo de ironía.
—Descanse, Chantal.
—Gracias, igual usted.
Álvaro se quedó parado en el parqueadero, viendo los copos caer sobre el pavimento. En pocos minutos el piso estaría tapizado de blanco. Entró a su coche y se marchó, sin percatarse de la presencia de un hombre que, en ese mismo momento, guardaba en su maletín una cámara fotográfica profesional y abordaba su propio auto.
Debido a su aparición en días pasados en una de las bodas más sonadas de la alta sociedad parisina —a la que había asistido a petición de su padre, que era muy amigo del de la novia— un famoso periódico francés había reparado en Álvaro y decidido incluirlo en un reportaje titulado “Extranjeros de éxito en París”, que saldría en los próximos días. Su atractivo y su enigma lo habían puesto en la palestra de soltero codiciado para el año que empezaba. No le interesaba, pero a los medios poco les importaba su opinión.
Un fotógrafo empleado del periódico en cuestión le había tomado un par de fotografías solo, y cuando le pidió una con su actual pareja, Álvaro le dijo que en ese momento estaba solo. El hombre había decidido seguirlo, pues quería conseguir una foto más natural que las que ya tenía.
Ya ante su ordenador, fue pasando una por una las que logró sacarle en el parqueadero del Museo D’orsay. La manera en que el joven empresario colombiano miraba a aquella mujer indicaba que se sentía atraído por ella. Sonrió, satisfecho. Ya tenía una idea de cuál sería la que el redactor escogería.